ISRAEL

v. Efraín, Jacob, Judá
Gen 32:28 no se dirá más tu nombre Jacob, sino I
Gen 35:10 I será tu nombre; y llamó su nombre I
Deu 6:4 oye, I: Jehová nuestro Dios .. uno es
1Ki 12:19 se apartó I de la casa de David hasta
Amo 2:6 por tres pecados de I, y por el cuarto, no
Mat 8:10 digo, que ni aun en I he hallado tanta fe
Mat 10:6 sino id antes a las ovejas perdidas .. de I
Mar 12:29 oye, I; el Señor nuestro Dios, el Señor
Rom 9:6 no todos los que descienden de I son
Rom 11:26 todo I será salvo, como está escrito
Gal 6:16 paz y misericordia sea .. al I de Dios
Phi 3:5 del linaje de I, de la tribu de Benjamín


Israel (heb. y aram. Yisrâ’êl, “Dios contiende [lucha]”, “el que lucha con Dios”, “soldado de Dios” o “reinará con Dios”, gr. Israel). El nombre aparece por 1ª vez en textos cuneiformes de Ebla del perí­odo prepatriarcal. Más tarde aparece en la Piedra Moabita* como Ysr’I, y en Ugarit como Ysr’il, el nombre de un artesano. El nombre Israel se encuentra como Isr’r en la estela israelita de Merneptah, en donde la 2ª r representa la letra heb. l, para la cual los egipcios no tení­an signo. 1. Nombre dado a Jacob al amanecer después de la noche de lucha con un antagonista desconocido -que resultó ser el ángel de Dios- junto al arroyo Jaboc, en su camino a Canaán luego de 20 años de exilio en Harán (Gen 32:22-32). Después de esa ocasión, el nombre se usa en forma intercambiable con el de Jacob (46:5), particularmente cuando se lo considera en su papel de progenitor de la raza elegida (48:1-3). 2. Descendientes de Jacob; todos los que viví­an en un momento dado (Exo 1:9), o las generaciones sucesivas tomadas en sentido colectivo (Gen 32:32). Con estas connotaciones, el término aparece en expresiones como “congregación de Israel” (Exo 12:3) y “los hijos de Israel” (Hos 3:5). Referidos a los 591 descendientes de Jacob, “Israel” se usa indistintamente con el nombre de Jacob (Isa 44:1). Aplicado al pueblo hebreo, “Israel” enfatiza su papel como pueblo elegido* en términos del pacto entre Dios y Abrahán, su antepasado (Gen 15:18; cf Psa 105:9, 10). ISRAEL (DESDE ABRAHíN HASTA LAS 12 TRIBUS) 3. Las 10 tribus del norte que se separaron de la monarquí­a unida (c 931 a.C.), para distinguirlo del reino meridional de Judá (1Ki 12:1, 16, 19). La posición dominante de Judá entre las 12 tribus predispuso a las otras contra la casa reinante de David y Salomón. Los impuestos opresivos aplicados por Salomón para sostener los lujos de su corte y para la construcción de sus magní­ficos edificios y extensas obras públicas, junto con la influencia mundana de su ejemplo personal, aflojaron aún más los tenues ví­nculos que ligaban al reino unido. La dura polí­tica de Roboam (hijo y sucesor de Salomón) condujo a las 10 tribus del norte a separarse y a poner como rey a Jeroboam (1Ki 12:1-24), quien, para consolidar su poder, estableció una nueva religión en la que mezclaba el culto a Jehová con la adoración egipcia de un buey, y con el declarado propósito de desviar el afecto de su pueblo a Jerusalén, al templo y a la casa de David (vs 25-33). Como un virus, la influencia de esta religión apóstata infectó al nuevo reino y apartó a su pueblo del verdadero Dios. Más tarde, bajo Acab,* se promovió también la adoración de Baal (16:30-32). A pesar de las fervientes labores de profetas como Elí­as, Eliseo, Jonás, Amós y Oseas, el reino del norte nunca experimenté una reforma genuina como los reavivamientos que hubo en Judá bajo Josafat (s IX a.C.), Ezequí­as (s VIII a.C.) y Josí­as (s VII a.C.). Toda la historia de Israel, hasta su desintegración en el 723/22 a.C., fue de apostasí­a y corrupción cada vez más profundas. En contraste con la única dinastí­a y 20 gobernantes de Judá -que reflejaban la comparativa estabilidad que caracterizó al reino sureño-, el deterioro de las condiciones sociales, polí­ticas y religiosas que prevalecieron en Israel produjeron diversas dinastí­as y un gobierno de 20 reyes en el trono en menos de 2/3 del tiempo que reinaron los de Judá. (Las fechas dadas aquí­ son aproximadas; véanse las tablas en las pp 278-280.) 268. La “Estela israelita” de Merneptah, el único monumento egipcio que menciona el nombre de Israel (en el recuadro blanco) en jeroglí­ficos. Durante su reino de 22 años, Jeroboam I (931-910 a.C.) se vio envuelto en una sucesión de batallas con Roboam de Judá, y sufrió una perjudicial invasión egipcia. Su dinastí­a terminó con el asesinato de su hijo Nadab (910-909 a.C.) cometido por Baasa (909-886 a.C.), cuyo malvado reinado estuvo marcado por guerras con Judá y Siria. Con el asesinato del hijo de Baasa, Ela (886-885 a.C.). por uno de sus generales, Zimri (que reinó por 7 dí­as en el 885 a.C). terminó la 2a dinastí­a israelita. Un golpe militar dirigido por Omri (885-874 a.C.), que en ese momento estaba en una campaña contra los filisteos, a su vez terminó con el breve reinado de Zimri. Tibni, un rival de Omri, pronto fue eliminado, y éste fundó una dinastí­a que sobrevivió 44 años, Omri seleccionó el fácilmente fortificable monte de Samaria como su capital, y la convirtió en un bastión inexpugnable, que más tarde resistió el sitio hasta que los alimentos y el agua en la ciudad quedaron agotados. Omri entró en cordiales relaciones comerciales y polí­ticas con Fenicia, y arregló el casamiento de su hijo Acab con Jezabel, hija del rey de Tiro. Como afirma la Piedra Moabita* erigida por el rey Mesa de Moab, Omri subyugó Moab y la puso bajo tributo. 592 Con el ascenso de Acab al trono (874-853 a.C.), Israel dio un paso significativo hacia una apostasí­a más profunda, principalmente por causa de su debilidad de carácter y la polí­tica agresiva de su esposa fenicia, Jezabel. Ella se embarcó en un decidido programa de erradicación de la adoración de Yahweh y su reemplazo con la adoración de Baal como culto nacional. En esta crisis espiritual los profetas Elí­as y Eliseo osadamente abogaron por la fe de sus padres. El reinado de Acab tuvo alguna medida de prosperidad material y éxito militar. En una alianza con Ben-hadad, rey de Damasco, y otros reyes, temporariamente frenó el avance de los asirios hacia el oeste en la famosa batalla de Qarqar (853 a.C.), pero perdió su vida poco después en un inútil intento de recuperar Ramot de Galaad (1Ki_22). Ocozí­as, hijo de Acab (853-852 a.C.) sucedió brevemente a su padre, y fue reemplazado por su hermano Joram (852-841 a.C.). Este hizo vanos intentos de perpetuar la hegemoní­a israelita sobre la tierra de Moab (2Ki 3:4-27), y se ocupó en una serie de campañas militares fallidas contra los sirios (cps 6 y 7). Mientras se recuperaba de las heridas de una batalla en Jezreel, fue asesinado por Jehú, comandante de su ejército, que eliminó la casa de Omri, incluyendo a Jezabel, y se estableció como rey (8:28, 29; 9:24-10:17). La dinastí­a fundada por Jehú (841- 814 a.C.) duró 90 años, o casi la mitad de la historia de Irael como reino separado. Erradicó la adoración de Baal, pero sus reformas dejaron en pie la adoración del buey o becerro establecida por Jeroboam. Jehú voluntariamente se hizo vasallo de Asiria, pagando tributo a Salmanasar III (figs 269, 274), probablemente a cambio por su ayuda contra Hazael de Siria. Durante todo el reinado de Joacaz (814-798 a.C.), hijo y sucesor de Jehú, hubo guerra casi continua con Siria, e Israel fue reducido a un estado de impotencia. Joás (798-782 a.C.) sucedió a su padre Joacaz en el trono y recupero todas las regiones que su padre habí­a perdido ante los sirios. Joás también se vio forzado a entrar en guerra con Judá: capturó a su rey, entró en Jerusalén y llevó muchos tesoros y cautivos con él a Samaria (2Ki 14:8-14). Aparentemente para cuidar de la continuidad de la dinastí­a, Joás habrí­a asociado a su hijo, Jeroboam II, para ocupar el trono por unos 12 años (c 793-c 782 a.C.). Después de la muerte de Joás, Jeroboam II gozó de un largo y próspero reinado de casi 30 años (782-753 a.C.), durante el cual recuperó, con excepción de Judá, prácticamente todo el territorio que Israel habí­a perdido desde la edad de oro de David y Salomón (vs 23-27). Un perí­odo de debilidad politica de los vecinos de Israel, particularmente de Asiria, les impidió tomar represalias. Como lo dice muy claro el libro de Oseas, la engañosa prosperidad material y polí­tica que caracterizó el reinado de Jeroboam II estuvo acompañado por la más degradada corrupción moral y social. Su hijo, Zacarí­as, sólo reinó 6 meses (c 753-752 a.C.) antes de ser asesinado por Salum (15:8-12). 269. Cinco israelitas portadores de tributos, un panel del Obelisco Negro de Salmanasar III (Museo Británico). Treinta años de anarquí­a polí­tica y caos nacional sucedieron a la muerte de Zacarí­as. Después de la caí­da de la dinastí­a fundada por Jehú, siguieron 5 reyes en rápida sucesión, Salum (752 a.C.), el asesino de Zacarí­as, a su vez fue muerto por Manahem después de un breve reinado de sólo 1 mes. Manahem (752-742 a.C.) suprimió cruelmente toda oposición a su gobiemo, y exigió un pesado tributo sobre su pueblo para sobornar a Tiglat-pileser III de Asiria (2Ki 15:19, 20). Hacia el fin del reinado de Manahem, Israel habí­a perdido una vez más el territorio que habí­a recuperado bajo Jeroboam II. El hijo de Manahem, Pekaí­a, estuvo en el trono durante 2 años (742-740 a.C.), sólo para ser asesinado por Peka (740-732 a.C.), quien parece que pretendió haber estado en el trono durante los 12 años anteriores o realmente habí­a sido un rey rival sobre una porción de la nación desde la muerte de Zacarí­as o la de Salum. Peka hizo una alianza con Siria para una fracasada campaña contra Jerusalén, probablemente para conseguir que Acaz se uniera a ellos contra Asiria (15:37;16:5-9). En cambio, Acaz buscó y consiguió la ayuda de Tigiat-pileser. Peka perdió ante Asiria sus territorios del norte y del este (15:29- fig 49). Su reinado sin gloria terminó cuando lo asesinó Oseas (732-722 a.C.), que lo sucedió en el trono como el 20o y último rey de Israel. Una alianza desesperada con un rey egipcio de Saïs no pudo detener la disolución de su reino y la captura de su capital. 593 Samaria, por Salmanasar V o Sargón II (723/22 a.C.). El reino de Israel del norte llegó así­ a un trágico fin, testigo involuntario de la suerte de una nación que rehusó caminar en los senderos de Dios. 4. A veces este nombre se aplica por igual a los reinos de Israel y de Judá durante el tiempo de la monarquí­a dividida (Isa 8:14), quizás en el sentido del pacto. Después de la disolución del reino del norte, el nombre se usó comúnmente para referirse al pueblo del reino de Judá, aún durante el perí­odo de la cautividad babilónica (Isa 1:3; cf v 1; Eze 3:1, 7; etc.). En el NT se aplica la designación en un sentido espiritual a los cristianos (Gá. 6:16; etc.). 5. Monte, montaña y/o cadena montañosa que ocupaba el territorio del reino de Israel (Eze 6:2, 3; 33:28; etc.).

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

cuando el patriarca Jacob iba al encuentro de su hermano Esaú, de quien se habí­a separado cuando aquél le escamoteó la primogénita, en la noche, se levantó y cruzó, junto con los suyos y todo lo que tení­a, el vado de Yabbok. Al quedarse solo, estuvo luchando con alguien hasta el amanecer. Este personaje le dislocó el fémur a Jacob, y al rayar el alba le pidió que lo soltara. Pero Jacob, al reconocer en su adversario a un ser sobrenatural, Dios, se aferra a él hasta conseguir su bendición. Es aquí­ cuando Dios le cambia el nombre: †œEn adelante no te llamarás Jacob, sino I., porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido†, Gn 32, 23-33. I. puede significar †œmuéstrese Dios fuerte†, sin embargo popularmente se ha interpretado como †œél ha sido fuerte contra Dios†. Tras el reencuentro con su hermano Esaú, Jacob se fue a Siquem, donde compró una parcela y erigió un altar al que llamó †œEl, Dios de Israel†, Gn 33, 18-20. Jacob, por orden de Dios, va a Betel, y Dios se le aparece y, de nuevo, le dice: †œTu nombre es Jacob, pero ya no te llamarás Jacob, sino que tu nombre será Israel†, y le renovó la promesa hecha a Abraham, que serí­a fecundo, que una multitud de pueblos se originarí­an en él y que saldrí­an reyes de sus entrañas, Gn 35, 1-14. Los hijos de Jacob fueron doce, Gn 35, 22-26. de los que se desprenden las doce tribus, también denominadas de Israel, como se les llama tras las bendiciones de Jacob a sus hijos, antes de morir, Gn 49, 28. De Lí­a le nacieron a Jacob, Rubén, el primogénito, Simeón, Leví­, Judá, Isacar y Zabulón; además le dio una hija, Dina, Gn 30, 21. De Raquel, José y Benjamí­n. De Bilhá, la esclava de Raquel, Dan y Neftalí­. De Zilpá, la esclava de Lí­a, Gad y Aser.

El nombre de I. comenzó a designar a los hijos de Jacob y toda su parentela †œIsrael residió en Egipto, en el paí­s de Gosen; se afincaron en él y se multiplicaron sobremanera†, Gn 47, 27; luego, a todo el pueblo, así­ lo denominaron los egipcios, Ex 1, 8; 9, 7; Yahvéh manda a Moisés a hablar con los ancianos de I., Ex 3, 16 y 18; Yahvéh dice que su hijo primogénito es el pueblo de I., Ex 4, 22; Moisés le dice al faraón que Yahvéh es el Dios de I., Ex 5, 1-2; cuando las plagas de Egipto, la quinta, que mata el ganado, Yahvéh distingue entre el ganado de I. y el de Egipto; al de I. nada le pasará, Ex 9, 4-5; igual, con la décima plaga, Ex 11, 7. Cuando la institución de la Pascua, se habla de la comunidad de I., Ex 12, 3/6/19/47. Israel, pueblo de Dios, se dice en Ex 18, 1. En el Sinaí­, Yahvéh llama al pueblo casa de Jacob e hijos de I., israelitas, cuando le hizo la promesa de la Alianza, Ex 19, 3 y 6. Según la tradición, en el reinado del faraón Meneptah, 1224-1204 a. C., sucedió el éxodo, y este soberano inscribió por primera vez el nombre del pueblo de I. en la historia, fuera de la Biblia, en una estela en la que se vanaglorí­a de una victoria sobre los israelitas: †œIsrael está arrasado y no tiene semillas†; otro de los tantos autoelogios de los soberanos, que abundan en la historia de la humanidad. Después de la travesí­a por el desierto, dirigido por Moisés, I. cruza el Jordán ahora bajo el mando de Josué e inicia la conquista de la tierra de Canaán, se establece en la zona montañosa sin poder conquistar todo el territorio. En la asamblea de Siquem, se hace la confederación anfictiónica de tribus de I., Jos 24; y ca. 1125 a. C., la profetisa Débora y Baraq vencen a los cananeos en Jaróset Haggoyim, en el noroeste de la llanura de Yisreel, Jc 4. Sin embargo, no derrotaron a los filisteos, quienes estaba organizados en una federación de ciudades-Estado, en la costa meridional de Palestina y dominaban ciudades en el norte y en el este, contaban con un ejército organizado y con mejores armas que los israelitas, pues conocí­an la fundición del hierro, y derrotaron al pueblo de I., que no contaba con ejército profesional.

El problema filisteo la derrota de I. en Afeq, así­ como la presión de los ammonitas y la división y constantes problemas entre las tribus produjo la necesidad de la unidad y el establecimiento de la monarquí­a. Ca. 1030 a. C., Saúl, de la descendencia de Benjamí­n, fue el primer rey panisraelita y quien comenzó a organizar un ejército profesional, y los filisteos son rechazados hasta su territorio, 1 S 14; de nuevo I. se enfrentó a los filisteos en el valle del Terebinto, cuando David venció a Goliat, 1 S 17; y la batalla de Gelboé, el desastre, cuando murió el rey Saúl, ca. 1010 a.C., 1 S 31. Esto trajo como consecuencia la división del reino, las tribus del sur se unieron y proclamaron, en Hebrón, a David, rey de Judá, ca. 1010 a. C., 2 S 2, 4. Por otro lado, Isbaal, el hijo superviviente de Saúl, fue proclamado rey de Israel, del Norte, por Abner, jefe del ejército de Saúl, quien reinó un escaso tiempo en medio de la guerra entre la casa de David y la de Judá, 2 S 2, 9. Los asesinatos de Abner y de Isbaal dieron como resultado la reunificación de I., y David fue ungido también rey de Israel, en Hebrón, 2 S 5, 3. David tomó Jerusalén, la fortaleza mejor protegida de Palestina, ca. 1000 a. C., a la que hizo capital polí­tica y religiosa del reino. Su ejército dominó a los filisteos y conquistó a los edomitas, ammonitas y moabitas. David organizó el clero y lo concerniente a la religión y al culto. David murió ca. 970 a. C, y los territorios alrededor de Israel estaban sometidos o se tení­an tratados de amistad con ellos. El reino de Israel alcanzó su máxima extensión, el mayor esplendor y prosperidad bajo el gobierno de Salomón, hijo de David, ca. 970-931 a. C. Salomón administró correctamente el tesoro que le dejó su padre, organizó y unificó la administración del reino; abrió rutas comerciales con ífrica, Asia Menor, Arabia, estimulando la industria y el comercio.

Construyó el Templo hizo obras suntuosas y en su corte se viví­a con todo tipo de lujos; gobernó de manera absolutista e impuso muchos gravámenes al pueblo. Al morir Salomón, de nuevo volvió la división del reino. Roboam sucedió a su padre Salomón y fue reconocido inmediatamente en Judá, 931-913 a. C.; pero las tribus del Norte se rebelaron, pues en la asamblea de Siquem el pueblo le pidió a Roboam reformas y que quitara las pesadas cargas impuestas por Salomón, y Roboam contestó que, por el contrario, las aumentarí­a. Pero Jeroboam, hijo de Nebat, efraimita, que estaba en Egipto, pues habí­a huido de Salomón, posiblemente tras una conspiración, regresó y la asamblea lo proclamó rey de Israel, en el Norte, 931-910 a. C., cuyos habitantes formaban parte de diez de las doce tribus de Israel, quedando por fuera las de Benjamí­n y Judá, y estableció la capital en Siquem, luego la trasladó a Tirsá, hasta la fundación de Samarí­a, en época del rey Omrí­, 885-874 a. C.; por otra parte, Jeroboam I también creó el cisma religioso, construyó lugares de culto en los altos, fundió dos becerros de oro, uno lo puso en Betel y otro en Dan, nombró sacerdotes y estableció fiestas religiosas, 1 R 12.

Tras la división en el reino del Norte, Israel, se sucedieron distintas dinastí­as, mientras que en el de Judá permaneció el linaje de David, hasta la toma de Jerusalén por los caldeos, fin del reino del Sur. Los dos siglos siguientes de la historia judí­a, a partir de la división, son un continuo conflicto entre pequeños estados enfrentados entre sí­, Israel, Judá, Moab, Edom y Damasco. Sin embargo, Durante los primeros años del siglo IX a. C., y bajo el reinado del rey Omrí­, 885-874 a. C., Israel se fortaleció, controló a Moab. Este soberano fundó la ciudad de Samarí­a y la hizo capital del reino. Hubo paz y prosperidad en su reinado. A Omrí­ lo sucedió en el trono su hijo Ajab, 874-853 a. C., quien se casó con Jezabel, hija de Itobaal, rey de Tiro, quien llevó a Israel sacerdotes de Baal y el rey, bajo su influencia, construyó un templo a este dios, lo que produjo protestas de tipo polí­tico y religioso, pues se vulneraba el ideal teocrático de los israelitas. Los profetas tuvieron gran influencia antes estos problemas, que se presentaban en ambos reinos. En Israel, los profetas Elí­as, Eliseo, Amós y Oseas denunciaron estas desviaciones y clamaban por volver a Ley. En Judá, Isaí­as y Miqueas denunciaban la idolatrí­a, la inmoralidad y la vida relajada. Además, en el siglo VIII a. C., el poder asirio creció hasta dominar el Oriente Próximo.

La división habí­a dejado dos reinos débiles que quedaron expuestos a la voracidad de los imperios vecinos que comenzaban a ampliar sus territorios.

El reino de Israel cayó en manos Asiria 722 ó 721 a. C., Samarí­a fue asediada por el rey Salmanasar V y su hijo Sargón la tomó, sus habitantes fueron deportados y en su lugar fueron establecidos extranjeros, y el reino del Norte desapareció en la historia, 1 R 17, 5-6 y 24; 18, 9- 12. El reino de Judá fue conquistado por Nabucodonosor, rey de Babilonia, en el año 597 a. C., deportando a muchos habitantes de Jerusalén, 2 R 24, 10-17; diez años después, Nabuzaradán, jefe de la guardia de Nabucodonosor, arrasó la ciudad de Jerusalén, destruyó el Templo y llevó a cabo una segunda deportación a Babilonia, 2 R 25, 1-21.

Destruido el reino del Norte se llamó I. al de Judá, el profeta Jeremí­as se dirige al reino del Sur como †œcasa de I.†, Jr 10,1, pues como se decí­a atrás, en Judá se mantuvo la estirpe de David, lo que no sucedió en el Norte. Tras la vuelta del destierro en Babilonia, tomó fuerza el término judí­o, yehudí­, que inicialmente significaba ser de la tribu de Judá. Hoy en dí­a se usan como sinónimos los términos hebreo, israelita y judí­o.

Los reyes de Israel Jeroboam I 931-910 Nadab 910-909 Basá 909-886 Elá 886-885 Zimrí­ 885 Omrí­ 885-874 Ajab 874-853 Ocozí­as 853-852 Los reyes de Israel (continuación) Joram 852-841 Jehú 841-814 Joacaz 814-798 Joás 798-783 Jeroboam II 783-743 Zazarí­as 743 Sal.lum 743 Menajem 743-738 Pecají­as 738-737 Pecaj 737-732 Oseas 732-724 Istar, diosa principal de Asiria y Babilonia, la misma Astarté mencionada en las Escrituras, nombre griego de Ashtoreth, deidad fenicia del amor y de la fecundidad. Era una diosa venerada entre los cananeos y su culto penetró en Israel, el rey Salomón en su ancianidad, dice el texto sagrado, †œmarchaba tras A.†, 1 R 11, 5 y 33; 23, 13. Se le asocia con Baal y a veces se usa el plural Baales y Astartés para referirse a las divinidades cananeas en general, Jc 2, 13; 10, 6; 1 S 7, 3-4; 12, 10. En otros lugares, se le llama Aserá, deidad de las mismas caracterí­sticas de I., Jc 3, 7; 1 R 15, 13; 2 R 21, 7; 23, 4; 2 Cro 15, 16.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

En la Biblia este término se usa para designar:
( 1 ) Un individuo, el hijo de Isaac (ver JACOB);
( 2 ) sus descendientes, las 12 tribus de los hebreos; o
( 3 ) las diez tribus del norte, dirigidas por la tribu de Efraí­n, en contraste con las tribus del sur, bajo el liderazgo de la tribu de Judá.

Anteriormente al año 2100 a. de J.C., el Dios que dirige toda la historia escogió al patriarca Abraham y lo llamó para que saliera de Ur de los caldeos (Gen 11:31; Neh 9:7). El propósito redentor de Dios era establecer una relación (pacto) de salvación con Abraham y sus descendientes (Gen 17:7) y, también, hacer de la simiente de Abraham una nación en Palestina (Gen 17:8) y a través de ellos algún dí­a proveer salvación para todo el mundo (Gen 12:3; Gen 22:18). Dios, de acuerdo con su promesa, bendijo al nieto de Abraham, Jacob, con muchos hijos. Además, cuando Jacob regresó a Palestina en 1909 a. de J.C., Dios luchó con él y lo llevó a un punto de su-misión total (Gen 32:25; Hos 12:4). Jacob alcanzó la victoria al someter su vida a la voluntad (y planes) de Dios. Dios le cambió su nombre a Israel (heb. yisr†™el) que significa: El que lucha con Dios y prevalece (Gen 32:28; Gen 35:10). Los 12 hijos de Israel fueron lit. los hijos de Israel (Gen 42:5; Gen 45:21). Sin embargo, Israel estaba consciente de que Dios harí­a de cada uno de ellos una gran tribu (Gen 49:7, Gen 49:16). El término †œhijos de Israel† llegó a incluir la totalidad del pueblo escogido por Dios (Gen 32:32; Gen 34:7).

El perí­odo mosaico. Dios permitió que Israel pudiera crecer de un clan de varios cientos (Gen 14:14; Gen 46:27) a una nación de casi tres millones de personas (Exo 12:37; Num 1:46), contando con todas las ventajas materiales y culturales de Egipto (Exo 2:10; Exo 12:36; Act 7:22). Israel fue esclavizado y obligado a edificar ciertas ciudades de almacenaje de los hicsos en la región este del Delta (Exo 1:11; comparar Gen 15:13), y se vio amenazado a una total destrucción nacional bajo la polí­tica antisemita del imperio (Exo 1:16). Moisés (nacido en 1527 a. de J.C.) fue protegido por una princesa egipcia, quizá la que más tarde llegó a ser la famosa reina Hatshepsut; pero aun él fue obligado a huir de Egipto durante el reinado del gran conquistador y opresor Totmes III (1501—1447 a. de J.C.).

Sin embargo, Dios aún recordaba sus pro-mesas y pacto con Abraham (Exo 2:24-25). Cuando murió el gran faraón (Exo 2:23), Dios se le apareció a Moisés en una zarza ardiendo en el monte Sinaí­ y lo comisionó para que sacara a su pueblo de la esclavitud (Exo 3:10). Pero el corazón endurecido del faraón sólo se doblegó ante el Señor después de una serie de diez plagas milagrosas, las cuales culminaron con la muerte de todos los primogénitos de los egipcios (Exo 12:31). Ver PASCUA.

El éxodo se llevó a cabo en la primavera de 1446 a. de J.C. (Exo 12:37-40). Esta fecha ha sido objetada por algunos eruditos quienes proponen una fecha más tardí­a; cerca de 1290 a. de J.C. Sin embargo, las Escrituras son explí­citas al establecer que el éxodo se llevó a cabo 480 años antes de que se iniciara la construcción del templo de Salomón en 966 (1Ki 6:1); además, la fecha del siglo XV se confirma con otros testimonios bí­blicos (comparar Jdg 11:26; Act 13:19). Israel marchó hacia el este, de Gosén al mar Rojo. Pe-ro cuando el pérfido faraón los persiguió después de que aparentemente los hebreos estaban atrapados (Exo 14:3), el Señor envió un fuerte viento del oriente y separó las aguas del mar (Exo 14:21). Israel cruzó y después Dios hizo que las aguas volvieran a su lugar, causando que los egipcios fueran destruidos hasta el último hombre (Exo 14:28; excepto el faraón, a quien ya no se le menciona después del v. 10).

Israel llegó al monte Sinaí­ al inicio del vera-no, 1446 a. de J.C. (Exo 19:1). Aquí­ Dios les extendió la oferta de un pacto de reconciliación, el mismo que habí­a hecho con Abraham y Jacob (Gen 12:1-3; Gen 28:13-15) a fin de abrazar a toda la nación de los hijos de Israel. En mayo de 1445 a. de J.C., Israel levantó su campamento (Num 10:11) y marchó en dirección noroeste hacia Cades, situada en la frontera sur de Canaán. Pero después de es-piar la tierra durante 40 dí­as, todos los espí­as representantes de las tribus, excepto Josué y Caleb, rindieron un informe desfavorable en cuanto a cualquier intento por conquistar la tierra de Canaán (Num 13:28). Después, el rebelde pueblo de Israel rehusó avanzar hacia la Tierra Prometida y clamaron por regresar a Egipto (Num 14:4). La intervención de Moisés los salvó de la inmediata ira divina, pero aún así­ el Señor los condenó a deambular por el desierto durante 40 años, un año por cada dí­a que habí­an espiado la tierra, hasta que muriera toda esa generación (Num 14:32-34).

Durante el último mes de la vida de Moisés, el gran siervo de Dios llevó a cabo unos censos entre el pueblo, los cuales arrojaron la cifra de más de 600.000 hombres guerreros, un poquito menos de los que habí­an participado en el éxodo 40 años atrás (Num 26:51; compararNum 1:46). Después Moisés accedió a la petición que hicieran las tribus de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés, para establecerse en las tierras conquistadas en la transjordania (cap. 32); e hizo arreglos para la división de la parte oriental de Canaán entre las tribus restantes (capí­tulos 33 y 34). Fue en este tiempo que Balaam, que habí­a sido empleado por los moabitas para maldecir a Israel, pronunció sus famosas bendiciones prediciendo la futura venida del rey mesiánico (Num 24:17). Después Moisés ungió a Josué como su sucesor (Num 27:23), pronunció sus dos últimos discursos que constituyen la mayorí­a del libro de Deuteronomio (capí­tulos 1—4 y 5—30), y subió al monte Pisga para ver la Tierra Prometida. Ahí­ murió Moisés y Dios lo enterró con su propia mano (Deu 34:5-6).

II. La conquista. En la primavera de 1406 a. de J.C., el rí­o Jordán estaba en su etapa anual de desbordarse (Jos 3:15). Pero una intervención divina y milagrosa (Jos 3:13, Jos 3:16) permitió que Israel pasara en seco guiado por el arca del pacto de Dios (Jos 3:13).

Las batallas para conquistar la tierra se llevaron a cabo en tres campañas principales: en el centro, al sur y al norte de Canaán. Suprimer objetivo fue la ciudad de Jericó. Dentro de los siguientes seis meses a la caí­da de Jericó (comparar Jos 14:10), todo Canaán habí­a caí­do a los pies de Josué (Jos 11:6). Así­ dio Jehovah a Israel toda la tierra que habí­a jurado dar a sus padres… todo se cumplió (Jos 21:43, Jos 21:45). Pero los cananeos todaví­a no habí­an perdido su poder de resistencia; por supuesto, lo que el Señor habí­a prometido a Israel era una ocupación gradual de la tierra (Exo 23:28-30; Deu 7:22). Aún habí­a mucho por conquistar (Jos 13:1). Pero en este punto, debido a su avanzada edad, Josué tuvo que dividir la tierra entre las 12 tribus hebreas (Josué 13-22).

III. Jueces. Moisés habí­a ordenado el exterminio de los cananeos (Deu 7:2), tanto por sus muchos años de inmoralidades (Deu 9:5; comparar Gen 9:22, Gen 9:25; Gen 15:16), como por su degradante influencia religiosa sobre el pueblo de Dios (Deu 7:4; Deu 12:31). En los años inmediatamente subsecuentes a la muerte de Josué, Judá consiguió capturar parcialmente Jerusalén (Jdg 1:8; aunque no pudieron rete-ner la ciudad,Jdg 1:21). Efraí­n y la media tribu de Manasés (occidental) mataron a los hombres de Betel (Jdg 1:25) porque la ciudad habí­a comenzado a resurgir. Pero después vino el fracaso: Israel cesó de erradicar a los cananeos, ya no tomaron más ciudades (Jdg 1:27-34) y la misma tribu de Dan casi fue desalojada (Jdg 1:34). La tolerancia del mal por parte de Israel tuvo que ser rectificada por medio de medidas disciplinarias a nivel nacional (Jdg 2:3).

Dios utilizó los siguientes 350 años para imprimir en su pueblo tres lecciones principales:
( 1 ) La ira de Dios a causa del pecado (Jdg 2:14).
( 2 ) La misericordia de Dios cuando la gente se arrepiente (Jdg 2:18).
( 3 ) La depravación total del hombre (Jdg 2:19). El perí­odo de los 14 jueces (12 en Jueces, más Elí­ y Samuel en 1 Samuel) manifiesta un repetido ciclo del pecado humano, de servidumbre y súplica, y después de salvación.

Desde más o menos 1400 hasta 1250 a. de J.C., las principales fuerzas externas que Dios empleó para ejecutar sus asuntos providenciales fueron los antagónicos imperios de los heteos (o hititas) al norte de Palestina y el de los egipcios al sur. Ninguna de estas potencias estaba consciente de la manera en que Dios las estaba usando. Es interesante observar que en los años en que estas naciones tuvieron éxito para implementar leyes y mantener orden en Palestina fue justamente el perí­odo que Dios habí­a escogido para concederle †œdescanso† a Israel.

IV. El reino unidode Israel fue precipitado por las demandas de la gente misma. A pesar de que Dios los habí­a instruido para que fueran santos y separados (Lev 20:26), ellos todaví­a querí­an ser como todas las naciones (1Sa 8:5). El ascenso de Saúl al trono se llevó a cabo en tres fases. Primero, Samuel lo ungió en privado (1Sa 10:1) y fue lleno del Espí­ritu de Dios (1Sa 10:10); después fue seleccionado públicamente en Mizpa (1Sa 10:24); y por último fue confirmado por aclamación popular en Gilgal (cap. 11). La preocupación principal de sus 40 años de reinado (1050—1010 a. de J.C.; comparar Act 13:21) fueron los filisteos. Saúl logró acabar con la opresión de los filisteos, pero por no querer someterse a Samuel (1Sa 13:8-9) fue re-chazado del trono de Israel, y con él también fue rechazada su dinastí­a (1Sa 13:14).

Desde su capital en Gabaa, en el territorio de Benjamí­n, Saúl combatió con valentí­a e hizo retroceder a los enemigos de Israel por todos lados (1Sa 14:47-48). Sin embargo, más o menos en 1025 a. de J.C., habiéndosele ordenado que destruyera a los amalequitas, los implacables enemigos de Israel (1Sa 15:1-3; comparar Exo 17:14), Saúl desobedeció y perdonó la vida del rey y conservó lo mejor del botí­n, bajo el pretexto de ofrecerlos en sacrificio a Jehovah (1Sa 15:15). Samuel declaró que el obedecer es mejor que los sacrificios (1Sa 15:22), y pronunció la destitución de Saúl de su reinado (1Sa 15:23, 1Sa 15:28).

Después, Samuel ungió en privado a David, uno de los hijos de Isaí­ de Judá, como rey sobre Israel (1Sa 16:13). Entonces David tení­a como 15 años de edad (comparar 2Sa 5:4); pero por la providencia de Dios, David fue rápidamente introducido a la corte real, primero como músico (1Sa 16:21-23) y después por su victoria sobre el paladí­n filisteo Goliat (cap. 17). Aun el creciente celo de Saúl, quien quitó a David de la corte real para enviarlo al peligro de las batallas, hizo que éste aumentara en popularidad (1Sa 18:27-30). La excesiva hostilidad de Saúl empujó a David y a sus aliados al exilio, primero como fugitivos (1 Samuel 20—26) y después como vasallos del rey filisteo de Gat (1 Samuel 27—30). Pero mientras Saúl utilizaba sus recursos en la inútil persecución de David, los filisteos se prepararon para un tercer y más completo ataque sobre Israel en 1010 a. de J.C. David a duras penas se escapó de verse involucrado en una guerra contra su propio pueblo (1Sa 29:4; comparar v. 8). Cuando Saúl se vio atrapado en el monte Gilboa, decidió suicidarse antes que dejarse capturar vivo (1Sa 31:4). El pecado que cometió Israel al pedir un rey habí­a cosechado su propio castigo.

Habiéndose enterado de la muerte de Saúl, David se mudó a Hebrón y ahí­ fue proclamado rey sobre su misma tribu de Judá (2Sa 2:4). Pero a pesar de la diplomacia de David, los partidarios de Saúl establecieron a su hijo Isboset como rey sobre las tribus del norte y las del este (2Sa 2:8-9).

Lo que siguió fue una guerra civil, pero David se iba fortaleciendo, y la casa de Saúl se iba debilitando (2Sa 3:1). Finalmente, después de la muerte de Isboset, los representantes de las tribus se reunieron en Hebrón y ahí­ ungieron a David como rey sobre todo Israel (2Sa 5:3; 2Sa 5:1003 a. de J.C.). Fue entonces cuando los filisteos se dieron cuenta de que su futuro dependí­a de una pronta acción. Sin embargo, David, después de huir inicialmente a su antiguo escondite de cuando era un fugitivo (2Sa 5:17), reunió a sus dedicados guerreros (comparar 2Sa 23:13-17) y, con dos brillantes victorias en las cercaní­as de Jerusalén (2Sa 5:9-25), no sólo terminó con la última opresión filistea sino que con el tiempo incorporó a Gat dentro de su propio territorio y sometió al resto de los estados fi-listeos (1Ch 18:1).

Era el tiempo oportuno para el surgimiento de un imperio hebreo. Los heteos habí­an sucumbido ante la invasión de los bárbaros; la dinastí­a 21 de Egipto se habí­a estancado a causa del alternado gobierno de los sacerdotes y los mercaderes (1100 a. de J.C., en adelante); y Asiria, después de haber debilitado a otros, estaba reprimida ella misma a causa de sus inactivos reyes.

Con una Filis-tea resquebrajada, Israel permaneció libre de amenazas foráneas por 150 años. La primera movida estratégica de David fue la de arrebatar a Jerusalén de manos de los cananeos. Militarmente, el monte Sion constituí­a una espléndida fortaleza (2Sa 5:6, 2Sa 5:9); polí­ticamente, la ciudad proveyó a David con una capital neutral entre las recientes áreas hostiles de Judá e Israel; y religiosamente, el hecho de que el arca del pacto de Dios estuviera en Sion (2Sa 6:17) centró las esperanzas espirituales del pueblo dentro de los muros de Jerusalén (Salmo 87). Desde aprox. 1002 hasta 995, David extendió su poder por todos lados, desde el rí­o Eufrates en el norte (2Sa 8:3), hasta el mar Rojo en el sur (2Sa 8:14).

Más tarde en su vida, David se vio involucrado en pecados de adulterio y asesinato (2 Samuel 11), y no pudo controlar a sus hijos (capí­tulos 13, 14), y por esto recibió sus correspondientes castigos (capí­tulos 15, 16; comparar 2Sa 12:10-12). La rebelión de Absalón también sirvió para intensificar el antagonismo entre Israel y Judá (2Sa 19:41-43). Pero a su muerte en 970 a. de J.C., David pudo entregarle a su hijo Salomón un imperio que marcó la cima del poder de Israel.

Salomón, después de un ascenso sangriento (1Ki 2:25, 1Ki 2:34, 1Ki 2:36), reinó en paz, rodeado de cultura y lujo, experimentando únicamente una campaña militar en 40 años (2Ch 8:3). El rey Salomón es más famoso por su extraordinaria sabidurí­a (1Ki 4:31). Su empresa más grande fue la construcción del templo en Jerusalén, construido entre 966 y 959 a. de J.C. (1 Reyes 6) con materiales pródigamente provistos por David (1 Crónicas 22).

Así­ como el tabernáculo, el templo simbolizó la constante presencia de Dios entre su pueblo (1Ki 8:11).

Pero Salomón también se envolvió en otros proyectos propios de construcciones lujosas (1Ki 7:1-12), por lo que, a pesar de sus buenas ganancias comerciales (1Ki 9:26-28; 1Ki 10:14-15), las deudas lo obligaron a ceder algunos territorios (1Ki 9:11-12) y verse obligado a imponer gravosos impuestos y trabajos forzados. El descontento creció por todo el imperio y, aunque el tributo continuó vi-gente durante toda su vida (1Ki 4:21), los paí­ses vecinos que eran sus vasallos, tales como Edom y Damasco, se iban haciendo más y más independientes (1Ki 11:14, 1Ki 11:23). Más serio fue el fracaso espiritual de Salomón, provocado por su desenfrenada poligamia (1Ki 11:1-8). Jehovah se indignó contra Salomón, porque su corazón se habí­a desviado de Jehovah Dios de Israel… Entonces Jehovah dijo a Salomón : †œPor cuanto ha habido esto en ti y no has guardado mi pacto… arrancaré de ti el reino y lo entregaré a un servidor tuyo… Pero por amor a tu padre David, no lo haré en tus dí­as, lo arrancaré de la mano de tu hijo… daré a tu hijo una tribu, por amor a mi siervo David y por amor a Jerusalén, que yo he elegido† (1Ki 11:9-12).

V. El reino dividido. Cuando Salomón mu-rió en 930 a. de J.C., su hijo Roboam fue a Siquem para ser confirmado como el rey. Sin embargo, el pueblo, dirigido por Jeroboam de la tribu de Efraí­n, demandaba alivio de la tiraní­a de Salomón (1Ki 12:4). Cuando Roboam mostró desdén ante sus demandas, las diez tribus del norte se separaron para formar un reino independiente; es decir, el reino de Israel (o Efraí­n).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

El término Israel puede significar: (1) un nombre alternado para el patriarca bí­blico Jacob (Gn. 32:38); (2) el nombre colectivo de las 12 tribus que trazaron sus antepasados hasta Jacob (Gn. 32:32; 34:7; 49:16, 28); o (3) El reino del norte que se rebeló contra el hijo de Salomón y escogió a Jeroboam I como su rey ( ca. 922 a. de J.C. ). En este sentido el reino de Israel se distinguí­a del reino del sur o Judá. El reino del norte, Israel, cayó en el 722 a. de J.C. , cuando su capital, *Samaria, fue tomada por los asirios.
La referencia arqueológica más antigua al pueblo de Israel aparece en la estela de *Merneptah ( ca. 1230 a. de J.C. ). Los reyes israelitas Acab y Omri son mencionados en las inscripciones de Salmanasar III de Asiria (véase el OBELISCO NEGRO DE SALMANASAR). La inscripción de Mesa de Moab contenida en la piedra *moabita describe las relaciones entre Moab e Israel.

Fuente: Diccionario Bíblico Arqueológico

(persona) †¢Jacob.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, BIOG HOMB HOAT TRIB

ver, JACOB

vet, = “luchador con Dios”. Nombre dado a Jacob a su retorno de Mesopotamia, cuando hubo cruzado el torrente Jaboc, y después de su lucha con el ángel en Peniel (Gn. 32:22-32). (Véase JACOB.)

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

El pueblo de la Alianza

“Israel” (“el fuerte de Dios”) es el sobrenombre de Jacob (cfr. Gen 32,23-33), de quien desciende el pueblo llamado con este nombre (los hijos de Israel). Propiamente, los orí­genes de este pueblo se encuentran en Abraham, de quien desciende Isaac y Jacob (Israel). Dios renovó con Abraham (cfr. Gen 12; 17,1-14) la Alianza inicial hecha a Adán y Noé (cfr. Gen 3,15; 9,8-17). Este es el pacto (“Berit”, Alianza) en el que se sella la elección divina con el Pueblo de Israel, cuya norma es la Ley (Torá) dada por el mismo Dios por medio de Moisés.

Un momento crucial de la historia de Israel es el “paso” (Pascua) de Egipto, el “éxodo” hacia el desierto del Negeb y el Sinaí­ (Horeb), bajo la guí­a de Moisés, para renovar la Alianza divina y poder entrar en Palestina (Canaán), la tierra prometida por Dios.

La Alianza que Dios renovó con Israel en el Sinaí­ es para siempre; por esto Dios exige un amor sincero y fiel de parte de su pueblo. Dios hace la propuesta de elegir a Israel para “ser su propiedad personal entre todos los pueblos… un reino de sacerdotes y una nación santa”, y el pueblo responde “haremos todo cuanto ha dicho el Señor” (Ex 19,3-8). El mismo Dios comunica la Ley (Ex 20-23) y quiere ratificar el pacto con el sí­mbolo de la sangre “esta es la sangre de la Alianza, que ha hecho Dios con vosotros” (Ex 24,4-8). La sangre simbolizaba la vida Dios y el pueblo se uní­an para siempre en una sola vida. Dios seguirá siendo fiel a la Alianza.

El dinamismo histórico

La historia del pueblo de Israel queda narrada y valorada en los libros de la Escritura (Biblia del Antiguo Testamento). El pueblo que vive de la Palabra de Dios, bajo las normas de la Ley, recordando y actualizando continuamente en las fiestas todos los sucesos de su historia salví­fica.

Hay que distinguir diversos perí­odos de históricos del pueblo de Israel el perí­odo bí­blico, el del primer exilio a Babilonia (siglo VI antes de nuestra era), el que siguió a la destrucción del segundo templo de Jerusalén (año 70 de nuestra era), la diáspora (dispersión) final y total entre las naciones (desde el año 135), hasta 1948 en que se crea el Estado de Israel como consecuencia de una decisión de la ONU de 1947. En la diáspora quedan más de las dos terceras partes de los judí­os actuales.

Los prejuicios del antisemitismo absurdo de todas las épocas han dado pie a persecuciones y exterminios, de los que también han sido ví­ctima los cristianos de origen judí­o o quienes les han protegido. Las riquezas espirituales de Israel siguen siendo un don de Dios también para toda la humanidad. “Los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (Rom 11,29). Jesús afirmó “no he venido a abolir la Ley y los Profetas, sino a dar cumplimiento” (Mt 5,27). Israel sigue siendo un signo de gracia dentro de los planes salví­ficos de Dios.

El dinamismo mesiánico

Dios mismo sostiene el dinamismo de un retorno del pueblo hacia “la tierra prometida”. Los profetas, apoyándose en las promesas hechas por Dios a Abraham, recuerdan y alargan la perspectiva a “todas las naciones de la tierra” (Gen 12,3), en medio de las cuales Israel es como “una bandera izada” para sostener la esperanza mesiánica de la humanidad (Is 11,12).

Israel personifica los planes salví­ficos de Dios sobre el hombre, haciéndole pasar continuamente del “exilio” a la “tierra de promisión” (la redención). Israel es portador de la esperanza mesiánica de paz universal (Is 1; 2,1-4; Miq 4,1-4), cuando llegará el Reino de Dios sobre la tierra. La llegada de los tiempos mesiánicos no depende de las suposiciones humanas, sino que es iniciativa divina.

Los falsos “mesianismos” de todas las épocas (de antes y de después de Jesús) no podrán destruir los planes salví­ficos de Dios sobre la humanidad. Jesús se presentó como el Mesí­as (el “ungido”) profetizado por Isaí­as, “enviado para anunciar la buena noticia a los pobres… y para proclamar la liberación a los cautivos” (Is 61,1-2; Lc 4,18-19). Jesús, que compartió los gozos y esperanzas de su pueblo, inauguró el definitivo “Israel de Dios” (Gal 6,16).

En todas las épocas ha habido israelitas que han encontrado en Jesús el cumplimiento de las promesas mesiánicas. Otros siguen viviendo la realidad siempre válida de la esperanza mesiánica del Antiguo Testamento. Israel sigue siendo el pueblo que camina hacia la “tierra” prometida, con una fe y esperanza inquebrantable. Queda siempre la unidad fundamental de los principios de la fe bí­blica. La Iglesia que proviene de los gentiles está “injertada” en el tronco de Israel (cfr. Rom 11,15-21).

El aprecio de la Iglesia

La Iglesia, convencida de que “la salvación viene de los judí­os” (Jn 4,22) por medio de Jesucristo, se siente siempre “espiritualmente unida” al pueblo hebreo de Israel, en común patrimonio espiritual. La Iglesia “reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y los Profetas, conforme al misterio salví­fico de Dios. Reconoce que todos los cristianos, hijos de AbrahFuente: Diccionario de Evangelización

Como nombre de persona, es el de Jacob (Gén 32, 39; 37, 3. 13; 43, 6. 1; 46, 1; 47, 31; 48, 10-13). Significa también a la familia (Gén 34, 7; 47, 2; y a los descendientes de Jacob (Gén 32, 32; 36, 31; 45, 21; 46, 8).

Como designación étnica, denomina el reino del Norte (2 Sam 5, 3; 1 Re 12, 19).

Como patroní­mico, designa al pueblo elegido, el pueblo de las promesas; a un hijo del pueblo y a todos los israelitas (Gén 49, 7. 16.24; Ex 1, 9; 4, 22; 5, 2; 6,5; Dt 5, 1; Is 41, 8; Mt 2, 6; 19, 28; Lc 1, 54; 22, 30; Jn 1, 47). San Pablo distingue entre el Israel de Dios (Gál 6, 16) y el Israel según la carne (1 Cor 10, 18).

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> conquista, federación de tribus, federación de sinagogas, judaismo). Nombre semita, que significa “Dios es fuerte” (se ha mostrado fuerte), vinculado a un pueblo o agrupación de personas, conocidas ya desde el tercer milenio a.C. por los testimonios de la ciudad de Ebla. Estrictamente hablando, el Israel bí­blico aparece por primera vez en algunos textos egipcios del siglo XII a.C., en los que el Faraón Merneptah dice que “Israel ha sido aniquilado”. Este será el nombre que asume la federación* de tribus al establecerse en Palestina. Será siempre un nombre “teológico”, vinculado a la confesión de Yahvé. Por eso, aunque por un tiempo se aplique de un modo particular al reino del Norte (monarquí­a*), será asumido también por los judí­os. La Biblia vincula etimológica y etiológicamente ese nombre a Jacob, “que se llamará Israel porque ha luchado con Dios y con los hombres y porque ha vencido” (Gn 32,28, Penuel*). Las doce tribus que constituyen la federación de Israel aparecerán así­ como descendientes de los doce hijos de Jacob-Israel (cf. Gn 35,22).

(1) Surgimiento de Israel. El surgimiento de Israel como pueblo está vinculado al culto de Yahvé y a la posesión de la tierra de Canaán (o Palestina). En principio, son israelitas aquellos grupos tribales que confiesan como Dios propio a Yahvé y que se constituyen como pueblo en Palestina, a través de tres posibles caminos, (a) Conquista guerrera. Los israelitas, provenientes de la estepa sur o de Egipto, habrí­an invadido el paí­s en una rápida campaña militar, (b) Emigración pací­fica. Varios grupos de pastores seminómadas hebreos habí­an ocupado poco a poco los lugares más deshabitados de la tierra (las montañas) hasta hacerse mayorí­a y dominar después casi sin guerra a las ciudades decadentes de la costa, (c) Inversión social. Habrí­a existido una gran revolución de grupos antes marginados (pastores, proletarios militares) que, apoyándose en la nueva fe del Dios Yahvé guerrero-igualitario, consiguieron el poder sobre la tierra. Es posible que los tres modelos deban complementarse: quizá ha existido emigración, invasión y revolución al mismo tiempo. Lo cierto es que en un momento determinado (hacia finales del XI y primeros del X a.C.) los antiguos oprimidos (hebreos) se elevaron y asumieron el poder el Palestina. Están seguros de que el mismo Dios (Yahvé) dirige su camino, invirtiendo las antiguas condiciones de su vida. Ellos o algunos de sus sucesores pusieron en boca de Ana, madre del profeta juez Samuel, el canto donde se definen los momentos básicos del surgimiento de Israel (1 Sm 2,1-10).

(2) Judí­os y cristianos, herederos de Israel. Israel ha sido durante más de mil años el pueblo de Yahvé, el pueblo de la Biblia. Pues bien, tras la gran catástrofe de la destrucción del templo (70 d.C.) y de la expulsión de los judí­os de Jerusalén, a consecuencia de la segunda gran guerra judí­a (135 d.C.), la tra dición de Israel se abrió en dos lí­neas. (a) Surgió la iglesia cristiana, como apertura mesiánica universal de las esperanzas proféticas de Israel, recreada por Jesús de Galilea y sus discí­pulos. (b) Se desarrolló de un modo consecuente el judaismo rabí­nico, que ha venido existiendo hasta la actualidad, como federación de sinagogas, interpretando y aplicando de un modo nacional la profecí­a. Judaismo rabí­nico y cristianismo constituyen dos ramas del único árbol de Israel. Los cristianos dicen optar por la universalidad, desde los pobres y excluidos del sistema, corriendo después el riesgo de una masificación impositiva (sagrada, imperial). Los judí­os rabí­nicos optan por la identidad israelita, separándose para ello de los restantes pueblos; de esa forma, han corrido el riesgo del aislamiento, con lo que implica de conciencia de separación. El cristianismo se definirá como un judaismo universal, abierto a todos los hombres, en principio, desde los pobres: es un judaismo que renuncia a su singularidad (leyes de comidas, normas nacionales, circuncisión), para abrir el mensaje de los profetas a todos los hombres y mujeres de la tierra. La federación* de sinagogas judí­as seguirá manteniendo vivo el testimonio de la diferencia que Dios ha establecido entre el judaismo y los restantes pueblos, pues, a su juicio, el tiempo final no ha llegado, de manera que no pueden vincularse todaví­a en un mismo espacio humano y religioso todos los hombres y mujeres de la tierra; por eso se define por su vuelta hacia el pasado, por el estudio de la Ley, transmitida por las Escrituras (que aceptan también los cristianos) y por las tradiciones de sabios y ancianos, codificadas de un modo nacional en la Misná, que los cristianos no aceptan.

(3) El nuevo Israel rabí­nico. El antiguo Israel habí­a tenido sabios excelsos por su conocimiento y práctica vital, estrechamente vinculados a los profetas antiguos, sabios y profetas cuyos libros han sido aceptados también por los cristianos, aunque de un modo especial en lengua griega (en la traducción llamada de los LXX). Pero ahora, los nuevos judí­os rabí­nicos ponen de relieve la importancia de los escribas o letrados, una casta ilustrada, con la que Jesús se mantuvo en fuerte controversia, aunque era ejemplar por su fidelidad a las tradiciones y a la vida judí­a. Estos escribas, expertos en las enseñanzas del libro de la Ley y en las tradiciones nacionales de Israel, se vuelven autoridad central de la federación de sinagogas del Israel eterno: son rabinos (= grandes), pues transmiten y comentan, avalan y expresan la Ley de Dios para el pueblo; son tannaí­tas (rabinismo*) o repetidores de las enseñanzas antiguas, más que creadores proféticos de una doctrina nueva. Estos rabinos han sido los verdaderos creadores y garantes de la continuidad de Israel, como pueblo vinculado a las tradiciones antiguas, actualizadas a través de la Misná y del Talmud. Sólo en los tiempos más recientes, a partir de 1947, con la formación del Estado de Israel, una parte de la tradición israelita ha venido a conseguir un poder estatal, establecido de nuevo en Palestina, con los valores y los grandes riesgos que ella ha implicado e implica en la actualidad.

Cf. S. W. BARí“N, Historia social y religiosa del nuindo judí­o I-VII, Paidós, Buenos Aires 1968; J. BRIGHT, La Historia de Israel, Desclée de Brouwer, Bilbao 2003; H. KÜNG, El judaismo: pasado, presente y futuro, Trotta, Madrid 1993; M. NOTH, Historia de Israel, Garriga, Barcelona 1966; A. RODRíGUEZ, La religión judí­a. Historia y teologí­a, BAC, Madrid 2001; R. DE VAUX, Historia antigua de Israel I-II, Cristiandad, Madrid 1975.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Israel, con el probable significado de “que Dios se muestre fuerte”, es el nombre que dio a Jacob el personaje misterioso con el que luchó, según la narración de Gn 32,23-33. Aludirí­a por tanto a la fuerza demostrada por el patriarca en su lucha contra aquel ser superior y las fuerzas que representaba. El pueblo de sus descendientes, o sea el pueblo judí­o, es llamado también pueblo israelita, “los hijos de Israel”. La historia de Israel es de interés fundamental e ineludible para la fe cristiana. En este sentido el concilio Vaticano II ha escrito: “Al investigar el misterio de la Iglesia este sagrado concilio recuerda el ví­nculo que une espiritualmente al pueblo del Nuevo Testamento con la raza de Abrahán. La Iglesia de Cristo reconoce que, conforme al misterio salví­fico de Dios, ya en los patriarcas, en Moisés y en los profetas se encuentran los comienzos de su fe y de su elección. Afirma que todos los crisñanos, hijos de Abrahán según la fe, están incluidos en la vocación del mismo patriarca y que la salvación de la Iglesia está mí­sticamente prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra de la esclavitud” (NA 4). Las proposiciones que acabamos de citar pertenecen a un texto que marca un paso real en las relaciones de la Iglesia con el judaí­smo y del que Juan Pablo II ha dicho: “El giro decisivo en las relaciones de la Iglesia católica con el judaí­smo y J con cada uno de los judí­os se dio con este párrafo tan breve y lapidario” Hoy la Iglesia se esfuerza en destacar cada vez más el significado eclesiológico de Israel. A la luz de Rom 1 1,1521 se recuerda que Israel y la Iglesia no están frente a frente como dos realidades independientes. Se dirá más bien que la “Iglesia de los gentiles” está injertada en el trono de la raí­z de Israel.

La metáfora paulina sugiere una relación que, en la historia de la salvación, une las dos realidades. La tesis de la ” sustitución ” según la cual la 1glesia habrí­a reemplazado a Israel tras su eliminación, cede el paso a la tesis paulina del “injerto”, según la cual el antiguo “olivo” con su raí­z lleva la Iglesia.

El diálogo cristiano-judí­o ha producido ya, aunque en formas bastante abiertas e imprevisibles, una “teologí­a cristiana del judaí­smo” (Ch. Thoma). También el Magisterio de la Iglesia católica ha ofrecido indicaciones muy válidas tanto para el diálogo interreligioso como para la catequesis. El supuesto fundamental ya adquirido es que la historia de Israel no concluye precisamente en el ario 70 d.C. Al contrario, Israel permanece como un hecho histórico y como un signo que hay que interpretar en el plan de Dios. La singularidad de las relaciones vigentes entre el cristianismo y el judaí­smo compromete a la Iglesia a reconocer el gran patrimonio común a ambos y en particular a subrayar las relaciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, en el contexto de la unicidad de la revelación bí­blica, así­ como las raí­ces de la Iglesia en Israel.

Todo esto no significará nunca para un cristiano, y con él para la Iglesia, disminuir su propia identidad y la de su interlocutor en el diálogo religioso. De aquí­ la importancia de que la enseñanza católica sobre el judaí­smo sea siempre precisa, exacta y J rigurosa: y al mismo tiempo, que permanezca siempre conforme con la verdad del Evangelio y del Espí­ritu de Cristo.

Entre los pioneros de una reconsideración teológica de Israel hay que citar a J Maritain. Ya en 1937 hablaba de un impossible antisémitismo y de una “cuestión judí­a” que es, en primer lugar, un misterio de orden teológico, de la misma naturaleza que el misterio del mundo y el misterio de la Iglesia. Esto significa reconocer con san Pablo que la vocación de Israel y su misión en el mundo prosiguen incluso después de su negativa a adherirse, en su mayor parte, al Señor Jesús. Más aún, considerando la relación de Israel con el mundo y de la Iglesia misma con el mundo, Maritain hablaba de una “analogí­a invertida con la Iglesia”, como único hilo conductor para comprender el misterio de Israel. El concilio Vaticano II recuerda el gran patrimonio espiritual común que justifica el diálogo entre cristianos y judí­os; después de haber citado Rom 9 4-5 ariade: “(La Iglesia) recuerda también que los apóstoles, fundamentos y columnas de la Iglesia, nacieron del pueblo judí­o, así­ como muchos de aquellos primeros discí­pulos que anunciaron al mundo el Evangelio de Cristo” En el mismo Decreto Nostra aetate, el concilio afirma que todo lo que se cometió durante la pasión de Jesús “no puede ser imputado indistintamente ni a todos los judí­os que entonces viví­an, ni a los judí­os de hoy” y que, “si bien la Iglesia es el pueblo dé Dios, no se ha de señalar a los judí­os como réprobos de Dios y malditos”. Por eso la Iglesia deplora y condena el antisemitismo.

M Semeraro

Bibl.: G. Richter Israel, en CFT 11, 398414; F, Mussner, Tratado sobre los judí­os, Sí­gueme, Salamanca 1983; M, Frank, La esencia de Israel. DDB. Bilbao 1990; H. KUng. El judaismo. Pasado, presente, futuro, Trotta, Madrid 1993.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

(Contendiente [Perseverante] con Dios; o, Dios Contiende).

1. Nombre que Dios le dio a Jacob cuando este tení­a unos noventa y siete años. La noche en que cruzó el valle torrencial de Jaboq para ir a encontrarse con su hermano Esaú luchó con alguien que resultó ser un ángel. Debido a la perseverancia de Jacob en la lucha, se le cambió el nombre a Israel, como muestra de la bendición de Dios. En conmemoración de esos acontecimientos, Jacob llamó al lugar Peniel o Penuel. (Gé 32:22-31; véase JACOB núm. 1.) Posteriormente, Dios le confirmó este cambio de nombre en Betel, y desde entonces hasta el final de su vida se le llamó con frecuencia Israel. (Gé 35:10, 15; 50:2; 1Cr 1:34.) Sin embargo, el nombre de Israel, que aparece más de 2.500 veces en las Escrituras, hace referencia muy a menudo a la nación compuesta por los descendientes de Jacob. (Ex 5:1, 2.)

2. El conjunto de los descendientes de Jacob a través de la historia. (Ex 9:4; Jos 3:7; Esd 2:2b; Mt 8:10.) Como prole y descendientes de los doce hijos de Jacob, con mucha frecuencia se les llamaba †œhijos de Israel† y, más esporádicamente, †œcasa de Israel†, †œpueblo de Israel†, †œvarones de Israel†, †œestado de Israel† o †œisraelitas†. (Gé 32:32; Mt 10:6; Hch 4:10; 5:35; Ef 2:12; Ro 9:4; véase ISRAELITA.)
En el año 1728 a. E.C., la casa de Jacob viajó a Egipto debido al hambre, y allí­ vivieron sus descendientes como residentes forasteros durante doscientos quince años. Todos los israelitas †œde la casa de Jacob que entraron en Egipto†, sin contar a las esposas de los hijos de Jacob, fueron 70. Pero durante su residencia en aquel paí­s, se convirtieron en una sociedad de esclavos muy grande, y tal vez llegaron a los dos o tres millones, o incluso más. (Gé 46:26, 27; Ex 1:7; véase EXODO.)
En su lecho de muerte, Jacob bendijo a sus doce hijos por este orden: Rubén, Simeón, Leví­, Judá, Zabulón, Isacar, Dan, Gad, Aser, Neftalí­, José y Benjamí­n; y por medio de ellos continuó el sistema patriarcal tribal. (Gé 49:2-28.) Sin embargo, durante el perí­odo de esclavitud de Israel, los egipcios establecieron su propio sistema de superintendencia, independiente del sistema patriarcal, designando a algunos israelitas como oficiales. Estos llevaban la cuenta de los ladrillos que se producí­an y ayudaban a los jefes egipcios, que obligaban a trabajar a los israelitas. (Ex 5:6-19.) No obstante, cuando Moisés dio a conocer las instrucciones de Jehová a la congregación, lo hizo por medio de los †œancianos de Israel†, que eran los cabezas hereditarios de las casas paternas. Estos fueron los que le acompañaron cuando se presentó delante de Faraón. (Ex 3:16, 18; 4:29, 30; 12:21.)
Al debido tiempo, al final del perí­odo predeterminado de cuatrocientos años de aflicción, en el año 1513 a. E.C., Jehová aplastó a Egipto, la potencia mundial que dominaba en aquel tiempo, y con una gran demostración de Su soberaní­a todopoderosa, sacó a su pueblo Israel de la esclavitud. Con ellos salió una †œvasta compañí­a mixta† de no israelitas que estaban contentos de compartir su suerte con el pueblo escogido de Dios. (Gé 15:13; Hch 7:6; Ex 12:38.)

Nacimiento de la nación. El pacto abrahámico conferí­a a la congregación de Israel identidad individual, de modo que un pariente cercano podí­a reclamarla o recomprarla de su esclavitud. Jehová era ese pariente cercano en virtud de su pacto legal; de hecho, era su Padre, y como Recomprador legal empleó su poder punitivo para matar al primogénito de Faraón por negarse este a soltar a su hijo †œprimogénito†, Israel. (Ex 4:22, 23; 6:2-7.) Por lo tanto, una vez liberado legalmente de Egipto, Israel llegó a ser propiedad exclusiva de Jehová. †œSolo a ustedes he conocido de todas las familias del suelo†, dijo Dios. (Am 3:2; Ex 19:5, 6; Dt 7:6.) Sin embargo, Dios juzgó conveniente no tratar con ellos estrictamente como una sociedad patriarcal, sino como la nación de Israel, creado por El y al que dio un gobierno teocrático fundado en el pacto de la Ley como su constitución.
Tres meses después de haber salido de Egipto, se convirtieron en una nación independiente bajo el pacto de la Ley inaugurado en el monte Sinaí­. (Heb 9:19, 20.) Las Diez Palabras o Diez Mandamientos escritos †œpor el dedo de Dios† formaban la armazón de ese código nacional, al que se añadieron aproximadamente otras 600 leyes, estatutos, regulaciones y decisiones judiciales. Fue el conjunto de leyes más amplio de cualquier nación antigua, leyes que explicaban con gran detalle la relación del hombre con su Dios y con su semejante. (Ex 31:18; 34:27, 28.)
Por tratarse de una teocracia pura, toda la autoridad judicial, legislativa y ejecutiva descansaba en Jehová. (Isa 33:22; Snt 4:12.) A su vez, el Gran Teócrata delegaba parte del poder administrativo en los representantes que El escogí­a. El código de la Ley mismo hasta contemplaba que finalmente habrí­a una dinastí­a de reyes que representarí­an a Jehová en asuntos civiles. Estos reyes, sin embargo, no eran monarcas absolutos, ya que el sacerdocio era una institución separada e independiente de la realeza, y, en realidad, los reyes se sentaban en †œel trono de Jehovᆝ como sus representantes, de modo que estaban sujetos a sus directrices y disciplina. (Dt 17:14-20; 1Cr 29:23; 2Cr 26:16-21.)
El código constitucional situaba la adoración a Jehová sobre cualquier otro asunto y dominaba todo aspecto de la vida y actividad de la nación. La idolatrí­a constituí­a una traición que se pagaba con la muerte. (Dt 4:15-19; 6:13-15; 13:1-5.) El centro visible de adoración, donde se hací­an los sacrificios prescritos, fue en principio el tabernáculo y más tarde el templo. El sacerdocio instituido por Dios poseí­a el Urim y el Tumim, mediante los que se recibí­a la respuesta de Jehová a cuestiones difí­ciles y de importancia vital. (Ex 28:30.) A fin de mantener la unidad y la salud espiritual de la nación, se celebraban asambleas regulares para hombres —cuya asistencia era obligatoria—, mujeres y niños. (Le 23:2; Dt 31:10-13.)
También se organizó un sistema de jueces sobre †œdecenas†, †œcincuentenas†, †œcentenas† y †œmillares†, lo que permití­a resolver con prontitud los asuntos judiciales del pueblo. En caso de apelación, se recurrí­a a Moisés, quien, si lo juzgaba necesario, presentaba el caso ante Jehová para tomar una decisión definitiva. (Ex 18:19-26; Dt 16:18.) La organización militar, reclutamiento y distribución del mando, guardaba una disposición numérica parecida. (Nú 1:3, 4, 16; 31:3-6, 14, 48.)
Los cabezas hereditarios de las tribus, ancianos experimentados, sabios y prudentes, ocuparon los diversos puestos civiles, judiciales y militares. (Dt 1:13-15.) Estos ancianos representaban a la congregación de Israel delante de Jehová, y por medio de ellos Jehová y Moisés hablaron al pueblo en general. (Ex 3:15, 16.) Eran hombres que escuchaban con paciencia causas judiciales, poní­an en vigor los diversos aspectos del pacto de la Ley (Dt 21:18-21; 22:15-21; 25:7-10), acataban las decisiones divinas que ya se habí­an pronunciado (Dt 19:11, 12; 21:1-9), proporcionaban jefatura militar (Nú 1:16), confirmaban tratados ya negociados (Jos 9:15) y, como comité bajo la jefatura del sumo sacerdote, desempeñaban otras responsabilidades (Jos 22:13-16).
Este nuevo estado teocrático de Israel, con su autoridad centralizada, todaví­a conservaba el sistema patriarcal de doce divisiones tribales. Sin embargo, a fin de librar a la tribu de Leví­ de prestar servicio militar (de manera que pudiese dedicar su tiempo exclusivamente a asuntos religiosos) y aun así­ contar con doce tribus que se dividiesen en doce partes la Tierra Prometida, se reajustaron las listas genealógicas oficiales. (Nú 1:49, 50; 18:20-24.) También habí­a que resolver la cuestión de los derechos de primogénito. Rubén, el primogénito de Jacob, tení­a derecho a una porción doble de la herencia (compárese con Dt 21:17), pero habí­a perdido este derecho al tener relaciones inmorales incestuosas con la concubina de su padre. (Gé 35:22; 49:3, 4.) Habí­a que llenar la vacante de Leví­ entre los doce, así­ como la vacante del que tení­a los derechos de primogénito.
De una forma relativamente sencilla Jehová resolvió ambos asuntos con una sola acción. Los dos hijos de José, Efraí­n y Manasés, recibieron reconocimiento completo como cabezas tribales. (Gé 48:1-6; 1Cr 5:1, 2.) Así­ volví­a a haber doce tribus, aparte de la de Leví­, y se le daba representativamente una porción doble de la tierra a José, el padre de Efraí­n y Manasés. De ese modo se le quitaron los derechos de primogénito a Rubén, el primer hijo de Lea, y se le dieron a José, el primogénito de Raquel. (Gé 29:31, 32; 30:22-24.) Con estos ajustes, los nombres de las doce tribus (no levitas) de Israel fueron: Rubén, Simeón, Judá, Isacar, Zabulón, Efraí­n, Manasés, Benjamí­n, Dan, Aser, Gad y Neftalí­. (Nú 1:4-15.)

Del Sinaí­ a la Tierra Prometida. Solo dos de los doce espí­as enviados a la Tierra Prometida regresaron con suficiente fe como para animar a sus hermanos a invadir y conquistar la tierra. Por lo tanto, Jehová determinó que debido a falta de fe general, todos aquellos que habí­an salido de Egipto y tuvieran más de veinte años de edad, con pocas excepciones, morirí­an en el desierto. (Nú 13:25-33; 14:26-34.) Y efectivamente, el vasto campamento de Israel vagó durante cuarenta años por la pení­nsula del Sinaí­. Incluso Moisés y Aarón murieron sin haber pisado la Tierra Prometida. Poco después de haber salido de Egipto un censo dio 603.550 hombres robustos, pero aproximadamente treinta y nueve años después la nueva generación totalizó 1.820 hombres menos, es decir, 601.730. (Nú 1:45, 46; 26:51.)
Durante esta vida nómada en el desierto, Jehová fue un muro de protección alrededor de los israelitas, un escudo contra sus enemigos. Únicamente permití­a que les sobreviniera el mal cuando se rebelaban contra El. (Nú 21:5, 6.) También cubrió todas sus necesidades. Les dio maná y agua, un código sanitario para proteger su salud e incluso impidió que su calzado se desgastase. (Ex 15:23-25; 16:31, 35; Dt 29:5.) Pero a pesar de tal cuidado amoroso y milagroso por parte de Jehová, Israel se quejó y murmuró en repetidas ocasiones, y de vez en cuando surgieron rebeldes que desafiaron los nombramientos teocráticos, de manera que Jehová tuvo que disciplinarlos con severidad a fin de que el resto aprendiese a temer y obedecer a su Gran Libertador. (Nú 14:2-12; 16:1-3; Dt 9:24; 1Co 10:10.)
Hacia el final de los cuarenta años que Israel vagó por el desierto, Jehová dio en sus manos a los reyes de los amorreos: Sehón y Og. Con esta victoria, Israel heredó una gran cantidad de territorio al E. del Jordán, en el que se establecieron las tribus de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés. (Dt 3:1-13; Jos 2:10.)

Israel bajo los jueces. Después de la muerte de Moisés, Josué condujo a los israelitas a través del Jordán en el año 1473 a. E.C. a una tierra †˜que manaba leche y miel†™. (Nú 13:27; Dt 27:3.) En una campaña arrolladora que duró seis años, conquistaron el territorio situado al O. del Jordán, dominado hasta entonces por 31 reyes, y también ciudades fortificadas, como Jericó y Hai. (Jos 1–12.) Las llanuras costeras y ciertos enclaves, como la fortaleza jebusea que posteriormente llegó a ser la Ciudad de David, fueron excepciones. (Jos 13:1-6; 2Sa 5:6-9.) Esos elementos desafiadores de Dios a los que se permitió permanecer en la tierra fueron para Israel como espinas y cardos en su costado, y los matrimonios entre ellos y los israelitas no hicieron más que aumentar el dolor. Durante un perí­odo de más de trescientos ochenta años, desde la muerte de Josué hasta que David los subyugó por completo, esos adoradores de dioses falsos actuaron †œcomo agentes para probar a Israel, para saber si obedecerí­an los mandamientos de Jehovᆝ. (Jue 3:4-6.)
Como Jehová habí­a mandado a Moisés, el territorio recién conquistado se dividió entre las tribus de Israel por sorteo. Se seleccionaron seis †œciudades de refugio† para la seguridad de los homicidas involuntarios. Esas y otras 42 ciudades, junto con su terreno agrí­cola circundante, se asignaron a la tribu de Leví­. (Jos 13–21.)
Todas las ciudades nombraron jueces y oficiales en sus puertas para encargarse de los asuntos judiciales, tal como preveí­a el pacto de la Ley (Dt 16:18), así­ como ancianos que administraban los intereses generales de la ciudad en representación del pueblo. (Jue 11:5.) Aunque las tribus mantuvieron su identidad y sus herencias, desapareció una buena parte del control centralizado que se habí­a ejercido durante la estancia en el desierto. La canción de Débora y Barac, las incidencias de las batallas de Gedeón y las actividades de Jefté revelan los problemas que surgieron por no actuar en unidad después que Moisés y su sucesor Josué desaparecieron de la escena y el pueblo dejó de buscar la guí­a de su cabeza invisible, Jehová Dios. (Jue 5:1-31; 8:1-3; 11:1–12:7.)
Tras la muerte de Josué y de los ancianos de su generación, el pueblo empezó a vacilar en su fidelidad y obediencia a Jehová, como un gran péndulo que se desplaza de un lado para otro entre la adoración verdadera y la falsa. (Jue 2:7, 11-13, 18, 19.) Cuando abandonaban a Jehová y se volví­an a servir a los baales, El quitaba su protección y permití­a a las naciones circundantes que se lanzasen al saqueo de la tierra. Tal opresión les hací­a ver la necesidad de actuar unidamente, por lo que el descarriado Israel clamaba a Jehová y El, a su vez, levantaba jueces o salvadores para librar al pueblo. (Jue 2:10-16; 3:15.) Hubo una sucesión de esta clase de jueces valientes después de Josué, como Otniel, Ehúd, Samgar, Barac, Gedeón, Tolá, Jaí­r, Jefté, Ibzán, Elón, Abdón y Sansón. (Jue 3–16.)
Cada liberación tuvo un efecto unificador en la nación. También hubo otros incidentes unificadores. En una ocasión, cuando la concubina de un levita fue salvajemente violada, once tribus se unieron contra la tribu de Benjamí­n movidos por un sentimiento de culpa y responsabilidad nacional. (Jue 19, 20.) En otra ocasión, todas las tribus se congregaron en torno al arca del pacto en el tabernáculo que erigieron en Siló. (Jos 18:1.) Por lo tanto, supuso una pérdida nacional que los filisteos capturaran el Arca por culpa del comportamiento impropio y disoluto del sacerdocio de aquella época, en especial el de los hijos del sumo sacerdote Elí­. (1Sa 2:22-36; 4:1-22.) Después de la muerte de Elí­, el profeta y juez Samuel hizo el circuito de varias ciudades para encargarse de las preguntas y disputas del pueblo, lo que tuvo un efecto unificador en Israel. (1Sa 7:15, 16.)

El reino unido. Samuel se disgustó mucho cuando en el año 1117 a. E.C. Israel suplicó: †œNómbranos un rey que nos juzgue, sí­, como todas las naciones†. Sin embargo, Jehová le dijo a Samuel: †œEscucha la voz del pueblo […] porque no es a ti a quien han rechazado, sino que es a mí­ a quien han rechazado de ser rey sobre ellos†. (1Sa 8:4-9; 12:17, 18.) De modo que el benjamita Saúl llegó a ser el primer rey de Israel, y aunque inició bien su gobernación, no mucho después su presuntuosidad le condujo a la desobediencia; la desobediencia, a su vez, a rebelión, y la rebelión, a que finalmente consultase a una médium espiritista. Al cabo de cuarenta años, su gobernación demostró ser un completo fracaso. (1Sa 10:1; 11:14, 15; 13:1-14; 15:22-29; 31:4.)
Se ungió por rey a David, de la tribu de Judá, un †˜hombre agradable al corazón de Jehovᆙ (1Sa 13:14; Hch 13:22), y bajo su mandato las fronteras de la nación se extendieron hasta los lí­mites prometidos, desde †œel rí­o de Egipto hasta el gran rí­o, el rí­o Eufrates†. (Gé 15:18; Dt 11:24; 2Sa 8:1-14; 1Re 4:21.)
Durante el reinado de cuarenta años de David, se crearon varios cargos especializados, además del sistema tribal. Aparte de los ancianos, que eran hombres influyentes al servicio del gobierno central, el rey tení­a su propio cí­rculo í­ntimo de consejeros. (1Cr 13:1; 27:32-34.) Luego habí­a un cuerpo administrativo del gobierno, más amplio y compuesto de prí­ncipes tribales, jefes, oficiales de la corte y personal militar, que tení­a responsabilidades administrativas. (1Cr 28:1.) David nombró a 6.000 levitas como jueces y oficiales para encargarse eficazmente de ciertos asuntos. (1Cr 23:3, 4.) Se crearon otros departamentos con sus superintendentes nombrados para supervisar el cultivo de los campos y para administrar cosas tales como viñas y lagares, olivares y suministros de aceite y el ganado y los rebaños. (1Cr 27:26-31.) Los intereses financieros del rey se atendí­an de manera similar por medio de un departamento de tesorerí­a central, distinto del que supervisaba los tesoros almacenados en otros lugares, como, por ejemplo, en ciudades adyacentes y pueblos. (1Cr 27:25.)
Salomón sucedió en el trono a su padre David en el año 1037 a. E.C. Reinó †œsobre todos los reinos desde el Rí­o [Eufrates] hasta la tierra de los filisteos y hasta el lí­mite de Egipto† durante cuarenta años. Su reinado se destacó especialmente por la paz y la prosperidad, puesto que las naciones circundantes siguieron †œllevándole regalos y sirviendo a Salomón todos los dí­as de su vida†. (1Re 4:21.) La sabidurí­a de Salomón fue proverbial, siendo el rey más sabio de tiempos antiguos, y durante su reinado Israel alcanzó el apogeo de su poder y gloria. Uno de los mayores logros de Salomón fue la construcción del magní­fico templo, realizado de acuerdo con los planos que habí­a recibido su padre por inspiración divina. (1Re 3–9; 1Cr 28:11-19.)
Pero a pesar de toda esta gloria, riquezas y sabidurí­a, Salomón terminó fracasando, pues permitió que sus muchas esposas extranjeras lo desviasen de la adoración pura de Jehová a las prácticas profanas de las religiones falsas. Al final, Salomón murió con la desaprobación de Jehová, y le sucedió su hijo Rehoboam. (1Re 11:1-13, 33, 41-43.)
Rehoboam, con falta de sabidurí­a y previsión, incrementó las ya pesadas cargas gubernamentales sobre el pueblo. Esto a su vez hizo que las diez tribus norteñas se separasen bajo Jeroboán, como el profeta de Jehová habí­a predicho. (1Re 11:29-32; 12:12-20.) Así­ fue como el reino de Israel se dividió en el año 997 a. E.C.
Véanse más detalles sobre el reino dividido en ISRAEL núm. 3.)

Israel después del exilio en Babilonia. Durante los trescientos noventa años que siguieron a la muerte de Salomón y la división del reino, y hasta la destrucción de Jerusalén en el año 607 a. E.C., la expresión †œIsrael† por lo general solo aplicaba a las diez tribus bajo la gobernación del reino norteño. (2Re 17:21-23.) Pero con el regreso del exilio de un resto de las doce tribus, y hasta la segunda destrucción de Jerusalén, en el año 70 E.C., el término †œIsrael† volvió a abarcar de nuevo a la totalidad de los descendientes de Jacob que viví­an en ese tiempo. De nuevo se llamó a las doce tribus †œtodo Israel†. (Esd 2:70; 6:17; 10:5; Ne 12:47; Hch 2:22, 36.)
En 537 a. E.C. regresaron a Jerusalén con Zorobabel y el sumo sacerdote Josué (Jesúa) 42.360 varones (a los que sin duda hay que añadir sus esposas e hijos, además de esclavos y cantores profesionales), que dieron comienzo a la reedificación de la casa de adoración de Jehová. (Esd 3:1, 2; 5:1, 2.) Posteriormente, en el año 468 a. E.C., otros israelitas regresaron con Esdras (Esd 7:1–8:36), y más tarde, en el año 455 a. E.C., probablemente hubo otros que acompañaron a Nehemí­as a Jerusalén con la comisión especial de reedificar los muros y las puertas de la ciudad. (Ne 2:5-9.) Sin embargo, muchos israelitas se hallaban esparcidos a través del imperio, como puede verse en el libro de Ester. (Est 3:8; 8:8-14; 9:30.)
Aunque Israel no recuperó su antigua soberaní­a como nación independiente, llegó a ser un estado hebreo con considerable libertad bajo la dominación persa. Se nombraron gobernantes diputados y gobernadores (como Zorobabel y Nehemí­as) de entre los mismos israelitas. (Ne 2:16-18; 5:14, 15; Ag 1:1.) Los hombres de mayor edad de Israel y los prí­ncipes tribales continuaron actuando como consejeros y representantes del pueblo. (Esd 10:8, 14.) Se restableció la organización sacerdotal, basada en los registros genealógicos antiguos, que habí­an sido cuidadosamente preservados, y, al funcionar de nuevo tal organización leví­tica, se observaron los sacrificios y otros requisitos del pacto de la Ley. (Esd 2:59-63; 8:1-14; Ne 8:1-18.)
Con la caí­da del Imperio persa y la aparición de la potencia mundial griega, Israel se vio perjudicado por el conflicto entre los tolomeos de Egipto y los seléucidas de Siria. Estos últimos intentaron erradicar la adoración y las costumbres judí­as durante la gobernación de Antí­oco IV Epí­fanes. Sus esfuerzos alcanzaron su punto máximo en el año 168 a. E.C., cuando erigieron un altar pagano sobre el altar del templo de Jerusalén y lo dedicaron al dios griego Zeus. Sin embargo, esta vejación tuvo un efecto contrario, puesto que fue la chispa que desencadenó el levantamiento de los macabeos. Tres años después, en el mismo dí­a, el victorioso lí­der judí­o Judas Macabeo volvió a dedicar el templo purificado a Jehová con una fiesta que desde entonces han conmemorado los judí­os con el nombre de Hanuká.
El siglo siguiente fue un perí­odo de gran desorden interno, durante el cual Israel se alejó cada vez más de las provisiones administrativas tribales del pacto de la Ley. La suerte de la autonomí­a de los macabeos o asmoneos fue muy variable durante este perí­odo, y surgieron dos grupos: los saduceos proasmoneos y los fariseos antiasmoneos. Finalmente se acudió a Roma, que para entonces era la potencia mundial, con el fin de que mediase en el conflicto. En respuesta se envió al general Cneo Pompeyo, y después de un sitio de tres meses, tomó Jerusalén en 63 a. E.C. y anexionó Judea al imperio. Roma nombró rey de los judí­os a Herodes el Grande aproximadamente en 39 a. E.C., y unos tres años más tarde este rey consiguió aplastar la gobernación asmonea. Poco antes de la muerte de Herodes, en el año 2 a. E.C., Jesús nació como †œuna gloria de tu pueblo Israel†. (Lu 2:32.)
La autoridad imperial de Roma sobre Israel durante el siglo I E.C. estaba distribuida entre los gobernantes de distrito y los gobernadores o procuradores. La Biblia menciona como gobernantes de distrito a Filipo, Lisanias y Herodes Antipas (Lu 3:1), y habla de los gobernadores Poncio Pilato, Félix y Festo (Hch 23:26; 24:27) y de los reyes Agripa I y II. (Hch 12:1; 25:13.) No obstante, en el régimen interno de Israel aún subsistí­an vestigios de la institución genealógica tribal, como se ve en el hecho de que César Augusto ordenara que los israelitas se registrasen en las ciudades respectivas de sus casas paternas. (Lu 2:1-5.) Los †œancianos† y los funcionarios sacerdotales levitas todaví­a tení­an mucha influencia en el pueblo (Mt 21:23; 26:47, 57; Hch 4:5, 23), aunque habí­an sustituido los requisitos escritos del pacto de la Ley por las tradiciones de los hombres a un grado considerable. (Mt 15:1-11.)
En este ambiente nació el cristianismo. Primero apareció Juan el Bautista, el precursor de Jesús, e hizo que muchos de los israelitas se volviesen a Jehová. (Lu 1:16; Jn 1:31.) Luego llegó Jesús, quien en compañí­a de sus apóstoles prosiguió con esa labor de rescate entre †œlas ovejas perdidas de la casa de Israel†, para que abriesen los ojos a la falsedad de las tradiciones humanas y viesen los inefables beneficios de la adoración pura de Dios. (Mt 15:24; 10:6.) Sin embargo, solo un resto aceptó a Jesús como el Mesí­as y se salvó. (Ro 9:27; 11:7.) Estos fueron los que gozosamente le aclamaron como el †œRey de Israel†. (Jn 1:49; 12:12, 13.) La mayorí­a rehusó poner fe en Jesús (Mt 8:10; Ro 9:31, 32) y gritó con sus lí­deres religiosos: †œÂ¡Quí­talo! ¡Quí­talo! ¡Al madero con él!†, †œno tenemos más rey que César†. (Jn 19:15; Mr 15:11-15.)
El tiempo pronto demostró que esta pretendida firme fidelidad al César era falsa. Los elementos fanáticos de Israel fomentaron una revuelta tras otra, y en cada ocasión la provincia sufrí­a duras represalias de parte de los romanos, represalias que, a su vez, aumentaban el odio de los judí­os a la gobernación romana. La situación finalmente llegó a ser tan explosiva que las fuerzas romanas de la zona no pudieron contenerla más y Cestio Galo, gobernador a la postre de Siria, tuvo que avanzar contra Jerusalén con un contingente más poderoso para mantener el control romano.
Después de incendiar Bezeta, situada al N. del templo, Galo acampó frente al palacio real, que tení­a su situación al SO. del templo. En ese momento, dice Josefo, podrí­a haber entrado fácilmente por la fuerza en la ciudad; sin embargo, su demora fortaleció a los insurrectos. Las unidades de avance de los romanos formaron un testudo o tortuga, una cubierta de escudos que los protegí­a como si fuese un caparazón, y empezaron a socavar los muros. Cuando los romanos estaban a punto de lograr su fin, se retiraron. Eso sucedió en el otoño del año 66 E.C. Josefo dice concerniente a esta retirada: †œCestio retiró repentinamente sus tropas, renunció a sus esperanzas de tomar la plaza, aunque no hubiese sufrido ningún fracaso, y sin razones valederas abandonó la ciudad†. (La Guerra de los Judí­os, libro II, cap. XIX, sec. 7.) Este ataque contra la ciudad, seguido de la súbita retirada, sirvió de señal y coyuntura para que los cristianos †˜huyeran a las montañas†™, como les habí­a dicho Jesús. (Lu 21:20-22.)
Al año siguiente (67 E.C.) Vespasiano intentó sofocar el levantamiento judí­o, pero la inesperada muerte de Nerón en el año 68 abrió el camino para que Vespasiano se convirtiese en emperador. De modo que regresó a Roma en el año 69 y dejó que su hijo Tito continuase la campaña; al año siguiente, 70 E.C., Jerusalén fue tomada y destruida. Tres años más tarde cayó ante los romanos la última fortaleza judí­a, Masada. Josefo dice que durante toda la campaña contra Jerusalén murieron 1.100.000 judí­os, muchos de peste y hambre, y los 97.000 cautivos fueron esparcidos como esclavos a todas partes del imperio. (La Guerra de los Judí­os, libro VI, cap. IX, sec. 3.)
Véase la identidad de †œlas doce tribus de Israel† mencionadas en Mateo 19:28 y Lucas 22:30 en TRIBU (†œJuzgarán a las doce tribus de Israel†).

3. Las tribus que en dos ocasiones formaron un reino norteño independiente.
La primera división del gobierno nacional aconteció cuando murió Saúl, en 1078 a. E.C. La tribu de Judá reconoció a David como rey, pero el resto de las tribus hicieron rey a Is-bóset, el hijo de Saúl; dos años más tarde, Is-bóset fue asesinado. (2Sa 2:4, 8-10; 4:5-7.) Con el tiempo la brecha se cerró y David se convirtió en rey de las doce tribus. (2Sa 5:1-3.)
Avanzado el reinado de David, cuando se habí­a sofocado la revuelta de su hijo Absalón, todas las tribus volvieron a reconocer a David como rey. Sin embargo, al regresar el rey a su trono, surgió una disputa relacionada con el protocolo, y en este asunto las diez tribus norteñas llamadas Israel estuvieron en desacuerdo con los hombres de Judá. (2Sa 19:41-43.)
Las doce tribus apoyaron unidamente la gobernación de Salomón, el hijo de David. Pero cuando murió, alrededor de 998 a. E.C., ocurrió la segunda división del reino. Solo las tribus de Benjamí­n y Judá apoyaron al rey Rehoboam, quien se sentó en el trono de su padre Salomón en Jerusalén. Israel, compuesto de las otras diez tribus que estaban al N. y al E., escogieron a Jeroboán como su rey. (1Re 11:29-37; 12:1-24; MAPA, vol. 1, pág. 947.)
Al principio la capital de Israel se fijó en Siquem. Tiempo después se llevó a Tirzá, y durante el reinado de Omrí­ se trasladó a Samaria, donde permaneció durante los siguientes doscientos años. (1Re 12:25; 15:33; 16:23, 24.) Jeroboán sabí­a que una misma adoración mantiene junto a un pueblo, así­ que para evitar que las tribus disidentes fuesen al templo de Jerusalén para adorar, erigió dos becerros de oro, no en la capital, sino en los dos extremos del territorio de Israel: uno al S., en Betel, y el otro al N., en Dan. También instaló un sacerdocio no levita para dirigir a Israel a la adoración de becerros de oro y de demonios en forma de cabra e instruirlos en ella. (1Re 12:28-33; 2Cr 11:13-15.)
A los ojos de Jehová el pecado que cometió Jeroboán fue muy grande. (2Re 17:21, 22.) Si hubiera permanecido fiel a Jehová y no se hubiese vuelto a tal idolatrí­a crasa, Dios habrí­a permitido que su dinastí­a continuase, pero como no fue así­, su casa perdió el trono cuando su hijo Nadab fue asesinado menos de dos años después de la muerte de Jeroboán. (1Re 11:38; 15:25-28.)
Según se comportaba el gobernante de turno, así­ se comportaba la nación de Israel. Diecinueve reyes, sin contar a Tibní­ (1Re 16:21, 22), reinaron desde el año 997 hasta 740 a. E.C. Únicamente a nueve de ellos les sucedieron sus hijos, y solo uno tuvo una dinastí­a que se extendió hasta la cuarta generación. Siete de los reyes de Israel gobernaron dos años o menos; algunos, tan solo unos pocos dí­as. Uno se suicidó, cuatro sufrieron una muerte prematura y seis fueron asesinados por hombres ambiciosos que luego ocuparon el trono de sus ví­ctimas. Aunque el mejor de todos, Jehú, agradó a Jehová al quitar el vil baalismo fomentado por Acab y Jezabel, sin embargo, †œJehú mismo no puso cuidado en andar en la ley de Jehová el Dios de Israel con todo su corazón†, pues permitió que el culto a los becerros instituido por Jeroboán continuase por toda la tierra. (2Re 10:30, 31.)
Jehová fue muy paciente con el pueblo de Israel. Durante los doscientos cincuenta y siete años de historia de esa nación, envió a sus siervos para advertir a los gobernantes y al pueblo de sus caminos inicuos, pero en vano. (2Re 17:7-18.) Entre esos siervos devotos de Dios estuvieron los profetas Jehú (no el rey), Elí­as, Micaya, Eliseo, Jonás, Oded, Oseas, Amós y Miqueas. (1Re 13:1-3; 16:1, 12; 17:1; 22:8; 2Re 3:11, 12; 14:25; 2Cr 28:9; Os 1:1; Am 1:1; Miq 1:1.)
Israel tení­a más dificultad que Judá en protegerse de las invasiones, puesto que aunque contaba con el doble de población, también tení­a que defender casi el triple de extensión de tierra. Además de luchar contra Judá de vez en cuando, con frecuencia estuvo en guerra a lo largo de sus fronteras septentrionales y orientales con Siria, y bajo la presión de Asiria. Salmanasar V inició el sitio final de Samaria en el año séptimo del reinado de Hosea, pero se necesitaron unos tres años antes de que los asirios tomaran la ciudad en el año 740 a. E.C. (2Re 17:1-6; 18:9, 10.)
La polí­tica asiria que emprendió Tiglat-piléser III, el predecesor de Salmanasar, consistí­a en llevarse a los cautivos del territorio conquistado y colocar en su lugar pueblos de otras partes del imperio. Así­ se disuadí­a de futuros levantamientos. En este caso, los otros grupos nacionales llevados al territorio de Israel con el tiempo se entremezclaron tanto racial como religiosamente y llegaron a constituir un pueblo conocido como los samaritanos. (2Re 17:24-33; Esd 4:1, 2, 9, 10; Lu 9:52; Jn 4:7-43.)
Sin embargo, las diez tribus norteñas no desaparecieron por completo con la caí­da de Israel. Los asirios dejaron a algunas personas de esas tribus en el territorio de Israel. Otras sin duda huyeron de Israel por causa de la idolatrí­a al territorio de Judá antes de 740 a. E.C., y sus descendientes debieron estar entre los cautivos llevados a Babilonia en 607 a. E.C. (2Cr 11:13-17; 35:1, 17-19.) Obviamente también hubo algunos descendientes de los que se habí­an llevado cautivos los asirios (2Re 17:6; 18:11) que se contaron entre el resto que regresó y que compuso las doce tribus de Israel a partir del año 537 a. E.C. (1Cr 9:2, 3; Esd 6:17; Os 1:11; compárese con Eze 37:15-22.)

4. La Tierra Prometida o territorio geográfico asignado a la nación de Israel (a las doce tribus), a diferencia del territorio de las otras naciones (1Sa 13:19; 2Re 5:2; 6:23), y sobre el que gobernaron los reyes israelitas. (1Cr 22:2; 2Cr 2:17.)
Después de la división de la nación, la expresión †œtierra de Israel† a veces se usaba para referirse al territorio del reino septentrional, distinguiéndolo del de Judá. (2Cr 30:24, 25; 34:1, 3-7.) Después de la caí­da del reino septentrional, Judá mantuvo vivo el nombre de Israel como único reino existente de los descendientes de Israel (Jacob). Por lo tanto, el profeta Ezequiel utiliza la expresión †œsuelo de Israel† sobre todo con referencia a la tierra del reino de Judá y su capital Jerusalén. (Eze 12:19, 22; 18:2; 21:2, 3.) Esta fue la zona geográfica que quedó completamente desolada durante setenta años a partir de 607 a. E.C. (Eze 25:3), pero en la que un fiel resto serí­a reunido otra vez. (Eze 11:17; 20:42; 37:12.)
Véase una descripción geográfica de Israel y sus caracterí­sticas climatológicas, así­ como su tamaño, ubicación, recursos naturales y otros rasgos relacionados, en el artí­culo PALESTINA.

Fuente: Diccionario de la Biblia

/Jacob Israel II /Pueblo de Pueblos 1-VI.

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

Es casi exclusivamente en las grandes epí­stolas (1-2 Cor, Gal, Rom) donde Pablo habla de Israel. A pesar de que designa a un pueblo identificable históricamente, el uso paulino de este término conserva siempre una tonalidad teológica esencial.

Según esta tonalidad, “Israel” en cuanto realidad observable no es más que el lugar en el cual o a partir del cual se constituye, por gracia, el cumplimiento de una promesa; este cumplimiento, tanto en el tiempo de la ley como en el de la fe, no deja de atravesar una “crisis”: hay una diferencia entre lo que pasa realmente y lo que se niega a este paso.

A Israel según la carne (1 Cor 10,18), objeto de una primera elección por parte de Dios, Pablo no opone un Israel según el Espí­ritu; porque, antes de la venida de Cristo (Gal 3,23-25), entre los que son de Israel, Dios suscitó hijos de la promesa, que son Israel (Rom 9,69) según la elección (Rom 11,5). Luego, en Cristo, a los de Israel que son hijos de la promesa se unen los que él ha llamado de entre las naciones (Rom 9,24). Así­ pues, ningún Israel según el espí­ritu ha sustituido a Israel según la carne. Se ha reunido un único Israel de Dios, ya que Dios suscita a Abrahán hijos según la promesa. Esta reunión no puede identificarse con la Iglesia, ya que es objeto de un proceso crí­tico siempre en curso.

En Gal 6,16, el Israel de Dios no remite ni al judeo-cristianismo ni a un “nuevo Israel”, la Iglesia, que sustituya a un Israel según la carne ya caducado; sino que remite a los hijos de la promesa, que son Israel mientras que viven de la bendición prometida a Abrahán (Gal 3,7-14), tanto si vienen de Israel según la carne como si proceden de las naciones. Inspirándonos en un texto eclesiológico del Vaticano II, podrí­amos decir que el Israel de Dios “subsiste” en la Iglesia, pero que ésta no “es” ese Israel, que no cesa de acontecer.

M. G.

AA. VV., Vocabulario de las epí­stolas paulinas, Verbo Divino, Navarra, 1996

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

AT. Israel (probablemente “Dios lucha”, “Dios es fuerte”) designa en el AT ya a un pueblo, ya a su antepasado epónimo, identificado con el patriarca Jacob (Gén 35,10.20s; 43, 8; 50,2, etc.). La anécdota que explica la dualidad de nombres del patriarca se funda en una etimologí­a popular: Israel = “luchó contra Dios” (Gén 32,29; Os 12,4).

1. Israel, pueblo de la alianza.

a) Israel, nombre sagrado. Israel no es sólo una designación étnica, como Edom, Aram, Moab. Es un *nombre sagrado, el nombre del *pueblo de la alianza. Este forma la “comunidad de Israel” (Ex 12,3.6), y como a tal se le dirigen los discursos del Deuteronomio (” ¡Escucha, Israel!…”, Dt 5,1; 6,4; 9.1; cf. Sal 50.7; 81,9) como las promesas proféticas (Is 41,8; 43,1; 44,f; 48,1).

b) Israel, pueblo de las doce tribus. Israel tiene como estructura nacional fundamental a las doce tribus que llevan el nombre de los doce hijos de Jacob respectivamente, y esto desde la conclusión de la alianza (Ex 24,4). Si la lista de las tribus conoció variaciones menores (comp. Gén 49, Dt 33, Jue 5, Ap 7,5…), su *número es una cifra sagrada, en relación con el servicio cultual durante los doce meses delaño. Tal es la primera forma histórica que adoptó acá abajo el pueblo de Dios.

c) Yahveh Dios de Israel e Israel pueblo de Yahveh. Por la alianza se ligó Dios en cierto modo con Israel: él es el *Dios (Is 17,6; Jer 7,3; Ez 8,4), el *santo (ls 1,4; 44,14; Sal 89,19), el *fuerte (Is 1,25), la *roca (Is 30,29), el *rey (Is 43,15), el *redentor (Is 44,6) de Israel. El *Dios de la revelación entra así­ en la historia de las religiones como el Dios particular de Israel. Por su parte, sólo a Israel elige para hacerlo depositario de su *designio de salvación. También en este sentido son significativos los tí­tulos dados a Israel: es el *pueblo de Yahveh (Is 1,3; Am 7,8; Jer 12,14; Ez 14,9; Sal 50,7), su *servidor (Is 44,21), su *elegido (Is 45,4), su *hijo primogénito (Ex 4,22; Os 11,1), su bien sagrado (Jer 2,3), su *herencia (Is 19, 25), su rebaño (Sal 95,7), su *viña (Is 5,7), su posesión (Sal 114,2), su *esposa (Os 2,4)… Israel no pertenece por tanto sólo a la historia polí­tica de la humanidad: se halla por elección divina en el centro de la historia sagrada.

2. Israel y Judá.

a) La dualidad polí­tica de Israel. La liga sagrada de las doce tribus recubrí­a una dualidad polí­tica, claramente percibida en la época de la monarquí­a: David es sucesivamente rey de Judá, en el sur, y luego de Israel, en el norte (2Sa 2,4; 5,3). A la muerte de Salomón se separa Israel de la casa de David (IRe 12, 19) al grito de: “¡A tus tiendas, Israel!” (2Re 12,16; cf. 2Sa 20,1). Así­ el pueblo de Dios se fracciona. El lenguaje de los profetas, adaptándose a un estado de hecho contrario a la doctrina de la alianza, distingue desde ahora a Judá de Israel, identificado con frecuencia con Efraí­m, tribu dominante del norte (Am 2,4: Os 4,15s; Is 9,7…; Miq 1,5; Jer 3,6ss).

b) Israel y el judaí­smo. Después de la ruina de Samaria se convierte Judá en el centro de reagrupamiento de todo Israel (2Re 23,19…; 2Par 30,1ss), y después de la ruina de Jerusalén se busca en la antigua liga de las doce tribus la imagen ideal de la restauración nacional. El papel preponderante de Judá en esta restauración explica que en adelante se diera el nombre de *judí­os a los miembros del pueblo disperso, y el de judaí­smo a la institución que los agrupa (Gál l,l3s). Pero al mismo tiempo el nombre de Israel recubre exclusivamente su valor sagrado (Neh 9,1s; Eclo 36,11; cf. Mt 2,20s; Act 13,17; Jn 3,10).

3. La promesa de un nuevo Israel. En efecto, los oráculos escatológicos de los profetas anunciaron en el futuro de Israel un retorno a la unidad original: reunión de Israel y de Judá (Ez 37,15…), agrupación de los israelitas dispersos pertenecientes a las doce tribus (Jer 3,18; 31,1; Ez 36,24…; 37,21…; Is 27,12). Es éste un tema fundamental de la esperanza judí­a (Eclo 36,10). Pero el beneficio de estas *promesas está reservado a un *resto de Israel (Is 10,20; 46,3; Miq 2,12; Jer 31,7); con este resto hará Yahveh un *nuevo Israel, al que liberará (Jer 30,10) y volverá a instalar en su tierra (31,2), al que dará una nueva *alianza (31,31) y un nuevo *rey (33,17). Entonces Israel vendrá a ser el centro de agrupación de las *naciones (Is 19,24s): éstas, habiendo reconocido en él la presencia del verdadero Dios (45,15), se volverán hacia él; su conversión coincidirá con la salvación (45,17) y la gloria de Israel (45,25).

NT. 1. El Evangelio y el antiguo Israel. El orden providencial de las cosas quiso que el acontecimiento de la salvación se realizara en Israel y que Israel, como pueblo de la Alianza, recibiera su primer anuncio. Tal es ya el fin del bautismo de Juan (Jn 1,31). En vida de Jesús la misión del Salvador, como la de los discí­pulos, se restringe todaví­a a sólo Israel (Mt 10,6.23; 15,24). Después de su resurrección, la buena nueva se notifica en primer lugar a Israel (Act 2,36; 4,10). En efecto, Israel y las naciones, que han participado juntos en el drama de la pasión (4,27), están, sí­, llamados a la fe sin distinción (9,15), pero siguiendo cierto orden: primero los judí­os, que son “israelitas” por nacimiento (Rom 9,4), luego todos los demás (cf. Rom 1,16; 2,9s; Act 13, 46). En efecto, la salvación aportada por el Evangelio colma la esperanza de los que aguardan la *consolación de Israel (Lc 2,25), la *salvación de Israel (Le 24,21), la restauración de la realeza para Israel (Act 1,6); por medio de Jesús ha venido Dios a socorrer a Israel (Lc 1.54), a usar con él de *misericordia (Le 1,68), a otorgarle la *conversión y la remisión de los pecados (Act 5, 31); Jesús es la *gloria de Israel (Le 2,32), su *rey (Mt 27,42 p; Jn 1,50; 12,13), su *salvador (Act 13, 23s); la nueva esperanza fundada en su *resurrección no es otra cosa sino la esperanza misma de Israel (Act 28,20). En una palabra, Israel constituye el nexo orgánico que vincula la realización de la salvación a toda la historia humana.

2. El nuevo Israel. Sin embargo, desde Jesús, apareció en la tierra el nuevo Israel que anunciaban las promesas proféticas. Para hacer de él una institución positiva escogió Jesús doce *apóstoles, modelando así­ su *Iglesia según el patrón del antiguo Israel formado de doce tribus; así­ también sus apóstoles juzgarán a las doce tribus de Israel (Mt 19, 28 p). Esta Iglesia es el Israel escatológico, al que Dios reservaba la nueva *alianza (Heb 8,8ss): en ella se verifica la agrupación de los *elegidos, escogidos en las doce tribus iAp 7,4): corno ciudad santa que reposa sobre el fundamento de los doce apóstoles, lleva los nombres de las doce tribus grabados en sus puertas (Ap 21,12; cf. Ez 40,30ss).

3. El Israel antiguo y el nuevo Israel. La Iglesia, nuevo Israel, realiza, pues, el Israel antiguo. A éste se pertenecí­a por nacimiento (Flp 3, 5), y los paganos estaban excluidos de su ciudadaní­a (Ef 2,12); ya no es sino el Israel según la carne, pero lo que importa es pertenecer al Israel de Dios. Ahora bien, “no todos los descendientes de Israel son Israel” (Rom 9,6). Frente a Jesús y al Evangelio se opera una selección (cf. Le 2,34s): caí­da de los unos que, buscando la *justicia de la ley, se endurecen cuando se les anuncia la justicia de la fe (Rom 9,31; 11,17); resurgimiento de los otros, los “verdaderos israelitas” (Jn 1,48), que constituyen el *resto de Israel anunciado por las Escrituras (Rom 9,27ss), y a los que se unen en el Israel nuevo los paganos convertidos. No ya que el antiguo Israel haya sido desechado definitivamente; pero en el momento en que se manifestaba su incomprensión del Evangelio, quiso Dios suscitar sus celos (Rom 10, 19). Cuando se haya convertido la masa de los paganos, cesará el *endurecimiento parcial de Israel, ((y así­ todo Israel será salvo” (Rom 11,26): pertenecerá de nuevo al Israel espiritual, que gracias a él ha entrado en la salvación.

-> Alianza – Iglesia – Elección – He-breo – Judí­o – Pueblo.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

La palabra Israel se deriva de la raíz hebrea śārāh, llevando el sentido verbal intransitivo de «luchar», «contender» (Fuerst); también «forcejear» (Davidson); «persistir», «perseverar», «disputar» (M.H. Segal, Hebrew-English Dictionary, Dvir Publishing Co., Tel Aviv, 1938); y en hebreo moderno, «luchar», «vencer», «conquistar» (Zevi Scharstein, Modern Hebrew Dictionary, Shilo Publishing House, New York). La Escritura describe a Israel en términos de historia más bien que definición, y emplea la palabra con los siguientes significados: (1) Como el nombre dado divinamente al patriarca Jacob después de su lucha con el «ser divino» (Os. 12:4, 5, Socino Press, London) al cruzar el río Jaboc (Gn. 32:29; 35:10). El primer pasaje citado del Génesis indica la primera vez que aparece el término en la Escritura, donde se interpreta como significando «ha luchado con Dios». La traducción «tienes el poder de un príncipe» no tiene el apoyo de Gesenius, Rosenmuller, Soncino Humash. (2) Como el nombre aplicado colectiva y nacionalmente a todas las doce tribus como descendientes de Jacob-Israel (Ex. 3:16), usualmente llamado bәnê yiśrāʾēl, «hijos de Israel» y, poéticamente, Jesurún (Dt. 32:15; 33:5, 26; Is. 44:2) que se deriva de una raíz que significa «ser justo». Jacob era descendiente de Isaac y Abraham, con el último de los cuales empieza el origen hebreo bíblico (Gn. 11). El que un grupo de hebreos descendiesen a Egipto forma el fundamento para el subsecuente éxodo cuando la historia de Israel como un pueblo podemos decir que empezó. Este pueblo llega a ser una nación cuando, bajo Josué, cruzan más adelante el Jordán. Una anfictionía de las doce tribus corre a través del período de los Jueces. El término Israel se usa en registros de triunfos de Mernefta de Egipto (ca. 1230). (3) El reino unido que se desarrolló bajo Saúl, David y Salomón (1 S. 8–1 R. 11; 1 Cr.–2 Cr. 9). Una sección representativa de fuentes judías y no-judías dan la siguiente cronología aproximada: 1095–970 a.C. (Scroggie); 1040–937 a.C. (JewEnc); 1020–925 (Orlinsky); (1020–931 (Francisco); pero Hch. 13:21 debe ser el factor determinante en cualquier computación que se busque. El período bajo David y Salomón fue la época de oro de Israel, la que vio el levantamiento del templo de Jerusalén. (4) El nombre apropiado por el reino del norte que fuera formado por Jeroboam (1 R. 12:25–14:20) después de la separación bajo el hijo de Salomón, Roboam. El reino del norte tuvo diecinueve reyes a lo largo de nueve dinastías; todos tuvieron un carácter y gobierno tan malo que el resultado fue el castigo divino profetizado cuando el reino fue aplastado bajo los asirios en 722 a.C. Este uso restringido del título Israel se encuentra, p. ej., en 1 S. 11:8; 2 S. 20:1; 1 R. 12:16. Las teorías anglo-israelitas no tienen ningún apoyo en la Escritura. Las así llamadas «diez tribus» no se «perdieron»; sólo fueron borradas como un pueblo unificado. Sin duda, la mayor parte de Benjamín, y la porción de Dan que estaba próxima al reino del sur, y probablemente toda la tribu de Simeón, estaban incluidas en Judá durante la existencia del reino del norte (Duff-Forbes, The Baleful Bubble of British-Israelism). La cronología se calcula en diferentes maneras: 975–722 a.C. (Scroggie); 937–722 a.C. (JewEnc); 922–722 a.C. (Albright); 930–723 (Thiele). El reino del sur continuó por 136 años más después que el reino del norte cayera, o bien hasta 586 a.C. cuando el último rey Zedequías, y el resto del pueblo (con excepción de un pobre remanente) fueron llevados a cautiverio a Babilonia por Nabucodonosor (2 R. 25). El reino del sur tuvo diecinueve reyes y una reina a través de una sola dinastía. Después de Zedequias, Israel no tuvo un rey nacional de la línea mesiánica de David hasta la primera venida de Cristo, pero él no fue entonces entronado. (5) Los exiliados que volvieron de la cautividad de Babilonia que empezó en 536 a.C., y que probablemente incluía también a los que huyeron a Egipto, pero que fueran más adelante deportados a Babilonia cuando Nabucodonosor destronara al faraón Hofra (568 a.C.), volvieron a retomar el nombre nacional de Israel y reconstruyeron el templo destruido bajo Nabucodonosor. Esta segunda nación de Israel duró a través de las muchas vicisitudes que tuvieron hasta que el templo fue destruido por Tito en 70 d.C., año que fue testigo de la gran diáspora que persistió hasta la inauguración de la Tercera Nación de Israel el 14 de mayo de 1948. (6) El nombre Israel se usa con un tono más refinado para incluir a los laicos en distinción de los sacerdotes, levitas, y otros ministros (Esd. 6:16; 9:1; 10:25; Neh. 11:3, etc.). (7) La designación espiritual puesta sobre el Mesías por aplicación (p. ej., Os. 11:1 con Mt. 2:15) e implicación. (8) Aplicado figurativamente a los hijos de la promesa (Sal. 73:1; Ro. 9:6–13; Gá. 6:16), y que en este caso el término se extiende para incluir a los creyentes gentiles en igualdad de privilegios (Ro. 11:17–32).

BIBLIOGRAFÍA

UJE, Vol. V, pp. 613s.; The Socino Press Hebrew Bible; H.M. Orlinsky, Ancient Israel; W. Chomsky, Hebrew: The Eternal Language; L. Duff-Forbes, Peril fom the North; H. Graetz, History of the Jews.

Lawrence Duff-Forbes

JewEnc Jewish Encyclopaedia

UJE Universal Jewish Encyclopaedia

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (330). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

(heb. yiśrā˒ēl, ‘Dios lucha, se esfuerza’). 1. El nuevo nombre que se le dio a Jacob después de haber luchado una noche en Penuel: “No se dirá más tu nombre Jacob, sino Israel, porque has luchado [śārı̂ṯâ, de śārâ, ‘luchar’] con Dios y con los hombres, y has vencido” (Gn. 32.28). Esta narración, asignada a J en la hipótesis de los cuatro documentos, cf. Os. 12.3s, “en su madurez [Jacob] luchó [śārâ,] con Dios; sí, luchó [wayyāśaar, del mismo verbo] con el Ángel, y prevaleció” (°vm). El nuevo nombre se confirma en Bet-el en Gn. 35.10 (asignado a P), pasaje en el que el Dios Todopoderoso se le aparece a Jacob y le dice: “Tu nombre es Jacob; no se llamará más tu nombre Jacob, sino Israel será tu nombre,” y el relato prosigue diciendo, “y llamó su nombre Israel”. A partir de entonces Israel figura en todo el AT como sinónimo ocasional de Jacob; se lo usa más frecuentemente cuando se llama a los descendientes del patriarca “los hijos (o pueblo) de Israel” (heb. benê yiśrāēl).

Tabla cronológica de los gobernantes de Israel hasta el reinado de Herodes Agripa I.

2. La nación cuya ascendencia se remonta a los 12 hijos de Jacob, a la que se llama “Israel” (Gn. 34.7, etr.), los “hijos de Israel” (Gn. 32.32; Ex. 1.8, etc.), “las doce tribus de Israel” (Gn. 49.16, 28, “los israelitas” (Ex. 11.7). Las primeras referencias a la nación de Israel en un registro no israelita aparecen en una inscripción de Merneptah, rey de Egipto, ca. 1230 a.C., “Israel está desolado; no le queda simiente” (DOTT, pp. 139). Las siguientes referencias no israelitas proceden de inscripciones de Salmanasar III de Asiria, ca. 853 a.C., en las que se menciona a “Acab el israelita” (DOTT, pp. 47), y de Mesa de Moab, cuya inscripción de victoria (ca. 830 a.C.) repetidas veces nombra a Israel, incluyendo su alarde de que “Israel pereció completamente para siempre” (DOTT, pp. 196s; * Moabita, Piedra. Para ilustraciones véase IBA, fig(s). 40, 48, 50–51).

I. Los comienzos de Israel

La referencia de Merneptah prácticamente coincide con los comienzos de la historia nacional de Israel, porque es el éxodo de Egipto, que tuvo lugar en el reinado de su padre, lo que señala el nacimiento de Israel como nación. Algunas generaciones de sus antepasados, miembros de un clan pastoril, fueron de Canaán a Egipto en época de escasez, y se establecieron en el uadi Tumilat. Los primeros reyes de la dinastía 19ª tomaron gran número de ellos para formar cuadrillas de trabajos forzados para la construcción de ciudades fortificadas en la frontera NE de Egipto. En tales circunstancias podrían haberse asimilado completamente a sus consiervos, si su fe ancestral no hubiera sido reavivada por Moisés, que vino a ellos en nombre, del Dios de sus padres, y los sacó de Egipto en medio de una serie de fenómenos que le ayudaron a hacerles reconocer el poder con que ese Dios los liberaba.

Bajo la dirección de Moisés marcharon hacia el E, “a través del desierto del Yam Suf” hasta que llegaron al lugar en el que el Dios de sus padres se había revelado por primera vez a Moisés con el nombre del pacto, Yahvéh, y le había encargado sacar a su pueblo de Egipto. Allí, al pie del mte. Sinaí, entraron en una relación especial con Yahvéh, sellada con el pacto. Ya les había demostrado que era su Dios al sacarlos de la esclavitud egipcia; ahora ellos tenían que convertirse en su pueblo. Este compromiso comprendía la obediencia a las “Diez palabras” por medio de las cuales Yahvéh hacía conocer su voluntad. A él solo debían adorar; no debían representarlo por medio de imágenes; debían respetar debidamente su nombre; debían reservar cada séptimo día para él; y en pensamiento, palabras, y hechos debían comportarse, los unos para con los otros, de manera apropiada al pacto que los unía. Tenían que ser un pueblo separado para Yahvéh, y por lo tanto, la vida de ellos debía reproducir la rectitud, la misericordia y la verdad de él en alguna medida.

Prácticamente podemos llamar monteísmo a esta actitud. El que existieran o no los dioses de los pueblos circundantes era algo que con toda probabilidad no iba a preocupar a Moisés ni a sus seguidores; su deber era reconocer a Yahvéh como supremo y único Dios.

Moisés no fue solamente el primero y el más grande de los legisladores de Israel, sino que en su persona combinó las funciones de profeta, sacerdote, y rey. Dictaminó en sus pleitos, y les enseñó los principios de los deberes religiosos; los condujo desde Egipto hasta el Jordán, y cuando murió, una generación después del éxodo, no dejó un cuerpo indisciplinado de esclavos, sino un formidable ejército preparado para invadir Canaán como conquistadores y colonos.

Aun antes de su establecimiento en Canaán se organizó al pueblo en una confederación de doce tribus, unidas en parte por un tronco ancestral común, pero aun más por una participación común en el pacto con Yahvéh. La marca visible de su pacto fue el arca sagrada, colocada en una tienda santuario en el centro de su campamento cuando se detenían, pero que los precedía en la marcha y en la batalla. Formaron estrechas alianzas con otros grupos nómadas, como los ceneos (con los que Moisés estaba relacionado por casamiento), los cenezeos y los jerameelitas, que posteriormente fueron incorporados, según parece, a la tribu de Judá. Probablemente fue el rompimiento de una alianza por parte de otro grupo de nómadas, los amalecitas, el origen de la lucha enconada que Israel mantuvo con ellos de generación en generación. La alianza con esos grupos pastoriles fue muy diferente de la que se concertó con la población sedentaria y agrícola de Canaán, que tenía cultos de fertilidad tan opuestos al culto puro de Yahvéh. El pacto con Yahvéh prohibía a los israelitas hacer causa común con los cananeos.

El centro principal de las tribus de Israel en el período de peregrinación por el desierto fue Cades-barnea, evidentemente (por su nombre) un santuario, y (en virtud de su nombre alternativo En-mispat), también un lugar en el que se oían causas judiciales y se pronunciaban los fallos correspondientes. Cuando abandonaron Cades-barnea algunos se infiltraron hacia el N, en el Neguev central, pero el cuerpo principal avanzó hacia el S y el E del mar Muerto, bordeando los territorios de sus parientes, los edomitas, los amonitas, y los moabitas; que poco antes se habían organizado en reinos establecidos. Más al N, en la Transjordania, se encontraban los reinos amorreos de Sihón y Og, a los que entraron como invasores hostiles. La resistencia de las fuerzas de Sihón y Og fue aplastada, y ocuparon sus territorios, conocidos posteriormente como Rubén, Gad y Manasés oriental. Por lo menos parte de la comunidad israelita se asentó, y así comenzó a vivir una vida agrícola aun antes del cruce del Jordán.

II. El establecimiento en Canaán

Al cruce del Jordán siguieron rápidamente la captura y destrucción de la fortaleza de *Jericó. Desde allí avanzaron hacia el corazón de la tierra, tomando una fortaleza tras otra. Egipto ya no estaba en condiciones de mandar ayuda a sus antiguos vasallos cananeos; solamente sobre la carretera costera occidental ejercía ahora cierto control, hasta el paso de Meguido en el N, y aun en esa región el establecimiento de los filisteos (ca. 1190 a.C.) pronto iba a presentar una barrera a la extensión del poder egipcio.

Una coalición de cinco gobernadores militares de fortalezas cananeas trató de evitar que los israelitas giraran hacia el S desde el territorio montañoso central, en el que Gabaón y las ciudades asociadas de la tetrápolis hevea se habían entregado a ellos como aliados sometidos. La coalición fue completamente derrotada en el paso de Bet-horón, y el camino hacia el S quedó abierto a los invasores. Aunque las fuerzas de carros de las ciudadelas cananeas evitaron que operaran en terreno más llano, pronto dominaron y ocuparon las tierras altas del centro y el S, como así también las tierras elevadas de la Galilea al N de la llanura de Jezreel.

Las tribus que se asentaron en el N quedaron aisladas de las que habitaron Canaán central por una cadena de fortificaciones cananeas en la llanura de Jezreel, que se extendía desde el Mediterráneo hasta el Jordán. Judá, en el S, quedó aun más efectivamente aislada de las tribus centrales por el baluarte de Jerusalén, que quedó como enclave cananeo por 200 años.

En una notable ocasión, las tribus del N y el centro unieron sus fuerzas en una revuelta contra los gobernadores militares de la llanura de Jezreel, que gradualmente los estaban reduciendo a la servidumbre. Su levantamiento conjunto se vio coronado por el éxito en la batalla de Cisón (ca. 1125 a.C.), en la que una súbita tormenta inundó el curso de agua y puso fuera de acción a los carros cananeos, de modo que los israelitas, que sólo estaban ligeramente armados, fácilmente pudieron derrotarlos. Pero aun en esta ocasión, aunque el llamado a la acción llegó a todas las tribus del N, centro, y la Transjordania, parecería que Judá no recibió llamado por estar demasiado aislada de las demás.

En una ocasión como esta, en la que las tribus de Israel recordaron el pacto con Yahvéh, la unión de sus fuerzas les permitió resistir a sus enemigos. Pero esa acción mancomunada rara vez se producía. Cuando el peligro pasaba generalmente venía un período de asimilación a las costumbres cananeas. Esto comprendía casamientos mixtos y la iniciación de los cultos de fertilidad cananeos, de modo que se consideraba a Yahvéh más bien en función de Baal, el dios de la lluvia que hacía fructificar, que como el Dios de sus padres que los había redimido de Egipto para que fueran su pueblo especial. De este modo se debilitaba su fidelidad al pacto, y se convertían en fácil presa de sus enemigos. No sólo trataron las ciudades-estados cananeas de reducirlos a la servidumbre, sino que cada tanto sus parientes moabitas y amonitas realizaban incursiones contra ellos desde el otro lado del Jordán, pero las más desastrosas eran las que realizaban los beduinos. Los que encabezaban al pueblo en períodos tan críticos eran los carismáticos “jueces”, por quienes comúnmente se nombra todo este período de asentamiento en la tierra; estos hombres no sólo los llevaban a la victoria contra sus enemigos, sino que también los volvían a la fidelidad a Yahvéh.

La mayor y más recalcitrante amenaza contra la independencia israelita, sin embargo, vino del O. Poco después del cruce del Jordán, bandas de merodeadores marinos de las islas y tierras costeras del Egeo se establecieron en la franja costera occidental de Canaán, y se organizaron en las cinco ciudades-estados de Asdod, Ascalón, Ecrón, Gaza, y Gat, cada una de las cuales estaba gobernada por un seren, uno de los “cinco príncipes de los filisteos”. Estos *filisteos se casaron con cananeos, y pronto llegaron a adoptar el idioma y la religión de estos, pero mantuvieron las tradiciones políticas y militares de sus tierras de origen. Una vez establecidos en su pentápolis, comenzaron a extender su control a otras partes de Canaán, incluyendo las que ocupaban los israelitas, que militarmente no estaban en condiciones de enfrentarlos. Los filisteos habían dominado el arte de trabajar el hierro y lo monopolizaron. Cuando los israelitas empezaron a utilizar herramientas de hierro en la agricultura, los filisteos insistieron en que tenían que acudir a los herreros filisteos para que los afilaran. Esto fue una forma de asegurarse que los israelitas no fueran capaces de forjar instrumentos bélicos de hierro que les permitieran levantarse contra sus opresores.

Finalmente los filisteos extendieron sus dominios sobre la llanura de Jezreel hasta el Jordán. Si bien su dominio no amenazó la existencia de los israelitas, sí constituyó una amenaza para su identidad nacional. En esos días el santuario del pacto se estableció en *Silo, en el territorio de Efraín, en el que se ocupaban del arca sagrada sacerdotes cuyo linaje se remontaba hasta Aarón, el hermano de Moisés. Los sacerdotes tuvieron un papel preponderante en la revuelta de todas las tribus contra los filisteos, que fracasó completamente. El arca fue capturada, Silo y el santuario fueron destruidos, y el sacerdocio central fue prácticamente eliminado (ca. 1050 a.C.). Habían desaparecido todos los lazos visibles que unían a las tribus de Israel, y parecía que la identidad nacional de este pueblo iba a desaparecer igualmente.

Gracias a *Samuel, el más grande de los dirigentes carismáticos de Israel entre Moisés y David, la identidad no sólo no desapareció sino que se vigorizó aun más. Al igual que Moisés, Samuel combinó las funciones de profeta, sacerdote y juez; y su persona se convirtió en centro de unión para la vida nacional. Bajo su guía Israel volvió a ser leal al pacto, y con el retorno de la devoción religiosa resurgió el espíritu nacional; después de un tiempo los israelitas pudieron derrotar a los filisteos en el mismo campo de batalla en el que habían sido tan ignominiosamente derrotados.

A medida que Samuel avanzaba en años, la cuestión de su sucesión se tornó aguda. Cundió la demanda de un rey, y finalmente Samuel accedió a sus deseos y ungió al benjamita *Saúl para que reinara sobre ellos. El reinado de Saúl comenzó auspiciosamente con una rápida respuesta a una muestra de poderío por parte de los amonitas, a lo que siguió una acción exitosa contra los filisteos en las tierras altas centrales. Mientras aceptó la dirección de Samuel en la esfera religiosa, todo fue bien para Saúl, pero su estrella comenzó a declinar cuando se produjo un distanciamiento entre ellos. Murió en una batalla contra los filisteos en el mte. Gilboa, en un audaz pero vano esfuerzo por incorporar al seno de Israel a las tribus del N que se encontraban más allá de la llanura de Jezreel. El dominio filisteo sobre Israel se hizo entonces más fuerte que nunca (ca. 1010 a.C.).

III. David y Salomón

El hombre que permitió que Israel se liberara del yugo filisteo fue David, miembro de la tribu de Judá, en una época comandante militar bajo Saúl, y posteriormente guerrero mercenario de los filisteos. A la muerte de Saúl fue inmediatamente aclamado rey de Judá, y dos años más tarde las tribus de Israel unánimemente lo invitaron a reinar sobre ellos. En una serie de brillantes acciones militares infligió derrotas decisivas a los filisteos, que a partir de ese momento tuvieron que vivir como vasallos de David. Su captura de Jerusalén en el séptimo año de su reinado le permitió contar con una capital poderosa y estratégicamente situada, como así también con un nuevo centro religioso. El arca fue traída del exilio y solemnemente instalada en una tienda-santuario en el mte. Sión, posteriormente remplazada por el templo de Salomón.

Después de establecer la independencia de Israel y su supremacía en Canaán, David se dedicó, por conquista y diplomacia, a levantar un imperio que se extendió desde la frontera egipcia y el golfo de Ácaba hasta el Éufrates superior, Dejó este imperio como herencia a su hijo Salomón, quien exprimió sus recursos en aras de un grandioso programa de construcciones y el mantenimiento de una espléndida corte. A fin de explotar más eficientemente los ingresos de su reino, lo dividió en doce distritos administrativos que remplazaron a las antiguas divisiones tribales, y que no sólo impusieron pesadas cargas, sino también trabajo obligatorio para las obras públicas, finalmente incluso a sus propios súbditos israelitas. Por último la carga se hizo intolerable. Hacia el fin de su reinado la mayor parte de las naciones supeditadas a él habían recuperado su independencia, y después de su muerte (ca. 930 a.C.) las mismas tribus de Israel se dividieron en dos reinos: el reino septentrional de Israel, que renunció a su lealtad al trono de David, y el meridional de Judá y Benjamín, sobre el cual los descendientes de David y Salomón continuaron reinando desde la capital Jerusalén (* Juda, IV).

IV. El reino de Israel

Jeroboam, fundador de la monarquía independiente en el N, elevó los dos antiguos santuarios de Dan (en el extremo N) y Bet-el (cerca de la frontera con Judá) a la categoría de santuarios nacionales. En ambos, becerros de oro eran los pedestales visibles para el trono invisible de Yahvéh (función que cumplían los querubines de oro en el templo de Jerusalén). Al poco tiempo de constituidos ambos reinos hebreos, fueron invadidos por los egipcios al mando de Sisac, pero fue el reino del S el que aparentemente más sufrió, de modo que posteriormente el reino del N no tuvo que temer que la dinastía de David tratara de recuperar el control de los territorios que había perdido.

Una amenaza mayor, sin embargo, provenía del N. El reino arameo de Damasco, fundado durante el reinado de Salomón, comenzó a infiltrarse en territorio israelita alrededor del 900 a.C., lo que senaló el comienzo de un siglo de guerras intermitentes que a veces redujeron a Israel a una situación desesperada.

La seguridad del reino de Israel también se vio dificultada por frecuentes revueltas palaciegas y cambios dinásticos. Sólo dos dinastías—la fundada por Omri (ca. 880 a.C.) y la que fundó Jehú (ca. 841 a.C.)—duraron más de dos generaciones. El hijo de Jeroboam fue asesinado por Baasa, uno de sus comandantes militares, en el año posterior a su sucesión al trono; cuando Baasa había reinado 20 años, su hijo también sufrió una suerte similar. A ello siguieron varios años de guerra civil, de la cual emergió Omri como vencedor.

Omri fundó una nueva capital para su reino en *Samaria. Externamente fortificó su posición subyugando a Moab, al E del mar Muerto, y llevando a cabo una alianza económica con Fenicia. Su hijo Acab se casó con una princesa fenicia, Jezabel, y también puso fin a la hostilidad entre su reino y Judá por una alianza que duró hasta que fue depuesta la dinastía de Omri.

Los beneficios comerciales de la alianza fenicia fueron enormes, pero en el aspecto religioso condujo a un reavivamiento del culto a Baal, en el que Jezabel desempeñó un activo papel. El campeón principal del culto puro a Yahvéh fue el profeta *Elías, que también denunció el alejamiento del rey de la lealtad al antiguo pacto en la esfera social (como puede verse especialmente en el caso de Nabot jezreelita), y proclamó el fin de la dinastía de Omri.

La guerra con Damasco continuó durante los reinados de Omri y sus descendientes, excepto por tres años durante el reinado de Acab, período en el que los reyes de Israel y Damasco, y los estados vecinos, formaron una coalición militar para resistir al invasor, Salmanasar III, rey de Asiria. Se produjo la batalla de Carcar sobre el Orontes (853 a.C.), y el asirio no volvió a invadir las tierras occidentales hasta 12 años después. Su retirada señaló el rompimiento de la coalición y el resurgimiento de las hostilidades entre Israel y Damasco.

A la exterminación de la casa de Omri en la revuelta de Jehú (841 a.C.) siguió la supresión del culto oficial a Baal. Las asociaciones de profetas apoyaron la revuelta; pocas razones tenían para amar la casa de Omri. Pero este hecho debilitó seriamente el reino de Israel frente a la amenaza aramea, y los primeros 40 años de la dinastía de Jehú fueron de continua tribulación para Israel. No sólo ocupó el enemigo los territorios transjordanos de Israel, sino que también ocurrió lo mismo con sus provincias septentrionales; los arameos invadieron la llanura de Jezreel y llegaron por la costa mediterránea hasta Gat en el S. Israel estaba reducida a una situación desesperada cuando en 803 a.C. el rey asirio Adad-nirari III invadió Siria, incursionó en Damasco y le impuso tributo. Esto disminuyó la presión de Damasco sobre Israel, y los israelitas pudieron aprovechar este cambio de fortuna para recapturar muchas de las ciudades que los arameos les habían quitado.

Durante estos años de tribulación hubo un hombre en Israel cuya moral y confianza nunca decayó: el profeta *Eliseo. Bien podía el rey de Israel referirse a él, en su lecho de muerte, como “¡… carro de Israel y su gente de a caballo!” (2 R. 13.14). Eliseo murió con una predicción de victoria sobre los arameos en los labios.

En la primera mitad del ss. VIII a.C. la prosperidad volvió a Israel, especialmente bajo Jeroboam II, el cuarto rey de la dinastía de Jehú. Los dos reinos hebreos se vieron libres de molestias externas; Damasco estaba demasiado debilitada, después del duro tratamiento que sufrió a manos de los asirios, para renovar su agresión. Jeroboam extendió las fronteras de su reino, y la riqueza nacional aumentó considerablemente.

Pero este aumento de riqueza nacional se concentró en las manos de una sección relativamente pequeña de la población: los prósperos mercaderes y terratenientes, que se enriquecieron a expensas del campesinado. Los pequeños propietarios que antiguamente habían labrado sus propios campos se vieron obligados ahora, en gran número, a convertirse en siervos en las crecientes tierras de sus vecinos ricos, y a cultivar la tierra que una vez habían trabajado como propietarios independientes. Esta creciente disparidad entre las dos secciones de israelitas nacidos libres provocó la denuncia de profetas como Amós y Oseas, especialmente a causa de que los ricos que explotaban a sus vecinos pobres eran puntillosos en el cumplimiento de lo que consideraban sus deberes religiosos. Los profetas insistieron infatigablemente en que lo que Yahvéh requería de su pueblo no era sacrificios de bestias engordadas, sino rectitud y fidelidad al pacto, por falta de lo cual la nación se enfrentaba a un desastre aun mayor que todos los que había experimentado hasta entonces.

La dinastía de Jehú terminó como había empezado, por asesinato y revuelta, alrededor del 745 a.C. En ese año Tiglat-pileser III subió al trono de Asiria e inauguró una era de conquista imperial que en menos de un cuarto de siglo terminó con la existencia del reino de Israel y la independencia del de Judá. Menahem de Israel (ca. 745–737 a.C.) pagó tributo a Tiglat-pileser, pero Peka (ca. 736–732 a.C.) llevó a cabo una política antiasiria, para lo cual se alió con Damasco. Tiglat-pileser tomó Damasco, abolió la monarquía y transformó el territorio en provincia asiria. Le quitó a Israel las regiones septentrionales y transjordanas, y las hizo provincias asirias. Se deportó a los estratos superiores de estas zonas, y se los remplazó por inmigrantes de otras parte del imperio asirio. Cuando Oseas, el último rey de Israel, dejó de pagar tributo a Asiria a instigación de Egipto, se lo tomó prisionero. Se ocupó Samaria, su capital, en 722 a.C., después de tres años de sitio, y se hizo de ella la sede del gobierno de la provincia asiria de Samaria. Se llevó a cabo una nueva deportación—de acuerdo con los registros asirios se tomó 27.290 personas para llevarlas al cautiverio—, y nuevos colonos fueron enviados en su lugar.

VI. La provincia de Samaria

La deportación de israelitas de los territorios del N y de la Transjordania fue tan completa que casi perdieron su carácter israelita. En la provincia de Samaria fue diferente; con el tiempo los inmigrantes adoptaron la religión israelita, “la ley del Dios de aquella tierra” (2 R. 17.26ss), y se asimilaron completamente a los israelitas que no habían sido deportados; pero los *samaritanos, como se llamó posteriormente a la población de esa provincia, fueron despreciados como mestizos raciales y religiosos por parte del pueblo de Judá más al S, especialmente a partir de fines del ss. VI a.C.

El rey Ezequías de Judá trató (ca. 705 a.C.) de reavivar la unidad religiosa de Israel invitando al pueblo de Samaria a acudir a Jerusalén a adorar, pero la invasión de Senaquerib a Judá (701 a.C.) neutralizó sus esfuerzos. Mayor éxito tuvo la acción del nieto de Ezequías, Josías, que aprovechó la disminución del poder de Asiria para extender su soberanía política y su reforma religiosa a la región que antiguamente perteneció al reino de Israel (621 a.C.). El hecho de que trató de detener el avance del faraón Necao en Meguido da una buena idea de la expansión de su reino, pero su muerte allí (609 a.C.) puso fin a las esperanzas de reunir a todo Israel bajo un príncipe de la casa de David. La tierra de Israel pasó a la hegemonía de Egipto, y, pocos años más tarde, a la de Babilonia.

Parecería que los asirios perpetuaron la organización provincial de los babilonios en el O. Después del asesinato de Gedalías, gobernador de Juda bajo los babilonios, la tierra de Judá, a excepción del Neguev (que en ese momento ocupaban los edomitas), se agregó a la provincia de Samaria (ca. 582 a.C.). La conquista persa (539 a.C.) no trajo grandes cambios a este respecto, excepto que los hombres de Judá, exiliados bajo Nabucodonosor, pudieron volver y establecerse en Jerusalén y zonas aledañas, que ahora se convirtieron en la provincia separada, aunque pequeña, de Judea, bajo un gobernador nombrado por el rey persa (* Judá, V).

Los samaritanos se mostraron amistosos con los exiliados restaurados, y se ofrecieron para cooperar en la reconstrucción del templo de Jerusalén, pero fueron mal recibidos por los de Judea, que sin duda temían ser absorbidos por ellos, mucho más numerosos, y también tenían serias dudas con respecto a la pureza racial y religiosa de los mismos. En consecuencia, una larga separación, que podría haberse acabado en ese momento, se hizo más aguda que nunca, y los samaritanos aprovecharon toda oportunidad que se les presentó para malquistar a los judíos ante las autoridades persas. No pudieron impedir la reconstrucción del templo de Jerusalén, que había sido autorizado por Ciro en 538 a.C., pero durante un tiempo consiguieron obstruir los esfuerzos de los judíos para fortificar Jerusalén. Sin embargo, cuando Artajerjes I envió a *Nehemías como gobernador de Judá en 445 a.C., con expresas directivas para la reconstrucción de los muros de Jerusalén, los samaritanos y otros vecinos de los judíos mostraron su disgusto de varias maneras, pero no pudieron hacer nada efectivo a causa del edicto real.

El gobernador de Samaria en esa época era *Sanbalat, que continuó en su cargo durante muchos años. En 408 a.C. se lo menciona en una carta de la comunidad judía de Elefantina en Egipto, en la que se solicitaban los buenos oficios de los hijos de Sanbalat para que la corte persa les permitiera reconstruir su templo, que había sido destruido en un desorden antijudío dos o tres años antes. Dicho templo había sido construido hacía más de un siglo para servir a las necesidades religiosas de una comunidad judía que los reyes egipcios de la dinastía 26ª habían establecido en su frontera meridional como seguridad contra la infiltración etíope. Antes de escribir a los hijos de Sanbalat los judíos de Elefantina habían tratado de lograr la ayuda del sumo sacerdote de Jerusalén, pero este no había prestado atención a sus necesidades; sin duda desaprobaba de la existencia de un templo que rivalizara con el de Jerusalén. Los hijos de Sanbalat—como es fácil comprender, si consideramos las relaciones entre Samaria y Jersualén—mostraron mayor interés en satisfacer el pedido, y obtuvieron el permiso necesario para la reconstrucción del templo de Elefantina.

El hecho de que fueran los hijos de Sanbalat y no su padre a quien se dirigieran los judíos de Elefantina sugiere que, si bien Sanbalat todavía era nominalmente gobernador, sus hijos se estaban ocupando de muchas de sus obligaciones, posiblemente a causa de su edad.

Los papiros elefantinos, de los que extraemos nuestra información acerca de esta comunidad judía en Egipto, son particularmente interesantes porque muestran a un grupo de judíos que no daban señal alguna de haber sido influidos por las reformas de Josías. En ello contrastaban considerablemente con los judíos que retornaron del exilio a Jerusalén y los territorios aledaños. Estos, junto con sus hermanos en Babilonia, habían aprendido la lección del exilio, y mostraban una adherencia cada vez mayor a la Torá, incluyendo especialmente las características que permitían distinguir al pueblo de la ley de las otras colectividades. La reaparición de los judíos como el pueblo de la ley, en el sentido más particularista, está asociada sobre todo con la obra de Esdras, bajo quien la ley del Pentateuco se convirtió en la constitución oficializada del estado-templo de Judea, sujeta a la autoridad superior de la corte de Persia.

La obra de Esdras (que tenía el apoyo completo de Nehemías como gobernador) significó que la separación entre judíos y samaritanos tuviese menos perspectivas que nunca de solucionarse. Poco tiempo antes del 400 a.C. un miembro de la familia sacerdotal de Jerusalén, Manasés de nombre, que se había casado con una hija de Sanbalat, fue instalado por su suegro como sumo sacerdote en el antiguo lugar sagrado sobre el mte. Gerizim, cerca de Siquem, donde se construyó un templo con permiso del rey. El culto rival de Jerusalén así establecido sobrevivió hasta nuestros días y se basa, hecho curioso, en el mismo libro de la ley que reconocen los judíos.

VI. Bajo los macedonios

La conquista del imperio persa por Alejandro Magno no acarreó cambios constitucionales ni a Samaria ni a Judea. Estas provincias fueron administradas a partir de entonces por gobernadores grecomacedonios en lugar de los antiguos gobernadores persas, y había que pagar tributo al nuevo año en lugar del antiguo. La diáspora judía, que había sido amplia bajo el imperio persa (Amán no exageraba cuando se los describió a Jerjes como “esparcidos y distribuidos entre los pueblos en todas las provincias de tu reino”, Est. 3.8), ahora encontró nuevos centros para establecerse, especialmente Alejandría y Cirene. La influencia helenística inevitablemente se hizo sentir entre ellos. En cierto modo dicha influencia fue buena; podemos pensar particularmente en la situación entre los judíos grecoparlantes de Alejandría que hizo necesaria una traducción del Pentateuco y otras escrituras del AT al gr. en los ss. III y II a.C., para hacer accesible al mundo gentil el conocimiento de Dios (* Textos y versiones, AT). Por otra parte, produjeron una tendencia a imitar ciertas características de la cultura helenística inextricablemente mezcladas con el paganismo, y además hicieron disminuir la distinción entre el “pueblo especial” de Yahvéh y sus vecinos. La narración de Josefo de la fortuna de los Tobíadas, que se enriquecieron como recolectores de impuestos, primero en beneficio de los Tolomeos y luego de los Seléucidas, indica hasta qué punto pudo llegar la asimilación de una prominente familia judía a los aspectos menos dignos de la vida, bajo las monarquías helenísticas.

Entre las dinastías que heredaron el imperio de Alejandro, las dos que más afectaron la historia de Israel son la de los Tolomeos en Egipto, y la de los Seléucidas, que dominaron Siria y las tierras más allá del Éufrates. Desde 320 a 198 a.C. el dominio de los Seléucidas se extendió desde Egipto hasta la cadena del Líbano y la costa fenicia en Asia, incluyendo Judea y Samaria. La victoria seléucida en Panión, cerca de las fuentes del Jordán, en 198 a.C., significó que Judea y Samaria se hacían tributarias de Antioquía en lugar de Alejandría. La derrota que sufrió el rey seleucida Antioco III a manos de los romanos en Magnesia en 190 a.C., y la pesada indemnización que estos le impusieron, produjeron un enorme aumento de los impuestos que debían pagar sus súbditos, incluyendo los judíos. Cuando su hijo, Antíoco IV, trató de corregir la situación imponiendo su soberanía sobre Egipto (en las dos campañas de 169 y 168 a.C.), los romanos lo obligaron a abandonar estas ambiciones, Judea, en la frontera SO de su reino, adquirió entonces gran importancia estratégica, y el rey consideró que tenía buenas razones para sospechar de la lealtad de sus súbditos judíos. Aceptó las sugerencias de consejeros mal avisados, y decidió abolir su nacionalidad distintiva y su religión; el punto culminante de estas medidas fue la instalación del culto pagano: la adoración de Zeus olímpico (nombre que los judios transformaron en abominación desoladora”) en el templo de Jerusalén en diciembre de 167 a.C. El templo samaritano de Gerizim fue transformado en lugar de adoración de Zeus Xenios.

Muchos judíos piadosos sufrieron el martirio antes que abjurar de su religión; otros tomaron las armas contra el opresor. Entre estos se encontraban los miembros de la familia sacerdotal de los asmoneos, que encabezaban Matatías de Modín y sus cinco hijos. El más notable de ellos, Judas Macabeo, fue un jefe nato que se destacó en el arte de la guerrilla. Sus éxitos iniciales contra las fuerzas reales llevaron a muchos de sus conciudadanos a enrolarse bajo su bandera, incluyendo gran número de israelitas piadosos, los ası̂ḏı̂m (* Asideos) que comprendieron que la resistencia pasiva no bastaba frente a la amenaza a su existencia nacional y religiosa. El rey mandó contra ellos mayor número de fuerzas, pero también fueron derrotados por las inesperadas tácticas de Judas y sus hombres.

El rey finalmente comprendió que su política había sido contraproducente, e invitó a Judas a enviar embajadores a Antioquía para discutir las condiciones de paz. Antíoco tema planes para la reconquista de los territorios que se habían segregado en la parte oriental de su reino, y era importante lograr un arreglo en la frontera con Egipto. La condición básica de los judíos, naturalmente, fue el levantamiento total de la prohibición que pesaba sobre su práctica religiosa. El rey la concedió, y los judíos quedaron en libertad de practicar su religión ancestral. A esta concesión siguieron inmediatamente la purificación del templo del culto idólatra que en él se había instalado, y su rededicación al culto del Dios de Israel practicado durante siglos. La dedicación del templo a fines del 164 a.C. (que a partir de entonces se conmemora en la fiesta de Janucá; cf. Jn. 10.22) probablemente no se consideró entre las condiciones para la paz, pero en sí puede haberse aceptado como un “hecho consumado”.

Pronto se comprendió, sin embargo, que Judas y sus hermanos y seguidores no se contentarían con haber obtenido la libertad religiosa. Al lograr este éxito por las armas, continuaron su lucha para obtener la independencia política. A la dedicación del templo siguió la fortificación de la zona del monte del templo, en frente de la ciudadela de Acra (* Jerusalén, IV), guardada por una guarnición de tropas reales. Judas envió bandas armadas a Galilea, la Transjordania, y otras regiones en las que había comunidades judías aisladas, y las llevó de vuelta a la seguridad de las partes de Judea que estaban controladas por sus fuerzas.

El gobierno seléucida no podía ignorar una sucesión tal de actos hostiles, y se enviaron nuevas fuerzas contra Judas, que cayó luchando en la primavera del 160 a.C. Durante un tiempo pareció que su causa estaba perdida, pero los acontecimientos favorecieron a sus sucesores. Especialmente la muerte de Antíoco IV en 164 a.C., a la que siguió un largo período de guerra civil intermitente en el imperio seléucida, entre rivales al trono y sus respectivos seguidores. Jonatán, el hermano de Judas que tomó su lugar como jefe de las fuerzas insurgentes, esperó hasta que los tiempos fueron propicios y luego, por procedimientos diplomáticos, obtuvo rápidos y extraordinarios éxitos. En 152 a.C. Alejandro Balas, que aspiraba al trono seléucida por ser hijo de Antíoco IV (es difícil evaluar la validez de esta pretensión) autorizó a Jonatán a mantener su propia fuerza militar en Judea, y lo reconoció como sumo sacerdote de los judíos, a cambio de su promesa de apoyo.

Antíoco IV había comenzado su intervención en los asuntos religiosos judíos, que llevaron a la revuelta de los asmoneos, deponiendo y nombrando sacerdotes judíos a su arbitrio, desafiando así las costumbres ancestrales. Ahora un asmoneo aceptó el sumo sacerdocio de manos de un hombre cuya autoridad para otorgarlo se basaba en su condición de hijo y sucesor de Antíoco IV. ¡Allí quedaron los elevados ideales que habían conducido a la lucha!

Los grupos de judíos piadosos que prestaron su apoyo a los asmoneos en un momento en el que parecía que solamente su poder militar podía devolverles la libertad religiosa se habrían contentado con la obtención de esta meta, pero ahora se mostraron cada vez más críticos de las ambiciones dinásticas de los asmoneos. Pero nada les disgustó más que la asunción del sumo sacerdocio por parte de los asmoneos. Algunos se negaron a legitimar a un sumo sacerdote que no proviniera de los sadoquitas, y esperaban el día en que uno de los hijos de Sadoc oficiara nuevamente en un templo purificado (* Mar Muerto, Rollos del). A una rama de la familia de Sadoc se le permitió fundar un templo judío en Leontópolis, en Egipto, y establecer allí el oficio de sumo sacerdote; pero los ası̂ḏı̂m que tenían algún respeto por la ley no podían aceptar un templo ubicado fuera de la tierra de Israel.

En 143 a.C. Jonatán fue capturado y ejecutado por uno de los rivales al trono seléucida, pero su hermano Simón ocupó su lugar, y los judíos obtuvieron completa independencia del yugo gentil. Esta independencia se otorgó mediante un edicto del rey seléucida Demetrio II en mayo de 142 a.C. por el cual se liberó a los judíos de la obligación de pagar tributo. Simón añadió a este éxito diplomático la reducción de los últimos vestigios del poder seléucida en Judea: la fortaleza de Gazara (Gezer) y la ciudadela de Jerusalén. Demetrio se encontraba en medio de una expedición contra los partos, y en consecuencia no podía llevar a cabo acción alguna contra Simón, aun cuando lo hubiera querido. Simón fue honrado por sus agradecidos conciudadanos judíos por la libertad y la paz que les había asegurado. En una reunión de la asamblea popular judía en septiembre de 140 a.c. se decretó, en consideración a la acción patriótica de este jefe y sus hermanos, su nombramiento como etnarca o gobernador de la nación, comandante en jefe del ejército, y sumo sacerdote hereditario. Simón dejó esta triple autoridad a sus descendientes y sucesores.

Simón fue asesinado en Jericó en 134 a.C. por su yerno Tolomeo, hijo de Abubus, quien aspiraba a obtener el poder supremo en Judea. Pero el hijo de Simón, Juan Hircano, hizo fracasar los planes del asesino, y aseguró su propia posición como sucesor de su padre.

El rey seléucida Antíoco VII, que había tratado de volver a imponer su autoridad en Judea durante los últimos años de Simón, consiguió imponer tributo a Juan Hircano durante los primeros años de su reinado. Pero la muerte de Antíoco VII en lucha contra los partos en 128 a.C. significó el fin del dominio seléucida sobre Judea.

VII. La dinastía asmonea

En el séptimo año de Juan Hircano se estableció firmemente el estado independiente de Judea, 40 años después de que Antíoco IV aboliera su antigua constitución como estado-templo autónomo dentro del imperio. La devoción de los ası̂ḏı̂m, el genio militar de Judas, y la habilidad de Simón como estadista, junto con la creciente división y debilidad del gobierno seléucida, había permitido a los judíos ganar más (según todas las apariencias externas) de lo que habían perdido a manos de Antíoco IV. No es de extrañar, entonces, que generaciones posteriores hubieran visto los primeros años de independencia bajo Juan Hircano como una especie de edad de oro.

Fue durante la época de Juan Hircano cuando se produjo la ruptura final entre la mayor parte de los ası̂ḏı̂m, y la familia de los asmoneos. Juan se ofendió por las objeciones a su posición de sumo sacerdote y rompió con ellos. A partir de entonces figuran en la historia como el partido de los *fariseos, aunque no se sabe con seguridad si adquirieron este nombre (heb. perûšı̂m, ‘los separados’) debido a su separación de la antigua alianza con los asmoneos, como frecuentemente se ha supuesto. Se mantuvieron en oposición al régimen durante 50 años. Los líderes religiosos que apoyaron el régimen y compusieron el consejo nacional en la misma época se conocen como *saduceos.

Juan Hircano aprovechó la creciente debilidad del reino seléucida para extender su propio dominio. Una de sus primeras acciones después del establecimiento de la independencia judia fue invadir el territorio samaritano y sitiar Samaria, que resistió un año pero fue finalmente ocupada y destruida. También se capturó Siquem y se demolió el santuario samaritano en el mte. Gerizim. Los samaritanos pidieron ayuda al rey seléucida, pero los romanos le advirtieron que no debía interferir. Los asmoneos, en una etapa temprana de su lucha, habían conseguido un tratado de alianza con los romanos que Juan había renovado.

En el S de su reino Juan luchó contra los idumeos, los conquistó y los obligó a aceptar la circuncisión y adoptar la religión judía. Redujo las ciudades griegas en la Transjordania e invadió Galilea.

Su sucesor Aristóbulo I (104–103 a.C.) continuó su obra y obligó a los subyugados galileos a aceptar el judaísmo, como había hecho su padre con los idumeos.

Según Josefo, Aristóbulo asumió el título de “rey” en lugar del de “etnarca”, con el que se habían contentado su abuelo y (según creemos ahora) su padre, y llevó una diadema sobre su cabeza como símbolo de su condición real. Sin duda esperaba de esta manera ganar prestigio entre sus vecinos galileos, aunque en sus monedas se lo designaba, en lenguaje más aceptable para sus súbditos judíos, “Judá, el sumo sacerdote”.

Aristóbulo murió (quizás de tisis) después de reinar un año, y fue sucedido por su hermano Alejandro Janeo (103–76 a.C.), que se casó con su viuda, Salomé Alejandra. Difícilmente podríamos imaginar un sumo sacerdote menos apropiado que Janeo. Ejercía su oficio sagrado en ocasiones de gran ceremonia, y lo hacía en forma tal que ofendía deliberadamente los sentimientos de muchos de sus súbditos más religiosos (especialmente los fariseos). Pero la ambición principal de su reinado fue la conquista militar. Su política le produjo muchos reveses, pero al final de su reinado había reconquistado el control de prácticamente todo el territorio que había sido israelita en las grandes épocas de la historia nacional, pero a un costo ruinoso para todo lo que tenía algún valor en la herencia espiritual de su pueblo.

Las ciudades griegas en la costa del Mediterráneo y en la Transjordania fueron los blancos favoritos de sus ataques; les puso sitio y las conquistó una por una, mostrando por su despiadado vandalismo cuán poco le importaban los verdaderos valores de la civilización helenistica. El modelo de su modo de vida fueron los más crudos principillos helenísticos del Asia occidental. La hostilidad de muchos de sus súbditos judíos contra él llegó a tales proporciones que, cuando sufrió una desastrosa derrota a manos de una fuerza nabatea en Transjordania en 94 a.C., se rebelaron y aun lograron la ayuda del rey seléucida Demetrio III. Pero otros súbditos judíos de Janeo, a pesar de que no lo querían, se sintieron heridos en su patriotismo ante el espectáculo de los que habían pedido ayuda a un rey seléucida en su revuelta contra un miembro de la familia de los asmoneos, y, en consecuencia, se prestaron voluntariamente para ayudar en la causa de su hostilizado rey, permitiéndole así sofocar la revuelta y poner en fuga a los contingentes seléucidas. Durante mucho tiempo se recordó con horror el salvajismo con que Janeo se vengó de los jefes de la revuelta (entre los que evidentemente había fariseos prominentes).

Janeo dejó el poder a su viuda, Salomé Alejandra, la que lo ejerció como reina durante nueve años. Otorgó el sumo sacerdocio a su hijo mayor, Hircano II. En un aspecto importante cambió fundamentalmente la política de sus predecesores; cultivó la amistad de los fariseos, y durante todo su reinado escuchó su consejo.

A su muerte en 67 a.C. se produjo una guerra civil entre los que apoyaban a sus dos hijos, Hircano II y Aristóbulo II, en su pretensión de asumir el poder supremo en Judea. Aristóbulo era un típico príncipe asmoneo, ambicioso y agresivo; Hircano era un cero a la izquierda fácilmente manipulado por los que apoyaban su ambición en sus propios intereses, entre los cuales se destacó el idumeo Antípater, cuyo padre había sido gobernador de Idumea bajo Janeo.

Los romanos pusieron fin a la lucha civil entre los dos hermanos y sus respectivos seguidores en 63 a.C., en circunstancias que significaron el fin de la corta independencia de Judea bajo los asmoneos.

VIII. La supremacía romana

En 66 a.C. el senado y el pueblo romano enviaron a su más brillante general de la época, Pompeyo, para llevar a buen fin la guerra intermitente contra Mitrídates, rey del Ponto, que había formado su propio imperio en el O del Asia con las tierras del decadente reino seléucida y los estados vecinos. No le llevó mucho tiempo a Pompeyo derrotar a Mitrídates (que huyó a la Crimea y se suicidó allí); pero una vez hecho esto se vio en la necesidad de reorganizar la vida política del Asia occidental. En 64 a.C. anexó Siria como provincia romana, y fue invitado por varios grupos políticos del estado judío a intervenir también en sus asuntos y poner fin a la guerra civil entre los hijos de Janeo.

Gracias a la astuta evaluación de la situación por parte de Antípater, el grupo que favorecía a Hircano se mostró dispuesto a colaborar con Roma, y Jerusalén abrió sus puertas a Pompeyo en la primavera de 63 a.C. Sin embargo, el templo, que estaba fortificado separadamente y en manos de los seguidores de Aristóbulo, resistió tres meses de sitio antes de ser tomado por las fuerzas de Pompeyo.

Judea se convirtió así en tributaria de Roma. Se vio privada de las ciudades griegas que habían conquistado y anexado los reyes asmoneos, y los samaritanos se liberaron del control judío. Hircano fue confirmado como sumo sacerdote y jefe de la nación; pero tuvo que conformarse con el título de “etnarca”, porque los romanos se negaron a reconocerlo como rey. Antípater continuó apoyándolo, resuelto a explotar esta nueva situación para su propio provecho, situación que (debemos reconocerlo) fue beneficiosa para Judea en buena parte.

Vez tras vez Aristóbulo y su familia trataron de rebelarse contra Roma para tomar el poder en Judea. Durante muchos años, sin embargo, fueron infructuosas estas tentativas de rebelión. Los sucesivos gobernadores romanos mantuvieron firme el control de Judea y Siria, debido a que estas provincias constituían ahora la frontera oriental del imperio romano, tras las cuales estaba el imperio rival de los partos. Podemos valorar la importancia estratégica de esta zona por la cantidad de figuras de primera magnitud en la historia romana que desempeñaron algún papel en la historia de Judea en estos años: Pompeyo, que la anexó al imperio; Craso, quien, como gobernador de Siria en 54–53 a.C. saqueó el templo de Jerusalén y muchos otros templos en Siria mientras recolectaba fondos para una guerra contra los partos, hasta que fue derrotado y muerto por ellos en Carrán en 53 a.C.; Julio César, que se convirtió en amo del mundo romano después de derrotar a Pompeyo en Farsalo en 48 a.C.; Casio, líder de los asesinos del César, quien como procónsul de Siria desde 44 a.C. resultó financieramente opresivo para Judea; Antonio, que dominó las provincias orientales del imperio después de haber derrotado, junto con Octavio, a los asesinos de César y sus seguidores en Filipos en 42 a.C.; y luego Octavio mismo, que derrotó a Antonio y Cleopatra en Accio en 31 a.C., y a partir de entonces gobernó solo el mundo romano como emperador Augusto. Durante toda esta época de vicisitudes, por las guerras civiles y externas de Roma, Antípater y su familia adoptaron la firme política de apoyar al principal representante del poder romano en el E en todo momento, quienquiera fuese y cualquiera fuese el gruyo que representase en el estado romano. Julio Cesar, en particular, tenía razones para estar agradecido por el apoyo de Antípater cuando se encontraba rodeado en Alejandría durante el invierno de 48–47 a.C., y otorgó privilegios especiales, no sólo a Antípater mismo, sino también a los judíos en general.

La confianza que los romanos depositaron en la familia de Antípater quedó evidenciada especialmente en 40 a.C., cuando los partos invadieron Siria y Palestina y permitieron que Antígono, el último hijo sobreviviente de Aristóbulo II, recuperara el trono de los asmoneos y sirviera como rey y sumo sacerdote de los judíos. Hircano II fue mutilado a fin de que no estuviera en condiciones de convertirse nuevamente en sumo sacerdote. Antípater ya había muerto, pero aun así se trató de capturar y liquidar a su familia. Uno de sus hijos, Fasael, fue capturado y muerto, pero Herodes, el más capaz de los hijos de Antípater, huyó a Roma, donde el senado lo nombró rey de los judíos, a instancias de Antonio y Octavio. Se trataba ahora de recuperar Judea de manos de Antígono (a quien dejó tranquilo el comandante romano en Siria cuando fueron expulsados los invasores partos), y gobernar según los intereses de Roma como “amigo y aliado”. La tarea no era fácil, y su realización en 37 a.C., cuando Jerusalén fue capturada después de un sitio de tres meses, le significó a Herodes una mala voluntad tan profunda por parte de sus nuevos súbditos, que de ninguna manera se pudo quitar. Antígono fue encadenado y enviado a Antonio, quien lo hizo ejecutar. Herodes trató de legitimar su posición ante los judíos casándose con Miriamne, princesa asmonea, pero este casamiento le trajo aun más problemas en lugar de mejorar su posición.

La posición de Herodes fue precaria durante los primeros seis meses de su reinado. Aunque Antonio era su amigo y protector, Cleopatra deseaba incorporar Judea al reino de ella, como habían hecho sus antecesores tolemaicos, para lo cual trató de explotar su influencia sobre Antonio. La eliminación de Antonio y Cleopatra en 31 a.C., y la confirmación de Herodes como rey por el conquistador Augusto le trajeron alguna tranquilidad externa, pero nunca pudo lograr la paz interna, ni en su círculo familiar ni en sus relaciones con el pueblo judío. A pesar de ello gobernó Judea con mano firme, sirviendo los intereses de Roma aun con mayor celo que el que hubiera tenido un gobernador romano. (Para mayores detalles sobre su reinado, * Herodes, 1.)

Cuando murió Herodes en el 4 a.C. su reino fue dividido entre tres hijas. Arquelao gobernó Judea y Samaria como etnarca hasta el 6 d.C.; Antipas gobernó Galilea y Perea como tetrarca hasta el 39 d.C.; Felipe recibió como tetrarquía el territorio al E y al NE del mar de Galilea que su padre había pacificado para beneficio del emperador, y la gobernó hasta su muerte en 34 d.C. (* Herodes, 2, 3; * Felipe, 2.)

Antipas heredó buena parte del talento político de su padre, y continuó la ingrata tarea de promover la causa de Roma en la tetrarquía y regiones vecinas. Arquelao, en cambio, tenía la brutalidad de su padre pero no su genialidad, y pronto llevó a sus súbditos al punto de pedir al emperador romano que lo relevara para evitar una revuelta. Efectivamente, Arquelao fue destituido y expulsado, y su etnarquía se transformó en provincia romana del 3º grado. A fin de poder evaluar la porción de tributo anual al tesoro imperial, el gobernador de Siria, *Cirenio, ordenó un censo en Judea y Samaria. El censo provocó el levantamiento de *Judas el galileo; y si bien fue sofocado, sus ideales se mantuvieron vivos en el grupo conocido como los *zelotes, que afirmaban que el pago del tributo al César, o cualquier otro gobernante pagano, era un acto de traición al Dios de Israel.

Después del censo, Judea (como se llamó a la provincia de Judea y Samaria) recibió un prefecto como gobernador. Estos funcionarios eran nombrados por el emperador, y estaban sujetos a la supervisión general de los gobernadores de Siria. Los primeros prefectos romanos usaron el privilegio de nombrar al sumo sacerdote de Jerusalén, privilegio que desde el fin de la dinastía asmonea había sido ejercido por Herodes, y posteriormente por Arquelao. Los prefectos vendían el oficio sagrado al mejor postor, y naturalmente su prestigio religioso era muy bajo. En virtud de su alta investidura, el sumo sacerdote presidía el *sanedrín, órgano que administraba los asuntos internos de la nación.

De los primeros prefectos el único cuyo nombre resulta conocido es Poncio *Pilato, cuyo carácter severo y empecinado están registrados en las obras de Josefo y Filón, esto sin hablar del papel que le cupo en la narración neotestamentaria. La construcción por él de un nuevo acueducto para ofrecer una mejor provisión de agua a Jerusalén y el templo es ilustrativa de los beneficios materiales del dominio romano, mientras que su violación de los escrúpulos religiosos de los judíos, debido a su insistencia en sufragar los gastos de esa obra con los fondos sagrados del templo, nos muestra un aspecto del dominio romano que en buena parte fue responsable de la revuelta del 66 d.C., o sea la insensibilidad de muchos de sus gobernadores con respecto al sentimiento de la población.

Durante un corto período, entre 41 y 44, Judea disfrutó de un oportuno alivio de la administración de los procuradores romanos. Herodes Agripa I, nieto de Herodes el Grande y Mariamne, a quien el emperador Cayo había dado como reino la antigua tetrarquía de Felipe en 37 d.C. (aumentada por la adición de Galilea y Perea en 39 d.C., después de la destitución y el exilio de Antipas), recibió en el año 41 d.C., y como posteriores ampliaciones de su reino, Judea y Samaria de manos del emperador Claudio (* Herodes, 4). Debido a que era descendiente de los asmoneos (por la rama de Mariamne) gozó de popularidad con sus súbditos judíos. Pero su súbita muerte en 44 d.C., a la edad de 54 años, significó que la provincia de Judea (que ahora incluía Galilea y Samaria) volvió a quedar bajo gobernadores romanos, ahora llamados procuradores, debido a que el hijo de Agripa, Agripa el Menor (* Herodes, 5) era demasiado joven para que se le confiara la responsabilidad real de su padre. Se hizo una concesión al sentimiento judío, sin embargo: el privilegio de nombrar al sumo sacerdote, que Agripa había heredado de los prefectos que lo precedieron, no pasó a los procuradores subsiguientes sino a su hermano Herodes de Calcis, y luego (a la muerte de ese Herodes en 48 d.C.), a Agripa el Menor.

IX. Fin del segundo estado judío

Durante los aproximadamente 20 años siguientes a la muerte de Herodes Agripa I, los problemas se multiplicaron en Judea. El pueblo en general resistió la imposición de procuradores después de un breve gobierno por un rey judío; y los procuradores mismos poco hicieron para apaciguar los sentimientos de sus súbditos judíos. Se produjeron varios levantamientos provocados por seudos mesías, tales como *Teudas, que fue muerto por un destacamento de caballería que mandó el procurador Fado (44–46 d.C.), o por zelotes religiosos como Jacobo y Simón (dos hijos de Judas el galileo), crucificados por el procurador siguiente, Tiberio Julio Alejandro (46–48 d.C.). El hecho de que Alejandro fuese un judío renegado de una ilustre familia judía de Alejandría no contribuyó a hacerlo popular ante los judíos de Judea.

Durante las procuraciones de Fado y Alejandro Judea sufrió los efectos del hambre que registra Hch. 11.28. Josefo narra cómo Helena, la reina madre de Adiabena, al E del Tigris, compró granos en Egipto e higos en Chipre en esa época para ayudar al pueblo de Judea, que sentía los efectos de dicho azote. La familia real de Adiabena estaba compuesta por los prosélitos judíos más distinguidos del período; algunos de ellos llegaron a luchar en las filas judías en la guerra contra Roma en 66 d.C.

Bajo la procuración de *Félix la irritación popular creció en toda Judea. Félix se dedicó enérgicamente a librar a la provincia de las bandas insurgentes, y la severidad de las medidas adoptadas contra ellas logró cierto éxito temporario, pero enemistaron a grandes porciones de la población, a cuyos ojos los insurgentes no eran criminales sino patriotas.

Durante los últimos años de la procuración de Félix se produjeron violentos disturbios entre los habitantes judíos y gentiles de Cesarea, originados en una disputa por privilegios cívicos. Félix envió a los dirigentes de ambos grupos a Roma para que el emperador decidiera el asunto, pero a su vez él mismo fue llamado y remplazado por Festo (59 d.C.). La disputa de Cesarea se decidió a favor de los gentiles, y el resentimiento de los judíos ante la decisión, junto con la maliciosa explotación de su victoria por parte de los gentiles, fue uno de los factores que determinó la explosión del 66 d.C.

*Festo fue un gobernador relativamente justo y moderado, pero murió a cargo de sus funciones en 62 d.C., y sus dos sucesores, Albino y Floro, le hicieron el juego a los extremistas antirromanos por su persistente ofensa del sentimiento religioso y nacional judío. Lo que colmó la medida fue el sacrilegio de Floro al apropiarse de 17 talentos que pertenecían al templo. Esto provocó un desorden que fue sofocado con gran derramamiento de sangre. Los elementos moderados de la nación, ayudados por Agripa el Menor, aconsejaron mesura, pero el pueblo no estaba con ánimo de escucharlos. Los judíos cortaron las comunicaciones entre la fortaleza Antonia y los atrios del templo, y el capitán del templo, que era el jefe del grupo que favorecía la guerra en Jerusalén, renunció formalmente a la autoridad imperial dando por terminado el sacrificio diario por el bienestar del emperador.

Los hechos escaparon entonces al control de Floro, y ni siquiera la intervención de Cestio Galo, gobernador de Siria, con fuerzas militares más poderosas que las de Floro, surtió efecto. Galo tuvo que retirarse, y su ejército sufrió fuertes bajas en el curso de su retirada a través del paso de Bet-horón (noviembre del 66 d.C.).

Este éxito, tal como lo veían los judíos insurgentes, los llenó de falso optimismo. Les pareció que la política de los extremistas había sido vindicada, y que Roma no podía hacerles frente. Toda Palestina se colocó en pie de guerra.

Pero Vespasiano, a quien se encargó sofocar la revuelta, hizo su trabajo en forma metódica. En el 67 aplastó la rebelión en Galilea. No obstante, algunos de los jefes de la revuelta galilea escaparon a Jerusalén, aumentando así la revuelta interna que asoló la ciudad durante sus últimos años y meses. En el verano del 68 Vespasiano mismo se estaba aproximando a Jerusalén cuando le llegó la noticia de la destitución y muerte de Nerón en Roma. La guerra civil resultante en el corazón del imperio dio nuevas esperanzas a los defensores de Jerusalén; desde su punto de vista parecía que Roma y el imperio estaban al borde de la disolución, y que la quinta monarquía profetizada por Daniel estaba a punto de establecerse sobre sus ruinas.

Vespasiano observó la evolución de los acontecimientos en Roma desde Cesarea. El 1 de julio del 69 d.C. fue proclamado emperador en Alejandría por el gobernador de Egipto (el mismo judío apóstata Alejandro que anteriormente había sido procurador de Judea); Cesarea y Antioquía rápidamente siguieron el ejemplo de Alejandría, y de la misma manera procedieron los ejércitos destacados en la mayor parte de las provincias orientales. Vespasiano retornó a Roma para ocupar el trono imperial, dejando a su hijo Tito para que completara el aplastamiento de la revuelta en Judea. A fines del 69 d.C. toda la Judea había sido subyugada, a excepción de Jerusalén y de tres baluartes frente al mar Muerto.

Jerusalén fue atacada en la primavera de 70 d.C. En mayo la mitad de la ciudad se encontraba en manos de los romanos, pero sus defensores rehusaron aceptar los términos de rendición. El 24 de julio se ocupó la fortaleza Antonia; doce días más tarde cesaron los sacrificios diarios en el templo, y el 29 de agosto el santuario fue incendiado y destruido. Cuatro meses más tarde toda la ciudad estaba en manos de Tito. Fue completamente arrasada, excepto una parte del muro occidental, con tres torres del palacio de Herodes, que sirvió de cuartel general a la guarnición romana. El último centro de resistencia que se sofocó fue la casi impenetrable fortaleza de Masada, al SO del mar Muerto, en la que un grupo de zelotes resistió hasta la primavera del 74 d.C., y luego se suicidaron en masa antes de ser capturados.

Judea se reconstituyó como provincia bajo su propio legado imperial, directamente responsable ante el emperador, y de ninguna manera subordinado al legado imperial de Siria; a diferencia de los procuradores, los legados imperiales de Judea contaban con fuerzas de legionarios bajo su mando. El antiguo impuesto del templo, que los judíos de todo el mundo pagaban para el mantenimiento de la casa de Dios en Jerusalén, siguió recolectándose, pero ahora se empleaba para el mantenimiento del templo de Júpiter en el monte Capitolino en Roma.

Con la desaparición del sanedrín y de la Jerarquía del templo tal como estaban organizados hasta ese momento, la principal autoridad interna de la nación judía pasó a manos del nuevo sanedrín de rabinos, dirigido primero por Yohanán ben Zakkai, maestro de la escuela de Hillel. Este tribunal religioso ejerció el control por medio de las sinagogas, y comenzó la tarea de codificar el tradicional cuerpo legal oral, que hacia fines del ss. II d.C se convertiría en la Misná. En buena parte se debió a la acción de Yohanán ben Zakkai y sus colegas y sucesores el que la identidad nacional y religiosa de Israel sobreviviera la destrucción del templo y el segundo estado judío en el 70 d.C. (* Talmud y Midrás).

Véase tamb. * Judá.; * Arqueología; * Sacrificio; * Ley, etc., y los artículos sobre reyes y lugares individuales.

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F.F.B.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico