MARIA, MADRE DE JESUS

1.Introducción

(anunciación, concepción por el Espí­ritu, gebí­ra, Iglesia). Tenemos que empezar distinguiendo entre la «Marí­a de la historia» y la «Marí­a de la fe», que ha sido y sigue siendo recreada por la experiencia de los creyentes en la Iglesia.

(1) Marí­a de la historia. Entre los datos firmes de la historia de Marí­a, la madre de Jesús, podemos contar los siguientes, (a) Fue una mujer galilea: judí­a, mediterránea, de comienzos de nuestra era. Todo lo que ella vivió, sintió y realizó ha de entenderse desde esa perspectiva. Muchos cristianos creen que ella ha expresado los rasgos primordiales de lo humano, en clave de mujer, de tal forma que confí­an en ella, recuerdan a Dios y le invocan por medio de ella, (b) Fue esposa de José y madre de Jesús, un pretendiente mesiánico judí­o ajusticiado por los romanos. El Evangelio parece presentarla como madre de varios hijos, que llevaban nombres marcadamente judí­os (Jacob [= Santiago], José, Simón y Judas). Pero, al mismo tiempo, dice, de forma simbólico-religiosa o biológica, que fue madre virgen de Jesús, su primogénito, a quien concibió por obra del Espí­ritu Santo. De manera sorprendente, Mc 6,3 llama a Jesús el hijo de Marí­a; en esa lí­nea, los hermanos de Jesús serí­an sólo sus parientes, (c) Mantuvo relaciones complejas con Jesús y parece que al principio no aceptó su mesianidad, como supone Mc 3,31-35 y 6,1-6. Pero el Nuevo Testamento añade que ella se integró en la Iglesia o comunidad de los discí­pulos de su hijo, entre los que jugó un papel importante, viniendo a convertirse en figura simbólica o paradigmática de la fe, sea en sentido crí­tico (no pudo imponer sus derechos sobre Jesús: cf. Mc 3,31-35) sea en sentido ejemplar y edificante, de tal forma que Lc 1-2 y en algún sentido Jn 19,25-27 la presentan como modelo de vida cristiana, (d) Fia sido creyente v creí­da en la Iglesia (cf. Hch 1,13-14; Lc 1,45; Mt 1,18-25). Por razones que algunos suponen evidentes, y que otros intentan justificar con muchos argumentos, ella vino a convertirse pronto en lugar de referencia o modelo para la comunidad cristiana, como testifican en perspectivas diferentes los escritos del Nuevo Testamento y, sobre todo, desde situaciones distintas, los autores eclesiásticos y gnósticos a partir del siglo II d.C. En resumen, podemos decir que Marí­a, madre de Jesús, ha empezado siendo una persona concreta e importante, dentro de un contexto cultural, social y familiar bien definido. No es un puro sí­mbolo, una idea general (eterno femenino), ni una diosa.

(2) Marí­a de la fe. Primeras comunidades. Diversos grupos cristianos han seguido recordando a Marí­a por su función de madre y por su tarea particular como persona y miembro de la Iglesia, pero no lo han hecho de una sola forma, sino de varias. Al principio no hubo, por tanto, una fe mariana única y normativa, sino diversas formas de mariologí­a, que cambian según los lugares y estilos de las comunidades. Entre ellas podemos recordar dos principales. (a) La comunidad de Jerusalén está representada por Santiago y los hermanos de Jesús. Según Pablo, ella cumple una función de referencia central para las iglesias y ha cultivado, sin duda, tradiciones cristológicas y mariológicas que después han sido acogidas y elaboradas en diversos textos (en Mt y Jn, en Sant y Ap). Pues bien, en el comienzo de la iglesia de Jerusalén, junto a los Doce y a las mujeres, sitúa Hch 1,13-14 a los hermanos de Jesús con su madre. Parece evidente que ellos han formado un grupo importante, con una visión mesiánica y una teologí­a propia: entienden a Jesús en la lí­nea de las esperanzas daví­dicas y aguardan un tipo de restauración de Jerusalén, donde ellos permanecen, vinculados al templo y a las instituciones nacionales. Es normal que esta Iglesia destaque los aspectos dinásticos (la lí­nea familiar). Por eso son importantes en ella los adelphoi o hermanos del Señor, citados por Pablo, entre ellos especialmente Santiago (cf. Gal 1,19; 1 Cor 9,5). Es muy posible que en esta comunidad se hayan recogido y/o elaborado datos genealógicos* sobre el nacimiento de Jesús, destacando la importancia de la gebí­ra*, es decir, de la Madre del Señor (cf. Lc 1,43). (b) Misión helenista. Conforme a 1 Cor 15,5-8, Jesús se ha aparecido a todos los apóstoles, que, en principio, son los portadores de la misión helenista, que abre el camino fundamental de la historia posterior de la Gran Iglesia. Entre ellos, como el más consecuente y mejor conocido, hallaremos a Pablo. En este contexto parece haberse elaborado la tradición de la concepción de Jesús por el Espí­ritu; en esta perspectiva, Marí­a aparece como «madre virginal» de Jesús, desbordando el plano genealógico donde parecí­a situarla la tradición de Jerusalén.

(3) Los escritos del Nuevo Testamento. Tras la muerte de los fundadores eclesiales (Pedro, Santiago, Pablo), martirizados en los años sesenta, se inicia una época de fuertes elaboraciones, que dan origen a los textos evangélicos o teológicos que fundamentan los diversos caminos del cristianismo posterior. Ellos están vinculados a las tendencias anteriores, pero las integran de un modo personal (a partir de las opciones teológicas de sus autores) y eclesial (desde la vida de las comunidades donde surgen). Son obra de un autor y una iglesia, pero se han hecho pronto universales: han circulado entre las comunidades, en ejercicio de ecumenismo práctico que define el origen y sentido del cristianismo. En este proceso se sitúa la tradición de Marí­a, madre de Jesús, (a) Marcos evoca la figura de Marí­a en tres contextos crí­ticos que son fundamentales para interpretar el desarrollo posterior de la Iglesia, como indicaremos por separado (Marí­a*, madre de Jesús 3). (b) Mateo asume la tradición de Marcos, en la que inscribe los textos de Q (de origen galileo) e introduce además un poderoso evangelio de la infancia (Mt 1-2), donde retraduce, desde una perspectiva de culminación israelita, la tradición que habla del nacimiento de Jesús por el Espí­ritu, que parece tener un punto de partida helenista. Mt vincula tradiciones de Galilea y de Jerusalén y es probable que refleje las tensiones de una comunidad judeocristiana, que ha empezado siendo muy celosa de la Ley judí­a, para abrirse luego, dramáticamente, hacia una misión universal. Desde esa base, podemos y debemos añadir que su mariologí­a (anunciación* 2, concepción por el Espí­ritu) está al servicio de una misión y conversión rnesiánica abierta a todas las naciones (cf. Mt 28,16-20), como muestra el relato de los magos (Mt 2). (c) Lucas sigue el mismo esquema de Mateo (vincula a Marcos con Q y la tradición del nacimiento de Jesús por el Espí­ritu), pero elabora una mariologí­a que se centra ya en la historia y figura de Marí­a, como creyente que dialoga con Dios y como profetisa de la salvación escatológica, asumiendo y desarrollando en lí­nea universal diversas tradiciones de Israel y de la Iglesia primitiva de Jerusalén. Escribe desde una perspectiva geográfica difí­cil de precisar, posiblemente asiática (¿Efeso?), pero su centro simbólico es Roma, capital de la ecumene o imperio universal, en cuyo contexto ha querido situar el camino cristiano, (d) El Apocalipsis cambia de perspectiva, situando a una gran Madre-Mujer en el principio de su simbolismo cósmico, como centro y meta de una historia interpretada en forma de combate y reconciliación final. Evidentemente, no habla en concreto de Marí­a, pero coloca su figura de Madre rnesiánica en un contexto de cielo primigenio, de lucha histórica y de bodas finales que servirán para configurar de algún modo toda la mariologí­a posterior (mujer* en Apocalipsis), (e) El evangelio de Juan introduce a la Madre de Jesús en un contexto de bodas* (Jn 2,1-11) y culminación eclesial (Jn 19,25-27), ofreciendo una interpretación gnóstica ortodoxa (cristiana) de su función y su historia. Jn es ya un texto helenista, pero recoge el influjo de tradiciones jerosolimitanas y de un judaismo «heterodoxo», que algunos han vinculado con los samaritanos. Su última redacción puede estar centrada en Asia (Efeso), pero su evangelio se ha convertido pronto en un documento universal, que ha influido mucho en el entorno sapiencial y gnóstico de todo el oriente del Mediterráneo.

(4) Primer despliegue eclesial. Las mariologí­as anteriores no pueden reducirse a un común denominador. Ellas son distintas y como tales las acoge el canon del Nuevo Testamento, dentro de la Gran Iglesia a finales del siglo II d.C. Pero en esa iglesia influyen además otras tradiciones que ya no están incluidas en el Nuevo Testamento (Marí­a*, madre de Jesús 3). (a) Tendencia gnóstica. Recoge elementos de la tradición más antigua de la Iglesia (de Q y de Le, incluso de la historia de Jesús), pero los interpreta en una lí­nea de esplritualismo que tiende a volverse contrario a la carne y a la historia, (b) Tendencia histórico-eclesial. De Ignacio a Ireneo. Asumiendo muchos elementos de la gnosis, pero reaccionando en contra de ella, la lí­nea «eclesiástica» dominante o Gran Iglesia ha trazado las bases de la mariologí­a normativa de los siglos posteriores, en lí­nea occidental, helenista y romana.

Cf. R. BROWN (ed.), Marí­a en el Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 1986; J. C. R. GARCíA PAREDES, Mariologí­a, BAC, Madrid 1995; I. Gí“MEZ-ACEBO (ed.), Marí­a, mujer mediterránea, Desclée de Brouwer, Bilbao 1999; J. MCHUGH, La Madre de Jesús en el Nuevo Testamento, Desclée de Brouwer, Bilbao 1978; I. DE LA POTTERIE, X. PIKAZA y J. LOSADA, Mariologí­a fundamental. Marí­a en el misterio de Dios, Sec. Trinitario, Salamanca 1996; I. DE LA POTTERIE, Marí­a en el misterio de la alianza, BAC, Madrid 1993.

MARíA, MADRE DE JESÚS
2.Marcos

(-> Marcos, sepultura, Iglesia, Santiago). El primer autor del Nuevo Testamento que evoca a la madre de Jesús es Pablo, cuando dice que «al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley». Es una referencia muy interesante, porque sitúa a Marí­a en el centro de la revelación de Dios y de la historia de la salvación. Pero en ella no se la cita por su nombre, sino sólo por su función. Pues bien, las primeras referencias personales a Marí­a las ofrece el evangelio de Marcos, que debemos estudiar con mucho cuidado, no sólo por la importancia que ellas tienen, sino, y sobre todo, porque (en contra de las visiones de Mateo y Lucas: anunciación*, genealogí­as*, concepción* por el Espí­ritu) han sido muy poco conocidas y acogidas en la tradición exegética y teológica de la Iglesia.

(1) Punto de partida, caracterí­sticas del evangelio. Marcos asume la tradición helenista (quizá paulina) del valor salvador de la muerte de Jesús, de manera que todo su evangelio puede entenderse como introducción al relato de la muerte y de la pascua: ¿Por qué tení­a que morir? ¿Cómo murió de hecho el Mesí­as? (cf. Mc 8,31; 9,31; 10,3234). Pero también acepta las tradiciones galileas de Jesús, especialmente su itinerancia y milagros, introduciendo así­ la vida de Jesús en su mensaje. En ese contexto debe situarse su crí­tica contra el riesgo judeocristiano de Santiago* y de su iglesia de Jerusalén. Por otra parte, Marcos critica o rechaza también una interpretación sapiencial del mensaje-vida de Jesús, elaborada por Q o después por EvTom. Finalmen te, Mc desconoce o, quizá mejor, no acepta la tradición del nacimiento virginal, asumida en formas distintas por Mt y Le. A juicio de Me, la novedad de Jesús no se inscribe en su nacimiento, sino en el conjunto de su vida, culminada en la pascua. Desde esos presupuestos ha elaborado una narración coherente de evangelio, con una poderosa y polémica visión de la madre de Jesús.

(2) Iglesia judeocristiana. Madre y hermanos de Jesús (Mc 3,21.31-35). Siguiendo su técnica habitual de inclusión literaria, Mc ha vinculado la polémica de Jesús con su madre-familiares (3,20.31-35) con el rechazo de los escribas de Jerusalén (3,22-30), que representan la tradición oficial del judaismo, centrada en el templo o la ley rabí­nica. Junto a los escribas, en el ámbito de sacralidad nacional, se encuentran la madre y hermanos, que quieren llevar a Jesús «a su casa», porque está fuera de sí­; ellos representan, con toda probabilidad, la iglesia judeocristiana de Jerusalén, contra la que se eleva el Jesús de Marcos, partidario de la misión helenista, que abre el mensaje más allá de las fronteras de la ley judí­a; en ese contexto se inscribe su visión de la madre y hermanos de Jesús, que seguirí­an encerrados en la sacralidad judí­a. En este contexto, Jesús no acepta a su madre: «¿Quién es mi madre y quienes son mis hermanos?… Los que cumplen la voluntad de Dios, ésos son mi madre, mi hermano y mi hermana» (Mc 3,31-35). Jesús rechaza, según eso, la visión judeocristiana de la madre y hermanos de Jesús.

(3). Tradición de Galilea. ¿De dónde le viene esta sabidurí­a? ¿No es éste el Hijo de Marí­a? (Mc 6,1-6). A cada uno le definí­a su familia y así­ dicen los nazarenos refiriéndose a Jesús: «¿No es éste el carpintero, el hijo de Marí­a, el hermano de Santiago y José y Judas y Simón? ¿No están sus hermanas aquí­ con nosotros?» (Mc 6,3). Desde ahí­ se plantea el tema del origen de sus carismas: «¿De dónde le vienen estas cosas, esta sabidurí­a, estos poderes?». Jesús ha recibido una sabidurí­a discutida, que los nazarenos, desde su perspectiva israelita, van a rechazar. En este contexto, ellos le llaman el hijo de Marí­a, en denominación metroní­mica que resulta sorprendente y que podrí­a aludir a un nacimiento misterioso o fuera de la norma (pues el hijo suele llamarse por el nombre del padre). Sobre esa base, y teniendo en cuenta el rechazo anterior de Mc 3,31-35, parece que serí­a innecesaria toda referencia posterior a la madre de Jesús. Sin embargo, una lectura más atenta del texto nos permite descubrir que no es así­, pues la madre se encuentra, con otras mujeres, discí­pulas de Jesús, en el contexto de su muerte, enterramiento y pascua.

(4) Tradición pascual. La madre de Jesús ante la cruz, la tumba y el sepulcro abierto. Para la comprensión del evangelio de Marcos resulta esencial la presencia y testimonio de unas mujeres, discí­pulas de Jesús ante la cruz, en su sepultura y en la mañana de su pascua. (a) Mujeres ante la Cruz: «Habí­a unas mujeres mirando de lejos, entre las cuales estaban Marí­a Magdalena y Marí­a, la madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé, las cuales le habí­an seguido cuando estaba en Galilea y le habí­an servido, con otras muchas, que habí­an subido también con él a Jerusalén» (Mc 15,40-41). Estas son las verdaderas discí­pulas de Jesús, las que van a servir de enlace entre su vida y el surgimiento de la Iglesia pascual, (b) Fue sepidtado, mujeres ante la tumba: «Y Marí­a Magdalena y Marí­a la de José miraban dónde le enterraban» (15,47). El entierro lo dirige un hombre rico, José de Arimatea. Pero las que de verdad conservan el testimonio de la sepultura para transmitirlo a la comunidad son estas mujeres, (c) Ha resucitado, mujeres, de la tumba vací­a y del mensaje pascual. Fueron muy de mañana «Marí­a Magdalena, y Marí­a la de Santiago y Salomé» (16,1). Ellas compraron los perfumes y fueron para ungir a Jesús, descubriendo la tumba vací­a y recibiendo el mensaje del joven de la pascua: «Ha resucitado, no está aquí­; mirad el lugar donde lo habí­an colocado. Pero id, decid a sus discí­pulos y a Pedro que él os precede a Galilea, que allí­ le veréis, como os dijo» (16,6-7). Este final de Mc constituye uno de los textos más ricos y enigmáticos de la literatura cristiana primitiva y sigue, con todo cuidado, la secuencia de la confesión de fe de Pablo en 1 Cor 15,3-7: «Cristo murió, fue sepultado, resucitó…». Falta sólo el cuarto momento («se apareció a Pedro…»), que Mc ha querido interpretar de otra forma, introduciéndolo en la misma tra ma narrativa de su discurso. De ese forma nos deja en el camino que lleva del «ha resucitado ya» al «se ha aparecido», haciéndonos suponer que existen diversas comunidades (la de Pedro en Galilea, la de los parientes de Jesús, la de los apóstoles). Pues bien, en ese contexto se sitúa la figura y tarea de la madre de Jesús.

(5) Iglesia pascual, iglesia de mujeres. Mc nos sitúa en el camino que va de la comunidad de Jerusalén, donde sólo hay una tumba vací­a, a la experiencia pascual de Galilea, que se entiende como principio de misión universal. Pues bien, en ese camino se sitúa el testimonio y silencio de las mujeres. Sólo ellas garantizan dentro de la Iglesia la verdad de la muerte, sepultura y resurrección de Jesús (expresada en el signo de la tumba vací­a). Pues bien, entre ellas, en el mismo comienzo de la Iglesia, allí­ donde todo emerge, desde el principio de Cristo muerto y resucitado, encontramos a la Madre de Jesús. Este testimonio pascual de la madre de Jesús con las mujeres, que no están sólo ante la cruz, sino también en el sepulcro y en la experiencia pascual, ha quedado muy velado en la historia posterior de la piedad y de la teologí­a (que se ha fijado sobre todo en la visión de Marí­a junto a la Cruz: Jn 19,25-27), pero constituye, a mi juicio, un punto de partida y un momento decisivo de la mariologí­a y de todo el cristianismo posterior. La Madre de Jesús no queda cerrada en el grupo de los hermanos que quieren llevarle a casa (Mc 3,31 35), ni es simplemente una mujer sin importancia de Nazaret (Mc 6,3). Ella ha sido, con Magdalena y Salomé y otras mujeres, el testigo fundamental de la muerte y pascua de Jesús, el eslabón entre su historia y el mensaje de la Iglesia. Estamos suponiendo, según eso, que aquella a quien los textos presentan como madre de Santiago y José es la madre de Jesús. ¿Por qué no dice Mc que ella es madre de Jesús, como hará Jn 19,25-27? ¿Por qué la pone tras Marí­a Magdalena, entre el grupo de mujeres «que han seguido a Jesús y le han servido», subiendo con él hasta Jerusalén (15,40-41), para serle fieles en su muerte y agraciadas en su pascua? (6) La madre de Jesús como madre de José y Santiago [Jacob], Según la tradición, la figura básica en el contexto de la muerte y pascua de Jesús ha sido Marí­a Magdalena, a la que siempre se cita la primera con Salomé en tercer lugar. Pues bien, entre ellas, en segundo lugar, aparece de forma sorprendente, esta Marí­a, madre de Santiago el Menor y de José, cuya identidad con la madre de Jesús podemos descubrir desde el mismo interior del Evangelio. Empecemos viendo quiénes pueden ser este Santiago y José, de cuya madre tratan nuestros textos. La lista de apóstoles incluye a dos santiagos (= Jacob), a quienes se conoce por el nombre de su padre (el de Zebedeo y el de Alfeo), pero a ningún José (cf. Mc 3,18). Pues bien, la escena de Nazaret presenta unidos a Santiago y a José, como hermanos de Jesús, el hijo de Marí­a, sin aludir a su posible padre [¿José?] (cf. Mc 6,3). Sólo de ellos puede tratar nuestro texto y así­ los presenta, vinculados a Marí­a, la madre de Jesús. Ellos son, sin duda, figuras conocidas de la iglesia y dan su nombre a Marí­a, la madre de Jesús, que ahora aparece ante la cruz y pascua de su hijo, con las otras mujeres. Desde este contexto puede elevarse de nuevo la pregunta: ¿Por qué no dice el texto que esta mujer, llamada Marí­a, es la Madre de Jesús, como hará Jn 19,25-27? Por varias razones: internas y externas al Evangelio. Conforme a la visión de Mc 3,31-35, todos los creyentes son madre-hermanohermana de Jesús, de manera que la madre-Marí­a no puede elevar su pretensión sobre los otros, ni buscar por su maternidad un poder superior sobre los restantes miembros de la iglesia. Ella aparece ahora resituada, como madre biológica y/o simbólica de dos miembros conocidos de la comunidad (Santiago y José). Pues bien, eso que en un sentido parece un abajamiento es en otro la mayor elevación: la madre de Jesús ha sido una auténtica discí­pula, como Marí­a Magdalena y como las otras mujeres, desbordando así­ el nivel en que aparentemente la poní­an Mc 3,31-25 y 6,3. En esa misma lí­nea, Jn 19,25-27 la presenta como madre del «discí­pulo amado»: la madre de Jesús aparece así­ como madre de los discí­pulos de Jesús, más que como Gebira*, Madre del Señor, en la lí­nea jerosolimitana que ha recogido Lc 1,43. De esa forma, Marí­a viene a presentarse en el principio de la experiencia pascual como madre de dos cristia nos importantes que, en contra de lo que pretendí­an en Mc 3,31-35, tienen que dejar Jerusalén para ir a Galilea, con los restantes cristianos; en esa misma lí­nea, ella aparece también como madre del discí­pulo amado. El texto parece suponer, al menos teológicamente, que ni la madre ni los hijos (hermanos de Jesús) han hecho todaví­a ese camino, no han llegado a Galilea, a la verdadera comunidad pascual, abierta a todos los hombres. Eso significa que sigue en camino. Por eso, Marcos no puede llamar a Marí­a «la Madre de mi Señor», como hará Lc 1,43, no puede nombrarla gebira de la iglesia, pues en su iglesia no hay lugar para gefcí­ras-madres-señoras, sino sólo para hermanos, hermanas y madre de todos (cf. Mc 3,31-35).

(7) Marí­a, creyente en camino. Este enigmático final de las tres mujeres (Magdalena, la Madre de SantiagoJosé y Salomé), que han seguido a Jesús desde el principio, como discí­pulas que llegan hasta la cruz, para iniciar un camino pascual que lleva de la tumba vací­a a Galilea (camino que, en algún sentido, no se ha cumplido todaví­a, según Mc 16,7-8), marca el mensaje más hondo de Marcos, define su evangelio. En este final, la madre de Jesús ya no aparece como simple mujer de Galilea (como en Mc 6), ni está vinculada a los parientes de Jesús, que quieren mantenerle encerrado en los lí­mites de la comunidad nazarena (Mc 3), sino que viene a mostrarse, en el principio de la Iglesia, como testigo pascual de la muerte, de la sepultura y del mensaje del joven de la tumba vací­a. Ella no se encuentra ya cerrada en su vieja familia, sino con las mujeres de la pascua, recibiendo el encargo de unirse con Pedro y los restantes discí­pulos en Galilea, para culminar el camino eclesial. Marí­a, la madre de Jesús, vinculada a la memoria de Santiago y José, y del discí­pulo amado, que son hermanos de Jesús, recibe así­ una tarea de iglesia que desborda los lí­mites de su pequeña familia, para abrirse, a través del Evangelio, hacia la gran comunidad de madres-hermanos-hermanas, que son los que cumplen la voluntad de Dios, por medio de Jesús resucitado. Esto significa que ella forma parte del comienzo cristiano en Galilea. Mc no la presenta como madre virginal de Jesús en su concepción por obra del Espí­ritu Santo, como harán Mt 1,18-25 y Lc 1,16-28, ni como madre-hermana pascual, integrada en la comunidad definitiva del discí­pulo amado (en la lí­nea de Jn 19,25-27), sino como madre y mujer en camino, vinculada a las mujeres de la tumba vací­a, especialmente a Marí­a Magdalena, siendo con ellas portadora del mensaje pascual, principio de vida de la Iglesia, en un proceso que, conforme al mensaje de Mc 16,1-8, sigue abierto todaví­a en el momento en que se escribe el Evangelio. Eso significa que Marí­a, la madre de Santiago y José, no ha culminado aún su tarea: no ha logrado unirse con sus hijos a la comunidad pascual, centrada en torno a Pedro, en Galilea. Ella, la madre de Jesús, Magdalena y Salomé, parecen todaví­a en marcha, en un camino pascual que debe llevarles de la tumba vací­a al encuentro pleno con Jesús en la comunidad que se inicia en Galilea, donde simbólicamente pueden vincularse y se vinculan todos los grupos cristianos (galileos, judeocristianos y helenistas). Serí­a muy importante conocer con mayor precisión lo que Mc ha querido indicar a través de la figura de las dos marí­as (la amiga y la madre de Jesús) y de Salomé, en este comienzo pascual de la Iglesia, representado básicamente por ellas. Jn 19,25-27 avanza en esa lí­nea, pero vincula a la madre con la comunidad del discí­pulo amado. Por su parte, Hch 1,13-14 supone que ella, vinculada a las mujeres y/o a los hermanos de Jesús, ha culminado la experiencia pascual, en el principio de la Iglesia. Me, en cambio, deja la experiencia abierta, suponiendo que la madre de Jesús, unida a Magdalena y Salomé, debe hacer el camino de Iglesia que conduce a Galilea, es decir, a la plena experiencia pascual. Ella aparece así­, con las otras mujeres, como una de las fundadoras de la Iglesia.

Cf. X. PIKAZA, Pan, casa y palabra. La iglesia en Marcos, Sí­gueme, Salamanca 1997; M. NAVARRO, Marcos, Verbo Divino, Estella 2006; N. R. PETERSEN, «When is the End not the End? Literary Reflections on the Ending of Mark†™s Narrative», Int 34 (1980) 15-66.

MARíA, MADRE DE JESÚS
3.Iglesia

(-> Tomás, Iglesia). El primer despliegue de la figura de Marí­a, la madre de Jesús, en el cristianismo primitivo está vinculado a las aportaciones de Mateo y Lucas, que reinterpretan la visión de Marcos, en una serie de temas que estudiamos por separado: anunciación*, concepción* por el Espí­ritu, genealogí­as*. En ese contexto se sitúan también las aportaciones de Juan (bodas*, acoger*). El despliegue posterior de la mariologí­a está vinculado, dentro de la Iglesia primitiva, a la riqueza simbólica de la figura de la madre de Jesús y a la exigencia de superar el riesgo de la gnosis. La Gran Iglesia ha querido mantener y destacar la figura de Marí­a, para ratificar con ella el carácter histórico del nacimiento de Jesús. Al mismo tiempo, la figura de Marí­a ha servido para poner de relieve algunos elementos importantes de la sacralidad femenina, vinculados en otro tiempo con la figura de diosas y mujeres sagradas. Cuatro son los rasgos que más han influido en la fijación de su figura.

(1) Riqueza de signos y textos del Nuevo Testamento. Uno de los acontecimientos decisivos en el surgimiento de la Gran Iglesia ha sido la fijación del canon, no tanto por lo que excluye (en la lí­nea del EvTom), sino por lo que incluye. Ciertamente, la figura de Marí­a no es el elemento fundamental del Nuevo Testamento, pero es importante, sobre todo por su fuerza evocadora y por la capacidad que tiene de influir en la imaginación y la piedad de los creyentes; de manera normal, ella ha venido cobrando cada vez más significado en muchas tradiciones del cristianismo primitivo. Como supone todo lo anterior, el problema es que no existe una sino varias mariologí­as o formas de interpretar la figura de la madre de Jesús, de manera que resulta importante compararlas entre sí­, aun antes de las fijaciones dogmáticas (como la de Efeso: año 431), que, por otra parte, no sirven para cerrar caminos, sino para orientar en ellos. Esta ha sido, y es aún, una riqueza fundamental, en la base de la Iglesia; por eso hemos hablado y seguiremos hablando de mariologí­as en plural, es decir, de caminos distintos, que sólo pueden mantenerse unidos a través de un ejercicio dialogal intenso. La fuerza y novedad de la figura de la Madre de Jesús en el Nuevo Testamento sigue siendo sorprendente. Por eso es ñormal que debamos volver allí­ para orientarnos.

(2) Piedad popular, vinculada a una figura sagrada femenina. En un primer momento, el cristianismo ha sido muy judí­o y, por eso, contrario a toda veneración de una figura femenina. Pero el mismo Nuevo Testamento ha recorrido ya unos primeros pasos en la lí­nea de una simbolización sacral de lo femenino, sobre todo a partir de Ap 12,1-6, donde la Mujer celeste parece evocar rasgos sapienciales y apocalí­pticos judí­os, que pueden compararse pronto con los rasgos de las grandes diosas del oriente del Mediterráneo. Este ha sido, y en algún sentido sigue siendo, un trasfondo o presupuesto básico de la mariologí­a. Al situarse en el contexto social y religioso del Imperio romano, la Iglesia recibe, como por osmosis, algunos de sus presupuestos, tanto de forma negativa (por contraposición), como de forma positiva (por influjo directo). Es muy posible que el despliegue de la figura de Marí­a pueda inscribirse dentro de esa gran «catarsis» sacral femenina, que evocan y promueven algunos textos básicos de la religiosidad de los siglos I-III d.C., desde Plutarco, De Isis y Osiris, hasta Apuleyo, en los últimos capí­tulos del Asno de Oro. Parece que muchos hombres y mujeres del bajo Imperio romano necesitaban una figura sagrada femenina, positiva y concreta, cercana y exigente, que llenara el vací­o espiritual del entorno y les sirviera de fuente de inspiración espiritual. La Madre de Jesús, Marí­a, pudo cumplir esa función y lo hizo por experiencia y sentimiento popular, más que por elaboración teológica.

(3) Ignacio de Antioquí­a. Los tres misterios clamorosos. Frente al riesgo de gnosis (Tomás*), y partiendo de una sacralización helenista de la autoridad y la unidad eclesial, ha elevado su palabra Ignacio de Antioquí­a, en los primeros decenios del siglo II d.C. (a) La teologí­a de Ignacio es jerárquica (supone que Dios habla desde arriba) y está fuertemente socializada: supone que la autoridad de Dios se expresa en el orden de unas iglesias donde obispo y presbí­teros con diáconos son el signo y garantí­a de la presencia de Cristo. Desde esa base vincula el Espí­ritu (la palabra superior que viene de Dios, en el silencio) con la carne de una humanidad, que se centra en Jesús, el Hijo de Ma rí­a. Jesucristo es la Palabra, salida del Silencio superior de Dios (cf. Magn 8,2), pero encarnada verdaderamente, en un camino de nacimiento, pasión y resurrección (Magn 11), que conduce nuevamente al Padre (6,2). Por eso, frente a todos los riesgos de disolución gnóstica o doceta de la Iglesia, Ignacio apela a la unidad social de todos los creyentes, bajo un solo obispo, pues Jesús nació verdaderamente de Marí­a, comió y bebió y fue verdaderamente perseguido en tiempos de Poncio Pilato (cf. Tral 9,1). (b) Tres misterios clamorosos. El hecho de que Jesús nazca de Marí­a sirve así­ para destacar su humanidad. En este contexto se inscribe la palabra de Ef 18-19, que empieza con una confesión de fe («Jesús, el Cristo, nuestro Dios, del linaje de David, fue concebido por Marí­a, del Espí­ritu Santo, y nació y fue bautizado para que por su pasión fuese purificada el agua»: Ef 18,2-3) y culmina con la presentación solemne de los tres «misterios clamorosos que tuvieron lugar en el silencio de Dios, quedando así­ ocultos al Prí­ncipe de este Mundo: la virginidad de Marí­a, el parto de Jesús y la muerte del Señor» (cf. Ef 19,1). En esos misterios se expresa «el astro que brilló en el cielo por encima de todos los astros», ésta es la luz de Dios que ilumina a los hombres, la verdad que vence la ignorancia, la vida que triunfa de la muerte (cf. Ef 19,2-3). La visión de fe que está en el fondo de estos tres misterios del silencio de Dios parece llevarnos más allá de los temas básicos del Nuevo Testamento. En ellos no se alude al mensaje de Jesús, ni a los milagros de su vida, ni a su pascua. Es como si el centro de la fe se hubiera trasladado hacia Marí­a, la Madre. El primer misterio de la fe es puramente mariano: la virginidad de Marí­a. El segundo es mariano-cristológico: el parto de Jesús. El tercero es ya puramente cristológico: la muerte del Señor. El pasaje del Nuevo Testamento más cercano a éste serí­a Ap 12,1-6, donde el misterio de Dios (que el Dragón no puede destruir) está centrado en la Mujer-encinta (que serí­a el equivalente de la virginidad fecunda de Ignacio), en el parto mesiánico, y en el triunfo pascual (en el lugar de la muerte que destacaba Ignacio coloca Ap 12 el rapto del Hijo ya nacido). Una vez que la fe se ha expresado de esta forma, la fi gura de Marí­a (en su virginidad y en su parto) cobra una fuerza especial dentro de la Iglesia. Así­ iniciamos con ella un camino en el que la mariologí­a ocupará un lugar casi tan importante como la cristologí­a, dentro de la fe de la Iglesia.

(4) Ireneo. La contraposición con Eva. Más importancia que la especulación de Ignacio ha tenido en la mariologí­a de la Iglesia antigua la comparación de Marí­a con Eva. El tema se hallaba de algún modo apuntado en el Nuevo Testamento, desde Gal 4,4 (nacido de mujer…), hasta Jn 2,1-11 y 19,25-27 (donde Jesús llamaba a su madre mujer). En esa misma lí­nea podí­an entenderse los relatos ejemplares de Lc 1 y Mt 1, que presentaban a Marí­a como Madre rnesiánica, y, sobre todo, el simbolismo de Ap 12, que se referí­a a una Mujer celeste como principio de una nueva y más alta generación. Por otra parte, desde el momento en que Rom 5 habí­a comparado a Jesús con Adán se podí­a y debí­a ampliar el simbolismo, aplicándolo a Marí­a, en su relación con Eva. Así­ lo ha visto ya Justino. «Sabemos que Jesús nació de la Virgen como hombre, a fin de que por el mismo camino en que tuvo principio la desobediencia de la serpiente, por ése también fuera destruida. Porque Eva, cuando aún era virgen e incorrupta, habiendo concebido la palabra que le dijo la serpiente, dio a luz la desobediencia y la muerte; pero la virgen Marí­a concibió en fe y alegrí­a cuando el ángel Gabriel le dio la buena noticia de que el Espí­ritu del Señor vendrí­a sobre ella y la fuerza del Altí­simo la sombrearí­a, por lo cual lo nacido de ella, santo, serí­a Hijo de Dios; a lo que respondió ella: «hágase en mí­ según tu palabra» (Dial 100,4-5). La fe y maternidad de la virgen Marí­a tiene, según eso, fuerza salvadora. Frente a la pareja antigua de pecado (Eva y Adán, varón y mujer) se eleva ahora la pareja de la gracia: Marí­a y Jesús (madre e hijo). Así­ lo ratifica de manera clásica Ireneo cuando, en el fondo de la oposición Adán-Jesús, coloca la de Eva y Marí­a: «Eva desobedeció y fue desobediente, cuando todaví­a era virgen…, antes de que ella y Adán tuvieran idea de engendrar hijos; pues bien, así­ como Eva se convirtió por su desobediencia en causa de muerte para sí­ y para todo el género humano, así­ también Marí­a, a la que se le habí­a asignado un esposo, pero que aún era virgen, se convirtió por su obediencia en causa de salvación para ella y para todo el género humano… De esa manera, el nudo de la desobediencia de Eva fue soltado por la obediencia de Marí­a. Lo que Eva habí­a ligado por su incredulidad, lo desligó Marí­a por su fe» (Ad. Haer. 22,4). Estos signos valen más que todas las teorí­as. La presencia de Marí­a junto a Jesús ha servido para que los cristianos interpreten de manera creadora el nuevo comienzo de la historia de la salvación, recuperando de manera más alta las figuras y acciones de Eva y Adán. Ciertamente, las diferencias son muchas: Adán-Eva son marido y mujer (en relación matrimonial de engendramiento); por el contrario, Marí­a-Jesús son madre e hijo, de manera que su relación no puede interpretarse como forma esponsal de colaboración en igualdad. Por otra parte, las funciones del varón y la mujer parecen distinguirse en cada caso. Pero eso no ha impedido que, a lo largo de los siglos, la figura de Marí­a se haya situado junto a la de Cristo, su Hijo, como principio de salvación para los creyentes.

Cf. S. BENKO, Los evangélicos, los católicos y la Virgen Marí­a, Causa Bautista, Barcelona 1981; The Virgin Goddess. Studies in the Pagan and Christian Roots of Mariologv, Brill, Leiden 1993; A. M. DUBARLE, Marí­a, nueva Eva según las Escrituras, Athenas, Cartagena 1959; A. FEUILLET, Jésus et sa Mere, Gabalda, Parí­s 1974; R. LAURENTIN y S. MEO, «Marí­a nueva Eva», en S. DE FIORES y E. TOURí“N DEL PIE (eds.), Nuevo diccionario de mariologí­a, San Pablo, Madrid 1988, 1474-1486.

MARíA, MADRE DE JESÚS
4. Hermenéutica

(-> Iglesia, mujer, Ashera, madre). El Nuevo Testamento en su conjunto y la Iglesia posterior no podrí­an haber elaborado el poderoso sí­mbolo de Marí­a, la Madre de Jesús, si ella no hubiera sido una persona honesta, ejemplarmente dedicada a su hijo (Hijo de Dios), en camino de maduración humana (creyente), que le fue llevando del clan familiar de los hermanos de Jesús a la casa universal de la Iglesia. Así­ podemos decir que la mariologí­a es la historia simbólica de Marí­a, recibida (cultivada, amada) por muchí­simos cristianos como expresión personal privilegiada de la obra redentora de Jesús.

(1) Historia. Los cristianos pueden integrar la historia de Marí­a en un horizonte simbólico de fe, pero no pueden identificarla con el mito hierogámico (pagano) de la virgen madre de Dios. Desde un contexto cercano al mito, se han estudiado en los últimos decenios los arquetipos eternos (lo materno, lo femenino) que estarí­an en el fondo de gran parte de la mariologí­a popular que habrí­a redivinizado (o resacralizado) al menos psicológicamente la figura de Marí­a. El tema es complejo y ha sido tratado en múltiples niveles, tanto en perspectiva histórica como teológica y psicológica; muchos psicólogos y estudiosos de la historia de las religiones piensan que el sí­mbolo mariano debe convertirse en una especie de expresión cristiana del mito de la sacralidad femenina. La madre de Jesús es para ellos un ejemplo más (quizá el más perfecto) del arquetipo de la mujer/madre sagrada. Pues bien, en contra de eso, reasumiendo los datos exegéticos y teológicos fundamentales, pueden ofrecerse unas sencillas reflexiones conclusivas que sitúan el signo de Marí­a en su lugar cristiano.

(2) Arquetipo. Parece claro que existe un cierto arquetipo de lo divino femenino, tal como destaca la psicologí­a de vertiente junguiana y como muestran las varias religiones del oriente mediterráneo donde Ashera y Deméter, Isis y Cibeles, la Madre Celeste y la Diosa de Siria aparecen de algún modo como intercambiables. Pero en un segundo momento debemos afirmar que el arquetipo no está clausurado, no tiene que permanecer siempre idéntico. La realidad y sentido de la mujer no es algo que preexiste en un nivel celeste y se impone desde arriba, sino un valor personal que los mismos seres humanos (mujeres con varones) vamos conformando a lo largo de la historia. En la visión cristiana de Marí­a influye ese arquetipo y el motivo de la hierogamia pero su elemento desencadenante y central es la historia concreta de Marí­a. Cuando los cristianos hablan de ella no la recuerdan y veneran de un modo general como madre divina del paganismo universal, sino como madre humana concreta del Cristo, descubriéndola misteriosamente vinculada al proyecto histórico y mesiánico de su hijo, que es el mismo Hijo de Dios. En su concreción histórica, como madre de Jesús y miembro de la Iglesia, ella ofrece nueva identidad al ser humano (y de un modo especial a las mujeres).

(3) Teologí­a. La mariologí­a es una expresión simbólica (creyente) de la figura de Marí­a, no un desarrollo del mito del eterno femenino. Ciertamente, está en su fondo el riesgo del mito, y no podí­a ser de otra manera, pues la madre de Jesús asume para el creyente aspectos y valores de aquello que muchos pueblos han expresado al hablar de la gran mujer/madre divina. Pero todo eso queda asumido y superado (recreado) en la historia concreta de Marí­a, en clave de evangelio. Sólo pueden conservarse los posibles valores del mito (de la diosa/madre, del eterno femenino) allí­ donde ellos vienen a ser recreados en el sí­mbolo personal de Marí­a, sobre el suelo firme de la historia de Jesús, entendida y actualizada desde el conjunto del Evangelio, dentro de la Iglesia. La grandeza de Marí­a no está en ser diosa/mujer, no está en el signo de su maternidad sagrada. Ella es grande por ser sencillamente humana: la madre (al fin) creyente del Hijo de Dios. Entre la pura historia (en sí­ poco conocida) y el puro mito (en el ámbito de la fantasí­a religiosa) nos sitúa el Nuevo Testamento al presentar de un modo poderoso el sí­mbolo cristiano de Marí­a, la madre de Jesús. Desde ahí­ podemos destacar tres rasgos que permiten entender mejor la figura cristiana de la madre de Jesús, (a) Marí­a está en el culmen del Antiguo Testamento israelita. Ella es la HijaSión*, signo del pueblo que aguarda la llegada de Dios que ha de mostrarse como padre, esposo, amigo de aquellos que le aman. Así­ aparece como portadora de la fe y de la esperanza de Abrahán y los patriarcas y profetas de su pueblo, de manera que podemos definirla como israelita por excelencia, la persona que dialoga con Dios en alianza y deja que Dios mismo fecunde su existencia. Ella viene a presentarse de esa forma como madre mesiánica del pueblo, en la lí­nea de las heroí­nas salvadoras: de Ester y de Judit, de Yael y de la madre de los siete hermanos macabeos. Por eso es principio de acción liberadora, (b) Ella expresa la más alta verdad de la mujer. Así­ aparece como auténtica Eva, mujer del principio y meta de la historia. Gn 2-3 la presenta entre Dios y la serpiente, cerca de Dios por su maternidad (es fuente de vida), cerca de la serpiente por su deseo de posesión envidiosa (quiere adueñarse por sí­ misma de la vida). Lc 1,26-38 ha invertido (y cumplido) la función de la Eva antigua, conforme a la palabra del mismo Dios que dice a la serpiente: ¡pondré enemistades entre ti y la mujer…! (Gn 3,15). En el lugar donde la mujer despliega su verdad, en esperanza práctica de vida, ha colocado el Nuevo Testamento la figura de Marí­a, (c) Marí­a es en fin persona humana. Ciertamente, es Hija-Sión, mujer-materna, Eva verdadera. Pero es ante todo un ser humano, de tal forma que, en clave provocativa, podemos presentarla como primera persona de la historia: es la primera que ha dialogado de forma plena con Dios, en actitud de escucha y compromiso, en gesto de colaboración intensa (anunciación*). Dios y Marí­a se han hablado y en ese diálogo ha expresado el Padre su Palabra divina (ha engendrado humanamente al Hijo) y ha desplegado Marí­a el más hondo sentido de la vida humana, haciéndose persona y alumbrando al mismo Hijo de Dios.

Cf. M. NAVARRO, Marí­a, la mujer: ensayo psicológico-bí­blico. Publicaciones Claretianas, Madrid 1987; E. NEUMANN, La grande madre. Fenomenologí­a delle configurazioni femminili dell’inconscio, Astrolabio, Roma 1981; X. PIKAZA, La Madre de Jesús. Mariologí­a bí­blica, Sí­gueme, Salamanca 1991; L. PINKUS, El mito de Marí­a. Aproximación simbólica, Desclée de Brouwer, Bilbao 1987.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra