MAGISTERIO

Ensenanzas oficiales de la Iglesia de Cristo, con el deber y autoridad que le fueron concedidos por Cristo en Mat 16:19, Mat 18:18, Mat 28:19-20. Mar 16:15.

– Quien oye a la Iglesia, oye a Cristo; quien la desprecia, desprecia a Cristo> Luc 10:16, Mat 10:40.

– Pedro debe confirmar a los hermanos en la fe, Luc 22:32.

– Pedro, y sus sucesores, los Papas, tienen el deber de pastorear las ovejas y corderos de Cristo, ¡”mis ovejas”, “mis corderos”!, Jua 21:15-17.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

[265]

Ministerio confiado por Cristo a la Iglesia al mandar a los Apóstoles “Id y enseñad a todas las naciones”. (Mt. 28.19 y Mc 16.15). Ordinariamente se alude al término de “magisterio” para referirse a las enseñanzas ordinarias y extraordinarias de los Papa, de los concilios y de los Obispos en el ejercicio de su ministerio docente.

El magisterio extraordinario es el que se realiza de forma solemne y con ocasiones especiales: un Concilio, una Encí­clica singular, una condena solemne. Lo normal es la enseñanza de cada dí­a. (Ver Iglesia. Autoridad)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
 
Existen cuestiones controvertidas y abundante literatura en relación con cada uno de los aspectos del magisterio, o autoridad para enseñar, especialmente su fundamentación escriturí­stica, su historia y sus competencias actuales, incluyendo los >concilios, la >infalibilidad, los >teólogos y el > disenso.

Dentro del mismo Nuevo Testamento hay algunas palabras que tienen que ver con los orí­genes de la enseñanza con autoridad, como didaskó (enseñar), kéryssó (proclamar o anunciar), euaggelizomai (dar buenas noticias) y sus afines, a las que podrí­an añadirse katékéo (enseñar de palabra, Gál 6,6), paradosis (tradición, lCor 11,2), paideuó (enseñar/ educar, Tit 2,12). Hay que tener presente también que por debajo de la visión que las comunidades neotestamentarias tienen de los maestros y de su enseñanza subyace la conciencia de haber recibido el Espí­ritu Santo. Desde C. H. Dodds los exegetas han solido distinguir entre predicación y enseñanza (kérygma/didaché), pero la diferencia no deberí­a subrayarse excesivamente, ya que la Buena Noticia incluye a ambas.

Pablo rara vez se describe a sí­ mismo como maestro (cf, sin embargo, ICor 4,17), prefiriendo el tí­tulo de “apóstol”. Insiste en la “verdad del evangelio” (Gál 2,5.14) y en la enseñanza recibida (Rom 16,17) como normativa. Conoce a los maestros (ICor 12,28) y a los que enseñan (Rom 12,7), pero los exegetas no se ponen de acuerdo en qué es lo que los distingue de los >profetas, que aparecen delante de ellos en las listas paulinas (ICor 12,28; Rom 12,6-7; cf Ef 4,11).

En algunas cartas hay fórmulas catequéticas o himnos que los exegetas consideran ejemplos de tradiciones anteriores (cf 1Cor 11,2 con 11,23-25; 15,3-7; F1p 2,5-11; cf 2Tim 2,1 1-13). En otras cartas paulinas encontramos referencias a tradiciones (paradoseis) que deben mantenerse (2Tes 2,15) y al misterio de Cristo que es enseñado (Col 1,25-28; cf Ef 4,21). En las cartas pastorales el término “enseñanza” (didaskalia) es muy común (15 veces de un total de 21 en todo el Nuevo Testamento), y el autor, “Pablo”, se describe como heraldo (kéryx), apóstol y maestro (2Tim 1,11; cf 3,10). Se muestra gran interés por la recta enseñanza, y Timoteo y Tito desempeñan una función a este respecto (1Tim 4,11. 13.16; 2Tim 3,16; 4,2; Tit 2,7), al igual que los jefes de la comunidad (ITim 3,2; Tit 1,9), todo lo cual es obra del Espí­ritu. “Se desprende además de estas cartas la referencia a una transmisión de doctrina, supuestamente de Pablo a Timoteo y Tito, y de estos a los episkopoi”.
La postura de los evangelios sinópticos sobre la enseñanza es compleja. Jesús es considerado claramente como el Maestro, con un mensaje de buenas noticias que incluyen no sólo su enseñanza sino también sus milagros (cf Mc 1,14-15.27). Podemos considerar que los tres evangelios tienen por objetivo lo que Lucas se proponí­a hacer para Teófilo: mostrar el fundamento firme para lo que ha de enseñarse en las Iglesias (cf Le 1,4). Por otro lado, el final de Mateo recoge una promesa del Señor resucitado de estar con sus once discí­pulos cuando estos difundan la enseñanza que él les ha transmitido (Mt 28,18-20), lo que es signo de continuidad entre la enseñanza de Jesús en su ministerio público y la proclamación posterior de la Iglesia. Pero no tenemos datos suficientes para comprender la situación de la comunidad de Mateo que condujo a la prohibiciónde los tí­tulos, especialmente el de “rabí­”, por haber sólo un único maestro (didaskalos, 23,8-10).

En He 1,1 Lucas resume el evangelio como un relato de “todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio”. Su segundo volumen pretende mostrar la expansión de la Iglesia por medio de la predicación y la enseñanza de los apóstoles y de Pablo. Una de las cuatro caracterí­sticas principales de la comunidad primitiva es precisamente su escucha de la enseñanza (didaché) de los apóstoles (2,42). Hay alguna alusión a cierta posición oficial de los “profetas y maestros” en Antioquí­a (13,1). No está claro cómo podrí­an distinguirse en Hechos la predicación de la enseñanza; ambas podrí­an designarse como “ministerio de la palabra” (6,4). En la Carta de Santiago, que puede datar aproximadamente de la época de los Hechos, encontramos una advertencia contra la aspiración a convertirse en maestros y contra el peligro de caer en errores (Sant 3,1-2); el maestro parece desempeñar cierto papel oficial.

Los escritos joánicos muestran a Jesús como Maestro (Jn 1,38; 11,28; 13,13-14) y lo presentan enseñando en varias ocasiones (cf Jn 6,59). Pero su enseñanza es aquí­ lo que ha recibido del Padre (Jn 7,16-17; 8,28). Los discí­pulos a su vez enseñarán el mensaje de Jesús bajo la guí­a del Espí­ritu (Jn 14,26; 16,13). Se hacen también referencias a un carisma de la verdad que protegerí­a a la comunidad de los falsos maestros (1Jn 2,26-27), pero la aparente ausencia de maestros oficiales probablemente condujo al colapso de la comunidad joánica
Como en otras áreas (por ejemplo la del ministerio) también en torno a la enseñanza encontramos en el Nuevo Testamento cierto pluralismo, si bien con tendencia en los libros posteriores (aparte de los libros joánicos) a subrayar la enseñanza impartida por personas que ocupan un cargo oficial. Tras el perí­odo del Nuevo Testamento la función de enseñar fue asumida en gran medida por los >obispos, desarrollo quizá insinuado en Ef 4,11, donde pastores y maestros se unen en el artí­culo definido griego tous. Maestros no ordenados como >Justino, sacerdotes como >Orí­genes y Jerónimo, y diáconos como Efrén, serí­an más tarde reconocidos como maestros en la Iglesia. Pero tenemos que reconocer que la aceptación universal por parte de la Iglesia en el siglo III y en siglos posteriores de la autoridad magisterial de los obispos como un elemento perteneciente a la norma misma de la fe de la Iglesia, constituye un argumento apodí­ctico en favor de que tal desarrollo se debe a la providencia divina, o es de >derecho divino. A esta evolución contribuyó el problema de la herejí­a o enseñanza no ortodoxa, que llevó a plantearse la cuestión: ¿dónde hay que buscar la verdad?. La respuesta será: en las Iglesias apostólicas y en el testimonio de sus obispos.

Cuando examinamos el uso del término “magisterio”, encontramos una complicada evolución. La palabra magister designaba a un jefe en cualquier situación, y magisterium se referí­a a la jefatura. Hasta la Edad media se usó para designar distintas formas de ejercicio de la autoridad en la Iglesia, de las cuales la enseñanza serí­a sólo una. En el perí­odo escolástico santo Tomás recoge la distinción entre el oficio magisterial pastoral (magisterium cathedrae pastora lis) y el oficio magisterial del maestro de teologí­a (magisterium cathedrae magistralis). Además de significar el ejercicio de la potestad de enseñar, la palabra “magisterio” se usaba también desde tiempos de Cipriano para designar lo enseñado. Pero no serí­a hasta la década de 1820, empezando por los canonistas alemanes, cuando la palabra “magisterio” asumirí­a en buena medida su significado moderno, a saber, el cuerpo jerárquico que tiene autoridad para enseñar. A partir de 1835 la palabra aparece en los documentos papales con este significado, que pronto se hizo general. En los primeros siglos la autoridad que hací­a que una enseñanza fuera aceptada como vinculante procedí­a de la verdad de la enseñanza y su conformidad objetiva con la fe apostólica; ahora, en cambio, se considera que la autoridad deriva del oficio de la persona que enseña: “Para valorar la verdad de una proposición habí­a que mirar ante todo quién la decí­a, y no, como en los tiempos de León Magno, qué se decí­a”. En el >Vaticano I encontramos la palabra en el sentido del oficio y de la actividad de la enseñanza, así­ como la distinción entre “juicio solemne y magisterio ordinario y universal”. La idea de que “el magisterio” designa al mismo tiempo la función o actividad jerárquica de enseñar y el cuerpo de pastores responsables de ella, es frecuente en Pí­o XII y después en Pablo VI22. Otro desarrollo importante de los últimos dos siglos ha sido la aparición del binomio “Escritura y magisterio” donde la teologí­a anterior habrí­a pensado en “Escritura y tradición” (>Tradición).

La respuesta al magisterio varí­a según que este sea infalible (Infalibilidad) o no: en el primer caso la respuesta ha de ser un acto irrevocable de fe; en el segundo caso, en cambio, no puede ser incondicional. J. R. Dione ha mostrado cómo el Vaticano II ha modificado doctrinas anteriores de la Iglesia en cuestiones tales como la situación de las religiones no cristianas, las relaciones Iglesia-Estado, la >libertad religiosa y la pertenencia a la Iglesia. La historia muestra que ha habido también enseñanzas que han dejado después de ser vinculantes: por ejemplo, Mortalium animos de Pí­o XII, reformado por el Decreto sobre ecumenismo del Vaticano II.

Serí­a extremadamente insensato atender sólo a las enseñanzas infalibles, descuidando las declaraciones no infalibles del magisterio: gran parte de la vida de la Iglesia, por ejemplo, en la liturgia, la doctrina papal y el derecho canónico, está sustentada y enriquecida por documentos que no están dentro de la estrecha categorí­a de enseñanzas infalibles. Una importante declaración de la jerarquí­a alemana en 1967 sobre las enseñanzas no infalibles apunta a que la orientación provisional sobre asuntos doctrinales y morales es al mismo tiempo valiosa y necesaria; la autoridad falible en la Iglesia es, como norma general, verdadera gracias a la ayuda del Espí­ritu Santo, y sólo en unos pocos casos ha sido errónea. Un ejemplo importante de magisterio no infalible es el de la enseñanza auténtica del obispo en su propia diócesis (LG 25).

Una dificultad se presenta a la horade interpretar la palabra latina authenticus y otros términos afines. Generalmente se traduce por “auténtico”. Pero F. A. Sullivan ha mostrado que la traducción correcta deberí­a ser “autorizado” (authoritative). En DV 10 leemos que la tarea de interpretar la palabra de Dios authentice corresponde sólo al magisterio. Dado que evidentemente muchos exegetas interpretan la Biblia de manera esmerada y veraz, authentice no puede significar aquí­ “auténticamente”, en el sentido de “verdadera, genuinamente”, sino que ha de significar “de manera autorizada”. Una interpretación verdadera de un exegeta o de un teólogo reclama asentimiento en virtud sólo de los argumentos aducidos; en cambio, una interpretación “autorizada” reclama asentimiento por su procedencia del magisterio.

El Vaticano II señala la respuesta que es preciso dar en el contexto de las enseñanzas no infalibles: se pide el sometimiento religioso de la voluntad y la mente (religiosum voluntatis et intellectus obsequium, LG 25). No serí­a exacto, como algunos han hecho, describir la respuesta como “debido respeto”. La interpretación de Sullivan parece juiciosa: “Se podrí­a resumir lo que se pide de la libre voluntad diciendo que uno está obligado a renunciar a toda actitud de obstinación en la propia opinión, y a adoptar una actitud de docilidad hacia la enseñanza del papa”. La obstinación habrí­a de entenderse como cerrazón de la propia mente, como negativa a escuchar sinceramente la enseñanza oficial. La docilidad reclama una actitud abierta ante la enseñanza, “haciendo todo lo posible por apreciar las razones en su favor y convencerse de su verdad, facilitando así­ el propio asentimiento intelectual”.

El texto del Vaticano II señala algunos criterios para comprender el sentido y la intención de las palabras del papa, con el fin de adherirse sinceramente a sus juicios. Son el carácter del documento, la repetición frecuente de la misma doctrina y el modo de hablar del papa (LG 25). Pero el asunto es complicado por el hecho de que magisterio significa más que enseñanza del papa, y otros organismos dentro de la Iglesia pueden exigir la aceptación de sus declaraciones. L. Orsy propone una lista de órganos magisteriales no infalibles, sin intención de ser exhaustivo: pronunciamientos no infalibles del papa (puede ser la proclamación de una verdad; una opinión teológica en proceso de desarrollo); declaración de un organismo de la Santa Sede, con la aprobación especí­fica del papa (que de este modo la hace suya); declaración de un organismo con la aprobación general (por la que el papa no respalda con su autoridad el núcleo de la doctrina); una gran variedad de pronunciamientos, que pueden proceder de sí­nodos episcopales, conferencias u obispos en particular (todos los cuales han de sopesarse y valorarse de acuerdo con el contenido y las circunstancias)”. Algo de la docilidad reclamada para con las enseñanzas del papa es debido a este tipo de declaraciones: es menester acercarse a ellas de manera positiva, con el deseo de aprender y de dejarse convencer. Pero no se puede pretender que todas ellas se consideren del mismo modo, siendo absolutamente necesaria una hermenéutica de los textos (>Disenso).

Hay que observar que en el Vaticano II la Comisión doctrinal, al presentar LG 25, consideró la posibilidad del disenso, afirmando que en tales casos debí­an seguirse los autores de teologí­a reconocidos.

En tiempos de la Reforma los protestantes insistieron mucho en el principio de la “sola Escritura”, reduciendo al mí­nimo la autoridad magisterial. En tiempos recientes hay entre los luteranos, los reformados y los anglicanos una conciencia cada vez mayor acerca del papel desempeñado por la autoridad magisterial.

Aparte de la cuestión del disenso, hay otros asuntos prácticos y teológicos de considerable importancia para la vida de la Iglesia relacionados con el magisterio. El magisterio tiene una doble función: proclamar la verdad y condenar el error. En una época determinada puede predominar una u otra. La relación del magisterio con la historia, la tradición y la Escritura como su norma última ha de quedar siempre clara. El magisterio no es la única fuente de la verdad en la Iglesia: el sensus fidelium (>sensus fidei/sensus fidelium) constituirá siempre un testimonio importante de cara a la verdad (LG 12, 35). Quienes enseñan con autoridad no deben confiar sólo en la potestad jurí­dica que poseen; tienen la obligación de presentar la verdad con argumentos claros y convincentes, de modo que los fieles a quienes va dirigida la enseñanza se adhieran a ella con facilidad”. En este sentido hay que hacer una consideración en relación con la historia reciente. Antes del Vaticano II la enseñanza papal se presentaba en un estilo romano, siguiendo una forma romana de hacer teologí­a. El concilio descubrió un lenguaje nuevo, vivo, a un tiempo bí­blico, patrí­stico, tradicional y transcultural de presentar sus doctrinas. Una vez que los obispos se dispersaron al finalizar el concilio, la enseñanza del Vaticano ha corrido de nuevo el peligro de volver a su antigua forma. Ha tendido a presentar sólo una de las varias teologí­as posibles, y en un lenguaje que con frecuencia enturbia el mensaje que se quiere transmitir. La solución reside en parte en las conferencias episcopales y en los teólogos, que deben traducir estas enseñanzas a las situaciones locales. Se hace necesaria, por otro lado, una amplia consulta tanto para la elaboración como para la edición de los documentos más importantes.

En la relación entre el magisterio y los >teólogos puede surgir un problema si no se maneja con cuidado un texto de la Humani generis de Pí­o XII; en él afirma el papa que el magisterio “debe ser para todo teólogo (la) norma próxima y universal de la verdad”. Si se aplica con demasiada rigidez, este principio puede conducir fácilmente a la anulación de la interacción creativa entre el magisterio y la teologí­a; a veces esta interacción puede dar lugar a correcciones en lo que acaso haya sido una enseñanza inadecuada, o claramente incorrecta, de los maestros autorizados. Por otro lado, el magisterio no es norma universal de la verdad en el sentido común de la palabra “universal”. Hay otras muchas fuentes normativas para la teologí­a, por encima de todo la Escritura, la liturgia y los Padres (>Fuentes de la teologí­a). Es esencial que los teólogos permanezcan siempre en diálogo con el magisterio, aun cuando esto pueda reclamar a vecesuna crí­tica al mismo tiempo respetuosa y honrada. En cierto sentido el teólogo está al servicio del magisterio, interpretando y desarrollando sus doctrinas. Pero el teólogo está, más aún, al servicio de la revelación y de la tradición, reinterpretando creativamente el mensaje cristiano en una cultura y un tiempo determinados. Es necesario resistir la tendencia de algunos autores a hablar de un magisterio de los teólogos. No existe ningún magisterio paralelo. El papa y los obispos tienen autoridad para enseñar en nombre de Cristo, autoridad que brota de su peculiar participación en el oficio profético (cf LG 25); la única autoridad con que cuentan los teólogos es la que le dan sus conocimientos y su competencia.

El Código de Derecho canónico dedica su tercer libro a “La función de enseñar de la Iglesia” (CIC 747-833). El tema es tratado también detenidamente en el Código de las Iglesias orientales. Aunque el derecho latino se ocupa del magisterio en una serie de cánones importantes (CIC 748-756), establece también normas sobre la instrucción catequética (CIC 773-780), la labor misionera o evangelizadora de la Iglesia (CIC 780-792), la educación católica a todos los niveles (CIC 793-821). Comparado con el Código de 1917, el Código de 1983 concede un papel importante a los laicos en la función de enseñar de la Iglesia, aun cuando estos, como los sacerdotes, no participen en el magisterio oficial. Se ha dicho, sin embargo, que el Código no recoge toda la riqueza del Vaticano II.

[Las formas básicas del magisterio, a partir de los recientes desarrollosexpresados en la carta apostólica Ad tuendam fidem (18 de mayo de 1998) y en los documentos de la Congregación para la doctrina de la fe (CDF) relacionados con ella (Professio Fidei de 1989, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo de 1990 y la Nota doctrinal ilustrativa de 1998), pueden sintetizarse así­:
1. Magisterio solemne: define una doctrina a través de un Concilio o una definición “ex cathedra”, como dogma infalible perteneciente al “depósito de la fe” y, por tanto, referido al objeto primario y directo de la Revelación. El asenso requerido es la fe teologal (assensus fidei theologalis), es decir, debe creerse como divinamente revelado.

