IMPERIO ROMANO

El Imperio Romano fue el resultado de un proceso de expansión que comenzó en los siglos VI y VII a. de J.C. En 509 a. de J.C., Roma pronto comenzó la búsqueda de una frontera estable que habrí­a de formar el motivo guiador de su historia. Esa demanda la llevó paso a paso a la subyugación de la pení­nsula italiana y la dominación de sus pueblos.

En el comienzo de la era cristiana, el Imperio Romano estaba alcanzando los lí­mites de su expansión. Un desastre militar importante en el año 9 d. de J.C.

hizo que Augusto escogiera al Rin como su frontera norteña. El Danubio formaba su continuación lógica hacia el este. España, Galia y Bretaña formaban unos contrafuertes suficientemente estables en el oeste, mientras que la zona fronteriza sureña descansaba sobre el Sahara, una frontera desértica y estratégicamente la más estable de todas. El este nunca estuvo totalmente asegurado, y algunas de las imágenes del Apocalipsis reflejan el temor que se sentí­a en el Medio Oriente de los arqueros de caballerí­a del otro lado del Eufrates.

Polí­ticamente, el término Imperio Ro-mano tiene que ser diferenciado de la República Romana. El Imperio describe el sistema de dominio y de gobierno conocido como principado. El año 31 a. de J.C., la fecha de la batalla de Accio, es arbitrariamente escogida como la lí­nea divisoria, cuando la República se convirtió en Imperio. Octavio, el sobrino adoptivo de Julio César, habí­a derrotado a Antonio. Mandamientos extraordinarios y poderes especiales prepararon la senda para la autocracia que emergió de pleno derecho con Augusto.

El Imperio Romano, usando la palabra en el sentido polí­tico del término, fue la infraestructura gubernamental de la paz romana, esa era de gobierno centralizado que mantuvo una paz comparativa en el mundo Mediterráneo por siglos significativos. No es sorprendente que las provincias orientales, acostumbradas desde los dí­as antiguos a la deificación de los regentes, pronto establecieran la costumbre de adorar al emperador. La idea ganó popularidad a través de los escritos de los poetas tales como Horacio y Virgilio, quienes de modo genuino creí­an en el llamamiento divino de Augusto y quienes, sin un muy elevado concepto de deidad, no vieron incompatibilidad alguna en atribuirle atributos divinos a un hombre †œdel destino†. Tales fueron los comienzos siniestros de un culto que Roma escogió como cemento de un imperio.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

†¢Roma.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

Véase ROMA.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

En su uso moderno esta expresión no es bíblica ni clásica, y no le hace justicia a la delicadeza y la complejidad de los métodos romanos para controlar a los pueblos del Mediterráneo. La palabra imperium significaba en primer lugar la autoridad soberana confiada por el pueblo romano a sus magistrados, elegidos por medio de una disposición especial (la lex curiata). El imperium era siempre completo, y abarcaba todas las formas del poder ejecutivo, religioso, militar, judicial, legislativo y electoral. Su ejercicio estaba limitado por el carácter colegiado de las magistraturas, y también por la restricción habitual o legal de su funcionamiento a una provincia determinada o esfera de responsabilidad. Con la ampliación de los intereses romanos hacia el exterior, la provincia se fue convirtiendo, con creciente frecuencia, en provincia geográfica, hasta que el uso sistemático del imperium magistral para controlar a un “imperio” hizo posible el uso del término para describir a una entidad geográfica y administrativa. En la época del NT; sin embargo, el sistema distaba mucho de ser tan completo o rígido como lo que podría suponerse.

I. La naturaleza del imperialismo romano

Hablando en general, la creación de una provincia romana ni suspendía los tipos de gobierno existentes ni le agregaba al estado romano. El “gobernador” (no existía un término genérico de esta clase, sino que se usaba el título magistral correspondiente) funcionaba en asociación con las autoridades regionales con las cuales existía una relación cordial, a fin de preservar la seguridad militar de Roma, y cuando no había actividad bélica su función era principalmente diplomática. Se parecía más al comandante regional de las organizaciones internacionales modernas creadas en virtud de algún tratado y que sirven a los intereses de las grandes potencias, más que al gobernador colonial con su autoridad monárquica. La solidaridad del “imperio” era producto de la pura preponderancia del poder romano antes que de una administración centralizada directa. Abarcaba muchos cientos de estados satélites, cada uno de los cuales estaba ligado a Roma bilateralmente y disfrutaba de los derechos y privilegios que lograba negociar individualmente con Roma. No cabe duda de que los romanos estaban en condiciones de abrirse camino por la fuerza a través de la maraña de pactos y tradiciones, pero este recurso ni les interesaba ni les convenía; lo que encontramos, en cambio, es que se esforzaban por convencer a sus apáticos aliados de que aprovechasen la libertad subordinada que les dejaban. Al mismo tiempo se llevaba a cabo un proceso de asimilación gradual mediante el recurso de otorgar en forma individual y comunitaria la ciudadanía romana, con lo cual compraban la lealtad de las personas importantes localmente, las que a su vez favorecían al poder patronal.

II. Crecimiento del sistema provincial

La habilidad diplomática imperial tal como se explica arriba la fueron adquiriendo los romanos en el curso de las primitivas relaciones de Roma con sus vecinos en Italia. Su genio ha sido localizado en forma diversa en los principios del sacerdocio fecial, que exigía un respeto estricto por las fronteras y no aceptaba ninguna otra razón para la guerra, en la generosa reciprocidad de los primitivos tratados romanos, y en los ideales romanos del patrocinio, que exigía una lealtad estricta de parte de los amigos y vasallos a cambio de la protección. Cualquiera haya sido la razón, Roma pronto adquirió el liderazgo de la liga de ciudades latinas, y luego, por espacio de varios siglos, bajo el impacto de las esporádicas invasiones galas y germanas, y las luchas con potencias de ultramar, tales como los cartagineses y algunos de los monarcas helenísticos, concertó tratados con todos los estados italianos al S del valle del Po, tratados mediante los cuales reguló sus relaciones con los mismos. Con todo, sólo en el 89 a.C. se les ofreció a estos pueblos la ciudadanía romana, y de este modo se convirtieron en municipalidades de la república. Mientras tanto se llevaba a cabo un proceso similar en todo el Mediterráneo. Al final de la primera guerra púnica Sicilia fue hecha provincia (241 a.C.), y el peligro cartaginés condujo a otras medidas del mismo tipo en Cerdeña y Córcega (231 a.C.), la España citerior y ulterior (197 a.C.), y finalmente a la creación de una provincia en África después de la destrucción de Cartago en el 146 a.C. En contraste, al principio los romanos vacilaron ante la idea de imponerse a los estados helenísticos de oriente, hasta que después del reiterado fracaso de las negociaciones libres se crearon provincias para Macedonia (148 a.C.) y Acaya (146 a.C.). A pesar de alguna medida de violencia, como la destrucción de Cartago y Corinto en el 146 a.C., las ventajas del sistema provincial romano pronto adquirieron reconocimiento en el exterior, como resulta claro por el paso de tres estados a Roma por legado de sus gobernantes, lo cual condujo a la formación de las provincias de Asia (133 a.C.), Bitinia y Cirene (74 a.C.). Los romanos se habían ocupado de hacer una limpieza por su propia cuenta, y la amenaza a las comunicaciones ocasionada por la piratería habían llevado para entonces a la creación de provincias para la Galia narbonense, Ilírico, y Cilicia.

La ambición profesional de los generales romanos ya comenzaba a hacerse sentir. Pompeyo agregó el Ponto a la Bitinia, y creó la nueva provincia principal de Siria como resultado de su comando mitridático del año 66 a.C., y en la década siguiente César abrió toda la Galia, dejando a los romanos establecidos en el Rin, desde los Alpes hasta el mar del Norte. El último de los grandes estados helenísticos, Egipto, se convirtió en provincia después de que Augusto derrotó a Antonio y Cleopatra en el 31 a.C. A partir de dicho momento la política fue de consolidación más bien que de expansión. Augusto llevó la frontera hasta el Danubio, y creó las provincias de Retia, Nórico, Panonia, y Mesia. En la generación siguiente las dinastías locales fueron remplazadas por gobernadores romanos en varias regiones. Galacia (25 a.C.) fue seguida por Capadocia, Judea, Britania, Mauritania, y Tracia (46 d.C.).

Por consiguiente el NT se encuentra en un punto en el que la serie de provincias se ha completado, y todo el Mediterráneo ha sido provisto por primera vez de una autoridad supervisora uniforme. Al mismo tiempo, en muchos casos los gobiernos preexistentes todavía florecían, si bien con pocas perspectivas de progreso ulterior. El proceso de la incorporación directa en el seno de la república romana siguió adelante hasta que Caracala, en el 212 d.C., extendió la ciudadanía a todos los residentes libres del Mediterráneo. Desde ese momento en adelante las provincias son territorios imperiales en el sentido moderno.

III. La administración de las provincias

Hasta el ss. I a.C. las provincias correspondían a los magistrados romanos, ya sea por el año en que ocupaban el cargo, o por el año inmediatamente posterior, cuando continuaban ejerciendo el imperium como promagistratura. A pesar del elevado sentido de responsabilidad del aristócrata romano, y de una formación política y legal sostenida a lo largo de toda su vida, resultaba inevitable que gobernase su provincia con la vista puesta en la etapa posterior en la capital. El primer tribunal permanente en Roma se estableció para juzgar a los gobernadores provinciales por casos de extorsión. Mientras la competencia por los cargos se libraba sin restricciones, la creación de comandancias de 3, 5 y 10 años de duración no hizo sino empeorar la situación. Llegaron a constituir la base de intentos de usurpación militar llevados a cabo abiertamente. Los estados satélites quedaron en una situación desesperada. Se habían acostumbrado a proteger sus intereses ante los gobernadores antojadizos buscando el patronazgo de casas poderosas en el senado, y a la larga se hacía justicia. Ahora, durante los 20 años de guerra civil que siguieron al cruce del Rubicón (49 a.C.), se vieron obligados a tomar partido y arriesgar su riqueza y su libertad en un conflicto de resultado incierto. Tres veces los enormes recursos de oriente fueron reunidos para una invasión de Italia misma, pero en cada caso el intento resultó inútil. Luego le tocó al vencedor, Augusto, reparar el daño ocasionado, en el curso de sus 45 años de poder sin rivales. Primero aceptó para sí mismo una provincia que comprendía la mayoría de las regiones donde todavía hacía falta una guarnición de importancia, especialmente la Galia, España, Siria y Egipto. Esta concesión le fue renovada periódicamente hasta su muerte, y la costumbre se mantuvo a favor de sus sucesores. Designó comandantes regionales, y de este modo surgió una clase de administradores profesionales, y por primera vez se logró una planificación uniforme a largo plazo.

Las provincias restantes siguieron siendo asignadas a los que estaban dedicados a la magistratura regular, pero la posibilidad de usar irregularmente la posición quedó anulada debido al poder supremo de los césares, y de todos modos la inexperiencia hacía que las decisiones fueran supeditadas a ellos, de modo que se impuso ampliamente un tipo cesariano de administración.

En el peor de los casos, una provincia mal administrada podía ser transferida a la jurisdicción cesariana, como ocurrió en el caso de Bitinia en los días de Plinio.

Tres de las responsabilidades principales de los gobernadores estan claramente ilustradas en el NT. La primera estaba vinculada con la seguridad militar y el orden público. El temor a la intervención romana condujo, precisamente, a la traición cometida contra Jesús (Jn. 11.48–50), y Pablo fue arrestado por los romanos sobre la base de la suposición de que era agitador (Hch. 21.31–38). Los gobiernos de Tesalónica (Hch. 17.6–9) y Éfeso (Hch. 19.40) demuestran la paralización que se había producido debido al temor a la intervención. Por otra parte, entre los estados fenicios (Hch. 12.20), como también en Listra (Hch. 14.19), se llevan a cabo procedimientos violentos aparentemente sin control romano. La segunda cuestión principal tenía que ver con las rentas públicas. Los césares enderezaron el sistema impositivo, y lo colocaron sobre un pie equitativo basado en censos (Lc. 2.1). Jesús (Lc. 20.22–25) y Pablo (Ro. 13.6–7) defendieron los derechos romanos en esta cuestión. La tercera obligación, y la más onerosa, era la jurisdicción. Tanto por remisión por parte de las autoridades locales (Hch. 19.38), como por apelación en contra de ellas (Hch. 25.9–10), los litigios giraban en torno a los tribunales romanos. Largas demoras comenzaron a surgir a medida que fue aumentando el costo y la complejidad del sistema. Los gobernadores, acosados por la falta de recursos, se esforzaban por revertir la responsabilidad sobre los causantes locales (Lc. 23.7; Hch. 18.15). Los cristianos, empero, se unían libremente al coro que cantaba loas a la justicia romana (Hch. 24.10; Ro. 13.4).

IV. El imperio romano en el pensamiento neotestamentario

Mientras las complejas relaciones entre gobernadores, dinastías, y repúblicas se hacen evidentes en todas partes en el NT, y les son familiares a sus escritores, la atmósfera realmente imperial del ascendiente cesariano lo satura todo. El decreto de César hace que José viaje a Belén (Lc. 2.4). Él es la antítesis de Dios en la sentencia de Jesús (Lc. 20.25). Su distante envidia sella la sentencia de muerte de Jesús (Jn. 19.12). César cuenta con la falsa lealtad de los judíos (Jn. 19.15), la lealtad espuria de los griegos (Hch. 17.7), la esperanzada confianza del apóstol (Hch. 25.11). Es el “emperador” a quien deben obediencia los creyentes (1 P. 2.13, °nbe). Mas su misma exaltación resultó fatal para la lealtad cristiana. Había algo más que una pizca de verdad en la repetida insinuación (Jn. 19.12; Hch. 17.7; 25.8). En última instancia los cristianos habrán de desafiarlo. Fueron las manos de hombres “inicuos” las que crucificaron a Jesús (Hch. 2.23). La cacareada justicia habrá de ser rechazada por los santos (1 Co. 6.1). Cuando César se vengó (Ap. 17.6), la blasfemia de sus pretensiones puso de manifiesto su destino a manos del Señor de los señores y Rey de reyes (Ap. 17.14).

Así, mientras que la paz imperial romana abrió el camino para el evangelio, la arrogancia imperial romana le significó un desafío mortal.

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Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico