MAL

v. Malo


tip, DOCT DIAB

ver, PECADO, DIABLO

vet, En todo tiempo y en todo lugar las personas reflexivas han sondeado “el problema del origen del mal”. La causa del pecado no se halla en Dios. El autor del mal es “una persona”. La tentación de Jesús es una prueba de ello (Mt. 4:11). La Biblia presenta a Satanás como un ser con una personalidad real (Jb. 1:6; Zac. 3:1; Lc. 10:18; Ap. 20:7; 2 Co. 11:14, etc.). Satanás es llamado asimismo Diablo (Mt. 13:39; Jn. 8:44; etc.), la serpiente o dragón (Ap. 12:7, 9; 20:2). ¿Cómo vino él a ser el autor e instigador del mal? La clave del enigma se halla en Isaí­as y Ezequiel. En el origen del mundo, en la creación de los cielos y la tierra (Gn. 1) Dios creó a los ángeles y, entre ellos, a un ángel superior, un querubí­n que dominaba toda una legión de ángeles, que cayeron posteriormente con él, viniendo a ser los demonios (Mt. 25:41). Recibe el nombre de prí­ncipe de los demonios (Mt. 9:34), el prí­ncipe del poder del aire (Ef. 2:2) y del mundo terreno (Jn. 12:31; 14:30). Así­, el origen del mal reside en Lucifer, el querubí­n del que hablan Isaí­as y Ezequiel; bajo las imágenes del rey de Babilonia y del rey de Tiro es, evidentemente, Lucifer; a la luz del contexto, el objeto de los pasajes de Is. 14:12-15 y de Ez. 28:12-17. Antes de considerar estos pasajes, es conveniente una observación acerca de la naturaleza del mal. El mal no es “algo” que tenga existencia de una manera positiva, sino la deterioración de algo bueno o su ausencia. La rebelión (mal) toma el lugar de la obediencia. La desconfianza (mal) toma el lugar de la comunión. Así­, el mal es algo negativo, y sólo existe en relación con el bien, que procede de Dios, y que sí­ existe sin necesidad de existencia de mal alguno. De los pasajes ya citados de Isaí­as y Ezequiel se desprende: (a) que a Lucifer le habí­a sido encomendado el cuidado y la protección de la tierra y del espacio contiguo a ella (Is. 14:12; Ez. 28:14); (b) que habí­a sido creado para que celebrara la gloria de Dios en todo el universo (Ez. 28:14); (c) que tení­a acceso al trono de Dios (Ez. 28:13, 14); (d) que era perfecto, lleno de sabidurí­a y belleza (Ez. 28:15); (e) que concibió el insensato plan de llegar a ser el igual de Dios, de destronar a Dios (Ez. 28:15; Is. 14:13-14). Su belleza, su resplandor, sus riquezas, todo ello lo perdió y le condujo al pecado (Ez. 28:17, 1-5); (f) el juicio de Lucifer (Ez. 28:6-10; Is. 14:11, 15), la pérdida de su sublime posición, su destino a la morada de los muertos y al tormento eterno (Is. 14:15; Ez. 28:19 b; cfr. Ap. 20:1-2, 7-10). Así­, Lucifer vino a ser, por su caí­da, Satanás, el Adversario de Dios y el tentador de los hombres. Descendió a Edén (Ez. 28:13) presentándose al hombre en la seductora serpiente. (a) El mal producido por Satanás. Fue por su rebelión que el mal tuvo su origen. Quedó fuera de la amistad de Dios, enfrentado a El, y lanzado a la tarea de erigir su propio perverso reino en oposición al de Dios. Hay autores que, manteniendo que entre Gn. 1:1 y 1:2 hay un gran intervalo, sitúan allí­ la caí­da de los ángeles, la destrucción de una creación primordial preadánica, el desarrollo de largas épocas geológicas, y sólo posteriormente la “re”-creación del mundo en seis dí­as para la “creación adánica”. Sin embargo, cfr. Ex. 20:11, esp.: “y todas las cosas que en ellos hay”, y cfr. también CREACIí“N, Consideraciones geológicas y geocronológicas, c. (b) Entrada del mal en Edén. Satanás ya caí­do se manifiesta en Edén (Ez. 28:13; Gn. 3:1) bajo la forma de serpiente. Teme que el hombre, llamado a dominar sobre la tierra, no venga a ser más semejante a Dios (Gn. 1:27; Sal. 8:5-9). Tiene temor de ser echado de su imperio terrestre y de las regiones que rodean la tierra. Hay que arrancar al hombre de la dependencia divina. Es así­ que sedujo a Adán, al arrojar la duda en el corazón de Eva acerca de la palabra y de la voluntad de Dios (Gn. 3:1-6). (c) Satanás, acusador de los hombres. Antes de la resurrección de Cristo, Satanás siguió entrando ante la presencia de Dios para acusar a los hombres (Jb. 1:6-12; Zac. 3:1; Ap. 12:10). Es en los lugares celestes donde tenemos nuestra lucha contra él (Ef. 6:12). (d) Satanás osó tentar al mismo Hijo de Dios (Mt. 4:1-11). La obra victoriosa de Cristo. Es por Jesucristo que Dios ha logrado una total victoria sobre el mal y derrotado a Satanás de una manera irremediable. (a) Ya en su vida terrena, Cristo triunfó personalmente sobre Satanás. En el desierto, le dijo: “Apártate”, y Satanás tuvo que huir (Mt. 4:10-11). Jesús vio a Satanás caer del cielo como un rayo (Lc. 10:18). En la cruz, por su expiación, Cristo fue el verdadero cordero inmolado, pero también fue el antitipo del macho cabrí­o enviado al desierto cargado con nuestras faltas, lo cual significaba para el enemigo que el sacrificio redentor ha quedado consumado, y que ya nada hay que pueda mantenerse contra los redimidos (Lv. 16:9-10). En Zac. 3:2-5 se ve la magní­fica prefiguración de la obra de la justificación y de purificación efectuada por Cristo, nuestro Abogado, que se presenta en este pasaje bajo los rasgos del íngel de Jehová. Después de la cruz, Satanás no puede acusar ya más al ex pecador regenerado (cfr. Col. 2:14-15). (b) La resurrección de Cristo ha consumado la victoria de Dios sobre él y sus consecuencias (Mt. 28:18; Ro. 1:4). La resurrección es la certidumbre del triunfo definitivo del pecador (1 P. 1:3), es la certidumbre de la victoria de Dios sobre la tierra y en el cielo (Ef. 1:20-22; Fil. 2:9-11). Esta victoria se manifiesta desde ahora ya por el nuevo nacimiento, que es la puerta de entrada al Reino (Jn. 3:3). Se manifestará de una manera clara y patente con la renovación fí­sica de la tierra en el Reino milenial (Is. 11:8-9; Hab. 2:14; cfr. Ez. 47:1-12); finalmente, por la eliminación de Satanás (Ap. 20:10) y por la gloria del Reino celestial donde Dios será todo en todos (1 Co. 15:24- 28; Ap. 21:23-27; 22:3-5). (Véanse PECADO, DIABLO.) Bibliografí­a: Chafer, L. S.: “Participación angélica en el problema moral” y “Satanologí­a”, en Teologí­a Sistemática, vol. 1, págs. 448-531 (Publicaciones Españolas, Dalton, Ga. 1974).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

Todo lo que vemos e intuimos son bienes limitados, salvo el Bien infinito que es Dios. Cuando hablamos sobre el “mal” nos referimos a un defecto o falta de bien el dolor (en vez del bienestar), la enfermedad (en vez de la salud), la muerte (en vez de la vida), el pecado (en vez de la unión con Dios)… En la realidad histórica podemos constatar una serie de males continuos que llamamos enfermedades, desastres de la naturaleza, accidentes, guerras, desgracias, pueblos pobres, opresión del inocente…

Podemos, pues, constatar la existencia del mal, pero siempre en relación a un bien del que notamos la falta. Por esto no se puede atribuir a Dios la causa del mal, que es el Bien infinito y eterno. “Todo es bueno” lo que Dios ha creado (Gen 1,25.31). La causa del mal habrá que buscarla en el pecado del hombre, especialmente en el pecado original (cfr. Rom 5,12; cfr. Gen 2-3), pero también en el pecado posterior personal y colectivo, bajo el influjo o tentación del espí­ritu del mal…

Dios permite el mal (que tiene siempre su origen en el hombre), al crear al hombre libre y responsable, pero, gracias a la redención, hace surgir mayor bien del mismo mal. Es el misterio de la Providencia divina. El mal, como oposición a los planes de Dios sobre el hombre, ha quedado vencido por los planes redentores del mismo Dios; pero Dios quiere que el hombre redimido “complete” la vida y pasión de Cristo (cfr. Col 1,24) para llegar al “cielo nuevo y tierra nueva” en el más allá (Apoc 21,1).

Todas las culturas y religiones se han planteado el problema del mal, para buscar sus causas, sus responsables, sus remedios. La reflexión filosófica y religiosa tiende a ver en la historia presente un camino para llegar a una liberación final en el más allá. Los dones de Dios, que son buenos pero limitados, van dejando paso al bien definitivo que sólo está en Dios. La vida humana encuentra su sentido en la transformación del presente, en vistas a una vida futura.

El mensaje cristiano presenta el mal (especialmente el dolor, el pecado y la muerte) como vencido definitivamente por la “obediencia” de Cristo muerto y resucitado (cfr. Rom 5,8; Fil 2,8-11). “El misterio de la iniquidad” (2Tes 2,7) encuentra la solución en “el misterio de la piedad” (1Tim 3,16), que es el misterio pascual de Cristo. El hombre, libre y responsable, colabora en esa victoria, transformando la creación en una nueva creación, puesto que “esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, donde habite la justicia” (2Pe 3,13).

Referencias Cruz, dolor, historia de salvación, liberación, moral, muerte, pecado, pecado original, Providencia divina, redención, salvación.

Lectura de documentos CEC 284, 310-311, 385.

Bibliografí­a A. GESCHE, El mal (Salamanca, Sí­gueme, 1994); H. HAAG, El problema del mal (Barcelona, Herder, 1981); CH. JOURNET, El mal (Madrid, Rialp, 1964); R. LATOURELLE, El hombre y sus problemas a la luz de Cristo (Salamanca, Sí­gueme, 1984) 335-359; J. MARITAIN, Y Dios permite el mal (Madrid, Guadarrama, 1967).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

El mal es la realidad opuesta al bien. Los evangelios hablan de un mal en el orden fí­sico (Mt 6,34; 15,22; Lc 16, 25); de actos, pensamientos y deseos malos en el orden moral (Mt 9,24; 12,34-35; 15,19; 18,32; 21,48; 25, 26; Mc 7,21-23; Lc 3,19; 6,45; 11, 13; 19,22; Jn 3,19-20; 5-29; 7,7); del Malo, del Malvado, de Satanás (Mt 5,37; 6,13; 13,19.38; Jn 17, 15); de espí­ritus malos, malvados (Mt 12,45; Lc 7, 21; 8,2; 11, 26); de generación malvada (Mt 12,39.45; 16,4; Lc 11,29); del mal en sí­ mismo (Mt 5,11). Hay que evitar el mal como sea (Mt 5,39), aun a costa de los mayores sacrificios (Mt 6,23), y orar para no caer en el mal (Mt 6,13). El mal aparece también como un castigo por los pecados cometidos (Lc 13,1-5). El mal jamás puede proceder de Dios, que es bueno, sino del hombre, que desde el principio es malo (Gén 6,5; Mt 9,4; 12,34; 22,18; Mc 7,22; Lc 11,39). Jesucristo, vencedor del Maligno y de las fuerzas del mal (Mt 12,28), nos libera del mal que sigue habiendo en el mundo (Jn 17,15).

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

SUMARIO: 1. El mal: escándalo, problema y misterio: a) El mal escándalo; b) El mal problema; c) El mal misterio. – 2. Principales respuestas al problema del mal. – 3. Replantear el problema del mal: a) La imposible teodicea; b) La posible proteodicea; c) La ponerologí­a y la pisteodicea. – 4. Respuesta cristiana. – 5. Pautas pastorales.

El mal es un problema que ha sido reflexionado y teorizado desde muchos puntos de vista. Ha sido objeto de reflexión para literatos, filósofos y teólogos, mostrando, cada uno desde sus respectivos campos, la perplejidad, la incomprensión, cuando no la rebeldí­a y hasta la furia, que su presencia injustificada les producí­a. Podemos incluso afirmar que interrogantes del tipo: ¿por qué existe el mal? ¿de dónde surge, cual es su origen? ¿cómo Dios puede permitir que sufra el inocente?…, y otros muchos del estilo, han traspasado, traspasan y traspasarán la existencia del hombre, porque nadie que haya experimentado el dolor y el sufrimiento, directa o indirectamente, puede dejar de interrogarse. Y es que el mal le impide al hombre realizarse como hombre.

1. El mal: escándalo, problema y misterio
El mal es un interrogante continuamente abierto que hace tambalearse toda la existencia del hombre. Se le plantea, a nivel existencial, como algo que cuestiona su tendencia natural a ser feliz, apareciendo por ello como un escándalo; a nivel racional, como algo que cuestiona la realidad, el orden de las cosas, y que necesita ser comprendido. En fin, aparece en la vida del hombre como algo ante lo que se siente impotente, como un misterio al que dar luz y buscar salida. El mal es, por lo tanto, escándalo existencial, problema teórico racional y misterio de salvación.

a) El mal escándalo
A menudo se ha utilizado el mal como alegato supremo contra Dios, como descrédito de toda idea de Dios, generando tanto el ateí­smo -Dios no existe-, como el antiteí­smo -Dios existe, pero es un canalla-. Porque, ¿cómo se explica la presencia del mal en un universo creado por Dios? Si Dios es infinitamente bueno, sabio y poderoso, ¿cómo puede permitir el sufrimiento, el pecado, el error, la muerte de sus creaturas?, ¿cómo es posible que un Dios engalanado con todas las perfecciones (omnipotente, omnisciente, bueno, eterno) haya permitido la existencia de siquiera un solo mal en el mundo?, ¿podrí­a honestamente mantenerse la fe en un Dios que no evitarí­a, si pudiese, toda la violencia, toda el hambre, todo el dolor, todas las tragedias que existen en el mundo?
La imposibilidad de responder a preguntas de este tipo es lo que ha convertido el mal en piedra de escándalo, porque todas las estrategias de la razón se resquebrajan haciendo el problema insoportable y acabando en la desesperación.

b) El mal problema
En la historia de la filosofí­a occidental el mal se ha venido analizando desde una perspectiva racional, con preguntas como: ¿qué es el mal? ¿de dónde viene? ¿cómo puede ser superado?… Para evitar el escándalo y el sufrimiento que el mal conlleva se intenta comprender lo que el mal es en sí­ mismo, en lo profundo de su ser. Así­, atendiendo a su esencia, origen y finalidad, el estudio del mal es abordado desde cuatro dimensiones distintas: el mal metafí­sico, el fí­sico, el social y el moral.

– El mal metafí­sico se refiere a la finitud y contingencia humana. Concierne a la provisionalidad y fugacidad de los seres y se concreta en la muerte, sí­mbolo por antonomasia del mal metafí­sico. La forma de superar el mal es integrarlo en un plan, en una ordenación del mundo.

– El mal fí­sico se presenta como dolor y sufrimiento. El sufrimiento inherente a la vida humana se convierte en objeto de reflexión filosófica, pero sobre todo en vivencia existencial omnipresente, ya que a la cantidad de sufrimiento acumulado en la historia, se unen las catástrofes naturales, las enfermedades y el dolor causado por el hombre. Este mal cuando puede explicarse como medio en función de un fin, puede cobrar un sentido teórico y vivencial, pero en la mayorí­a de los casos no ocurre así­, sobre todo cuando el dolor recae sobre el más inocente y sobre el más débil, apareciendo como injustificable desde cualquier punto de vista.

– El mal social es el que brota del desajuste en el modo de relacionarnos con nuestros semejantes. Es la desagradable vivencia producida por el abandono de los allegados, por el rechazo de los adictos, por el olvido de los amigos, por la separación del medio social.

– El mal moral es la consecuencia y el resultado de las acciones humanas, está en conexión con la libertad y con la responsabilidad del hombre. Sus máximos exponentes son la injusticia y la opresión. De este mal el hombre se siente culpable y ví­ctima al mismo tiempo. Por un lado, constatamos que el mal moral está presente en la historia y en la vida humana, tanto en el plano personal como en el colectivo. Por otro lado, deseamos y luchamos por un mundo más justo en el que el poder del mal moral sea cada vez menor. No hay ni puede haber conformismo existencial ante el mal, tanto ante el que percibimos como ví­ctimas como ante el que causamos como agentes.

c) El mal como misterio
El mal ha sido siempre un problema esencial dentro de la religión. La religión está arraigada en la experiencia humana del sufrimiento, del sin sentido, de la injusticia y de la muerte. Está vinculada a los problemas del origen y del término de la vida humana, que son los que plantean las grandes preguntas sobre el sentido y significado del hombre. Por ello, a diferencia de la filosofí­a, ofrece una respuesta global, buena o mala, consciente o no, al problema del mal. La filosofí­a puede reflexionar especulativamente sobre el mal, y hasta proponer caminos para afrontarlo de manera práctica. La religión, por su parte, no ofrece tanto especulaciones y respuestas cuanto formas de implicarse y de afrontar el mal.

Para el hombre concreto, el hombre histórico sufriente, la idea de un Dios insensible y sordo a los gritos de dolor humanos, impasible ante su sufrimiento, no tiene ninguna fuerza de convicción. Por el contrario, la idea de un Dios que sufre en solidaridad con él serí­a creí­ble y aceptable. El mal cubre con su sombra la imagen de la divinidad. Está tan presente en determinados conceptos teológicos como los de creación, redención o escatologí­a, que éstos se han desarrollado como intentos de respuesta al problema del mal.

El mal se nos presenta como un misterio cuyas raí­ces profundas nunca acabaremos de esclarecer del todo, ahora bien, no podemos refugiarnos en el recurso fácil al misterio, la capacidad racional del hombre que continuamente intenta buscar respuestas ante las contradicciones que descubre en su entorno y la misma coherencia de la fe lo impiden.

2. Principales respuestas al problema del mal
A lo largo de la historia se han ido dando distintas respuestas al problema del mal, vamos a exponer las principales:

– La más antigua propuesta filosófica es la cosmovisión dualista. Según ella hay dos principios originarios, uno bueno y otro malo. Dios no serí­a culpable del mal, sino que éste se deberí­a a la materia o a un demiurgo creador del mundo. Esta concepción dualista choca frontalmente con la idea judeocristiana de un estricto monoteí­smo divino y de la creación desde la nada. Esta concepción dualista permanece de forma mitigada en la conciencia de todos aquellos para los que Dios es un justiciero que castiga a los malos, ¡y a los buenos si se descuidan!
– Otra respuesta muy frecuente ha sido la de relativizar el mal. Se trata de quitar al mal toda su entidad y reducirlo a un problema que puede encontrar respuesta apelando al conjunto y a la perfección del cosmos. Se ve el mal como algo inevitable e inherente al cosmos, mezclado con el bien, con ello, aunque se descarga a Dios de cualquier culpa, se minimiza el sufrimiento concreto, ya que sólo se considera el conjunto.

– El monismo es una solución que prescinde de uno de los términos en litigio al considerar sólo el principio divino que es a la vez el sumo bien. El mal carece de valor y de realidad. El mal sólo es privación del bien, mera apariencia, fruto de la ignorancia.

– El monoteí­smo afronta la cuestión en toda su crudeza. No niega la realidad del mal, como el monismo, ni recurre a un segundo principio negativo, como el dualismo. De ahí­ que el drama aparezca en toda su crudeza: si todo viene de Dios, ¿de dónde viene el mal? Al monoteí­smo sólo le queda una doble opción: bien afirmar que Dios permite o combate el mal, ya que el Dios a favor del hombre ha de tener una respuesta al problema; bien reflexionar sobre Dios a la luz del Dios cristiano que, además de monoteí­sta, es trinitario.

– La reinterpretación del concepto de Dios y algunos de sus atributos, en especial la omnipotencia. Esto ha de hacerse en clave filosófica y teológica: filosófica, la omnipotencia divina no es un “poderlo todo”, sino un actuar necesario dentro de un orden racional, creado por Dios y al que él mismo se ha de someter; teológica, creemos en un Dios al que sí­ le afecta el sufrimiento y el dolor, es más, El mismo lo experimentó en la cruz. La relación entre Dios y el mal pasa por el misterio de Cristo. Desde el hecho Jesús de Nazaret, Dios es tal que no se limita a coexistir con el mal, sino que lo asume en su realidad divina. En el Hijo, Dios Padre ha tomado el lugar del inocente que sufre injustamente (el Siervo de Yahvé del profeta Isaí­as).

– Por último, la que pudiéramos llamar Antropoteodicea. Como todas las teodiceas han fracasado en su intento de exculpar a Dios, sólo cabe una forma de enfrentarse al mal, hacerlo desde el hombre, centrarse en él, ya que éste se ha quedado solo. Es el hombre quien ha de luchar con sus fuerzas contra el mal: bien transformando las estructuras sociales, fuente del mal tal y como se encuentran (Marx); bien ayudando al hombre a alcanzar su mayorí­a de edad (Freud); bien luchando solidariamente contra el sinsentido de la vida (Camus).

El problema del mal, como hemos visto en los distintos intentos de solución, no es sólo un problema teórico especulativo, sino también vivencial y experiencial, exige por ello la convergencia entre pensamiento y acción, teorí­a y praxis, filosofí­a y teologí­a.

3. Replantear el problema del mal
En la cuestión del mal es necesario deshacerse de una serie de tópicos heredados que se han ido forjando desde soluciones y planteamientos antiguos y que están haciendo imposible una respuesta aceptable en el presente. Podemos resumirlos en estos dos:

* Se da por supuesto que es posible un mundo sin mal y que, por tanto, Dios pudo y puede hacer que no exista el mal en el mundo, pero que, por motivos misteriosos, lo permite y no lo impide.

* Que esa es la manera más piadosa, más fiel a la Escritura y a la Tradición de afrontar el problema.

Hay que tener el coraje suficiente para revisar, cuando no romper, estos presupuestos heredados para poder buscar la esperanza de una salida. Tarea nada fácil, ya que a lo anteriormente expuesto se une la resistencia psicológica a desprenderse de las convicciones adquiridas.

a) La imposible teodicea
El tí­tulo de este apartado corresponde al de un libro de J. A. Estrada. En él subraya cómo el mal en su triple dimensión de sufrimiento, injusticia-pecado y finitud-muerte, es el gran obstáculo racional para creer en un Dios bueno y omnipotente. Todas las respuestas racionales al problema del mal, desde la filosofí­a y teodicea creyentes resultan insuficientes. Detrás incluso de algunas teodiceas lo que se hace es desplazar el tema del mal y culpar al mismo Dios. Eso es exactamente lo que sucede cuando manteniendo intacto el planteamiento tradicional se sigue dando por supuesto que Dios podrí­a, si quisiera, evitar el mal del mundo, pero no lo hace.

Desde planteamientos como éste se comprende que la teodicea resulte imposible. Es decir, en esas condiciones no es posible mantener de forma coherente la fe en Dios. Porque, cuando se toma en serio lo horrible del mal en el mundo, parece que nadie honestamente puede sostener la bondad de alguien que pudiendo eliminarlo no lo hace. Así­ planteada, la teodicea es imposible. El fracaso de la teodicea se debe a planteamientos como estos que implican contradicciones insolubles y nos llevan a callejones sin salida.

Ante esta situación de la teodicea, provocada ya desde la quiebra cultural de la Ilustración y agravada por la secularización de la sociedad moderna, se hacen necesarios plantemientos como los que a continuación exponemos. En ellos el tema se afronta de manera que no haya que sacrificar al hombre ni culpabilizar a Dios.

b) La posible proteodicea
Juan Luis Ruiz de la Peña elabora desde la teologí­a una reflexión que intenta establecer una salida creyente para el hombre: no se trata de justificar la fe o de defender a Dios integrando el mal en un proyecto superior, sino de buscar los motivos por los cuales se puede seguir creyendo en Dios a pesar del mal. Se puede así­ hablar del mal como proteodicea, pues más que establecer un problema -compatibilidad de Dios con el mal, o el mal como anti-teodicea- señala la necesidad de Dios en la solución real del problema.

Convierte la cuestión del mal en un asunto de la teologí­a, siendo propio de ella no sólo “explicar el mal… sino indagar cómo es posible creer -si en verdad es realmente posible- desde la experiencia de mal”. Al autor, desde la teologí­a, no le importa tanto explicar racionalmente el mal, cuanto dar sentido al hombre que lo sufre, ya que no es tan importante indagar sobre el porqué, sino sobre el cómo del sufrimiento.

El punto de partida en este planteamiento no ha de ser la consideración abstracta del mal, sino las manifestaciones que éste toma al entrar en contacto con el hombre. Es la humanidad sufriente y dolorida, que experimenta la impotencia ante el sufrimiento, la muerte y el mal la que necesita respuestas prácticas que le permitan dar un significado a su existencia. En este sentido el denominador común del mal es el dolor. El dolor que sufre el
hombre y el que le es causado por otro hombre a través de la injusticia, la violencia o cualquier otro mal estructural.

El mal es la cuestión central de la teologí­a. Precisamente la religión nace de ese grito desgarrado del hombre que experimenta el agobio y la dureza del dolor y la injusticia. El mal es un misterio que suscita el problema de la salvación cristiana, y es en el misterio de Dios donde encuentra la respuesta adecuada.

El mal es misterio, lo inexplicado e inexplicable, por eso la reflexión filosófica ha fracasado en su intento de explicar adecuadamente el problema del mal porque ha errado el camino. Por un lado, de defender a Dios se ha pasado a negar su existencia, convirtiendose el mal en antiteodicea. Por otro lado, de intentar que el hombre soportara el mal se ha pasado ha hacer insoportable su existencia. Se trata de dar sentido al hombre a pesar del dolor y no al dolor a pesar del hombre, imponiéndole cargas que no puede soportar.

El camino seguido por la reflexión de la razón pura se ha convertido en algo que no sólo no ha sabido dar respuesta al hombre en una cuestión tan capital como el mal, sino que se ha vuelto contra el hombre convirtiéndose en inhumano. Por ello es necesario retornar a la razón práctica puesta al servicio de la fe, desde ella se intentará buscar una salida al problema del mal y dar un sentido al hombre. En este camino son necesarios tres principios irrenunciables:

– Antropológico: lo caracterí­stico del hombre es la esperanza y el optimismo, la existencia de motivos para sobreponerse al mal y no dejarse aplastar por él.

– Teológico: Dios es, en última instancia, quien se muestra como valedor y sustentador del sentido que anhela el hombre, no la causa de su dolor y sufrimiento.

– Cristológico: la respuesta de Dios al problema del mal tiene una inserción en la historia de la humanidad: Jesucristo.

c) La ponerologí­a y la pisteodicea
Este es el planteamiento personal de A. Torres Queiruga, que ha dedicado muchas horas de reflexión y bastantes escritos al tema del mal. Propone dividir el problema en dos pasos fundamentales: la ponerologí­a, del griego ponerós (malo), que se ocuparí­a del problema del mal en sí­ mismo: sus causas, sus condiciones de posibilidad y sus consecuencias para la propia concepción del mundo; la pisteodicea, del griego pistis (fe) y dikaioo (justificar), que tratarí­a de legitimar la propia fe, entendida en el sentido amplio de visión de la existencia en cuanto respuesta al problema del mal. Vamos a ver cada una de ellas con una mayor extensión.

– La ponerologí­a. La pregunta que aquí­ se plantea es la clásica unde malum, ¿de dónde viene el mal?, planteada en sí­ misma, anterior a toda respuesta, bien sea ésta religiosa o atea.

El origen del mal es la limitación y finitud de la realidad mundana. El mal es la nota de la realidad finita. De esta forma la pregunta por el origen del mal remite al mismo mundo: dado cómo es y cómo funciona, resulta imposible que en él no se produzcan desgarrones y conflictos. El mal es inevitable en el mundo tal y como se nos presenta y lo conocemos.

Desde la ponerologí­a podemos afirmar lo siguiente en cuanto a:

* origen del mal: surge de la finitud, por lo tanto no tiene su origen en realidades externas. El mal remite al mundo y no a Dios.

* esencia del mal: es una nota de la finitud y contingencia, por eso no puede hablarse sólo de privación. Un mundo finito sin mal sólo serí­a posible en nuestra imaginación, pero imposible en la realidad, ya que el ser finito conlleva necesariamente la presencia del mal.

* justificación del mal: el mal, en la realidad finita, es inevitable en sí­ mismo. Por lo tanto no puede existir un mundo sin mal.

– La pisteodicea. Si, como hemos visto, el mundo es inevitablemente traspasado por el mal, la pregunta que se ha de plantear ahora es: ¿qué sentido tiene la existencia y qué actitud tomar ante él? El creyente ante tales cuestiones llegará a la conclusión de que la mejor explicación para este mundo es Dios; por el contrario, el no creyente llegará a la conclusión contraria, no ve necesaria esa explicación y buscará otros modos de conferir sentido a su vida, o simplemente la declarará absurda.

Ahora bien, en este segundo momento, el de la pisteodicea, el creyente puede desde su fe afrontar el problema concluyendo:

* Dios es la respuesta al mal. Sólo contando con la existencia de Dios es posible afrontar, con sentido y esperanza, un mundo inevitablemente afectado por el mal.

* Dios es el anti-mal. Jesús de Nazaret es el rostro de Dios, en El halla su culmen el acercamiento y el compromiso de Dios con el dolor humano. Jesús se sitúa en su vida dentro del espacio social más bajo: los pobres de pan y cultura, los enfermos de cuerpo y espí­ritu… Jesús está de manera incondicional al lado de las ví­ctimas frente al mal que las oprime. Su respuesta es el Evangelio, la buena noticia del no de Dios al dolor y sufrimiento humano, el anuncio de la salvación para todos que es: liberación del mal, perdón de los pecados…

4. Respuesta cristiana
Después de los plantemientos expuestos sólo podemos añadir que el cristianismo ha de responder al mal desde lo que es su ser más propio y especí­fico, desde la revelación de un Dios que es amor y que por amor nos ha llamado a la existencia. Desde ahí­ se comprende que el ser del hombre no es ni una pasión inútil, ni una prueba a la que se nos somete a lo largo de toda nuestra vida, sino la inevitable condición de posibilidad que tiene el hombre para poder participar de la vida misma de Dios. Para el hombre no hay otra posibilidad de existir que hacerlo como ser finito y libre en un mundo también finito y, por lo tanto, expuesto al mal. No es que Dios haya dejado de ser omnipotente al crear un mundo finito, sino que lo que ha dejado de ser es el regidor que todo lo manipula para manifestársenos como el creador capaz de entregar su obra. Su poder consiste en dejar ser a todo lo creado lo que es, dejar que se rija por su naturaleza intrí­nseca. Y esto no puede llamarse indiferencia, como si Dios una vez creado todo se desentendiera de su obra dejándola a su suerte. No. Dios sigue acompañándola, pero desde el más exquisito respeto. Este es el riesgo que asumió el amor divino: jugársela por su creación.

Si Dios es culpable de alguna manera en el tema del mal, lo es por amor. El sabí­a que la creación de un mundo finito iba a implicar necesariamente imperfección, mal, dolor… y sin embargo lo creó. Apostó por este hombre y por este mundo. Luego el dilema no era haber creado un mundo sin mal, cosa imposible, sino haberlo creado a pesar del mal.

Superando la teodicea clásica, en este tema debemos partir no de planteamientos abstractos sobre el mal o de la obsesión por salvar a toda costa la bondad y omnipontencia divinas librando a Dios de toda responsabilidad, sino que hemos de partir del mal concreto que afecta al hombre y le hace sufrir, y desde ahí­ alumbrarlo con la luz que emana del Dios revelado cristiano, buscando su sentido desde esa fe en la revelación.

Llegados a este punto podemos asentar, a modo de resumen, los siguientes presupuestos:

– No es que Dios no pueda crear y mantener un mundo sin mal, sino que esto no es posible, o mejor, preguntar en esta lí­nea no tiene sentido. Dios no puede evitar las consecuencias de la constitución creatural: equivaldrí­a a anular con una mano lo que ha creado con la otra.

– A la luz de la revelación cristiana podemos afirmar que Dios nos ha creado por amor y desde el amor para que seamos felices y lleguemos a participar de su misma vida divina. El mal, condición de nuestra existencia como seres finitos en un mundo finito, no aparece ya como algo ciego y oscuro, sino desde el misterio de un Dios amor que nos ha llamado a participar de su misma vida.

– A un Dios que crea por amor sólo cabe comprenderlo como Aquel que quiere el bien y sólo el bien para sus criaturas; el mal, en todas sus formas, es justamente lo que se opone a El.

– Dios no anula el mal, pero le da sentido. Es el gran compañero, el que comprende y camina con nosotros, aún en medio del mal.

– Dios es el anti-mal: aquel que combate y lucha contra el mal, aquel que quiere y puede acabar con él, aquel que acompaña al hombre sufriente, pero siempre dentro del respeto a la legalidad histórica y a la libertad humana.

– Dios nos invita y empuja constantemente a luchar contra todo mal: contra el mal natural y fí­sico por medio del uso de nuestra inteligencia y de los recursos de la ciencia; contra el mal moral mediante un cambio de vida y una solidaridad profunda.

En definitiva, la postura cristiana no puede ser nunca la pasividad, ni mucho menos la resignación ante el mal, sino la de implicarnos y combatirlo, estando en todo momento al lado de las ví­ctimas.

5. Pautas pastorales
A pesar de todo lo que venimos diciendo, quedan aún por plantear algunas cuestiones que seguro aflorarán en el diario trabajo pastoral. Desde aquí­ no vamos a hacer más que eso: plantearlas. Como en otros ámbitos de la actividad pastoral, tampoco en este hay recetas mágicas. Pero, quién sabe, tal vez en un buen planteamiento del problema se encuentre el camino adecuado para hallar la mejor respuesta.

1. ¿Dios rival del hombre? En los últimos años, ante la idea generalizada del “¡sálvese quien pueda!”, se ha dicho que Dios es un rival del hombre. Dios es inútil. Ahora, tras los grandes avances tecnológicos, no se necesita a un Dios que solucione nuestros problemas, nosotros mismos hemos llegado a la mayorí­a de edad y somos capaces de resolverlos por nuestra cuenta. Con ello se pretende dejar a Dios apartado de nuestro mundo, porque ya se ha quedado viejo.

Además, Dios no sólo es inútil, sino que es enemigo del hombre, una especie de tranquilizante que nos adormece y nos impide reaccionar ante la injusticia. Incluso se alzan voces del lado de la postmodernidad que afirman que la misma existencia de Dios es imposible. Dios es un absurdo. ¿Para qué más preguntas?
Si antes ciertos autores se quejaban del silencio de Dios, ahora es Dios el que pudiera quejarse del silencio del hombre, más aún, del silencio en el que el hombre quiere sumirle. Dios es exigente, y como “pasamos” de exigencias, “pasamos” de El. Dios se queda muy lejos porque los hombres nos hemos hecho a lo cercano y a lo palpable. Dios se ha convertido en un viejo personaje, extraño y lejano.

Vivimos en nuestras vidas un gran vací­o de Dios. Y lo que es más grave, ese vací­o lo vivimos en paz. El hombre se ha montado un mundo sin Dios, y ha olvidado que por el mero hecho de ser hombre, es contingente, incompleto, no posee en sí­ el sentido de su vida. El hombre al construir un mundo al margen de Dios no ha podido construirlo sino en contra del mismo hombre.

Como muy bien advierte A. Torres Queiruga, ni el mismo creyente se libra de este influjo ambiental que ve en Dios a un rival; estas son sus palabras: “Hay mucho temor inconfesado al Dios en el que se cree; demasiada sensación de vida mermada, de libertad controlada, de gozo de vivir envenenado. Hay demasiadas sumisiones serviles y resentimientos ocultos. Y esto tanto a nivel de tópicos ambientales (las enfermedades que “manda” Dios, el “fastidiarse” por ser cristianos…) como a nivel de una gran parte de la teologí­a, que no acaba de presentar a Dios completamente desolidarizado con el mal”.

2. ¿Dónde está Dios? Esta es la pregunta que miles y miles de personas han lanzado a Dios, en medio del mal, del dolor y del sufrimiento como un grito de rebeldí­a, furor y a veces rabia: “Dios, ¿dónde estás?”. El aparente silencio de Dios en nuestro mundo a menudo ha confundido a mucha gente. ¿Cómo creer en un Dios bueno, cuando millones de hombres inocentes mueren cada dí­a de hambre, ví­ctimas de la violencia? ¿Cómo creer en un Dios que se calla cuando los hombres aplastan la libertad, se destruyen los unos a los otros, y hacen imposible la convivencia? ¿Cómo Dios puede permitir cada dí­a que ocurran tantas y tantas cosas? Es muy duro el silencio de Dios, pero no es menos duro acusar a Dios del mismo.

3. El mal y el dolor, misterio humano. Por más vueltas que lo demos, el mal y su acompañante cortejo de dolor no dejará nunca de ser un misterio grande y respetable para el hombre. Misterio útil y educativo, porque puede ser un sí­ntoma, una señal de alarma ante un mal que hay que alejar o una palestra de entrenamiento. Pero también puede ser un misterio y un absurdo profundo, porque desde una visión cristiana de la vida no deja de resultarnos incomprensible cómo nuestro Padre Dios, que ha hecho el mundo, ha permitido que suframos tanto y que nos hagamos sufrir tanto unos a otros, a veces tan tonta e inútilmente.

El misterio es misterio, y no permite que nosotros le demos un resultado matemático como si fuera un problema de álgebra, pero sí­ una iluminación existencial. Dios mismo ha oscurecido el misterio del dolor al asumirlo personalmente, en Cristo y en sus hijos, de los que se hace solidario, para sacar de este dolor, voluntariamente asumido por solidaridad con nosotros y por amor a nosotros, la alegrí­a y el gozo pascuales que no pasarán y que ya no serán mezclados con el dolor nunca jamás.