2. Magisterio ordinario y universal definitivo: pronunciamientos de forma definitiva, y también infalible (cf LG 25), sobre aquellas verdades que son necesarias para guardar y exponer fielmente el depósito de la fe, aunque no sean propuestas como formalmente reveladas. Se trata de verdades que tocan el objeto secundario e indirecto de la Revelación. El asenso requerido es firme y definitivo (assensus firmus et definitivus).
3. Magisterio auténtico (no definitivo): su valor se discierne a partir de los tres criterios enumerados por LG 25: “que se deducen principalmente del tipo de documento, o de la insistencia en la doctrina propuesta, o de las fórmulas empleadas”. Dentro de esta forma de magisterio se presentan dos modalidades: 1) declaraciones no definitivas que apoyan la verdad de la palabra de Dios y que conducen a una mayor comprensión de la Revelación: el asentimiento requerido en”un sometimiento religioso (obsequium religiosum) de la voluntad y la inteligencia”; 2) aplicaciones prudenciales y contingentes de la doctrina, especialmente en materia de disciplina: la adhesión requerida es el “sometimiento sincero” (voluntas sinceri obsequii)
Nota sobre el magisterio ordinario y universal definitivo: Esta forma de magisterio se basa en la formulación de LG 25 que trata de la enseñanza de “los obispos cuando incluso dispersos por el mundo, pero en comunión entre sí­ con el sucesor de Pedro, enseñan… una sentencia como definitiva (tamquam definitive tenendam), entonces proclaman infaliblemente (infallibiliter) la enseñanza de Cristo”. Ahora bien, estas verdades pueden ser de naturaleza diversa según sea su conexión con la revelación, ya por razón de su “relación histórica” o ya por razón de su “conexión lógica”
Así­ pues, estas verdades, en cuanto aportan al “depósito de la fe” elementos no revelados o aún no reconocidos expresamente como tales, aunque no se propongan como formalmente reveladas, tienen un carácter definitivo por razón de su conexión intrí­nseca con la misma verdad revelada. Se constata, así­, su perspectiva teológico-fundamental puesto que no es el grado de explicitación el que hace posible discernir su valor, ya que “la cualificación de las declaraciones pontificias no se mide por el grado de obligación de la respectiva doctrina, ni simplemente por su valor tradicional, sino, en principio, también por la explicitación con que a veces se presentan como aún pertenecientes a la revelación”.]
Una dificultad práctica plantea el enorme volumen de las enseñanzas papales, especialmente desde la época de Pí­o XII. Entre 1979 y 2001 >Juan Pablo II publicó casi treinta documentos capitales, además del nuevo Código y el Catecismo. Son tantos los documentos, muchos de ellos importantes por su mismo carácter, como las encí­clicas y las exhortaciones apostólicas, que no pueden asimilarse y, en consecuencia, no son recibidos ni dan fruto en la vida de la Iglesia.

[Anotemos un fenómeno relativamente reciente de lo que algunos han venido a llamar como “teologí­a del magisterio”, a imagen de la calificada en su tiempo como “teologí­a del Denzinger” —fruto de un uso superficial, ingenuo e irreflexivo del Denzinger—. Se trata de una cierta teologí­a que se centra tan sólo en la norma próxima del magisterio, ignorando o marginando el estudio directo de la norma suprema que es la palabra de Dios; convirtiéndose en la que se le ha venido a llamar ya como “teologí­a del magisterio” (A. Antón) o “magisterologí­a” (G. Alberigo), reducida al puro desarrollo o glosa de las principales verdades teológicas formuladas por el magisterio. En este caso la función del teólogo terminarí­a por ser englobada en la misión del anuncio de la Iglesia, restándole sólo la competencia de enseñar por delegación. En definitiva, se debe evitar una comprensión o definición de la teologí­a como de una mera derivación o glosa del magisterio, ya que el “lugar” de la teologí­a es la Iglesia, es decir, la congregatio fidelium, donde vive y sirve, y apuntar, por tanto, a un modelo de “cooperación” entre magisterio y teologí­a.

Esta situación se convierte aún en más problemática cuando se observa que la multiplicación en estos últimos años de documentos magisteriales de diverso alcance no siempre ha tenido resultados clarificadores, ya que tienen diverso valor gnoseológico —que no siempre las habituales presentaciones de la prensa subrayan suficientemente— (constituciones apostólicas, bulas, encí­clicas, exhortaciones, discursos…, cartas e instrucciones de Congregaciones romanas… cartas pastorales y documentos del propio obispo, de las conferencias episcopales…). Más aún cuando casi no hay ningún tema teológico significativo que no haya sido tratado por algún tipo de documento magisterial reciente. Tan sólo recientemente se ha afrontado el valor magisterial de las >conferencias episcopales con la carta apostólica Apostolos suos de 1998, que con todo, según el comentario de A. Antón “no ofrece novedades de relieve con respecto al status teológico de las conferencias episcopales”
Tal comprensión, con todo, no es la auspiciada por diversos documentos e intervenciones eclesiales autorizadas recientes. Ya Pablo VI en un discurso emblemático al Congreso Internacional sobre la “teologí­a del Concilio” subrayaba que “la teologí­a adquiere, de modo reflejo, una inteligencia siempre más profunda de la palabra de Dios, contenida en la Sagrada Escritura y transmitida fielmente por la tradición viva de la Iglesia bajo la guí­a del magisterio, y busca clarificar la enseñanza de la Revelación ante las instancias de la razón y le da una forma orgánica y sistemática”, cumpliendo, con esto, un doble servicio: una traducción ad extra y una interpretación ad intra.
En esta lí­nea se situaba también el documento de la Comisión Teológica Internacional (CTI) de 1976 sobre Magisterio y teologí­a; al tratar de la función propia de la teologí­a subrayaba que esta debí­a situar “la doctrina y las tomas de posición del Magisterio en la sí­ntesis de un contexto más amplio” y recogí­a la afirmación conciliar según la cual “las investigaciones y los descubrimientos recientes de las ciencias, como los de la historia y la filosofí­a, suscitan cuestiones nuevas que exigen a los teólogos nuevas investigaciones” (GS 62).

Por otro lado, el documento de la CTI de 1988 sobre “La interpretación de los dogmas” daba este atinado consejo: “Serí­a deseable que el magisterio eclesiástico, para que no desgastara innecesariamente su autoridad, hiciera, cada vez, claros los diversos modos y grados de obligatoriedad de sus declaraciones” (II, 3). Seguramente como respuesta implí­cita a este consejo se puede situar la instrucción sobre La vocación eclesial del teólogo de 1990, que expone cuatro niveles de autoridad doctrinal en orden descendente (nn 15-17), con su adhesión correspondiente (nn 23s). En la presentación de este último documento precisamente el cardenal J. Ratzinger aportaba una afirmación de fuerte contenido: “la teologí­a no es simple y exclusivamente una función auxiliar del magisterio; es decir, no se debe limitar a recoger los argumentos de lo que es afirmado en el magisterio. En tal caso magisterio y teologí­a se aproximarí­an a la ideologí­a, para la cual se trata tan sólo de conquista y de mantenimiento del poder”.

Quizá la reflexión más matizada y lúcida sobre este punto se deba al teólogo G. Colombo, que poco después de la publicación del documento citado de la CTI, sobre La interpretación de los dogmas, en el cual tomó parte por ser miembro de la comisión, publicó un artí­culo en pro del magisterio. En él, después de fundamentar su importancia eclesial, constataba, con todo, “un florecimiento exuberante de intervenciones magisteriales que corre él riesgo de provocar, como efecto perverso, una crisis de superproducción, cuyo resultado paradójico serí­a, en última instancia, el rechazo práctico de todas las intervenciones, condenadas de antemano al desinterés general por la imposibilidad objetiva de concederles la atención que requieren. El peligro que esto trae consigo es el de conocerlas sólo en la forma tendenciosa y sensacionalista de la prensa de opinión.

A su vez, tomando como referencia las recientes encí­clicas de Juan Pablo II (“fluenti come un immenso fiume che porta a valle insieme con gli insegnamenti magisteriali, esegesi ardite, meditazioni elevate, intuizioni folgoranti, insomma tutto ció che puó servire ad alimentare la vita del popolo di Dio”), subraya además que se está superando ampliamente “la idea de la encí­clica como texto privilegiado para el ejercicio del magisterio ordinario, tal como se habí­a establecido en nuestro siglo a partir de la Pascendi de Pí­o X, y esto conlleva una doble consecuencia, feliz la primera, pero incómoda la segunda. La primera trata de poder utilizar inmediatamente la encí­clica para la “edificación” espiritual-pastoral; la segunda es el no poder referirse inmediatamente al magisterio ordinario en el sentido estricto del término, ya que se exige una labor previa de discernimiento, precisamente para captar lo que debe considerarse vinculante y lo que se presenta simplemente en forma exhortativa. Por esto —concluye G. Colombo—, la autorizada indicación de la encí­clica Humani generis (1950) que, resolviendo una disputa teológica, incluí­a las encí­clicas en el magisterio ordinario, parece de hecho puesta en discusión, aunque sea por una ví­a inédita y en todo caso espera una clarificación”.

En efecto, conviene superar el binomio magisterio/teologí­a para articular el triángulo: pueblo de Dios/teologí­a/magisterio, en el que se manifieste claramente que la teologí­a existe al servicio de la Iglesia, está ordenada a la totalidad de los creyentes con los cuales coopera, descubriendo las virtualidades, la coherencia y la racionalidad del mensaje cristiano. Esta ordenación a la comunidad creyente es la raí­z de la singularidad de la vocación del teólogo y de su responsabilidad como servidor de sus hermanos en la fe de la Iglesia. Por esto se puede hablar de una relación de “pericoresis” (M. Seckler y A. Antón), en la cual el aporte propio de la teologí­a es la argumentación cientí­fica, y el aporte propio del magisterio es el testimonio de la fides Ecclesiae catholicae y, en última instancia, la decisión autoritativa, como “intérprete auténtico” (DV 10), estando ambos enraizados “in medio Ecclesiae”.

En este sentido el quehacer teológico deberá precisar mejor en sus explicaciones las afirmaciones del magisterio con una recuperación de las calificaciones teológicas. Ahora bien, dado que la teologí­a de estos últimos años ha ampliado sus géneros literarí­os no proclives a afirmaciones o proposiciones de certeza, sino más bien orientadas hacia formas más “narrativas” y “pastorales”, la articulación entre estos géneros literarios y las precisiones dictadas por el magisterio, que también está asumiendo estos nuevos géneros literarios (por ejemplo, el mismo Vaticano II que se plantea como concilio pastoral; las recientes encí­clicas y exhortaciones possinodales…), aparece como un quehacer no menor y delicado pero importante para que el magisterio no se banalice. Conscientes además de la gran utilidad que tiene el magisterio no infalible tanto para el anuncio más público y extendido de la fe como para el progreso propio de la teologí­a. Sobre Juan Pablo II se ha subrayado su significativa visión teológica” y, a su vez, los matices o aspectos novedosos que aparecen referidos especialmente a la misión eclesial y al ecumenismo.

En un reciente comentario con motivo de la Notificación de la Congregación para la doctrina de la fe sobre el libro del P. Jacques Dupuis, Hacia una teologí­a cristiana del pluralismo religioso (24 de enero de 2001), se precisa novedosamente sobre los diferentes géneros literarios del magisterio de esta forma: existe un género literario “expositivo-ilustrativo” (los documentos del Vaticano II, encí­clicas…); existe un género “exhortativo-orientativo” (para afrontar problemas de í­ndole espiritual y práctico-pastoral) y, finalmente, existe el género declarativo-afirmativo, tí­pico de los documentos de la Congregación para la doctrina de la fe, análogo al de los anteriores decretos doctrinales del Santo Oficio.

Y además se observa que “serí­a ciertamente erróneo considerar que el tono declarativo-afirmativo de la declaración Dominus lesus y de la presente Notificación marca una inversión de tendencia respecto al género literario y la í­ndole expositiva y pastoral de los documentos magisteriales del concilio Vaticano II y de otros documentos sucesivos. Sin embargo, serí­a igualmente erróneo e infundado considerar que, después del concilio Vaticano II, el género literario de tipo afirmativo-censorio debe ser abandonado o excluido en las intervenciones autorizadas del Magisterio… La declaración Dominus lesus, al igual que la presente Notificación, pretenden simplemente reafirmar determinadas verdades de la fe y de la doctrina católica, indicando el correspondiente grado de certeza teológica…” “.]

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

El servicio pastoral del Magisterio de la Iglesia

La predicación apostólica se expresó de modo especial por medio de los escritos del Nuevo Testamento (Escritura) y también se comunicó a la Iglesia de modo oral y por medio de ritos y costumbres (Tradición), siempre bajo la acción del Espí­ritu Santo. Este tesoro de enseñanzas queda en la Iglesia en cuanto comunidad de creyentes que celebra y vive los misterios de Cristo y en cuanto servicio magisterial por parte de los pastores, sucesores de los Apóstoles, para garantizar, bajo la acción del Espí­ritu Santo, el sentido de las enseñanzas evangélicas. “La Iglesia, con su vida y enseñanza, se presenta como “columna y fundamento de la verdad” (1Tim 3,15)” (VS 27).

El Magisterio de la Iglesia tiene el oficio de interpretar los contenidos de la Escritura y de la Tradición, es decir, el depósito de la fe, siempre “en nombre de Jesucristo” y “con la asistencia del Espí­ritu Santo” (DV 10). Es un servicio que enseña lo que se ha recibido de toda la historia de gracia desde Jesús y los Apóstoles, “lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente” (ibí­dem). Es la misión de enseñar recibida de Jesús (cfr. Mc 16,15; Mt 28,18; Lc 10,16). En toda época histórica, como en la Iglesia primitiva, la comunidad eclesial está pendiente de “la enseñanza de los Apóstoles” (Hech 2,42).

El magisterio del Sumo Pontí­fice es infalible “cuando, como supremo pastor y doctor de todos los fieles… proclama de una forma definitiva la doctrina de fe y costumbres” (LG 25; cfr. Mt 16,18; Jn 21,15-19). Entonces se habla de definición “ex cathedra”. El colegio de los obispos, “cuando, aun estando dispersos por el orbe, pero manteniendo el ví­nculo de comunión entre sí­ y con el sucesor de Pedro, enseñando auténticamente en materia de fe y costumbres, convienen en que una doctrina ha de ser tenida como definitiva, en ese caso proponen infaliblemente la doctrina de Cristo” (LG 25). Esta misma infalibilidad se realiza cuando “reunidos en concilio ecuménico (siempre con el Papa) y, como pastores y jueces de la fe y de las costumbres, declaran definitivamente para toda la Iglesia que ha de sostenerse una doctrina sobre la fe o las costumbres” (can. 749; cfr. LG 25).

Adhesión al Magisterio

La acción profética se realiza en la “predicación” y en el testimonio de la Iglesia, que todo fiel bautizado (cualquiera que sea su condición) recibe con espí­ritu de fe y debe manifestar en su vida. La Iglesia en su conjunto es infalible. “El Pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo… la totalidad de los fieles no puede equivocarse cuando cree” (LG 12). Pero la acción magisterial propiamente dicha tiene lugar por medio del magisterio del Sumo Pontí­fice y de los obispos. Puede ser magisterio solemne (definitorio) y ordinario. Este magisterio jerárquico, instituido por el Señor, garantiza la fe de los fieles. “Nunca puede faltar el asenso de la Iglesia por la acción del Espí­ritu Santo” (LG 25).

El asentimiento o adhesión se refiere principalmente a la doctrina revelada y definida por el Magisterio solemne o universal. Se aceptan los contenidos de la revelación tal como son proclamados por la Iglesia, también cuando derivan intrí­nsecamente hacia verdades que son preámbulo de la fe o también de orden moral. Entonces se da el asentimiento de fe.

Se ha de prestar un “asentimiento religioso de la voluntad y del entendimiento” también al Magisterio ordinario (LG 25; cfr. Lc 10,16). Esta es la forma más normal del servicio magisterial, señalando el significado de mensaje evangélico, indicando las exigencias espirituales y pastorales, así­ como los medios adecuados. Las expresiones técnicas (teológicas) de la fe son siempre mejorables, pero el contenido de la fe se expresa con garantí­a por medio del servicio magisterial como enseñanza “auténtica” (LG 25). El servicio de la reflexión teológica, cuando parte de la fe predicada en la Iglesia,se abre libremente, sin condicionamientos de escuela ni intereses partidistas, a todo el campo de la verdad revelada.

Contenidos y repercusión universal

En este servicio magisterial, la Iglesia es independiente de toda autoridad y poder humano, para cumplir un derecho y un deber recibido de Jesucristo. La enseñanza magisterial no sólo se refiere a los contenidos de los dogmas, sino también a los principios morales, a las derivaciones sociales y a todo aspecto de la vida humana que se relacione con la salvación en Cristo. Con ello se respeta la justa autonomí­a de las cosas creadas y de la sociedad, puesto que la enseñanza eclesial se refiere a los principios y derechos fundamentales, que son anteriores y superiores a toda autoridad y estructura humana, dejando los campos opcionales y opinables para la responsabilidad de individuos y comunidades humanas.

Las enseñanzas del Magisterio, especialmente cuando son vividas por la comunidad eclesial, son un signo del mensaje evangélico para todos los pueblos. Esta realidad eclesial indica la presencia de Cristo resucitado en la comunidad y en el corazón de los creyentes, como servicio y anuncio de la verdad evangélica, que es el fundamento de la libertad de los individuos y de las naciones.

Referencias “Ad Gentes”, encí­clicas misioneras, doctrina social de la Iglesia, “Evangelii Nuntiandi”, obispos, Papa, predicación, profetismo, “Redemptoris Missio”, teologí­a, Vaticano II.

Lectura de documentos LG 12, 25; DV 10; VS 27; CEC 84-87, 92-95, 888-892, 2032-2040; CIC 747-755.

Bibliografí­a AA.VV., El magisterio pontificio contemporáneo ( BAC, Madrid, 1991); AA.VV., Teologí­a y magisterio (Salamanca, Sí­gueme, 1987); AA.VV., Problemas y perspectivas de la teologí­a fundamental (Salamanca, Sí­gueme, 1982); D. PEREZ, El Magisterio de la Iglesia (Madrid 1972); K. RAHNER, Magisterio eclesiástico, en Sacramentum Mundi (Barcelona, Herder, 1972ss) IV, 382-398; J.Mª ROVIRA BELLOSO, El Magisterio, en Introducción a la teologí­a ( BAC, Madrid, 1996) cap. VIII; F.A. SULLIVAN, Il magistero della Chiesa Cattolica (Así­s 1986); J. WICKS, Scrittura, Tradizione e Magistero (Roma 1993).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

La afirmación de que existe una relación intrí­nseca entre el Magisterio de la predicación de la Palabra verdadera y la sucesión apostólica (cf 1 Tim 1,10; ~,6; 2 Tim 4,3; Tit 1,9) está en la base de la comprensión y de la justificación de un Magisterio en la Iglesia. Se trata del poder conferido por Cristo a los apóstoles y a sus sucesores de exponer, guardar y defender la doctrina de la revelación de forma auténtica, y en ciertos casos infalible, presentándola como objeto de fe para conseguir la salvación. Esta potestad de enseñanza es de institución divina, como se deriva de las palabras con que Cristo confí­a a los apóstoles la misión de evangelizar a las gentes: id y enseñad a todos los pueblos” (Mt 2-8,18), y también: “id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Mc 16,15). Por lo demás, la misma Iglesia primitiva es consciente de que el evangelio no es la doctrina de la comunidad entendida de manera distinta, sino que es la ” enseñanza de los apóstoles” (Hch 2,42), Así­ pues, los apóstoles constituyen el punto de referencia irrenunciable para conocer con certeza la palabra del Señor Y la verdad salví­fica.

Por consiguiente, es verdad que toda la Iglesia, globalmente entendida, vive de la verdad de Cristo Y es el sujeto portador y fiel de la revelación, que no puede engañarse en el creer; pero es igualmente verdad que la Iglesia es jerárquica por su misma naturaleza y que en ella la autoridad está relacionada con la sucesión apostólica y deriva su origen del propio Cristo, confiado al colegio de los apóstoles, después de la constitución del primado de Pedro (Mt 16,18; Jn 21,15ss), principio de unidad y pastor supremo y universal de la Iglesia, este Magisterio reside en los sucesores de Pedro y de los apóstoles, mediante la sucesión apostólica, garantizada por el sacramento del orden. A la luz de la enseñanza dogmática de la Iglesia, con especial referencia al Vaticano I (DS 3074) y al Vaticano II (LG 25), se pueden precisar ulteriormente el sujeto, las modalidades de ejercicio del Magisterio Y el objeto de la enseñanza magisterial
El sujeto del Magisterio es todo el colegio episcopal en unión con el papa y bajo su autoridad; este colegio expresa la continuidad con el colegio apostólico constituido por Cristo, y es sujeto de plena y suprema potestad sobre toda la Iglesia (LG 22). También el sucesor de Pedro es, por otra parte, sujeto y portador de la misma potestad (DS 3074; LG 22). Sin embargo, no hay que pensar que existan dos sujetos adecuadamente distintos, sino un solo sujeto magisterial, que actúa de dos maneras: o con un acto propiamente colegial, o con un acto del papa como cabeza del colegio.

El ejercicio del Magisterio puede expresarse de varias modalidades. Según la enseñanza de la Lumen gentium (n. 25), se pueden considerar tres modos de ejercicio del Magisterio, desde la perspectiva del sujeto que actúa:
– la enseñanza de los obispos dispersos en sus respectivas diócesis, en comunión entre ellos y con el papa; – la enseñanza del colegio episcopal, reunido en concilio; – la enseñanza del papa, en cuanto cabeza del colegio episcopal.

Esta enseñanza o Magisterio puede ser de dos tipos:
– Magisterio auténtico infalible, – Magisterio auténtico ordinario (no infalible).

El Magisterio auténtico infalible se expresa en tres modalidades especí­ficas:
– la primera modalidad se llama Magisterio extraordinario del concilio, que se realiza cuando todos los obispos unidos al papa proclaman de forma solemne y formal una doctrina como procedente de la revelación y que todas las Iglesias tiene que creer o retener definitivamente (LG 25); – la segunda modalidad es el Magisterio extraordinario del papa, que se realiza cuando el sumo pontí­fice proclama ex cathedra, es decir, solemnemente y con una declaración oficial, que una doctrina relativa a la fe o a la moral tiene que creerse o retenerse de modo definitivo por todos los fieles (DS 3074; LG 25). La definición del Vaticano I precisa que las definiciones dogmáticas del romano pontí­fice son “irreformables por sí­ mismas (ex sese) y no por el consentimiento de la Iglesia” (DS 3074). De esta forma se ha querido excluir la interpretación galicana, según la cual la verificación en el sentido jurí­dico del consentimiento al pronunciamiento dogmático tení­a que ser la condición previa para reconocer la verdad de la definición papal. Por tanto, no puede ser objeto de verificación por parte de instancias extrí­nsecas el cumplimiento de las condiciones de una definición dogmática. Pero esto no tiene que entenderse en el sentido de que la definición del papa ex cathedra no dependa de la fe de la Iglesia. A este propósito la Declaración Mysterium Ecclesiae de la Congregación para la doctrina de la fe enseña que el Magisterio se vale de la contemplación, de la experiencia espiritual y de la investigación de los fieles, que exploran la riqueza del depositum fidei; pero “su oficio no se reduce a ratificar el consentimiento ya expresado por ellos; más aún, en la interpretación y en la explicación de la Palabra de Dios escrita o transmitida, él puede llegar a exigir ese consentimiento ” (AAS, LXV, 1973, 399ss); – la tercera modalidad es el Magisterio ordinario universal, que se realiza cuando una doctrina de fe o de moral es enseñada constantemente por todos los obispos unidos al papa, dispersos por el mundo, sin que haya una proclamación solemne, sino con el convencimiento concorde y explí­cito de que transmiten una enseñanza verdadera y definitiva (LG 25).

El Magisterio auténtico ordinario (no infalible) es la forma común y más frecuente del ejercicio de la enseñanza magisterial. El carácter fundamental de esta enseñanza (del papa y de cada uno de los obispos) es que se trata de una enseñanza ” auténtica “, es decir, ejercida por la autoridad de Cristo (LG 25). Actúa y hace concreta en la comunidad del pueblo de Dios la autoridad intrí­nseca de la palabra divina, dado que la autoridad del Magisterio está al servicio de la Palabra de Dios (DV 10. LG 25). La tarea del Magisterio ordinario no es la de formular con precisión una verdad, sino la de guiar a la comprensión de los misterios de la salvación, la de indicar los medios de la acción pastoral y la de aplicar espiritual y vitalmente el mensaje de la fe. Esto explica por qué las indicaciones del Magisterio ordinario no son de suyo irreformables, sino que tienen a menudo un valor y un significado prudencial.

Pero estas dos formas de Magisterio, infalible u ordinario, no deben separarse ni dividirse más allá de lo debido. En efecto, expresan, a niveles distintos, pero unidos y relacionados entre sí­, la naturaleza de la enseñanza magisterial de la Iglesia. El Magisterio eclesiástico constituye un momento .avanzado y peculiar del camino de la Iglesia en la comprensión cada vez más plena de la verdad, pero precisamente por este motivo no totaliza este camino, sino que es el Magisterio ordinario el que representa el camino habitual mediante el cual se anuncia en la Iglesia la doctrina de la verdad.

El objeto de la enseñanza del Magisterio es la Palabra de Dios en toda su amplitud, es decir, la doctrina revelada que concierne a la fe y a las costumbres (DS 3018). La reflexión teológica distingue un objeto primero y otro secundario. El objeto primario comprende todo lo que Dios ha revelado con vistas a nuestra salvación (DV 11). El objeto secundario, aunque no ha sido directamente revelado por Dios, está sin embargo ligado í­ntimamente con los misterios de la salvación, de manera que no es posible un anuncio eficaz de éstos sin unas aclaraciones doctrinales del objeto secundario (DS 3015; 3017). Este objeto secundario se refiere a los preámbulos de la fe, a la ley moral natural, a los llamados “hechos dogmáticos “, como la legitimidad de un concilio, la validez de la elección papal, la canonización de los santos.

Si consideramos, por otra parte, más especí­ficamente el objeto de la enseñanza del Magisterio en relación con el grado de adhesión o de asentimiento al que el Magisterio vincula al pueblo cristiano, habrá que hacer esta triple distinción, tal como ha recordado recientemente la Professio fidei et iusiurandum (cf. AAS, LXXXI, 1989, 105).

Deben creerse como inspiradas por Dios las doctrinas contenidas en la Palabra de Dios escrita o transmitida, y proclamadas como tales por un acto solemne del Magisterio extraordinario o por el Magisterio ordinario universal. Se trata de las verdades de fe divina.

– Deben retenerse firmemente todas y cada una de las doctrinas que propone el Magisterio de manera definitiva. Se trata de doctrinas que el Magisterio enuncia, no como reveladas por Dios, pero a las que se debe un asentimiento definitivo, ya que están í­ntima y estrechamente relacionadas con la revelación (objeto secundario).

– Deben aceptarse con el obsequio religioso del entendimiento y de la voluntad las doctrinas que se refieren a materias de fe y de moral, que el Magisterio auténtico del papa y del colegio episcopal proponen de manera no definitiva. Se trata de una enseñanza sobre la fe y las costumbres que no pretende pronunciarse de modo definitivo sobre las cuestiones en discusión, pero que intenta ser orientativa y que, por tanto, obliga según el modo con que se propone tal enseñanza. El asentimiento que se exige no es de fe, ni tampoco es definitivo, sino religioso, mediante el cual uno se adhiere a esa enseñanza, sin excluir una maduración ulterior en la comprensión del problema ni una reforma eventual de la misma enseñanza.

Así­ pues, la misión del Magisterio es la de afirmar, en coherencia con la “naturaleza escatológica” propia del acontecimiento de Jesucristo, el carácter definitivo de la alianza salví­fica establecida por Dios por medio de Jesucristo con su pueblo, protegiéndolo de desviaciones y errores y garantizándole la posibilidad objetiva de profesar sin equivocaciones la fe auténtica, en todo tiempo y en las diversas situaciones históricas. El servicio a la verdad cristiana que rinde el Magisterio es un servicio a todos los fieles llamados a entrar en la libertad de la verdad que Dios ha revelado en Cristo y que, mediante la asistencia del Espí­ritu Santo, es guardada y profundizada por la Iglesia.

G. Pozzo

Bibl.: G. B. Sala, Magisterio, en DTI, III, 36 38; K. Rahner, Magisterio eclesiástico, en SM, 1V 382-398; M. LOhrer, Sujetos de la transmisión, en MS, 112, 625-669. AA. VV Teologí­a y magisterio, Sí­gueme, Salamanca ., 1987. D. Pérez, El Magisterio de la Iglesia, Madrid 1972; J Alfaro, La teologia y el Magisterio en R. Latourelle – G. O’Collins (eds.), problemas y perspectivas de teologia fundamental, Sí­gueme, Salamanca 1982.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

La palabra magisterium en latí­n clásico significaba el papel y autoridad de alguien que era “maestro” en cada una de las diversas aplicaciones del término: se podí­a ser “maestro” de un barco, de siervos, de un arte u oficio, así­ como “maestro de escuela”. Sin embargo, hacia la Edad Media, magisterium pasó a significar el papel y autoridad del profesor. El sí­mbolo tradicional de la autoridad magisterial era la silla; así­ santo Tomás podí­a hablar de dos tipos de magisterium: el de la silla pastoral del obispo y el de la silla profesoral del teólogo de universidad.

En el uso católico moderno, el término magisterium ha llegado a asociarse case exclusivamente al papel y autoridad magisteriales de la jerarquí­a. Un desarrollo aún más reciente es que el término “el magisterio” es a menudo utilizado para referirse no al oficio de enseñar como tal, sino al conjunto de hombres que tienen este oficio en la Iglesia católica, a saber: el papa y los obispos. En los documentos del concilio Vaticano II se encuentra el término usado en ambos sentidos. El concilio también describió varias veces el magisterio del papa y de los obispos como “auténtico”, y declaró que “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios ha sido encomendado únicamente al magisterio de la Iglesia” (DV 10). Es importante comprender que el término “auténtico”, tal como es utilizado aquí­, no significa “genuino” o “verdadero”, sino más bien “autorizado”, y especí­ficamente “dotado de autoridad pastoral o jerárquica”. El concilio no pretendí­a negar que los teólogos y exegetas puedan interpretar la palabra de Dios con la autoridad que su erudición les confiere: Lo que afirma es que solamente los pastores de la Iglesia han heredado el mandato que Cristo dio a los apóstoles de enseñar en su nombre con tal autoridad que aquel que les oye, oye a Cristo, y aquel que les rechaza rechaza a Cristo y a aquel que le envió (ef Lc 10,16).

1. FUNDAMENTO DE LA AUTORIDAD MAGISTERIAL DE LOS OBISPOS. La creencia católica de que los obispos han heredado el mandato de enseñar que Cristo concedió a sus apóstoles se expresa en las siguientes afirmaciones del Vaticano II: “Los obispos han sucedido, por institución divina, a los apóstoles como pastores de la Iglesia” (LG 20); “El cuerpo episcopal sucede al colegio de los apóstoles en el magisterio y en el régimen pastoral” (LG 22); “Los obispos en cuanto sucesores de los apóstoles, reciben del Señor la misión de enseñar a todas las gentes y de predicar el evangelio a toda criatura” (LG 24).

Estos asertos, obviamente, necesitan ser justificados por la evidencia sacada del NT y los documentos de la Iglesia primitiva. El espacio de este artí­culo nos permite sólo una breve indicación de cómo podrí­a hacerse esto. Deberí­an desarrollarse los siguientes puntos: a) los apóstoles recibieron de Cristo el mandato de enseñar en su nombre; b) ellos compartieron este mandato con otros a los que asociaron al ministerio. pastoral; c) el principio de sucesión de este mandato es ya operativo durante el perí­odo de la redacción del NT; d) la Iglesia de los. siglos II y ni reconocí­a a sus obispos como los legí­timos sucesores de los apóstoles en la autoridad magisterial.

Puesto que Cristo no dejó nada escrito, la fe cristiana depende completamente del testimonio de sus discí­pulos, y especialmente del testimonio de los doce hombres a los que Cristo habí­a elegido personalmente “para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14). Ser cristiano significa ser alguien que “crea en Cristo a través de su palabra” (cf Jn 17,20), porque, fuera del testimonio de los apóstoles, no conocerí­amos nadó de lo que Cristo dijo o hizo. Los evangelios nos dicen que estos hombres fueron enviados por Cristo resucitado con el mandato: “Predicad el evangelio. a toda criatura” (Mc 16,15); “haced discí­pulos mí­os en todos los pueblos… enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28,19s). Al cumplir este mandato, los apóstoles estarí­an autorizados para hablar en el nombre de Cristo, con la consecuencia de que “el que os recibe a vosotros me recibe a mí­, y quien me recibe a mí­ recibe a quien me ha enviado” (Mt 10,40).

El ejemplo más claro de cómo un apóstol compartí­a con sus colaboradores este mandato de enseñar se halla en las cartas pastorales, donde a Timoteo y Tito se les recuerda repetidamente su misión de maestros. A Timoteo se le dice: “Estas cosas has de recomendar y mandar” (1Tim 4,11). “Mientras llego, aplí­cate a la lectura, a la exhortación, a la enseñanza” (1 Tim 4,13). “Cuida de ti mismo y de lo que enseñas” (1Tim 4,16). “Exhorta con toda paciencia y con preparación doctrinal” (2Tim 4,2). I! a Tito, igualmente: “Tú, en cambio, predica lo que está conforme con la sana doctrina” (Tit 2,1).

El principio de sucesión en el mandato de enseñar es también evidente en las cartas pastorales; por ejemplo, en 2Tim 4,1-8, dondeestá claro que Timoteo debe proseguir este ministerio después de la muerte de Pablo. Es también evidente en las instrucciones dadas a Timoteo sobre la elección de los hombres para el papel de episkopos que sean “capaces de enseñar” (1Tim 3,2). Se le dice: “Y las cosas que me oí­ste a mí­ ante muchos testigos, confí­alas a hombres leales, capaces de enseñárselas a otros” (2Tim 2,2). A Tito se le instruye igualmente de que entre los requisitos de un hombre para ser elegido como presbí­tero está el de que sea “guardador fiel de la doctrina que se le enseñó, para que sea capaz de animar a otros y de refutar a los que contradicen” (Tit 1,9). Ideas parecidas se hallan en Hechos, donde el discurso de Pablo a los presbí­teros de la Iglesia de Efeso mira al tiempo que seguirá a la muerte de Pablo, cuando “se introducirán entre vosotros lobos crueles”. Entonces el papel de aquellos “a los que el Espí­ritu Santo ha constituido como episkopoi”será estar alerta para salvaguardar la fe del rebaño de la corrupción por obra de hombres que “enseñarán doctrinas perversas” (He 20,28-31). Aquí­ encontramos de nuevo el principio de sucesión en el mandato apostólico de enseñar ya operativo en la época del NT.

Es cierto que en el NT no encontramos la situación en la que el mandato de enseñar es detentado por un obispo en cada Iglesia local. La evolución desde la primitiva forma colegial de autoridad de la Iglesia local al episcopado histórico tuvo lugar durante el siglo II, con una rapidez que varí­a según las diferentes regiones. Muchas cosas de esta época permanecen oscuras; lo que realmente sabemos, sin embargo, es que hacia finales del siglo ii cada Iglesia era guiada por un solo obispo, asistido por presbí­teros y diáconos, y que los obispos eran reconocidos como los legí­timos sucesores de los apóstoles. La Iglesia cristiana aceptó a los obispos como los testigos autorizados de la tradición apostólica, con autoridad para formular el credo con el que la comunidad era congregada para profesar su fe. En otras palabras, la Iglesia entera reconocí­a la enseñanza de los obispos como normativa para su fe.

Ahora bien, es ciertamente un artí­culo básico de la fe cristiana que el Espí­ritu Santo mantiene a la Iglesia en la fe verdadera. Esto es una consecuencia de la definitiva victoria de Cristo y de su promesa de que el Espí­ritu de la verdad guiarí­a su Iglesia a la verdad completa (cf Jn 16,13). La Iglesia, que se mantiene por mediación divina en la verdadera fe, difí­cilmente podí­a haberse equivocado cuando determinó las normas de su fe. Si, pues, nuestra confianza en que el Espí­ritu Santo debe haber guiado a la Iglesia de los siglos ii y iii en su discernimiento de los escritos que iban a ser normativos para su fe justifica nuestra aceptación del NT como Escritura inspirada, tenemos la misma razón para confiar en que el Espí­ritu Santo debe haber guiado a la misma Iglesia de los siglos ii y iiI en el universal reconocimiento de sus obispos como los maestros autorizados cuyas decisiones sobre asuntos de doctrina serí­an normativas para su fe.

2. EL MAGISTERIO Y LA PALABRA DE Dios. La relación entre el magisterio y la palabra de Dios tal como se halla en la Escritura y la tradición viene explicada en el siguiente pasaje de la DV 10:
“El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado únicamente al magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo. Pero el magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espí­ritu Santo lo escucha devotamente, lo custodia celosamente; lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creí­do”.

Prácticamente, cada una de estas frases merece algún comentario. La autoridad del magisterio no es una autoridad por encima de la palabra de Dios, sino sobre sus interpretaciones humanas. Es una autoridad dentro de la comunidad de fe, que sirve a la unidad de la Iglesia en la profesión de la fe verdadera. La expresión “lo que ha sido transmitido” se refiere a todo el “depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia”. Es extremadamente significativo que el concilio diga que es a la Iglesia (y no precisamente al magisterio) a la que se le ha confiado todo el depósito de la palabra de Dios. Igualmente es “la Iglesia, con su enseñanza, su vida, su culto, (quien) conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree” (DV 8). Es ésta una saludable corrección de la noción que se halla en primitivos tratados sobre este tema, según los cuales el depósito de la fe fue confiado únicamente a los sucesores de los apóstoles y se transmite primariamente, si no exclusivamente, en la enseñanza oficial del magisterio.

La frase “lo escucha devotamente” nos dice que, antes de que puedan ser predicadores de la palabra, los obispos deben ser primero oyentes; y puesto que “el depósito sagrado de la palabra de Dios ha sido confiado a la Iglesia”, deben escuchar esta palabra en cuanto que ha sido transmitida en la fe, vida y culto de la Iglesia. Esto implicará “consultar a los fieles”, como señalaba Newman, y escuchar también a los exegetas y teólogos que dedican su vida a estudiar la palabra de Dios. La frase “lo custodia celosamente” sugiere la especial preocupación del magisterio: su función primaria no es penetrar en las profundidades de los misterios de la fe (la tarea de la teologí­a), sino más bien salvaguardar el inestimable tesoro de la palabra de Dios y defender la pureza de la fe de la comunidad cristiana. Realizan esta tarea “con la asistencia. del Espí­ritu Santo”. Aunque el Espí­ritu Santo habita en todos los fieles y “suscita y mantiene el sentido sobrenatural de la fe que caracteriza al pueblo en su conjunto (LG 12), los católicos creen que el sacramento de la ordenación episcopal, que confiere la función del magisterio pastoral, es una prenda divina de asistencia especial otorgada a los obispos en el cumplimiento de su oficio de enseñar. Aunque esta asistencia proporciona una garantí­a absoluta de la verdad de su enseñanza solamente en determinados casos especiales, nos da motivo de confianza en la fiabilidad de su enseñanza incluso cuando no es infalible.

3. DIVERSAS FORMAS DE EJERCICIO DEI. MAGISTERIO.. La primera distinción que hay que hacer es entre el ejercicio ordinario de la autoridad de enseñar y el extraordinario. El ejercicio extraordinario es la declaración de un “juicio solemne” (cf Vat. I: DS 3011), bien por parte de un concilio ecuménico o por un papa que habla ex cathedra, mediante la cual se define una doctrina. Definir una doctrina es comprometer a la Iglesia a sostener y enseñar este punto de doctrina de modo irrevocable, exigiendo un asentimiento absoluto a él por parte de todos los fieles. La ley canónica prescribe que ninguna doctrina debe entenderse como que ha sido definida a no ser que éste sea manifiestamente el caso (can. 749,3). Cualquier otro ejercicio de magisterio es ordinario. En este sentido técnico, los documentos del Vaticano II son ejemplos del magisterio ordinario, puesto que este concilio, aun cuando fue un acontecimiento histórico extraordinario, no pretendió definir ninguna doctrina. Debe señalarse que la distinción entre magisterio extraordinario y ordinario no se identifica con la distinción entre infalible y no infalible, ya que, bajo determinadas condiciones que se explicarán, la enseñanza ordinaria unánime de todo el colegio episcopal goza también de infalibilidad. A continuación describiremos en primer lugar los diversos casos del ejercicio ordinario no infalible de la función de enseñar.

Cada obispo; que es el pastor de una diócesis, tiene responsabilidad. y autoridad en lo que toca a la enseñanza de la doctrina cristiana en su diócesis. Ejerce esta responsabilidad mediante su propia enseñanza, sea oralmente o en cartas pastorales, y mediante su promoción de la sana doctrina en las instituciones catequéticas y educativas de su diócesis.

Desde el Vaticano II, los obispos vienen ejerciendo su función de enseñar reunidos en conferencias episcopales. Una conferencia episcopales la corporación. permanente, compuesta por todos los obispos de un paí­s o territorio, en el que ejercen su oficio pastoral conjuntamente. El Vaticano lI recomendó encarecidamente esta forma de colaboración regular entre todos los obispos de cada nación (CD 37), y Pablo VI hizo obligatoria la institución de tales conferencias (“AAS” 58 [ 1966], 774). Puesto que la enseñanza sobre asuntos de fe y moral forma obviamente parte del oficio pastoral de los obispos, un gran número de conferencias episcopales han publicado cartas pastorales o han realizado declaraciones de naturaleza doctrinal en estas últimas décadas. El Código de derecho canónico de 1983 sancionó este ejercicio de magisterio episcopal, estableciendo: “Los obispos que se hallan en comunión con la cabeza y los miembros del colegio, tanto individualmente como reunidos en conferencias episcopales o en concilios particulares, aunque no son infalibles en su enseñanza, son doctores y maestros auténticos de los fieles encomendados a su cuidado” (can. 753).

Los “concilios particulares” a los que se refiere este canon pueden ser o un “concilio plenario”, en el que toman parte todos los obispos de una conferencia episcopal, o un “concilio provincial” de obispos de una provincia eclesiástica (que consiste en una archidiócesis y las diócesis vecinas asociadas a ella). Las reuniones regulares de una conferencia episcopal no son concilios plenarios; pero la conferencia puede decidir, con la aprobación de- la Santa Sede, celebrar un concilio plenario, al que la ley canónica atribuye poderes más amplios de los que otorga a las reuniones regulares de la conferencia.

En años recientes han existido diferencias de opinión entre teólogos y canonistas sobre la autoridad de enseñar de las conferencias episcopales. Algunos sostienen que es únicamente cada obispo individual, y no las conferencias como corporación, quien tiene el “mandato de enseñar”. Otros insisten en que las afirmaciones doctrinales que han sido votadas y aprobadas por la asamblea de una conferencia episcopal llegan a los fieles de esa región con la autoridad de enseñar de la conferencia episcopal como tal, y no meramente con la autoridad de los obispos locales. Cualquiera que sea el caso jurí­dico, deberí­a reconocerse que la efectividad real de las afirmaciones doctrinales para ganar el asentimiento de los fieles no depende tanto de su autoridad estrictamente jurí­dica como de su autoridad moral, que puede medirse por la acogida que aquellos que están sujetos a esta autoridad estén dispuestos a darle. A este respecto, apenas se puede dudar de que los católicos atribuirán más autoridad a .una afirmación emitida tras plena deliberación por parte de toda la conferencia episcopal que a la emitida sólo por su obispo local. La autoridad moral de algunas afirmaciones doctrinales hechas por conferencias episcopales ha sido realzada por el hecho de que el propio documento., establece la clara distinción entre principios sobre los que se espera que todos los católicos estén de acuerdo, y propuestas concretas qué los obispos presentan como fruto de sus deliberaciones, pero acerca de las cuales están de acuerdo en que pueden existir legí­timas diferencias de opinión.

Como se ha mencionado, los documentos promulgados por el Vaticano II son también ejemplos del ejercicio ordinario de magisterio, puesto que el concilio no quiso definir ninguna doctrina. Sin embargo, aunque “ordinario”, éste es todaví­a un ejercicio de la suprema autoridad de enseñar de, todo el colegio episcopal junto a su cabeza, el papa. De ahí­ que, como el concilio declaró, todos los fieles están obligados a aceptar su doctrina, “según la mente del propio sagrado sí­nodo, que llega a conocerse o por el tema o por el lenguaje empleado, según las normas de interpretación teológica (ASS III/3, 10). Estas últimas frases apuntan a los diversos grados de fuerza vinculante que son propios de diferentes tipos de afirmaciones que se pueden encontrar en los dieciséis documentos del Vaticano II; serí­a un error dar igual peso a cada uno de ellos. Hay que contar con diversos grados de autoridad dentro de la categorí­a general del magisterio ordinario.

Lo que el Vaticano II dijo acerca de la autoridad de su propia enseñanza, lo dijo también acerca del ejercicio ordinario, no definitivo, del magisterio del romano pontí­fice. LG 25 declara: “Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del romano pontí­fice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente, ya sea por la í­ndole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo”.

El romano pontí­fice ejerce su autoridad ordinaria de enseñar en las encí­clicas papales, las exhortaciones apostólicas y otros documentos dirigidos a toda la Iglesia. Puede hacer esto también mediante su aprobación formal de afirmaciones doctrinales que son promulgadas por la Congregación para la doctrina de la fe.

La expresión “obsequio religioso” (o sumisión) de la cita anterior, tomada de LG 25, se usa para traducir el obsequium religiosum latino; sin embargo, otros prefieren traducir obsequí­ . um por la palabra respeto. En vista de la falta de acuerdo sobre la traducción apropiada del término latino, parece prudente no dar un sentido m demasiado fuerte a la palabra “sumisión” ni demasiado débil a la palabra “respeto”. O podrí­a utilizarse “sumisión” al hablar de la respuesta debida a la suprema autoridad de enseñar del papa y de todo el colegio episcopal, y “respeto” para la autoridad de un obispo individual, al menos cuando no es evidente que esté proponiendo lo que es ya la enseñanza común de todo el episcopado.

¿Cómo, pues, ha de entenderse el “obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento”? El término “religioso” se refiere al motivo que tienen los católicos para tal actitud, a saber: su reconocimiento de que el papa y el colegio de obispos tienen autoridad recibida de Cristo para enseñar asuntos de fe y moral en su nombre. Es “de la voluntad y del entendimiento” en el sentido de que, reconociendo la autoridad de enseñar de sus legí­timos pastores, los fieles católicos son llamados a aceptar de buen grado su enseñanza y hacerla suya. Esta buena disposición de la voluntad ejerce influencia sobre el juicio moviéndolo a asentir a la enseñanza, incluso más allá del lí­mite en el que la persona pudiera naturalmente encontrar convincentes las razones ofrecidas. Si alguien se ha formado ya una opinión sobre el tema en desacuerdo con la doctrina oficial, se le pide que haga un esfuerzo serio y prolongado para rechazar cualquier tendencia a la obstinación en esa opinión y convencerse a sí­ mismo de la verdad de la enseñanza oficial, de modo que sea capaz de adherirse a ella con un asentimiento interior sincero del entendimiento. Sin embargo, los manuales corrientes de teologí­a católica toman en cuenta el hecho de que una actitud de sumisión religiosa a la autoridad de enseñar no definitiva no siempre y en cada caso singular se traduce en asentimiento interior positivo a lo que se ha enseñado de este modo. Estos manuales autorizados reconocen que la falta de asentimiento interior a este tipo de enseñanza puede justificarse subjetiva, e incluso objetivamente, cuando, a pesar de los sinceros esfuerzos de otorgar un verdadero asentimiento personal, las razones que se oponen al particular punto de doctrina siguen siendo tan convincentes para el propio entendimiento que se es realmente incapaz de otorgarle un honesto asentimiento interior. La comisión teológica para el Vaticano II hizo referencia a esta enseñanza común de los teólogos católicos en la réplica a una enmienda propuesta por tres obispos, que habí­an invocado “el caso en el que una persona instruida, frente a una doctrina que no habí­a sido infaliblemente propuesta, no pudiera, por razones bien fundadas, dar su asentimiento interior” (ASS III/8, 88).

4. EL EJERCICIO INFALIBLE DEL MAGISTERIO ORDINARIO. Aunque ni un obispo individual ni el mismo papa hablan infaliblemente en el ejercicio ordinario de la autoridad de enseñar, el Vaticano II establece las condiciones en las que el magisterio ordinario de todo el colegio episcopal goza del don de la infalibilidad. Las condiciones son: que, mientras mantienen el ví­nculo de unidad entre sí­ y con el sucesor de Pedro y mientras enseñan autorizadamente sobre un tema de fe y moral, convengan en un solo punto de vista como el único que debe mantenerse definitivamente (LG 25). El caso contemplado es aquél en el que un punto doctrinal jamás ha sido solemnemente definido, pero es evidente que el papa y los obispos católicos de todo el mundo han estado de acuerdo en enseñar esta doctrina como algo que los católicos están obligados a mantener de una forma definitiva. Como ejemplo se podí­a mencionar la doctrina de la asunción de Nuestra Señora durante el siglo anterior a su definición como dogma. de fe por el papa Pí­o XII en 1950. Hay también artí­culos del “Credo de los apóstoles” que nunca han sido objeto especí­fico de una definición solemne, pero que son indudablemente propuestos por el magisterio universal ordinario como doctrina de la fe católica. Tal, por ejemplo, serí­a nuestra creencia en la “comunión de los santos”.

5. EL EJERCICIO EXTRAORDINARIO E INFALIBLE DEL MAGISTERIO. Hablamos aquí­ de los “juicios solemnes” mediante los cuales un concilio ecuménico o un papa definen una doctrina. Algunos ejemplos de tales actos en los tiempos modernos han sido la definición de la inmaculada concepción por el papa Pí­o IX en 1864, la definición de la infalibilidad del papa por el concilio Vaticano I en 1870 y la definición de la asunción de Nuestra Señora por el papa Pí­o XII en 1950. La creencia católica en la infalibilidad de estos actos solemnes del magisterio se basa en dos premisas: que todos los fieles están obligados a otorgar su total asentimiento de fe a dogmas que son proclamados como tales por el magisterio, y que haciéndolo así­ no serán inducidos a error en su fe. De esto se sigue que tales dogmas no pueden ser erróneos. Y puesto que ningún maestro meramente humano está inmune de cometer errores, correctamente se habla de un “carisma de infalibilidad”, es decir, un don de gracia, una obra del Espí­ritu Santo, el único que puede garantizar que esta enseñanza definitiva es necesariamente verdadera. Las definiciones solemnes son “irreformables”; no en el sentido de que su formulación es tan perfecta o incambiable que nunca pueda mejorarse, sino en el sentido de que el auténtico significado será siempre verdadero.

Cuando el Vaticano I declaró que las definiciones solemnes pronunciadas por el papa eran “irreformables en sí­ mismas y no en virtud de la opinión unánime de la Iglesia” (DS 3074), su intención era excluirla doctrina del galicanismo, que habí­a afirmado que las definiciones papales no serí­an irreformables a menos que fueran confirmadas por el episcopado (DS 2284). A1 rechazar la posición galicana, el Vaticano 1 no excluí­a, y no podí­a excluir, una dependencia real de las definiciones papales de la fe de la Iglesia. Pues el papa puede definir como dogma de fe solamente lo que está contenido en el depósito de la revelación, que “ha sido confiado a la Iglesia” (DV 10), y es “transmitido con su enseñanza, su vida, su culto” (DV 8). Puesto que el papa no tiene una fuente independiente de revelación, no puede definir un dogma de fe sin haber consultado de alguna forma real la fe de la Iglesia.- Sin embargo, no por eso se puede establecer que el consenso previo de todos los obispos o de los fieles es una condición que ha de verificarse absolutamente antes de una definición papal pues esto eliminarí­a la posibilidad de un acto decisivo del magisterio papal, que podrí­a ser necesario para conjurar una amenaza contra la unidad de la fe de la Iglesia, conseguir un consenso o restaurar el que se ha perdido.

6. EL CONTENIDO DE LA AUTORIDAD DE ENSEí‘AR. Tanto el Vaticano I como el Vaticano II han descrito el objeto de la enseñanza autorizada e infalible como “cuestiones de fe y moral”. Esto significa que los obispos y papas no pueden pretender hablar de manera autorizada, y mucho menos infalible, a no ser que el asunto acerca del que se pronuncian pertenezca a la creencia cristiana o a la práctica del modo de vida cristiano. Es importante observar que existen dos maneras de que algo pertenezca a este objeto: bien directamente, en cuanto contenidas formalmente en la palabra revelada de Dios, bien indirectamente, como algo en sí­ mismo no revelado, pero de tal manera relacionado con la verdad revelada que el magisterio no podrí­a defender o exponer alguna verdad revelada si no pudiera hacer afirmaciones absolutamente definitivas también acerca de este otro problema. Las cuestiones de fe y moral que están formalmente reveladas constituyen lo que se denomina el “depósito de la fe”; éste es el objeto primario de la autoridad de enseñar. Otras cosas que no están en sí­ mismas formalmente reveladas, pero sobre las que el magisterio necesita ser capaz de hablar de manera definitiva para defender o explicar alguna verdad revelada, constituyen el objeto secundario del magisterio. Sólo aquello que está en el objeto primario puede ser definido como “dogma de fe”; las cuestiones que caen dentro del objeto secundario pueden ser definidas como verdaderas, pero no como para ser creí­das con “fe divina”, es decir, fe dirigida a Dios en cuanto revelador.

Mientras que la infalibilidad del magisterio al definir cuestiones del objeto primario es un dogma de fe, la infalibilidad del magisterio con respecto al objeto secundario no es un dogma de la fe católica, sino una doctrina comúnmente sostenida por los teólogos católicos y confirmada por el magisterio ordinario (cf “AAS” 65 [1973] 401).

Una cuestión hoy muy discutida es si todas las normas de la ley moral natural caen dentro del objeto del magisterio infalible. Generalmente se está de acuerdo en que algunos de los principios y normas básicos de esa ley están también divinamente revelados y, en cuanto que pertenecen al objeto primario, podrí­an ser enseñados infaliblemente. No parece, sin embargo, que tal norma haya sido nunca definida solemnemente. No se discute si las cuestiones de la ley moral natural caen dentro de la competencia del ejercicio ordinario no infalible del magisterio. La cuestión sobre la que existen opiniones diferentes entre los teólogos católicos es si el magisterio puede hacer declaraciones definitivas e infalibles sobre cualquier cuestión perteneciente a la ley moral natural, relativa incluso a los complejos problemas modernos cuya solución no se encuentra en la revelación, sino que debe buscarse mediante la aplicación de la inteligencia humana a la búsqueda de la verdad moral con otras personas de buena voluntad, “a la luz del evangelio”, pero también “a la luz de la experiencia humana” (GS 46).

El primer punto a tener en cuenta en esta disputa es que si esas normas morales no están formalmente contenidas en la palabra revelada de Dios, sólo pueden pertenecer al objeto secundario de la enseñanza infalible. En ese caso podrí­an ser definidas por el magisterio con infalibilidad solamente si se demostrara que si el magisterio no pudiera emitir un juicio definitivo sobre tal materia, estarí­a incapacitado para defender o explicar alguna verdad formalmente revelada. El segundo punto es que, si el magisterio ha formulado un juicio infalible sobre una cuestión, ese juicio debe sostenerse como absolutamente definitivo e irreversiblemente verdadero. Muchos reputados teólogos católicos cuestionan que sea apropiado hablar de juicios absolutamente definitivos e irreversibles sobre este tipo de problemas. Argumentan que es difí­cil excluir la posibilidad de que la futura experiencia pudiera plantear un problema moral concreto dentro de un nuevo marco de referencia que exigirí­a una revisión dela norma que cuando fue formulada no pudo tener en cuenta esa nueva experiencia. Finalmente debe recordarse que la infalibilidad del magisterio con respecto a un tema no revelado no es un dogma de fe. Si el magisterio llegara a definir alguna vez una cuestión de esta naturaleza, a los católicos no se les pedirí­a hacer un acto de fe sobre esa definición, en el estricto y verdadero sentido del término, ni sobre la verdad de la proposición definida ni sobre la infalibilidad de la Iglesia al definirlo.

BIBL.: AA. V V., Les théologiens et l’Eglise, en “Les Quatre Fleuves” 12 (1980) 7-133; ALEARO J., La teologí­a y el magisterio, en R. LATOURELLE y G. O’CoLLINS (eds.), Problemas y perspectivas de teologí­a fundamental, Sí­gueme Salamanca 1982; BOYES J., Church Teachtng Authority in the 1983 Code, en “The Jurist” 45 (1985) 136170; CNIRICO P., Infalibility: The Crossroads of Doctrine, Kansas City 1977; CURRAN C. y MeCORMICK R. (eds.), The Magisterium and Morality (Readings in Moral Theology 3), Nueva York 1982; DULLES A., Lehramr und Unfehlbarkeit, en W. KERN , H.-J. POTTMEYER y M. SECRLER (eds.), Handbuch der FundamentalTheologie IV, Traktat Theologische Erkenntnislehre, Friburgo 1988, 153-178; LtSNRER M., El magisterio especial de !a Iglesia, en Mysterium Salutis I, 618-650; MoINCrJ. (ed.), Le magistére, institutions et fonctionnements, en “Rechercnhes de Science Religieuse” 71 (1983) 1-336; VRSY L., The Chureh, Learní­ng and Teachí­ng, Wilmington 1985; P07TMEYER H.J., Das Lehramt der Hirten und seine Ausübúng, en “ThPrQu” 128 (198Q) 336-348; RAHNER K., El magisterio de (a Iglesia, en Curso fundamental sobre la je, Barcelona 1979, 43648; SuuLmnN F.A., Mogisterium, Teaching Authority in the Catholic Church, Mahwah-Dublí­n 1983.

F.A. Sullivan

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental