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INDULGENCIAS

INDULGENCIAS

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Las indulgencias fueron en la historia de la Iglesia una manifestación del «poder de las llaves», es decir de la capacidad de perdonar que la Iglesia recibió del Señor. Jesús dijo a Pedro: «Lo que atares sobre la tierra quedará atado en el cielo y todo lo que desatares en la tierra, desatado quedará en el cielo.» (Mt. 16. 19)

Heredera de la misericordia y de la autoridad del Señor, la Iglesia, a través de su jerarquí­a, o autoridades sagradas, puede ejercer el «poder de las llaves» perdonando pecados, pero también de la pena que el pecado lleva consigo, concediendo indulgencias.

1. Sentido del perdón

La idea de «indulgencia», benevolencia, condescendencia, gracia, indulto, remisión, va aneja al ejercicio del poder de la Iglesia. Lo ejerce en su misión de administrar el perdón de los pecados en general y de aplicar beneficios espirituales a sus miembros, paralelo al poder de imponerles «castigos espirituales» que les alejen del pecado y del mal.

La indulgencia es pues un perdón: el que se otorga de esa pena que se merece por los pecados cometidos y que varí­a según sea el pecado y su malicia. Se entiende que es un perdón extrasacramental y afecta a esa natural expiación que, obtenido el perdón de la culpa a través del sacramento, se añade como gesto de la bondad divina entregada a la Iglesia.

El sentido de este perdón implica el reconocimiento del pecado y el deber que queda en el alma arrepentida de hacer acciones reparadoras y expiatorias: limosnas, oraciones, ayunos, sacrificios, etc.

El concepto doctrinal es muy sencillo en lo referente a las indulgencias. El concepto histórico y antropológico ha estado muy vinculado a los avatares culturales de cada época, aunque siempre ha existido lo que es doctrina: que el pecado se puede perdonar por el sacramento y el arrepentimiento y que las consecuencias del pecado, en lo humano, deben ser reparadas.

La Iglesia tiene el poder radical de perdonar el pecado, pero también el poder consecuente de suavizar la pena que se debe sufrir (penitencia) por él. Lo tiene en lo que se refiere a la conciencia del pecador, pero no en lo que supone de injusticia con otros, si la hubiere.
Es evidente que si el pecado no está perdonado, por falta de arrepentimiento o por negación al sacramento, la indulgencia no tiene sentido. Y si alguien quedó perjudicado por el pecado, es decir si la justicia quedó lesionada, la indulgencia tampoco tiene sentido. Lo primero será reparar el mal con la destrucción de la culpa, es decir de la ofensa a Dios; y después importará quedar libre de la pena debida

Por otra parte, la penitencia no depende del gusto o preferencia de cada momento o persona, sino de misteriosos ví­nculos del hombre con su conciencia y de la justicia divina que reclama la reparación como condición de libertad.

La posibilidad de otorgar indulgencias es un don de Dios a la Iglesia para que las reparta entre los hombres y ejerza su calidad de mediadora. Por eso, las indulgencias son signos de benevolencia y de misericordia. La Iglesia las recoge del mismo ejemplo de Jesús y las distribuye intentando imitar al mismo Jesús.

Por eso, las concede cuando hay gestos de buena voluntad y de deseo: además de las buenas obras hechas durante la vida, se cumplen determinadas condiciones o acciones que siguen esa trayectoria: oraciones, devociones, peregrinaciones, limosnas y sacrificios.

Importa diferenciar los que son las indulgencias como concepto de perdón de la pena debida por los pecados y lo que son los modos de hablar de las indulgencias. En virtud de las ideas antiguas y de la costumbre de hacer temporadas de «castigo o pena» que se imponí­a como condición para obtener el perdón en algunas comunidades, se podí­a disminuir por parte de la Iglesia esa duración. Se hablaba de tiempos de dí­as, meses o años de indulgencia.

Cuando se perdió la costumbre de imponer esas temporadas de penitencia, se mantuvo la forma de computar las indulgencias de forma tradicional.

Conviene también recordar que la indulgencia, por su naturaleza, no es un mero perdón gratuito de la pena de los pecados. Es la oferta que la Iglesia hace y que se puede aceptar o rechazar; ordinariamente va condicionada al arrepentimiento de los pecados, al estado de gracia ya obtenido por el perdón de la culpa y a la realización de determinadas obras buenas: oraciones, limosnas, una peregrinación o un ayuno, por ejemplo.

2. Historia de las Indulgencias
La administración de «la indulgencia» y la oferta d las «indulgencias» por parte de la Iglesia se desarrolló en la Historia a través tres momentos significativos.

2.1. Primeros siglos

En los tiempos antiguos los cristianos vivieron momentos de piedad y de fervor en las comunidades a las que pertenecí­an. Debí­an realizar determinados actos de penitencia y castigo cuando sus pecados eran públicos o conocidos por la comunidad. Especialmente duros eran esos castigos si suponí­an escándalo para los demás: robos, crueldades, abusos, latrocinios y, sobre todo, apostasí­a, homicidio, adulterio. Si no se corregí­an de sus malos comportamientos, eran expulsados de la comunidad. Si se arrepentí­an y enmendaban su conducta pecaminosa, tardaban un tiempo el recibir el perdón: tiempo en el que habí­a de realizar las obras buenas que la autoridad de la comunidad les demandaba: ayunos, sacrificios, limosnas, oraciones.

Pronto surgió la costumbre de emplear gestos de misericordia y el Obispo estaba capacitado para abreviar el tiempo de penitencia en función de las buenas obras realizadas. Se sabe que existí­an, por ejemplo en el norte de Africa, las llamadas «intercesiones o cartas de benevolencia de los mártires». Por ellas, como relata S. Cipriano, se concedí­a de vez en cuando a algunos penitentes la remisión parcial de las penitencias que les habí­an sido impuestas. Se pensaba que Dios, por la intercesión y los méritos de los mártires, les perdonaba la pena debida por los pecados.

2.2. Edad Media
Cuando en la Edad Media esas acciones de misericordia o de indulgencia comenzaron a tarifarse, porque también las penitencias se regularon con tarifas precisas, se hizo más frecuente le exención de penas, reclamando la entrega de limosnas para hacer templos, hospicios y asilos, sobre todo con la gente que poseí­a bienes. Especialmente atractivas resultaron las «indulgencias plenarias», o perdón de todas las penas, por participar en «las cruzadas» contra los mahometanos o por peregrinaciones, como las de Jerusalén o Santiago de Compostela.

Desde el siglo XI se extendió la costumbre de solicitar, y con frecuencia otorgar, ese perdón de penas, en forma de absoluciones extrasacramentales por parte del Papa, de los Obispos y de sacerdotes autorizados. Normalmente debí­an cumplirse condiciones: plegarias a un santo, donativos a un santuario, cumplimiento de tal prescripción.

Con el tiempo, algunas indulgencias se asociaron a determinadas actividades restringidas a una cofradí­a, a una localidad o a una Orden Monástica, que se sentí­an orgullosas de tal concesión.

Incluso se dio la costumbre de solicitar que otros ayudaran con ayunos, plegarias y sacrificios a perdonar la pena que se debí­a cumplir. En atención a la comunión de los santos, determinados monjes o sacerdotes cumplí­an las penitencias ajenas o representaban al penitente verdadero, por ejemplo cuando él estaba enfermo o imposibilitado o cuando podí­a con sus limosnas «interesadas» convalidar sus ayunos y abstinencias.

Al finalizar las penitencias debidas se realizaban determinados ritos de «absolución» o perdón público, que implicaban la normalización de la pertenencia a la Iglesia. Ordinariamente la absolución la pronunciaba el Obispo o los sacerdotes autorizados, aunque fue general que en peligro de muerte cualquier sacerdote podí­a declararla realizada.

2.3. Edad moderna y reciente

Cuando llegó la Edad Moderna, el cambio de mentalidad reclamó más libertad en las decisiones personales y menos ingenuidad en las creencias respecto a las absoluciones, sobre todo si procedí­an de autoridades religiosas que lo eran sobre todo sociales y civiles: Papas convertidos en «reyes» de los Estados pontificios, Obispos que eran prí­ncipes en sus territorios, abades que actuaban como señores temporales.

Al crecer la sensibilidad social, humana, de justicia, en los tiempos humanistas del siglo XIV y XV, comenzaron a surgir reacciones contrarias, sobre todo cuando el tráfico de indulgencias a cambio de beneficios materiales y exenciones se desvió al camino de la simoní­a o compra de este tipo de dones. Fue motivo fuerte de disensión. Era normal que el sistema de indulgencias entrara en crisis y hubiera pensadores racionalistas y más clarividentes, al estilo de Guillermo de Occam (o de Ockham) (1300-1350), Nicolás de Cusa (1410-1461), Giordano Bruno (1548 -1610) y sobre todo los humanistas crí­ticos como Erasmo de Rotterdam (1467-1536) o Miguel de Montaige (1533-1592), que lo rechazaron con ironí­a y desprecio.

La ruptura total vino con Lutero (1483-1546) y con el teólogo protestante Felipe Melanchton (1497-1565): rompieron frontalmente con la idea y la práctica de semejante comercio espiritual. Los ataques de Lutero, de Bayo y del Sí­nodo de Pistoia saltaron de la justa crí­tica de los abusos a la misma doctrina del poder de perdonar las penas de los pecados y a negar la existencia de esa pena. Sus doctrinas, no sus crí­ticas justas, fueron condenadas por la Iglesia en diversas intervenciones que fueron clarificando de nuevo la doctrina católica.

De modo especial, la condena luterana se formalizó en la Bula de León X «Cum postquam», del 9 de Noviembre de 1518 y en el Concilio de Trento que rechazaba la idea de Lutero condenando su sentencia: «Las indulgencias son piadosos engaños de los fieles, que por ellas abandonan las buenas obras; no sirven para nada a aquellos que las ganan y no redimen nada de la pena de sus pecados para con la divina Justicia.» (Denz 757 a 760) 3. Pena y reparación del pecado
La base de las indulgencias está en el principio cristiano de que todo pecado implica una pena además de una culpa. Cuando se ha perdonado la culpa del pecado, queda la necesidad y el deber de reparar la pena. Si se ha perjudicado a otro, es de justicia reparar el mal causado. Si es Dios el que ha recibido la ofensa, es precisa otra cosa. Dios en sí­ mismo no necesita reparación, pero por parte del pecador quiere alguna acción buena equivalente y compensatoria de la acción mala.

En esta actitud se mezcla lo psicológico (interior de la conciencia sensible), lo sociológico (pertenencia a una comunidad creyente) y lo teológico (leyes naturales de Dios Creador grabadas en la naturaleza).

La pena se debe reparar o redimir en esta vida. Si se muere sin conseguirlo, existe la certeza de que la justicia de Dios reclama la reparación en el otro mundo. Por eso se presupone un estado, lugar o situación que llamamos Purgatorio. En ese lugar el alma estará un tiempo. Al menos así­ hablamos con términos terrenos, sabiendo con certeza que fuera de la vida, ni hay tiempos ni hay lugar. En el plano teológico esto es fácil de entender, al menos desde una perspectiva antropológica sencilla. Pero desde la óptica metafí­sica, los conceptos de deuda, tiempo, lugar, reparación, etc. rozan lo incomprensible y por eso hablamos del misterio del más allá.

Es evidente que si no hay deuda, si no hay pena del pecado, se corre el riego de moverse en creencias fútiles y engañosas. Las indulgencias no pasan de ser una «impresión», al estilo de que las que han dominado las mitologí­as antiguas.

Pero la doctrina cristiana, sin que caiga en mitos o en catalogaciones antropomórficas, coincide en asumir la naturaleza del hombre como responsable de los propios actos, méritos, deudas y compromisos espirituales. Las indulgencias entran en esa categorí­a de doctrinas reales que no se pueden explicar con expresiones verbales.
4. Poder de la Iglesia
En general, la enseñanza de la Iglesia en este terreno no se vinculó excesivamente a conceptos metafí­sicos, sino a los sencillos conceptos y términos que podemos descubrir en la Revelación divina y hallamos expresados muchas veces en la Escritura Sagrada.

La Iglesia indicó siempre de que «es preciso una remisión de la pena debida a la Justicia por los pecados cometidos;» (Concilio de Letrán. 1512. Denz. 759). Y también de que las indulgencias «sirven para la remisión de la pena temporal que se debe satisfacer ante la Justicia divina por los pecados actuales.» (Pí­o VI. Constitución Auctorem Fidei de 1794. Denz. 1540)

La indulgencia no es una mera remisión de las penas canónicas, es decir previamente legisladas y reguladas, como acontece en los códigos civiles. Es más bien algo interior a la conciencia y se halla rodeado de cierto misterio sobrenatural. Por eso hay que eliminar el concepto de cárcel, castigo fí­sico o sación econmica, tanto al hablar de pena como al pensar en indulgencia. La Iglesia ejerce su derecho de «atar y desatar» y usa de la misericordia que ha aprendido de sus divino Fundador, también en ese terreno sobrenatural.

En lo relacionado con las indulgencias, hay que unir el poder de la Iglesia con el mandato y el poder de perdonar que Cristo otorgó. El «poder de las llaves» no es una simple capacidad de imposición sino una disposición de servicio. No es un atributo de poder o un privilegio, sino un instrumento para la actuación y un recurso de salvación.

Por otra parte, en el «poder de las llaves» hay que diferenciar entre el «perdonar pecados» y el «conceder indulgencias». En ambos hechos lo esencial es perdonar: pero en el perdón de los pecados la Iglesia actúa de forma sacramental, que significa que borra culpas por medio de signos sensibles; y en la indulgencia la Iglesia actúa de instrumento de alivia la pena aneja a la culpa y por eso, no simplemente perdona, sino impone acciones buenas que sirven de instrumento sanador.

La Iglesia, a través de sus autoridades, el Papa, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles, ejerce ambas funciones sanativas del perdón: a veces de forma separada, en ocasiones unidas.

Por ejemplo, un confesor ordinario puede absolver de la culpa del pecado y del castigo eterno del mismo, pero no tiene potestad ordinaria de remitir las penas temporales debidas por los pecados que absuelve.

Y en ocasiones el Papa o los Obispos otorgan determinadas indulgencias a quienes ya han sido absueltos por otros, según normas variables de lugares y tiempos cambiantes.

5. Manantial de indulgencia
La fuente de las indulgencias es el «tesoro de méritos» de la Iglesia. Se surte ese depósito sobrenatural de la sobreabundante «satisfacción» ofrecida por Cristo al Padre. Y, por voluntad del mismo Cristo, se añaden a ese manantial infinito, el de los méritos de los santos del cielo y de los viadores de la tierra: mártires, héroes, contemplativos, enfermos, pobres, etc.

Con todas las riquezas del Cuerpo Mí­stico se forja un tesoro y en él tiene entrada la mano misericordiosa de la Iglesia para repartir gracia y perdón entre todos sus miembros.

Verdaderamente es una forma metafórica y antropológica de hablar y de entendernos; es suficiente en cuanto a lo esencial, precisamente porque Cristo ha querido algo así­ para sus seguidores.

5.1. Razón de las indulgencias
Dios podrí­a perdonar a los hombres sus pecados sin reclamarles satisfacción alguna. Es Señor y no por eso quedarí­a quebrantada la justicia, según explicó Sto. Tomás ya en el siglo XIII (Summa Th. III. 64. 2 ad 3). Pero hay alguna razón misteriosa que pide otra cosa.

Sospechamos que no todos pueden ser tratados por igual. Cierto sentido de equidad natural reclama que quien ha hecho un mal muy grande lo repare en gran manera y el que lo hizo muy pequeño apenas si precise reparación; y es de sentido común que quien ha realizado un bien reciba una recompensa proporcionada a su acto bondadoso.

La Iglesia enseña que Cristo quiso que el que comete pecado lo repare, por motivos pedagógicos y evangélicos: la pedagogí­a mueve a enseñar al que obra mal aprenda a no hacerlo más; y el Evangelio recuerda cómo Cristo comenzó pidiendo conversión. (Mt. 4. 17)

Ciertamente también existen motivos teológicos y tienen que ver con la Justicia divina, que debe quedar satisfecha al recibir las reparaciones en proporción a los pecados cometidos. Aquí­ es donde entra la misericordia divina. Podí­a Dios exigir hasta lo último en esa satisfacción. Pero las veces que Jesús habla de perdón, 45 veces en los Evangelios de las 167 que aparece la palabra (af-esis o af-emi, perdonar o perdono) en el Nuevo Testamento, aluden a olvidar la ofensa, a borrar el perjuicio sin nada a cambio.

La Iglesia sigue ese ejemplo y hace lo posible por perdonar todo. Y sólo reclama la penitencia para poder perdonar más y mejor.

La compensación o penitencia que se reclama por el pecado, es decir la pena que se le impone al pecador por parte de Dios y en su nombre por parte de la Iglesia, tiene que poder ser también perdonada del todo o en parte, cuando resulte preferible la misericordia antes que la exigencia.

El «tesoro de la Iglesia» es rico y abundante para darlo a todos los hombres. Ella como Madre y Maestra lo administra siempre en función del bien común y en beneficio de cada persona.

5.2. Modo de la concesión
La Iglesia puede aplicar ese poder de perdonar las pena del pecado del modo que crea más conveniente, según los lugares y los tiempos. Por eso los estilos penitenciales y los cauces de la indulgencia han variado tanto con el paso de los siglos.

Hay rasgos comunes en todos los tiempos: la reserva de ese poder a determinadas autoridades, como el Papa y los Obispos; la indicación de recitar determinadas plegarias o cumplir determinadas actuaciones; la variación en la contabilidad de «cantidades» (dí­as, meses, años, toda la vida) en los modos de hacer cálculos.

Lo importante nos son los lenguajes, sino la autenticidad del perdón y el reconocimiento que de su importancia se ha hecho siempre. Tampoco estrictamente hablando es la Iglesia la protagonista del perdón, sino Cristo que actúa por su medio. Lo que la Iglesia hace es suplicar a Dios el perdón y declararlo concedido en función de la certeza de que se han cumplido las condiciones.

La doctrina sobre la existencia del «tesoro de la Iglesia» y la capacidad eclesial de actuar sobre él, fue perfilada al final de la Edad Media. Por lo tanto se formuló con terminologí­as de ese momento, la cual en los tiempos actuales puede resultar menos comprensible. Fue Hugo de San Caro el primero que habló de «tesoro» de forma sistemática en el siglo XIII. Y apareció por primera vez en un documento pontificio, en la Bula «Unigenitus Dei Filius», de Clemente VI, el año 1343. Las formas de conceder las indulgencias fueron luego cambiando según los tiempos. La última regulación serí­a del Código de Derecho Canónico, según la reforma de Juan Pablo II, del 25 de Enero de 1983 (cc. 992-996).

En principio sólo el Papa puede otorgar indulgencias para la Iglesia universal. El se presentó desde el principio como el sucesor de Pedro.

El Obispo en su propia Diócesis puede ofrecerlas según la autorización general que recibe o por solicitud particular cursada al Papa.

Es cierto que en tiempos pasados se apreciaban más estos beneficios eclesiales de lo que hoy se estiman. Pero el hecho de que hayan caí­do en cierto desuso no debe hacer olvidar su existencia, su posible aprovechamiento y, sobre todo, el principio doctrinal de que lo que no se repare en esta vida habrá que satisfacerlo en la otra.

6. Tipos de indulgencias

Ha sido también costumbre en la Iglesia diferenciar los niveles o la importancia de las diversas indulgencias que se pueden obtener por parte de los fieles.

6.1. Por su extensión temporal

Las más valiosas son las «indulgencias plenarias», es decir las que, por motivos importantes y acciones meritorias implican el perdón de toda la pena debida por los pecados cometidos hasta el momento de recibir tal beneficio.

Es fácil entender que estas indulgencia son ocasionales y reclaman acciones importantes: un año santo, participación en una cruzada religiosa al estilo de las medievales, una peregrinación decisiva para el cambio de vida, un compromiso perpetuo religioso, la entrega de bienes grandes a los pobres, etc.

Las «indulgencias parciales» o limitadas, como las de «siete años», «diez meses» o «treinta dí­as», se conceden por acciones piadosas más livianas: una oración prefijada, un ayuno, una pequeña limosna, la visita a un templo.

Las primeras implican una conciencia muy clara, una voluntad muy decidida, una disposición espiritual muy pura. Las segundas son más frecuentes, más asequibles y más cotidianas.

Conviene resaltar que los modos de hablar: años, dí­as, meses, son simples ecos de tiempos medievales, cuando podí­a equivaler a tiempos de ayuno, de plegaria o de sacrificios. Apenas si ese concepto es transferible a los tiempos actuales.

6.2. Según su aplicación,
Hay indulgencias que son sistemáticas y ya prefijadas: se dan siempre que se cumplan determinadas normas: ejemplo, la plenaria aneja a la bendición solemne del Papa en determinadas festividades o la aplicada por cualquier sacerdote en el momento de la muerte.

Hay algunas otorgadas en momentos de grandes compromisos, como al recibir el Orden sacerdotal y hacer la profesión religiosa solemne.

Y hay otras que se conceden ocasionalmente: una fiesta, una misión popular, una visita significativa, con motivo de un año santo.

6.3. De vivos y de difuntos
Hay indulgencias que afectan sólo a los vivos, que hacen los actos que las requieren; y hay algunas que se otorgan con la intención de que puedan aplicarse a los difuntos, como puede ser las otorgadas por la asistencia a la Eucaristí­a celebrada en la festividad litúrgica que los conmemora. (2 de Noviembre)

La Iglesia no tiene jurisdicción sobre los fieles difuntos para concederles a ellos indulgencias, pues ya no están en este mundo. Pero puede «indulgenciar» determinados actos para que los méritos se les puedan transferir en forma de indulgencias, si es la voluntad de Dios que así­ sea. Son llamadas entonces sufragios.

7. Sufragios
Los que han partido de este mundo en gracia de Dios, pero sin haber satisfecho todo lo que debí­an por las obras malas que hicieron en vida, tienen que pasar por un estado o situación que llamamos Purgatorio, hasta que queden complemente limpios de los pecados. Sólo entonces podrán gozar de la visión de Dios en el Paraí­so.

En la Iglesia se ha tenido siempre la creencia de que los fieles vivos pueden rezar y hacer obras buenas por los fieles difuntos para ayudarles a redimir la pena que deben en el momento de la muerte.

Llamamos sufragios a las plegarias, limosnas, ayunos, sacrificios y obras buenas que los vivos pueden hacer por los difuntos. Las hacemos en su nombre, en virtud de las relaciones existentes entre los miembros del Cuerpo Mí­stico. Y Dios, en la medida de su misteriosa voluntad y de su infinita misericordia, aplica a los difuntos los méritos de esas obras buenas y alivia sus penas purificatorias.

Especialmente tenemos ese deber con aquellos seres que nos son particularmente queridos y con los que nos relacionamos estrechamente mientras vivieron: familiares y amigos, benefactores, aquellos a quienes hicimos algún mal espiritual o material y con los que permanecemos en cierto estilo de deuda no satisfecha.

Este es el sentido de las celebraciones funerarias y de las conmemoraciones que por ellos celebramos con ocasión de su muerte.

La Iglesia celebra con frecuencia plegarias por todos los fieles difuntos, para que nadie, por desconocido que sea, quede abandonado y se sufra su pena sin los convenientes sufragios.

Las indulgencias en favor de los difuntos aparecen en la segunda mitad del siglo XV, con Calixto III (1457) y luego con Sixto IV (1476). Un siglo después, ante la pertinaz negativa de Lutero a considerar redimible cualquier pena después de la muerte y su rechazo a cualquier concepto de indulgencia para después de la vida, se perfiló la doctrina definitiva sobre esta labor eclesial.

León X, en la Bula «Cum Postquam» de 1518 (Denz. 740) y luego en la Bula «Exurge Domine» de 1520, concretó la enseñanza del Concilio de Trento expresada en diversas sesiones y declaraciones (Sesión del 3 y 4 de Diciembre de 1563, Decreto sobre le Purgatorio).

Es importante a los fieles enseñarles el sentido de los sufragios por su valor teológico de remisión compensatoria de las penas debidas y no sólo como desahogo afectivo para los seres queridos que quedan en este mundo.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
 
Una indulgencia es la remisión de la pena temporal debida al pecado en virtud de los méritos infinitos de Cristo, junto con los méritos de los santos, de los que la Iglesia puede disponer por la >comunión de los santos. Su fundamento es pues la noción del tesoro de bienes y méritos de la Iglesia.

El origen de las indulgencias hay que buscarlo en la práctica de los >confesores y >mártires de dar un libellus —una carta pidiendo clemencia— a quienes tení­an que someterse a una pena canónica como consecuencia de la inconstancia de su fe delante de la persecución (>Reconciliación). Otro estadio fue el aumento de la intercesión por los muertos. Un tercer estadio consistió en el desarrollo en la comprensión de la remisión de los pecados. Estas verdades dogmáticas se fueron haciendo poco a poco más claras. Con el bautismo se perdonan todos los pecados. Para los pecados cometidos después del bautismo estaba el sacramento de la reconciliación/penitencia. A este segundo sacramento estaba asociada la idea de la penitencia personal junto con la conversión. Las prácticas penitenciales tuvieron con el tiempo la finalidad de cancelar todo remanente de castigo o pena debidos al pecado, todo residuo de afectos o deseos desordenados. Se consideraba que el poder de las llaves se extendí­a también a este remanente, y la Iglesia apelaba a los méritos de Cristo y de los santos, especialmente de Marí­a, para conducir al pecador a la plena integridad espiritual.

En la Edad media las indulgencias se vincularon a diversas prácticas, como ir a las >cruzadas. Por hacer esto habí­a indulgencia plenaria, es decir, la cancelación í­ntegra de la expiación debida por el remanente del pecado. Las indulgencias se consideraban transferibles a los difuntos, pero sólo a modo de intercesión: como ofrenda a Dios, no habí­a garantí­a de que la persona en cuestión quedarí­a como resultado libre del purgatorio.

La escolástica desarrolló la teorí­a de las indulgencias; santo Tomás, por ejemplo, escribió bastante sobre ellas en sus primeras obras, y tuvo también que ocuparse de ellas en cuestiones disputadas durante su carrera como profesor.

Un hito importante en el desarrollo de las indulgencias fue la bula de jubileo de Clemente VI. El jubileo, con indulgencia plenaria vinculada a la peregrinación a Roma, lo habí­a decretado Bonifacio VIII para que tuviera lugar cada cien años, a partir del 1300. Clemente decidió que debí­a celebrarse cada cincuenta años, a partir del 1350. En su bula exponí­a la teologí­a escolástica de las indulgencias: los méritos de Cristo son superabundantes; a sus méritos se añaden los de los santos; este tesoro está en manos de la Iglesia. El creciente interés por las indulgencias en la Edad media tardí­a condujo a muchos abusos, incluyendo lo que parecí­a ser la venta de indulgencias: eran dispensadas por un «perdonador» profesional a cambio de una limosna. Como es bien sabido, dicha práctica fue la chispa que desencadenó la Reforma. Hubo intentos de reforma ya desde el concilio de Trento, el cual expuso la doctrina católica (Sesión 25a) y pidió que se evitara toda asociación del dinero con las indulgencias (Sesión 2I).
El tema de las indulgencias se discutió en el Vaticano II, pero la reforma tuvo que esperar hasta la constitución apostólica de Pablo VI de 1967. El papa exponí­a con algún detalle la doctrina de las indulgencias anteriormente esbozada y afirmaba: «Al conceder una indulgencia, la Iglesia usa su potestad como ministra de la redención de Cristo. No sólo ora. Interviene con su autoridad para dispensar a los fieles, siempre que estos estén en las debidas disposiciones, el tesoro de satisfacción que Cristo y los santos han acumulado para la remisión de la pena temporal» (n 8). Las indulgencias, lejos de ser algo que se consigue por méritos propios, son un don que se recibe por los méritos de Cristo siempre que se cumplan determinados requisitos. Las indulgencias estrechan nuestros ví­nculos con toda la Iglesia (nn 9-10).

El documento del papa reducí­a además drásticamente el número de indulgencias plenarias: la indulgencia plenaria puede obtenerse sólo una vez al dí­a, y requiere confesión sacramental, comunión y oración por las intenciones del papa (un padrenuestro y una avemarí­a). Aunque una confesión puede bastar para varias indulgencias plenarias, ha de comulgarse una vez por cada una de ellas. Además, «es necesario estar libre de vinculación a cualquier tipo de pecado, incluso venial» (nn 6-9). Esta última condición hace extremadamente difí­cil conseguir una indulgencia plenaria, y da mayor relieve a su significado. Una indulgencia plenaria de sumo valor es la que puede conseguirse en el momento de la muerte, incluso en ausencia de un sacerdote que imparta el «perdón apostólico», siempre que la persona haya adquirido el hábito de recitar algunas oraciones durante su vida (normas 18). Una dimensión importante de las indulgencias es la del >purgatorio. Los que se encuentran en este estado, purificándose o sanándose, pueden ver atenuado su sufrimiento por la oración de la Iglesia, y por las indulgencias ganadas para los difuntos por los vivos que se las ofrecen a Dios «a modo de sufragio» (n 10 y norma 3). Las indulgencias parciales no se indican ya en «dí­as» o «años» (norma 4); es el amor de la persona que realiza el acto y el valor del acto mismo lo que determina la indulgencia parcial (n 12). El manual de indulgencias de la Iglesia está por actualizar. La doctrina de Pablo VI se ha recogido en el nuevo Catecismo (1471-1479) y se ha especificado en el derecho (CIC 992-997).

Dado el papel que jugaron las indulgencias en la Reforma, y que todaví­a tienen para las Iglesias que se derivaron de ella, es importante presentar una teologí­a esmerada de las indulgencias, una teologí­a que no dé la impresión de poner el acento en el carácter casi comercial de las obras, en lugar de subrayar el papel de la gracia, mediada por la Iglesia y recibida por la fe. En el asunto de las indulgencias es necesario insistir en la disposición de contrición, amor y fe, con el fin de evitar la impresión de un «favor automático» dispensado por las autoridades de la Iglesia. Es dentro de esta comprensión donde quiso situarse la bula Incarnationis mysterium del 29 de noviembre de 1998 que anunciaba el año jubilar 2000.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

«Indulgencia» significa «perdón», con el matiz peculiar de perdonar la pena merecida por los pecados. Como todo perdón, la indulgencia es siempre de parte de Dios, pero por especial «mediación de la Iglesia, la cual como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos» (CIC can.992). Se aplica, pues, por mediación de la Iglesia, el tesoro inagotable de los méritos de la redención de Cristo, de Marí­a y de todos lo santos.

Todo pecado ya perdonado en cuanto a la culpa, puede dejar la secuela de una pena temporal que debe ser expiada. A esa pena, propia o ajena, se dirige la indulgencia, como acción sacramental eclesial que deriva de su poder ministerial y que se aplica según la comunión de los santos. La pena eterna merecida por el pecado ya ha sido perdonada juntamente con el mismo pecado; pero todos los pecados pueden dejar el resultado de una pena temporal que han que expiar, en el sentido de corregir el propio ser reorientándolo perfectamente hacia el amor. Esa pena temporal (con sus residuos de egoí­smo) es la que da lugar al purgatorio, como purificación antes del encuentro definitivo y de la visión de Dios que es Amor.

La indulgencia tiene lugar cuando un fiel hace una buena obra recomendada por la Iglesia, a la que se aplica esa mediación eclesial para el bien del mismo fiel o como sufragio por los difuntos. Puede ser parcial o plenaria «según libere de la pena temporal debida por los pecados, en parte o totalmente» (CIC can. 993).

Este poder ministerial eclesial, que es poder de «las llaves», forma parte del carisma de Pedro y de sus sucesores, de «atar y desatar» (Mt 16,19). Por ello, sólo concede indulgencias el Santo Padre o aquellos a quienes se haya otorgado o reconocido esta potestad. Las condiciones establecidas por la Iglesia se refieren a la vida de gracia (para poder vivir en caridad), a la oración (fórmulas concretas), los sacramentos (Eucaristí­a y reconciliación), las obras de caridad, los tiempos o fiestas especiales, la comunión eclesial (orar por el Papa que preside la caridad universal). Estas condiciones ayudan a despegar el corazón de todo afecto al pecado, incluso venial.

La cooperación del creyente en esta obra eclesial se une a la «comunión de los santos», que es «ví­nculo de amor e intercambio de todos los bienes» (CEC 1475). La vida de cada creyente está ligada a la de todos los demás redimidos por Cristo. La práctica de las indulgencias ayuda, pues, a tomar conciencia de la solidaridad con todos los hermanos, y a asumir los compromisos prácticos de caridad y de misión, sin distinción de tiempo y de espacio.

Referencias Comunión de los santos, purgatorio, sacramentales.

Lectura de documentos CEC 1471-1479; CIC 992-997.

Bibliografí­a Constitución Apostólica «Indulgentiarum doctrina» (Pablo VI 1967); Manuale delle indulgenze, norme e concessioni (Cittá del Vaticano 1968); K. RAHNER, Indulgencias, en Sacramentum Mundi (Barcelona, Herder, 1972ss) III, 872-886; J. RAMOS REGIDOR, El sacramento de la penitencia (Salamanca, Sí­gueme, 1974).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Para tener un firme punto de partida en la cuestión de las i. – cuestión que dogmática, psicológica y pastoralmente es muy dicí­cil – comenzamos por la doctrina del magisterio de la Iglesia, si bien aquí­ hemos de tener presente que la mayor parte de tales declaraciones (mejor dicho todas, a excepción del concilio de Trento, que es muy reservado) no son decretos irreformables, y no pocas veces llevan el sello de una teologí­a que no tiene en todos los aspectos un carácter estrictamente obligatorio. Para el concepto de penas del -> pecado, hay que remitir de antemano al artí­culo que lleva ese tí­tulo, pues de lo contrario son casi inevitables las malas inteligencias.

I. Doctrina del magisterio
Las i. tienen su más expresa definición dentro del magisterio de la Iglesia en el can 911 del CIC (de manera semejante León x: Dz 740a): «La remisión ante Dios de la pena temporal merecida por los pecados que ya han sido perdonados en cuanto a la culpa (por lo menos al terminar la obra agraciada con i.: can 925); remisión que la autoridad eclesiástica concede, tomándola del tesoro de la Iglesia, a los vivos a manera de absolución y a los difuntos a manera de sufragio.» Acerca de las i. está definido (sin que esta definición misma se definiera en sus pormenores), contra Wiclef, Hus y los reformadores protestantes, que la Iglesia tiene poder (potestas) de concederlas, que deben conservarse en la Iglesia y que son saludables para los fieles (Tridentino: Dz 989 1471; cf. también Dz 622 676-678 757-762). De las manifestaciones del magisterio se deduce también que, para ganar las i. aparte del estado de justificación (cf Dz 55 676), se requieren otras condiciones: bautismo, exención de excomunión, cumplimiento de la obra prescrita y por lo menos intención general de ganar las i. (CIC can. 925). Las i. alcanzan no sólo a las penas canónicas de la Iglesia, sino también a las penas merecidas ante Dios por el pecado (Dz 759 1540). La Iglesia las concede tomándolas de «su tesoro», que son los merecimientos de Cristo y de los santos (así­ primeramente Clemente vi [13431: Dz 550ss; cf. 740a 1060 1541 2193). El poder del papa (y, en dependencia suya, de otros superiores eclesiásticos: CIC 912, 239 & 1 n.° 24, 274, n.° 2, 349 $ 2 n.° 2) para conceder i., es designado simplemente como potestas o «poder de las llaves» (Dz 740a); pero esta última noción ha de entenderse indudablemente (i. a los difuntos) en sentido lato. Acerca del sentido de las expresiones empleadas: per modum absolutionis, per modum suffragii, no hay ninguna declaración obligatoria del magisterio. En la interpretación de la primera expresión oscilan los teólogos (antigua referencia a la remisión de las penas eclesiásticas – ahora hipotéticas -, de las que «se quedaba absuelto», «paga» [solutio] de las penas del purgatorio por el tesoro de la Iglesia; absolución directa de la pena, etc.). Sobre la fórmula per modum suffragii cf. Sixto iv: Dz 723a. La práctica de la Iglesia muestra que hay grados en las i., de las que unas están caracterizadas por antiguos vestigios de la penitencia canónica y se llaman «i. parciales» (CIC can 921 $ 2), y las otras se llaman «i. plenarias» (ibid y can. 926). No existe una definición estricta (en sentido lógico) del magisterio de la Iglesia acerca del sentido exacto de esta distinción Entre los teólogos se sigue discutiendo si la i. plenaria es sólo la remisión de todas las penas canónicas con un efecto no determinable en el más allá (así­ Cayetano y pocos más), o significa el perdón directo (por lo menos intentado) de las penas por el pecado ante Dios (así­ la mayorí­a de los teólogos); siendo de notar que el pleno éxito de esta intención queda de todo punto incierto en cada caso particular (cf. CIC can. 926; Gregorio xvi, en Cavallera n.° 1273). Es cierto que las i. ayudan a los difuntos per modum sufragii (Sixto iv [año 14761: Dz 723a; 740a 762 1542; CIC can. 911). Sobre la manera de esta ayuda falta una decisión autoritativa. Para la inteligencia de las i. hay que remitir también a la doctrina sobre las penas temporales por el pecado y sobre el purgatorio. Es doctrina definida por el concilio de Trento que culpa y pena no coinciden y, por tanto, no se borran necesariamente a la vez (Dz 535 807 840 904 922-925). Sobre la naturaleza más exacta de las penas por el pecado no hay una doctrina explí­cita y clara del magisterio.

II. La Escritura
Como luego se verá más claramente, no se puede sacar una verdadera prueba bí­blica de Mt 16 y 18. Pues estos pasajes (como textos clásicos para el sacramento de la penitencia), de probar algo en favor de las i., demostrarí­an que en el sacramento de la -> penitencia pueden perdonarse judicialmente todas las penas por el pecado, lo cual es una herejí­a. Hay que decir más bien: a) Para la Escritura es cosa obvia que la superación de todo el alejamiento culpable del hombre respecto de Dios (del hombre con sus múltiples estratos) puede ser un proceso moral muy largo (buscar al Señor, hacer larga penitencia, liturgia penitencial, remisión de toda la «culpa» en función de la conducta posterior); tanto más por el hecho de que la culpa a veces tiene consecuencias que no se borran simplemente por la conversión al Dios misericordioso, de forma que la seriedad de la penitencia en ocasiones habrá de consistir precisamente en la clara y humilde aceptación del juicio (1 Cor 5, 5; 1 Tim 1, 20; 1 Cor 11, 32; Ap 2, 22s), al que no se escapa simplemente por la conversión, hasta tal punto que ésta puede ser consecuencia del mismo (ThW rv 983). Si, según la Escritura, hay consecuencias penales del pecado impuestas por Dios, las cuales no se suprimen con la remisión de la culpa (Gén 3, 17ss con Sab 10, 2; Núm 20, 12 con 27, 13s; 2 Sam 12, 10-14), en consecuencia no puede ser una norma general del obrar misericordioso o indulgente de Dios que una remisión de la culpa implique siempre eo ipso una extinción de las consecuencias de la culpa y, por ende, de las penas por el pecado.

b) La Iglesia puede ayudar, por medio de la oración, a este largo proceso de reconciliación, como lo atestiguan ya las oraciones del AT, y puede hacerlo incluso con relación a los difuntos (2 Mac 12, 43-46). Lo mismo está atestiguado en el NT (Mt 6, 12; 1 Jn 3, 20ss; 5, 16; 2 Tim 1, 18; Sant 5, 16 etc.

c) Una oración de la Iglesia como comunidad santa de la misericordia victoriosa de Dios en el nombre de Jesús tiene firme promesa de ser oí­da (Mt 18, 19s; Mc 11, 24; Jn 15, 16; 1 Jn 5, 15; Sant 5, 16 etc.). Su eficacia no tiene, consiguientemente, más barrera que la esencia de Dios, que escucha a su manera inapelable, y la disposición receptiva de aquel por quien se ora.

IIL La tradición
Comoquiera que la esencia de las i. no es una realidad simple e inmutable, sino que se ha ido formando históricamente de factores o ingredientes diversos, hay que considerar primeramente cómo fueron entendidas (y no sólo descubiertas) las i. en el curso de la historia.

1. La tradición en lo relativo a los presupuestos de las i. La más antigua teologí­a penitencial de la Iglesia está convencida de que:
a) la remisión posbautismal de los pecados no es simplemente un «perdón», como en el caso del bautismo, sino que presupone dura penitencia subjetiva del pecador, aun cuando esta penitencia (como lo ve claramente Agustí­n) también tiene que estar sostenida necesariamente por la gracia de Cristo. Si bien terminológicamente no se distinguí­a aún entre culpa y pena debida a la culpa, se dio ya un primer paso en este sentido, pues no se dudaba de la salvación del hombre desde el primer momento de su conversión y, sin embargo, se tení­a por necesaria una larga penitencia (la distinción vuelve a presentarse en la misma diferencia protestante entre -> justificación y santificación). Desde el momento en que la Iglesia, por lo menos a partir del siglo ii, tomó bajo su inspección esta penitencia subjetiva del pecador y la reguló según la gravedad de la culpa, muy pronto adquirió con toda naturalidad la persuasión de que podí­a imponer (en forma individual o general) obras de penitencia y acomodarlas a los pecadores particulares. Las graves penitencias generales impuestas por determinados pecados en la confesión, que se hizo más frecuente desde la alta edad media, forzaron como contrapartida la práctica de las redenciones en casos particulares.

b) Este proceso de purificación puede ser ayudado por la oración de la Iglesia (ya en una forma más oficial). Esa intercesión se realiza en una forma regulada por la liturgia oficial (obispo y pueblo) y está segura, en cuanto de ella depende, de que será oí­da. Tal intercesión es (en primer término), no la «forma», como tal, del sacramento de la penitencia (forma que consiste en la reconciliación con la Iglesia y, por ende, con Dios), sino una ayuda a los esfuerzos subjetivos penitenciales del pecador.

2. En el perí­odo de transición de la penitencia pública a la privada (siglos vi-x): a) la reconciliación se traslada poco a poco al comienzo del proceso de la penitencia sacramental eclesiástica y, sin embargo, se exige una penitencia subjetiva cronológicamente posterior a la reconciliación, que debió favorecer la distinción entre culpa y pena; b) se asegura al pecador la intercesión de la Iglesia, aun independientemente del verdadero proceso penitencial, en formas solemnes, pero no propiamente jurisdiccionales (sentido originario de las absolutiones desde Gregorio Magno); c) por la práctica de conmutaciones y redenciones de la penitencia canónica eclesiástica (tarifa o arancel penitencial), que tendí­a al perdón de la pena por parte de Dios y no era una simple medida disciplinar, hubo de acrecentarse la conciencia de que los distintos modos de favorecer el proceso de curación y santificación podí­an sustituirse unos por otros.

3. Así­, por la unión de estos elementos tradicionales, en el siglo xr (primeramente en Francia) surgen en la práctica, al principio sin reflexión teológica, las primeras i. propiamente dichas. La Iglesia (obispos, papas) promete y asegura a los fieles en forma solemne y general su intercesión; por eso, mediante un acto jurisdiccional, perdona al creyente en cuestión una parte (o la totalidad) de su penitencia canónica eclesiástica (que ya no es sustituida propiamente por otra obra penitencial [aunque se imponga una obra benignamente tasada] ), como sucedí­a en las i. penitenciales de los peregrinos de Roma en el siglo 1x, las cuales han de considerarse aún como redenciones; más bien la obra a la que van ligadas las i. ahora ha de considerarse solamente como fundamento de la especial absolutio intercesora. El perdón se da fuera del sacramento de la penitencia por una oferta general, y se está persuadido de que el efecto de la oración intercesora es el mismo en orden a la santificación del pecador y al perdón de sus pecados que el alcanzado por su propia realización de la debida penitencia. En este sentido, las primeras i. auténticas fueron realmente un acto jurisdiccional (dispensa de la penitencia canónica real), y, sin embargo (por razón de la petición de absolución, ligada a ese acto jurisdiccional) fueron consideradas desde el principio como una eficaz posibilidad extrasacramental de borrar la pena temporal merecida ante Dios por el pecado. Desde el punto de vista de la evolución histórica, la unión de los dos actos constituye la esencia de las i. El nexo de las i. con la oración intercesora del sacerdote en el sacramento de la penitencia y con las redenciones y conmutaciones explica que, por de pronto, las i. no se consideraran reservadas al papa, sino que fueran concedidas por obispos y confesores en cumplimiento de su oficio o ministerio. La lenta transición de las redenciones impuestas con gran benignidad a las i. hace comprender por qué, de una parte, se insistió siempre en una obra de penitencia como condición indispensable y, por otra, hasta el siglo XIII, se vio en las i. una condescendencia para con los imperfectos, que no debí­an pretender los cristianos mejores. En el perí­odo de transición no siempre se puede distinguir dónde hay una redención benévola y dónde una i. Una vez que los distintos elementos de las i. se funden en un concepto firme, no puede esperarse ya que se reflexione muy expresamente sobre la absolución intercesora. Se da simplemente la conciencia de que se pueden perdonar las penas del pecado, sin pararse a reflexionar mucho sobre la manera como eso se hace concretamente.

4. Sólo en el siglo XII se inicia la reflexión teológica de la edad media sobre la práctica de las i. Por de pronto rechazándola: Abelardo niega a los obispos el derecho de conceder i. El sí­nodo de Sens lo censura por motivos no del todo claros. La misma actitud negativa hallamos en Pedro de Poitiers y otros teólogos de la alta escolástica. Desde fines del siglo xii la posición de los teólogos poco a poco se va haciendo positiva. Su argumento capital es la praxis misma. En Huguccio (f 1210) aparecen por vez primera las i. como acto jurisdiccional en relación con las penas merecidas ante Dios por el pecado. Por mucho tiempo queda aún oscuro por qué los sufragios de la Iglesia .pueden substituir los efectos que en el otro mundo tiene la penitencia dispensada por ella, y qué función ejerce en el efecto la obra buena requerida para la i. ¿Hay que considerarla como redención o sólo como mera condición de un efecto que, en cuanto tal, procede exclusivamente del poder de las llaves? Parece que antes de la escolástica propiamente dicha dominó la opinión de que la i. no surte su efecto transcendente a causa de una potestad directa de absolución por parte de la Iglesia, sino que lo obtiene sólo per modum suffragii. Con el desarrollo explí­cito de la doctrina sobre el tesoro de la Iglesia (ya en Hugo de StCher, 1230), comienza una nueva fase en la doctrina acerca de las i. Ahora se podí­a indicar más claramente dónde halla su sustitución la penitencia dispensada. Cuando luego se añadió aún que la Iglesia posee un tí­tulo jurí­dico y jurisdiccional sobre ese tesoro suyo, parecieron resueltas todas las anteriores dificultades y pudo desarrollarse la doctrina acerca de las i. que se ha hecho usual hasta nuestros dí­as. El perdón de las penas temporales por el pecado, que hasta entonces sólo habí­a sido suplicado en virtud de la oración de la Iglesia (gracias a la cual se dispensó de la imposición de una penitencia eclesiástica), pudo atribuirse a un acto jurisdiccional, que dispone autoritativamente – como un propietario sobre su fortuna – y, por ende, con infalible efecto, del tesoro de la Iglesia (Alberto, Buenaventura, Tomás).

Una vez que se habí­a ido tan lejos, podí­a atenuarse cada vez más la referencia de las i. a la exención de la penitencia eclesiástica, hasta tal punto que por lo menos algunos teólogos (como Billot) excluyen totalmente esa referencia de la esencia de las i. Por las mismas razones, la concesión de i. se hizo (desde Tomás) cada vez más independiente del sacramento de la penitencia y se impuso una reserva papal, pues sólo el papa (o el autorizado por él) puede disponer jurí­dicamente del tesoro de la Iglesia. En cambio antes, cuando se trataba esencialmente (no solamente) de la dispensa de una penitencia eclesiástica, podí­an conceder i. por propia autoridad todos los que imponí­an aquella penitencia (confesores o por lo menos obispos).

Por otra parte (si la Iglesia puede disponer en forma jurí­dica de su «tesoro»), se hace más difí­cil la cuestión de por qué y en qué medida es necesaria para la i. una obra buena; necesidad que, en el fondo, sólo se comprende en las antiguas conmutaciones y redenciones penitenciales, pero no en la nueva teorí­a jurisdiccional.

5. El posterior desarrollo de la praxis en la alta y baja edad media está caracterizado por las siguientes notas: a) Una acumulación de i. en obras cada vez menos importantes; aunque se sostení­a que éstas eran una condición necesaria por parte de la Iglesia, pero de tal forma que bastaba cualquier fundamento racional (TOMíS, Suppl. q. 25 a. 2); b) la aparición de la i. «plenaria». Hacia fines del siglo xi, la Iglesia comienza a prometer a los cruzados plena remisión de las penas (Urbano II; Mansi xx 816), y así­ nacen las i. plenarias (Bonifacio vrii: primer jubileo de i. plenaria el año 1300). c) Como a partir del siglo XIII teólogos y canonistas enseñan la posibilidad de aplicar las i. a los difuntos (cf. p. ej., TOMíS, In IV libr. Sent. dist. 45 q. 2 a. 2 sol. 2; Suppl. q. 71 a. 10), desde mediados del siglo xv los papas conceden efectivamente i. a los difuntos. d) El uso fiscal de las i. Si nada hay que objetar contra la limosna como obra premiada con i., dada la alabanza bí­blica y tradicional de la limosna, de hecho, sin embargo, en la baja edad media se multiplican desmedidamente las limosnas indulgenciales (que existieron ya desde el siglo xi) por razón de su provecho material para fines eclesiásticos. Las i. eran consideradas como fuente universal y cómoda de dinero, que fue explotada simoní­acamente con ligerezas y exageraciones teológicas por los predicadores de i., como afirma expresamente el concilio de Trento (Mansi xxxiii 193s; cf. también Dz 983).

IV. Interpretación teológica de la esencia de las indulgencias
Se puede dudar de que esta interpretación se haya logrado plenamente. Esto no debe sorprendernos, pues aquí­ la práctica se adelantó a la teorí­a y se trata de una realidad compleja.

1. Negativamente puede decirse, contra la mayorí­a hasta hoy dominante de los teólogos, que la potestad de la Iglesia para conceder i. (aun por los vivos) no representa un poder jurisdiccional en sentido estricto en lo relativo a las «penas temporales merecidas ante Dios por el pecado», y, por tanto, no cabe referirse razonablemente a Mt 16. De lo contrario, la Iglesia podrí­a más fuera del sacramento de la penitencia y del poder judicial del mismo que dentro de él en lo que se refiere a la remisión de la pena del pecado, la cual es también fin del sacramento mismo. No se verí­a por qué no puede unir ambos poderes para perdonar completamente en todo acto sacramental la culpa y la pena. Ahora bien, esto va contra la tradición y contra la doctrina del concilio tridentino. Y de otro modo serí­an distintas en su esencia las i. por los vivos y las i. por los difuntos. Con ello no se impugna que, originariamente, se dio en la i. un acto jurisdiccional: la dispensa de la penitencia canónica que, a la verdad, hoy es sólo hipotética y únicamente sirve para expresar la variable intensidad con que la Iglesia garantiza su intercesión. De la teorí­a jurisdiccional se sigue también que la remisión de las penas del pecado serí­a en el sacramento de la penitencia de menor extensión, de menor seguridad y de condiciones más difí­ciles que en las i., lo cual va contra la dignidad del sacramento y contra el hecho de que, históricamente, la i. no es en el sacramento sino lo que la Iglesia puede hacer extrasacramentalmente, dando así­ a esta acción una estructura propia. Además, en la teorí­a que rechazamos habrí­a que cargar con lo desagradable e inverosí­mil de que un poder (ex supposito) independiente y jurisdiccional de la Iglesia que le viene de Cristo (cf. Dz 989), no habrí­a sido ejercido durante mil años, pues la regulación y la mitigación de la penitencia canónica, que se dio siempre, no son concesiones de i. Finalmente, hay que considerar también lo siguiente: para un solo y mismo efecto no puede haber dos causas formal y totalmente distintas. Ahora bien, no cabe duda (y así­ se vio también siempre en la teologí­a) que una caridad perfecta en todos los aspectos, la cual no sólo se dé en la intención originaria, sino que integre todo el complejo ser y querer del hombre (caridad que, por tanto, no está necesariamente presente en la muerte de todo justificado), borra también todas las penas temporales del pecado. Ahora bien, si el principio que acabamos de formular es exacto, la i. no puede ser otra cosa que una ayuda (muy importante) al pecador penitente para que alcance este amor que lo borra todo, una ayuda (o intercesión) para obtener aquella gracia que se necesita para tal caridad. Sólo así­ pierde la i. el carácter de un acto jurí­dico, que serí­a total o casi totalmente independiente de la madurez espiritual y santa del hombre y supondrí­a así­ una relación parcial con Dios, que, como tal, serí­a regulada con total independencia del amor a Dios, siendo así­ que, en realidad, la caridad determina todo lo referente a la relación con Dios. Cómo por esa integración de las i. en el proceso uno del hombre entero (y, por ende, multidimensional), en el único proceso de la relación del hombre con Dios por la fe y la caridad, no se disminuye la importancia de las i., es un punto que aclararemos seguidamente. Ahora bien, por esa interpretación desaparecen los reparos justificados que con razón siente el hombre moderno contra la doctrina teológica hoy dí­a corriente sobre las i. (y contra una práctica, derivada de ella, de las i., a menudo muy masiva y cuantitativamente calculadora). También se ve claro (cosa que no acaece en la teorí­a usual, a pesar de la buena voluntad de respetar este punto) cómo las i. no merman el auténtico espí­ritu y acción penitencial, sino que la ayuda de la Iglesia tiende precisamente a fomentarlo, pues la integración de toda la realidad del hombre en la caridad, que sólo así­ se hace perfecta, implica necesariamente la penitencia en el pecador.

2. Positivamente. La esencia de las i. consiste, según lo dicho, en la oración particular de la Iglesia por la plena expiación de sus miembros, que ella hace siempre en su propia acción litúrgica y en la plegaria de éstos mismos, y que en las i. aplica solemnemente y de manera especial a un miembro determinado. En cuanto esta oración procede de la santa Iglesia como tal y tiende a un bien que está claramente conforme con la voluntad de Dios, está segura de ser oí­da (a diferencia de la oración del hombre particular, pecador, que no sabe si pide realmente lo que debe), y no tiene otros lí­mites que la receptividad del hombre por quien se ofrece (la cual es un verdadero limite). Si se piensa que también una «oración» (p. ej., la de la -> unción de enfermos) puede ser un opus operatum, que en las i. sólo se piden gracias «actuales» y que todo opus operatum tiene su lí­mite en la disposición del receptor, nada se opone en la teorí­a aquí­ expuesta a que se reconozca a la i. el carácter de un opus operatum (no de un sacramento), cosa que hoy dí­a es muy usual en la teologí­a.

En esta teorí­a se da también una diferencia entre i. por los vivos e i. por los difuntos, pues estos últimos no sólo están sustraí­dos a la jurisdicción de la Iglesia, sino que se hallan también en una situación especial, en virtud de la cual la intercesión oficial expiatoria de la Iglesia no tiene la misma eficacia cuando se refiere a los difuntos y cuando se refiere a los vivos (tratándose de aquéllos sólo la tiene indirectamente, por la disposición del fiel vivo que gana las i., y por la disposición que el difunto alcanzó en su vida, la cual ya no puede aumentarse en orden a estas i.; cf. Sixto iv en Dz 723a).

3. Desde nuestra posición se comprende también en qué sentido interviene en las i. el tesoro de la Iglesia. Si se pensara que este tesoro se emplea por un acto jurisdiccional, tal empleo se reducirí­a a un «pago a plazos» de los reatos particulares de pena mediante otras tantas satisfacciones parciales, concebidas como cantidades sumables (cf. Billot); idea que, pensada con detención, es imposible y por eso se rechaza actualmente (p. ej., Galtier). Pero cuando la -> Iglesia intercede, lo hace con necesidad esencial como cuerpo de Cristo, en solidaridad con la dignidad y el sacrificio de su cabeza, y como Iglesia santa en todos sus santos. Es decir, lo hace apelando al «tesoro de la Iglesia», pero a un tesoro con el que nada se paga en sentido auténtico, sino que es invocado simplemente en su totalidad, y, por eso, a causa de tal invocación crece en lugar de disminuir. De ahí­ que Galtier note con razón cómo en todo perdón de pecado y de pena interviene el «tesoro de la Iglesia», y por tanto no hay nada que sea peculiar de las i. exclusivamente. Esto significa que el tesoro de la Iglesia no es otra cosa que la -> voluntad salví­fica de Dios (en -> salvación) o que su pleno amor a cada hombre, el cual incluye también precisamente la expiación y extinción de las penas por el pecado, en cuanto esta voluntad salvadora existe con miras a la -> redención de Cristo y a la santidad de toda la Iglesia (que depende de dicha redención pero se da realmente); santidad que implica una dinámica hacia el amor pleno de cada uno de los miembros de la Iglesia, el cual supera todas las consecuencias del pecado.

4. Cómo haya de pensarse esta oración de intercesión de la Iglesia por la remisión de las consecuencias penales del pecado, y cómo haya de considerarse más exactamente la seguridad de la eficacia de las i., son cuestiones que dependen esencialmente de la idea concreta que uno se forme acerca de las «penas del -> pecado». Si éstas son concebidas como meras penas vindicativas que, sin tener importancia como tales para la purificación y perfección moral del hombre, la justicia divina impone propiamente en cuanto castigo, en tal caso hay que concebir su extinción como pura renuncia de Dios a imponerlas efectivamente; lo cual significarí­a, con relación a la eficacia de las i., que para ganarlas sólo se requiere como condición previa en el sujeto la desaparición de la adhesión actual al pecado. Pero, con ello, las i. serí­an un medio más fácil y seguro para el perdón de las penas por el pecado que la penitencia y la progresiva santificación personal.

En cambio, si las penas por el pecado son concebidas como estados internos y externos del hombre, producidos por aquél, los cuales no se borran y extinguen ya con la primera conversión del pecador (como se borra el reato de culpa), y si, en su discrepancia del todo de la realidad objetiva creada por Dios (como agente externo del castigo), son vindicativas y (de suyo) dolores medicinales aquí­ y después de la muerte, entonces hay que entender la remisión de las penas por el pecado como posibilidad que Dios concede de una más rápida y feliz superación del reato «real» de pena así­ entendido. Esta superación, como í­ntima purificación total (que no implica necesariamente un aumento de méritos y de gracia, sino solamente su efecto sobre la totalidad del hombre, y que puede, por ende, producirse también en el purgatorio: SCHMAUS D IV 2, 160-173; F. SCHMID, Die Seelenliiuterung im Jenseits, Brixen 1907), depende en la segunda concepción de más condiciones que en la primera. Las i. sólo se hacen efectivas allí­ donde se da y en la medida en que se da una disposición para una purificación santificadora, cada vez más honda, del hombre entero, más allá de la mera eliminación del reato de culpa estrictamente como tal. En esta concepción se ve además con claridad por qué las i. y la penitencia personal no se dañan mutuamente, pues así­ las i. pasan a ser una ayuda de la Iglesia para una penitencia más intensa y, por tanto, más rápida y feliz, y no son un substitutivo de la penitencia que la haga menos necesaria.

V. Consecuencias pastorales
1. Hay que empezar por ver serenamente el hecho de que el interés religioso por las i. está desapareciendo en la Iglesia, incluso en sectores religiosamente vivos. Las formas de la auténtica preocupación religiosa del individuo por la salvación han experimentado cambios profundos; se han desplazado a la celebración de la -> eucaristí­a, a la -> oración personal y a la superación cristiana de la dureza de la existencia profana. A ello se añade que al hombre de hoy (por el moderno individualismo) le resulta difí­cil sentirse responsable de la salvación eterna de sus allegados (cf. K. RAHNER, Verehrung der Heiligen: GuL 37 [1964] 325-340). No es de esperar que esta situación cambiara por recomendaciones oficiales o por nuevas concesiones de indulgencias.

2. Pero si, según la doctrina del concilio de Trento, las i. han de conservarse no sólo oficial, sino realmente, hay que considerar lo siguiente:
a) Este ensayo sólo debe hacerse en medida discreta, pues de lo contrario se malgastarí­a mucho esfuerzo pastoral, que hoy es más necesario en otros terrenos.

Las formas concretas de la concesión de i. (su frecuencia, su empleo para recomendar otros fines secundarios, como determinadas devociones, etc.; y en particular la frecuencia de i. plenarias, etc.) necesitan de una reforma valiente y a la vez discreta. Cabrí­a preguntarse tranquilamente si no es hora de suprimir la distinción entre i. plenaria e i. parcial. La graduación exacta de las i. parciales sin duda carece de importancia religiosa en la actualidad; pero se maneja todaví­a en forma caprichosa sin basarla en un principio. Las i. «plenarias», si así­ han de llamarse, en todo caso deberí­an enlazarse con un acontecimiento religioso que correspondiera realmente a la importancia de semejante concesión.

b) Hay que predicar una doctrina sobre la ->comunión de los santos, sobre el culto a los santos, sobre las «penas del -> pecado», sobre la necesidad y los bienes de la -> penitencia personal, y sobre las i. mismas, que han de insertarse en la totalidad de la vida cristiana, de tal forma que esta doctrina sea realmente inteligible y «realizable». Una concepción jurí­dica y formalista de las i. no se presta para ello.

c) Debieran crearse formas y ejercicios (oraciones de intercesión, funciones penitenciales, etc.) que hicieran sentir concretamente a los creyentes que la Iglesia, como cuerpo de Cristo y comunión de los que buscan su salvación eterna, intercede siempre por cada uno de sus miembros que corre peligro en su bienaventuranza eterna y se esfuerza por alcanzarla. Si el cristiano siente concretamente esta función de la Iglesia, que es también la suya, podrá apropiarse a su vez el sentido y la bendición de lo que la Iglesia, en su preocupación salví­fica, le aplica precisamente a él de una manera especial intercediendo en lo que llamamos indulgencia.

La nueva regulación general de las i. en virtud de la constitución apostólica Indulgentiarum Doctrina, que fue publicada el 1.0 de enero de 1967, se ha dado a conocer después de la composición de este artí­culo. Por tanto, esa regulación ha de leerse en su propio texto. Aquí­ sólo podemos decir que ella colma muchos de los deseos pastorales que hemos expresado. Por lo que se refiere a la concepción teórica de las i. contenida en la constitución, creemos que no es de todo punto inconciliable con la expuesta aquí­, pues la «mediación de la Iglesia», por la que se produce la remisión de penas temporales del pecado, admite diversas interpretaciones.

BIBLIOGRAFíA: Thomas v. Aquin, Suppl. q. 25-27; Suárez, Opera omnia XXII 979-1185; P. Galtier, Indulgences: DAFC II 718-752; F. Beringer – A. Steinen, Die Ablasse ihr Wesen und ihr Gebrauch, 2 vols (Pa 151921-22); N. Paulus, Geschichte des Ablasses im MA, 3 vols. (Pa 1922-23); E. Magnin, Indulgences: DThC VII 1594-1636 (bibl.); J. A. Jungmann, Die lateinischen Bu(iriten in ihrer geschichtlichen Entwicklung (1 1932); B. Poschmann, Der Ablass im Licht der Buf3geschichte (Bo 1948); P. Galtier, De paenitentia (R 31950) 517-548; S. De Angelis, De indulgentiis (R 21950); idem, Indulgenze: ECatt VI 1901-1910; C. Balié: Antonianum 25 (1950) 79-98; E. Campell, Indulgences (Ottawa 1953); Rahner II 189-216 H. Chirat, Les origines et la nature de 1’indulgence d’aprbs une publication récente: RSR 28 (1954) 39-57; W. Herbst, Indulgences (Milwaukee 1956); P. Anciaux, Het sacrament der boetvaardigheit (‘s Gravenhage 1958), orig. Le sacrement de la pénitence (P 1956); idem, De significatione praxis indulgentiarum in Ecclesia: Collect. Mechlin. 29 (1959) 270 ss; P. F. Palmer, Sacraments and Forgiveness, History and Doctrinal Development of Penance, Extreme Unction and Indulgences (Westminster – Lo 1960); K. Rahner, Kirchenschatz: LThK2 VI 257; idem, GuL 37 (1964) 325-340 (Veneración de los santos); Schmaus D IV/1 (61964) 678-694 (bibl.); G. Muschalek, Der Ablass in der heutigen Praxis und Lehre der katholischen Kirche: Arbeiten zur kirchlichen Wiedervereinigung, Reihe 2 (Graz 1965) 15-37; M. Lackmann, Überlegungen zur Lehre vom, Schatz der Kirche,: ibid. 75-157.

Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Contenido

  • 1 Definición
  • 2 Qué no es una Indulgencia
  • 3 Qué es una Indulgencia
  • 4 Varios tipos de Indulgencias
  • 5 Quién puede conceder Indulgencias
  • 6 Disposiciones necesarias para ganar una Indulgencia
  • 7 Enseñanza Autoritativa de la Iglesia
  • 8 Bases de la Doctrina
    • 8.1 La Comunión de los Santos
    • 8.2 El principio de la Satisfacción Vicaria
    • 8.3 El Tesoro de la Iglesia
  • 9 El Poder de Conceder Indulgencias
  • 10 Abusos
    • 10.1 El tráfico de las indulgencias
    • 10.2 Indulgencias apócrifas
  • 11 Efecto Curativos de las Indulgencias

Definición

La palabra indulgencia (del latín indulgentia, de indulgeo, «ser amable» o «compasivo») significa, originalmente, bondad o favor; en el latín post-clásico llegó a significar la remisión de un impuesto o deuda. En la Ley Romana y en la Vulgata del Antiguo Testamento (Is. LXI, 1) se usaba el término para expresar la liberación de una cautividad o castigo. En el lenguaje teológico también se suele usar en su sentido original para significar la bondad o el favor de Dios. Pero en el sentido estricto del término -sentido en el que se lo considera en este artículo- «indulgencia» es la remisión del castigo temporal debido al pecado cuya culpabilidad ha sido ya perdonada. Entre los términos equivalentes usados en la antigüedad se encuentran: pax, remissio, donatio, condonatio.

Qué no es una Indulgencia

A fin de facilitar la explicación, puede ser provechoso comenzar por afirma lo que NO es una indulgencia. No es un permiso para pecar, ni un perdón para pecados futuros: ninguna de estas dos cosas pueden ser concedidas por poder alguno. No es tampoco el perdón de la culpa del pecado, y supone que el pecado ha sido ya perdonado con anterioridad. No es una excepción que exima de alguna ley o precepto, ni mucho menos de una obligación contraída por algún pecado, como por ejemplo, la restitución de la cosa robada; al contrario, significa una satisfacción más completa de la deuda que el pecador tiene ante Dios. No confiere ninguna inmunidad con respecto a posibles tentaciones ni elimina la posibilidad de subsecuentes caídas en el pecado. Y de ninguna manera la indulgencia puede entenderse como la compra del perdón de los pecados que aseguraría la salvación al comprador o la salida de algún alma del Purgatorio. Lo absurdo de todas estas nociones será evidente para cualquiera que tenga una idea correcta sobre lo que la Iglesia Católica verdaderamente enseña sobre el tema.

Qué es una Indulgencia

Una indulgencia es una remisión extra-sacramental de la pena temporal debida -según la justicia de Dios- por el pecado que ha sido ya perdonado, remisión que es otorgada por la Iglesia en consecuencia del poder de las llaves, mediante la aplicación de los méritos sobreabundantes de Cristo y de los santos, y por justos motivos. Para entender esta definición, hay que tener en cuenta los siguientes puntos:

  • En el Sacramento del Bautismo se perdona no solamente la culpa del pecado, sino también toda la pena adjunta al pecado. En el Sacramento de la Penitencia se remueve la culpa del pecado y, conjuntamente con ella, también la pena eterna merecida por el mismo; pero el castigo temporal requerido por la justicia divina permanece, y este requerimiento debe ser satisfecho sea en esta vida o en la vida futura, es decir, en el Purgatorio. La indulgencia ofrece al pecador arrepentido la posibilidad de saldar o aligerar esta deuda durante su vida en la tierra.
  • Algunos escritos indulgenciales -ninguno de ellos, sin embargo, emitido por algún papa o concilio (Pesch, Tr. Dogm., VII, 196, no. 464)- contienen la expresión «indulgentia a culpa et a poena», es decir, liberación de la culpa y del castigo; esto ha producido considerable confusión (cf. Lea, «History» etc., III, 54ss). El verdadero significado de la fórmula es que las indulgencias, presuponiendo el Sacramento de la Penitencia, hace que el penitente, después de recibir el perdón sacramental de la culpa de su pecado, se libera también, por la indulgencia, del castigo temporal (Bellarmine, «De Indulg.», I, 7)

En otras palabras, el pecado es totalmente perdonado, es decir, sus efectos totalmente borrados, sólo cuando se ha realizado la completa reparación, lo que significa perdón de la culpa y remisión de la pena. De aquí que el papa Clemente V (1305-1314) condenara la práctica de aquellos proveedores de indulgencias que pretendían absolver «a culpa et a poena» (Clement, l. v, tit. 9, c. ii); el Concilio de Constanza (1418) revocó (sesión XLII, n. 14) todas las indulgencias que contenían esa fórmula; Benedicto XIV (1740-1758) las trataba como indulgencias espurias concedidas con esta fórmula, que él atribuye a las prácticas ilícitas de los «quaestores» o proveedores (De Syn. dioeces., VIII, viii.7)

  • La satisfacción, comúnmente llamada «pena», impuesta por el confesor cuando éste administra la absolución es parte integral del Sacramento de la Penitencia; una indulgencia, por el contrario, es extra-sacramental: presupone los efectos obtenidos por la confesión, la contrición y la satisfacción sacramental. También se distingue de las obras penitenciales que se puedan realizar por iniciativa del penitente -como son la oración, el ayuno y la limosna-, dado que estas son obras personales del penitente, y su valor depende del mérito de éste, mientras que la indulgencia brinda al penitente los méritos de Cristo y de los santos, que son el «Tesoro» de la Iglesia.
  • La indulgencia es válida tanto en el tribunal eclesiástico cuanto en el tribunal de Dios. Esto significa que no sólo libra al penitente de sus deudas ante la Iglesia o de la obligación de cumplir con una pena canónica, sino que también lo libra del castigo temporal del que sea ha hecho merecedor ante Dios, castigo que, sin la indulgencia, el pecador debería recibir a fin de satisfacer la justicia divina. Esto no significa, sin embargo, que la Iglesia pretenda dejar de lado los reclamos de la justicia divina, o que ella permita al pecador despreciar su la deuda contraída con su pecado. Como dice Sto. Tomás (Suppl., xxv. a. 1 ad 2um): «El que gana indulgencias no se libra absolutamente de la pena que merece, sino que se le conceden los medios para saldarla». La Iglesia, entonces, no deja al penitente irremediablemente en su deuda, ni lo libra de tener que responsabilizarse por sus obras; al contrario, la Iglesia le permite cumplir con las obligaciones que contrajo.
  • Al conceder una indulgencia, el que la otorga (papa u obispo) no ofrece sus méritos personales en lugar de lo que Dios pide al pecador, sino que obra según su autoridad oficial como quien tiene jurisdicción en la Iglesia, de cuyo tesoro espiritual se conceden los medios con los cuales se salda la deuda adquirida. La Iglesia en sí misma no es la dueña sino la administradora de los meritos sobreabundantes que contiene ese tesoro. Aplicándolos, la Iglesia no pierde de vista tanto los designios de la misericordia de Dios como los requerimientos de la justicia de Dios. Así, ella determina la cantidad de cada concesión, como también las condiciones que el penitente debe cumplir si desea ganar la indulgencia.

Varios tipos de Indulgencias

El Papa nunca vendió las Indulgencias ya que esto es simoníaUna indulgencia que puede ganarse en cualquier parte del mundo es una indulgencia universal, mientras que la que se puede ganar en un sitio determinado (Roma, Jerusalén, etc.) es indulgencia local. Otra distinción es entre indulgencias perpetuas, que pueden ganarse en cualquier momento, e indulgencias temporales, que se ganan solamente en determinados días o en un determinado período de tiempo. Las indulgencias reales se conceden en relación con el uso de ciertos objetos (crucifijo, rosario, medalla); las personales son las que no requieren del uso de ningún objeto, o bien que se conceden a una determinada clase de personas, como por ejemplo a los miembros de una orden o confraternidad. Sin embargo, la distinción más importante es la que distingue entre indulgencia plenaria e indulgencia parcial. Por indulgencia plenaria se entiende la remisión de toda la pena temporal merecida por el pecado, de tal modo que no es necesaria ninguna otra expiación en el Purgatorio. Indulgencia parcial condona sólo una parte de la pena; la porción que se condona se determina según la disciplina penitencial de la Iglesia primitiva. Decir que se concede una indulgencia de una cantidad determinada de días o de años significa que se cancela una cantidad de pena de Purgatorio equivalente con lo que hubiese sido cancelado, en la presencia de Dios, por la práctica de tantos días o años según la antigua disciplina penitencial. En este caso, evidentemente, la computación no pretende ser exacta, sino más bien posee un valor relativo.

Sólo Dios sabe la cantidad de pena que debe ser saldada y cuál es su preciso valor en severidad y duración. Finalmente, algunas indulgencias se conceden a favor de los vivos solamente, mientras que otras pueden aplicarse a favor de los que ya murieron. Debe notarse, sin embargo, que la aplicación no tiene la misma significación en ambos casos. La Iglesia, al conceder una indulgencia a los vivos, ejerce su jurisdicción; sobre los difuntos ella no tiene ninguna jurisdicción, y por lo tanto hace disponible la indulgencia para ellos a modo de sufragio (per modum suffragii), es decir, la Iglesia pide a Dios que acepte las obras satisfactorias y, en consideración de estas, que mitigue o acorte los sufrimientos de las almas en el Purgatorio.

Quién puede conceder Indulgencias

La distribución de los méritos contenidos en el tesoro de la Iglesia es un ejercicio de autoridad (potestas iurisdictionis), no del poder concedido por el Sacramento del Orden Sagrado (potestas ordinis). De este modo el Papa, como cabeza suprema de la Iglesia en la tierra, puede otorgar todo tipo de indulgencias a todos y cada uno de los fieles, y sólo él puede otorgar indulgencias plenarias. El poder de los obispos, previamente irrestringido, fue limitado por Inocencio III (1215) al poder de otorgar una año de indulgencia por la dedicación de una iglesia, y de cuarenta días en otras ocasiones. León XIII (Rescripto del 4 de Julio de 1899) autorizó a los arzobispos de Sudamérica el poder de otorgar ocho días (Acta S. Sedis, XXXI, 758). Pío X (28 de Agosto de 1903) permitió a los cardenales en sus iglesias titulares y diócesis otorgar 200 días, a los arzobispos 100 y a los obispos 50. Estas indulgencias no son aplicables a los fieles difuntos. Pueden ser ganadas por personas que no pertenecen a esa diócesis, pero temporalmente y dentro de sus límites; también por los súbditos del obispo que las concede, sea que se encuentre en la diócesis o fuera de ella, excepto si la indulgencia es local. Los sacerdotes, vicarios generales, abades y generales de órdenes religiosas no pueden conceder indulgencias, a menos que se les autorice a hacerlo específicamente. Por otro lado, el Papa puede permitir a un clérigo no sacerdote conceder alguna indulgencia (St. Tomás, «Quodlib.», II, q. viii, a. 16).

Disposiciones necesarias para ganar una Indulgencia

El sólo hecho que la Iglesia conceda una indulgencia no significa que la misma pueda ganarse sin esfuerzo por parte del fiel. De lo que se dijo más arriba es claro que el que recibe le indulgencia debe estar libre de la culpa del pecado mortal. Además, para la indulgencia plenaria habitualmente se requiere confesión y comunión, mientras que para las indulgencias parciales la confesión no es obligatoria, aunque es prescripción habitual que el que las quiera ganar tenga «al menos un corazón contrito» (corde saltem contrito). Con respecto al tema, debatido entre los teólogos, si una persona en pecado mortal puede ganar una indulgencia aplicable a los difuntos, véase el vocablo PURGATORIO. También es necesario tener la intención, aunque sea de modo habitual, de ganar las indulgencias. Finalmente, por la misma naturaleza del caso, es obvio que se deben realizar las buenas obras, oraciones, limosnas, visita de una iglesia, etc., que han sido prescritas para la adquisición de una indulgencia. Para más detalles véase RACCOLTA.

Enseñanza Autoritativa de la Iglesia

El Concilio de Constanza condenó entre los errores de Wyclif la siguiente proposición: «Es necio creer en las indulgencias concedidas por el papa o los obispos» (Sess. VIII, 4 de Mayo de 1415; ver Denzinger-Bannwart, «Enchiridion», 622). En la bula «Exsurge Domine», del 15 de Junio de 1520, León X condenó la afirmación de Lutero según la cual «las indulgencias son píos fraudes de los fieles», y que «las indulgencias no aprovechan a aquellos que las ganan para la remisión de la pena debida al pecado actual ante la justicia de Dios» (Enchiridion, 75S, 759). El Concilio de Trento (Sess. XXV, 3-4 de Diciembre de 1563) declaró: «Dado que el poder de conceder indulgencias fue dado por Cristo a la Iglesia, y dado que la Iglesia desde los primeros tiempos ha hecho uso de este poder dado por Dios, el santo sínodo enseña y manda que el uso de las indulgencias, muy provechoso para los cristianos según ha sido aprobado por la autoridad de los concilios, deberá ser mantenido en la Iglesia; además [este sínodo] pronuncia el anatema contra los que declaran que las indulgencias son inútiles, o bien niegan que la Iglesia tenga el poder para concederlas (Enchiridion, 989). Por lo tanto es de fe (de fide)

  • que la Iglesia ha recibido de Cristo el poder de conceder indulgencias y
  • que el uso de las indulgencias es de provecho para los fieles.

Bases de la Doctrina

Un elemento esencial en las indulgencias es la aplicación a una persona de la satisfacción hecha por otras. Este traspaso se basa en tres cosas: la Comunión de los Santos, el principio de la Satisfacción Vicaria y el Tesoro de la Iglesia.

La Comunión de los Santos

«Nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros unos de otros» (Rom., xii, 5). Como cada órgano participa de la vida de todo el cuerpo, así cada uno de los fieles aprovecha de las oraciones y buenas obras de todos los demás, un beneficio que enriquece, en primer lugar, a los que están en gracia de Dios, pero también, aunque con menos plenitud, a los miembros en pecado.

El principio de la Satisfacción Vicaria

Cada obra buen que realiza el hombre tiene un doble valor: uno de mérito, otro de satisfacción o expiación. El mérito es personal, y por lo tanto no puede transferirse; pero la satisfacción puede aplicarse a otros, como escribe S. Pablo a los Colosenses (i, 24) hablando de sus mismas obras: «Me alegro ahora en mis sufrimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo, por su Cuerpo, que es la Iglesia» (ver SATISFACCIÓN).

El Tesoro de la Iglesia

Cristo, como lo declara San Juan en su Primera Epístola (ii,2) «es la propiciación por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros, sino por los pecados de todo el mundo». Dado que la satisfacción de Cristo es infinita, constituye un recurso inextinguible, que es más que suficiente para pagar la deuda ocasionada por el pecado. Además, están las obras satisfactorias realizadas por la Santísima Virgen María, que no han sufrido ninguna mengua debida a la pena del pecado, y las virtudes, penitencias y sufrimientos de los santos que exceden abundantemente todo castigo temporal que estos siervos de Dios han podido merecer. Estos se añaden al Tesoro de la Iglesia de modo secundario, no independiente del mérito de Cristo, sino más bien adquirido en base a éste. La explicitación de esta doctrina se debe al trabajo de grandes escolásticos, particularmente Alejandro de Hales (Summa, IV, Q. xxiii, m. 3, n. 6), Alberto Magno (In IV Sent., dist. xx, art. 16), y Santo Tomás (In IV Sent., dist. xx, q. i, art. 3, sol. 1). Como lo declara el Aquinate (Quodlib., II, q. vii, art. 16): «Todos los santos pretendieron que todo lo que ellos hacían o sufrían sería provechoso no sólo para ellos, sino también para toda la Iglesia». Y luego señala (Contra Gent., III, 158) que lo que uno sufre en beneficio de otros, siendo una obra de caridad, es más aceptable como satisfacción a los ojos de Dios que lo que uno sufre en beneficio propio, dado que en este último caso se trata de una obra necesaria. La existencia de una tesoro infinito de méritos en la Iglesia ha sido declarado dogmáticamente en la bula «Unigenitus», publicada por Clemente VI el 27 de Enero de 1343, y más tarde insertada en el «Corpus Iuris» (Extrav. Com., lib. V, tit. ix. c. ii): «Sobre el altar de la Cruz -dice el Papa- Cristo derramó no solamente una gota de su sangre, aunque ello hubiese sido suficiente, por razón de su unión con el Logos, para redimir a todo el género humano, sino que derramó un copioso torrente… fundando así un tesoro infinito a favor de la humanidad. Este tesoro Cristo no sólo no lo envolvió en un manto y lo escondió en el campo, sino que lo encomendó a Pedro, el portador de las llaves, y a sus sucesores, de modo que ellos pudiesen, por justas y razonables causas, distribuirlo a los fieles en forma de remisión plena o parcial de la pena temporal debida por el pecado». De aquí brota la condenación por parte de León X de la afirmación de Lutero que «los tesoros de la Iglesia del cual el papa concede indulgencias no son los méritos de Cristo y los santos» (Enchiridion, 757). Por el mismo motivo, Pío VI (1794) catalogó como falso, temerario e injurioso a los méritos de Cristo y de los santos el error del sínodo de Pistoya, según el cual el tesoro de la Iglesia era una invención de sutileza escolástica (Enchiridion, 1541).

Según la doctrina católica, por lo tanto, la fuente de las indulgencias se constituye por los méritos de Cristo y de los santos. Este tesoro ha sido entregado en custodia no al fiel en particular, sino a la Iglesia. Consecuentemente, para hacerlo disponible al fiel, se requiere un ejercicio de autoridad que determine, sólo él, de qué modo, bajo qué condiciones y hasta qué punto se conceden las indulgencias.

El Poder de Conceder Indulgencias

Una vez que se admite que Cristo dejó a su Iglesia el poder de perdonar los pecados (ver PENITENCIA), el poder de conceder indulgencias se infiere lógicamente. Dado que el perdón sacramental se extiende tanto a la culpa como al castigo eterno, se sigue sin dificultad que la Iglesia puede también librar al penitente de la pena menor o temporal. Esto se vuelve más claro aún, sin embargo, cuando consideramos la amplitud del poder concedido a Pedro (Mat., xvi,19): «Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que atares sobre la tierra será atado también en el cielo, y todo lo que desatares sobre la tierra será también desatado en el cielo.» (Cf. Mat., xviii,18, donde un poder semejante es concedido a todos los Apóstoles). No se pone límite a este poder de desatar, «el poder de las llaves» como se lo llama; por tanto debe extenderse a todas y cada uno de las ataduras contraídas por el pecado, tanto de la pena como de la culpa. Cuando la Iglesia, por lo tanto, mediante una indulgencia, remite esta pena, su acción -según las palabras de Cristo- es ratificada en los cielos. Que este poder, como afirma el Concilio de Trento, haya sido ejercido desde el inicio, se muestra por las palabras de San Pablo (II Cor., ii, 5-10), cuando trata del caso del hombre incestuoso de Corinto. El pecador había sido excluido, por orden de San Pablo, de la compañía de los fieles, pero se había arrepentido sinceramente; por ello el Apóstol juzga que a aquél hombre «este castigo, impuesto por varios, le es suficiente», y agrega: «a quien habéis perdonado algo, yo también lo perdono; porque en verdad, lo que yo he perdonado, si algo he perdonado, lo hice por vosotros en la persona de Cristo». Pablo había sujetado al culpable con los lazos de la excomunión; ahora libra al penitente del castigo por un acto de autoridad -«en la persona de Cristo»-. Aquí tenemos todos los elementos esenciales de una indulgencia.

Estos elementos esenciales permanecen en la práctica subsiguiente de la Iglesia, aunque los elementos accidentales varían según van surgiendo nuevas condiciones. Durante las persecuciones, aquellos cristianos que habían caído y que deseaban ser readmitidos a la comunión con la Iglesia, frecuentemente obtenían de los mártires una nota (libellus pacis) que presentaban al obispo, de modo que éste, en consideración de los sufrimientos del mártir, pudiese admitir al penitente a ser absuelto de su pecado, librándolo consecuentemente del castigo en el que habían incurrido. Tertuliano se refiere a esto cuando dice (Ad martyres, c. i, P.L., I, 621): «La cual paz algunos, no teniéndola en la Iglesia, suelen suplicarla de parte de los mártires en la prisión; por lo tanto tu debes poseerla, apreciarla y preservarla en ti, de modo que, si es necesario, puedas concederla a otros.» Más luz se echa sobre este asunto si consideramos el vigoroso ataque que el mismo Tertuliano hizo después de haberse vuelto Montanista. En la primera parte de su tratado «De pudicitia», ataca al papa por su supuesta relajación al admitir a los adúlteros a la penitencia y al perdón, y desdeña el perentorio edicto del «pontifex maximus episcopus episcoporum». Al final del tratado se queja de que el mismo poder de remisión se concede ahora también a los mártires, y argumenta que debería ser suficiente que los sufrimientos de los mártires sirvan para purgar sus propios pecados – «sufficiat martyri propria delicta purgasse». Y también, «¿Cómo puede el aceite de tu pequeña lámpara bastar para ti y para mí?» (c. xxii). Es suficiente notar que muchos de sus argumentos aplicarían con la misma mucha o poca fuerza a las indulgencias de las edades posteriores.

Durante la época de S. Cipriano (m. 258) el herético Novaciano pretendía que ninguno de los lapsi sea readmitido a la Iglesia; otros, como Felicissimus, sostenían que tales pecadores debían ser readmitidos sin pena ninguna. Entre estos extremos, San Cipriano mantiene el punto medio, insistiendo en que esos pecadores debían ser readmitidos cumpliendo las condiciones propias. Por un lado, condena los abusos en conexión con el libellus, en particular la costumbre de los mártires de hacerlos en blanco para ser completados por cualquiera que lo necesitase. «Con respecto a esto debéis estar particularmente atentos» escribe a los mártires (Ep. xv), «a fin de designar por el nombre a aquellos a los que deseáis sea devuelta la paz.» Por otro lado reconoce el valor de estos memoriales: «Aquellos que han recibido un libellus de parte de los mártires y con su ayuda pueden, en la presencia del Señor, obtener la liberación en sus pecados, permitidles que, si están enfermos o en peligro, después de la confesión y la imposición de tus manos, partan hacia el Señor en aquella paz que le ha sido prometida por los mártires» (Ep. xiii, P.L., IV, 261). San Cipriano, por lo tanto, creía que los méritos de los mártires podían ser aplicados a los cristianos menos dignos por medio de una satisfacción vicaria, y que tal satisfacción era aceptable a los ojos de Dios como de la Iglesia.

Después que las persecuciones cesaron, la disciplina penitencial permaneció en uso, aunque se vio una más grande condescendencia en aplicarlas. El mismo San Cipriano fue acusado de mitigar la «severidad evangélica» sobre la cual él había insistido en un comienzo; a esto respondió (Ep. lii) que semejante severidad era exigida durante el tiempo de persecución, no sólo para estimular a los fieles en la práctica de la penitencia, sino también para apresurarlos a que busquen la gloria del martirio; cuando, por el contrario, la paz para la Iglesia fue asegurada, la relajación de la disciplina fue necesaria a fin de prevenir a los pecadores de no caer en desesperación ni de llevar la vida de los paganos. En el 380 San Gregorio de Nyssa (Ep. ad Letojum) declara que la penitencia debe ser acortada en los casos en los que se muestra sinceridad y celo en su práctica – «ut spatium canonibus praestitum posset contrahere» (can. xviii; cf. can ix, vi, viii, xi, xiii, xix). En este mismo espíritu San Basilio (379), después prescribir un tratamiento más condescendiente en relación a varios crímenes, establece el principio general que en todos los casos semejantes no es sólo la duración de la penitencia lo que debe considerarse, sino la manera en la que se lleva a cabo (Ep. ad Amphilochium, c. lxxxiv). La misma condescendencia se muestra en varios Concilios: Ancyra (314), Laodicea (320), Nicea (325), Aries (330). Llegó a ser muy común durantes este período favorecer a aquellos que estaban enfermos o en peligro de muerte (ver Amort, «Historia», 28ss). Los antiguos penitenciales de Irlanda e Inglaterra, aunque si exigentes en lo que toca a disciplina, prevén la relajación en ciertos casos. San Cummian, por ejemplo, en su Penitencial (del séptimo siglo), tratando del pecado de robo (cap. v) prescribe que aquel que ha cometido hurtos en varias oportunidades deberá hacer penitencia por siete años o por tanto tiempo como lo considere oportuno el sacerdote, debe siempre reconciliarse con aquel al que provocó el daño y debe hacer restitución proporcionada al daño cometido, en cuyo caso su penitencia deberá acortarse considerablemente (multum breviabit poenitentiam ejus). Pero si la persona en cuestión muestra falta de interés o imposibilidad (en cumplir con estas condiciones), deberá cumplir la penitencia por todo el tiempo que le ha sido impuesta, y en todos sus detalles. (Cf. Moran, «Essays on the Early Irish Church», Dublin, 1864, p. 259.)

Otra práctica que muestra claramente la diferencia entre la absolución sacramental y la concesión de indulgencias era la solemne reconciliación de los penitentes. Estos, al inicio de la cuaresma, recibían de parte de los sacerdotes la absolución por sus pecados y la penitencia que imponían los cánones; el Jueves Santo se presentaban ante el obispo, que les imponía las manos, los reconciliaba con la Iglesia y los admitía a la comunión. Esta reconciliación estaba reservada al obispo, como está explícitamente declarado en el Penitencial de Teodoro, Arzobispo de Canterbury; en casos de necesidad el obispo podía delegar a un sacerdote para este propósito (lib. I, xiii). Dado que el obispo no oía sus confesiones, la «absolución» que él impartía debía ser una liberación de alguna penalidad en la que habían incurrido. En efecto, el resultado de esta reconciliación era restaurar al penitente a su estado de inocencia bautismal, y consecuentemente de libertad de todas las penalidades, según aparece en las así llamadas Constituciones Apostólicas (lib. II, c. xli), donde se dice: «Eritque in loco baptismi impositio manuum» – es decir, la imposición de manos tiene el mismo efecto que el bautismo (cf. Palmieri, «De Poenitentia», Roma, 1879, 459s).

En un período posterior (desde el siglo ocho al doce) se volvió costumbre permitir la substitución de alguna pena menor por aquello que prescribían los cánones. Así, el Penitencial de Egberto, Arzobispo de York, declara (XIII, 11): «Para aquel que puede realizar lo que prescribe el penitencial, está muy bien que lo haga; para aquel que no lo puede realizar, damos consejo según la misericordia de Dios. En vez de un día a pan y agua, que cante cincuenta salmos de rodilla o setenta salmos sin arrodillarse… Pero si no sabe los salmos y no puede ayunar, en lugar de un año a pan y agua que de veintiséis solidi en limosnas, que ayune hasta la hora de Nona en un día de cada semana, y hasta la hora de Vísperas en otro día, y en tres cuaresmas que de en limosnas la mitad de lo que recibe.» La práctica de sustituir la recitación de los salmos o la limosna por una parte del ayuno se establece también en el Sínodo de Irlanda, en el 807, el cual dice (c. xxiv) que el ayuno del segundo día de la semana puede «redimirse» cantando un salterio o dando un denarius a un pobre. Aquí tenemos los comienzos de las así llamadas «redenciones» que prontamente pasarán a ser de uso común. Entre otras formas de conmutación estaban las peregrinaciones a santuarios bien conocidos como el de San Albano en Inglaterra o el de Compostela en España. Pero el lugar más importante de peregrinación era Roma. Según Beda (674-735) la «visitatio liminum», o visita a la tumba de los Apóstoles, ya era vista como una buena obra de gran eficacia (Hist. Eccl., IV, 23). En un principio los peregrinos venían sólo a venerar las reliquias de los Apóstoles y mártires; pero con el paso del tiempo su objetivo principal fue ganar las indulgencias concedidas por el papa y colegadas a las Estaciones. Jerusalén, también, fue por mucho tiempo la destinación de estos viajes de piedad, y los relatos de los peregrinos sobre el modo en el que eran tratados por los infieles finalmente provocó las Cruzadas (q.v.). En el Concilio de Clermont (1095) la Primera Cruzada fue organizada, y se declaró (can. ii): «El que, por pura devoción y no por motivo de ganancia u honor, vaya a Jerusalén a liberar la Iglesia de Dios, que ese viaje le sea computado en lugar de todas las penalidades». Indulgencias semejantes se concedieron a lo largo de las cinco centurias siguientes (Amort, op. cit., 46s), siendo el objeto de ellas incentivar estas expediciones que significaban tantas penurias, pero que eran a la vez tan importantes para la Cristiandad y la civilización. El espíritu con el cual estas concesiones fueron hechas queda manifiesto en las palabras de San Bernardo, el predicador de la Segunda Cruzada (1146): «Recibe el signo de la Cruz, y obtendrás también la indulgencia por todo lo que has confesado con un corazón contrito» (ep. cccxxii; al., ccclxii).

Concesiones similares eran otorgadas frecuentemente en ciertas ocasiones, como las dedicaciones de las iglesias, por ejemplo la de la antigua Iglesia del Temple en Londres, que fue consagrada en honor de la Santísima Virgen María el 10 de Febrero de 1185 por Lord Heraclius, que concedió sesenta días de indulgencia para las penas que hubiesen tenido a todos aquellos que visitasen el templo anualmente, como atestigua la inscripción sobre la entrada principal. La canonización de los santos estaba marcada frecuentemente por la concesión de indulgencias, como por ejemplo en honor de San Laurencio O’Toole por parte de Honorio III (1226), en honor de San Edmundo de Canterbury por Inocencio IV (1248), y en honor de Santo Tomás de Hereford, por Juan XXII (1320). Una famosa indulgencia es la de la Portiuncula (q.v.), obtenida por San Francisco en 1221 de parte del papa Honorio III. Pero la más importante concesión durante este período es la indulgencia plenaria otorgada por Bonifacio VIII en 1300 a aquellos que, arrepentidos sinceramente y habiendo confesado sus pecados, visitasen las basílicas de los Santos Pedro y Pablo (ver JUBILEO).

Entre las obras de caridad que eran incentivadas por las indulgencias, el hospital tuvo un lugar prominente. Lea en su «History of Confession and Indulgences» (III, 189) menciona solamente el hospital de Santo Spirito en Roma, mientras que otro autor protestante, Uhlhorn (Gesc. d. Christliche Liebesthatigkeit, Stuttgart, 1884, II, 244) establece que «siempre que se repasan los archivos de cualquier hospital, se encuentran numerosas cartas de indulgencias». El hospital de Halberstadt en 1284 tenía no menos de catorce semejantes concesiones, cada una otorgando una indulgencia de cuarenta días. Los hospitales en Lucerna, Rothenberg, Rostock y Augsburgo tenían privilegios similares.

Abusos

Indulgencia del siglo XVIII concedida por Clemente XIIIParecería extraño que la doctrina de las indulgencias significase semejante piedra de escándalo y provocase tantos prejuicios y oposición. Pero la explicación de este hecho puede encontrarse en los abusos que poco felizmente se han asociado con lo que en sí mismo es una práctica saludable. En este sentido, claro está, las indulgencias no son una excepción: no existe institución, por más santa que sea, que haya escapado a los abusos que provocan la malicia y la indignidad de las personas. Incluso la misma Eucaristía, como lo declara San Pablo, implica el comer y beber la propia condenación para aquel que no discierne el cuerpo del Señor (1 Cor., xi, 27-29). Y, así como la paciencia de Dios es constantemente abusada por parte de los que recaen en sus pecados, así también no es de sorprenderse que el ofrecimiento del perdón en la forma de las indulgencias haya conducido a malas prácticas. Estas han sido especial objeto de ataque debido, sin duda, a su conexión con la revuelta de Lutero (ver LUTERO). Por otro lado, no debe olvidarse que la Iglesia, mientras mantiene firmemente el principio e intrínseco valor de las indulgencias, ha condenado repetidamente sus abusos: de hecho, frecuentemente nos enteramos de cuán grave esos abusos habían sido precisamente viendo la severidad de la condena por parte de la Iglesia.

Aún en la época de los mártires, como se dijo antes, hubo prácticas ante las cuales San Cipriano se sintió en la obligación de reprender, aunque no prohibió a los mártires conceder el libelli. En tiempos posteriores, los abusos eran enfrentados por medidas represivas por parte de la Iglesia. Así, el Concilio de Clovesho en Inglaterra (747) condena a aquellos que imaginan que pueden satisfacer por sus crímenes sustituyendo sus propias austeridades por penitentes mercenarios. Contra las excesivas indulgencias concedidas por algunos prelados, el Concilio Laterano IV (1215) decretó que en la dedicación de una iglesia la indulgencia no deberá sobrepasar el año, y para el aniversario de una dedicación u otra circunstancia, no deberá sobrepasar los cuarenta días, siendo este el límite observado también por el mismo papa en semejantes ocasiones. La misma restricción fue puesta en vigor por el Concilio de Ravenna en 1317. En respuesta a las quejas de Dominicos y Franciscanos, que ciertos prelados habían usado de las indulgencias concedidas a sus respectivas órdenes con fines privados, Clemente IV en 1268 prohibió toda posible interpretación de las concesiones en ese sentido, declarando qué, cuando fuesen verdaderamente necesarias, serían concedidas por la Santa Sede. En 1330 los hermanos del hospital de Haut-Pas afirmaron falsamente que las concesiones hechas en su favor eran más extensas que lo que permitían los documentos: Juan XXII arrestó y envió a la prisión a todos estos hermanos en Francia. Bonifacio IX, escribiendo al obispo de Ferrara en 1392, condena las prácticas de ciertos religiosos que falsamente afirmaban que habían sido autorizados por el papa a perdonar todo tipo de pecados, y obtenían dinero por parte de los simples feligreses prometiéndoles felicidad perpetua en este mundo y gloria eterna en el otro. Cuando Enrique, Arzobispo de Canterbury, intentó en 1420 conceder una indulgencia plenaria al modo del Jubileo Romano, fue severamente amonestado por Martín V, que caracterizó la acción como «de una presunción inaudita y una audacia sacrílega». En 1450 el Cardenal Nicolás de Cusa, Legado Apostólico en Alemania, encontró algunos predicadores que proclamaban que las indulgencias libraban de la culpa del pecado como también de la pena por el mismo. Este error, debido a un mal entendimiento de las palabras «a culpa et a poena», fue condenado por el mismo Cardenal durante el Concilio de Magdeburgo. Finalmente, Sixto IV en 1478, para evitar la idea que la obtención de indulgencias pudiese ser un incentivo al pecado, reservó a la Santa Sede un extenso número de casos en los que, hasta el momento, los sacerdotes tenían facultades (Extrav. Com., tit. de poen. et remiss.).

El tráfico de las indulgencias

Estas medidas muestran claramente que la Iglesia, mucho antes de la Reforma, no sólo reconoció la existencia de abusos, sino que usó de su autoridad para corregirlos. A pesar de todo esto, los desórdenes continuaron y dieron el pretexto a los ataques dirigidos contra la doctrina misma de las indulgencias, no menos que contra su práctica. Aquí, como en tantas otras cuestiones, el amor al dinero fue la raíz principal de los males: las indulgencias eran usadas por eclesiásticos mercenarios como fuente de ganancias pecuniarias. Dejando los detalles relativos a este tráfico para otro artículo (ver REFORMA), será suficiente aquí notar que la doctrina en sí misma no tiene conexión natural ni necesaria con ganancias pecuniarias, como consta por el hecho que las muchas indulgencias que se conceden en nuestros días están libres de asociación alguna con semejantes ganancias: las únicas condiciones que se requieren son las de recitar ciertas oraciones o la puesta en práctica de ciertas buenas obras o prácticas de piedad. Es ciertamente fácil ver cómo los abusos se abrieron camino entre las indulgencias: entre las buenas obras que pueden incentivarse a modo de condición para ganarlas, la limosna tendrá un lugar importante, mientras se inducirá a las personas a contribuir de la misma manera a una buena causa, como son la construcción de una iglesia, la puesta en marcha de hospitales, o la organización de una cruzada. Hay que observar que en estas cuestiones no hay nada que sea intrínsecamente malo. Dar dinero a Dios o a los pobres es un acto digno de alabanza, y cuando es hecho por los motivos apropiados sin duda no quedará sin recompensa. Visto bajo esta óptica, puede ser perfectamente lícito establecer la limosna como condición para ganar los beneficios espirituales de una indulgencia. Pero, a pesar de la inocencia de la práctica en sí mismo, ésta se vio gravada por un gran peligro, y pronto se volvió una fructuosa fuente de mal. Por una parte, estaba el peligro de que el pago fuese visto como el precio de la indulgencia, y que aquellos que buscaban de ganarla perdiesen de vista las otras condiciones más sustanciales. Por otro lado, los que concedían indulgencias podían caer en la tentación de convertir las indulgencias en una fuente de ingresos: a pesar de que los líderes de la Iglesia estuvieron libres de culpa en este sentido, hubo espacio para la corrupción entre sus oficiales y agentes, o entre los predicadores populares de indulgencias, clase felizmente desaparecida, pero cuyo tipo fue preservado en «Pardoner», de Chauser, con sus falsas reliquias e indulgencias.

Mientras no se puede negar que estos abusos se habían extendido ampliamente, también hay que notar que, aún durante los tiempos más marcados por la corrupción, estas concesiones espirituales eran usadas con mucho fruto por los cristianos sinceros, que las buscaban según su verdadero espíritu, y por sacerdotes y predicadores que insistían sobre la necesidad de un verdadero arrepentimiento. Por todo lo cual no es difícil entender porqué la Iglesia, en vez de abolir la práctica de las indulgencias, se esforzó más bien por promoverlas eliminando los malos elementos. El Concilio de Trento en su decreto «Sobre las Indulgencias» (Sesión XXV) declara: «Al conceder indulgencias el Concilio desea que sea observada moderación en acuerdo con la antigua y comprobada costumbre de la Iglesia, a fin de que una excesiva facilidad no relaje la disciplina eclesiástica; y además, buscando de corregir los abusos que se han infiltrado… establece que toda ganancia criminal conectada con ellas deberá ser totalmente cancelada como fuente de triste abuso entre el pueblo cristiano; y como en el caso de otros desórdenes que surgen por la superstición, ignorancia, irreverencia o por cualquier causa que sea – dado que estos desórdenes, por la extendida corrupción, no pueden ser removidos por una prohibición particular – el Concilio pone sobre las espaldas de cada obispo la obligación de encontrar dichos abusos si existen en su propia diócesis, de presentarlos ante el próximo sínodo provincial y de reportarlos, en consonancia con los otros obispos, al Romano Pontífice, por cuya autoridad y prudencia serán tomadas medidas para el bienestar de la Iglesia en general, de modo que el beneficio de las indulgencias pueda ser derramado sobre todos los fieles por medios que sean a la vez piadosos, santos y libres de corrupción». Después de deplorar el hecho que, a pesar de los remedios prescriptos por concilios anteriores, los negociantes (quaestores) de indulgencias continuaron su nefasta práctica para gran escándalo de los fieles, el concilio ordenó que el nombre y método de estos quaestores sea totalmente abolido, y que las indulgencias y otros favores espirituales de los cuales los fieles no deben verse privados sean publicados por los obispos y concedidos gratuitamente, de modo que todos puedan entender con toda claridad que estos tesoros celestiales fueron dispensados por causa de la piedad, y no por lucro (Sesión XXI, c. ix). En 1567 San Pío V canceló todo tipo de indulgencias que implicase algún estipendio u otra transacción financiera.

Indulgencias apócrifas

Uno de los peores abusos fue la invención o falsificación de indulgencias. Antes de la Reforma, semejantes prácticas abundaron y provocaron severas manifestaciones por parte de la autoridad eclesiástica, en particular durante el Cuarto Concilio de Letrán (1215) y el de Viena (1311). Después del Concilio de Trento la medida más importante que se tomó para prevenir semejantes fraudes fue la creación de la Congregación para las Indulgencias. Una comisión especial de cardenales trabajó durante los pontificados de Clemente VIII y Pablo V, reglamentando todas las cuestiones relativas a las indulgencias. La Congregación para las Indulgencias fue definitivamente establecida por Clemente IX en 1669, y reorganizada por Clemente XI en 1710. Ha provisto de un servicio eficiente al decidir varias cuestiones relativas a las concesión de las indulgencias y su publicación. La «Raccolta» (q.v.) fue editada por primera vez por uno de sus consultores, Telesforo Galli, en 1807; las últimas tres ediciones, 1877, 1886 y 1898 fueron publicadas por la Congregación. La otra publicación oficial es la «Decreta authentica», que contiene las decisiones de la Congregación desde 1668 a 1882. Fue publicada en 1883 por orden de León XIII. Ver también la «Rescripta authentica», de Joseph Schneider (Ratisbona, 1885). Por un Motu Proprio de Pío X, fechado el 28 de enero de 1904, la Congregación para las Indulgencias fue asociada a la Congregación de Ritos, sin ninguna disminución, sin embargo, de sus prerrogativas.

Efecto Curativos de las Indulgencias

Lea (History, etc., III, 446), un tanto a regañadientes, reconoce que «con el declive de las posibilidades financieras del sistema, las indulgencias se han multiplicado grandemente como incentivo para ejercicios espirituales, y dado que pueden ser obtenidas con mucha facilidad, no hay peligro ya de recaer en los viejos abusos, incluso considerando el más sutil sentido de conveniencia, característico de los tiempos modernos, tanto de parte de los prelados como del pueblo, que no ha obstaculizado el intento». La plena significación de esta «multiplicación», sin embargo, se encuentra en el hecho que la Iglesia, desraizando los abusos, ha mostrado el rigor de su vida espiritual. Ella ha mantenido la práctica de las indulgencias porque las mismas, cuando se usan en sintonía con lo que la Iglesia prescribe, refuerzan la vida espiritual induciendo a los creyentes a acercarse a los sacramentos y a purificar sus conciencias del pecado. Además, incentivan la realización, en un sincero espíritu religioso, de las obras que redundan no sólo en bien del individuo, sino también en la mayor gloria de Dios y el servicio del prójimo.

Bibliografía: BELLARMINE, De indulgentiis (Cologne, 1600); PASSERINI, De indulgentiis (Rome, 1672); AMORT, De origine……indulgentiarum (Venice, 1738); BOUVIER, Traité dogmatique et pratique des indulgences (Paris, 1855): SCHOOFS, Die Lehre vom kirchl. Ablass (Munster, 1857); GRONE, Der Ablass, seine Gesch. u. Bedeutung (Ratisbon, 1863).

Fuente: Kent, William. «Indulgences.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 7. New York: Robert Appleton Company, 1910.
http://www.newadvent.org/cathen/07783a.htm

Traducido por P. Juan Carlos Sack

Fuente: Enciclopedia Católica