BIBL. – J. BERNHART, “Mal”, Conceptos Fundamentales de Teologí­a, vol. I, Cristiandad, Madrid 1979, 968-969; C. CARDONA, Metafí­sica del bien y del mal, Eunsa, Pamplona 1987; S. DEL CURA ELENA, “El sufrimiento de Dios en el trasfondo de la pregunta por el mal. Planteamientos teológicos actuales”; Revista Española de Teologí­a 51 (1991) 331-373; J. A. ESTRADA, La imposible teodicea. La crisis de la fe en Dios, Trotta, Madrid 1997; J. A. GALINDO, Dios no ha muerto. La existencia y bondad de Dios frente al enigma del mal, San Pablo, Madrid 1996; A. GESCHE, Dios para pensar. El mal. El hombre, Sí­gueme, Salamanca 1995; J. GEVAERT, “Mar’, Diccionario Teológico Interdisciplinar, Sí­gueme, Salamanca 1986; P. NEMO, job y el exceso de mal, Caparrós, Madrid 1995; M. NEUSCH, El mal, Mensajero, Bilbao 1992; M. ORIVE GRISALEí‘A, “El mal como problema teológico: proteodicea y pisteodicea”, Revista Española de Teologí­a 59 (1999) 463-502; F. PEREZ Ruiz, Metafí­sica del mal, Univ. Pont. Comillas, Madrid 1982; E. RoMERALES, El problema del mal, Eds. Universidad Autónoma de Madrid, Madrid 1995; J. L. Ruiz DE LA PEí‘A, “Dios Padre y el dolor de los hijos”, Sal Terrae 82 (1994) 620-634; ID, “Creer desde la experiencia del mal y la injusticia”, Una fe que crea cultura, Caparrós, Madrid 1998; M. SERENTHí, El sufrimiento humano a la luz de la fe, Mensajero, Bilbao 1995; A. TORRES QUEIRUGA, “Mar, Conceptos Fundamentales del Cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 753-761; ID, “El mal inevitable: replanteamiento desde la teodicea”, Iglesia Viva 175-176 (1995) 37-69; ID, “Mal y omnipotencia: del fantasma abstracto al compromiso del amor”, Razón y Fe 236 (1997) 399-421.; ID, “El mal”, Nuevo Diccionario de Catequética, Paulinas, Madrid 1999, 1407-1424.

Miguel Orive Grisaleña

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios “MC”, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

El mal es la situación que experimenta el hombre como contraria a una positividad concreta (el bien), que resulta ausente, a pesar de que podrí­a y deberí­a resultar presente. Como tal, el mal es desde siempre el problema del hombre. Las culturas han intentado durante siglos ofrecer diversas explicaciones de la presencia del mal en el mundo del hombre: teológicas, mitológicas, filosóficas, cósmicas, antropológicas, sociales o sociológicas, cientí­ficas, etc” hasta llegar a pensar en la presencia simultánea del bien y del mal como divinidades, como realidades presentes en el hombre debido a un acontecimiento primordial (los dualismos de las filosofí­as y de las visiones religiosas); se ha intentado conciliar la presencia del mal con la afirmación opuesta de la existencia de Dios; o bien se ha atribuido el mal a la condición oscura y misteriosa del alma humana, viendo en la búsqueda del bien la finitud angustiosa del hombre que vive una vida inauténtica y absurda, cuya única perspectiva verdadera es morir a esa existencia (existencialismo). La Biblia sigue un recorrido alternativo : excluye a priori que el mal pueda tener origen en Dios, que es un Dios de amor y de bien: Dios ha creado el mundo y – al hombre sin el mal; la razón de ser de este mal se encuentra, por el contrario, en la condición creada, pero degenerada, del hombre que ejerció de manera profundamente equivocada su condición de criatura libre. La etiologí­a de Gn 2-3 afirma que todo el mal del hombre y su misma inclinación a obrar el mal tiene su fuente en el pecado del hombre; a partir de aquí­ se difundió en todos los hombres, haciéndolos destructibles y presa mortal del pecado (Rom 5,12), es decir, suscitando la situación universal y objetiva del mal. La responsabilidad primaria de todo esto no recae tanto sobre el hombre, sino sobre otro personaje, persuasivo y maligno, del drama de los orí­genes, que la misma Biblia interpretará como responsable principal: es Satanás, adversario de Dios y del hombre. Por eso es juzgado severamente por el poder de Dios, a quien está totalmente sujeto (Gn 3,14ss; Sab 2,24). Y mientras que para el hombre el mal se transforma, por obra de Dios, en ocasión de salvación, para aquel otro sujeto del drama, misteriosamente, no se manifiesta en la revelación ninguna posibilidad de redención y de perdón. Si ésta es la situación del hombre, a Dios se le ve, por el contrario, como Aquel que a disgusto permite (el misterio de la permisión del mal) que se dé lugar a esta degeneración de su creación (un riesgo que, por otra parte, es intrí­nseco en la creación del hombre libre), pero que con su intervención produce en el hombre la conciencia del mal (Gn 3,7-12) (y consiguientemente la nostalgia del bien perdido); finalmente Dios se pone en obra enseguida para cambiar la situación en sentido original, ya que el hombre se ve en la imposibilidad absoluta de hacerlo. En este sentido el mal en la Biblia es la oposición radical al programa creativo y elevador de Dios; pero, paradójicamente, es también el elemento que desencadena la dimensión de la salvación que Dios quiere dar al hombre, prisionero del mal. La historia de la salvación comienza concretamente por el hombre pecador (Gn 3,15), que, como tal, precisamente por estar privado de la gracia, se convierte en el destinatario de la autocomunicación cognoscitiva, salvadora y elevadora de Dios. Esta revelación avanza por etapas históricas sucesivas hasta culminar en la encarnación misma de Dios. Aquí­ es donde se sitúa la solución del problema del mal: Dios viene a eliminarlo personalmente, desde dentro de la naturaleza humana, puesto que también el mal habí­a nacido dentro de ella. El modo de realizarse este acto salví­fico resulta paradójico y desconcertante: Dios toma sobre sí­ e1 mal y el pecado del hombre (Jn 1,29) para expresar en este acto su caridad omnipotente con el hombre (Lc 15,1 ss) y la capacidad de transformarlo en salvación, sanándolo en su propia raí­z. Acaba con la dimensión destructiva del mal en una muerte en la cruz y en una sepultura real, la del Hijo encamado: Cristo muere por, a causa y en favor de los hombres prisioneros del mal (Rom 5,8). Con este acto divino realizado en la humanidad de Jesús, Dios, exigiendo la colaboración de la humanidad, que se muestra completamente obediente (Flp 2,1 ss), destruye la fuente misma del mal Y el dominio que éste tiene sobre el hombre (Rom 3,23). De esta manera Cristo acerca de nuevo a Dios y al hombre. Su resurrección es la declaración divina Y universal de que ha nacido el hombre nuevo, prototipo de todos los hombres de todos los tiempos, sobre los cuales ya no tiene poder alguno el mal, que ha sido vencido, y que se hacen capaces de resistir y de derrotar el mal en todas sus múltiples dimensiones. De aquí­ la necesidad para el hombre, so pena de perder irremediablemente la salvación y de recaer irreversiblemente en el mal eterno (Mt 10,33; 1 Jn 5,14), del contacto contagioso con este estado de salvación que le ofrece Cristo, el nuevo Adán. Esto se lleva a cabo a través de la actividad del Espí­ritu Santo en la Iglesia de Cristo, con la asimilación progresiva al prototipo del hombre nuevo, que se realiza por la predicación de la Palabra de Dios, por la dimensión litúrgico-sacramental y por la moral cristiana, reproduciendo en cada uno de los creyentes los misterios de la vida de Cristo, sobre todo su dimensión de vencedor en la lucha contra el mal del hombre: desde su pasión y su muerte al pecado (el perdón y la gracia) hasta su resurrección a la gloria (la vida eterna, en un nivel incoativo en la vida histórica y luego, de manera perfecta, en la eternidad).

T . Stancati

Bibl.: J. Bernhart, Mal, en CFT 11, 573-589. Ch. Journet, El mal, Rialp, Madrid 1964; H. Haag, El problema del mal, Herder, Barcelona 1981;J.Maritain,…y Dios permite el mal, Madrid 1967. R. Latourelle, El poder del mal y la salvación por la cruz, en El hombre y sus problemas a la luz de Cristo, Sí­gueme, Salamanca 1984, 335-359; A. Gesché, El mal, Sí­gueme, Salamanca 1994.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

Aquello que causa dolor, pena o angustia. Para transmitir la idea apropiada en español, la palabra hebrea ra` —que tiene un amplio significado— se traduce de diversas maneras según el contexto: †œmalo†, †œtriste†, †˜feo†™, †˜calamitoso†™, †œmaligno†, †œno generoso†, †œenvidioso†, etc. (Gé 2:9; 40:7; 41:3; Ex 33:4; Dt 6:22; 28:35; Pr 23:6; 28:22.) Por su parte, el adjetivo griego ka·kós puede calificar a aquello que es: 1) moralmente malo y 2) destructivo, por lo que se ha traducido: †œmalo†, †œmal†, †˜perjudicial†™, †œlo incorrecto†. (Ro 7:19; 12:17; Col 3:5; Tit 1:12; Heb 5:14.) El verbo hebreo qa·lál significa †œinvocar el mal sobre†. (Véase INVOCACIí“N DE MAL.)
La primera vez que se usa la palabra ra` en las Escrituras indica la antí­tesis de lo bueno. A Adán se le ordenó que no comiera del árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo (ra`), y también se le advirtió de las consecuencias que acarrearí­a el desobedecer. Por lo tanto, es evidente que Dios es quien fija la norma de qué es bueno y qué es malo; el hombre no tiene la prerrogativa de obrar independientemente de El. El que Adán transgrediese la ley expresa de Dios no es imputable a Jehová, †œporque con cosas malas [una forma de ka·kós] Dios no puede ser sometido a prueba ni somete a prueba él mismo a nadie. Más bien, cada uno es probado al ser provocado y cautivado por su propio deseo†. (Snt 1:13, 14; Gé 2:16, 17; 3:17-19.)

Lo que significa el que Jehová traiga el mal. Debido a la desobediencia de Adán, Jehová merecidamente trajo el mal o la calamidad sobre él. En consecuencia, en las Escrituras se hace referencia a Jehová como el Creador del mal o la calamidad. (Isa 45:7; compárese con Alba; BM; MK; Scí­o; Val, 1909.) El que El haya puesto en vigor la pena por el pecado —la muerte— ha resultado ser un mal o una calamidad para la humanidad. Así­ pues, el mal no siempre es sinónimo de maldad. El Diluvio del dí­a de Noé y las diez plagas derramadas sobre Egipto son ejemplos de males o calamidades que trajo Jehová. Pero estos males no fueron acciones injustas; al contrario, en ambos casos se hizo justicia a los malhechores. No obstante, en algunas ocasiones Jehová se retuvo de castigar a los malhechores con el mal que en un principio habí­a previsto como ejecución de su juicio justo, debido a su misericordia y a que ellos se arrepintieron. (Jon 3:10.) Además, al advertirles, Jehová les dio la oportunidad inmerecida de cambiar de proceder y de ese modo seguir viviendo. (Eze 33:11.)

Prevención del mal. Puesto que Jehová es quien determina la norma sobre qué es bueno y qué es malo, toda persona debe conocer bien esta norma a fin de poder discernir el camino que ha de seguir. (Heb 5:14.) El amor al dinero es una de las cosas malas o perjudiciales que han de evitarse. (1Ti 6:10.) No es prudente inquietarse por las cosas materiales, pues, como dijo Jesús, †œsuficiente para cada dí­a es su propia maldad [ka·kí­Â·a]†, es decir, su inquietud o aflicción. (Mt 6:34.) El †œdeseo perjudicial† está entre aquello que se ha de eliminar al vestirse de la nueva personalidad. (Col 3:5.) Así­ como el Diablo tentó a Jesús con el mal, del mismo modo los cristianos son conscientes de que han de hacer frente al mal. Cuando esto sucede, el cristiano deberí­a seguir el ejemplo de Jesús y despedir el mal inmediatamente para evitar ser arrastrado al pecado. (Snt 1:13-15; Mt 4:1-11; Flp 4:8.) Aunque debido a la imperfección humana, el cristiano se encuentre en conflicto constante con la carne caí­da y haga lo malo que no desea practicar, como le ocurrí­a al apóstol Pablo, no debe ceder a la carne, sino mantener una lucha constante contra ella. (Ro 7:21; 8:8.) Lo que Jesús dijo concerniente al esclavo malo muestra claramente el peligro de no cumplir con los justos requisitos de Dios. Este esclavo sufrirá castigo más severo por no haberse encargado de las responsabilidades que se le confiaron y por haber llegado al grado de golpear a sus coesclavos. (Mt 24:48-51.)

La manera cristiana de sufrir el mal. Las Escrituras no autorizan al cristiano a hacer el mal a su semejante ni a vengarse. El consejo bí­blico es: †œNo devuelvan mal por mal a nadie†. †œNo se venguen […]: †˜Mí­a es la venganza; yo pagaré, dice Jehovᆙ.† †œNo te dejes vencer por el mal, sino sigue venciendo el mal con el bien.† (Ro 12:17, 19, 21.) Además, los cristianos tienen que estar en sujeción relativa a los gobiernos y no practicar la maldad, pues tales gobiernos, con una mayor o menor medida de conciencia dada por Dios, persiguen la maldad según las leyes del paí­s y hacen uso de su autoridad para castigar a los delincuentes. (Ro 13:3, 4.) No obstante, estos gobernantes rendirán cuentas ante el Juez Supremo por cualquier abuso que hagan de su autoridad. Al sufrir el mal por causa de la justicia, el cristiano tiene el privilegio de participar en la glorificación del santo nombre de Dios. (1Pe 4:16.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

I. El problema
Entre las cuestiones más angustiosas para la teologí­a se cuenta la del mal. Este no puede concebirse en sí­ mismo, pues sólo hay m. como negación del -> bien. Dios, siendo el santo, es también bueno, y esto por sí­ mismo, no por participación de un bien que se halle fuera de él, o que sea anterior a él y mayor que él. Dios es el principio, la fuente pura del bien, el bien por antonomasia. Así­, resulta imposible que él sea el autor del m.: no puede quererlo, ni cae sobre él sombra alguna de mal. ¿Pero cómo puede haber o acontecer algo que sea contrario a Dios y a su bondad? El bien incluye el poderí­o del bien, sin el cual no serí­a totalmente bueno. Por consiguiente Dios sólo es incondicionalmente bueno si su bondad es también incondicionalmente poderosa, si él en cuanto bien es omnipotente. O, bajo otra perspectiva, si Dios es verdaderamente Dios, la facticidad antidivina del m. apunta hacia fuera de Dios y a la vez remite a él. El m. no puede radicar en Dios, pero indudablemente Dios debe interesarse por aquello en que radica el mal. El m. es malo ante Dios; ¿pero cómo Dios es Dios ante el mal? Propiamente, una justificación de Dios ante el m. no agota todaví­a el problema, y ni siquiera da en su núcleo. La explicación del fundamento de su posibilidad es teológicamente necesaria en cuanto que se precisa una justificación intelectual de la -› santidad de Dios. El esclarecimiento de la santidad de Dios con nuestro pensamiento es una preparación del camino para la llegada de su reino (-> reino de Dios). De este reino se trata en la teologí­a. Así­ la pregunta retrospectiva por el fundamento de la posibilidad del mal queda completada y superada por la pregunta relativa al lugar y al “fin” superador del m. en el reino de Dios, en su voluntad salví­fica para con el hombre y el mundo que se ha revelado y realizado en Jesucristo.

Klaus Hemmerle
II. Historia del problema
El pesimismo desplaza el problema del m. al negar todo -> sentido de la realidad. Dentro de esta lí­nea el más radical es Schopenhauer, según el cual el -> mundo surge de un impulso ciego. Ahora bien, lo absurdo y carente de sentido ni siquiera puede abordarse con ninguna pregunta. En cambio, el pensamiento racionalista y el panteí­sta han querido disolver el problema del m. en una visión optimista del mundo. Así­ para Espinosa no existe ningún m., pues todo lo finito es modificación necesaria de la única substancia divina. Y para Hegel, que da una versión dinámica de la concepción de Espinosa e interpreta la -> historia universal como autodesarrollo dialéctico del -> espí­ritu absoluto, el m. sólo es lo que no debe permanecer, pero no lo que no debe ser.

Los sistemas dualistas (-> dualismo) – desde el parsismo pasando por la -> gnosis y el -> maniqueí­smo hasta J. Böhme y el Schelling tardí­o – establecen de manera distinta el bien y el m. (o el fundamento de su posibilidad) como principios originarios, ya sea como esencias divinas que se combaten, ya sea como tensión y escisión en el seno mismo de la única divinidad.

La doctrina bí­blica de la -> creación considera al Dios santo y todopoderoso como autor de la luz y de las tinieblas, como el señor de la gracia y del endurecimiento (->predestinación). Es la desobediencia libre y culpable del hombre la que destruye la armoní­a del estado originario, aunque el hombre es ya tentado por un poder maligno cuyo origen permanece oscuro. Con todo, este poder está bajo la autoridad y el juicio de Dios.

Mediante la conjugación de las afirmaciones reveladas con el caudal del pensamiento griego, sobre todo con el platónico, tanto Orí­genes como Agustí­n desarrollaron la doctrina que luego se hizo patrimonio común de la escolástica: el mal consiste, no en algo positivo, sino en algo negativo, en la carencia de una perfección propiamente exigida a un ente libre y espiritual, carencia que toma su origen en la desviación responsable de la voluntad finita del espí­ritu. Mientras que Orí­genes sitúa este principio en un estadio anterior y concibe nuestro mundo como lugar de castigo de las almas preexistentes que se han hecho culpables al tiempo que acepta la -> apocatástasis universal (p. ej., mediante la cremación del mundo en el -> infierno), Agustí­n concibe el pecado de acuerdo con la Escritura y enseña la posibilidad e incluso realidad de un endurecimiento de la -> decisión mala, hasta el punto de hacerse absolutamente definitiva (el núcleo de su concepto del m. no gira sobre la negación filosófica de su existencia positiva, sino sobre la doctrina de la -> predestinación, que, rechazada por la teologí­a católica, sólo vuelve a adquirir vigencia con la -> reforma protestante). Pero aun cuando no se conceda al m. una entidad propia, ni se lo relacione directamente con Dios, sino sólo a través del hombre, no por eso se ha dado ya una respuesta positiva a la cuestión de su sentido. Los intentos de armonización (a partir, p. ej., de una estética del orden, que lo debe contener “todo”) desconocen la contradicción absoluta e irreconciliable del m., así­ como la pretensión absoluta y total en la reclamación humana de un sentido, y la exigencia de totalidad que implica lo bueno y santo en sí­. Esta tensión permanente (no resuelta, sino, a lo sumo, mostrada y soportada en la teologí­a con mayor conocimiento) entre el absurdo del m. y el sentido del mundo, que se impone pese a todo, convierte el problema del m. en un misterio.

Jörg Splett
III. El fenómeno del mal
1. Su oposición al bien
El rasgo fundamental y más sorprendentemente del m. es su oposición al bien. El m. no se concibe sin el bien, mientras que el bien, para ser bueno, no necesita del mal. El m. existe merced al bien, no a la inversa. La mera negación del bien, su ausencia, la carencia o participación insuficiente del mismo, no revelan toda la agudeza de su oposición al bien, que convierte al m. en mal. El m. es “más” que lo moralmente malo, que la aplicación del concepto de lo “malo”, de lo “no bueno”, al ámbito de la voluntad ética. A diferencia de lo malo, el m. significa la oposición intencionada, el “no” resuelto al bien. El m. es un concepto más restringido (aunque más fundamental) que lo malo. En el m. alcanza su auténtica naturaleza la negación del bien. La maldad de lo malo nunca es un hecho pasivo, sino que se mide en su oposición activa al bien. Un m. inculpable carecerí­a de maldad. Por esto la maldad está en una determinación de la -” voluntad o, derivadamente, del ser de un ente dominado por una dirección de la voluntad. La relación al bien que con ello se adopta es esencia de la voluntad y de su -> libertad. Así­, una mera flaqueza de la voluntad no alcanza el centro del m.; pero es mala en la medida en que la voluntad débil se identifica con su debilidad y la convierte en una relación interna y libre con el bien.

2. Contradictorio en sí­ mismo
Así­, el m. no es sólo oposición al bien, sino que además como tal oposición, es contradictorio en sí­ mismo. Por un lado, es algo “positivo”: es puesto, realizado y afirmado, lo que le da la apariencia peculiar de realidad densa y coherente. Por otra parte, lo puesto, realizado y afirmado es negativo: el “no” al bien, su ausencia; de ahí­ el “vací­o” interno del mal. El “no” dado así­ al bien descubre en su interior otra oposición más: la oposición del bien a sí­ mismo dentro de su negación puesta por la voluntad. La mala voluntad – y aquí­ radica su maldad – impugna el bien que conoce como tal y presenta al mismo tiempo como bien lo puesto en esta impugnación. Y ciertamente no puede hacer otra cosa: lo que la voluntad quiere, lo afirma por eso mismo como bueno. “Bien” significa: “¡así­ debe ser!” Y “querer” equivale a poner algo como debe ser según la visión del que quiere. Incluso el que quiere ser malo sólo por serlo encuentra que es bueno romper con todo, en otras palabras, ser precisamente malo. Y quien sólo a disgusto se deja vencer por el m., en realidad quiere estar tranquilo, pues sufre con la resistencia, y en consecuencia tiene la calma aparente que el m. le trae (e indirectamente el propio m. en su realización), por mejor, es decir, por buena. O sea que el m. es un conflicto del bien con el bien en la voluntad. Algo presente a la voluntad como bueno, como lo que debe ser, es suprimido por ella, colocando en su lugar otra cosa como buena, como lo que debe ser. La fórmula de la buena voluntad es: “Porque esto es bueno, lo quiero”; la de la mala: “¡esto es bueno porque yo lo quiero!”
¿Pero qué es lo verdaderamente bueno, lo que verdaderamente debe ser? Todo lo que es ha recibido la existencia, y debe ser en virtud de la voluntad originaria que le permite existir. El ser mismo significa deber ser, de modo que ser y bien son la misma cosa (->. trascendentales). Con ello el ser no se concibe como mera existencia, como pura facticidad, sino como lo siempre afirmado y otorgado en la existencia del ente, como el “don” propio de todo lo que existe en cuanto que es, don pretendido siempre por el ser del ente, de cara al cual existe éste. Así­ el bien por antonomasia es la plenitud que envuelve y supera todo ente, el origen que todo lo otorga y llena, y que por ello se mantiene unido consigo mismo. Pero la voluntad finita es ser “dejado” por este origen incondicional para que sea ella misma. En cuanto ser “dejado” está arrojada a la existencia, y por su parte debe afirmar esta condición. En efecto, la voluntad puede realizar activamente como suyo propio el movimiento originario por el que se le concede el ser. Decidiéndose y configurando así­ su propio ser y el ajeno, es origen de su asentimiento al origen incondicional y de su conformidad con él. La realización de la voluntad finita implica necesariamente una duplicidad: es origen que emite ser, centro desde el que se decide la propia entidad y la del mundo como imagen suya; pero es solamente origen segundo, centro accesorio, y por eso, antes de determinarse a sf mismo y de configurar todas las cosas, debe sintonizar primeramente con el origen que determina la voluntad finita y todas las cosas. O sea, ésta ha de hacer por sí­ misma que sea bueno aquello que previamente se le ha otorgado como bueno.

Para la voluntad finita el bien consiste en la coincidencia del propio criterio de bondad con el criterio incondicional de Dios, en la obediencia conformadora, la cual, sin embargo, no es una copia, sino que consiste en un dejar aparecer y dar forma en el mundo a la voluntad divina, en una interpretación activa de la misma. Esa coincidencia es afirmada por la voluntad finita en cada caso. En efecto, cuando ella quiere no dice solamente: “Por mi parte debe ser así­”; sino que dice sin más: “verdaderamente debe ser así­”. Pues en cuanto voluntad aspira a que sea como ella quiere, aspira al ser que sólo se le ha dado en parte, y afirma la conformidad con él tal como es. Pero la afirmación de la conformidad no es todaví­a la garantí­a de la misma, queda aún la posibilidad de discordancia, la cual lleva consigo la posibilidad del mal.

3. Discordancia del bien
En cuanto la voluntad finita quiere algo, lo quiere siempre como ente, como lo que debe ser, o sea, como algo bueno. Por ello, el m. no puede tener un contenido óntico. ¿Qué es, entonces, el m. en cuanto a su contenido? La mala voluntad niega el bien, elimina un bien, destruye, deforma o desfigura un contenido bueno. Al mismo tiempo afirma y pone algo, es decir, un contenido como bueno. En realidad la mala voluntad quiere siempre un bien, aunque sólo sea su propia capacidad volitiva, que, como tal, es buena. Incluso la autodestrucción pone como buena la fuerza con la que puede destruirse, una energí­a que por su ser y su origen es buena. Así­ que la maldad del mal no es un contenido, sino la desunión del bien mismo, la discordancia del bien en la voluntad. Por el hecho de ser, todo es bueno; pero es bueno referido al bien incondicionado y sólo a partir de él. Un ente sólo está en conformidad consigo mismo si está en conformidad con el todo, y en consecuencia con lo absoluto. El bien es lo que coordina todos los entes en su orden; orden que precede siempre al momento de la decisión finita y que, sin embargo, ha de hallarse y realizarse siempre de nuevo. El m. es la discordancia del ente respecto de sí­ mismo y de lo absoluto. Con ello es igualmente discordancia de la voluntad respecto de sí­ misma y de lo absoluto y, en definitiva, respecto de lo querido mismo, que en virtud de su origen absoluto no es como lo afirma y quiere la mala voluntad.

IV. El mal en el mundo
La dependencia interna del m. respecto del bien excluye una interpretación “dualista” del -> mundo (-> dualismo, -> maniqueí­smo), una igualdad de origen para el bien y para el mal como dos principios entitativos o que al menos repercuten constitutivamente en los entes. “El mal” no es una entidad con poder propio, no es algo que exista por sí­, sino que existe siempre en la voluntad que “es”, y, por tanto, en principio en la voluntad buena. Al proceder el m. del interior de la voluntad, de su propio querer, no es un poder supraindividual, sino que tiene su lugar en cada voluntad. Pero dada la naturaleza de la voluntad, que se refiere siempre al todo, este todo queda perturbado a causa de la voluntad mala; y así­ el m. posee un poder de irradiación que es capaz de perturbar el mundo mismo y de ejercer un influjo seductor sobre otras voluntades. En virtud de este poder tentador y perturbador sobre el mundo, y por la concurrencia de muchas voluntades malas en un querer maligno, el m. logra una cierta “independencia”, sin duda secundaria y sólo aparente, pero eficaz.

V. Fundamento de la posibilidad del mal
Por ello resulta tanto más angustioso el interrogante de cómo es posible el m., cuando en realidad sólo es posible aquello que la omnipotencia del Dios bueno puede hacer. El análisis del m. da por sí­ mismo la respuesta. En cuanto que la voluntad finita existe, es por esencia simplemente “lo mismo” que el bien: todo lo que permite superarse a sí­ mismo y en medio de ello ser uno consigo mismo. Pero como voluntad finita no es necesariamente lo que es; su existencia está en la tensión de lo que sobreviene a su esencia. Realizándose a sí­ misma, es decir, realizando su esencia, la voluntad debe hacer por sí­ misma aquello que ya es sin ella. Su cosa más propia, su esencia, es su “otro”; y ella debe realizar su “otro” como cosa propia, es decir, por sí­ misma. En consecuencia, cuanto hace lo realiza necesariamente como bueno; pero lo que realiza como bueno lo hace por sí­ misma, es decir, no necesariamente. Ahí­ está incluida ónticamente la posibilidad de una diferencia en la realización, de una discordancia, o sea, del m. Este acontece sólo por la voluntad finita, llamada a suprimir por sí­ misma la diferencia de lo añadido a la voluntad divina, para ser así­ “como Dios”, no desde sí­ misma, sino desde Dios, para ser una con él y a la vez totalmente distinta de él. El designio de Dios de dejar su imagen, su “esencia”, en una imitación creada comporta el riesgo de que esta imitación se desfigure. El ser del espí­ritu finito es el fundamento de la posibilidad del mal.

VI. Superación del mal
Si el m, es la discordancia del mundo respecto de sí­ mismo y de Dios por la discordancia que introduce la voluntad finita con su gloria propia, la muerte de Jesús y su -> resurrección son la superación del m. por la decisión libre del origen que determina con su omnipotencia. Al hacerse Jesús “obediente hasta la muerte”, realiza el acuerdo radical con la voluntad del Padre, y por consiguiente el “no” al m. juzgándolo. Con ello realiza a la vez la aceptación amorosa del -> pecado y de la culpa del mundo (cf. también -> pecado original), con el cual, como su imagen perfecta, “coincide” en la cruz. La solidaridad de Jesús con la humanidad pecadora es al mismo tiempo solidaridad de obediencia amorosa del Hijo con el Padre. Esta nueva conformidad entre Dios y el mundo se revela como nacimiento del hombre nuevo y principio de la nueva creación, y queda confirmada en la resurrección pascual. La muerte y la resurrección de Jesús se le ofrecen al hombre como la buena nueva para la conversión de su voluntad mala y soberbia hacia la conformidad en la fe, la esperanza y el amor con la acción de Dios en Jesús. La superación del m. se produce como -> amor de Dios que, entrega a su Hijo para la reconciliación, y como amor del Hijo que en el único gesto de su entrega soporta a la vez al Padre y a los pecadores, y así­ vuelve a reunirlos. El espí­ritu del Hijo obra en los redimidos ese mismo amor, que supera la tensión de la voluntad finita entre la necesidad de determinarse a sí­ misma y la obligación de dejarse determinar. En efecto, el amor quiere como cosa propia, “por sí­ mismo”, lo que quiere el amado; es una unidad sin brechas, rectilí­nea, del hombre con Dios y con su normativa emisión de ser, consigo mismo y con el mundo, al que la voluntad amorosa de Dios ha dado una entidad propia.

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Klaus Hemmerle

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Puede describirse al mal, en sentido extenso, como la suma total de la oposición existente, contra los deseos y necesidades individuales, que la experiencia muestra en el universo, de donde surgen, entre los seres humanos al menos, los sufrimientos que abundan en la vida. De esta manera el mal, desde el punto de vista del bien humano, es lo que no ha de existir. A pesar de eso, no hay parte de la vida humana en la que no se sienta su presencia y la discrepancia entre lo que es y lo que ha de ser, siempre ha requerido explicar la consideración que el género humano ha intentado dar a él y a su entorno. Para este propósito es necesario (1) definir la precisa naturaleza del principio que imparte el carácter de mal, a tan gran variedad de circunstancias y (2) determinar, hasta donde pueda ser posible, el origen, del cual surge.

Con respecto a la naturaleza del mal, debe observarse que es de tres tipos: físico, moral, y metafísico. El mal físico comprende todo aquello que causa daño al hombre, lesión corporal, frustración de sus deseos naturales, impedimento del pleno desarrollo de sus poderes, sea en el orden de la naturaleza, directamente, o a través de las variadas condiciones sociales, bajo las que la humanidad existe naturalmente. Males físicos directamente debidos a la naturaleza son: la enfermedad, un accidente, la muerte, etc. La pobreza, la opresión y algunas formas de enfermedad son casos de mal, que surgen de la imperfecta organización social. El padecimiento mental, como la ansiedad, la desilusión, el remordimiento y la limitación de la inteligencia, que impiden a los seres humanos alcanzar la total comprensión de su medio ambiente, son formas congénitas de mal y cada una varía en carácter y grado, según la propia inclinación natural y las circunstancias sociales.

Por mal moral se entiende la desviación de la voluntad humana de las reglas del orden moral y la acción que resulta de esa desviación. Tal acción, cuando proceda exclusivamente de la ignorancia, no será clasificada como mal moral, que esta restringido propiamente a los actos de la voluntad, hacia los fines que la conciencia rechaza. La extensión de mal moral no se limita a las circunstancias de la vida en el orden natural, sino también incluye la esfera de la religión por la que el bienestar del hombre es afectado en el orden sobrenatural, y los preceptos que, como dependientes finalmente de la voluntad de Dios, son las obligaciones más estrictas posibles. (ver PECADO). La obligación para la acción moral en el orden natural, por otra parte, es generalmente entendida, como dependiente de razones suministradas por la religión y es por lo menos dudoso, si posible, para la obligación moral, existir del todo separada de una sanción sobrenatural.

El mal metafísico es la limitación de una o de varias partes componentes del mundo natural. A través de esta mutua limitación se impide, a la mayor parte de los objetos naturales, lograr su completa o ideal perfección, sea por constante presión de la condición física o por catástrofes inesperadas. Así, los organismos animales o vegetales son influenciados diversamente por el clima y otras causas naturales. Los animales depredadores dependen para su existencia de la destrucción de la vida. La naturaleza está sujeta a tempestades y convulsiones y su orden depende de un perpetuo sistema de decadencia y renovación, debido a la interacción de sus partes constitutivas. Si el sufrimiento de los animales se excluye, ningún dolor de cualquier tipo es causado por las limitaciones inevitables de naturaleza y solo puede llamarse mal por analogía y con un sentido bastante diferente al que se aplica al término, en la experiencia humana. Clarke, por otra parte, ha observado acertadamente (Correspondencia con Leibniz, carta II) que el desorden aparente de naturaleza, realmente, no es desorden, sino parte de un esquema definido, que cumple, precisamente, la intención del Creador, puede considerarse, por lo tanto, como una perfección relativa, en lugar de una imperfección.

Es, de hecho, sólo por transferencia a los objetos irracionales de los ideales subjetivos y aspiraciones de la inteligencia humana, que el “mal de la naturaleza” pueda llamarse mal, en cualquier sentido, excepto en uno meramente análogo. La naturaleza y el grado de dolor en los animales más inferiores son muy vagos y en la necesaria ausencia de datos es difícil decir si deben clasificarse, correctamente, con el mal meramente formal que pertenece a los objetos inanimados o con el sufrimiento de los seres humanos. Esta consideración, generalmente fue sostenida en tiempos antiguos y puede referirse, quizás, a la tendencia antropomórfica de mentes primitivas que aparecen en la doctrina de la metempsicosis. Así, a menudo se ha supuesto, que el sufrimiento animal, junto con muchas de las imperfecciones de naturaleza inanimada, era debido a la caída de hombre, cuyo bienestar como parte principal de la creación, estuvo limitado a las suertes del resto (ver Theoph. Antioch., Ad Autolyc., II; cf. Gen. 3, y 1 Cor.9). La consideración opuesta es tomada por Santo Tomás (I, Q. XCVI, a. 1,2).

Descartes supuso que los animales eran solo máquinas, sin sensación o conciencia y fue seguido estrechamente por Malebranche y los cartesianos en general. Leibniz admite la sensación en los animales, pero la considera un simple sentido perceptivo, que desprovisto de reflexión, no puede causar dolor o placer, en todo caso sostiene, el dolor y el placer de los animales es comparable en grado a aquellos, resultantes del mecanismo reflejo en el hombre (también ver Maher, Psicología, Supp’t. A, Londres, 1903). Es de nuevo evidente, que todo el mal es esencialmente negativo y no positivo; es decir que no consiste en la adquisición, sino en la pérdida o privación de algo necesario para la perfección. El dolor, que es la prueba o criterio del mal físico tiene algo positivo en verdad: la existencia puramente subjetiva como sensación o emoción; pero su mala cualidad, es el efecto perturbador en la víctima.

Tal como comportamiento, la acción perversa de la voluntad de la que depende el mal moral, es más que una mera negación de la acción correcta, implica cuando se realiza, el elemento positivo de opción. Pero el carácter moralmente malo de la acción equivocada, no está constituido por el elemento de opción, sino por el rechazo de aquello que demanda la correcta razón. Así Orígenes (Sobre Juan 2, 7) define al mal como stéresis; el Pseudo-Dionisio (De. Div. Nom. IV) como el no-existente; Maimónides (Dux perplex. III, 10) como “privato boni alicujus”; Alberto Magno (adoptando la frase de San Agustín) atribuye el mal a una “aliqua causa deficiens” (Summa Theol., I, XI, 4); Schopenhauer, sostuvo que el dolor es la condición positiva y normal de la vida (el placer, su parcial y temporal ausencia), a pesar de esto, lo hizo depender del fracaso de deseo humano para obtener un cumplimiento “el deseo es, en sí mismo, dolor”. Así se comprenderá que el mal no es una entidad real, es relativo.

Lo que es malo, en algunas relaciones, puede ser bueno en otras y probablemente, ninguna forma de existencia es exclusivamente mala en todas las relaciones. Por ende se ha pensado que no puede decirse que el mal, verdaderamente, existe en absoluto, es realmente nada más que un “menos bien”. Pero esta opinión, parece omitir considerar la realidad de la experiencia humana. Aunque la misma causa puede dar dolor a uno y placer a otro, dolor y placer, como sensaciones o ideas, no pueden ser, sino mutuamente exclusivas. Nadie, sin embargo, ha intentado negar este hecho tan obvio y la opinión en cuestión puede entenderse, quizás, como una paradójica manera de expresar la relatividad del mal.

Hay, prácticamente, acuerdo general de autoridades sobre la naturaleza del mal. Alguna concesión debe hacerse por los variados estilos de expresión, que dependen de la correspondiente variedad de presuposiciones filosóficas. Pero en la cuestión del origen de mal ha habido y hay, una considerable diversidad de opinión. El problema es estrictamente metafísico, es decir que no puede ser aclarado por un simple análisis experimental de las condiciones reales, de las que el mal es el resultado. La pregunta que Schopenhauer ha llamado “el punctum pruriens de metafísicas”, no se preocupa tanto por las variadas y detalladas manifestaciones del mal en la naturaleza, sino por la causa oculta y subyacente que ha hecho a estas manifestaciones posibles o necesarias. Es al momento evidente, que la pregunta en una región tan oscura debe ser atendida con gran dificultad y que las conclusiones alcanzadas deban, en su mayor parte, ser de un carácter tentativo y provisional. Ningún sistema filosófico ha tenido éxito, escapando de la oscuridad en la que el tema está envuelto, pero no es demasiado decir que la solución Cristiana ofrece en general, menos dificultades y se aproxima, más que cualquier otro, a la perfección.

La cuestión puede formularse así. Admitiendo que el mal consiste en una cierta relación del hombre a su ambiente, o que surge de la relación de las partes componentes de la totalidad de la existencia de uno u otro, ¿cómo se llega a que, aunque los resultados de un proceso cósmico universal sean todos semejantes, esta obra universal está perpetuamente en guerra consigo misma, contradiciendo y frustrando sus propios esfuerzos en la hostilidad mutua de su progenie? Más allá, admitiendo que el mal metafísico en sí mismo pueda ser, meramente, el método de la naturaleza significando solo una redistribución continua de los elementos materiales del universo, el sufrimiento humano y la maldad todavía aparecen como esencialmente opuestos al esquema general del desarrollo natural y son difícilmente reconciliables con cualquier idea o concepción de unidad o armonía en la naturaleza. ¿Para qué, entonces, el mal de la vida humana, físico y moral, es atribuido como su causa? Pero, cuando el universo es considerado como el trabajo de un Creador todo bondadoso y todopoderoso, un nuevo elemento se agrega al problema.

¿Si Dios es todo bondadoso, por qué Él causó o permitió el sufrimiento? Si Él es todopoderoso, no puede estar bajo ninguna necesidad de crearlo o permitirlo. Por otro lado, si Él está bajo alguna necesidad semejante, no puede ser todopoderoso. Además, si Dios es absolutamente bueno, y también omnipotente, ¿cómo puede permitir la existencia del mal moral? Tenemos que inquirir, de qué modo el mal ha venido a existir, y cuál es su relación especial con el Creador del universo. La solución del problema ha sido intentada a través de tres métodos diferentes.

I. Se ha sostenido que la existencia es fundamentalmente mala. Que el mal es el principio activo del universo y el bien nada más que una ilusión, una búsqueda que sirve para inducir a la raza humana a perpetuar su propia existencia (vea PESIMISMO). Éste es el dogma fundamental del Budismo (es decir) contemplar la felicidad como inalcanzable y sostener que no hay manera de escapar de la miseria sino dejando de existir de otra manera, en ese estado impersonal de Nirvana. El origen de sufrimiento, según Buda, es “la sed por ser”. Esta fue, entre los filósofos griegos, también la visión de Hegesias el Cireneico (llamado peisithánatos, el consultor de la muerte), quién consideraba a la vida como algo insignificante y al placer como el único bien, por ser inalcanzable. Pero el temple griego no estaba naturalmente inclinado a una visión pesimista de la naturaleza y de la vida y mientras la mitología popular incluyó los aspectos más oscuros de la existencia en concepciones tales como aquéllas del Destino, la venganza de las Furias, y la envidia (phthónos) de los dioses, los pensadores griegos sostuvieron, como regla, que el mal es universalmente supremo, pero puede evitarse o superarse mediante la sabiduría y la virtud. El pesimismo, como sistema metafísico, es producto de los tiempos modernos. Sus principales representantes, Schopenhauer y Von Hartmann, sostuvieron que el universo real es fundamentalmente malo y la felicidad, imposible. El origen fenomenal del universo es atribuido, por Schopenhauer, a una Voluntad transcendental que él identifica como puro ser y por Hartmann, al inconsciente que incluye la Voluntad y la Idea, la (Vorstellung) de Schopenhauer. Según Schopenhauer y Hartmann, el sufrimiento ha entrado en la existencia como propia conciencia, de la cuál es inseparable.

II. El mal ha sido atribuido a uno de los dos principios, mutuamente opuestos, respectivamente, debido a la mezcla del bien y del mal en el mundo. La relación entre los dos se representa diversamente. Los rangos de coordenación imaginados por Zoroastrismo, son debidos a la simple independencia relativa de la voluntad creadora, tal como sostiene la teología Cristiana. Zoroastro atribuyó el bien y el mal, a dos principios mutuamente hostiles (hrízai, o árchai) respectivamente llamados Ormuz (Ahura Mazda) y Ahrimán (Angra Mainyu).

Cada uno era independiente del otro pero eventualmente el bien fue victorioso con Ormuz y Ahrimán y sus malos seguidores fueron expulsados del mundo. Este dualismo mitológico pasó a la secta de los maniqueos cuyo fundador, Manes o Maniqueo, agregó un tercer principio subordinado, emanado de la fuente del bien (y correspondiendo quizás, en algún grado, al Mithras del Zoroastrismo) o “espíritu viviente” por quien se formó el presente mundo material de una mezcla del bien y del mal. Manes sostuvo que la materia era esencialmente mala y por consiguiente no podría estar en contacto directo con Dios. Él derivó la noción, probablemente, de las sectas gnósticas que, aunque difirieron entre sí, concordaron en seguir muchos puntos, generalmente, la opinión de Filo y el neoplatónico Plotino, como el mal de la materia. Ellos sostuvieron que el mundo fue formado por una emanación, el Demiurgo, un tipo de intermediario entre Dios y la materia impura. A pesar de esto, Bardesanes, y sus seguidores consideraron al mal como una resultante del uso inapropiado crear con libre albedrío.

La noción, que el mal es necesariamente inherente a la materia, independiente del Divino autor del bien y en algún sentido opuesto a Él, es común a anteriores sistemas teosóficos, a muchas concepciones puramente racionales de la filosofía griega y a otras que han avanzado, sobre este asunto, en tiempos posteriores. En la idea Pitagórica de una armonía numérica como principio constitutivo del mundo, el bien esta representado por la unidad y el mal a través de la multiplicidad (Filolao, Fragm.). Heráclito puso la “lucha”, como condición esencial de la vida, contra la acción Divina. “Dios es el autor de todo lo correcto, lo bueno y lo justo pero los hombres, a veces han escogido lo bueno y a veces, lo malo” (Fragm. 61). Empédocles, además, atribuye el mal al principio “odio” (neîkos), inherente junto con su opuesto “amor” (phília) en el universo. Platón sostuvo que Dios esta “libre de culpa” (anaítios) por el mal del mundo. Su causa fue en parte por la necesaria imperfección de la existencia material creada y en parte por la acción de la voluntad humana (Timeo, XLII,; cf. Fedo. LX).

Con Aristóteles, el mal es un aspecto necesario de los cambios constantes de la materia, y no tiene en sí mismo, ninguna existencia real (Metaph., IX, 9). Los estoicos concibieron al mal de un modo algo similar, como debido a una necesidad. El poder Divino inmanente armoniza al mal y al bien en un mundo cambiante. El mal moral procede de la necedad de la humanidad, no de la voluntad Divina y es dominado por un fin bueno. En el himno de Cleantes a Zeus (Ston. Ecl., 1, p.30) puede percibirse un acercamiento a la doctrina de Leibniz, sobre la naturaleza de la maldad y de la bondad del mundo. “Nada se realiza sin vosotros en la tierra, el mar o el cielo, excepto el mal que los hombres cometen por su propia necedad. Entonces vosotros habéis unido todo el mal y todo el bien, al mismo tiempo, donde podría haber un esquema razonable y eterno de todas las cosas”. En el sistema místico de Eckhart (d. 1329), el mal, pecado incluido, tiene su lugar en el esquema evolutivo por el que todos los procesos, desde y hacia Dios, contribuyen ambos, en el orden moral y en el físico, para el cumplimiento del propósito Divino.

Los monistas de Eckhart o las tendencias panteístas parecen haber oscurecido, por él, muchas de las dificultades del asunto, como ha sido el caso de aquellos a quienes las mismas tendencias han llevado, subsecuentemente, a una conclusión extrema.

La filosofía Cristiana, como la hebrea, atribuyen el mal moral y el físico a la acción de la voluntad, creada libre. El hombre se ha provocado asimismo el mal que sufre, transgrediendo la ley de Dios o la obediencia, de la que dependía su felicidad. El mal está en las cosas creadas, bajo el aspecto de mutabilidad y posibilidad de defecto, no como existiendo per se. Los errores de la humanidad confundiendo las verdaderas condiciones de su propio bienestar, han sido la causa del mal moral y físico (Dion. Areop., De Div. Nom., IV, 31; San Agustín, De Civ. Dei. XII). El mal que el hombre sufre es, sin embargo, la condición del bien que por su causa, aquel es permitido. Así, “Dios juzgó mejor, sacar el bien del mal, que no sufrir el mal existente” (San Agustín, Enchirid., xxvii). El mal, contribuye a la perfección del universo, como las sombras a la perfección de un cuadro o como la armonía a la de la música (De Civ. Dei, XI).

Además, la excelencia de las obras de Dios en la naturaleza, persiste como evidencia de la Divina sabiduría, poder y bondad por las que ningún mal puede ser causado directamente. (Greg. Nyss., De. opif. hom.) Así Boetio pregunta (De Consol. Phil., I, IV) ¿Quién puede ser el autor del bien, si Dios es el autor de mal? Cuando la oscuridad es nada más que la ausencia de luz y no es producida por la creación, entonces el mal es meramente falta de bondad. (San Agustín, In Gen, literalmente). San Basilio (Hexaem., Hom. II) señala los propósitos educativos extraídos del mal y San Agustín, sostiene que el mal es permitido para castigo del malvado y juicio del bien, mostrando que tiene bajo este aspecto, la naturaleza del bien y es agradable a Dios, no debido a lo que es, sino debido a de dónde es, (es decir) como una consecuencia penal y justa del pecado (De Civ. Dei, XI, XII, De Vera Relig. XLIV). Lactancio, utiliza argumentos similares para oponerse al dilema, acerca de la omnipotencia y bondad de Dios, que pone en la boca de Epicúreo (De Ira Dei, XIII). San Anselmo (Monologium) conecta al mal con la manifestación, parcial, del bien de la creación, cuya plenitud reside exclusivamente en Dios.

Los rasgos que se destacan en la explicación Cristiana más antigua del mal, como comparación con las teorías de dualísticas no cristianas son: la definida atribución a Dios de la omnipotencia absoluta y la bondad, no obstante Su permiso de la existencia de mal, la asignación de una causa moral en el pecado de la humanidad y retributiva con sufrimiento y la aserción inmediata de la beneficencia del propósito de Dios permitiendo el mal, junto con la plena admisión que Él pudo haberlo escogido y Él, lo ha evitado (De Civ. Dei, XIV).

Como el permiso de Dios, del mal que Él conocía y podría prevenir, se reconciliará con Su bondad, no es tenido en cuenta plenamente. San Agustín formula la pregunta en duros términos, pero es satisfecho por vía de la seguida respuesta de San Pablo, referida al despropósito de los juicios Divinos (Contra Julianum, I, 48).

Las mismas líneas generales han seguido la mayoría de los modernos intentos de considerar, en términos de Teísmo, a la existencia de mal. Descartes y Malebranche sostuvieron que el mundo es el mejor posible, para el propósito que fue creado, es decir para la manifestación de los atributos de Dios. Ha sido ajustado, al menos, para el logro de este objeto. La relación del mal con la voluntad de un Creador absolutamente benévolo, fue tratada detalladamente por Leibniz, en respuesta a Bayle que había insistido en argumentos derivados de la existencia de mal, contra aquellos de un Dios bueno y omnipotente.

Leibniz fundó sus consideraciones, principalmente, en aquéllas de San Agustín y Santo Tomás, y dedujo de allí su teoría del optimismo según la cual, lo inverso es lo mejor posible. Pero el mal metafísico o complemento, está necesariamente envuelto en la constitución, porque debe ser finito y no podría estar dotado de la perfección infinita, que pertenece exclusivamente a Dios. El mal moral y físico se debe a la caída de hombre, pero todo el mal es dominado por Dios para un propósito bueno. Es más, el mundo que conocemos es sólo un factor muy pequeño en el conjunto de la creación y puede suponerse que el mal que contiene, es necesario para la existencia de otras regiones desconocidas por nosotros. Voltaire en “Candide”, intentó ridiculizar la idea del “mundo mejor posible”. Debe admitirse que la teoría está abierta a serias objeciones.

Por un lado, es escasamente consistente con la creencia en la omnipotencia Divina y por el otro, falla al considerar el permiso (o la paternidad indirecta) de mal por un Dios bueno al que Bayle había percibido, especialmente, como excepción. Nosotros no podemos saber que este mundo es el mejor posible; ¿y si así fuera, puesto que incluye tanta maldad, por qué lo debió haber creado un Dios absolutamente bueno? Puede alegarse, también, que no puede haber algún grado de bondad finita que no sea susceptible de incrementarse por omnipotencia, sin caer rápidamente en la perfección infinita.

Leibniz ha sido seguido, más o menos estrechamente, por muchos que han tratado el asunto desde el punto de vista Cristiano. En su mayor parte, han dado énfasis a la evidencia, en la creación, de la sabiduría y bondad de su Autor, después del comportamiento en el Libro de Job y han estado satisfechos de salir sin descubrir la razón de la creación por Él, de un universo en que el mal, es inevitable. Semejante era la visión, de King (Ensayo sobre el Origen de Mal, Londres, 1732), quién insistió fuertemente en la doctrina del mundo mejor posible y la de Cudworth que sostuvo que el mal, aun cuando inseparable de la naturaleza de los seres imperfectos, es en gran parte una cuestión de la propia imaginación u opinión de los hombres, en lugar de la realidad de cosas y por consiguiente no deben hacerse, como fundamento, acusaciones contra la Divina Providencia.

Derham, (Physico-Theología, Londres, 1712) tomando la ocasión para un examen de la excelencia de la creación, recomendó una actitud de humildad y confianza hacia el creador de “este elegante, bien pensado y bien formado mundo en el que encontramos, aquí abajo, todo lo necesario para el sustento, utilidad y placer tanto del hombre como de cualquier criatura, así como algunos látigos o algunas varas, para azotarnos por nuestros pecados”. Sacerdotalmente, sostuvo una doctrina de absoluto determinismo. Por consiguiente atribuyó el mal, solamente, a la voluntad divina, que sin embargo, justificó por los buenos fines. El mal fue creado para, providencialmente, ayudar

( Doctrina de Necesidad Filosófica, Birmingham, 1782). Clarke, además, llama especial atención a la evidencia del método de plan creado, que da testimonio de a la benevolencia del Creador, en medio del aparente desorden físico y moral. Rosmini siguiendo estrechamente a Malebranche, señaló que la cuestión de la posibilidad de un mundo mejor, realmente no tiene ningún sentido. Cualquier mundo, creado por Dios, debe ser el mejor posible, respecto a su especial propósito, separadamente del cual ninguna bondad o maldad puede predicarse de el.

Mamiani también supuso que el mal es inseparable de lo finito, pero tiende a desaparecer como finito, al aproximarse a su unión final con el infinito.

III. El tercer camino para concebir la posición de mal en el esquema general de la existencia, lo constituyen aquellos sistemas monistas que consideran al mal, no más que como un modo, en el que ciertos aspectos de los momentos del desarrollo de la naturaleza, son aprehendidos a través de la conciencia humana. En esta visión, no hay principio distintivo al que pueda asignarse el mal y su origen es en conjunto uno, con la naturaleza. Estos sistemas rechazan la idea específica de la creación y la idea de Dios se excluye rigurosamente, o se identifica con un principio impersonal inmanente en el universo, o se concibe como una simple abstracción de los métodos de la naturaleza, que considerada desde el punto de vista del materialismo o del idealismo, es la única realidad.

El problema del origen del mal, se une así con el del origen del ser. El mal moral, en particular, surge del error y es gradualmente eliminado, o por lo menos minimizado, por el desarrollo del conocimiento de las condiciones del bienestar humano (Meliorismo). De esta clase, en su conjunto, fueron las doctrinas de los hilozoístas jónicos cuya noción fundamental era la indispensable unión entre la materia y la vida. Por otro lado, los eleáticos también fundamentaban el origen de todas las cosas en un ser abstracto. Los atomistas Léucipo y Demócrito, sostuvieron lo que puede llamarse, una doctrina materialista monista. Esta doctrina, sin embargo, encontró su primera y completa expresión en la filosofía de Epicúreo, que explícitamente rechazó la noción de cualquier influencia externa en la naturaleza, o del “destino”, o del poder Divino. Según el epicúreo Lucrecio, (De Rerum Natura, II, línea 180) la existencia de mal fue letal para la hipótesis de la creación del mundo, por Dios:

Nequaquam nobis divinitus esse creatum
Naturam mundi, quæ tanta est prædita culpa.

Giordano Bruno hizo a Dios la causa inmanente de todas las cosas, actuando por una necesidad interior y produciendo las relaciones consideradas como mal por la humanidad. Hobbes consideró a Dios como la causa corpórea primera y aplicando su teoría de gobierno civil al universo, defendió la existencia de mal por simple aserción del poder absoluto al que es debido. Teoría que no es más que otra manifestación del determinismo materialista en términos de relaciones sociales. Spinoza unió espíritu y materia en la noción de una sola substancia a la que atribuyó concepto y extensión. El error y perfección eran la consecuencia necesaria del orden del universo.

El Monismo Hegeliano que reproduce muchas de las ideas de Eckhart y es adoptado en sus rasgos principales por muchos sistemas diferentes de reciente origen, dan al mal un lugar en el desdoblamiento de la Idea, en la que el origen y la realidad íntima del universo están por ser encontradas . El mal es la discordia temporal entre lo que es y lo que ha de ser. Huxley estaba satisfecho al opinar que las últimas causas de las cosas son en la actualidad desconocidas y pueden ser irreconocibles. El mal es para ser conocido y combatido en lo concreto y en detalle. Pero el Agnosticismo profesado y designado por Huxley, rechaza tomar en consideración cualquier pregunta acerca de las causas transcendentales y lo confina a los hechos experimentales. Haeckel adelanta un materialismo dogmático en que la substancia ( es decir la materia y la fuerza) aparece como la base eterna e infinita de todas las cosas. El Profesor Metchnikoff, con principios similares, coloca la causa del mal en “las desarmonías” que predominan en la naturaleza, pensando que pueden eliminarse, quizás finalmente, para la raza humana al menos, junto con el temperamento pesimista surgido de ella, por el progreso de la ciencia.

Bourdeau ha afirmado en términos expresos la futileza de buscar un origen transcendental o sobrenatural para el mal y la necesidad de confinar la consideración a causas naturales, accesibles y determinables. (Revista Filosófica, I, 1900).

El sistema recientemente construido, o el método, llamado pragmatismo, tiene mucho en común con el pesimismo, que considera al mal como parte realmente inevitable de la experiencia humana en un punto idéntico, de hecho, con la verdad y la realidad. El mundo es como nosotros lo hacemos. El mal tiende a disminuir con el crecimiento de la experiencia y puede desaparecer finalmente, aunque por otro lado, siempre puede permanecer allí, el mínimo irreducible del mal.

El origen del mal, como el origen de todas las cosas, es inexplicable. Ninguna teoría puede ajustarse al plan del universo, simplemente, porque ninguna teoría es posible. “No podemos entender, por ninguna posibilidad, el carácter de la mente cósmica cuyo propósito es plenamente manifestado, por la extraña mezcla del bien y el mal que encontramos en este particular mundo real. La simple palabra plan, no tiene por sí misma, ninguna consecuencia y nada explica”. (James, Pragmatismo, Londres, 1907. Cf. Schiller, Humanismo, Londres 1907.) Nietzsche sostiene que el mal es puramente relativo y su aspecto moral, por lo menos, un concepto transitorio y no fundamental. El género humano en el estado presente, es “un animal todavía no adaptado propiamente a su medio ambiente”. En este modo de pensamiento el individuo cuenta necesariamente muy poco como ser y es meramente una manifestación pasajera de la fuerza cósmica. Los aspectos sociales de la humanidad son los sufrimientos y limitaciones considerados, principalmente, como tendientes a su mejoramiento.

Ahora, las varias formas de Socialismo. La idea totalmente nueva concebida por Nietzsche, aunque todavía indefinida, es una forma de moralidad social y de la constitución y mutuas relaciones de clases, las llamadas religiones éticas y científicas que inculcan la moralidad, tendientes a ser, generalmente buenas. El primer ejemplo de tales religiones es la de Augusto Comte que con la base materialista del positivismo, fundó “la religión de la humanidad”. Propuso sustituir un entusiasmo en favor de la humanidad como motivo para la acción correcta, por las razones de la religión sobrenatural.

En la luz de la doctrina católica, cualquier teoría que pueda sostenerse acerca de mal, debe incluir ciertos puntos que afectan la pregunta que se ha definido autorizadamente. Estos puntos son: la omnipotencia, la omnisciencia, la bondad absoluta del Creador, la libertad de la voluntad y el sufrimiento, que es la consecuencia penal de la desobediencia premeditada de la ley de Dios.

Un informe completo puede reunirse de la enseñanza de Santo Tomás de Aquino quien sistematizó los principios de San Agustín y los suplementó extensamente. El mal, según Santo Tomás, es una privación, o ausencia de algo bueno y corresponde propiamente a la naturaleza del ser viviente. (I,Q xiv, a. 10; Q.,xlix a. 3; Contra Gentiles, III, ix, x). No hay ningún “summum malum” por consiguiente, o fuente positiva de mal, correspondiente al “summum bonum” que es Dios (I,Q. xlix , a. 3; C. G., III, 15; De Malo, I, 1). El mal no “ens reale” sino sólo “ens rationis” es decir que no existe como hecho objetivo, sino como concepción subjetiva. Las cosas no son malas en sí mismas, sino por causa de su relación con otras cosas o personas. Todas las realidades (entia) son en sí mismas, buenas. Si producen resultados malos, es solo incidentalmente y en consecuencia la última causa de mal es fundamentalmente buena, de igual manera que los objetos en los que el mal se encuentra (I,Q. xlix; cf.I, Q. v, 3,; De Malo, I, 3). Así, el maniqueísmo dualista no tiene ningún fundamento en la razón.

El mal es triple, a saber., “malum naturæ” (mal metafísico), “culpæ” (moral), y “paenæ” (físico, la consecuente retribución del “malum culpæ”) (I, Q. xlviii, a. 5, 6; Q. lxiii, a. 9; De Malo, I, 4). Su existencia ayuda a la perfección del todo. El universo sería menos perfecto si no incluyera al mal. De esta manera el fuego no podría existir sin la corrupción de lo que consume. El león debe matar al asno para vivir. Si no hubiera ningún hecho malo, no habría ninguna esfera para la paciencia y la justicia ( I,Q.xlviii, a. 2). Dios dijo ( en Is., 45) ser el autor del mal, en el sentido que la corrupción de los objetos materiales en la naturaleza está ordenada por Él, como medio para llevar a cabo el plan del universo. Por otro lado, el mal que existe como consecuencia de la infracción a las leyes Divinas es, en el mismo sentido, debido a un designio Divino. El universo sería menos perfecto si sus leyes pudieran violarse, con impunidad.

Así, el mal es en un aspecto, como un contrapeso para el desorden que causa el pecado y tiene la naturaleza del bien (II, Q.ii, a. 19). Pero el mal del pecado (culpæ), aunque permitido por Dios, en ningún sentido es debido a Él (I, Q.xlix, a. 2). Su causa está en el abuso de la libre voluntad de ángeles y hombres (I-II, Q. lxxiii, a. 6; II-II, Q. x, a. 2; I-II, Q. ix, a. 3). Debe observarse, que la perfección universal, en la que en alguna forma el mal es necesario, es la perfección de este universo, no, de cualquier universo. El mal metafísico, que es decir indirectamente el mal moral, está incluido como bien en el plan del universo y es conocido parcialmente por nosotros. Pero no podemos decir, sin negar la omnipotencia Divina, que otro universo igualmente perfecto no podría crearse, en que el mal no tuviera lugar.

Santo Tomas también proporciona explicaciones de las que son consideradas generalmente, como las dos principales dificultades del asunto, a saber, el permiso Divino al mal moral previsto y la pregunta que llega finalmente: ¿ porqué Dios escoge crear algo, en absoluto. Primero se pregunta ¿porqué Dios, previendo que sus criaturas usarían el regalo de la voluntad libre para su propio daño, no se abstuvo de crearlas, o con algún resguardo por el mal uso de su voluntad libre, o denegando totalmente ese regalo? Santo Tomás responde (C. G., II, el xxviii) que Dios no puede cambiar Su mente, porque la voluntad Divina esta libre del defecto de flaqueza o mutabilidad. Debe observarse que tal mutabilidad sería, un defecto en la naturaleza Divina ( y por consiguiente imposible ), porque si el propósito de Dios fuera hecho dependiente del acto libre y previsto de cualquier criatura, Dios sacrificaría, en consecuencia, Su propia libertad, se sometería a Sus criaturas y abdicaría, de esta manera, Su supremacía esencial cosa que, por supuesto, es absolutamente inconcebible.

En segundo lugar, a la pregunta, ¿porqué Dios escogió crear, cuando la creación de ninguna manera era necesaria para Su propia perfección. Santo Tomás contesta que el objeto de Dios es que, Él crea para manifestar su propia bondad, poder y sabiduría y se complace con Su reflejo o similitud, en el que consiste la bondad de la creación. El placer de Dios es motivo sumamente perfecto para la acción, semejante al propio Dios y a Sus criaturas. No se debe a cualquier necesidad, o la necesidad innata de la naturaleza Divina (C. G., I, xxviii,; II, xxiii), sino a que Dios es el origen, centro y objeto de toda la existencia. (I,Q., lxv, a. 2; cf. Prov., 26 y Conc.Vat., can. i, v; Const. Dogm., 1.) Ésta, en consecuencia, es la razón suficiente para la existencia del universo, incluso para el sufrimiento, que el mal moral ha introducido. Dios no ha creado al mundo, principalmente, para bien del hombre, sino para Su propio placer, pero es bien para el hombre, cuando se adecua al supremo propósito de la creación y es mal, cuando se aleja de él. (C.G., III, xvii, cxliv).

Además, por Santo Tomás puede entenderse, que en la diversidad de mal metafísico en que la perfección del universo está incluida completamente, Dios puede ver una cierta similitud de Su propia Triple Unión (cf. I, Q. xii). Además, permitiendo existir al mal moral, Él ha provisto, en un aspecto, una esfera de manifestación de Su justicia esencial (cf. I, Q. lxv, a. 2; y I, Q.xxi,a.1,3). Es obviamente imposible sugerir una razón de porqué este universo, en particular, se debió crear en lugar de otro, puesto que somos, necesariamente, incapaces de formarnos una idea de cualquier otro universo que no sea éste. De igual manera, somos incapaces de imaginar porqué Dios eligió manifestarse por vía de la creación, en lugar de, o además de, o cualquier otro modo por el que Él ha, o pudo haber alcanzado el mismo fin. Llegamos aquí al límite supremo de la especulación y nuestra incapacidad para concebir la última razón con respecto a la creación (como distinta de su motivo directo) es paralela, en una etapa mucho más temprana de la investigación, a la incapacidad de las escuelas de pensamiento, no creacionistas, para asignar cualquier última causa a la existencia del orden de la naturaleza.

Se observará, que el informe de Santo Tomás sobre el mal, es una verdadera Teodicea, teniendo en cuenta como él trata cada factor del problema, dejando sin solución solo al misterio de la creación, frente al cual, todas las escuelas del pensamiento son igualmente incapaces. Es como imposible saber, en el más completo sentido, por qué y cómo fue hecho este mundo. Pero Santo Tomás ha mostrado, al menos, que los actos del Creador admiten una lógica y completa justificación, no obstante el misterio en que siempre estarán envueltos para la inteligencia humana. Para los principios católicos, la disminución del mal moral y su lógico sufrimiento, puede lograrse por medio de la reforma individual, no tanto, a través del aumento del conocimiento, como, por el estímulo o redireccionamiento de la voluntad. Pero, puesto que todos los métodos de mejoramiento social que tengan algún valor, necesariamente deberán representar una estrecha aproximación a la conformidad con las leyes Divinas, serán bienvenidos y llevados más allá, por la Iglesia, como tendientes, por lo menos indirectamente, a cumplir el propósito por el cual Ella existe.

Fuente: Sharpe, Alfred. “Evil.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 5. New York: Robert Appleton Company, 1909.
http://www.newadvent.org/cathen/05649a.htm

Traducido por José Luis Anastasio

Fuente: Enciclopedia Católica