MATRIMONIO – Diccionario Enciclopédico de Biblia y Teología

MATRIMONIO

Heb 13:4 honroso sea en todos el m, y el lecho


Formalizar y santificar la unión del hombre y la mujer para la procreación de hijos. El término más común en heb. es laqah, tomar en matrimonio. Debe ser considerado junto con el verbo ba†™al, ser dueño, gobernar, o poseer en matrimonio tanto como con el sustantivo ba†™al, dueño, señor, esposo.

El padre estaba a cargo de encontrar una novia adecuada para su hijo. Los deseos o sentimientos de los jóvenes eran mayormente irrelevantes en la decisión. El matrimonio de Isaac fue arreglado entre el siervo de su padre y el hermano de su futura esposa. A ella le consultaron al final (Gen 24:33-53, Gen 24:57, 58), aunque a lo mejor sólo porque su padre ya habí­a muerto. En raras ocasiones el consejo de los padres era ignorado, rehusado o no solicitado (Gen 26:34-35), y, en una ocasión muy rara, Mical, la hija de Saúl, expresó su amor por David (1Sa 18:30).

El casamiento con un extranjero era generalmente no aconsejado, aunque algunos hebreos tomaban esposas de entre las mujeres capturadas en guerra.

Los padres de Sansón le dieron permiso para casarse con una mujer filistea (Jdg 14:2-3). Siempre se expresaba el temor de que el matrimonio con un no israelita debilitarí­a la fe del pacto debido a la presencia de ideas y prácticas relacionadas con otros dioses (1Ki 11:4).

Debido a que matrimonios entre parientes cercanos eran comunes, habí­a lí­mites de consanguinidad que los israelitas debí­an seguir (Lev 18:6-18).

Antiguamente, un hombre podí­a casarse con su media hermana del lado de su padre (Gen 20:12; comparar 2Sa 13:13), aunque estaba prohibido en Lev 20:17. Primos, como Isaac con Rebeca y también Jacob con Raquel y Lea, frecuentemente se casaban, aunque un matrimonio simultáneo con dos hermanas estaba especí­ficamente prohibido (Lev 18:18). La unión de tí­a y sobrino produjo a Moisés (Exo 6:20; Num 26:59), aunque un matrimonio entre tales parientes fue prohibido posteriormente por la ley de Moisés.

Jacob, ya casado con las dos hermanas, Raquel y Lea, recibió las siervas de cada una como esposas (Gen 30:3-9), mientras que su hermano Esaú tuvo tres esposas (Gen 26:34; Gen 28:9; Gen 36:1-5). De Gedeón se dice que tuvo muchas mujeres (Jdg 8:30-31) y Salomón tuvo 700 esposas y 300 concubinas (1Ki 11:1-3).

a pesar de estos ejemplos de poligamí­a, la forma de matrimonios más común y aceptable era la monogamia, la cual recibió la sanción de la ley de Moisés (comparar Exo 20:17; Exo 21:5; Deu 5:21, et al.). La enseñanza de Jesús sobre el matrimonio enfatizaba el hecho de que es un compromiso de por vida y, aunque reconocí­a que Moisés habí­a reglamentado la práctica del divorcio que ya existí­a en sus tiempos ante vuestra dureza de corazón (Mar 10:4-5), él enseñó la monogamia hebrea tradicional y agregó que el matrimonio de una persona divorciada mientras que el cónyuge estuviera todaví­a vivo constituí­a adulterio (Mar 10:11-12).

El matrimonio levirático ayudó a mantener y a proteger el nombre de familia y la propiedad de la misma. Cuando un hombre morí­a sin dejar hijo, era la responsabilidad del pariente varón más cercano, generalmente el hermano, de casarse con la viuda. El primer varón que naciera de esta unión serí­a considerado hijo del muerto y le corresponderí­a por ley su nombre y todos los derechos a su propriedad. Inclusive, si la viuda ya tení­a hijos, todaví­a se esperaba que el pariente varón se casara con ella y la mantuviera.

Antes de casarse, una mujer era miembro de la familia de su padre y, como tal, estaba sujeta a su autoridad. Al casarse, su esposo se convertí­a en su protector y, cuando éste morí­a, por medio de su matrimonio levirático ella encontraba su nuevo redentor. Tal como muchas otras tradiciones hebreas, el matrimonio levirático era también conocido por los cananeos, las asirios y los heteos. El matrimonio levirático más conocido en el AT es el de Rut la moabita, quien se casó con Boaz después de que el pariente más cercano rehusó tomar la responsabilidad (Deu 25:5-10; Rth 4:1-12).

La práctica de desposarse (Deu 28:30; 2Sa 3:14) involucraba cierto estado legal que la hací­a casi idéntica al matrimonio. La ley demandaba que un hombre que cometiera adulterio con una virgen desposada con otro debí­a ser apedreado por violar a la mujer de su prójimo (Deu 22:23-24). Era normal que una pareja estuviera desposada por un año, y este año contaba como parte de la relación matrimonial permanente (Mat 1:18; Luk 1:27; Luk 2:5). Durante el primer año de su matrimonio el novio estaba exento del servicio militar (Deu 24:5) para que el matrimonio fuera establecido sobre una base sólida. El padre de la novia se referí­a a su yerno como tal desde el momento que la pareja se desposaba (Gen 19:14), una costumbre que fortalecí­a el concepto de la solidaridad de la familia. En el perí­odo antes del cristianismo, el divorcio era una opción siempre disponible al esposo y a veces también a la esposa.

Después del regreso de la cautividad, se demandó el divorcio al por mayor de todos los hebreos que se habí­an casado con mujeres extranjeras para evitar la influencia de la idolatrí­a en el pueblo de Dios. Sin embargo, bajo circunstancias normales, en la tradición judí­a habí­a una tendencia a disuadir a los israelitas de divorciarse. Siguiendo la costumbre egipcia, se exigí­a una multa pesada de dinero de divorcio como fuerza disuasiva. El estado de la esposa no era muy elevado, sin embargo; un certificado de divorcio podí­a tomar la forma de un rechazo muy simple del esposo con una expresión tal como: Ella ya no es mi mujer, ni yo soy su marido (Hos 2:2). En el primer perí­odo cristiano, el divorcio podí­a ser considerado solamente cuando existí­a un matrimonio mixto entre un creyente y un pagano y, hasta en este caso, no se le permití­a al creyente casarse de nuevo mientras que el cónyuge estuviera vivo. La iglesia primitiva fue criticada por ser demasiado indulgente cuando empezó a dejar que las viudas se casaran de nuevo.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Las costumbres matrimoniales israelitas compartí­an muchas de las costumbres comunes de otros pueblos del Cercano Oriente. El padre, como cabeza de la familia, normalmente seleccionaba una novia para su hijo y hací­a los arreglos para el matrimonio (véase Gn. 24:4). El papel de la muchacha era pasivo, ya que ella era dada como esposa al hombre que su padre escogí­a. El amor romántico no estaba ausente necesariamente, y un padre bondadoso tendrí­a en cuenta los deseos de su hija. Se dice, por ejemplo, que Mical amaba a David (1 S. 18:20).
El concepto del *Matrimonio de levirato puede verse reflejado en la costumbre antigua en la que una novia era comprada por el padre del hijo para éste. En el caso de la muerte del hijo, la viuda era dada al siguiente hijo. La palabra bí­blica mohar se usaba para el regalo dado al padre (¿o hermanos

Fuente: Diccionario Bíblico Arqueológico

Es el †¢pacto entre un hombre y una mujer para hacer vida en común. Mediante este pacto, con la bendición de Dios, unen placenteramente sus cuerpos y almas para expresar mutuamente su amor, reproducir la especie humana y constituir la sociedad comenzando con la familia.

El estado matrimonial se utiliza en distintas porciones bí­blicas para ilustrar la relación de Dios con su pueblo (†œY te desposaré conmigo para siempre…† [Ose 2:19]; †œ… como el gozo del esposo con la esposa, así­ se gozará contigo el Dios tuyo† [Isa 62:5]). En el libro del profeta Oseas, su m. con †¢Gomer y la posterior infidelidad de ésta sirve para explicar en resumen la historia de Israel, a quien Dios tomó como quien toma una esposa, para recibir luego su deslealtad ( †¢Oseas, Libro de).
el NT, se recurre también a la figura del m. para señalar la relación de Cristo con su iglesia (†œ… pues os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo† [2Co 11:2]). Pablo habla de la grandeza de un misterio: el m. †œde Cristo y de la iglesia†. Y a partir de ese ejemplo amonesta a los maridos que amen a sus mujeres †œcomo también Cristo a la iglesia† (Efe 5:28-33).
tomaron esto en cuenta algunas personas que intentaron colocar el celibato como un estado superior al matrimonial. Esta idea se introdujo en cí­rculos cristianos desde sus primeros años. Los apóstoles tuvieron que combatirla. Pablo advirtió que †œen los postreros tiempos† vendrí­an †œespí­ritus engañadores† que †œprohibirán casarse† (1Ti 4:1-3). El escritor de Hebreos exhortó: †œHonroso sea en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla† (Heb 13:4). †¢Celibato.

Monogamia y poligamia. La voluntad de Dios fue que el m. se hiciera entre un solo hombre con una sola mujer. Cuando quiso buscar compañí­a para el hombre, no creó varias mujeres, sino solamente una: Eva (†œJehová ha atestiguado entre ti y la mujer de tu juventud, contra la cual has sido desleal, siendo ella tu compañera, y la mujer de tu pacto. ¿No hizo él uno, habiendo en él abundancia de espí­ritu?† [Mal 2:14-15]). La poligamia es una consecuencia del pecado. El primero que la practicó fue el violento †¢Lamec, quien †œtomó para sí­ dos mujeres† (Gen 4:19-24). Desde entonces, los hombres han practicado la poligamia. Entre los israelitas esto era bastante común entre las clases pudientes. Pero se reconocí­a que lo ideal era la monogamia. Así­, en distintas porciones que hablan del m., es tácito que se trata de una sola mujer (†œTu mujer será como vid que lleva fruto a los lados de tu casa† [Sal 128:3]; †œLa mujer virtuosa es corona de su marido† [Pro 12:4]; etcétera). El Señor Jesús, hablando del m., poní­a como modelo de Dios a la pareja inicial: un hombre y una mujer (†œ… al principio de la creación, varón y hembra los hizo Dios† [Mar 10:6]). Es evidente, por las palabras del Señor Jesús, que ciertas alteraciones al orden divino, como es la poligamia, no fueron castigadas por Dios por su paciencia. Así­, dio instrucciones para poner ciertos controles a esa práctica, por medio de Moisés. Esos estatutos que reconocen la existencia de la poligamia no fueron dados como para implantar un ideal o un modelo (†œPor la dureza de vuestro corazón os escribió este mandamiento† [Mar 10:5]).

Endogamia. La preferencia de los hebreos de casar a sus hijos con mujeres de su misma nación viene de una antiquí­sima tradición. Abraham envió a su siervo a buscar una esposa para Isaac (†œ… no tomarás para mi hijo mujer de las hijas de los cananeos† [Gen 24:3]). Rebeca dijo a Isaac: †œSi Jacob toma mujer de las hijas de Het, como éstas … ¿para qué quiero la vida?† (Gen 27:46). La principal razón para esto se encontraba en que los demás pueblos practicaban la idolatrí­a y el politeí­smo, con su secuela de corrupción moral. Por eso se prohibieron los m. con los habitantes de Canaán (†œNo emparentarás con ellas … porque desviará a tu hijo de en pos de mí­, y servirán a dioses ajenos† [Deu 7:3-4]).
realidad, no existí­a una prohibición general de casamientos con extranjeros. Con los únicos que no estaba permitido casarse era con personas de las siete naciones que habitaban Canaán. Un hebreo podí­a casarse con una prisionera tomada en guerra con cualquier paí­s que no fuera de Canaán, para evitar el contagio con sus malas costumbres (†œ… para que no os enseñen a hacer según todas sus abominaciones que ellos han hecho para sus dioses† [Deu 20:10-28]). Las motivaciones, entonces, no estaban guiadas por un sentido racial. Abarcaban explí­citamente a aquellos pueblos a los cuales Israel tení­a que destruir y no mezclarse con ellos.
mujeres de Moisés fueron de pueblos no israelitas. †¢Séfora era madianita (Exo 2:21) y otra, cuyo nombre no se conoce, era †¢cusita o etí­ope (Num 12:1). †¢Caleb, que era miembro de una tribu no israelita, los †¢cenezeos (Num 32:12), casó con mujeres israelitas. Se realizaron muchos m. con personas de otras naciones, como los casos de †¢Rahab (Mat 1:5), los hijos de †¢Noemí­ (Rut 1:4) y otros. Los reyes israelitas casaban a veces con mujeres extranjeras para fines de hacer alianzas polí­ticas. David casó con †¢Maaca, hija del rey de Gesur (2Sa 3:3; 2Sa 13:1; 1Cr 3:2). Salomón con una hija de Faraón (1Re 3:1; 1Re 7:8). Pero después del exilio, y a partir de la época de †¢Esdras, se reforzaron las antiguas leyes referentes a los m. con personas de otros pueblos.

El desposorio. La costumbre antigua entre los hebreos era que los padres arreglaban los m. de sus hijos. †¢Agar †œle tomó mujer de la tierra de Egipto† a su hijo †¢Ismael (Gen 21:21). Abraham envió a buscar a †¢Rebeca a lejanas tierras, para casarla con †¢Isaac (Gen 24:1-8). Esto no descartaba la posibilidad de que surgiera una relación romántica entre dos jóvenes, como fue el caso de Jacob y †¢Raquel (Gen 29:20). Tampoco quiere decir que la voluntad de la potencial novia no era tomada en cuenta. A †¢Rebeca le preguntaron: †œ¿Irás tú con este varón?†. Y ella dio su consentimiento. Pero, en términos generales, el entendimiento era entre los progenitores, básicamente la decisión del padre. †¢Saúl prometió dar su hija †¢Merab a David, pero †œllegado el tiempo … fue dada por mujer a Adriel meholatita†. Sin embargo, su otra hija †¢Mical se enamoró del joven pastor-guerrero y más tarde Saúl tuvo que dársela por esposa (1Sa 18:19-20). Los hijos formaban parte del patrimonio de la familia, bajo la administración del padre. Cuando se arreglaba un m., el novio (o su padre) tení­a que adquirir del padre de la novia ese derecho mediante el pago de una suma de dinero o entregando algunos bienes. Eso constituí­a la †¢dote (Exo 22:17).
desposorio era una institución social muy particular de los hebreos, puesto que una vez hecha la promesa de m., en la ley judí­a los contrayentes pasaban legalmente a un estado de cuasi matrimonio, hasta el punto de que el rompimiento del arreglo implicaba un †¢d. †¢Marí­a, la madre del Señor Jesús, estaba desposada con †¢José (Mat 1:18). Por lo tanto, aunque no se habí­a celebrado todaví­a la boda, la comunidad la consideraba como mujer casada. †¢Desposar.

La boda. No se dan detalles en la Biblia sobre ninguna ceremonia especial para el acto del m. Se hace referencia a él mediante la frase †œtomar por esposa† (Exo 21:8; Lev 21:13), o †œtomar por mujer† (Deu 24:1). Pero en ese dí­a especial se hací­a una alegre celebración. †¢Boda. †¢Familia. †¢Herencia.

El divorcio. †¢Divorcio.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, LEYE COST TIPO

ver, ANCIANO, DIíCONO, OBISPO

vet, Institución divina, establecida desde la creación. Mediante el matrimonio, Dios impide que la humanidad venga a ser una confusa multitud de individuos dispersos; queda así­ organizada sobre la base de la familia, de la que la célula es la pareja, unida según su voluntad. (a) El propósito del matrimonio, según la Biblia, es cuádruple: (A) la continuación de la raza humana (Gn. 1:27-28); (B) la necesaria colaboración. El hombre es esencialmente un ser social. Dios dijo: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él” (Gn. 2:18); (C) la unidad de los cónyuges: la mujer ha sido tomada del hombre (de la misma manera que el hombre existe por la mujer, 1 Co. 11:12); abandonando padre y madre para fundar un nuevo hogar, los dos vienen a ser una sola carne (Gn. 2:21-24); (D) la santificación de ambos mediante la preservación de lo que es para ellos el lazo conyugal (1 Co. 7:2-9). El Señor quiere que el matrimonio sea honrado por todos y santo (He. 13:4). Trata de apóstatas a aquellos que, predicando el ascetismo, se permiten prohibirlo (1 Ti. 4:1-3). (b) El celibato. Si el matrimonio se halla en el orden de la creación, ¿qué sucede con aquellos que permanecen solteros? Algunos entre ellos lo hacen voluntariamente, “por causa del reino de los cielos” (Mt. 19:12), como Pablo (1 Co. 9:5, 15). En efecto, el célibe se halla menos implicado en los asuntos de la vida y menos limitado por el deseo de complacer a su cónyuge; puede así­ consagrarse a un servicio determinado para el Señor sin distracciones de ningún tipo (1 Co. 7:32-35). Ello no significa que el celibato sea puesto a un nivel más elevado en la escala de la santidad que el matrimonio. Cada uno tiene que discernir el llamamiento particular y el don personal que haya recibido del Señor (1 Co. 7:7). El cap. 7 de 1 Corintios es el único pasaje dedicado al celibato; se comprende que Pablo, al justificarlo plenamente, dice: “El que la da en casamiento hace bien, y el que no la da en casamiento hace mejor” (1 Co. 7:38); él desearí­a, desde su punto de vista, que todos los hombres fueran como él y que se ahorraran muchos dolores (1 Co. 7:7, 26-31); pero afirma que no hay mal alguno en el matrimonio, sino todo lo contrario (1 Co. 7:27, 28, 36, 39). Cada uno debe buscar la voluntad de Dios de manera individual (1 Co. 7:7-9). Si alguien se siente llamado al celibato, es que el Señor se lo ha dado como don; su solterí­a podrá quedar ricamente compensada, como en el caso de Pablo, con una gran familia espiritual (1 Co. 4:14-15). Si alguien se siente llamado al matrimonio, será en este estado que glorificará verdaderamente a Dios. (c) Monogamia: La monogamia es el ideal prescrito por las Escrituras (Gn. 2:18-24; Mt. 19:5; 1 Co. 6:16). Sólo ella permite la unidad total de los dos cónyuges, en tanto que la poligamia la hace imposible. El Creador confirma este hecho al hacer nacer un número aproximadamente igual de varones que de hembras. El quiere también que el matrimonio sea una relación permanente (Mt. 19:6). Normalmente, el afecto entre marido y mujer se va desarrollando con el paso de los años. La moral reprueba la rotura del contrato. A causa de las obligaciones que les incumben, los esposos deben disciplinarse y criar a sus hijos enseñándoles a predicar el bien. El matrimonio es indisoluble antes de la muerte, excepto en caso de adulterio (Ro. 7:2, 3; Mt. 19:3-9). Pablo constata que hay rupturas arbitrarias, asimilables a una deserción (1 Co. 7:15). Los casos a los que hace alusión el apóstol iban probablemente acompañados de infidelidad conyugal. Está prohibido el nuevo matrimonio de personas divorciadas ilegí­timamente (Mt. 5:32; 19:9; 1 Co. 7:10, 11). La sentencia de un tribunal civil no anula el matrimonio delante de Dios; declara si la ruptura ha sido causada por el pecado de uno de los cónyuges o por ambos. Parece que Adán, Caí­n, Noé y sus tres hijos fueron monógamos. (d) Poligamia: La poligamia apareció con Lamec (Gn. 4:19), y así­ quedó manchada la pureza de los matrimonios, al dejarse los hombres ser dominados por impulsos carnales en la elección de sus compañeras (Gn. 6:1-2). Cuando Abraham tomó para sí­ una segunda mujer para conseguir el cumplimiento de la promesa, actuó insensatamente (Gn. 16:4). Isaac tuvo una sola esposa, pero Jacob fue polí­gamo, en parte debido al engaño de Labán (Gn. 29). Moisés reprimió los abusos, pero no los abolió de golpe. Los israelitas estaban poco crecidos espiritualmente, y encadenados a los usos y costumbres de la época, que no se correspondí­an en absoluto con la voluntad de Dios. El gran legislador rindió un gran servicio a la causa del matrimonio, prohibiendo las uniones entre consanguí­neos y parientes polí­ticos (Lv. 18); desalentó la poligamia (Lv. 18:18; Dt. 17:17); aseguró los derechos de las esposas de condición inferior (Ex. 21:2-11; Dt. 21:10-17); reglamentó el divorcio (Dt. 22:19, 29; 24:1); exigió el respeto al ví­nculo matrimonial (Ex. 20:14, 17; Lv. 20:10; Dt. 22:22). Después de Moisés, hubo aún los que se dieron a la poligamia: Gedeón, Elcana, Saúl, David, Salomón, Roboam, y otros (Jue. 8:30; 1 S. 1:2; 2 S. 5:13; 12:8; 21:8; 1 R. 11:3). Sin embargo, la Escritura expone los males inherentes a la poligamia, las mí­seras rivalidades que se daban entre las esposas de Abraham, de Jacob, de Elcana (Gn. 16:6; 30; 1 S. 1:6); en cambio, se destaca la belleza de las familias felices (Sal. 128:3; Pr. 5:18; 31:10-29; Ec. 9:9; cfr. Eclo. 26:1-27). Abraham se casó con una medio hermana suya; Jacob tuvo dos esposas que eran hermanas entre sí­ (Gn. 20:12; 29:26). En Egipto, no era raro casarse con una hermana de padre y madre; los persas lo permití­an (Herodoto 3:31). Los atenienses podí­an casarse con una medio hermana del mismo padre, en tanto que los espartanos podí­an casarse con sus medio hermanas nacidas de la misma madre. La Ley de Moisés prohibió estas uniones e incluso los matrimonios con parientes más alejados (Lv. 18:6-18). El estatuto matrimonial de los romanos se parecí­a al de los israelitas; denunciaba como incesto la unión de parientes próximos (por ejemplo, entre hermano y hermana) o entre parientes polí­ticos (como suegro y nuera). Todos los textos del NT hablan formalmente en contra de la poligamia. Hablando a los judí­os acerca del divorcio, Cristo afirmó que Moisés lo habí­a permitido por la dureza de sus corazones y que, excepto en caso de infidelidad, un nuevo matrimonio era un adulterio (Mt. 19:8-9). Se puede llegar a la conclusión de que la poligamia habí­a sido permitida en la época del AT por la misma razón, aunque con las restricciones señaladas; sin embargo, queda claro que no tiene lugar alguno en el Evangelio. El caso especial de los polí­gamos convertidos al Evangelio se trataba con la aceptación de la situación familiar de hecho; sin embargo, el polí­gamo quedaba excluido de la posibilidad de ejercer cargo alguno de responsabilidad en la iglesia (cfr. 1 Ti. 3:2, 12; Tit. 1:6). (e) Concubinato: El concubinato era una forma más baja de poligamia. La concubina era una mujer de rango inferior, quizá una esclava o una prisionera de guerra (Gn. 16:3; 22:24; 36:12; Dt. 21:10-11; Jue. 5:30; 2 S. 5:13; etc.). Agar, p. ej. no tení­a la posición social de Sara (Gá. 4:22, 23), y los hijos de las concubinas, aunque plenamente reconocidos, no tení­an el mismo derecho a la herencia que los hijos de la esposa principal (Gá. 4:30; Gn. 25:6). (f) Levirato. El levirato (lat. “lege vir”, “hermano del marido”). La Ley de Moisés prescribí­a que la viuda del hermano muerto sin hijos tení­a que ser tomada como esposa por el hermano sobreviviente. El primogénito de los hijos de esta nueva unión debí­a heredar los bienes y el nombre del fallecido (Dt. 25:5-6). El interesado se podí­a librar de esta obligación, pero en tal caso debí­a soportar una reprensión pública (Dt. 25:7-10); el deber de casarse podí­a entonces transmitirse a un pariente más alejado (cfr. Rt. 4:1-10). Con ello se buscaba mantener la integridad de la familia, e impedir la extinción de la raza y del nombre de un hombre muerto prematuramente o privado de descendencia. (g) Casamientos posteriores. Una vez que el ví­nculo matrimonial queda roto con la muerte, el cónyuge superviviente queda libre para casarse con quien quiera, siempre que ello sea “en el Señor” (1 Co. 7:39); ello significa que se debe contraer matrimonio con una persona verdaderamente creyente, y buscando los dos glorificar a Dios y servir al Señor con sus vidas. La declaración de Pablo acerca de los obispos y diáconos, que “sea[n]… maridos de una sola mujer” (1 Ti. 3.1, 12), ha sido interpretada diversamente. La Iglesia Ortodoxa griega, que permite el casamiento de los grados bajos de su clero, prohí­be que puedan contraer segundas nupcias. De ahí­ el proverbio en Grecia: “Mimada como la esposa de un pope.” Sin embargo, lo que parece ser el caso en estos textos de Pablo es impedir el acceso a cargos de autoridad o responsabilidad a los que vivieran en situaciones de poligamia o concubinato, en un momento en que las presiones del paganismo ambiental propiciaban estas formas de vida. Si es cierto que para que las viudas pudieran tener un papel en la Iglesia primitiva era necesario que “haya sido esposa de un solo marido” (1 Ti. 5:9). Habiendo pertenecido a dos familias, serí­a en este contexto que tendrí­a que dar sus servicios. Sin embargo, los diáconos y obispos tení­an que ser maridos de una sola mujer al empezar a ejercer sus funciones (véanse ANCIANO, DIíCONO, OBISPO). (h) Prohibición de ciertos matrimonios. Además de las disposiciones que tratan del incesto (Lv. 18), la ley prohibí­a formalmente a los israelitas que se unieran con personas paganas, que los arrastrarí­an a la idolatrí­a y a la inmoralidad (Ex. 34:15-16; Dt. 7:3-4). Y es, efectivamente, lo que sucedió cada vez que desobedecieron (Jue. 3:6; 1 R. 11:1-2; Esd. 9:1-2; 10:2-3). En el NT, el texto de 2 Co. 6:14-7:1 se aplica también al matrimonio. Un hijo de Dios, renacido de El, no puede casarse con una persona inconversa. Muchos han sido los casos en que jóvenes bien dispuestos, habiendo profesado fe en Jesucristo, se han visto totalmente apartados de la fe por un cónyuge no creyente. Y si han permanecido personalmente fieles, han tenido que pasar por múltiples sufrimientos personales, y han tenido que ver las desagradables consecuencias que todo ello ha tenido para sus hijos. La única seguridad y dicha está en casarse “en el Señor” (1 Co. 7:39). (i) Elección de la esposa y desposorios. En Israel eran los padres (sobre todo el padre) los que elegí­an a la esposa del joven (Gn. 21:21; 24: 38:6); en ocasiones el hijo manifestaba sus preferencias, pero el padre era el que se encargaba de formalizar el asunto (Gn. 34:4, 8; Jue. 14:1-10). El joven no podí­a ocuparse de ello directamente más que en circunstancias excepcionales (Gn. 29:18). No siempre se consultaba a la joven; la voluntad de su padre y de su hermano mayor decidí­an el asunto (Gn. 24:51, 57-58; 34:11). En ocasiones un pariente más alejado buscaba un marido para la hija, o la ofrecí­a a un buen partido (Ex. 2:21; Jos. 15:17; Rt. 3:1, 2; 1 S. 18:27). Se daban regalos a la parentela de la futura esposa, y en ocasiones a ella misma (Gn. 24:22, 53; 29:18, 27; 34:12; 1 S. 18:25). Otro joven, llamado el amigo del esposo (Jn. 3:29), serví­a de intermediario entre las dos partes interesadas, pero no tení­a, excepto en esto, contacto alguno antes de las bodas. Se trataba, como se ve, de un compromiso más preciso y formal que nuestros compromisos modernos, y que ya tení­a ciertas consecuencias legales. Si la prometida se dejaba seducir, era castigada con la muerte por adulterio, y su cómplice también, “porque humilló a la mujer de su prójimo” (Dt. 22:23-24). Los soldados quedaban dispensados de luchar si los esperaba una prometida en casa (Dt. 20:7), de la misma manera que el recién casado quedaba dispensado por un año del servicio militar (Dt. 24:5). Esto explica que en Mt. 1:18-25 se empleen simultáneamente los términos de desposados y de marido y mujer acerca de Marí­a y José antes de la consumación de su matrimonio. (j) Celebración de las bodas. Tení­a lugar sin ceremonia religiosa, con la posible excepción de la ratificación por juramento (Pr. 2:17; Ex. 16:8; Mal. 2:14). Después del exilio se concertaba y sellaba un contrato (Tob. 7:14). Antes de la boda, la novia se bañaba (cfr. Jud. 10:3; Ef. 5:26, 27), se revestí­a de ropas blancas, adornadas frecuentemente con preciosos bordados (Ap. 19:8; Sal. 45:13, 14), se cubrí­a de joyas (Is. 61:10; Ap. 21:2), se ceñí­a la cintura con un cinturón nupcial (Is. 3:24; 49:18; Jer. 2:32), y se velaba (Gn. 24:65). El novio, ataviado también con sus mejores ropajes, y con una corona en su cabeza (Cnt. 3:11; Is. 61:10), salí­a de su casa con sus amigos (Jue. 14:11; Mt. 9:15), dirigiéndose, al son de la música y de canciones, a la casa de los padres de la novia. Si se trataba de un cortejo nocturno, habí­a portadores de lámparas (1 Mac. 9; 39; Mt. 25:7; cfr. Gn. 31:27; Jer. 7:34). Los padres de la desposada la confiaban, velada, al joven, con sus bendiciones. Los amigos daban sus parabienes (Gn. 24:60; Rt. 4:11; Tob. 7:13). El casado invitaba a todos a su casa, o a la casa de su padre, en medio de cánticos, de música y de danzas (Sal. 45:15, 16; Cnt. 3:6-11; 1 Mac. 9:37). Los acompañaban jóvenes (Mt. 25:6). Se serví­a un banquete en la casa del esposo o de sus padres (Mt. 22:1-10; Jn. 2:1, 9) o en casa de la joven, si el marido viví­a lejos (Mt. 25:1). El mismo o los padres de la novia hací­an los agasajos (Gn. 29:22; Jue. 14:10; Tob. 8:19). La novia aparecí­a por vez primera al lado del esposo (Jn. 3:29). Al caer la noche, los padres acompañaban a su hija hasta la cámara nupcial (Gn. 29:23; Jue. 15:1; Tob. 7:16, 17). El esposo acudí­a acompañado de sus amigos o de los padres de su mujer (Tob. 8:1). Las fiestas se reanudaban al dí­a siguiente, y duraban una o dos semanas (Gn. 29:27; Jue. 14:12; Tob. 8:19, 20). (k) Sentido espiritual: El matrimonio, y los desposorios, simbolizan con frecuencia las relaciones espirituales de Jehová con su pueblo (Is. 62:4, 5; Os. 2:18). La apostasí­a del pueblo de Dios, debido a la idolatrí­a y a otras formas de pecado, se compara con el adulterio de una esposa (Is. 1:21; Jer. 3:1-20; Ez. 16:24; Os. 2), que lleva al divorcio (Sal. 73:27; Jer. 2:20; Os. 4:12). El NT emplea la misma imagen: Cristo es el esposo (Mt. 9:15; Jn. 3:29), la Iglesia, la esposa (2 Co. 11:2; Ap. 19:7; 21:2, 9; 22:17). Cristo, cabeza de la Iglesia, la ama y se cuida de su santificación. Allí­ se halla el modelo que se presenta para el matrimonio cristiano (Ef. 5:23-32).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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El matrimonio naturalmente es la unión conyugal estable de un varón y de una mujer (monogamia) para llevar vida en común. El matrimonio en algunas culturas admite variedad de mujeres (poligamia); y en escasas ocasiones ha sido usual el tener varios varones con una mujer (poliandria).

Implica enlace afectivo, sexual y social. Por naturaleza tiende a la procreación y al mantenimiento de la especie humana. Es la forma natural de encauzar la sexualidad, como facultad reproductora, y de propagar la sociedad.

El matrimonio cristiano añade al simple enlace natural la dimensión sobrenatural del compromiso por motivos superiores. Se define como el sacramento por el cual dos personas de distinto sexo, hábiles fisiológica y psicológicamente para con su fin natural, se unen por mutuo consentimiento en comunidad de vida, por amor humano y como reflejo del amor divino que Cristo tuvo a su Iglesia.

El Catecismo Romano (II. 8. 3), siguiendo a teólogos como Pedro Lombardo, se quedó en definirlo como lo hací­a el derecho romano: “Unión marital de varón y mujer aptos legalmente para formar comunidad de vida desde la personalidad de cada uno de ellos.” (Sent. IV. 27. 2).

Siglos después, este concepto se completó en el Catecismo de la Iglesia Católica: “La alianza por la que el varón y la mujer constituyen entre sí­ un consorcio de vida, ordenado al bien de los cónyuges y a la educación de la prole y elevado por Cristo a la dignidad de sacramento.” (Nº 1601)

1. Origen divino del matrimonio
El matrimonio es una unión tan radicalmente humana que surge como necesidad de la especie y como tendencia espontánea de cada persona. No implica sólo tendencia a la relación sexual entre dos seres superiores, como acontece en los animales no racionales, sino algo más profundo, consciente y permanente.

Por sí­ mismo tiende a la permanencia; pero sobre todo reclama la conciencia de libertad, de comunidad de vida, de satisfacción afectiva, de apertura a la fecundidad con la generación de nuevos seres a los que se ama, crí­a y educa por algo más que por instinto. El matrimonio, institución natural, es querido por Dios, autor de la naturaleza.

1.1. Plan de Dios Creador
Queda recogida esta propensión universal y permanente de la especie humana en el mismo relato bí­blico de la creación del hombre: “Hizo Dios a la mujer de su misma naturaleza, carne de sus carne y hueso de sus huesos” (Gn. 1. 27). Unió a ambos en la convivencia del paraí­so: “No es bueno que el hombre esté solo. Hagámosle una ayuda a su imagen y semejanza.” (Gen. 2.18) Le dio la orden de “crecer y multiplicarse y llenar la tierra” (Gn. 1 28).

Como autor de la naturaleza inteligente y libre del hombre, Dios es autor del instinto reproductor y de la tendencia unitiva de los sexos diferentes y complementarios. Es autor de la bisexualidad como coronación de toda la obra creadora del cosmos: mineral, vegetal y animal.

Los prejuicios gnósticos, maniqueos y neoplatónicos de los primeros tiempos cristianos hicieron mirar el matrimonio como un “remedio a la concupiscencia” y provocaron cierta desconfianza sobre la bondad de la sexualidad. Pero nada más alejado del plan divino que el juzgar la materia o el cuerpo como algo malo y relegar la bondad natural en el espí­ritu o alma.

Incluso algún autor tan profundo como S. Gregorio Niseno llegó a declarar (De opif. hom. 17) que “la diferenciación sexual de las personas y el matrimonio son consecuencia del pecado que Dios habí­a ya previsto”. Esta idea, renovada por el mismo San Jerónimo que también hací­a depender el matrimonio del pecado del primer hombre (Ep. 22. 16), fue vigorosamente refutada desde antiguo, por ejemplo por Sto. Tomás de Aquino. (Summa. Th. I. 98. 2).

En el momento en que los hombres fueron hechos varón y mujer nació en la historia el amor. Se despertó la posibilidad de fabricar un mundo con personas humanas. Y los hombres comenzaron a caminar con normalidad por la tierra.

El amor y la posibilidad de hacer del mundo el hogar en que se llenara de los frutos del amor han sido siempre el gran desafí­o de los hombres.

1.2. Fecundidad y amor
El hombre es proyectivo y fecundo por misma naturaleza. No es un simple ser vivo, por perfecto que se le considere. Es un ser espiritual, libre e inmortal, al mismo tiempo que inteligente y social. La sexualidad, fisiológica, afectiva, moral y espiritual, debe ser analizada desde la óptica de la dignidad sobrenatural del hombre. Sólo en ese contexto se puede entender como algo superior al emparejamiento animal.

La fecundidad del hombre en consecuencia es efecto de toda su personalidad. Puede manifestarse en diversas áreas o dimensiones:

– En la intelectual y entonces hace de su mente, cada vez más poderosa, el motor de sus operaciones de ser libre. Produce riquezas y grandezas para sí­ y para los demás. Puede perfilar un prOyecto de familia y es capaz de buscar al ser del otro sexo para su realización

– En la social y en la afectiva, el hombre se siente proyectado a relaciones con los demás hombres de forma responsable, en actitud de acogida y con protagonismo en las propias actuaciones. Busca a una persona del otro sexo para realizarse ante sí­, dando rienda a sus sentimientos; y para significarse ante los demás, ostentando su feminidad o su masculinidad ofreciendo sus atractivos y cualidades ante el otro.

– En la estética y en la ética, que implican aspectos complementarios que hace posible abrirse a la vida con una impresión gratificante de belleza, nobleza y virtud. Cada sexo se siente responsable de la felicidad ajena, del placer fisiológico y sobre todo de la riqueza superior y espiritual. La vinculación intersexual por el amor culmina con la acogida por amor de los seres nuevos que brotan de la fecundidad que se agradece y desea como don de Dios.

– Y también en la espiritual, que abre la puerta a la sobrenatural. Al encontrar en el cónyuge un portador de gracia divina, se nutre la propia vida sobrenatural y se genera un amplio abanico de dones mí­sticos, que hacen del matrimonio un estado de vida gratificante y santificante.

1.3. El plan de Dios
El ejercicio de la sexualidad y la conquista de la fecundidad implican en el ser humano la solidaridad con el ser de distinto sexo que Dios ha puesto a su lado. La í­ntima vinculación del concepto de sexualidad con el de dignidad humana lleva a la valoración adecuada de la fidelidad y estabilidad de la unión entre varón y mujer, a la cual llamamos “matrimonio”.

Por eso en el plan divino, los ví­nculos matrimoniales son ecos de su creatividad eterna. Y en el lenguaje cristiano, tales ví­nculos son reflejo del amor divino a los hombres, concretado en el amor de Cristo a su Iglesia.

Matrimonio es pues mucho más que “pareja”, término con el que muchos hoy rebajan la grandeza del enlace matrimonial. Quienes no lo descubren prefieren emplear eufemismos por temor a las implicaciones éticas y espirituales que el concepto de matrimonio conlleva.

La unión matrimonial adquiere su grandeza al ser expresión del plan creacional de Dios sobre los hombres.

– Este plan entre de lleno en la obra de la Creación del mundo habitado por hombres inteligentes. Es querido desde el comienzo por Dios, Autor de la naturaleza. El mismo Dios hizo al hombre varón y mujer para que se unieran corporal y espiritualmente y resultaran fecundos y creadores de nuevos hombres que poblaran la tierra.

Al margen del mito que recoge el Génesis, lo importante es ver al ser humano en la estrecha conexión con los demás seres vivos, minerales, plantas y animales. El es la cumbre de la escala evolutiva promovida por el Autor de la naturaleza.

– Es un plan que tiene una dimensión sobrenatural. A diferencia de las demás criaturas, Dios ha creado al hombre en nivel sobrenatural. Le ha hecho portador de la gracia sobrenatural que le hace hijo suyo y llamado a la felicidad eterna.

Por voluntad del mismo Dios, el matrimonio se convierte en cauce de santificación, de acercamiento a Dios, de elevación sobrenatural, al ser signo sensible del amor de Cristo a la Iglesia. Dios, en cuanto nos regala su Revelación, nos comunica que el Matrimonio es don sobrenatural y no sólo hecho natural. Lo convierte en colaboración con su plan creador, salvador y santificador, al servirse de él como plataforma fecundante de otros seres que del matrimonio nace, también con vocación de vida sobrenatural.

Los esposos cristianos colaboran con Dios en la tarea maravillosa de formar nuevos seres para la vida natural y para la sobrenatural, para la existencia y para la gracia, ya que los hombres que engendran son, ante todo y sobre todo, hijos de Dios.

1.4. Respuesta del hombre
El hombre inteligente y moralmente sano, comprometido o no en el estado matrimonial, debe contemplar en el plan de Dios una obra merecedora de respeto, adhesión y agradecimiento.

Sabe ver el matrimonio como expresión del amor humano. En cuanto reflejo del divino, ese amor es una riqueza digna de ser conquistada, si responde a la voluntad divina para quien la mira en lontananza o en cercaní­a.

Desde la ternura de los novios hasta la entrega conyugal de los desposados, todo es hermoso y delicado en la expresión intersexual del amor. Por eso el hombre debe buscar sus dimensiones trascendentes y no quedarse en elementos naturales para entender su realidad.

Sólo desde la madurez humana y espiritual, se puede mirar el matrimonio donación y entrega al otro y no como conquista, contrato o adquisición.

El hombre que sabe juzgar con esa grandeza espiritual y humana, intuye que nada obligado puede haber en el amor, para que pueda ser realmente tal: ni coacciones de tradiciones, ni engaños de conveniencias, ni opresión de creencias, ni chantaje de intereses materiales.

Las hermosas palabras que San Juan Crisóstomo (344-407), Patriarca de Constantinopla, sugiere decir a los jóvenes esposos, pueden reflejar el peRmanente sentido cristiano del matrimonio: “Te he tomado en mis brazos, te amo y te prefiero a mi vida. Puesto que la vida presente no es nada, mi deseo más ardiente es pasarla contigo de tal manera que estemos seguros de no separarnos en la vida eterna… Pongo tu amor por encima de todo; y nada me dolerá tanto como no tener los mismos pensamientos que tú consigues”. (A Ef. 20. 8)

2. Sacramentalidad del matrimonio

El matrimonio es sacramento, que equivale a decir que es signo sensible de la gracia, porque Cristo lo ha querido así­. A través de él, otorga su gracia para vivir en plenitud la unión conyugal, no sólo en lo que se refiere a la paternidad y maternidad, sino ante todo en lo que significa de acción santificadora de la vivencia del amor humano.

En este sentido, el matrimonio no es un acto pasajero que Dios bendice: el compromiso; es más bien un estado que comienza en el acto del mutuo consentimiento y se prolonga toda la vida en la convivencia y en el amor. A lo largo de esa vida la gracia matrimonial desciende copiosa.

La unión conyugal consentida es el eje del sacramento, el signo sensible. Lo que conduce a ella: amor, compromiso, aceptación, noviazgo; y, sobre todo, lo que continúa: convivencia marital, paternidad y maternidad, fidelidad, es reflejo de la unión de Cristo y de la Iglesia.

Por eso el sacramento, como signo sensible, es un acto temporal. Pero la vida nacida el sacramento, como cauce de gracia, es un estado que se prolonga mientras viven los dos contrayentes.

Para que sea sacramento, la unión ha de ser voluntaria entre los protagonistas. Por lo tanto invalidan el sacramento las coacciones, los engaños o la inmadurez para optar. Es una unión amorosa, de modo que cualquier otro motivo, interés o condición que no sea el amor, perturba y, incluso, anula la misma identidad del matrimonio.

Es unión equivalente y recí­proca, en la que ninguno de los dos contrayentes tiene primací­a, al margen de costumbres antiguas o incluso de leyes discriminadoras. Tanto el esposo como la esposa se dan y se reciben mutuamente, en igualdad de derechos y de deberes.

Y es unión abierta, no sólo í­ntima. No hay sacramento sin testigos, es decir sin apertura, sin significatividad eclesial. Por eso la Iglesia establece la norma de que el compromiso matrimonial se formule en la comunidad, con el testigo autorizado, que es el párroco o sacerdote delegado, y con los otros testigos, que son los padrinos y demás asistentes al enlace.

Condición de sacramentalidad es la madurez suficiente de las personas, para que el consentimiento sea libre y comprobable. El entorno familiar y los consejos pueden ser influyentes y cauces para una reflexión prudente. Pero el compromiso es inalienable y la responsabilidad intransferible a nadie.

El matrimonio es verdadero y propio sacramento instituido por Cristo. Jesús restauró el matrimonio como unidad monogámica e indisoluble con sus enseñanzas; y proclamó la dignidad de cada miembro que lo contrae (Mt. 19. 3). Pero además lo instituyó como cauce de gracia santificante, como sacramento para todos sus seguidores.

2.1. Doctrina eclesial

La Iglesia, siguiendo su enseñanza, entiende que entre los cristianos no puede haber verdadero matrimonio que no sea sacramento. Por lo tanto, para ella la unión conyugal extrasacramental entre cristianos es simple concubinato. Respeta las costumbres de otros grupos y culturas; pero no puede admitir cualquier tradición o norma religiosa que infravalore a la mujer: poligamia o poliginia, compraventa de esposas, repudio, aunque hayan existido con frecuencia.

Las exigencias del matrimonio cristiano son las mismas que las del matrimonio natural: unidad, libertad, igualdad, dignidad, indisolubilidad, fidelidad. Son rasgos reclamados por la misma dignidad humana. Pero en el matrimonio cristiano esas cualidades naturales adquieren categorí­a de deberes religiosos en virtud de la palabra sagrada y de la dignidad del sacramento.

El matrImonio radica en el consentimiento de los esposos manifestado entre personas libres y maduras, consentimiento que ningún poder humano: ley, costumbre, interés social, puede imponer. Ese consentimiento es el acto de la voluntad libre por el que el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable.

Pueden contraer matrimonio todos aquellos que son capaces ese consentimiento como acto humano pleno. Deben contraerlo sólo quienes se sienten llamados por Dios a ese estado.

El Matrimonio de los católicos, aunque sólo uno de los dos contrayentes esté bautizado, se rige no sólo por el derecho natural que viene de Dios creador del hombre, sino también por la ley de la Iglesia, que recoge la Palabra de Dios Revelada. Si se aleja en lo esencial de esa ley de la Iglesia, deja de ser sacramento para limitarse a ser arreglo social entre personal libres. (cc. 1055 a 1060)

2.2. Prueba de Escritura
Dios quiso que el Matrimonio fuera un cauce de la gracia. A través de toda la Escritura, pero sobre todo de la plenitud de la Revelación traí­da por Jesús, Hijo de Dios encarnado, expresó cómo debe ser el matrimonio. Encontramos sus palabras en los textos evangélicos y en las cartas de los Apóstoles.

Como no podí­a se de otra forma, los texto del nuevo Testamento hablan con frecuencia de la unión familiar. Jesús aludió con frecuencia a cuestiones que le planteaban con relación al matrimonio. Hasta 56 veces se alude a los casados en los escritos del Nuevo Testamento: amor de esposos, divorcio, infidelidad, paternidad, etc.

San Pablo recuerda repetidamente el carácter religioso del compromiso del esposo y de la esposa: 1. Cor. 7. 8; 1. Tim. 4. 3 y 5.11; Hebr. 13.4, etc. Exige que se contraiga “en presencia del Señor” (1 Cor. 7. 39) y recuerda su indisolubilidad como precepto del Señor mismo (1 Cor. 7. 10). La elevada dignidad y santidad del matrimonio cristiano se funda, según San Pablo, en ser sí­mbolo de la unión de Cristo con su Iglesia. “Gran misterio es éste, mas lo digo con respecto a Cristo y su Iglesia.” (Ef. 5. 2)

2.3. Ecos en la Tradición
Los antiguos Padres consideraron el matrimonio como ví­nculo sagrado. Ya San Ignacio de Antioquí­a (+ 107) decí­a al comienzo del siglo II que “conviene que el novio y la novia contraigan matrimonio con anuencia del Obispo, a fin de que sea conforme al Señor y no conforme a la concupiscencia.” (Pol. 5. 2) Un siglo más tarde Tertuliano aludí­a al carácter eclesial y santificador del matrimonio:”¿Cómo podrí­amos describir la dicha de un matrimonio contraí­do ante la Iglesia, confirmado por la oblación, sellado por la bendición, proclamado por los ángeles y ratificado por el Padre celestial?” (Ad uxorem II.6) Y S. Agustí­n desarrolló una extensa doctrina sobre el matrimonio, como camino de santificación para los cristianos. En diversidad de escritos (“Del bien conyugal”, “De las nupcias y de la concupiscencia”, “De las costumbres de la Iglesia” y “Contra los maniqueos”, etc.) insiste en la doctrina evangélica aplicada a los esponsales y a sus consecuencias, sobre todo con sus reflexiones sobre los tres bienes matrimoniales: la prole, la fidelidad conyugal, el ser signo de la unión entre Cristo y la Iglesia.

3. Institución por Cristo

Por voluntad explí­cita de Jesús, la unión entre el varón y la mujer que responde a un compromiso consciente de signo religioso es un sacramento de la gracia divina. Ese sacramento se identifica con el valor testimonial que tiene el amor humano entre los bautizados del amor que Cristo tiene a su Iglesia y del amor inmenso con el que la Iglesia responde a Cristo.

No es necesario centrar el momento de la institución del sacramento en la presencia de Cristo en las Bodas de Cana y en referencia al primer milagro allí­ hecho por el Señor (Jn. 2. 1-11), pero no cabe duda que fue aquel un gesto singular y significativo, tal como lo comentó la mayor parte de los Padres y escritores antiguos.

Debemos recordar otras referencias evangélicas de gran valor. Defendió su estabilidad contra la costumbre de repudiar a la mujer: “Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés despedir a vuestra mujeres; pero al principio no fue así­. Yo os declaro que cualquiera que se separa de su mujer y se casa con otra, comete adulterio… Y si la mujer separada se casa con otro, también comete adulterio”. (Mt. 19.8-9) y Mc. 10. 6-9)

Resaltó la primera voluntad divina de la unidad plena entre los esposos: “Al principio Dios los hizo hombre y mujer y por esta razón dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá con su mujer y ambos llegarán a ser uno. De modo que ya no serán dos, sino uno. Por tanto, lo que Dios ha unido no debe separarlo el hombre”. (Mc. 10 7-8)

3.1. Riesgos y dificultades

Jesús no ocultó que el matrimonio podí­a tener dificultades para la fidelidad y la unidad querida por Dios (monogamia, pureza de intención, dedicación en el amor) y dejó en claro la posibilidad de otros estados o caminos en la vida de sus seguidores.

Reconoció ante los asombrados discí­pulos que el matrimonio, vivido en la plenitud, puede parecer difí­cil por sus exigencias de entrega plena y mutua entre los esposos, sobre todo por su indisolubilidad. Los mismos Apóstoles le dijeron: “Si tal es la condición del hombrecon respeto a su mujer, vale más no casarse. Y Jesús les respondió: Pero no todos lo entienden así­, sino aquellos a quienes Dios da esta inteligencia. Hay hombres que nacen incapacitados para el matrimonio. Otros son mutilados por la malicia de los hombres. Algunos se limitan a sí­ mismos para estar más disponibles para el Reino de los cielos. El que sea capaz de hacer eso último que lo haga”. (Mt. 19. 10-12). Este mismo sentimiento o temor expresan a veces muchas personas que contemplan el matrimonio con insuficiente actitud ética y que no han descubierto la belleza moral y espiritual del amor pleno. Pero la doctrina matrimonial de la Iglesia a lo largo de los siglos ha sido clara y exigente, siempre reflejo de la misma enseñanza de Jesús

LEYES DE LA IGLESIA SOBRE IMPEDIMENTOS MATRIMONIALES.C.D.C. Libro IV Tí­tulo VI CAPíTULO III De los impedimentos dirimentes en particular C. 1083 § 1.

No puede contraer matrimonio válido el varón antes de los dieciséis años cumplidos, ni la mujer antes de los catorce, también cumplidos.

Puede la Conferencia Episcopal establecer una edad superior para la celebración lí­cita del matrimonio. C. 10841 § 1. La impotencia antecedente y perpetua para realizar el acto conyugal, tanto por parte hombre como de la mujer, ya absoluta ya relativa, hace nulo el matrimonio por su misma naturaleza.

& 2. Si el impedimento de impotencia es dudoso, con duda de derecho o de hecho, no se debe impedir el matrimonio ni, mientras persista la duda, declararlo nulo.

& 3. La esterilidad no prohí­be ni dirime el matrimonio sin perjuicio de lo que se prescribe en el can. 1098. C. 1085. § 1. Atenta inválidamente el matrimonio quien está ligado por el ví­nculo de un matrimonio anterior, aunque no haya sido consumado.

$ 2 Aun cuando el matrimonio anterior sea nulo o haya sido haya sido disuelto por cualquier causa, no por eso es lí­cito contraer otro antes de que conste legí­timamente y con certeza la nulidad o disolución del precedente.

C. 1087. Atenta inválidamente el matrimonio quien ha recibido las Ordenes Sagradas. Atenta inválidamente el matrimonio quien está ligado por voto público perpetuo de castidad.

C. 1088. No puede haber matrimonio entre un hombre y una mujer raptada, o al menos retenida con miras a contraer matrimonio con ella, a no ser que luego la mujer, separada del raptor y en lugar seguro y libre, elija voluntariamente el matrimonio. C. 1090 $ 1. Quien con el fin de contraer matrimonio con una determinada persona, causa muerte del cónyuge de ésta o de su propio cónyuge atenta inválidamente ese matrimonio.

§ 2. También atentan inválidamente el matrimonio entre si quienes con una cooperación mutua, fí­sica o moral, causaron la muerte del cónyuge. C. 1091 En lí­nea recta de consanguinidad, es nulo el matrimonio entre todos los ascendientes y descendientes, tanto legí­timos como naturales.

§ 2. En lí­nea colateral, es nulo hasta el cuarto grado inclusive.

§ 3. El impedimento de consanguinidad no se multiplica.

& 4. Nunca debe permitirse el matrimonio cuando subsiste alguna duda sobre si las partes son consanguí­neas en algún grado de lí­nea recta o en segundo grado de lí­nea colateral. C. 1092. La afinidad en lí­nea recta dirime el matrimonio en cualquier grado. C. 1093. El impedimento de pública honestidad surge del matrimonio inválido después de instaurada la vida en común, o del concubinato notorio o público: y dirime el matrimonio en el primer grado de lí­nea recta entre el varón y las consanguí­neas cí­e la mujer y viceversa. C. 1094. Pueden contraer válidamente matrimonio entre sí­ quienes están unidos por parentesco legal proveniente de la adopción, en lí­nea recta o en segundo grado de lí­nea colateral.

CAPíTULO IV. Del consentimiento matrimonial C. 1095.

Son incapaces de contraer matrimonio:

1° quienes carecen de suficiente uso de razón

2° quienes tienen un grave defecto de discreción de juicio acerca de los derechos y deberes esenciales del matrimonio que mutuamente se han de dar y aceptar;

3º quienes no pueden asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por causas de naturaleza psí­quica C. 1096. § 1. Para que pueda haber consentimiento matrimonial, es necesario que los contrayentes no ignoren al menos que el matrimonio es un consorcio permanente entre un varón y una mujer, ordenado a procreación de la prole mediante una cierta cooperación sexual

3.2. El amor como raí­z.

El amor de los esposos es exigente además de gratificante; pero es también por sí­ mismo santificador, desde la compenetración corporal hasta la intimidad afectiva, moral y espiritual. Todo lo que el matrimonio es, representa y simboliza la entrega misma de Jesús a la humanidad, especialmente a la comunidad de sus seguidores.

Nada hay que no sea hermoso, santificador y elegante en el ejercicio recto de la sexualidad matrimonial. Gracias a ella se realizan en plenitud las personas, se desarrollan las comunidades y se prolonga la vida en el mundo y en la Iglesia.

Si a veces no se miró como algo noble, debido a las influencias maniqueas o gnósticas, o si algunos movimientos falsamente espirituales infravaloraron ese amor conyugal por pensar que era más material que espiritual por ser “también” corporal, la Iglesia volvió pronto los ojos a los planes divinos y resaltó insistentemente su dignidad.

Por eso, el mensaje cristiano insta a todos, a los jóvenes y a los adultos, a formarse en el verdadero amor, para que no se dejen manipular por criterios o sentimientos eróticos o pragmáticos, que deterioran con frecuencia la imagen del amor en determinados ambientes, lenguajes o costumbres sociales.

Pide a los esposos, que ya lo son o que se preparan a serlo, que dignifiquen su sexualidad a la luz de la fe. Resalta la visión, no mí­stica ni utópica sino evangélica, de la intimidad conyugal.

4. Finalidad del matrimonio
Durante mucho tiempo la doctrina de la Iglesia cristiana, a la luz de las exigencias naturales y bajo la influencia de la época patrí­stica, pareció sostener que la procreación era el único fin del matrimonio. La sexualidad se miraba como tolerado recurso para conservar la especie humana; y, desde esa conservación, se juzgaba su moralidad y se elaboraba la mí­stica matrimonial.

Los tiempos recientes, más humanistas y personalistas, han abierto la mente a otras dimensiones antropológicas de la conyugalidad, de la sexualidad, de la afectividad y de la sociabilidad familiar. Hoy se tiende a considerar que la primera finalidad del matrimonio es la realización personal de los contrayentes.

Se mira más a la persona que a la sociedad, al hombre en concreto más que de la humanidad en abstracto. Se valora el matrimonio como plenitud en el desarrollo madurativo, en la donación, en la fecundidad como opción de vida, y no tanto en la capacidad procreadora.

La generación y educación de la prole se presenta más bien como consecuencia de ese fin primario del amor. Y por lo tanto es fin natural primario, consecuente y no originante, de la expresión del amor. Hay hijos porque hay amor, no viceversa.

No es correcto decir que la procreación es el fin secundario del matrimonio; pero tampoco lo es considerar fin secundario la ayuda mutua y la satisfacción moralmente ordenada del apetito sexual, como tantas veces se ha sostenido por parte de los teólogos cristianos.

La ley positiva de la Iglesia, heredera de tradiciones milenarias, se desenvuelve, como es natural, en exigencias más precisas y jurí­dicas que psicológicas y pastorales. Pero el espí­ritu recogido en los documentos del Concilio Vaticano II reclama creciente atención a la dimensión moral y espiritual de la convivencia conyugal: “El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole… Pero el matrimonio no ha sido instituido sólo para la procreación, sino que la propia naturaleza del ví­nculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requiere que también el amor mutuo de los esposos se manifieste, progrese y madure ordenadamente.” (Gaud. et spes. 50)

El mismo Concilio recuerda que Dios hizo a la pareja humana para “crecer y henchir la tierra,” (Gen 1. 28) y que el mismo Señor reclamó la presencia de Eva, por lo inconveniente de la soledad de Adán: “No es bueno que esté solo. Hagámosle una ayuda semejante a él (Gn. 2. 18)

La compañí­a del otro sexo es pues necesidad natural en el ser humano y por eso también S. Pablo recordaba la bondad de la compañí­a, expresando con realismo antropológico que: “a causa de la fornicación (o más bien para evitarla), debe tener cada uno su mujer y cada una debe tener su marido”. (1. Cor. 7. 2)

Por lo tanto, en clave evangélica, el fin del matrimonio es ante todo la santificación mutua de los esposos por la gracia matrimonial que se consigue en el amor. La primera razón de la unión conyugal y la primera fuerza de su permanencia es el amor entre los esposos. Ese amor cristianamente se convierte en signo del amor entre Jesús y su Iglesia.

Como consecuencia del amor auténtico, es condición de bondad en el Matrimonio la apertura a la vida mediante los hijos que, inteligente y libremente, decidan asumir los esposos y quiere Dios concederles. Las demás razones de tipo afectivo, moral, psicológico, social y hasta corporal, resultan sólo complementarias y no justifican de forma independiente el compromiso sacramental.

5. Condiciones y propiedades
En función de esa dignidad y finalidad del matrimonio, tendremos que recordar algunas de sus principales cualidades y condiciones de grandeza.

La vinculación o compromiso libre de los contrayentes es condición del enlace auténtico entre los esposos. Implica que sólo hay “vivencia matrimonial cristiana” cuando se ha contraí­do el compromiso o ví­nculo matrimonial. Se llama fornicación a la acción sexual sin tal compromiso; y se denomina meretricio o prostitución a la que se busca o tolera por intereses económicos o materiales y no por verdadero y maduro amor.

Tres rasgos son básicos en el matrimonio cristiano, desde una perspectiva natural, pero también revelacional, tal como se expresó por el mismo Jesús: unidad, indisolubilidad, fidelidad.

5.1. Unidad
La unidad es la singularidad de miembros de diverso sexo. Por imperativo natural, pero también por voluntad del mismo Jesús que quiso restaurar la misma ley natural, el Matrimonio sólo se puede realizar con unidad de cónyuge: un varón y una mujer.

En el relato bí­blico de la creación del hombre y de la mujer esa unidad quedó perfectamente reflejada: Dios instituyó el matrimonio sólo como unión monógama (Gen. 1. 28 y 2. 24), sin que puedan entenderse de ninguna otra forma.

Cuando este texto se redactaba, la cultura oriental, babilónica, persa, hitita, asiria y siria, egipcia e incluso grecorromana, se habí­a apartado del primitivo ideal (Gn. 4. 16) y practicaba la poliginia como derecho social reconocido.

Fuera de la referencia monogámica inicial del Génesis, el resto de textos bí­blicos refleja la familia patriarcal poligámica (Abraham, Isaac, Jacob, Saúl, David, etc.), en la que la fecundidad es la máxima bendición divina: “Tu descendencia será numerosa, como las estrellas del cielo y las arenas de la playa.” (Gn. 22.17). Incluso se halla reconocida por la ley divina (Deut. 21. 15) como señal de abundante fecundidad. También se hallaba reforzada por la facilidad del despido o repudio legal de la mujer y de la inexistencia de libertad en la mujer. (Mt. 19. 8-9)

Cristo volvió a restaurar el matrimonio en toda su pureza primitiva: “Al principio no fue así­… De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre.” (Gen. 2. 24; Mt. 16. 6). Incluso añadió exigencias más precisas, restrictivas y contundentes: el casarse de nuevo después de haber repudiado a la mujer (o dejado al marido) lo considera adulterio (Mt. 19.8-9). El deseo de otra mujer (o de otro varón), fuera del cónyuge, lo declara adulterio (Mt. 5. 27-28).

Los cristianos fueron conscientes de esta restauración y defendieron siempre el matrimonio monogámico, indisoluble y equivalente para los dos miembros que lo contraen. Desde la doctrina de San Pablo (Rom. 7. 3; 1 Cor. 7. 2; Ef. 5. 3) hasta el Derecho canónico actual de la Iglesia (cc. 1055 y 1057) no hubo la más mí­nima vacilación al respecto.

Por lo tanto toda situación polí­gama es radicalmente inmoral, sea socialmente aceptable (tener varias esposas equivalentes en un ambiente mahometano, por ejemplo), o bien se disfrace de determinados usos sociales inaceptables (tener varias esposas de diferente nivel, la principal y las concubinas).

Los principios monogámicos son aplicables, evidentemente, a cualquier uso o abuso poliándrico, menos frecuente en la Historia, salvo en algunos grupos primitivos apoyados en el matriarcado.

Todas las confesiones cristianas han sido unánimes en este terreno. Por eso, no dejan de resultar sorprendentes y aberrantes las formas matrimoniales de algunas sectas, como la de los Mormones (fundados por J. Smith 1830 en Ohio, USA), quienes admiten como natural la poliginia, aunque no la poliandria, a pesar de surgir en una cultura occidental que tiende a equiparar la dignidad de la mujer y la del varón.

Del mismo modo, resultan peregrinos los argumentos morales de Lutero, en base a textos del Antiguo Testamento, para justificar demagógicamente el doble matrimonio del landgrave Felipe de Hessen. Fue lo que hizo recordar al Concilio de Trento que está prohibido a los cristianos por la misma ley divina el tener al mismo tiempo varias esposas. (Denz. 972)
La oposición cristiana a la poligamia no se extiende a las nuevas nupcias, o poligamia sucesiva, que siempre se vio amparada por la opinión favorable de la Iglesia (segundas o posteriores nupcias), en el caso de que uno de los cónyuges fallezca o que el matrimonio anterior sea declarado nulo.

Es cierto que determinados Padres y escritores antiguos consideraron más perfecto el estado de viudez, aludiendo a la fidelidad al primer amor; pero la mayor perfección no implicó que se condenara el nuevo matrimonio, existiera o no prole en el matrimonio anterior.

5.2. Indisolubilidad

La indisolubilidad es la propiedad del matrimonio de no poder romperse, en cuanto al compromiso o ví­nculo, si éste ha sido pleno y definitivo, tal como lo dijo el mismo Jesús. (Mt. 9. 6)
El divorcio y el repudio se oponen al plan divino y nunca la Iglesia puede concederlo por la misma institución del sacramento por parte de Cristo. Lo que sí­ reconoce a veces a sus fieles es la nulidad de un matrimonio, si hay pruebas de que no fue un acto pleno y consciente: por falta de madurez, como en los contraí­dos sin edad o instrucción suficiente; por falta de libertad, si ha existido coacción; por falta de conocimiento, si ha habido error de persona o engaño en la intención.

Desde otro punto de vista, también consiente, con motivos justos, la separación de vida (“de mesa y lecho”), por ejemplo cuando la convivencia matrimonial resulta insostenible por el carácter de uno de ellos y otras circunstancias; o cuando se quiere llevar vida más perfecta de oración o de apostolado, con el consentimiento mutuo de los cónyuges.

En la Teologí­a católica se habla de una indisolubilidad radical o intrí­nseca al matrimonio; y de la extrí­nseca o circunstancial, con el fin de explicar algunas formas de separación que en la Iglesia históricamente se reconocieron.

5.2.1. Indisolubilidad radical

La doctrina católica es tajante y clara respecto a la indisolubilidad del matrimonio: por sí­ mismo es indisoluble.

El Derecho Canónico declara con claridad: “El matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa, fuera de la muerte.” (c. 1141)
La razón de esta contundencia de la Iglesia es la voluntad manifiesta de Cristo, que, preguntado sobre si era lí­cito al hombre repudiar a su mujer, respondió con el recuerdo bí­blico: “Lo que Dios unió no lo separe el hombre.” (Mt. 16. 6) Y dio la consigna: “El que se separa de su mujer y se casa con otra, comete adulterio… Y la mujer separada que se casa con otro, comete adulterio”. (Mt. 19. 8-9). Con ello Jesús rectificó la Ley de Moisés: “Si un hombre se casa con una mujer y luego encuentra en ella algo desagradable, la dará un libelo de repudio y la devolverá a su familia.” (Deut. 24.1).

Con ello Jesús no hizo otra cosa que seguir la lí­nea de completar a Moisés, completando la ley de Moisés, conforme habí­a hecho en otras ocasiones. Las cinco superaciones de “habéis oí­do que se dijo… yo os digo más” (Mt. 5.27-47) que constan en el Evangelio, se hallan en esta dinámica de “Nuevo Testamento, superador del Viejo”.

Y la razón que Jesús invocaba para expresar su capacidad de completar o rectificar los usos mosaicos estaba en su conciencia profética: “Aquí­ hay uno que es más que Moisés” (Mt. 11.13; Mt. 5. 17; 1. Jn 1. 17). El se sabí­a “señor del sábado” (Mt. 12. 8; Mc. 2. 28; Lc. 6. 5) y se consideraba incluso “anterior a Abraham.” (Jn. 8. 58)

El texto evangélico explicita dos aspectos claves en lo relativo a la indisolubilidad matrimonial:

5.2.1.1. Aspecto de la tolerancia

Jesús clarificó que el uso legal del divorcio, al igual que el de la poligamia, era una “tolerancia” mosaica: “Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así­.” (Mt 16. 8).

Y declaró que El, con su autoridad, daba por terminada esa tolerancia y restablecí­a la indisolubilidad matrimonial: “Yo os digo que el que se separa y se casa con otra es adúltero.” (Mt. 19.8)
San Pablo lo entendió perfectamente y expresó con claridad que “es precepto del Señor para los casados el que la mujer no se separe del marido ni el marido repudie a su mujer. Y si una de las partes se separa de la otra, no se puede volver a casar” (1 Cor. 7. 10). Es adúltera la mujer que, en vida del marido, se casa con otro (Rom. 7. 3); sólo la muerte del marido deja libre a la mujer para nuevas nupcias (Rom. 7. 4) La exégesis bí­blica no deja lugar a dudas sobre indisolubilidad matrimonial.

El concilio de Trento resaltó el valor indisoluble del ví­nculo conyugal, incluso en caso de herejí­a, por dificultades en la convivencia o por ausencia malévola de un cónyuge (Denz. 975). Recordó que, ni en caso de adulterio, se puede romper el ví­nculo matrimonial en sí­ mismo, interpretando así­ el discutido texto llamado “cláusula de la fornicacion” (Denz. 977).

Pero salió también al paso de las costumbres introducidas en la Ortodoxia griega, la cual toleró desde antiguo en caso de adulterio probado la disolución del ví­nculo, fundándose en Mt. 5. 32 y en Mt. 16.9 y en opiniones de algunos de los antiguos Padres griegos.

5.2.1.2. Cláusula de la fornicación

En Mt. 5. 31-32, se indica: “Si alguno despide a su mujer, a no ser en caso de “pecado sexual”, y se casa con otra, es adultero… Las variadas traducciones del término original griego de “forneia”, literalmente “fornicatio”, pero en sentido más amplio “infidelidad, adulterio, meretricio, unión ilegí­tima”, han hecho de este texto un centro de discusiones y origen de diversidad de opiniones. Al margen de los problemas de autenticidad y originalidad que presenta esta cláusula, deja abierto un resquicio a la ruptura, discordantemente comentado por los escritores de todos los tiempos.

Las interpretaciones han cubierto un amplio abanico bastante multiforme: desde la rí­gida interpretación de que, en caso de acción sexual extramarital en la mujer (no en el varón), se permite sin más el repudio de ella (no de él), hasta la más moderada de que, en ese caso de producirse ruptura por tal motivo, sólo afectará a la separación “de mesa y lecho” y sólo eso: el ví­nculo sigue indisoluble para la autoridad humana, si el matrimonio es pleno en compromiso (rato) y en realización (consumado).

Este texto, que difí­cil de interpretar, debe ser contemplado desde la doble regla de la exégesis bí­blica: su relación con otros textos y la perspectiva histórica de la tradición, sobre todo primitiva, que desemboca en las decisiones jerárquicas (de Concilios o de los Papas).

Algunos Padres antiguos como S. Basilio (Ep. 188) o S. Epifanio (Haer. 59. 4), entendieron el texto de Mt. 5. 32, influidos por la legislación civil y aceptaron que el marido (no la mujer) puede proceder a la disolución del matrimonio y volver casarse si la mujer cometiere adulterio. Otros, como San Agustí­n, fueron defensores de la indisolubilidad incluso en caso de adulterio, aceptando la simple separación, no desvinculación.

En lo que se refiere a la interpretación católica, quedó decidido dogmáticamente en el Concilio de Trento: no se puede entender el texto en el sentido de posible ruptura del ví­nculo en caso de “fornicatio”. Además, no se debe entender sólo de la dimensión religiosa revelada y sacramental, sino que la indisolubilidad hay que verla como una exigencia natural. Esto significa que cualquier matrimonio cristiano o no cristiano es “naturalmente” indisoluble.

Esta aclaración, expresada por Pí­o XI en la Encí­clica “Casti connubii”, del 31 de Diciembre de 1930 (Denz. 2234 y 2235), sigue todaví­a en discusión, incluso por parte católica. Las posturas dependen de la óptica más o menos liberal de quienes las defienden y promueven.

5.2.2. Disolubilidad extrí­nseca.

Con todo, ese anuncio de posible excepción, en boca de Jesús ha dado origen a dos situaciones coyunturales que hacen, al menos en la práctica, soluble el mismo ví­nculo. Por muy excepcionales que se las considere, reflejan el poder de la Iglesia en dos circunstancias: ante el llamado “privilegio paulino”, que se apoya en una referencia de S. Pablo; y el por algunos llamado “privilegio petrino”, que alude a la autoridad del Papa, sucesor de S. Pedro, para promover un bien mayor.

Lo común en ambos casos es la realidad de la ruptura del ví­nculo. Y presupone la aceptación de la autoridad eclesial por motivos concretos de fe o de bien espiritual, con referencia explicita a la autoridad eclesial que proviene de Cristo.

5.2.2.1. Privilegio paulino

Este concepto alude a la posibilidad expresada por S. Pablo (1 Cor. 7. 12-16) de que, si alguien se convierte y su cónyuge no cristiano acepta vivir con él en paz, deben separarse. Deben seguir unidos por el amor, si se logra armoní­a, pues el cristiano santifica al no cristiano. Pero “si el no cristiano quiere separarse que se separe, porque el cristiano o la cristiana en ese caso ya no están vinculados.”
El principio es claro y sin discusión, basado en que la vida en la fe está por encima de la vida en el matrimonio, y la propia paz está por encima de la discrepancia en opciones religiosas.

Con todo no fue siempre igualmente interpretada esta norma paulina para cuando un hombre o una mujer reciben el bautismo y el cónyuge no acepta ya la convivencia por este motivo de ese hecho de fe.

Escritores antiguos hubo que entendieron el hecho como evidente supremací­a de la fe por encima del ví­nculo matrimonial generador de la convivencia. La defensa de la propia fe en el bautizado y la oposición del no bautizado a la misma fe suponen la disolución del ví­nculo. Pero otros, como S. Agustí­n, aludieron que sólo se debí­a aludir a la separación de convivencia mientras durara la discrepancia, pero no a la ruptura del matrimonio en sí­ mismo. Pero la mayor parte de los escritores se fue inclinando a una interpretación más tajante: a la ruptura del mismo matrimonio y a la posibilidad de nuevo enlace nupcial.

La Iglesia se inclinó definitivamente por esta interpretación más radical y ofreció la explicación más sistemática y razonada en la Carta “Gaudeamus in Dominio” de Inocencio III, en 1201 (Denz. 405). En ella se declaró la interpretación que es habitual en el mundo católico desde finales de la Edad Media y se recoge en el actual Derecho Canónico. (cc. 1143-1155): imposible convivencia por causa de la conersión, peligro para el convertido, aceptación de otras nupcias, respeto a otros deberes habidos como los derivados de la existencia de hijos y los derechos de justicia de la parte no convertida.

5.2.2.2. Poder primacial

Mejor llamado “de autoridad pontificia”, que “privilegio”, como algunos lo denominaron, es un planteamiento disciplinar que reclamó un estudio doctrinal, cuando en tiempos medievales algunos Pontí­fices reconocieron ruptura de ví­nculo en el matrimonio contraí­do de palabra, pero no consumado por cohabitación marital.

En el matrimonio “rato y consumado” la Iglesia nunca se declaró con autoridad para romper el ví­nculo. En el matrimonio rato y no consumado, por un motivo razonable, la Iglesia se consideró con autoridad para “deshacer la palabra dada”, si el deseo de una de las partes así­ lo demanda, aun cuando la otra se oponga y niegue su aprobación.

Un motivo para esta “desvinculación” serí­a el deseo de llevar una vida más perfecta, como el ingreso en el monacato o en la vida religiosa, o tal vez la dedicación apostólica comprometida.

Esta práctica apenas si hoy se puede entender en las culturas desarrolladas en donde los compromisos se disponen con tiempo y se realizan con autonomí­a de decisión. Pero en tiempos antiguos, en que la inferioridad de opción de la mujer era manifiesta o las convenciones sociales implicaban demasiado a los entornos familiares a costa de la libertad de las personas, resultaba natural.

Fue el Papa Alejandro III (1159-1181) el que claramente precisó esta “doctrina de la libertad” en la Carta “Ex publico instrumento”. Declaró que, antes de la consumación del matrimonio, uno de los cónyuges podrí­a entrar en religión, incluso contra la voluntad del otro. La importancia otorgada entonces a la “posesión carnal” de la mujer, como sí­ntoma de plenitud matrimonial, motivaba posturas de este tipo, así­ como la situación social en que la mujer era llevada al matrimonio o al monasterio al margen de su voluntad libre. (Denz. 395-397)
La autoridad pontificia en esta desvinculación se hizo extensiva a otros aspectos o ámbitos que no fueran el ingreso en el claustro. Tal fue el caso de matrimonios concertados en edades prematuras por presiones o convenciones sociales o también de matrimonios polí­ticos incluidos en pactos de Estado. En algunos ambientes, aspectos económicos relacionados con las dotes de los contrayentes implicaban pactos matrimoniales complejos, que más que expresiones de consentimiento entre personas resultaban apalabramiento entre grupos interesados.

Desde el siglo XV, con Antonino de Florencia (+ 1459) y Juan de Torquemada (+ 1468) entre otros, la defensa de esta doctrina fue habitual. Desde Benedicto XIV (1740-1758), con la Declaración “Matrimonia”, del 4 de Noviembre de 1741, la doctrina se hizo oficial en la Iglesia y la práctica, cuando hubo precisión de aplicarla, resultó habitual.

El Derecho actual de la Iglesia determina que “el matrimonio no consumado entre bautizados, o entre parte bautizada y no bautizada, puede ser disuelto por causa justa por el Romano Pontí­fice, a petición de ambas parte o de una de ella, aunque la otra parte se oponga.† (C.D.C. c. 1142)”

5.3. Fidelidad

La fidelidad es la permanencia en el amor sin oscilación o ruptura del mismo. Es la exclusividad y total entrega al propio cónyuge, sin complementos ni afectivos ni sexuales de otro tipo. Es adulterio la actividad sexual con otra persona que no sea el cónyuge: es desorden, abuso, injusticia y violación de la palabra dada.

Ni que decir tiene que, contra algunas costumbres o criterios sociales frecuentes, tan detestable es el adulterio del esposo como el de la esposa, por ser ambos atentados a la justicia, a la sinceridad y al honor. La fidelidad alude a la estabilidad y exclusividad en la entrega amorosa, no sólo en los hechos, sino también en deseos y en intenciones.

En el mensaje evangélico se declara con claridad: “Habéis oí­do que se os dijo que no cometerás adulterio… Yo os digo más: quien mira a una mujer con deseos hacia ella, ya adultera en su corazón.† (Mt. 5. 27-28)
Sin la fidelidad en el amor, no se puede vivir el matrimonio en su plenitud sacramental, pues no se revive y se refleja el amor de Cristo a la Iglesia y de la Iglesia a Cristo, que fue total y “hasta la muerte”.

Es importante enseñar a los contrayentes, antes del enlace sacramental, y a los ya esposos, después del compromiso, a vivir la plenitud matrimonial con la comunidad de vida, con la continua formación en el amor, con la actitud altruista que la madurez humana exige. Esto nunca se consigue del todo, pero lograrlo de modo suficiente es condición de felicidad.

Además, el continuo descubrimiento de las dimensiones éticas, estéticas y espirituales de la misma sexualidad, hacen al hombre seguro ante sí­ mismo y testigo de los valores superiores ante los demás, cosa que implica ver en el amor mucho más que las meras satisfacciones sensoriales y la posesión de los bienes que la convivencia implican.

6. Signo sacramental.

El signo sensible del sacramento consiste en la expresión pública del consentimiento ante la comunidad cristiana y ante los testigos designado por la ley de la Iglesia.

Por eso el matrimonio sacramental es algo muy diferente al simple compromiso o contrato conyugal. El sacramento pertenece al orden de la gracia y el compromiso responde a la demanda de la naturaleza.

6.1. Hecho natural

Si el hombre es libre para hacer cualquier contrato con otro ser humano, incluso un contrato conyugal, amparado y regulado por todas las legislaciones vigentes en el ámbito civil y social y en el que los términos acordados sólo dependen de quienes lo formulan, en el contrato matrimonial hay dos limitaciones: una natural y otra sobrenatural.

La natural viene dada por la misma esencia y finalidad del contrato matrimonial: conyugalidad, intimidad, posible fecundidad. Su base es la razón. Su objeto la convivencia intersexual. Con él, el ser humano, varón o mujer, ofrece parte de su libertad al conyuge (entrega, exclusividad, fidelidad) y acepta lo mismo del otro.

Y por su naturaleza, tal compromiso implica también a los otros seres humanos que pueden surgir de la unión conyugal. No es un contrato como otro cualquiera, que se establece o se disuelve de común acuerdo sin más.

La sobrenatural proviene de la identidad de sacramento del mismo matrimonio, que es más que aun acuerdo natural. Es un hecho de fe y de gracia y su identidad sólo se define por la revelación (la Palabra de Jesús) y según la enseñanza de la Iglesia (leyes canónicas). Este contrato es, por voluntad de Cristo, sacramento. Ello quiere decir que es vehí­culo de gracia y origen de ví­nculo indisoluble querido por Dios.

Diversos Pontí­fices recientes: Pí­o IX, León XIII y Pí­o XI (Denz. 1854, 1640, 1766, 1773, 2237), ante las tendencias a secularizar el matrimonio y reducirlo a contrato civil entre partes, recordaron y actualizaron la tradicional doctrina cristiana de que, en el matrimonio entre bautizados, el sacramento es inseparable del contrato o compromiso.

Por tanto, todo matrimonio entre cristianos es, en sí­ y por sí­ mismo, sacramento y debe ser realizado conforme a las exigencias evangélicas, pues no otra cosa son las leyes de la Iglesia.

Los cristianos respetan y comprenden cualquier unión matrimonial entre los no cristianos, siempre que sea compatible con la dignidad humana, por ejemplo con la libertad e igualdad de la mujer.

Pero, ante los ojos de los creyentes, no pasa de mero concubinato cualquier unión entre bautizados que no responda a esas leyes eclesiales.

6.2. El consentimiento sacramental

El signo sensible, el sacramento, radica en la expresión externa del consentimiento, de modo que no es suficiente la intención, el hecho de la cohabitación o la concertación oculta o secreta.

La vinculación sacramental reclama la formulación abierta e implica el testimonio de la comunidad, a través de sus testigos autorizados. No será signo válido el consentimiento en ausencia de testigos que, según la normativa de la Iglesia, son el sacerdote (obispo o párroco) con cura de almas, o su delegado autorizado, y los otros testigos, los cuales son suficientes, si el sacerdote no puede hacerse presente en un plazo de tiempo prudencial (el plazo exige el derecho canónico, c. 1116 & 2).

La bendición sacerdotal, los interrogatorios y declaraciones, las exhortaciones y los otros ritos litúrgicos, no pertenecen a la esencia del sacramento, si bien configuran las hermosas y expresivas maneras de hacer pública la unión.

Lo radicalmente constitutivo del enlace matrimonial es el consentimiento. Por eso se requiere clara señal de entrega y de aceptación mutua por parte de cada cónyuge, con palabras (sí­ quiero) o con signos de consentimiento.

No existe en el sacramento estrictamente “materia y forma”, hablando en terminologí­a escolástica. Algunos teólogos quisieron ver en los derechos y deberes del matrimonio algo similar: el ejercicio sexual, ius in corpus, como materia; y la aceptación mutua del mismo derecho, como forma.

Melchor Cano (+ 1560) poní­a la materia en el contrato matrimonial y la forma en la bendición del sacerdote. Entre los galicanos se considera que el sacramento está constituido por la bendición sacerdotal y miran el contrato matrimonial como presupuesto del sacramento. En la teologí­a ortodoxa griega predomina la opinión de que el contrato y el sacramento del matrimonio son realidades diferentes. El sacramento se constituye, según ellos, por el consentimiento de los esposos y miran como forma la oración y bendición del sacerdote.

7. Los efectos del sacramento

El sacramento del matrimonio es una fuente de gracias divinas y de efectos sobrenaturales para los creyentes que lo contraen, bajo el impulso natural del amor, pero con la óptica espiritual de dar testimonio del amor divino.

7.1. La gracia santificante

Los cristianos que reciben este sacramento se enriquecen con una amistad divina mayor y con riqueza sobrenatural de más elevación. Como sacramento de vivos, el matrimonio requiere ser recibido en gracia de Dios y, por lo tanto, es previa la conversión penitencial y la renuncia al pecado si ese estado no existiera.

La gracia se incrementa, pues, en el sacramento y con ella se reciben con mayor abundancia los dones del Espí­ritu Santo y las virtudes sobrenaturales, regalos divinos que acompañan al aumento de ese don celeste.

Al ser una acción compartida, la peculiaridad de esta gracia tiene también cierto sentido de bien solidario e individuo y une sobrenaturalmente a quienes se benefician de ella, haciendo a los esposos más conscientes de su unión en el Cuerpo Mí­stico de Cristo
Como miembros de la Iglesia, van a necesitar más esa riqueza sobrenatural para cumplir con los deberes de su nuevo estado y con los reclamos de la comunidad de fe a la que pertenecen.

Con la gracia santificante se les concede también el derecho a las gracias actuales, necesarias para cumplir los deberes conyugales y paternales: convivencia, ejemplaridad, fecundidad, procreación, educación de los hijos.

En algunas épocas antiguas, esta valoración de la gracia “conyugal” quedó eclipsada por cierta impresión de que el matrimonio era una “tolerancia” con la “bajeza” de los instintos sexuales y ante el ardor de la carne. Así­, por ejemplo, los discí­pulos de Abelardo: Armando, Pedro Lombardo, Pedro Cantor, entre otros, pensaron que el sacramento del matrimonio era un remedio contra el mal instinto y por eso no podí­a conferir gracia. Santo Tomás combatió semejante opinión y resaltó el carácter de medio sobrenatural del sacramento matrimonial, ensalzando la dignidad sobrenatural de la conyugalidad. (Summa contra Gent. IV. 78)

7.2. El ví­nculo conyugal

Además de la gracia, el sacramento genera un ví­nculo o atadura moral y religiosa, que une los esposos durante toda su vida en indisoluble comunidad de vida. S. Agustí­n comparó ese ví­nculo sagrado con el carácter del bautismo, que nunca se borra ni aun después de la muerte. Del mismo modo, los cónyuges quedan unidos para siempre por un signo religioso, que es el sacramento. (De nuptiis et concupiscencia I. 10. 2)
Sin embargo, el matrimonio no es tan eterno como el carácter bautismal. Se termina con la muerte de uno de los conyuges y se puede repetir con las mismas caracterí­sticas, dones y exigencias en veces posteriores, siendo tan perfectos sacramentalmente los posteriores como el primero. (Rom. 7. 2; 1 Cor. 7. 8 y 39; 1 Tim. 5. 14)

7.3. La gracia matrimonial

El Matrimonio es don de Dios y Cristo lo quiso como tal. Además de motivo de alegrí­a humana y divina, es fuente de una gracia singular para convertir en sobrenatural la mutua entrega natural.

Como sacramento, es cauce importante de ayudas divinas particulares para dar sentido santificador al hecho de la convivencia conyugal, a fin de vivir el amor humano de forma creadora.

Esa gracia sacramental hace del amor mutuo un cauce de santificación personal y compartida con el cónyuge, dispone la vida de cada esposo para ser compatible con la santidad y para ser reflejo del amor de Dios, ante los hijos sobre todo; y abre a los demás creyentes el testimonio de la fecundidad.

Hasta se puede pensar que se suavizan las dificultades normales de la convivencia, logrando incrementar los aspectos positivos en el orden espiritual. En el nivel psicológico, como es natural, nada aporta esa gracia si las personas libremente no cooperan con ella.

Además el Matrimonio, vivido como proyecto y como vocación, hace posible el compartir con otros la propia riqueza espiritual y humana. Se purifica la afectividad y se difunde la paz de que se disfruta, se abre la persona a nuevas perspectivas de servicio eclesial y de donación social y se comparte con todos la felicidad.

Lo importante es que el Matrimonio no se empobrezca con actitudes restrictivas, limitadas o frustrantes, como en el caso de considerarlo como restricción de la libertad o simple ocasión de placer genital. Quien sólo viera esto denotarí­a una pobreza ética cercana al trastorno psicopático.

8. Ministros y sujetos

Los contrayentes se administran mutuamente el sacramento del matrimonio. No hay más ministros que los mismos cristianos que se enlazan matrimonialmente.

Y bueno será que los contrayentes se preparen para hacerse conscientes de esa dignidad ministerial, purificando con suficiente instrucción sus terminologí­as y captando su protagonismo en el orden cristiano, como habitualmente lo descubren pronto en el orden social.

Como la esencia del sacramento del matrimonio consiste exclusivamente en el contrato matrimonial, los dos contrayentes son ministros y sujetos al mismo tiempo de este sacramento. Cualquier forma o tradición social que pretenda dar primací­a al varón sobre la mujer se aparta de la realidad sacramental, aunque se halle en uso en algunas culturas o haya sido tradicional en la historia.

El sacerdote, que como representante de la Iglesia, asiste, testifica y bendice el matrimonio, perno no administra. No es ministro sino testigo. Ratifica el consentimiento mutuo de los esposos y bendice el matrimonio como ministro especial de la Iglesia.

Por eso, en la liturgia actual de la Iglesia latina, acoge en la iglesia a los novios, sondea sus disposiciones, bendice los signos de la alianza y recoge las palabras de consentimiento.

Pero su función no es necesaria, pues puede existir el sacramento sin su presencia. Sin embargo sí­ es ministro de las acciones religiosas que acompañan: plegarias, eucaristí­a, bendiciones, etc.

8.1. Validez

Con todo es importante entender que, como sacramento cristiano y para que sea válido como tal, con sacerdote testigo o sin sacerdote testigo, tienen que darse unas condiciones impuestas por la Iglesia, que es quien tiene autoridad para administrar los sacramentos y clarificar sus exigencias.

Ella pues, posee el poder y el deber de regular el matrimonio, aunque los ministros sean los contrayentes.

La Iglesia tiene normas; unas son tan condicionantes que, si no se cumplen, no hay sacramento. Son los “impedimentos dirimentes” o condiciones de validez. Están expresados en el Código de Derecho Canónico (Cc. 1073 a 1094) o Ley de la Iglesia.

Hay otras normas que son obligatorias, pero su incumplimiento hacen el matrimonio ilí­cito (ilegal) pero válido. La Iglesia por justo motivo puede dispensar de su cumplimiento o existencia.

Los principales impedimentos dirimentes, o invalidantes del matrimonio si no existen, son los siguientes:
– El bautismo. Es evidentemente que si los contrayentes no son cristianos, no existe sacramento, aunque haya compromiso y amor mutuo.

– La consanguinidad. No puede haber parentesco natural en lí­nea recta ascendente o descendente y en lí­nea colateral hasta el segundo grado (ser hermanos).

– La edad. Se precisa tener una edad suficiente, que el Derecho de la Iglesia pone en los 14 años para la mujer y en los 16 para el varón. Las Conferencias episcopales puede retrasar esas edad y las leyes civiles también suelen demorarla según las costumbres de cada paí­s.

– La aptitud matrimonial. La incapacidad fisiológica (la impotencia, por ejemplo, no la esterilidad) o psí­quica (subnormalidad) de tal nivel que incapaciten para el ejercicio matrimonial impiden un consentimiento claro o suficiente para el compromiso que se adquiere. Con todo los niveles de incapacidad varí­an mucho y plantean muchos problemas que se deben resolver en clave de aptitud para el amor, que es mucho más decisivo que la aptitud copulatoria.

– El ví­nculo sagrado. El haber recibido el Orden sacerdotal o haber emitido Profesión perpetua en Orden monástica de votos solemnes, impiden, si no se obtiene dispensa especial de la Sede apostólica, el nuevo ví­nculo matrimonial.

– El delito especí­fico contra él ví­nculo. Invalida el matrimonio el crimen contra conyuge propio o del contrayente, cometido para poder dejar libre el camino al nuevo matrimonio.

– La libertad de consentimiento. Si no hay tal situación por coacción o dolo, por error sobre la persona o ignorancia invencible sobre el compromiso, se invalida el acto de aceptación y el matrimonio no puede ser válido.

– La presencia real y personal. Tienen que asistir fí­sicamente o por procurador (matrimonio por poderes) ambos contrayentes. No es reconocida como válida la presencia simulada (por Televisión o internet). Y la presencia por representación sólo es posible si el motivo de la ausencia es grave, si hay mutuo consentimiento y si la urgencia de proceder al matrimonio es evidente.

8.2. Licitud y dignidad

Otras muchas normas rigen el matrimonio por parte de la Iglesia, que en todo caso pretende salvar la santidad del ví­nculo, la dignidad de las personas y la naturaleza del signo sacramental.

Entre las principales normas eclesiales para que el matrimonio sea lí­cito, se pueden recordar las siguientes:
– El consentimiento y la colaboración en la investigación previa sobre posibles inconvenientes (obstáculos), mediante informaciones y proclamas en la comunidad cristiana a la que se pertenece.

– La aceptación de registros escritos posteriores al consentimiento por parte de los contrayentes y de los testigos (padrinos), salvo que se autorice por de la autoridad competente un matrimonio reservado, más que secreto, por motivo grave. En este caso la constancia se hace en documento también reservado.
– El no tener consanguinidad. Las de primer grado, hermanos y ascendientes o descendientes nunca es tolerable. La colateral de tercer o cuarto grado (ser primos) puede ser objeto de dispensa general o particular.
– El contraer el matrimonio en la comunidad parroquial a que pertenece uno de los contrayentes o en lugar sagrado diferente, si se obtiene autorización para ello.

8.3. La disparidad de cultos

Es objeto de controversia entre teólogos si el matrimonio de una persona bautizada con otra que no lo está es sacramento para la bautizada.

Cuando uno de los dos no está bautizado, no hay plenitud sacramental, pero la parte católica recibe un apoyo “cuasisacramental” que es muy importante para su vida sobrenatural. Incluso se debe afirmar que sólo el contrayente bautizado es capaz de recibir el sacramento y el contrayente no bautizado es capaz de administrarlo.

Si una parte está bautizada, pero no es católica (disparidad de culto), se precisa autorización del Obispo correspondiente. Sólo la otorga si hay compromiso de educar cristianamente a los hijos que se tuvieren. En este punto la Iglesia asume la primací­a de la conciencia de los padres como criterio.

Cuando dos personas casadas se convierten a la fe cristiana, es posible que el matrimonio puramente natural que en su momento realizaron se eleva a la categorí­a de sacramento matrimonial, con las gracias sacramentales correspondientes. Tal vez se dé esta elevación al recibir el sacramento del Bautismo o acaso en el primer acto expresivo de su amor mutua después de recibido el sacramento.

8.4 Sanación matrimonial

Si un matrimonio ha sido contraí­do con algunos impedimentos y llegan luego a conocerse, se debe regularizar la situación si es posible hacerlo.

Se denomina “sanación matrimonial” a la declaración eclesial de validez, que se da, o puede darse, si los impedimentos eran de tal naturaleza que podí­an dispensarse.

Si eran impedimentos no dispensables, (dirimentes), la sanación no puede existir, por cuanto el matrimonio no puede contraerse.

9. Potestad de la Iglesia

La Iglesia posee derecho propio y exclusivo para legislar y juzgar en las cuestiones relativas al matrimonio de los bautizados, en cuanto se trata de un sacramento instituido por Jesús.

El Concilio de Trento fue el que en los cánones aprobados en la sesión del 11 de Noviembre de 1563 (Denz. 982) proclamó el derecho y el deber de la autoridad de la Iglesia a juzgar y dirimir todas las causas matrimoniales entre cristianos. Esta doctrina eclesial fue renovada por Pí­o VI en 1782 y por Pí­o IX, en el Syllabus de 1867 (Denz. 1774).

Ni que decir tiene que esta referencia a la autoridad judicial de la Iglesia en las causas sacramentales se refiere a sus aspectos sacramentales y no a las concomitancias civiles: sociales, económicas o legales, que dependen de la legislación de cada paí­s.

Por eso la Iglesia dictó normas concretas y precisas sobre el sacramento del matrimonio ya desde los primeros dí­as del cristianismo (1 Cor. cap 7) y fue resolviendo los diversos problemas que se presentaron en algunas cristiandades a lo largo de los siglos.
Los paí­ses cristianos que reconocieron su autoridad en este terreno evitaron legislaciones civiles opuestas a las religiosas. Y la misma Iglesia por lo general no se inmiscuyó en la normativa matrimonial que no afectara a la dimensión sacramental: nombre de los hijos y bienes de los esposos, tiempos y formas del enlace, efectos hereditarios, etc.

10. Preparación matrimonial

Si el Matrimonio es una realidad, un estado y un compromiso tan importante, resulta lógico que las personas que aspiren a vivir esa situación en plenitud se preparen para ella.
Se llama Noviazgo, o perí­odo de descubrimiento de novedades, al tiempo en que dura el acercamiento y al conocimiento entre los que van a ser esposos.
Comienza por una acercamiento afectivo que hilvana simpatí­as, preferencias, atractivos naturales. Continua por un conocimiento cada vez más personal e í­ntimo que llega desde los aspectos corporales hasta los morales e intelectuales. Termina en compromisos firmes, que van desde los proyectos hasta las decisiones irreversibles.

El noviazgo supone madurez suficiente en quien lo inicia, pues no es un juego ni un entretenimiento. Supone el respeto mutuo, ya que es un proceso que puede avanzar o retroceder, según la conciencia y las disposiciones de ambos miembros de la pareja y no sólo de uno de ellos.

El noviazgo, como el matrimonio, afecta por igual al varón y a la mujer. Cualquier discriminación entre ellos ha de ser rechazada por injusta. Ni la mujer es posesión del marido ni el marido lo es de la mujer.

Requiere una verdadera intención de educarse para la vida de amor, entendiendo por tal la conquista de valores mucho más profundos que la mera instrucción sexual, orgánica, afectiva, legal o social.

Cristianamente el noviazgo se presenta, no sólo como tiempo de conocimiento mutuo, sino como un deber de prudencia cristiana ante la naturaleza sagrada del ví­nculo matrimonial. Por eso los novios deben orientar sus planes formativos también a los aspectos religiosos y sacramentales, los cuales descubiertos con claridad y aceptados con libertad llevan el sacramento a su plenitud.

10.1. Educación en el amor

Es importante ver el matrimonio como una llamada de Dios al amor mutuo entre personas libres y como el cauce del Creador para la propagación de la vida y la realización de las personas.

Ni el matrimonio tiene sólo por fin la procreación de abundante prole ni el matrimonio queda sano, si se elimina la natural tendencia a transmitir la vida.
Es el proyecto compartido entre ambos esposos el que puede dar la clave de la familia que brotará del amor y de la vida matrimonial. El amor egocéntrico y parcial no es pleno amor.

Los progresos de la biologí­a, de la sociologí­a, de la psicologí­a, incluso la flexibilidad de los criterios morales de signo cristiano que cada vez ha ido resaltando más el valor de la conciencia de los esposos en este terreno, han permitido resaltar que la cantidad de hijos en sí­ misma no es un bien matrimonial, sino el amor con el que se les engendra, educa y catequiza.

Los hombres deben usar su inteligencia y su libertad en todas sus acciones, incluso en sus actitudes y actos matrimoniales. Es la conciencia y la razón las que deben primar sobre el instinto en los proyectos familiares.

Se tiende a llamar paternidad responsable e inteligente al uso de esas facultades superiores para superar la mera instintividad biológica. Cuando los esposos eligen tener hijos, usando todos medios que son conformes con la naturaleza y con la vida, no hacen otra cosa que poner su inteligencia y su corazón al servicio del plan divino.

Esta actitud cristiana, alejada de cualquier postura integrista poblacionista y mucho más de ideas maltusianas y antipoblacionistas, contribuye a resaltar el ideal matrimonial. A veces se incurre en la ofensa matrimonial de considerar lí­cito cualquier sistema de freno poblacional en paí­ses de amplia natalidad. Y se alaba como ventajosa la promoción de nacimientos en otros lugares cuya población envejece.

La moral matrimonial que promueve el cristianismo se halla por encima de intereses o coyunturas pragmáticas o locales. Mira sobre todo a la dignidad de los esposos, a los planes de Dios sobre los hombres que descubrimos en su Palabra revelada y a la misma enseñanza de Jesús.

10.2. Celebración del sacramento

Tradicionalmente y en todas las culturas, los desposorios han revestido siempre carácter festivo y celebrativo.

La Iglesia también ha visto y ve en la celebración del sacramento matrimonial una acción gozosa que merece la pena solemnizar con los protagonistas, tanto por lo que significa de compromiso religioso, como por la esperanza en el porvenir que todo matrimonio augura.

Al ser un acto de consagración y compromiso, la Iglesia lo ha rodeado de diversas normas y plegarias litúrgicas.

– En cuanto a las normas, la Iglesia ha querido siempre cerciorarse de las condiciones de libertad, de consentimiento y de autenticidad.

– Por lo que se refiere a las plegarias, la Iglesia celebra la liturgia matrimonial con sentido de gozo y acción de gracias.

Por eso suele hoy realizarla en la Eucaristí­a que la comunidad celebra como regocijo por el consentimiento de los contrayentes.

Con ese gozo, en el que se hace vivo y como visible el amor de Cristo a la Iglesia y el que la Iglesia siempre profesa con fidelidad al mismo Cristo, el sacramento llega a su plenitud.

10.3. Defensa matrimonial

Múltiples atentados a la dignidad del Matrimonio se producen en los tiempos recientes: en la frivolidad de los films y reportajes televisivos, en la prensa y en los intereses económicos de formas comerciales que manipulan los valores de la intimidad, en las costumbres menos elegantes que se establecen en las sociedades consumistas.

Muchas veces se disfrazan de mitos de libertad y de autenticidad. Sin embargo sólo los necios se dejan engañar por los reclamos de personas que no puede ni conocer de lejos lo que es el amor ni lo que de grandeza humana se esconde detrás de sus armoniosos himnos de alegrí­a.

Entre algunos atentados de los que los jóvenes tienen que aprender a defenderse o protegerse, podemos citar entre nosotros

10.3.1. Las falsas imágenes.

Detrás de la sonrisa reflejada en el í­dolo fotografiado en un póster, siempre hay que sospechar un hombre que sufre, goza, llora, espera, teme y vive como los demás. No hay pensar que su vida de amor es hermosa porque su sonrisa vací­a brille entre oropeles en la policromí­a impresa o en los seriales televisivos. La felicidad en el amor siempre tiene un lí­mite: la fidelidad. Y tiene un precio: la intimidad. Lo demás es mentira.

10.3.2. La homosexualidad.

Se defienden a veces otras alternativas a lo que ha hecho la naturaleza, como acontece con los movimientos influyentes que promueven otros tipos de amor que rompen las exigencias naturales. Hablar de matrimonios homosexuales, de parejas de hecho, de comunas promiscuas, etc. como alternativa matrimonial, no deja de ser una farsa de mal gusto ante la dignidad del sacramento.

Quien pretende ser más sabio que la naturaleza, la cual perfiló los dos sexos durante millones de años, está condenado a no gozar nunca de la belleza y de la intimidad. Puede destruir la misma naturaleza en poco tiempo y descubrir tarde el alto precio de su error.

10.3.3. La liberación sexual.

Muchas veces se le presenta con palabras falaces de revolución, de libertad, de autenticidad, de destrucción de inhibiciones o de barreras, de normas arcaicas o de prejuicios de clase.

El amor es tan fuerte que ata. Quien no es capaz de dejarse atar por sus reclamos, confunde sensación con amor. Se inhabilita a sí­ mismo para el amor de la paternidad, de la maternidad, de la feminidad, de la virilidad.

La trampa del erotismo ambiental afecta a muchas personas que se creen libres por dejarse arrastrar por el libertinaje. Es demasiado noble el amor para que puede reducirse a un envoltorio frágil de sensaciones que, una vez usado, se desprecia y se abandona.

10.3.4. El divorcio.

Cuando alguien se niega a vivir la palabra de fidelidad que un dí­a se ofreció a una persona amada, algo sagrado se rompe en su interior y se destruye en su entorno. Después de la disensión, viene la separación; y se intenta arreglar con la anulación, como si en la vida o en la historia se pudiera volver hacia atrás.

Se pretende conseguir una pretendida libertad para nuevas aventuras de infidelidad. Se dejan en el camino jirones de la propia dignidad. A veces, sobre todo si los hijos tienen que sufrir los efectos de las disensiones, lo que hay detrás de la separación es falta de valores humanos.

La infidelidad o el fracaso, que laten en la raí­z de todo divorcio, deben ser tratados con respeto como la Iglesia lo hace; pero no deben ser ocultados ante los que deben aprender de los errores o debilidades ajenos para protegerse de caer en su repetición.

10.4. Realización en el amor

El matrimonio sólo se puede entender como sacramento, como misterio, del cual Dios en la Escritura Sagrada ha dicho una palabra.

Por ejemplo, S. Pablo escribí­a: “Vosotros, los maridos, amad a vuestra mujeres, como Cristo amó a su Iglesia, que por ella entregó su vida a fin de consagrarla a Dios, purificándola por el agua y por la palabra…

Se preparó así­ una Iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni nada semejante, una Iglesia santa e inmaculada. Este es el modelo según el cual los maridos deben amar a sus mujeres.

Y por esta razón, dice la Escritura, “dejará el hombre a sus padres y se unirá a su mujer y ambos llegarán a ser como una sola persona” (Ef. 5. 27-32)

CELEBRACION LITURGICA DEL MATRIMONIO

Entrada.

Puestos en pie los asistentes, estando los testigos a los lados de los novios, el Celebrante se dirige a ello y dice:
†œHabéis venido aquí­, queridos hermanos, para que Dios garantice con su sello vuestra voluntad de contraer Matrimonio ante el ministro de la Iglesia (ante mí­ como delegado del Obispo para este acto) y ante la comunidad, y fortalezca vuestro amor con su bendición, para que os guardéis siempre mutua fidelidad y podáis cumplir con las demás obligaciones del Matrimonio. Por tanto, ante la comunidad eclesial, os pregunto sobre vuestra intención.

Escrutinio

El que preside interroga acerca de la libertad, la fidelidad y la aceptación y las intenciones sobre la educación de la prole. Cada uno de ellos responde:

– N. y N., ¿vení­s a contraer Matrimonio sin ser coaccionados, libre y voluntariamente?
R. Sí­, venimos libremente.
— ¿Estáis decididos a amaros y respetaros mutuamente, siguiendo e] modo de vida propio del Matrimonio, durante toda la vida?
R. Sí­, estamos decididos.
(La siguiente pregunta se puede omitir si las circunstancias lo aconsejan, por ejemplo si los novios son edad avanzada)
– ¿Estáis dispuestos a recibir de Dios responsable y amorosamente los hijos, y a educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia?
R. Sí­, estamos dispuestos.

Consentimiento

El que preside invita a los novios a expresar el consentimiento:
†œAsí­, pues, ya que queréis contraer santo Matrimonio, unid vuestras manos, y manifestad vuestro consentimiento ante Dios y su Iglesia†.

Se dan la mano derecha.

El varón dice:
Yo, N., te recibo a ti, N., como esposa y me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así­ amarte y respetarte todos los dí­as de mi vida.

La mujer dice:
Yo, N., te recibo a ti, N., como esposo y me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la alud y en la enfermedad, y así­ amarte y respetarte todos los dí­as de mi vida.

Si parece más oportuno, el que preside puede solicitar el consentimiento de los contrayentes por medio de un interrogatorio.
En primer lugar interroga al varón:
N – ¿Quieres recibir a N., como esposa, y prometes serle ¡el en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así­ amarla y respetarla todos los dí­as de tu vida?
El varón responde: Sí­, quiero.

N. ¿Quieres recibir a N., como esposo, y prometes serle fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud v en la enfermedad y así­ amarlo todos los dí­as de tu vida?
Ella responde. †œSí­, quiero

Confirmación del consentimiento.

El que preside recita la siguiente plegaria al recibir el consentimiento de los esposos:

Les dice a los esposos. †œEl Señor confirme con su bondad este consentimiento vuestro que habéis manifestado ante la Iglesia y os otorgue su copiosa bendición.
Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, el Dios que unió a nuestros primeros padres en el paraí­so, confirme este consentimiento mutuo que os habéis manifestado ante la Iglesia y, en Cristo, os dé su bendición, de forma que lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre.†
Bendigamos al Señor.

Todos responden: Demos gracias a Dios.

Bendición y entrega de los anillos

El Señor bendiga estos anillos que vais a entregaros uno al otro en señal de amor y de fidelidad.
R. Amén.
N., recibe esta alianza, en señal de mi amor y fidelidad a ti.
Si es cristiano puede añadir: En e] nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo.
N., recibe esta alianza,
en señal de mi amor y fidelidad a ti. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo.

Bendición y entrega de las arras

El sacerdote dice:
Bendice, Señor, estas arras, que N. y N. se entregan,
y derrama sobre ellos la abundancia de tus bienes.

El esposo toma las arras y las entrega a la esposa diciendo:
N., recibe estas arras como prenda de la bendición de Dios y signo de los bienes que vamos a compartir.

La esposa igualmente toma las arras y se les entrega al esposo diciendo:
N., recibe estas arras como prenda de la bendición de Dios y signo de los bienes que vamos a compartir

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

En el contexto de la “Alianza”

El “matrimonio” es unión estable entre varón y mujer (“cónyuges”), que tiene como objetivo el bien de los mismos cónyuges y la procreación y educación de los hijos. De hecho, ya todo matrimonio recuerda la “Alianza” de Dios con toda la humanidad desde el principio de la creación. En el matrimonio se expresa de modo especial la realidad de que el ser humano, hombre y mujer, ha sido creado como “imagen de Dios” (Gen 1,27) para la fecundidad y la convivencia sobre la tierra (cfr. Gen 1,28). En el Antiguo Testamento o Antigua Alianza, el matrimonio se inspira en el amor fiel de Dios para con su pueblo; el amor humano es reflejo del amor de Dios (cfr. Os 1-3; Cant 8,6-7).

El “ví­nculo” que se origina en el “pacto” (“contrato”, “alianza”) del matrimonio es estable como la fidelidad del amor de Dios para con su Pueblo y para con toda la humanidad. Dios ha creado al hombre (“hombre y mujer”) por amor. Por esto, el amor mutuo entre los “cónyuges” es “imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre” (CEC 1604). “Ya no son dos, sino una sola carne” (Mt 19,6; Gen 2,24). El “ví­nculo” del matrimonio es sagrado, en cuanto que Dios mismo es su autor. Por esto, “no depende del arbitrio humano” (GS 48)

Sacramento cristiano encuentro con Cristo Esposo

En el cristianismo, gracias a la encarnación del Verbo, el matrimonio es “sacramento”, es decir, signo eficaz de gracia, que refleja el amor de Cristo. La Antigua Alianza se ha renovado en Cristo, Mediador de la Nueva Alianza. En el matrimonio cristiano, por ser sacramento, se expresa de modo especial el amor de Cristo “Esposo” a su esposa la Iglesia (cfr. Ef 5,25-33). La vivencia de la Alianza, desde la encarnación del Verbo, tiene estas dos modalidades el matrimonio como sacramento y el seguimiento evangélico radical (sacerdocio y vida consagrada). La nueva Alianza, sellada con la sangre de Jesús, indica que el mismo Verbo hecho hombre es el Esposo desde el dí­a de la encarnación (Jn 1,14; cfr. GS 22)). Por este desposorio de Cristo con toda la humanidad, el matrimonio humano es elevado a la categorí­a de sacramento, es decir, signo eficaz del encuentro con él.

Los esposos son mutuamente signo personal de Jesús, de su amor y de su presencia. Con su consentimiento, libre y consciente, ante los testigos cualificados de parte de la Iglesia, los mismos esposos son los ministros del sacramento y, por tanto, se dan el consentimiento mutuo en nombre de Cristo Esposo. El consentimiento, indispensable para la validez del matrimonio, es “un acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente” (GS 48). El ví­nculo matrimonial indisoluble es una gracia indicadora de que “el auténtico amor conyugal es asumido en el amor divino” (GS 48). La gracia del sacramento hace posible la fidelidad al mismo. La celebración sacramental requiere una formación prematrimonial.

En el conjunto de sacramentos que hacen de la Iglesia un signo transparente y portador de Cristo, el sacramento del matrimonio hace que la familia sea comunión eclesial, “Iglesia doméstica” (LG 11). Los esposos se recuerdan continuamente la donación total de Cristo. Por esto, es una donación fiel, generosa y fecunda, que fundamenta una “í­ntima comunidad de vida y amor” (GS 48), “como reflejo del amor de Dios y del amor de Cristo por la Iglesia su esposa” (FC 17).

Unidad, fidelidad, indisilubilidad, fecundidad

La comunión entre los cónyuges es indisoluble, como indicando la “perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo” (FC 20). La presencia activa de Cristo, especialmente a partir del sacramento del matrimonio, hace posible la unidad, fidelidad, indisolubilidad y fecundidad. Los padres son los primeros testigos y educadores de la fe para sus hijos. El amor entre esposo y esposa encuentra al mismo Cristo, Esposo de la Iglesia, como modelo de entrega. Se trata de “amar como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí­ mismo por ella” (Ef 5,25). Este es el “gran sacramento”, que se inspira en el amor entre Cristo y su Iglesia (Ef 5,32).

El amor de Cristo es punto necesario de referencia, como amor de donación gratuita, perenne, irrepetible, fiel. A ejemplo de Cristo, se busca el bien de la persona, amada por sí­ misma, sin utilizarla (cfr. Jn 15,13). La donación implica todo el ser. En la vida matrimonial, todo el ser, cuerpo y alma, expresa esta donación fecunda. Por el sacramento del matrimonio, esta donación es camino de santidad, camino de configuración con Cristo. El amor de donación tiende siempre al olvido de sí­ mismo, para buscar el bien de la persona amada, sin condicionarla. El matrimonio es escuela de esta unidad de donación.

El amor matrimonial, a la luz del amor de Cristo Esposo, es siempre “apertura a la fecundidad” (CEC 1652). Es fecundidad responsable, donde ninguna autoridad humana puede intervenir. Esta apertura generosa a la fecundidad va acompañada de la propia responsabilidad y prudencia respecto al número de hijos, para hacer posible la educación integral de los mismos. “En la procreación de una nueva vida los padres descubren que el hijo, si es fruto de una recí­proca donación de amor, es a su vez un don para ambos, un don que brota del don” (EV 92). Por el sacramento, el matrimonio es colaborador también en la nueva creación, que es vida en Cristo. Los hijos se engendran para que puedan ser hijos adoptivos de Dios por el Espí­ritu (Gal 4,5-6), “hijos en el Hijo” (Ef 1,5; cfr. GS 22).

El amor matrimonial está en la dinámica escatológica de la Iglesia peregrina. Se camina hacia un amor pleno y definitivo en el más allá. El sacramento del matrimonio sella y hace posible este paso “escatológico” o final, caminando hacia “las bodas del Cordero” (Ap 19,7). El amor, sellado de modo indisoluble en el sacramento, queda custodiado para la eternidad. El amor que proviene de Dios tiende a ser eterno y definitivo. La muerte no puede romper este ví­nculo de amor. Unas eventuales segundas nupcias, siendo legí­timas, se integran, gracias a Cristo, en esa unidad indisoluble del amor. La viudez puede ser una nueva fuente de santidad, de obras de caridad y de disponibilidad misionera.

Su puesto en la Iglesia misionera

Cristo Esposo se hace presente en la Iglesia, por medio del matrimonio cristiano y por medio de la vida consagrada y sacerdotal. La fidelidad de una vocación necesita el testimonio y la ayuda de parte de las otras vocaciones. La fidelidad o infidelidad de un sector repercute en el otro. Los divorcios son correlativos a las secularizaciones. En el matrimonio está en juego el amor de la Iglesia a Cristo Esposo, de quien es signo, en modo diverso y complementario, la vida matrimonial y la del seguimiento evangélico radical.

El matrimonio es una memoria viviente que recuerda que toda la vida cristiana, desde el bautismo, tiene sentido de desposorio con Cristo para compartir su misma suerte. “Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia” (CEC 1617). Este desposorio se hace signo sacramental (signo eficaz y portador) por medio del sacramento del matrimonio. Pablo recuerda a la comunidad eclesial que ha sido desposada con Cristo “Celoso estoy de vosotros con celos de Dios, pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo” (2Cor 11,2). Este desposorio supone compartir los amores y la misión salví­fica de Cristo.

Referencias Castidad, divorciados, familia, hombre, mujer, Nazaret, Sagrada Familia, vida, virginidad.

Lectura de documentos LG 42; GS 47-52; CEC 1601-1666, 2360-2400; CIC 1055-1165.

Bibliografí­a AA.VV., Il matrimonio via alla santití  (Milano, Ancora, 1980); J.P. BAGOT, Para vivir el matrimonio (Estella, Verbo Divino, 1993); D. BOUREAU, La mission des parents, perspectives conciliaires (Paris, Cerf, 1970); G. COLOMBO, Matrimonio, en Nuevo Diccionario de Liturgia (Madrid, Paulinas, 1987) 1240-1253; G. FLOREZ, Matrimonio y familia ( BAC, Madrid, 1995); J.Mª IRABURU, El matrimonio cristiano (Pamplona, Fund. Gratis Date, 1996); W. KASPER, Teologí­a del matrimonio cristiano (Santander, Sal Terrae, 1975); (Pontificio Consejo para la Familia) Preparación para el sacramento del matrimonio (Lib. Edit. Vaticana 1996); E. SCHILLEBEECKX, El matrimonio, realidad terrena y misterio de salvación (Salamanca, Sí­gueme, 1968); T. TETTAMANZI, Il ministero coniugale (Roma, AVE, 1977).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
En Israel el matrimonio no es algo religioso, sino un asunto privado entre las familias del novio y de la novia. El padre es el que elige la novia para su hijo, de acuerdo con el padre de la novia. Los dos establecen también el precio de la novia, es decir, la dote (Gén 24,2-3; 38,6; Dt 7,3). La esposa se elige ordinariamente de la propia sangre o de la propia tribu (Gén 24,4-5; 29,12.19; Tob 4,2.12). Una vez que el novio ha pagado la dote, se celebran los esponsales; ya son esposos, pero cada cual sigue viviendo en la casa de sus padres. Más tarde se celebran las bodas propiamente dichas, con la solemne conducción de la esposa a casa del esposo; se realiza el matrimonio, se casan.

Los fines del matrimonio son esencialmente dos: la ayuda mutua, la entrega mutua en el amor (Gén 2,18) y la procreación de los hijos (Gén 1,28; 3,20; Mt 22,24-28; Mc 12,19-23; Lc 20,28-33). El matrimonio es el estado normal al que el hombre y la mujer están destinados (Sal 127,3; Gén 24,60; 30,9; Rom 7,2-3; Ef 5,22; Col 3,18). El celibato por el reino de los cielos (Mt 19,12; Lc 18,29) es un don, un carisma especial (1 Cor 7,7). Hubo una época en que la poligamia se consideró como cosa normal (Dt 21,15). En la época de los profetas, que ilustran las relaciones amorosas de Dios con su pueblo con la metáfora del matrimonio (Dios es el esposo y el pueblo es la esposa), se da por supuesto la monogamia (Os 2, 18-23; Jer 2,2; Ez 16,8; Is 50,1).

El matrimonio es monógamo y estable (Mt 19,3-12). El divorcio, en tiempos de Moisés, se debió a la dureza de corazón de los hombres (Mt 5,28-32; 19, 3-12). Jesucristo, al fundar con su sangre la Nueva Alianza (Lc 22,20), se constituye en el esposo de la Iglesia. Este matrimonio real, espiritual, mí­stico, de Jesucristo y de la Iglesia, debe ser la norma de las relaciones de la mujer y del marido en el matrimonio, lo que es un gran misterio (Ef 5,32; Mc 2,19; Jn 3,29). ->divorcio.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> mujer, varón, homosexualidad, adulterio). En el principio de las relaciones humanas ha colocado la Biblia la unión del hombre y la mujer (Gn 2,24: “Dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola carne”). El signo esponsal del amor mutuo (sin necesidad de matrimonio expreso) recorre y define gran parte de la antropologí­a bí­blica, desde Gn 2-3 y Cantar de los Cantares hasta el Apocalipsis.

(1) Visión general. El Antiguo Testamento ha entendido el matrimonio a la luz de las costumbres y normas del antiguo Oriente. Ha permitido la poligamia, que aparece sobre todo en la historia de los patriarcas* y reyes antiguos, aunque ya en tiempos de Jesús era poco practicada, y ha regulado el divorcio* (Dt 24,1-2). La mujer es importante, sobre todo, como madre (gebí­ra*), pero el Cantar* de los Cantares ha ofrecido uno de los testimonios supremos del amor monogámico como experiencia existencial y teológica, presentando a la mujer como valor en sí­, al lado del varón, sin necesidad de verla como madre. Por otra parte, el testimonio de la historia original, tanto en Gn 1,27 (“varón y mujer los creó…”) como en Gn 2,24 (“dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una sola carne”), se sitúa en la lí­nea de la monogamia y la fidelidad matrimonial. Jesús ha situado e interpretado el matrimonio a la luz de esas palabras del Génesis, tomando como modelo la monogamia y prohibiendo el divorcio (Mt 10,6-9; 19,1-10 par). Lógicamente, siguiendo un proceso que es normal en todo el Nuevo Testamento, la Iglesia ha interpretado y valorado el matrimonio a la luz de la entrega de Jesús, como una concreción del mismo amor de Cristo. Pablo asume la visión monogámica de Jesús y la prohibición del divorcio (1 Cor 7,10).

(2) Ef 5,21-33. Un matrimonio jerárquico. La escuela de Pablo acepta y desarrolla esta visión en Ef 5, ratificando desde Cristo el valor sacramental (escatológico y liberador) del matrimonio, aunque corre el riesgo de introducirlo dentro de unos esquemas jerarquizantes, de tipo patriarcalista, como ponemos de relieve destacando los tres momentos del texto: “[1. Principio], Someteos unos a los otros en el temor de Cristo. [2. Argumento central]. Las mujeres a sus maridos como al Señor, porque el marido es cabeza de la mu jer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, es salvador del cuerpo. Así­ como la Iglesia está sumisa a Cristo, así­ también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí­ mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño de su sangre… Así­ deben amar los maridos a sus mujeres, como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí­ mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia. [3. Conclusión], Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia. En todo caso, en cuanto a vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí­ mismo; y la mujer que respete a su marido” (Ef 5,21-33). Estamos ante una visión jerarquizada del matrimonio, pues el marido se presenta como revelación del Señor para la esposa, de modo que la mujer ama al Señor amando sobre el mundo a su marido (cosa que no se dice, de forma reversible, del marido respecto a la mujer). De esta forma, el matrimonio se interpreta como realización simbólica del encuentro salvador de Cristo con la Iglesia, retomando un motivo clásico de la tradición israelita.

(3) Novedad y riesgo de Ef 5,21-33. En el Antiguo Testamento, Dios aparecí­a como esposo de su pueblo. Pero, según Ef 5, el Dios esposo es Cristo; el pueblo esposa es la Iglesia. Hasta aquí­ todo parece normal y se puede seguir hablando de igualdad entre varones y mujeres. El problema empieza cuando se aplica ese modelo a la relación matrimonial interpretada en clave jerárquica: marido y mujer dejan de encontrarse ya en un mismo plano, para ocupar lugares diferentes dentro de la unión del matrimonio: el marido representa a Cristo y cumple una función salvadora, apareciendo como cabeza de una mujer interpretada como cuerpo, por el que el marido debe entregarse hasta la muerte. La mujer representa a la Iglesia, es decir, a la humanidad; por eso, ella ha de portarse de manera receptiva, dejándose transformar (santificar) por su marido, como la Iglesia se deja santificar por Cristo. Lógicamente, ella es cuerpo regido por una cabeza; no ama sino teme, recibe con respeto agradecido el don de su esposo. De un modo normal, Ef 5 ha tomado un modelo patriarcal que parecí­a lógico en su tiempo. Pero eso no lo explica todo, pues también Jesús y Pablo conocí­an ese modelo, pero no lo aplican a la visión del matrimonio, ni en Mc 10,2-12 ni en 1 Cor 7. Pues bien, este nuevo texto de la escuela paulina (Ef 5) lo ha hecho, iniciando así­ un camino nuevo y peligroso dentro de la simbologí­a cristiana. Antes, dentro del mensaje de Jesús (cf. Mc 2,18-19) o en la predicación de Pablo (2 Cor 11,1), tanto varones como mujeres formaban la esposa mesiánica del Cristo, sin diferencia entre unos y otras. Ahora, la misma lógica del sí­mil (un Cristo varón como esposo de una humanidad-mujer) y el patriarcalismo del ambiente han separado jerárquicamente las funciones, de manera que dentro del matrimonio el varón es Cristo (y cabeza), la mujer Iglesia (y cuerpo). Eso significa que las mujeres han de tomarse como inferiores, dentro de una perspectiva orgánica donde la unión de la Iglesia se construye no a partir de la igualdad de sus miembros, sino desde su misma desigualdad. Ciertamente, varón y mujer son uno en Cristo (como sabe Gal 3,28); pero en Ef 5, a diferencia de Gal 3,28, ya no se puede afirmar que no existen varón y mujer (como distintos y contrapuestos). En el mismo lugar donde Cristo habí­a suprimido la desigualdad, haciendo surgir un nuevo ser humano (sin varón ni mujer, sin esclavo ni libre), se introduce una nueva desigualdad paradójica en Cristo: el esposo es superior a su esposa, porque es cabeza y signo de Cristo, aunque no para mandar sobre ella, sino para servirla y entregarse por ella hasta la muerte; por su parte, la mujer es inferior, de tal manera que debe dejarse guiar por el esposo, como la Iglesia por Cristo.

(4) Ef 5,21-33. Un texto paradójico. Tres lecturas. De todas formas, el texto se encuentra construido de manera paradójica, y puede interpretarse de diversas maneras, conforme se acentúe una de las partes que hemos destacado al traducirlo, (a) Leí­do desde su fórmula inicial, entendida como tesis o resumen de todo lo que sigue (¡someteos unos a otros en el temor de Cristo!), el texto deberí­a interpretarse de forma igualitaria y reversible: varón y mujer han de entregarse (someterse) uno a otro, en gesto de amor servicial fundado en Cristo. En este principio no hay jerarquí­a, uno arriba y otra abajo, uno cabeza y otro cuerpo… Ambos forman el mismo cuerpo mesiánico de Cristo y en ese cuerpo constituyen una sola carne, de tal manera que deben subordinarse mutuamente, uno al otro (¡someteos!), sin que uno de ellos sea superior al otro, según el más hondo mensaje de Jesús (cf. Mc 10,42-45 par) y la parénesis fundante de san Pablo (cf. Flp 2,1-4: ¡considerando cada uno al otro como superior!), (b) Leí­do desde su argumento central, el texto introduce una jerarquización ontológica o quizá mejor “mí­tica” de los sexos (el espí­ritu serí­a masculino, la materia femenina), de tal forma que el esposo aparece como mesí­as de la esposa, como si él fuera principio y garantí­a de la unión matrimonial. Llevada la comparación al lí­mite habrí­a que decir que el marido es salvador del cuerpo (de la mujer) por su misma condición masculina: así­ la limpia y purifica, conservándola sin mancha (Ef 5,26-27). Es evidente que, entendidas de esa forma, fuera del contexto, esas afirmaciones son anticristianas (harí­an al marido en mediador exclusivo de Dios y figura de Cristo para su mujer), (c) Leí­do desde su parte final, el texto acaba interpretando todo el texto a la luz de Gn 2,24 y así­ supera también la visión jerarquizada de los esponsales. De esa forma empalma con el tema de la subordinación mutua (reversible, igualitaria) de los esposos, de tal forma que cada uno es, a su manera, cabeza del otro, sin que ninguno de los dos sea superior. Es como si, de pronto, el autor de Ef 5,21-33 hubiera juzgado insuficiente el argumento anterior de cabeza y cuerpo (soma), que ha venido empleando en el centro del texto y se sintiera obligado a recordar con Gn 1,26-27 y 2,2324 que ambos (varón y mujer) han de realizar un único camino y forman así­ una sola carne (sarks) en la que ya no hay cabeza y cuerpo.

(5) Conclusión. Ef 5,21-33: un texto abierto. Evidentemente, la mujer de Ef 5 pertenece a la humanidad, no es una diosa. No es la expresión suprahistórica del eterno femenino, sino una persona concreta, redimida por Jesús en un mo mento de su historia. Su figura no puede interpretarse como un momento del mito hierogámico intradivino. Ella forma parte de la humanidad rnesiánica y su esposo simbólico no es Dios (como en Ez 16), sino el nuevo Adán que es Cristo. Leí­do así­, este texto ha sido y puede seguir siendo positivo para el conjunto de la Iglesia, pues se atreve a interpretar el matrimonio (unión varón /mujer) en clave cristológica: la vinculación afectiva de los hombres (especialmente el matrimonio) forma parte del misterio mesiánico. Es también bueno que la mujer quede valorada por su referencia al marido y el marido por su referencia a la mujer, sin necesidad de entenderla como madre (es decir, a partir de los hijos), pues en Ef 5 no son necesarios los hijos para que se valore en el Cristo el amor del matrimonio. Pero son muchos los que piensan que ese texto ha sido y sigue siendo peligroso porque define al Mesí­as como varón y a la comunidad como mujer y porque utiliza simbologí­a de cabeza y cuerpo. Ese lenguaje está determinado por el contexto cultural y significa una vuelta atrás (una regresión) respecto al mensaje de Jesús y a la misma experiencia y práctica de Pablo. Pienso que en la catcquesis actual deberí­a desaparecer toda referencia al esposo como Cristo/cabeza y a la mujer como Iglesia/cuerpo, a no ser que esos sí­mbolos se vuelvan reversibles. La misión del verdadero Cristo se expresa por igual a través del varón y de la mujer; el misterio corporal de la Iglesia alude a ambos. Eso significa que el texto ha de reformularse en lenguaje reversible de manera que allí­ donde se dice que el esposo es Cristo para la esposa se pueda añadir que la esposa es Cristo para el esposo; y allí­ donde se dice que el esposo es cabeza se pueda añadir que es también cuerpo de la esposa y viceversa.

Cf. S. F. Milettc, One Flescli: Epli 5,22-24.31. Marriage and the New Création, AnBib 115, Roma 1988; R. Radford Ruether, Mujer nueva, Tierra nueva, La Aurora, Buenos Aires 1977; E. Schüssler Fiorenza, En memoria de ella, Desclée de Brouwer, Bilbao 1988.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

El matrimonio constituye una innata e irremediable vocación a ¡a unidad de pareja y de familia, una unidad que hay que ir construyendo dí­a a dí­a. Por eso, las palabras de Jesús valen para todas las familias: “Te pido que todos sean uno, Padre, lo mismo que tú estás en mí­ y yo en ti, de tal manera que puedan ser uno, como lo somos nosotros”. La experiencia de los primeros años de matrimonio es precisamente aquella en la que se busca con ahí­nco construir esta unidad, con el entusiasmo, la alegrí­a de ver que estamos hechos el uno para el otro, pero también con la dificultad que supone descubrir que no somos lo que pensábamos, y que, por tanto, nos espera un largo camino de integración, de ascesis, de perdón, de paciencia. Porque la unidad no es obvia; que dos personas vivan juntas durante mucho tiempo sin cansarse la una de la otra, sino reconociendo cada vez más el don de Dios, es un milagro, es un don que Dios nos da, es una gracia. Llevarse bien en familia no es obvio, ni natural; lo natural es lo contrario. Es la gracia del sacramento del matrimonio la que nos compromete a vivir “en dos” y “a dos” un camino único, llevando a cabo todas las acciones de la jornada no ya con la mirada de la persona sola, libre de elegir y hacer lo que le da ¡a gana exigiendo que la otra la respete; por el contrario, es preciso que todo, directa o indirectamente, se haga “en dos” y “a dos”, o al menos en función el uno del otro. Esto es muy difí­cil: hay personas que, incluso después de años de matrimonio, siguen sin entenderlo; se quejan de que tienen problemas, no se sienten comprendidos, y lo que ocurre es que no han entendido esta regla fundamental.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

El sacramento del matrimonio es el pacto con que un hombre y una mujer bautizados establecen entre sí­ la comunidad de toda su vida, ordenada por su propia naturaleza al bien de los cónyuges y a la procreación y educación de la prole. Nos dice el Génesis que fue el Dios creador el que quiso la pareja humana sexuada. La unión entre el hombre y la mujer es buena y está destinada a la fecundidad: la manera de expresar la imagen de Dios y la condición para realizar el dominio sobre el mundo.

Después de citar a Gn 2,24 (“por eso el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”, Pablo añade en Ef 5, 32: “Este es un gran misterio; lo digo en relación con Cristo y con la Iglesia”). Es grande el misterio porque es importante y sublime la realidad a la que se refiere: la unión del hombre y de la mujer, querida por Dios creador es figura de la unión de Cristo con la Iglesia. Este es el profundo significado que hay que reconocer a las palabras de la Escritura, y aquí­ está la razón de la sumisión y del respeto que la mujer debe al marido, del amor y de la entrega total del marido a la mujer, de la grandeza del matrimonio y de los deberes que impone. El amor de Cristo a la Iglesia se ha convertido en punto de referencia obligado y sacramental de la comunidad conyugal. Por eso el matrimonio cristiano se sitúa en el corazón del misterio de Cristo y vive de la gratuidad y de la fidelidad del amor de Cristo.

En los siglos primeros de la Iglesia no existí­a una liturgia nupcial especí­fica. Los cristianos usaban las ceremonias tradicionales propias de su ambiente, convencidos de que en definitiva era el consentimiento lo que hací­a legí­timas las bodas y de que el acto que realizaban quedaba “transfigurado” desde dentro en virtud del bautismo: se uní­an “en Cristo”. Pero a partir del siglo 1V se fueron dibujando progresivamente los elementos caracterí­sticos de la celebración litúrgica del matrimonio. Sobre todo se impuso la bendición de la esposa. Este rito fue escogido como expresión litúrgica de las bodas, mientras que se continuó haciendo consistir su valor jurí­dico en el intercambio de consentimiento, que sólo más tarde habrí­a de insertarse en la liturgia.

Frente a la postura de los reformadores, el concilio de Trento (sesión XXIV, año 1563) declaró que el matrimonio es un sacramento instituido por Cristo y que por eso mismo confiere la gracia. Afirmó su unidad y fijó los impedimentos para su validez. En el decreto de reforma introdujo la forma canónica, que normalmente es la única forma válida para contraer matrimonio entre cristianos (delante del párroco y de dos testigos). Por tanto, entre los bautizados no puede haber un contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento.

La causa eficiente del matrimonio es el consentimiento, acto de voluntad y acto jurí­dico. Si como acto psicológico de la voluntad es transitorio y se extingue una vez realizado, como acto jurí­dico es un pacto mutuo que produce un efecto irrevocable que perdura toda la vida de los cónyuges, en cuanto indisoluble. El acto de la voluntad presupone un acto del entendimiento, que le presente el objeto sobre el que ha de actuar. Y es un acto “humano” (GS 48), que debe brotar por consiguiente de una opción libre y consciente por parte de ambos cónyuges, y que tiene como objeto la total entrega mutua de ellos mismos, de toda su persona, en todas sus dimensiones (espirituales , corporales, interiores y exteriores),a fin de constituir una comunión í­ntima de vida, “ordenada por su misma naturaleza al bien de los cónyuges y a la procreación y educación de la prole ” (can. 1055, § 1).

La unidad (bonum fidei) y la indisolubilidad (bonum sacramenti) son las propiedades esenciales del matrimonio. Propiamente hablando, la unidad en el matrimonio se ve excluida por la poligamia: pero se puede extender este atentado contra la unidad a los casos en que el cónyuge, a pesar de querer permanecer ligado a una sola persona, no pretende reservarle sólo a ella el derecho propio del matrimonio. Se verifica aquí­ la exclusión del “bien de la fidelidad”, que supone la invalidez del mismo matrimonio. La segunda propiedad esencial es la indisolubilidad, en virtud de la cual el matrimonio es sí­mbolo (imagen y participación) de la unión esponsal indisoluble entre Cristo y la Iglesia. El matrimonio no puede existir sin la perpetuidad del ví­nculo. Por eso la indisolubilidad pertenece a la esencia del matrimonio, como propiedad suya; y el que se casa proponiéndose intentar una especie de ” matrimonio de prueba “, que pudiera romperse en el caso de que las cosas no fueran bien, o se reserva el derecho a pedir el divorcio para su propio matrimonio, no contrae ciertamente un matrimonio válido.

De todo lo dicho se deduce la extraordinaria importancia de la preparación para el matrimonio, a fin de que se tenga conciencia del misterio que se celebra. Los novios deben ser instruidos sobre el significado del matrimonio cristiano y sobre la tarea de los cónyuges y de los padres cristianos; tienen que prepararse personalmente para la celebración, para que sea fructuosa: tienen que recibir toda la ayuda necesaria para que, observando y – guardando con fidelidad el pacto conyugal, consigan llevar una vida familiar cada dí­a más santa y más intensa. La preparación al matrimonio supone además que se pongan en acto toda una serie de intervenciones, para que se pueda estar seguro de que no hay nada que se oponga a su válida y lí­cita celebración. Por tanto, hay que indagar sobre los eventuales impedimentos.

R. Gerardi

BibI.: E. Schillebeeckx, El matrimonio, realidad terrena y misterio de salvación, sí­gueme, Salamanca 1965; P. Evdokimov El sacramento del amor. Libros del Nopal, Barcelona 1966; W Kasper, Teologí­a del matrimonio, cristiano, Sal Terrae, Santander 1975: J. P Bagot, Para vivir el matrimonio, Verbo Divino, Estella 1993.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Ideal y realidad en el matrimonio: 1. Sombras…; 2. … Y luces en la experiencia matrimonial. II. La enseñanza matrimonial de los profetas: 1. La alegorí­a nupcial para expresar la alianza de Dios con Israel; 2. Alcance teológico de la alegorí­a; 3. El matrimonio como alianza. II1. La literatura sapiencia[: 1. El “don” de los hijos; 2. La mujer virtuosa y la mujer adúltera; 3. El mensaje nupcial del Cantar de los Cantares. IV. El proyecto original de Dios sobre el matrimonio: 1. La tradición yahvista; 2. La tradición sacerdotal. V. La doctrina sobre el matrimonio en el NT: 1. El interés de Jesús por la familia; 2. La familia puede trascenderse; 3. Matrimonio y divorcio en el pensamiento de Jesús. VI. El matrimonio en la doctrina de san Pablo: 1. La dignidad del matrimonio; 2. “Privilegio paulino”: ¿excepción a la ley de la indisolubilidad?; 3. Matrimonio y virginidad; 4. Matrimonio como signo sacramental de la unión de Cristo con la Iglesia; 5. Pastoral familiar en san Pablo; 6. Interés por las viudas. Conclusión.

La constitución pastoral Gaudium et spes, del Vaticano II, enfrentándose con algunos problemas urgentes de la sociedad contemporánea, comienza precisamente por el matrimonio y por la familia: “La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana va estrechamente unida a una situación feliz de la comunidad conyugal y familiar”. Pero inmediatamente después afirma que “no en todas partes brilla con la misma claridad la dignidad de esta institución, ya que está oscurecida por la poligamia, la plaga del divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones” (n. 47).

I. IDEAL Y REALIDAD EN EL MATRIMONIO. Podemos decir que algo parecido encontramos en la Biblia, donde se nos ofrece indudablemente un cuadro teológico muy elevado del matrimonio y de la familia, que se deriva del matrimonio y se fundamenta en él; pero nos hace ver además cómo no siempre se realiza ese ideal, tan difí­cil de conseguir. Así­ que en la Biblia coexisten el “proyecto ideal”, que es en el que insistiremos más, ya que es el mensaje teológico válido para siempre, y la “realidad”, que, sobre todo en el AT, es más bien decepcionante.

Por otra parte, la experiencia bí­blica quiere ser didáctica y pedagógica al mismo tiempo: lentamente, a través de errores y de abusos de personajes incluso de relieve (pensemos en David), Dios quiere enseñar a los creyentes el verdadero sentido del matrimonio y de la familia, hasta llegar al altí­simo mensaje del NT.

1. SOMBRAS… Procederemos sólo por breves alusiones, al menos en lo que se refiere al aspecto histórico de la experiencia matrimonial y familiar.

Inmediatamente después de describir el cuadro ideal del matrimonio, Gén nos describe el asesinato de Abel a manos de Caí­n: ¡el hermano mata al hermano! En la familia de Caí­n, su hijo Lamec es el primero en violar la ley de la monogamia tomando dos mujeres (Gén 4:19). Pero, a diferencia de Lamec y de los llamados “hijos de Dios” (Gén 6:1-4), que se entregan sin ningún recato a las intemperancias sexuales, Noé es monógamo ytiene tres hijos (Gén 5:32; Gén 8:15). Precisamente por su bondad y rectitud Dios, justo juez, lo salva del diluvio “con toda su familia” (Gén 7:1), a la que, como germen y sí­mbolo de la humanidad nueva, renueva la bendición que ya se habí­a concedido a la primera pareja humana: “Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra” (Gén 9:1; cf 1,28).

Con Abrahán comienza una cadena directa de familias, que pasa a través de la de David, para desembocar en la de Nazaret.

Gén tiene como espina dorsal tres familias: las de Abrahán, Isaac y Jacob. Al presentar a estas tres familias, el autor sagrado se muestra más interesado en hacer resaltar el plan divino a través de ellas que su ejemplaridad.

Así­, por ejemplo, Abrahán practica una especie de poligamia uniéndose a la esclava Agar para tener un hijo, Ismael. Tampoco es correcto su comportamiento al presentar a Sara como hermana suya, y no como esposa, a fin de no tener problemas cuando se la piden para satisfacer los apetitos de Abimelec (Gén 12:10-20) o del faraón (Gén 20).

Menos ejemplar todaví­a es la familia de Jacob, a quien Dios mismo cambió el nombre por el de Israel (Gén 32:23-32; Gén 35:10) para convertirlo en patriarca de su pueblo; sus hijos, que dan origen a las doce tribus, nacen de dos mujeres de primer grado, Lí­a y Raquel, y de otras dos de segundo grado, Zilpa y Bihlá (Gén 29:15-30).

Si pasamos a David, la situación es peor todaví­a. Valiente soldado y guerrillero, hábil diplomático, de fuerte religiosidad, se siente, sin embargo, fácilmente atraí­do por la seducción de las mujeres y es débil con sus hijos. Tuvo consigo un verdadero “harén” de mujer-1s y concubinas (2Sa 3:2-5.15; 1. ,2-27; 2Sa 15:16). Sus numerosos hijos, que fueron causade enormes sufrimientos para el padre, más que las virtudes heredaron sus vicios: Amnón viola a su hermanastra Tamar (2Sa 13:1-22), a la cual venga Absalón asesinando a su hermano (2Sa 12:23-38). Absalón se rebela contra su padre, disputándole el trono y obligándole a huir de Jerusalén (cc. 15-19). Del rey Salomón se dice que tení­a 700 mujeres y 300 concubinas (lRe 11,3).

2. … Y LUCES EN LA EXPERIENCIA MATRIMONIAL. Pero junto a estas familias que hemos recordado hay otras que viven el matrimonio de manera ejemplar, con todas las riquezas de amor, de fidelidad, de fecundidad y de educación de los hijos que se derivan del proyecto original de Dios. Pensemos en la familia de Rut, que se nos describe en el libro homónimo. O pensemos en el elevado sentido del matrimonio que respira el libro de Tobí­as. Es especialmente significativa la plegaria que Tobí­as y Sara dirigen al Señor al comienzo de su convivencia nupcial: “Tú creaste a Adán y le diste a Eva, su mujer, como ayuda y compañera; y de los dos ha nacido toda la raza humana… Ahora, Señor, yo no me caso con esta mujer por lujuria, sino con elevados sentimientos. Ten misericordia de los dos y haz que vivamos larga vida” (Tob 8:6-7).

¿Y qué decir de la madre de los Macabeos (2Mac 7), que con gran fuerza de ánimo exhorta a sus siete hijos para que arrostren el martirio antes que ceder a los halagos del tirano profanador Antí­oco IV Epí­fanes?
Esto significa que, a pesar de las muchas sombras debidas al ambiente cultural que rodeaba al mundo hebreo, el ideal del matrimonio monogámico, vivido en el amor y en la alegrí­a de los hijos, no sólo era sentido por algunos, sino que se practicaba normalmente en Israel.

II. LA ENSEí‘ANZA MATRIMONIAL DE LOS PROFETAS. Para que este ideal permaneciera siempre limpio, los profetas se encargaron de ofrecer una aportación decisiva, presentando la alegorí­a nupcial como expresión de las relaciones de amor y de fidelidad entre Dios y el pueblo de Israel.

Si es ésta la imagen que utilizan los profetas con mayor frecuencia, hay que decir que, en realidad, todas las imágenes que emplean para expresar las relaciones entre Dios y el pueblo están de algún modo sacadas del ambiente familiar. Así­, para anunciar de antemano la salvación inesperada y la repoblación de Jerusalén, Isaí­as hace decir al Señor: “¿Iba yo a abrir el seno para no hacer nacer?… O yo, que hago nacer, ¿lo iba a cerrar?” (Isa 66:9). Dios se presenta aquí­ como una madre que da a luz a sus hijos. En otro texto, el amor de Dios por Israel se compara de nuevo con el de una madre: “¿Puede acaso una mujer olvidarse del niño que crí­a, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella lo olvidara, yo no me olvidarí­a de ti” (Isa 49:15). Para expresar la alegrí­a de la liberación del destierro, se pone el ejemplo de la exultación nupcial (Isa 61:10; cf 62,5).

1. LA ALEGORíA NUPCIAL PARA EXPRESAR LA ALIANZA DE DIOS CON ISRAEL. Este último texto nos devuelve a la imagen nupcial, que los profetas utilizan preferentemente para describir las relaciones de Dios con Israel: él es el “esposo”, o también el “novio”, siempre fiel; mientras que Israel es la “esposa” o la “novia”, que con frecuencia cae en la infidelidad.

Oseas es el primero en emplear esta imagen, partiendo quizá de su propia experiencia matrimonial fracasada. En efecto, su mujer, Gomer, se entrega a la prostitución (Ose 1:2). La “prostitución” de la mujer se convierte en sí­mbolo de la infidelidad de Israel, que llega incluso a rendir culto a las divinidades extranjeras, lo cual solí­a llevar consigo auténticas aberraciones sexuales. Pero Dios, siempre fiel, no se rinde y proyecta un nuevo noviazgo con su pueblo: “Pero yo la atraeré y la guiaré al desierto, donde hablaré a su corazón” (Ose 2:16).

El recuerdo del “desierto” nos trae a la memoria el perí­odo del enamoramiento, cuando Israel seguí­a más de cerca a su Dios. El nuevo noviazgo, sin embargo, no deberá ya romperse por nuevas infidelidades: “Entonces me casaré contigo para siempre, me casaré contigo en la justicia y el derecho, en la ternura y el amor; me casaré contigo en la fidelidad, y tú conocerás al Señor” (Ose 2:21-22).

Jeremí­as recoge este mismo tema de Yhwh esposo, pero de una forma todaví­a más tierna, recordando sobre todo las efusiones del primer amor: “Me he acordado de ti, en los tiempos de tu juventud, de tu amor de novia, cuando me seguí­as en el desierto, en una tierra sin cultivar” (Jer 2:2). Precisamente por esto es más agudo el reproche que se dirige al pueblo infiel (Jer 2:32).

Esta imagen es recogida por Ezequiel, que nos presenta a Israel bajo la imagen de una muchacha abandonada, de la que Dios se enamora hasta hacerla suya: “Yo pasé junto a ti y te vi. Estabas ya en la edad del amor; entonces extendí­ el velo de mi manto sobre ti y recubrí­ tu desnudez; luego te presté juramento, me uní­ en alianza contigo, dice el Señor Dios, y tú fuiste mí­a” (Eze 16:8).

Esta imagen aparece todaví­a con mayor frecuencia en el Segundo y en el Tercer Isaí­as, en donde las dificultades tanto del destierro como del reasentamiento en la patria se ven suavizadas precisamente por el recuerdo de que Yhwh es el esposo, y por tanto no podrá abandonar a su pueblo: “No temas, pues no tendrás ya que avergonzarte… Pues tu esposo será tu creador, cuyo nombre es Señor todopoderoso; tu redentor, el santo de Israel, que se llama Dios de toda la tierra” (Isa 54:4-6; cf 62,4-5; etcétera).

2. ALCANCE TEOLí“GICO DE LA ALEGORíA. La imagen nupcial es importante por un doble reflejo: por un lado, Dios no habrí­a podido tomar como sí­mbolo de su amor a Israel la realidad matrimonial si esta realidad no hubiera sido sentida y vivida, al menos normalmente, como realidad de amor y de fidelidad total. El sí­mbolo es siempre algo aproximativo; pero carecerí­a de sentido si, en principio, tuviera ya alguna cosa que obnubilase la comprensión de la comparación. Por otro lado, Dios quiere dar una auténtica enseñanza sobre el matrimonio: el matrimonio tiene significado en la medida en que refleja las “costumbres” de Dios, imita sus actitudes, asume sus valores. Se da una recí­proca trabazón entre la “realidad” matrimonial tomada como sí­mbolo y el “proyecto” matrimonial que Dios propone a los creyentes.
3. EL MATRIMONIO COMO”ALIANZA”. Quizá sea precisamente por este motivo por lo que Malaquí­as, en un pasaje que ofrece no pocas dificultades de crí­tica textual, presenta el matrimonio como “alianza”.

Efectivamente, recriminando al pueblo, que se lamenta de no ser escuchado a pesar de que ofrecí­a sacrificios irreprensibles, Dios le acusa precisamente de infidelidad en el matrimonio: “Y decí­s: `¿Por qué?’ Porque el Señor es testigo entre ti y la esposa de tu juventud, a la que tú fuiste infiel, siendo así­ que ella era tu compañera y la mujer de tu alianza (berit)…” (Mal 2:14-15). De este modo la alianza, que es la espina dorsal de las relaciones entre Dios y su pueblo, se proyecta, y de alguna manea se encarna, en la familia.

III. LA LITERATURA SAPIENCIAL. Todo el filón de la literatura sapiencial exalta, incluso con referencias a la vida cotidiana, los valores del matrimonio y de la familia.

1. EL “DON” DE LOS HIJOS. Así­ el Sal 127 afirma que la “bendición” de Dios está en la base de la familia y que los hijos son un “don”: “Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los que la construyen… Los hijos son un regalo del Señor; el fruto de las entrañas, una recompensa” (Sal 127:1.3-4).

A propósito de los hijos, se insiste mucho tanto en el deber de educarlos -incluso con rigor, si es necesario-como en la obligación que ellos tienen de respetar a sus padres: “El que ama a su hijo no le escatimará los azotes, para que al fin pueda complacerse en él. El que educa bien a su hijo se gozará en él, y en medio de sus conocidos podrá enorgullecerse” (Sir 30:1-2; cf Pro 1:8). “Porque el Señor honra al padre en sus hijos, y confirma el derecho de la madre sobre las hijas. El que honra al padre repara su pecado, el que honra a su madre amontona tesoros” (Sir 3:2-4).

2. LA MUJER VIRTUOSA Y LA MUJER ADÚLTERA. El Sirácida exalta la felicidad del hombre que ha encontrado una mujer virtuosa: “Dichoso el marido de una mujer buena; el número de sus dí­as se duplicará. La mujer animosa es la alegrí­a del marido, que llenará de paz sus años. La mujer buena es una gran herencia; será dada en dote a los que temen al Señor” (Sir 26:1-3).
Al mismo tiempo condena con toda severidad el adulterio, tanto si proviene del hombre como de la mujer: “El hombre infiel al lecho conyugal, que dice para sí­: `¿Quién me ve? La oscuridad me envuelve y las paredes me ocultan; ¿qué tengo que temer? De mis pecados no se acordará el Altí­simo’, sólo teme los ojos de los hombres, pero no advierte que los ojos del Señor son mil veces más claros que el sol, ven todos los pasos de los hombres y penetran los rincones más secretos” (Sir 23:18-19).

Más duro es todaví­a el juicio sobre la mujer adúltera: “Así­ también la esposa que abandonó a su marido y tuvo un hijo con otro. Porque, primero, desobedeció la ley del Altí­simo; en segundo lugar, pecó contra su marido; en tercer lugar, se manchó con adulterio dándole hijos de otro hombre” (Sir 23:22-23).

El libro de los Proverbios habla con frecuencia del peligro que representan las seducciones de la mujer “extraña” (zarah) y de la mujer “forastera” (nokriyyah), términos que deberí­an expresar la misma cosa, es decir, la mujer que pertenece a otro hombre. Pero si la “sabidurí­a” entra en el corazón del hombre, Dios lo librará “de la mujer ajena, de la desconocida que halaga con palabras; ella ha abandonado al compañero de su juventud, se ha olvidado de la alianza (berit) de su Dios” (Pro 2:16-17). En una palabra, la mujer “forastera” tiene que ser evitada por el hecho de que el matrimonio guarda relación con la alianza; y como no es lí­cito traicionar la alianza sinaí­tica, tampoco es posible violar la matrimonial.

3. EL MENSAJE NUPCIAL DEL CANTAR DE LOS CANTARES. Pero hay en la literatura sapiencial un libro dedicado por completo al amor humano, al impulso del deseo que desembocará luego en el matrimonio: el Cantar de los Cantares.

Entre los exegetas no reina unanimidad sobre la clave interpretativa de este pequeño poema, que es todo él un diálogo entre dos “enamorados” que se buscan mutuamente con gozo y con temblor: ¿se trata de la exaltación del amor humano o bien de una alegorí­a del amor de Dios a Israel? Nosotros creemos que se trata a la vez de ambas cosas, lo cual hace todaví­a más grande el amor, al vincularlo con el tema de la alianza. Por esto precisamente el amor no puede menos de ser duradero, como se expresa la esposa al final con imágenes atrevidas: “Ponme como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu brazo; porque es fuerte el amor como la muerte; inflexibles, como el infierno, son los celos. Flechas de fuego son sus flechas, llamas divinas son sus llamas. Aguas inmensas no podrí­an apagar el amor ni los rí­os ahogarlo” (Cnt 8:6-7). Las últimas palabras se refieren a las aguas del caos primitivo, amenazantes y destructoras: ¡pero ni siquiera esas aguas podrí­an extinguir las “llamas” del amor auténtico!
Es un mensaje indudablemente muy profundo, en el que se funden entre sí­ la experiencia humana, capaz ya de vislumbrar las exigencias del amor verdadero, que es preciso purificar y reforzar continuamente, y el mensaje profético, que asumió esta experiencia como sí­mbolo del amor indefectible de Dios a su pueblo.

IV. EL PROYECTO ORIGINAL DE DIOS SOBRE EL MATRIMONIO. Una visión tan elevada del amor conyugal, incluso en sus elementos de atracción fí­sica, tal como nos lo transmite el Cantar de los Cantares, corresponde al proyecto original de Dios, que encontramos delineado en el segundo relato de la creación transmitido por el libro del t Génesis (2,18-23).

1. LA TRADICIí“N YAHVISTA. Este relato se remonta a la tradición yahvista (siglo x a.C.) y nos atestigua cómo durante algún tiempo se reflexionó en Israel sobre el sentido de la sexualidad y sobre la misteriosa fuerza de atracción entre el hombre y la mujer. Todo ello expresado con el lenguaje plástico del yahvista, que con su simbolismo expresa unas realidades teológicas muy profundas.

En primer lugar, el hombre es llamado a salir de su soledad: “No es bueno que el hombre esté solo; le daré una ayuda apropiada” (2,18). Pero los animales que Dios crea y pone a disposición del hombre no son una ayuda adecuada para él. “Entonces el Señor Dios hizo caer sobre el hombre un sueño profundo, y mientras dormí­a le quitó una de sus costillas, poniendo carne en su lugar. De la costilla tomada del hombre, el Señor Dios formó a la mujer y se la presentó al hombre” (vv. 21-22).

Está claro que el lenguaje, todo él cargado de imágenes, no intenta narrar un suceso histórico, sino afirmar simplemente que la mujer no es extraña al hombre, que es más bien una parte de él, con la misma dignidad, capaz de dialogar y de amar. Por eso el hombre entona lo que se ha llamado el primer “canto nupcial” de la humanidad: “Esta sí­ que es hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada hembra porque ha sido tomada del hombre” (v. 23). La última frase contiene en hebreo un juego de palabras que no puede reproducirse adecuadamente en castellano: ‘is = hombre, ‘issah = mujer. Incluso con esta asonancia lingüí­stica el autor intenta expresar la unidad de los dos sexos, a pesar de su distinción.

El versí­culo final describe, en estilo sapiencial, no sólo el hecho de la mutua atracción del hombre y de la mujer, sino sobre todo el sentido de esta atracción: “Por eso el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y son los dos una sola carne” (v. 24). Aunque se exalta sobre todo el amor, que en la unión sexual tiende casi simbólicamente a reconstruir la unidad primordial (“carne de mi carne”), no está ni mucho menos ausente la dimensión procreativa. Sobre todo se pone de relieve la unicidad exclusiva de las relaciones (contra la poligamia) y su indisolubilidad: la frase “son los dos una sola carne” expresa una situación permanente de unidad de los espí­ritus, más allá de los cuerpos.

2. LA TRADICIí“N SACERDOTAL. El primer relato de la creación, que se remonta a la tradición sacerdotal (por el siglo vi a.C.), expresa de una forma más solemne todaví­a la unidad del hombre y de la mujer, aun dentro de la diferenciación de los sexos, que es querida por Dios en primer lugar para la procreación del género humano. Por eso mismo el sexo es una realidad “integradora”, que se comprende sólo en diálogo con la pareja.

En efecto, como coronación de la obra de la creación, Dios crea al “hombre”, que es tal solamente en cuanto macho-hembra: “`Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Domine sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, las fieras campestres y los reptiles de la tierra’. Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó. Dios los bendijo y les dijo: `Sed fecundos y multiplicaos, poblad la tierra…'” (Gén 1:26-28).

Sin entrar en detalles exegéticos, nos interesa aquí­ poner en evidencia dos cosas en relación con el tema que estamos tratando.

La primera es que el hombre es “imagen de Dios” en la dualidad de “macho y hembra”: ni el varón ni la mujer, tomados por separado, son imagen de Dios. El carácter “dialogal” de los sexos distintos abre ya al don, al amor, a la fecundidad, reproduciendo de este modo la “imagen de Dios”, que es esencialmente amor que se da.

Lo segundo que hay que subrayar es la orden de tener hijos: “Sed fecundos y multiplicaos…”. Esto significa que la sexualidad tiene indicado aquí­ su desenlace y su finalidad especí­fica, es decir, la transmisión de la vida; función ésta tan grande que, para realizarla, tiene necesidad de la “bendición” de Dios.

Aunque acentúa la finalidad procreativa, este texto no excluye la finalidad afectiva, que se subraya de manera particular, como hemos visto, en el yahvista: “Y son los dos una sola carne”. El hecho de que Dios haya creado al hombre a su “imagen” precisamente en cuanto “macho y hembra” incluye necesariamente en sí­ la fuerza atractiva del amor.

Es el equilibrio de estos dos elementos (unitivo y procreativo) lo que debe marcar para siempre al matrimonio, tal como Dios lo ha concebido en su designio original.

Pero sabemos que el pecado “original” rompió este equilibrio alterando la serenidad de las relaciones entre el hombre y la mujer; efectivamente, también la sexualidad quedará apartada de sus propios fines, como se insinúa poco después, al describirse el castigo de Dios a la mujer: “Multiplicaré los trabajos de tus preñeces. Con dolor parirás a tus hijos; tu deseo te arrastrará hacia tu marido, que te dominará” (Gén 3:16). En vez de ser don recí­proco y sereno, la sexualidad se convertirá en instrumento para tiranizarse mutuamente.

Sobre este fondo de pérdida de sentido de la sexualidad se explican todas las desviaciones que marcaron la historia de Israel y de la humanidad en general: poligamia, divorcio, explotación de la mujer, violencia sexual, etc., tal como recordábamos al principio.

V. LA DOCTRINA SOBRE EL MATRIMONIO EN EL NT. Cristo, como revelador último de la voluntad del Padre, nacido entre los hombres para llevar a cabo nuestra salvación, será sobre todo el que intentará situar de nuevo el matrimonio dentro del proyecto original de Dios.

1. EL INTERES DE JESÚS POR LA FAMILIA. En este sentido resulta ya interesante el hecho de que Jesús acepte nacer dentro de una familia, aunque sea una familia muy particular, en donde el elemento determinante es la aceptación de la voluntad de Dios, como medida de las acciones y de los comportamientos de los miembros que la componen.

Pensemos en Marí­a, que ante el anuncio asombroso de su maternidad virginal pronuncia unas palabras que manifiestan una fe incondicionada: “Aquí­ está la esclava del Señor, hágase en mí­ según tu palabra” (Luc 1:38). 0 pensemos también en José, que en todas las circunstancias, incluso las más embarazosas, obedece a las palabras del ángel: “José, hijo de David, no tengas ningún reparo en recibir en tu casa a Marí­a, tu mujer, pues el hijo que ha concebido viene del Espí­ritu Santo” (Mat 1:20-24). El mismo Jesús, en el episodio de su extraví­o en el templo, reivindicará para sí­ la primací­a absoluta de la voluntad de Dios, incluso frente al sufrimiento de sus padres (Luc 2:49).

Así­ pues, la familia de Jesús es una familia en la que la palabra de Dios goza de una primací­a absoluta y en la que el amor, totalmente desinteresado, es la regla para todos.

Incluso en su actividad pública, Jesús manifestará todo su interés por la familia, demostrando que conoce sus ventajas y sus defectos, sus gozos y sus sufrimientos.

Pensemos en el episodio de las bodas de Caná, donde su presencia no es solamente bendición, sino también ayuda material para que no se viera turbada la alegrí­a de aquel dí­a (Jua 2:1-11): el primero de sus milagros es para una pareja de esposos. Es igualmente conmovedora su amistad con Lázaro y con sus hermanas: amistad que él exalta resucitando incluso al hermano muerto (Jua 11:1-44). Cura también a la suegra enferma de Pedro (Mar 1:29-31). Conoce el drama de un padre que se ve abandonado por el hijo para seguir los caminos de la perversión, como lo demuestra la parábola del hijo pródigo (Lev 15:11-32). Ama a los niños con un cariño más que maternal y reprende a los discí­pulos cuando intentan apartarlos; más aún, los propone como ejemplo para todos los que quieran entrar en el reino de los cielos: “Os aseguro que el que no reciba el reino de Dios como un niño no entrará en él” (Mar 10:13-16).

2. LA FAMILIA PUEDE TRASCENDERSE. A pesar de ello, Jesús no hace de la familia un absoluto; quiere que la familia esté abierta a las exigencias superiores de Dios, que puede incluso exigir en algunas ocasiones abandonarla o, de todas formas, subordinarla siempre a sus proyectos. Es lo que responde a quien le anuncia que su madre y sus parientes lo estaban buscando: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?… El que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mar 3:31-35 y par).
Con esto Jesús asienta las premisas de una opción de vida distinta del matrimonio: si la familia es la máxima expresión del amor entre los hombres, ¿por qué no va a ser posible renunciar a la propia familia para cooperar en la formación de la “familia” más amplia de los hijos de Dios, en la que todos puedan ser para mí­ “hermanos, hermanas y madres”?
3. MATRIMONIO Y DIVORCIO EN EL PENSAMIENTO DE JESÚS. Pero examinemos ahora el texto clásico en que Jesús manifiesta su pensamiento sobre el matrimonio, en la redacción de Mt, incluso por las dificultades particulares que plantea esta redacción. Durante su viaje a Jerusalén, algunos fariseos, “para ponerlo a prueba”, le preguntan si está permitido al hombre repudiar a su mujer “por cualquier motivo”(Mat 19:3). La insidia de la pregunta estaba en el intento de obligar a Jesús a tomar partido por una de las dos escuelas que se enfrentaban a propósito de la interpretación de la ley sobre el divorcio (Deu 24:11 : la de Hillel, más rigurosa, y la de Sammai, más ancha, que admití­a prácticamente el divorcio “por cualquier motivo”.

Pero Jesús se sitúa por encima de toda controversia y, apelando al “principio”, proclama que no es lí­cita ninguna forma de divorcio: “`¿No habéis leí­do que el Creador desde el principio los hizo macho y hembra, y que dijo: Por esto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne? De tal manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre’. Le replicaron: `Entonces, ¿por qué Moisés ordenó darle el acta de divorcio cuando se separa de ella?’ Les dijo: `Moisés os permitió separaros de vuestras mujeres por la dureza de vuestro corazón, pero al principio no era así­. Por tanto, os digo que el que se separe de su mujer, excepto en el caso de concubinato, y se case con otra, comete adulterio'”(Mat 19:4-9).

Las afirmaciones más destacadas de este párrafo son tres. La primera es que el matrimonio estable entra en el proyecto primordial de Dios, el cual no prevé ninguna excepción a la indisolubilidad, precisamente por estar inscrita en la naturaleza misma del hombre y de la mujer en cuanto que son seres complementarios. Citando los dos pasajes de Gén 1:27 y 2,24, Jesús intenta referirlo todo al cuadro original. La segunda afirmación es que la disposición mosaica sobre el divorcio (Deu 24:1) tení­a un valor transitorio, y mostraba no tanto una condescendencia de Dios como la “dureza” de corazón de los hebreos, cerrados a las exigencias de la voluntad auténtica divina. La tercera afirmación es que el divorcio, con la transición a otro matrimonio, es simplemente “adulterio”, bien sea el hombre el que da este paso o bien la mujer, como se especifica mejor en Mar 10:11-12. Y el adulterio está expresamente prohibido por el sexto mandamiento (Exo 20:14; Deu 5:18).

Pero el texto de Mateo parece prever una excepción a la ley de la indisolubilidad (“excepto en el caso de concubinato”), en contra de lo que se dice en Marcos (Deu 10:11-12), en Lucas (Deu 16:18) y en Pablo (2Co 7:10-11), que no conocen ninguna excepción. Este testimonio concorde en contra de Mt nos puede ayudar a comprender mejor el texto mateano: en realidad, no deberí­a tratarse de una excepción, sino más bien de un caso particular que se verificaba en la comunidad a la que Mateo dirige su evangelio. Por tanto, se tratarí­a de un añadido introducido por el evangelista.

El término griego que se emplea en esta ocasión no es moijeí­a (adulterio), sino porneí­a (“excepto en el caso de porneí­a”, cf también 5,32), que tiene un significado más genérico y puede designar cualquier unión ilegí­tima, debida, por ejemplo, a un cierto grado de parentesco (cf Lev 10:6). Estas uniones, consideradas como legí­timas entre los paganos y toleradas por los mismos judí­os en relación con los prosélitos, debieron crear algunas dificultades, cuando algunas de esas personas se convirtieron, en algunos ambientes judeo-cristianos legalistas, como el de la comunidad de Mateo; de aquí­ la orden de romper esas uniones irregulares, que eran solamente falsos matrimonios, es decir, una especie de “concubinato”, que debí­a simplemente ser eliminado.

Sin embargo, para algunos se tratarí­a de una auténtica excepción, y se referirí­a al adulterio; en ese caso, por respeto a la sacralidad del matrimonio (C. Marucci), deberí­a disolverse la unión conyugal. Esta es también, al menos en parte, la interpretación de las Iglesias ortodoxas y protestantes; interpretación que, a nuestro juicio, no logra dar razón del texto, y sobre todo va en contra de la lí­nea rigurosa de los otros evangelistas, y especialmente de Pablo, el cual, a pesar de introducir ciertas mitigaciones en la praxis del matrimonio, no conoce una excepción de este género.

VI. EL MATRIMONIO EN LA DOCTRINA DE SAN PABLO. San Pablo habla del matrimonio para responder a una pregunta que le habí­an planteado los cristianos de Corinto, entre los que parece ser que cundí­a cierta forma de encratismo, tendente a despreciar el matrimonio y a privilegiar la virginidad. Aun exaltando la virginidad por sus valores de libertad interior y de anticipación de la situación escatológica, Pablo reafirma la dignidad del matrimonio y recuerda sus derechos y sus deberes, entre los que se encuentra el deber de la fidelidad y de la indisolubilidad.

1. LA DIGNIDAD DEL MATRIMONIO. “Sobre lo que me habéis escrito, os digo lo siguiente. Está bien renunciar al matrimonio; pero para evitar la lujuria, que cada uno tenga su mujer, y cada mujer su marido. Tanto el marido como la mujer deben cumplir la obligación conyugal. La mujer no es dueña de su cuerpo, sino el marido; igualmente, el marido no es dueño de su cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro esa obligación, a no ser de común acuerdo y por cierto tiempo, para dedicaron a la oración… A los casados les mando (es decir, no yo, sino el Señor) que la mujer no se separe del marido; y si se separa, que no se case o que se reconcilie con su marido; y que el marido no se divorcie de la mujer” (lCor 7,1-10).

En este texto, por lo que a nosotros se refiere, hay que destacar dos cosas: La primera es que el marido y la mujer tienen los mismos derechos y deberes, y por tanto deben sentirse cada uno de ellos como parte del otro; no son ya dos seres, sino un solo ser. La segunda es que el apóstol se refiere a una orden expresa de Jesús: “A los casados les mando (es decir, no yo, sino el Señor)…” (v. 10), para recalcar la condenación del divorcio; la única solución, en caso de emergencia, es la “separación”, que deberí­a ser tan sólo temporal. La meta final sigue siendo la “reconciliación” con el marido (v. 11).

2. “PRIVILEGIO PAULINO”: ¿EXCEPCIí“N A LA LEY DE LA INDISOLUBILIDAD? Otro caso, totalmente especial, pero que podí­a verificarse fácilmente en una ciudad como Corinto, era el del matrimonio con un pagano o una pagana. San Pablo lo admite, y admite incluso una cierta sacralidad del mismo, previendo sus riesgos. Pero en la hipótesis de que la parte pagana no consienta ya la convivencia con la parte cristiana, se pueden “separar”. La iniciativa tiene que partir del cónyuge no cristiano: “Si el cónyuge no cristiano se separa, que se separe; en ese caso el otro cónyuge creyente queda en plena libertad, porque el Señor nos ha llamado a vivir en paz” (vv. 15-16).

Se trata del llamado “privilegio paulino”, que todaví­a sigue vigente en el derecho canónico (can. 1143). A nuestro juicio, aunque da la impresión de ser una excepción a la ley de la indisolubilidad, de hecho no lo es, en el sentido de que deberí­a tratarse de una situación tan anormal que la parte cristiana no se encuentre ya en condiciones de vivir su propio matrimonio; en este punto se hace como nulo, precisamente por estar privado de un significado cristiano, que la otra parte quizá habí­a reconocido inicialmente, pero que ahora no reconoce. La fe es un hecho determinante también en el matrimonio.

3. MATRIMONIO Y VIRGINIDAD. Igualmente resulta determinante la fe para captar el razonamiento que hace Pablo sobre la t virginidad precisamente en conexión con el matrimonio; si éste es un “don” (járisma), lo es mucho más aún la virginidad, que permite ampliar los espacios del amor y trabajar, “sin estar dividido”, por el reino de los cielos.

No es nuestro propósito en esta ocasión desarrollar el tema de la “virginidad”, sino señalar simplemente cómo el apóstol lo pone en relación con el tema del matrimonio, no ya para contraponerlo a él, sino como superación; tanto el uno como la otra se han de desarrollar en la lí­nea del amor, aun cuando la virginidad, como ofrenda total de uno mismo a Dios y a los hermanos, se abre a un amor “más grande”.

Por lo demás, san Pablo no hace otra cosa que proponer de nuevo la enseñanza de Jesús, quien, precisamente frente a ciertas dificultades de los apóstoles relativas al matrimonio, propone una meta más elevada: “Porque hay eunucos que nacieron así­ del vientre de su madre, los hay que fueron hechos eunucos por los hombres y los hay que a sí­ mismos se hicieron tales por el reino de Dios. ¡El que sea capaz de hacer esto, que lo haga!” (Mat 19:13). Si hay algunos que “por el reino de Dios” se hacen voluntariamente “eunucos”, es decir, renuncian al matrimonio, los que viven en el matrimonio deberí­an superar con mayor facilidad las dificultades inherentes a su estado. La virginidad se convierte de este modo en estí­mulo para vivir mejor el mismo matrimonio.

4. MATRIMONIO COMO SIGNO SACRAMENTAL DE LA UNIí“N DE CRISTO CON LA IGLESIA. Pero hay otro texto en san Pablo en donde nos ofrece una teologí­a más profunda todaví­a del matrimonio.

Al hablar de los deberes de la familia cristiana, en la carta a los Efesios comienza precisamente por los deberes mutuos entre los esposos: “Respetaos unos a otros por fidelidad a Cristo. Que las mujeres sean sumisas a sus maridos como si se tratara del Señor… Maridos, amad a vuestras esposas, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó él mismo por ella, a fin de santificarla por medio del agua del bautismo y de la palabra… Así­ los maridos deben también amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer se ama a sí­ mismo. Porque nadie odia jamás a su propio cuerpo, sino que, por el contrario, lo alimenta y lo cuida como hace Cristo con la Iglesia, pues somos miembros de su cuerpo. Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Este es un gran misterio (mystérion), que yo aplico a Cristo y a la Iglesia…” (Efe 5:21-33; cf Col 3:18-19; 1Pe 3:1-8).

Este texto es muy denso en teologí­a y no podemos analizarlo detalladamente. Subrayemos tan sólo algunos de los conceptos que nos parecen más relevantes.

En primer lugar, hay que decir que el discurso sobre el matrimonio se desarrolla por completo bajo el signo del amor; por eso mismo la “sumisión” del uno al otro no es signo de dependencia de esclavitud, sino de dependencia en el amor, de la que ninguno se escapa, ni siquiera el marido, a pesar de que se le presenta abiertamente como “cabeza de la mujer” (v. 23).

En segundo lugar, la relación marido-mujer se define sobre la relación Cristo-Iglesia, que es esencialmente una relación de amor: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó él mismo por ella” (v. 25). ¿Qué significa esto? ¿Solamente que la relación Cristo-Iglesia se convierte en un modelo de amor recí­proco entre los esposos? ¿O bien que, además de esto, Cristo asume el amor humano de los bautizados, lo hace fermentar desde dentro, lo purifica de todas las escorias inevitables que lleva consigo todo amor humano, para convertirlo en un reflejo, en una imagen de su relación con la Iglesia? Creo que éste es exactamente el pensamiento de Pablo.

Y he aquí­ entonces la tercera idea que se deriva del texto: el matrimonio cristiano se sumerge en el / “misterio” mismo de Dios (v. 32), el cual, según el lenguaje paulino, es su proyecto de salvación que culmina en la encarnación, de la que es dilatación la Iglesia en cuanto “esposa” de Cristo. Por eso mismo el matrimonio no es un asunto privado, sino que entra en la dimensión de la “eclesialidad” y tiene que servir para el crecimiento de la Iglesia, de la que es como un comienzo en la medida en que sabe crear relaciones de amor y de fe entre todos sus miembros. Es aquí­ donde se perfila la “sacramentalidad” del matrimonio cristiano, como fuente y reserva de gracia para vivir en el amor y educar en el amor [/ Iglesia II].

5. PASTORAL FAMILIAR EN SAN PABLO. Me parece que en esta dirección se mueve san Pablo en los versí­culos siguientes al dirigirse a todos los demás miembros de la familia, incluidos los esclavos: “Hijos, obedeced a vuestros padres por amor al Señor, porque esto es de justicia… Y vosotros, padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino educadlos en la disciplina y en la corrección como quiere el Señor. Esclavos, obedeced a vuestros amos temporales con respeto, lealtad y de todo corazón, como si fuera a Cristo… Y vosotros, amos, haced con ellos las mismas cosas, dejándoos de amenazas, considerando que vosotros y ellos tenéis un mismo amo en el cielo, para el que todos son iguales” (Efe 6:1-9).

Como se ve, no se olvida a nadie; la familia no se agota en la pareja, sino que se abre necesariamente a los hijos, como fruto del amor mutuo, a los que hay que dar también una justa “educación” que responda a las exigencias de la fe cristiana: “Educadlos en la disciplina y en la corrección como quiere el Señor” (v. 4). Con la educación cristiana los padres engendran por segunda vez a sus hijos.

También las relaciones, no siempre fáciles, entre amos y esclavos se enseñan dentro del marco familiar, cuya ley fundamental es el amor: aun permaneciendo esclavos, se exalta su dignidad de hijos de Dios, que ha de ser reconocida por los “amos”, que tienen también “un mismo amo en el cielo”, el cual no siente preferencias por nadie. En este punto es evidente que el problema de la esclavitud queda abierto a una solución radical.

La valoración de la familia en su conjunto, para que se desarrolle armoniosamente en el amor, se pone de relieve en un párrafo de la carta a Tito, donde se ofrece una verdadera “catequesis” familiar, dirigida a las diversas categorí­as de personas que componen la familia: “Que los ancianos sean sobrios, hombres ponderados, prudentes, sanos en la fe, en el amor, en la paciencia; que las ancianas, igualmente, observen una conducta digna de personas santas; que no sean calumniadoras ni dadas a la bebida, sino capaces de instruir en el bien, a fin de que enseñen a las mujeres jóvenes a amar a sus maridos y a sus hijos, a ser prudentes, honestas, cuidadosas de los quehaceres domésticos, buenas, sumisas a sus maridos, de modo que no den ocasión a que se blasfeme contra la palabra de Dios. A los jóvenes, de la misma manera, exhórtalos a que sean prudentes en todo, presentándote como ejemplo… Los esclavos, que se muestren sumisos en todo a sus amos…, para hacer honor en todo a la doctrina de Dios, nuestro salvador” (Tit 2:1-9).

El motivo de esta conducta í­ntegra de los diversos miembros de la familia es esencialmente religioso: “Hacer honor a la doctrina de Dios” (v. 10), “no dar ocasión a que se blasfeme contra la palabra de Dios” (v. 5). Esto presupone, lógicamente, que la gracia matrimonial impregna a toda la familia, derramándose de los esposos sobre las demás personas que la componen..

6. INTERES POR LAS VIUDAS. Nadie queda excluido de esta preocupación “pastoral” por la familia; especialmente las viudas son objeto de atención por su situación precaria y llena de peligros, sobre todo si son jóvenes.

La 1Tim considera tres categorí­as de viudas. Las que tienen familia y viven con ella; se les recomienda sobre todo que cumplan con sus obligaciones familiares (Tit 5:4). Las que son “verdaderamente viudas”, es decir, que están solas, y que por eso mismo necesitan ser asistidas por la Iglesia (Tit 5:5-16). Finalmente, las viudas que, asistidas o no, desempeñan funciones particulares en la Iglesia, y por eso mismo deben tener cualidades especiales (Tit 5:9-15).

Estas sugerencias concretas tienen la finalidad de valorar a la viuda, que estaba bastante marginada en la sociedad de la época, dentro de la actividad pastoral, abriéndola a la preocupación de aquella otra familia mayor que es la Iglesia. De esta manera podrá recuperar la confianza en sí­ misma y descubrirá que puede ser útil a muchos de sus hermanos.

CONCLUSIí“N. Si es verdad que la sociedad es normalmente el espejo de la familia, la Biblia nos enseña cómo es posible darle un nuevo fundamento, inspirándole aquel aliento de amor totalmente gratuito y desinteresado que es el único capaz de hacer más humano el mundo en que vivimos.

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S. Cipriani

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. El matrimonio, entre “realidad terrena “y “misterio de salvación”:
II. La fundamentación bí­blica de la ética conyugal.
III. La ética conyugal en la tradición de la Iglesia y en las enseñanzas recientes del magisterio.
IV. Forma y contenidos de la ética conyugal La `primací­a” del amor en el matrimonio y el paso de la “ética del contrato”a la “ética del pacto”.
V. Matrimonio, sexualidad, procreación.
VI. El matrimonio como “misión “y como “ministerio”.

I. El matrimonio, entre “realidad terrena”
y “misterio de salvación”
Realidad eminentemente terrena -presente en todas las épocas y latitudes- el matrimonio es al mismo tiempo “misterio de salvación-” (E. Schillebeeckx); es, pues, dato “natural” o “de creación”, y un “lugar teológico” a la vez. No es casual, desde este punto de vista, que el matrimonio, como el trabajo, aparezca en la Biblia ya desde el comienzo.

Esta inseparable conexión entre la dimensión antropológica y la teológica plantea una serie de problemas -y también una serie de exigencias fundamentales- a cualquier ética cristiana del matrimonio. Esta ética no podrá nunca fundamentarse sólo en la palabra explí­cita de Dios tal como puede extraerse de la revelación y de la tradición de la Iglesia sino que antes de nada y sobre todo, deberá “leer” (o “releer’ el matrimonio como dato histórico. La revelación, desde luego, ilumina y ayuda a captar y a interpretar en profundidad este dato; pero nunca pretende sobreponerse desde fuera, ya que el matrimonio es una realidad que pone ya por sí­ misma, de alguna manera, al hombre en relación con Dios y por lo tanto, es una realidad “originalmente” religiosa, aunque independientemente de la referencia a una fe explí­cita.

En este sentido la ética cristiana del matrimonio asume como propios, para reinterpretarlos y proponerlos de nuevo con una luz y perspectiva nuevas capaz de captar su intencionalidad profunda, algunos valores éticos básicos, a los que hace, o deberí­a hacer, referencia toda relación auténtica de pareja.

De los tres bienes tradicionales del matrimonio (proles, fides, sacramentum: prole, fidelidad, `misterio’, solamente el tercero, y éste también sólo en parte -puesto que ha existido y existe una dimensión sacral o religiosa también del matrimonio de los no cristianos y hasta de los no creyentes-, se manifiesta como especí­ficamente cristiano; pero la ética cristiana se extiende a los tres ámbitos y debe asumirlos todos.

Brota de aquí­ la estrecha relación que se da entre el matrimonio como institución (natural) y el matrimonio como sacramento (es decir, como don que viene de lo alto y que dirige a los cónyuges la llamada a vivir su vocación cristiana y a realizar su santificación en el estado conyugal). Historia del matrimonio institución y desarrollo de la comprensión del matrimonio sacramento se superponen continuamente, y no hay época histórica o movimiento cultural que no haya dejado su huella en el mismo matrimonio cristiano: no serí­a difí­cil -y, se ha intentado en numerosos estudios sobre la historia del matrimonio cristiano- identificar cuántos y qué elementos ha asumido del judaí­smo, del mundo grecorromano, del germánico, de la cultura moderna. El mismo paso de una visión institucionalista a otra personalista del matrimonio -paso que no se habrí­a podido dar de no haberse producido el encuentro entre la ética cristiana y el sentimiento del amor que aparece en la cultura moderna- confirma esta dependencia de las culturas y, a la vez, esta creatividad respecto a sus elaboraciones. En cierto sentido el rasgo original del matrimonio cristiano está precisamente en mantener y desarrollar progresivamente sus caracterí­sticas fundamentales propias por encima de los cambios de épocas, culturas y estilos de vida. Hay un “duro núcleo” del matrimonio cristiano, al que no le afecta ni le debilita la sucesión de las “formas” con las que el matrimonio como institución de cuando en cuando se reviste. Tarea fundamental de la ética cristiana del matrimonio es dejar claros los datos de toda cultura y penetrar su espí­ritu profundo, redescubriendo, a través de los distintos proyectos del hombre, el definitivo pero siempre renovado “proyecto” de Dios sobre el matrimonio.

II. La fundamentación bí­blica de la ética conyugal
La mencionada estrecha relación entre el matrimonio como realidad humana (aunque, desde los orí­genes del hombre, dotado de sentido, y hasta de sentido religioso) y el matrimonio como misterio de salvación es el elemento que caracteriza la visión bí­blica del matrimonio a lo largo del espacio que va de Gén 1:27s -o más propiamente Gén 2,24- a Efe 5:3132, en donde no es casualidad que se haga una referencia explí­cita a Gén 2:24, es decir, al mismo texto al que Jesús se remite para afirmar su doctrina sobre el matrimonio (cf Mat 19:5; Mar 10:7-8). Lo sustancial del mensaje bí­blico sobre el matrimonio puede afirmarse, pues, que gira en torno a este “centro” que marca la sustancial continuidad entre AT y NT.

En este denso texto (“Abandonará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán dos en una sola carne’ se afirman tres criterios fundamentales que regulan la ética judeo-cristiana del matrimonio: O la sustancial “autonomí­a” de la pareja -condición necesaria para que pueda expresar toda su creatividadcomo se hace explí­cito en el establecimiento de una relación única y preferente entre el hombre y la mujer, del que el “dejarán a su padre y a su madre” es signo, dado que sólo la separación de la familia de origen permite a la pareja realizarse plenamente como nueva unidad; 17 el fuerte carácter sexual de este encuentro: éste no es una mera relación de amistad ni una relación ocasional, sino un í­ntima y mutuo conocerse, un formar “una sola carne”, que marca en profundidad a las personas que realizan esta experiencia y todas sus relaciones; 0 la invitación a realizar una profunda unidad, inseparable en su intención, de manera que marque, de alguna manera, para siempre al hombre y a la mujer elevados a protagonistas de esta relación y, a la vez, realizándose a través de la comunión de vida a todos los niveles de la relación interpersonal, también en los que no están directamente relacionados con el ejercicio de la sexualidad.

El citado versí­culo de Gén 2:24, que indica la dirección fundamental del matrimonio, traza al mismo tiempo las coordenadas fundamentales de la ética matrimonial y anuncia de forma sintética sus tres caracterí­sticas esenciales: autonomí­a, integración de la sexualidad en la vida personal y unidad radical y dinámica. Toda la ética cristiana del matrimonio está basada en estos tres pilares, pretendiendo incluir aquí­ la apertura a la vida -explí­citamente afirmada en el texto paralelo de Gén 1:28, “sed fecundos y multiplicaos”- dentro de la sexualidad especí­ficamente conyugal, como componente estructural e intrí­nseco, por estar dirigida la ! sexualidad directamente también a la procreación.

El segundo y tercer componente han sido asumidos históricamente antes que el primero (quizá también como consecuencia de los condicianamientos que sobre el matrimonio cristiano ha ejercido una cultura fuertemente anclada por mucho tiempo en el sentido familiar y propensa, por lo tanto, a infravalorar y minimizar el “abandono” del grupo familiar de origen por parte de la pareja); pero en su conjunto se puede decir que la ética cristiana del matrimonio ha estado estructurada en torno a estos valores centrales desde siempre. De ahí­ la preocupación por salvaguardar la libertad de los novios en la elección del cónyuge y, después, la de los esposos para asumir la responsabilidad de la vida de familia; de ahí­ también el cuidado para que los esposos pudieran realizar de forma plenamente humana los distintos significados de la sexualidad; de ahí­, finalmente, su empeño en favorecer la realización de una profunda unidad de la pareja, con la absoluta reciprocidad de la l fidelidad y con la exclusión del adulterio, de la ruptura de la comunión conyugal, del divorcio. La historia de la reflexión teológica sobre el matrimonio se manifiesta como el acontecer de un progresivo desvelar las potencialidades implí­citas en el arquetipo, tanto teológico como antropológico, representado por el libro del Génesis.

Los demás textos bí­blicos sobre el matrimonio -extremadamente sobrios, sobre todo en el NT -recogen y profundizan esta intuición fundamental, y alguna vez la oscurecen (piénsese en los textos del AT que admiten el divorcio) por la “dureza del corazón” del pueblo hebreo (cf Mar 10:5; Mat 19:8), y no sólo de él; sklerocordí­a por la que el ideal de la ética conyugal contemplado en el Génesis se pone de alguna manera entre paréntesis a medida que se van haciendo más fuertes los condicionamientos que en Israel se ejercen sobre el matrimonio, y también por la enorme influencia que en la cultura hebrea tuvieron los ritos y costumbres del ámbito mediterráneo, corriendo últimamente el riesgo de quedar oscurecida (aunque nunca llegó a desaparecer de la conciencia de Israel) el carácter laico del matrimonio, que de por sí­ no pone en comunicación con lo sagrado, sino que es una realidad humana que el creyente israelita debe tratar de vivir y realizar con actitud auténticamente religiosa. La palabra de Jesús, que invita, más aún, impone la vuelta a los orí­genes (“¿No habéis leí­do que el Creador al principio…? Pero al principio no fue así­”: Mat 19:4-8 y par.), hace justicia a un largo perí­odo de oscurecimiento del mensaje del Génesis y vuelve a proponer en su integridad y pureza la voluntad de Dios sobre el matrimonio, aunque partiendo del reconocimiento de la realidad del pecado y de la imposibilidad para el hombre, si se abandona a sí­ mismo, de ser plenamente fiel a la ley moral en general y a la exigente y difí­cil ética conyugal cristiana en particular.

Todo el perfil bí­blico del matrimonio (H. Baltensweiler) puede leerse desde esta perspectiva de progresiva y, a veces, fatigosa “reactualización” de la indicación fundamental de Gén 2:24. – El texto habla de “un” hombre y “una” mujer; pero Israel conoce históricamente, como todos los pueblos del Oriente Medio, la poligamia; será Jesús quien vuelva a proponer la rí­gida monogamia del origen (entendido este último en sentido ideal de “deber ser”, más que en sentido histórico propio). – El texto del Génesis proclama el distanciamiento del grupo familiar por parte de la nueva pareja, para que pueda realizarse en su peculiaridad y originalidad; pero la historia de Israel registrará casi solamente matrimonios preparados o, por lo menos, condicionados por los grupos familiares de origen; a su vez, Jesús reafirmará con fuerza, también en relación con el matrimonio, la absoluta libertad del creyente respecto a la familia de origen. – Finalmente, la narración dei Génesis sanciona el encuentro entre hombre y mujer en la profundidad de la “carne” y proclama un “fuerte sentido” de la sexualidad, que indirectamente Jesús rescatará contra la preponderancia de su “sentido débil”, a la vez que indicará como condición fundamental para el acceso al reino la pureza de corazón, actitud que no excluye de por sí­ el uso de la sexualidad, pero que es incompatible con la mistificación y la comercialización del sexo.

Hay que subrayar que los tres valores centrales de la ética del matrimonio antes señalados -autonomí­a, integración de la sexualidad en la plenitud de la vida personal, unidadno son de por sí­ exclusivamente cristianos, ya que se pueden compartir, y de hecho se comparten, con muchos no creyentes. Lo que caracteriza, en los cristianos, la realización de estos valores es la referencia al reino; es la capacidad de asumir y vivir “en el Señor”, según la repetida frase paulina, esta experiencia vital. La ética conyugal cristiana implica, desde este aspecto, una peculiar relación con Dios, autor del matrimonio; una relación a la luz de la cual los diversos valores de la vida de pareja se vuelven a proponer y vivir desde una nueva luz.

El mensaje bí­blico sobre el matrimonio es más “indicativo” que “imperativo”, orientado a la presentación de los valores de fondo de la convivencia conyugal más que a la adopción de determinados comportamientos. Corresponde además al estilo de la predicación de Jesús tal como nos la presentan los evangelios; y el mismo Pablo, al que se deben los “códigos familiares” a los que es indispensable hacer referencia para identificar las lí­neas básicas de la ética familiar (! Familia), se sitúa también en este nivel de las indicaciones prácticas (cf ,1; ,9 y citas semejantes) sobre todo por razones pastorales, y quizá por responder a problemas concretos que le habí­an planteado las primeras comunidades cristianas, sin pretensión alguna de agotar el tema y con la preocupación de ofrecer algunas orientaciones de fondo.

Si exceptuamos la fuerte reafirmación del deber de la l fidelidad conyugal, con exclusión de la separación y del divorcio, la ética matrimonial del NT parece callar sobre temas éticos fundamentales, como la relación entre amor y procreación, el respeto de la vida no nacida, la reciprocidad de los derechos y deberes de los cónyuges, etc. Pero lo que sobre estos temas se ha ido construyendo a lo largo de la historia de la ética matrimonial cristiana no se sitúa fuera de la lí­nea del dato bí­blico, sino en la lí­nea de una progresiva explicitación de exigencias e indicaciones contenidas in nuce en el mensaje bí­blico y como traducción, a nivel normativo, de la propuesta de valores que se deducen de la Biblia.

III. La ética conyugal en la tradición de la Iglesia
y en las enseñanzas recientes del magisterio
La “traducción normativa” del dato bí­blico sobre el matrimonio comienza ya desde el inicio del cristianismo y continúa ininterrumpidamente. ay numerosos textos de los Padres apostólicos que indican ya esta dirección (cf Didajé, 4,9, a propósito del deber de educar a los hijos; Carta a Diogneto, 5,6, sobre la negativa a la exposición de los niños recién nacidos; la Carta de Bernabé, 19,5, sobre la condena del aborto, etcétera). Se va construyendo así­ una ética cristiana del matrimonio que pone como base la mutua fidelidad, la apertura a la vida, el compromiso educativo, la acogida y la hospitalidad, el compromiso en la evangelización y en el servicio a la Iglesia. El énfasis se traslada gradualmente de la vida de la pareja conyugal al de la l familia, y ética matrimonial y ética familiar terminan en muchos aspectos por coincidir.

Contribuyen a que se dé este cambio de énfasis -en una dirección que terminará por ir muy lejos del texto de Gén 2,24-, por una parte, la cultura dominante, tanto en el mundo judí­o como en el grecorromano, que tiende a dejar en la sombra la relación de pareja respecto a la realidad familiar ampliamente entendida; por otro, la gradual entrada en la ética conyugal cristiana de normas jurí­dicas, que el incipiente derecho canónico tiende a traducir y, a veces, a asumir acrí­ticamente de la legislación vigente (hasta hacer que los lí­mites del derecho y la moral no se distingan). En la misma onda de santo Tomás -que también significa, sobre todo en algunos textos fundamentales de las dos Summae, un auténtico salto cualitativo respecto a las posiciones hasta entonces dominantes en el campo del derecho canónico- la relación de pareja queda un poco en la sombra en algunos aspectos, aunque no faltan referencias magní­ficas a la “amistad conyugal” y a una relación entre hombre y mujer, dentro de la cual ya la tradición monástica del siglo xii (J. Leclerq) recuperaba el valor central del amor (también en este caso en paralelismo con el “amor cortés” casi contemporáneo). La aparición del tema del amar y de su estrecha relación con el matrimonio ilumina y rescata ya en el medievo un modo de ver que está y seguirá por mucho tiempo dominado por preocupaciones ora jurí­dicas, ora funcionales, y que induce a la ética matrimonial a concentrarse mucho más en los “fines” (objetivos) de la institución que en su -sentido” (subjetivo) profundo.

En conjunto, en el largo perí­odo que va desde el final del perí­odo patrí­stico al comienzo de una visión personalista del matrimonio con Rosmini y Scheeben, la ética conyugal estuvo empobrecida y reducida a la mera dimensión sexual-procreadora. La “esencia” del matrimonio queda en la sombra, mientras que del matrimonio mismo se examinan, analizan y, de alguna manera, se regulan sobre todo sus funciones. Ni la reforma protestante cambia esta tendencia, puesto que el rechazo de la sacramentalidad del matrimonio termina por legitimar posteriormente un aspecto “naturalista” en la relación de pareja; el matrimonio, en el esquema de los reformadores, y sobre todo de Lutero, aparece como una realidad que tiene referencia con la “naturaleza” (con la sexualidad de un lado, con la procreación de otro) más que con la “gracia”. Bien es verdad que Lutero plantea el matrimonio como Beruf -y, por lo tanto, como tarea mundana y como “mandato”, pero a la vez como “vocación, como acto religioso, pues, aunque no propiamente sacramental” (A. Bellin)-; pero no con la fuerza suficiente como para fundar una ética conyugal especí­ficamente cristiana.

Aunque ya en el xix hubo algunos anticipos, la ética conyugal experimentó un auténtico “giro”, o en todo caso un salto cualitativo, en torno a 1930, por el doble empuje que produjo un magisterio más atento a la dimensión propiamente espiritual de la vida de pareja (Caso connubii, de Pí­o XI, 1930) y unos nuevos planteamientos de la filosofí­a (M. Scheler) y de la teologí­a (D. von Hildebrand y H. Doms). Lo que hasta entonces habí­a permanecido un poco al margen de la ética, la relación de pareja, se propuso como “centro” de la ética conyugal. Se derivó de ahí­ una serie de problemas, sobre todo en referencia a dos aspectos centrales de la ética del matrimonio: la unión, pero a la vez la dialéctica, entre “sentimiento” e “institución” según una relación que se hizo cada vez más problemática por la afirmación de una cultura crí­tica contra todo lo institucional en nombre de unos derechos, considerados inalienables, del amor; y la integración entre gratificación sexual y afectiva de la pareja, por una parte, y apertura a la vida, por otra. Las enseñanzas del Vat. II sobre todo las indicaciones de GS 47ss, pretenden realizar una difí­cil sí­ntesis de valores que la cultura moderna tendí­a a presentar como antitéticos.

El trato que la GS da al matrimonio se caracteriza porque ahora el centro, en el marco de la reflexión cristiana del matrimonio, lo ocupa la pareja conyugal. La definición del matrimonio como “í­ntima comunidad de vida y de amor conyugal” (intima communitas vitae et amoris coniugalis) ya indica en la comunión profunda que se realiza entre hombre y mujer el primer y fundamental “sentido” del matrimonio, hecho que es de por sí­ “natural” -dado que la familia, incluso la de los no creyentes, la “fundó el Creador” (a Creatore condita: GS 48)-, pero que es reinterpretado y asumido con una nueva luz en la historia de la salvación. La riqueza y la plenitud del amor humano no constituyen impedimento, sino más bien una ayuda potencial en el camino que lleva al definitivo encuentro con Dios, sientan de alguna manera sus bases y, por lo tanto, ayudan a los cónyuges cristianos a ponerse en camino hacia una más profunda comprensión del misterio mismo del amor de Dios. En este sentido el amor es para los cónyuges cristianos fuente de “mutua santificación” (GS 48). Un criterio fundamental de la ética matrimonial, en la perspectiva de un amor mutuo vivido en la fe, es la actitud de favorecer la plena realización del otro y el ejercicio de la sexualidad en conformidad con el proyecto del amor de Dios sobre el hombre; los gestos concretos por los que se expresa la sexualidad en el matrimonio, si se realizan “de un modo auténticamente humano”, no sólo son “honorables y dignos”, sino que “enriquecen mutuamente, en alegre gratitud, a los mismos esposos” (GS 49).

A nivel de la ética conyugal, el Vat. II se limita a la reafirmación de algunos valores fundamentales, repitiendo el criterio por el cual “el matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su naturaleza a la procreación y educación de la prole” (GS 50). Más directamente se plantea el nivel ético la encí­clica Humanae vitae, de Pablo VI (1968), que afirma el principio de la “relación inseparable, que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por iniciativa suya, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreativo” (n. 12). Se afirma aquí­ un principio fundamental de la ética conyugal cristiana, no ya en el sentido de que las dimensiones unitiva y procreadora deban ir cronológicamente juntas siempre (la encí­clica reconoce el posible recurso de los métodos naturales para la regulación de los nacimientos), sino más bien en el sentido de que, en términos de valor, están tan estrechamente unidos que el rechazo de una dimensión repercute negativamente en el significado profundo de la otra. En la medida en que se oriente a romper esta estructural y vital relación, la anticoncepción va contra el sentido profundo del amor conyugal.

Sin embargo, no sólo en orden a la relación entre amor y procreación dicta esta encí­clica una serie de criterios éticos. De especial importancia es la reflexión global sobre la ética del amor conyugal, del que se evidencian como caracterí­sticas la “totalidad”, la “fidelidad” y la “fecundidad” (n. 49). En el matrimonio, vida cristiana significa esencialmente desarrollar en profundidad estas caracterí­sticas del amor conyugal y vivirlas en la presencia de Dios, de manera que “se haga manifiesta a todos la viva presencia del salvador en el mundo” (GS 48); por este camino los cónyuges cristianos contribuyen a “hacer visible a los hombres la santidad y la suavidad de la ley que une el amor mutuo de los esposos con su cooperación al amor de Dios, autor de la vida humana” (Humanae vitae, 25).

Estos temas han sido ampliamente desarrollados en el magisterio de Juan Pablo II tanto en la Familiaris consortio (1981) (en especial donde reafirma el principio de la “totalidad” del amor conyugal y el carácter del matrimonio como “lugar único” que hace posible la recí­proca donación “según su verdad completa”: n. 11) como en las Catequesis sobre el amor humano (1979ss), donde todos los temas fundamentales de la ética conyugal -desde la reciprocidad de la relación hombre-mujer, ala fidelidad y a la apertura a la vida- se plantean con un lenguaje y una argumentación de tipo personalista que unen la reflexión sobre los datos bí­blicos con elementos sacados de la antropologí­a y la filosofí­a moderna. Precisamente por su radical fundamentación en la estructura profunda del hombre, además de la positiva voluntad de Dios, el matrimonio puede definirse como “el sacramento más antiguo”, en el sentido de que “ya en su origen desarrolla una función de significación, plenamente alcanzado en relación a Cristo y a la Iglesia” (JUAN PABLO II, Hombre y mujer los creó, 365).

IV. Forma y contenidos de la ética conyugal.

La “primací­a” del amor en el matrimonio y el paso de la “ética del contrato” a la “ética del pacto”
Considerada desde otra óptica, la historia de la ética cristiana del matrimonio (y la misma historia de la evolución del magisterio de la Iglesia sobre este tema concreto) podrí­a leerse en términos de progresivo “retorno” a la categorí­a bí­blica de “pacto”, con la progresiva superación del aspecto jurí­dico (y, más todaví­a, del derecho romano) de “contrato”. El matrimonio es y queda inseparablemente como “sacramento” e “institución”, y por lo tanto como “pacto” y “contrato” a la vez; pero el énfasis se pone ahora en los planteamientos más recientes de la teologí­a, en el primero más que en el segundo. Es muy significativo que en el nuevo CIC la definición de “pacto” preceda, y en algún modo dé fundamento, a la de contrato (can. 1055,1, foedus; 1055,2, contractus); sucesión indicativa de lo que puede considerarse no una inversión de planteamiento (E. Cappellini), sino más bien un desarrollo de las lí­neas que ya están presentes en el mensaje bí­blico, y que sólo una correspondiente madurez de la cultura, antes incluso que de la teologí­a, ha permitido sacar plenamente a la luz, dentro también de la normativa canonista, obviamente más pendiente de los aspectos objetivos de la institución.

Se puede verificar -en relación con la estrecha relación que se establece entre dato bí­blico y culturala validez de lo dicho al comienzo [/antes, I] sobre la coincidencia en el matrimonio de una “constante”, es decir, el misterio, y una “variante”, la historia; la comprensión del magisterio está de alguna manera unida a la evolución de la historia y de la cultura; en el caso especí­fico de la afirmación de la visión personalista del matrimonio -como consecuencia de la cual, en el centro de la institución tiende a colocarse, no la sociedad que pretende asumir determinadas funciones, sino un sentimiento de amor y de mutua pertenencia que exige poder expresarse plenamente- ha sido posible gracias a la superación de una cultura familiar que anteponí­a los intereses del grupo social a las exigencias de los novios-esposos y que consideraba la “forma” del matrimonio, es decir, la aportación de una serie de garantí­as destinadas a salvaguardar la validez del contrato y a asegurarle eficacia jurí­dica, sobre todo por su relación a los hijos y la sucesión hereditaria, mucho más importante que la que, a los ojos de la cultura contemporánea, es la sustancia profunda del matrimonio, es decir, la garantí­a que la institución ofrece a la libre y alegre expresión del amor mutuo.

Está fuera de toda discusión la importancia del cristianismo en la afirmación de una visión personalista del matrimonio, elaborada principalmente en el área cultural influida por la ética evangélica; pero también han influido en la realización de este profundo cambio las aportaciones culturales de ideologí­as y filosofí­as que se han ido alejando del cristianismo, causa y, a la vez, efecto de un vasto y extendido proceso de secularización, que ha influido profundamente en la misma concepción del matrimonio. No debe sorprender, pues, que hasta hace poco tiempo la teologí­a haya estado más pendiente de los riesgos que de las posibilidades de la nueva visión personalista del matrimonio, y haya tenido que someterse al fatigoso trabajo de una profunda reconsideración de las posiciones “tradicionales” (pero no en todo y del todo bí­blicas) sobre el matrimonio, sobre todo en lo que se refiere a la cuestión de los fines. Decir “fines del matrimonio”, sobre todo desde un planteamiento extrinsecista, pero no por eso siempre y necesariamente legalista, significaba poner la atención en sus `objetivos o en sus “funciones” más que en su sentido profundo. Haber puesto en el centro de la reflexión sobre el matrimonio y de la misma ética conyugal el problema de la esencia del matrimonio mismo, y por lo tanto de su sentido profundo, en lugar de poner el de sus objetivos, ha significado la auténtica revolución que en los últimos sesenta años ha cambiado radicalmente los términos de la discusión teológica.

Si partiendo de una teorí­a de los fines del matrimonio era relativamente fácil identificar los contenidos fundamentales de la ética conyugal -ya que se trataba fundamentalmente de estructurar la ética conyugal como un conjunto de medios aptos para conseguir los fines-, era y es difí­cil, en cambio, trazar las lí­neas de una ética conyugal que se proponga hacer explí­cita la esencia del matrimonio: tarea por otra parte irrenunciable para una ética cristiana que quiera aceptar el desafí­o que en varios frentes le lanza la cultura moderna, caracterizada por una paradójicamente relación de amor-odio ante la herencia de los valores evangélicos, en algunos aspectos aceptada y en otros rechazada.

Desde una óptica que asigna a la ética cristiana del matrimonio la tarea de poner a la pareja conyugal en condiciones de poder realizar, en el Señor, todas las posibilidades propias, el imperativo ético fundamental es el que ha indicado Juan Pablo II en la Familiaris consortio, aunque en un sentido más propiamente familiar: “Familia, `sé’ lo que `eres”‘. A la pareja cristiana se le encomienda “ser cada vez más lo que ya es, o sea, comunidad de vida y amor, en una tensión que, como toda la realidad creada y redimida, encontrará su cumplimiento en el reino de Dios” (n. 17). Lo sustancial de la ética conyugal cristiana no hay que buscarlo fuera de la pareja conyugal, sino dentro de ella, a través del desarrollo de las posibilidades que al mismo nivel de Dios se le han confiado. Existe, en esta perspectiva, el riesgo del subjetivismo, y por lo tanto de la inutilización de una moral objetiva; pero la objetividad de los valores puede recuperarse igualmente a través de una reflexión profunda sobre lo que el matrimonio cristiano es y está llamado a ser: una forma de “imitación de Cristo” que se realiza no individual, sino conyugalmente, a través de un camino que recorre y vuelve a ser, en dimensión matrimonial, el tradicional camino del cristiano. En este sentido la ética conyugal cristiana debe llegar de nuevo a asumir la “misión de guardar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia, su esposa” (ib). No hay aspecto de la ética conyugal -no hay “norma” moral a la cual los cónyuges deban someterse- que no haga referencia a esta triple realidad.

Guardar el amor significa nutrir y alimentarlo cada dí­a en la fidelidad al proyecto de Dios sobre la pareja y, a la vez, en la mutua disponibilidad al diálogo, a la relación, a la conversión. En esta fidelidad, la pareja cristiana se realiza a sí­ misma y encuentra su verdad más profunda.

Revelar el amor significa proyectarlo fuera de las paredes del hogar para ponerlo al servicio de la Iglesia y de la sociedad, en una perspectiva que excluye el sentido cerrado del amor y el replegarse exclusivamente en el interior de la pareja conyugal, en la búsqueda de una felicidad vivida de forma privada, y que transforma la relación de amor en compromiso, en servicio, en dedicación.

Comunicar el amor significa expresarlo a través del don de la vida fí­sica y su prolongación en la educación, en el anuncio de los valores religiosos a los hijos, en el amor y el respeto de la vida en todas sus fases y en todo momento. La procreación pierde su antigua y reducida connotación de servicio a la especie y a la supervivencia del grupo para asumir su significado más auténtico de servicio a la persona, condición necesaria para el mantenimiento y difusión en la tierra del amor del hombre, signo e imagen del amor de Dios.

V. Matrimonio, sexualidad, procreación
De esta manera resulta más fácil, aunque siempre esté marcada por aspectos problemáticos, la integración de la sexualidad y de la procreación en el matrimonio y, por lo tanto, la fundamentación de una ética de la sexualidad y, a la vez, de una ética de la transmisión de la vida.

La sexualidad tiene, indudablemente, una función importante en la constitución y en la continuidad de la existencia del matrimonio. Si el sentimiento de amor, al menos desde una óptica como la moderna que asume ampliamente el planteamiento personalista, es su centro, sin embargo este sentimiento, a diferencia de lo que ocurre con la / amistad, es encarnado y sexuado, tiende a la plena integración de las personas a través de la profunda comunión de los cuerpos y, sobre todo, de los corazones. La ética sexual no coincide, desde luego, con la ética conyugal, pero constituye una parte esencial de ella y, en algunos aspectos, determinante.

Una ética sexual cristiana no puede identificarse con un sistema de reglas, tampoco dentro del matrimonio, sino que se expresa fundamentalmente como una propuesta de valores. En el pasado esta ética, en el marco de un deber general de recí­proca / fidelidad, se reducí­a fundamentalmente al respeto de dos importantes normas: la integridad y la naturalidad” del acto conyugal, por una parte, y su apertura a la vida, por otra. Paralelamente, las violaciones de la ética se reducí­an fundamentalmente a la no naturalidad del acto conyugal, por un lado, y a los obstáculos que deliberadamente se poní­an a su fecundidad. Ambas normas fundamentalmente permanecen; pero, desde la perspectiva abierta por el Vat. II, adquieren más bien la forma de una propuesta de valor en un doble sentido: la plena integración de la sexualidad dentro de la relación de pareja y la disponibilidad a una /procreación responsable proporcional a la situación existencial de los cónyuges. Los valores tradicionales permanecen, pero asumen un significado especial de propuesta positiva, precisamente por esto más próxima al espí­ritu evangélico, en lugar de asumir la forma de una serie de “prohibiciones” o lí­mites marcados en la explicación de la sexualidad del matrimonio (y con tentaciones moralizantes y legalistas). No se trata de una propuesta “minimalista” o, peor aún, laxista, sino de una tarea severa y exigente; el puro respeto de la “materialidad” del acto sexual en su estructura objetiva y en su finalidad para la transmisión de la vida representa, en cierto modo, la culminación y la premisa de una ética sexual cristiana, pero no garantiza su cualidad profunda, que deriva, en cambio, de una orientación global de toda la existencia del cristiano, y por lo tanto también de la existencia conyugal, al servicio de Dios, y por consiguiente al servicio del amor y de la vida.

La atención a la dimensión objetiva de la castidad conyugal -sobre todo por la unión entre valor ético del acto conyugal y respeto de las normas que regulan la transmisión de la vida- se confirma y se avala, pero queda integrada en una consideración más profunda de la relación que hay entre gesto sexual y vida conyugal en su globalidad. Se hace una valoración de la castidad matrimonial más amplia y, a la vez, más exigente, que hace referencia no sólo a la pura objetividad del gesto, sino también y sobre todo a la integración armónica de la sexualidad en todo el contexto de una vida conyugal realizada en presencia de Dios. De esta manera se perfila, paralelamente al abandono de una cierta desconfianza de la sexualidad -en muchos aspectos “tradicional” en la cultura y también en la misma reflexión teológica católica del pasado-, una nueva atención a la calidad y autenticidad de la relación de pareja, también en su dimensión sexual y afectiva.

Vivir la sexualidad matrimonial como cristianos se convierte de este modo en capacidad de llevar la sexualidad misma a sus dimensiones positivas y a su significado de realización personal. En este sentido, la misma castidad matrimonial no se identifica con la continencia (sin por eso excluirla en circunstancias y situaciones particulares), sino que se sitúa en el marco del gesto sexual, proponiéndola como llamada a realizarla de forma auténticamente interpersonal, como modo de enriquecimiento de la vida de pareja.

Desde esta perspectiva, se podrí­a pervertir el sentido profundo de la ética cristiana del matrimonio, aunque se respetara formalmente la objetividad del acto sexual realizado conforme a la naturaleza y abierto a sus posibilidades procreadoras, si no expresase un deseo de auténtica relación interpersonal y fuese fruto del egoí­smo, del predominio de los instintos sexuales, de la voluntad de dominio de un cónyuge sobre el otro; precisamente por eso Juan Pablo II ha hablado de una radical infidelidad al proyecto de Dios dentro de la sexualidad matrimonial cuando el hombre se relaciona con su mujer, o viceversa, considerándola como “objeto del que puede apropiarse y no como don” (Hombre y mujer los creó, 145). Eso significa la reducción del otro a pura corporeidad, que altera de raí­z el significado interpersonal de la relación de pareja, impidiéndole expresar todas sus posibilidades y resquebrajando así­ la orientación general de reciprocidad propia del matrimonio cristiano. Se abre de esta forma el amplio campo de una ética de la ternura, que adquiere un papel muy importante en las expresiones de la sexualidad propias de la pareja cristiana.

También por lo que se refiere a la compleja y delicada relación entre sexualidad y procreación -limitada al problema de los fines y prescindiendo de la cuestión de los medios con los que ejercitar una fecundidad responsable-, la ética conyugal cristiana, cuyas lí­neas maestras están marcadas por el magisterio conciliar (GS 47ss) y por la Humanae vitae, de Pablo VI, es hoy más dúctil y a la vez más exigente que la del pasado. Permanece, y esto lo subraya con fuerza el magisterio reciente, la unión entre dimensión unitiva y dimensión procreadora; pero las formas y, por así­ decir, la medida de esta unión no se manifiesta como algo predeterminado desde lo abstracto, sino que se deja un amplio campo para el ejercicio de la conciencia recta de los cónyuges, sobre todo teniendo en cuenta una serie de situaciones que son cada vez más complejas y difí­cilmente reducibles a normas de carácter universal. Una ética cristiana de la fecundidad, bajo este aspecto, puede marcar con más elasticidad el marco dentro del cual la pareja debe madurar sus propias decisiones -la generosa apertura a la vida, por un lado; el decidido rechazo del aborto, por otro-, en lugar de establecer reglas de comportamiento absolutamente válidas en cada momento de la pareja.

Esto no excluye que, sobre la base de los citados textos del magisterio, no se pueda ofrecer algunas indicaciones básicas.

– Ante todo debe recuperarse el sentido y el valor de la continencia matrimonial. Vivida en la perspectiva del reino, no como externo y legal cumplimiento de una norma, la continencia adquiere también en el matrimonio un significado profundamente personal y eclesial; el amor conyugal aumenta, de forma distinta, en la continencia su deseo de unidad por encima de la limitación del don corporal. Si los tiempos del alegre compartir la vida conyugal dan ritmo a las estaciones de la plenitud humana del amor, también las fases del sufrimiento, de la renuncia, de la espera forman parte de la melodí­a. De aquí­ nace una llamada a vivir en el matrimonio una sexualidad cuaftativamente más rica, no necesariamente coincidente con la plenitud de la unión sexual; la vida conyugal experimenta una radical pobreza, pero también una nueva y quizá insospechada riqueza.

– En segundo lugar, la superación de la antinomia potencial -y, para casi todas las parejas, real- entre las legí­timas exigencias del amor conyugal y el tomarse en serio las propias responsabilidades respecto a los hijos y la sociedad puede encontrar una forma de solución en el recurso a la continencia periódica, asumida como criterio preferencia¡ para una responsable regulación de los nacimientos y entendida como forma privilegiada de solucionar el conflicto y la tensión entre plena salvaguardia de la intimidad conyugal y apertura a la vida. Para que la elección de este método carezca de cualquier tipo de tecnicismo y no se viva como una pesada carga, es necesario que la continencia periódica sepa transformarse de simple instrumento de regulación de la natalidad en consciente decisión moral; no para empobrecer el significado personalizador de la sexualidad, sino para descubrir una nueva dimensión del matrimonio, la que capta en la renuncia temporal a las expresiones tí­picas del amor conyugal una continuación por otro camino, y quizá un apoyo y un crecimiento, de este mismo amor.

– Finalmente hay que tener en cuenta un conjunto de situaciones que, bien por factores objetivos, bien por una insuperable actitud de indisponibilidad subjetiva de uno u otro cónyuge o de los dos, no pueden resolverse con serenidad y por mucho tiempo recurriendo a la continencia periódica. En estas situaciones pueden aparecer conflictos serios y ásperos, que son a la vez conflictos de deberes y valores entre ellos, al menos en ciertos aspectos opuestos y no fácilmente solucionables, con problemas de conciencia que han sido objeto, sobre todo en los años posteriores a la publicación de la Humanae vitae, de un amplio y todaví­a no concluido debate. Más que a la teologí­a moral, quizá corresponda a la sabidurí­a pastoral de la comunidad cristiana y de quien en ella tiene responsabilidad como maestro de la fe y guí­a en la vida cristiana, proponer de cuando en cuando soluciones posibles y prácticas. En este ámbito de la ética conyugal debe tenerse en cuenta y es muy importante para su aplicación reconocer la pobreza y los lí­mites de la pareja y de su incapacidad normalmente para adecuarse totalmente a los valores. De aquí­ la necesidad de una amplia y prolongada formación de las conciencias, para que cada pareja sepa interrogarse seriamente sobre el sentido de sus propias decisiones, con actitud sencilla y serena, pero también en la constante disponibilidad al arrepentimiento y a la conversión del corazón. La mayor parte de las veces se tratará de buscar el mayor bien posible en las situaciones concretas de la vida, evitando el oscurecimiento de los valores -cuya reafirmación no puede resquebrajarse por la constatación práctica de las dificultades que las parejas encuentran para su realización-,.que conducirí­a a legitimar el ejercicio de la sexualidad en el matrimonio dejándolo exclusivamente a las decisiones de las personas y lo privarí­a de la necesaria mediación de la ley moral. La llamada a la conciencia (GS 50) como último reducto de la decisión moral en este ámbito no puede confundirse nunca con la absolutización de un punto de vista subjetivo ni puede descargar de una sincera y constante confrontación con los valores que propone la ética cristiana, en una actitud de búsqueda y de oración, de disposición á revisar las propias decisiones de vida, de constante disposición para verificar las auténticas intenciones propias.

VI. El matrimonio como “misión” y como “ministerio”
Ni el ejercicio de la castidad ni una responsable apertura a la vida agotan el sentido de conjunto de la vida conyugal tal como se expresa en una fidelidad creadora entendida como respeto profundo del otro en las distintas situaciones de la vida conyugal, como respuesta a las exigencias del otro, como capacidad de integrar la misma comunión sexual dentro de la vida de la pareja para construir su profunda unidad. Esta tensión hacia la unidad es quizá la dimensión más especí­fica de la ética conyugal (D. Tettamanzi, 1979), entendida como don del Espí­ritu y a la vez como tarea encargada a la conciencia de los esposos. Tarea de la pareja cristiana es promover y favorecer todo lo que facilita el logro de esta profunda unidad, y contrastar y alejar todo lo que la obstaculiza.

En este contexto se inscriben algunas formas de la existencia cristiana tí­picas del matrimonio, tales como el sentido laico, la solidaridad y la originalidad.

– El sentido laico, entendido como respeto profundo a las realidades mundanas y seculares (LG 31), que se convierten en instrumentos a través de los cuales el Espí­ritu llama incesantemente a los esposos a caminar juntos en el amor de Dios; realidades en las que la ética conyugal se encarna y se expresa sin evasiones peligrosas a la esfera de lo sagrado percibido como externo y lejano.

– Solidaridad expresada a través de la capacidad de “llevar cada uno el peso del otro” también a nivel espiritual, compartiendo las alegrí­as y las limitaciones de la convivencia entre dos, con la capacidad constante de “hacer frente”, como pareja unida í­ntimamente, a los estí­mulos que vienen del exterior y que conviene transformar en motivos de crecimiento común y de servicio, no de cerrazón sobre sí­.

– Originalidad en el sentido de que, a partir de la vocación común a la unidad en Cristo propia de todos los esposos bautizados, toda pareja está llamada a desarrollar su propio itinerario de crecimiento, a través de las ocasiones que les aportan los acontecimientos externos y las decisiones cotidianas con las que la pareja reacciona ante ellos, encontrando así­ el modo de expresarse más plenamente en su propia identidad.

En este contexto se sitúa la misión especí­fica de la pareja cristiana, misión cuyo cumplimiento es el fruto maduro de una ética conyugal dirigida no tanto al “hacer”, sino al “ser”. Vivir como cristianos la experiencia alegre y creativa del matrimonio significa, desde este punto de vista, hacerse juntos agentes de humanización del mundo y piedras vivas para la construcción del reino.

En una sociedad caracterizada por la tendencia al tener, la ética conyugal cristiana es la percepción de los valores que hacen del matrimonio de los creyentes el lugar privilegiado del primado del ser; un lugar en el que se ponen entre paréntesis en cierto modo las presuntas leyes universales de la eficacia, de la productividad, de la reciprocidad y, por lo tanto, del intercambio comercial, en nombre de una ampliación de la esfera de las relaciones auténticas y profundas entre las personas; de las que “cuentan” y “valen” humanamente, pero sobre todo de quienes, como los niños, los disminuidos y los ancianos, la sociedad de consumo tiende a marginar. La lógica del matrimonio cristiano es la del don y de la gracia, de los valores que la humanidad necesita para crecer en la conciencia de sí­ y en sus posibilidades de liberación y de realización de la justicia. Por este camino el matrimonio cristiano funda una capacidad de relación entre el yo y el tú que termina por enriquecer, en la reciprocidad del don, a toda la sociedad; y al mismo tiempo, en cuanto transmisor de la vida y de los valores, integra en el mundo, a través de las nuevas generaciones, nuevos agentes de humanización de la historia.

La misma Iglesia se beneficia, en sus distintos niveles, de los frutos de esta existencia cristiana del matrimonio, que no sólo asegura la continuación fí­sica de la comunidad cristiana a través del tiempo, sino que le garantiza, de alguna manera, su “calidad”, recreando continuamente dentro de la Iglesia la aptitud de la relación, el respeto profundo por el otro, el sentido de la disponibilidad y del servicio. El matrimonio cristiano se hace así­ “misión” y parte integrante de la misión general de la Iglesia; son también y sobre todo los cónyuges cristianos los laicos a los que “se les llama particularmente a hacer presente y eficaz a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en los que ella no puede ser sal de la tierra si no es por medio de ellos” (LG 33). De aquí­ nace el “ministerio” de la pareja cristiana, desde el momento en que “por la fuerza del sacramento los esposos son consagrados para ser ministros de santificación en la familia y de edificación de la Iglesia” (Evangelización y sacramento del matrimonio, 104).

La ética conyugal cristiana puede considerarse, en la perspectiva general de la misión de la Iglesia en el mundo, como una propuesta de valores inspirada en la palabra de Dios y continuamente actualizada por su relación con la historia, a través de la cual los cónyuges cristianos realizan su propia santificación y expresan su servicio en la Iglesia en favor del mundo.

[l Divorcio civil; l Familia; l Fidelidad e indisolubilidad; l Noviazgo; l Procreación responsable].

BIBL. – Documentos del magisterio: CoMISIóN TEOLí“GICA INTERNACIONAL, Documentos, 1970-1979, Doctrina católica sobre el matrimonio, CETE, Madrid 1984; VAT. II, Gaudium et spes. Dignidad del matrimonio y de la familia, no. 47-52; GIL F., El lugar propio del amor conyugal en la estructura del matrimonio según la GS, en “Anales Valentinos” I I-12 (1980) 1-35. Sobre la encí­clica Humanae vitae, cf MIE7N D., Geburtenregelung. Ein Konflikt in der katolis chen Kirchen, Patmos, Magancia 1980; TETTwMANZI D., la lectura dell énciclica da parte delle conferenze episcopali, en AA.VV. (coord., Ch. VELLA), La coppia e l ámore. A diece anni delta “Humanae vitae’; Librerí­a dellafamiglia, Milán 1978, I SSss. Sobre la GS, Cf CAMPANINI G., Gaudium et spes, Piemme, Casale Monferrato 1986, 112-129, con bibl.; VILLAREJO A., El matrimonio y la familia en la “Familiares consorcio”; Paulinas, Madrid 1984. El Volúmenes de orientación general: A~S P., El matrimonio, Herder, Barcelona 1969; CAMPANINIG., (coord.), Dossier su lla famiglia, Cittá Nuova, Roma 1979; CIPRIANI S., Matrimonio, en Nuevo diccionario de teologí­a bí­blica, Paulinas Madrid 1990; RGNDET H., Introducción a la teologí­a del matrimonio, Herder, Barcelona 1962.
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– Sobre la ética conyugal cristiana: AA.VV., Algunas cuestiones de ética sexual, BAC popular (I), Madrid 1976 (cf comentarios a Persona humana); BAGOTJ.P., Para vivir el matrimonio, Verbo Divino, Estepa 1987; CALVO G., Energí­a familiar, Sí­gueme, Salamanca 1991; In Cara a cara para llegar a ser un matrimonio feliz, Sí­gueme, Salamanca 1989; GOFFI T., Etica sexual cristiana, Atenas, Madrid 1973; JUAN PABLO II, Sexualidad y amor. Catequesis del papa sobre la teologí­a del cuerpo, PPC, Madrid 1982; L6PEZ AZPITARTE E., Sexualidad y matrimonio hoy, Santander 1975; ID, en Praxis cristiana II, Paulinas, 1981^; VALSECCHI A., Nuevos caminos de la ética sexual, Sí­gueme, Salamanca 1976; VIDAL M., Moral del matrimonio, PS, Madrid 1980.

G. Campanini

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral

Unión de un hombre y una mujer como esposos, según la norma de Dios. El matrimonio es una institución divina, originada por Jehová en Edén, y núcleo del cí­rculo familiar. El propósito fundamental del matrimonio era la multiplicación del género humano. Jehová, el Creador del hombre y de la mujer, decretó que esta multiplicación se efectuara por medio del matrimonio (Gé 1:27, 28), y solemnizó la primera boda humana (Gé 2:22-24).
El matrimonio formarí­a un ví­nculo permanente entre el hombre y la mujer, de modo que pudieran ayudarse mutuamente. Al vivir juntos en amor y confianza, podrí­an disfrutar de gran felicidad. Jehová creó a la mujer como una compañera del hombre, y al formarla de la costilla de este, la convirtió en su pariente carnal más cercano, su propia carne. (Gé 2:21.) Como Jesús comentó, no fue Adán, sino Dios, quien dijo: †œPor esto el hombre dejará a su padre y a su madre y se adherirá a su esposa, y los dos serán una sola carne†. Estas palabras muestran sin lugar a dudas que desde el principio la norma de Jehová Dios para el matrimonio ha sido la monogamia. (Mt 19:4-6; Gé 2:24.)
El matrimonio era el estado común en la sociedad hebrea. En las Escrituras Hebreas no existe ninguna palabra para soltero. Siendo que el propósito básico del matrimonio era tener hijos, se comprende la declaración de la familia de Rebeca cuando la bendijeron: †œQue llegues a ser millares de veces diez mil† (Gé 24:60); también, el ruego de Raquel a Jacob: †œDame hijos, o si no seré mujer muerta†. (Gé 30:1.)
El matrimonio no solo afectaba a la familia, sino también a toda la tribu o comunidad patriarcal, pues podí­a incidir en la fuerza de la tribu, así­ como en su economí­a. Por esta razón, la selección de una esposa y todos los acuerdos, lo que abarcaba los económicos, tení­an que fijarlos los padres o tutores implicados, aunque a veces se buscaba el consentimiento de los contrayentes (Gé 24:8) y no se solí­an pasar por alto los sentimientos románticos de ambos. (Gé 29:20; 1Sa 18:20, 27, 28.) Por lo general, los padres del joven llevaban a cabo los primeros pasos o proposiciones, pero a veces eran los padres de la muchacha, en especial si habí­a diferencia de rango. (Jos 15:16, 17; 1Sa 18:20-27.)
Parece que la costumbre general consistí­a en que un hombre buscase una esposa entre sus propios parientes o dentro de su tribu, como se deduce de lo que Labán le dijo a Jacob referente a su hija: †œMejor me es darla a ti que darla a otro hombre†. (Gé 29:19.) Los adoradores de Jehová, sobre todo, seguí­an esta costumbre, como Abrahán, quien envió a buscar de entre sus parientes en su propio paí­s una esposa para su hijo Isaac, más bien que tomar una de las hijas de los cananeos, en medio de los que estaba morando. (Gé 24:3, 4.) Se desaprobaban y se desanimaban con firmeza los matrimonios con los que no adoraban a Jehová. Era una forma de deslealtad. (Gé 26:34, 35.) Bajo la Ley, estaban prohibidas las alianzas matrimoniales con personas de las siete naciones cananeas. (Dt 7:1-4.) Sin embargo, un soldado podí­a casarse con una virgen cautiva de otra nación extranjera después de un perí­odo de purificación, durante el cual ella estaba de duelo por sus padres muertos y se deshací­a de todas sus conexiones religiosas del pasado. (Dt 21:10-14.)

Dote. Antes de que se concertase el contrato matrimonial, el joven, o su padre, tení­a que pagar al padre de la muchacha la dote o precio de la novia. (Gé 34:11, 12; Ex 22:16; 1Sa 18:23, 25.) Este hecho se consideraba una compensación por la pérdida de los servicios de la hija y por los problemas y gastos que los padres habí­an tenido al cuidarla y educarla. A veces se pagaba la dote con ciertos servicios a favor del padre. (Gé 29:18, 20, 27; 31:15.) En la Ley habí­a un precio de compra determinado para una virgen que no estaba comprometida y a la que seducí­a un hombre. (Ex 22:16.)

Formalización del matrimonio. El rasgo central y caracterí­stico de la boda propiamente dicha era la manera solemne de llevar a la novia de la casa de su padre a la casa de su esposo en la fecha acordada; con este acto se manifestaba el significado del matrimonio, representado por la admisión de la novia en la familia del esposo. (Mt 1:24.) Antes de la Ley, en los dí­as de los patriarcas, la boda consistí­a simplemente en lo antedicho. Era un acontecimiento totalmente civil. No habí­a ninguna ceremonia o rito religioso, y ningún sacerdote oficiaba o daba validez al matrimonio. El novio llevaba a la novia a su casa, o a la tienda o casa de sus padres. Se daba a conocer públicamente, se reconocí­a y se registraba, y el matrimonio ya era válido. (Gé 24:67.)
Sin embargo, tan pronto como se concertaba el casamiento y los contrayentes estaban comprometidos, se les consideraba como si estuvieran unidos en matrimonio. Por ejemplo: las hijas de Lot todaví­a estaban en su casa, bajo la jurisdicción de su padre, pero a los hombres que estaban comprometidos con ellas se les llamó los †œyernos [de Lot] que habí­an de tomar a sus hijas†. (Gé 19:14.) Aunque Sansón nunca se casó con cierta mujer filistea, sino que solo estuvo comprometido con ella, se la llama su esposa. (Jue 14:10, 17, 20.) La Ley decretaba que si una muchacha comprometida cometí­a fornicación, habí­a que darle muerte a ella y al hombre culpable. Si habí­a sido violada, se tení­a que dar muerte al hombre. Sin embargo, cualquier caso que tuviera que ver con una muchacha que no estuviese comprometida se trataba de manera diferente. (Dt 22:22-27.)
Los matrimonios se registraban. Bajo la Ley, tanto los matrimonios como los nacimientos que resultaban de la unión se inscribí­an en registros oficiales de la comunidad. Por esta razón tenemos una genealogí­a exacta de Jesucristo. (Mt 1:1-16; Lu 3:23-38; compárese con Lu 2:1-5.)

Celebración. Aunque en Israel las bodas no iban acompañadas de ninguna ceremonia, se celebraban con gran gozo. El dí­a de la boda, la novia se arreglaba con esmero en su propia casa. Primero se bañaba y se untaba con aceite perfumado. (Compárese con Rut 3:3 y con Eze 23:40.) A veces, ayudada por sirvientas, se poní­a †œfajas para los pechos† y un vestido blanco espléndidamente bordado, dependiendo de su condición social. (Jer 2:32; Rev 19:7, 8; Sl 45:13, 14.) Si podí­a, se engalanaba con adornos y joyas (Isa 49:18; 61:10; Rev 21:2), y después se cubrí­a con una prenda fina, una especie de velo, que se extendí­a de la cabeza a los pies. (Isa 3:19, 23.) Esto explica por qué Labán pudo engañar fácilmente a Jacob, de manera que este no se dio cuenta de que se le daba a Lea en lugar de a Raquel. (Gé 29:23, 25.) Rebeca se puso una mantilla cuando se dirigí­a al encuentro de Isaac. (Gé 24:65.) Este acto simbolizaba la sumisión de la novia a la autoridad del novio. (1Co 11:5, 10.)
El novio se vestí­a también con su mejor ataví­o y frecuentemente con una prenda hermosa para la cabeza y una guirnalda encima. (Can 3:11; Isa 61:10.) Partí­a de su casa al anochecer y se dirigí­a a la casa de los padres de la novia acompañado por sus amigos. (Mt 9:15.) Desde allí­, la procesión, acompañada de músicos, cantores y, normalmente, de personas que llevaban lámparas, se dirigí­a hacia la casa del novio o la casa de su padre.
Aquellos que se encontraban a lo largo de la ruta tomaban gran interés en la procesión. Las voces de la novia y del novio se oí­an con alborozo. Algunos se uní­an a la procesión, en especial doncellas que llevaban lámparas. (Jer 7:34; 16:9; Isa 62:5; Mt 25:1.) El novio podí­a pasar un tiempo considerable en su casa y después la procesión también podí­a demorarse antes de partir de la casa de la novia, por lo que serí­a bastante tarde y algunos de los que esperaban a lo largo del camino podrí­an adormecerse, como en la ilustración de Jesús sobre las diez ví­rgenes. El cantar y el alborozo se podí­an oí­r a cierta distancia, y los que lo oí­an gritaban: †œÂ¡Aquí­ está el novio!†. Los servidores estaban preparados para dar la bienvenida al novio cuando llegase, y los que estaban invitados a la cena de bodas podí­an entrar en la casa. Después que el novio y su séquito habí­an entrado en la casa y se cerraba la puerta, era demasiado tarde para que entraran los invitados que se habí­an retrasado. (Mt 25:1-12; 22:1-3; Gé 29:22.) Se consideraba un gran insulto rehusar la invitación a un banquete de bodas. (Mt 22:8.) En algunas ocasiones, a los invitados se les proporcionaban trajes (Mt 22:11), y con frecuencia aquel que habí­a extendido la invitación era quien designaba los lugares que se debí­an ocupar. (Lu 14:8-10.)

El amigo del novio. †œEl amigo del novio† desempeñaba un papel muy importante en la celebración de la boda, y se le consideraba como aquel que uní­a a los novios. Se regocijaba cuando oí­a la voz del novio conversando con la novia, y se sentí­a contento de haber visto su labor bendecida con un final feliz. (Jn 3:29.)

Prueba de virginidad. Después de la cena, el esposo llevaba a su novia a la cámara nupcial. (Sl 19:5; Joe 2:16.) En la noche de bodas se usaba una tela o prenda, y después se guardaba o se daba a los padres de la esposa para que las señales de la sangre de la virginidad de la muchacha constituyeran una protección legal para ella en el caso de que más tarde se la acusase de no haber sido virgen o de haber sido una prostituta antes de la boda. De otra manera, podí­an lapidarla por haberse presentado en matrimonio como una virgen sin mancha y haber acarreado gran oprobio a la casa de su padre. (Dt 22:13-21.) Esta costumbre de guardar la tela ha continuado vigente en algunos pueblos del Oriente Medio hasta tiempos recientes.

Privilegios y responsabilidades. El esposo era el cabeza de la casa, y a él se le dejaba la decisión final en cuanto a los asuntos que afectaban al bienestar y la economí­a de la familia. Si creí­a que la familia se verí­a afectada de manera adversa, hasta podí­a anular un voto de su esposa o hija. El hombre comprometido con una mujer también debí­a tener esta autoridad. (Nú 30:3-8, 10-15.) El esposo era el señor, el amo de la casa, y se le consideraba el dueño (heb. bá·`al) de la mujer. (Dt 22:22.)
El capí­tulo 31 de Proverbios enumera algunas de las responsabilidades de la esposa para con su esposo o dueño, que incluí­an el trabajo de la casa, hacer y cuidar la ropa, algunas compras y ventas y la supervisión general del hogar. Aunque la mujer estaba en sujeción y en cierto sentido era propiedad del esposo, disfrutaba de una excelente posición y muchos privilegios. Su esposo tení­a que amarla, aun en el caso de que fuese la esposa secundaria o de que se la hubiese tomado cautiva. No la debí­a maltratar ni discriminar en el débito conyugal, y tení­a que darle alimento, ropa y protección. Asimismo, el esposo no podí­a constituir como primogénito al hijo de su esposa favorita a costa del hijo de la esposa †œodiada† (es decir, menos querida). (Ex 21:7-11; Dt 21:11, 14-17.) Los hebreos fieles amaban a sus esposas, y si la esposa era sabia y viví­a en armoní­a con la ley de Dios, el esposo la escuchaba y aprobaba sus acciones. (Gé 21:8-14; 27:41-46; 28:1-4.)
Se protegí­a incluso a la virgen no comprometida a la que habí­a seducido un hombre que no estaba casado, pues, si el padre lo permití­a, el seductor tení­a que casarse con la muchacha y no se podí­a divorciar de ella en todos sus dí­as. (Dt 22:28, 29.) Si el esposo acusaba formalmente a la esposa de no haber sido virgen cuando se casaron y la acusación resultaba falsa, se le imponí­a una multa al esposo y nunca se podí­a divorciar de ella. (Dt 22:17-19.) En caso de que resultase inocente una mujer acusada de cometer adulterio en secreto, su esposo tení­a que dejarla encinta para que pudiera dar a luz un hijo y así­ demostrar en público su inocencia. Se respetaba la dignidad de la persona de la esposa. Estaba prohibido tener relaciones con ella durante la menstruación. (Le 18:19; Nú 5:12-28.)

Matrimonios prohibidos. Además de estar prohibidas las alianzas matrimoniales con los que no adoraban a Jehová, en especial con las siete naciones de la tierra de Canaán (Ex 34:14-16; Dt 7:1-4), estaba prohibido casarse dentro de ciertos grados de consanguinidad o afinidad. (Le 18:6-17.)
A un sumo sacerdote le estaba prohibido casarse con una viuda, una mujer divorciada, una violada o una prostituta, pues se tení­a que casar solo con una virgen de su pueblo. (Le 21:10, 13, 14.) A los otros sacerdotes tampoco se les permití­a casarse con una prostituta, una mujer violada o una mujer divorciada de su esposo. (Le 21:1, 7.) Según Ezequiel 44:22, se podí­an casar con una virgen de la casa de Israel o una viuda de otro sacerdote.
Si una hija heredaba propiedades, no se podí­a casar con alguien que no fuera de su tribu. De esta manera se evitaba que la posesión hereditaria pasase de tribu en tribu. (Nú 36:8, 9.)

Divorcio. Cuando el Creador instituyó el matrimonio, no dispuso que hubiese divorcio. El hombre tení­a que adherirse a su esposa y tení­an †œque llegar a ser una sola carne†. (Gé 2:24.) De modo que el hombre tendrí­a una sola esposa que serí­a una carne con él. El divorcio tuvo su comienzo después de la caí­da del hombre en el pecado, y de la imperfección y degradación consecuentes.
Cuando Dios dio la Ley a Israel, no obligó a seguir la norma original, sino que reguló el divorcio para que no afectara negativamente a la familia israelita. Sin embargo, a su debido tiempo Dios restableció la norma original. Jesús declaró el principio que debí­a regir en la congregación cristiana: la †œfornicación† (gr. por·néi·a) es la única base válida para el divorcio. Explicó que Dios no obligó a los israelitas por medio de Moisés a seguir esta norma debido a su dureza de corazón. (Mt 19:3-9; Mr 10:1-11.)
Por lo tanto, la única causa que puede romper el matrimonio en la congregación cristiana, aparte de la muerte, que lo deja sin efecto, es la fornicación, que hace que el ofensor llegue a ser ilí­citamente una sola carne con otra persona. La parte inocente puede usar este hecho como base para disolver el matrimonio, si así­ lo desea, y volver a casarse. (Mt 5:32; Ro 7:2, 3.) Aparte de esta concesión en caso de †œfornicación† (gr. por·néi·a), las Escrituras Griegas aconsejan a los cristianos que no se separen de sus cónyuges, sean creyentes o incrédulos, y requiere que si lo hacen, no tengan relaciones sexuales con nadie más. (1Co 7:10, 11; Mt 19:9.)
Bajo la Ley, el esposo podí­a divorciarse de su esposa si hallaba algo †œindecente† en ella. Esto no incluí­a el adulterio, pues este se castigaba con la muerte. Podí­a ser una grave falta de respeto al esposo o a la casa de su padre, o algo que acarreara oprobio a la familia. El esposo tení­a que darle un certificado escrito de divorcio, lo que implica que a la vista de la comunidad el divorcio tení­a que estar justificado. Como el certificado era un documento legal, tendrí­a que contar con la aprobación de los ancianos o autoridades de la ciudad. La mujer podí­a volver a casarse y el certificado la protegí­a de ser acusada por ello de adulterio. No se permití­a el divorcio al hombre que seducí­a a una muchacha antes de casarse o que acusaba falsamente a su mujer de no ser virgen cuando se habí­a dado en matrimonio. (Dt 22:13-19, 28, 29.)
Si después del divorcio una mujer se casaba con otro hombre y este más tarde se divorciaba de ella o morí­a, el esposo original no podí­a casarse con ella de nuevo. Esta ley impedí­a que se provocara el divorcio o quizás incluso hasta que se tramara la muerte del segundo esposo para que la pareja original pudiera volver a casarse. (Dt 24:1-4.)
Jehová odiaba el divorcio injusto, sobre todo cuando se traicionaba a una adoradora fiel con el objeto de casarse con una mujer pagana, que no pertenecí­a a su pueblo escogido. (Mal 2:14-16; véase DIVORCIO.)

Poligamia. La norma original de Dios para la humanidad no contemplaba la poligamia, ya que el esposo y la esposa tení­an que llegar a ser una sola carne, y esa práctica se prohibió expresamente en la congregación cristiana. Los superintendentes y siervos ministeriales, que han de ser ejemplos en la congregación, deben ser hombres que no tengan más de una esposa viva. (1Ti 3:2, 12; Tit 1:5, 6.) Este hecho está en armoní­a con lo que el verdadero matrimonio tendrí­a que representar: la relación de Jesucristo y su congregación, la única esposa que Jesús posee. (Ef 5:21-33.)
Al igual que ocurrió con el divorcio, aunque en un principio la poligamia no entraba en los planes de Dios, se toleró hasta el tiempo de la congregación cristiana. La poligamia dio comienzo poco después del pecado de Adán. La primera vez que se menciona en la Biblia es con respecto a un descendiente de Caí­n, Lamec, de quien se dice: †œProcedió a tomar para sí­ dos esposas†. (Gé 4:19.) Con respecto a algunos de los ángeles, la Biblia menciona que antes del Diluvio †œlos hijos del Dios verdadero […] se pusieron a tomar esposas para sí­, a saber, todas las que escogieron†. (Gé 6:2.)
Bajo la ley patriarcal y bajo el pacto de la Ley se practicó el concubinato. La concubina estaba en una condición reconocida legalmente: su situación no era de fornicación ni adulterio. Según la Ley, si el hijo primogénito era el de la concubina, recibí­a de igual modo la herencia que correspondí­a al primogénito. (Dt 21:15-17.)
Sin duda el concubinato y la poligamia permitieron que los israelitas se multiplicaran con más rapidez, de modo que, si bien Dios no los habí­a instituido, sino simplemente permitido y regulado, sirvieron en aquel tiempo para cierto propósito. (Ex 1:7.) Incluso Jacob, que entró en una relación polí­gama por engaño de su suegro, fue bendecido con doce hijos y algunas hijas de sus dos esposas y las criadas de estas, quienes llegaron a ser sus concubinas. (Gé 29:23-29; 46:7-25.)

El matrimonio cristiano. Jesucristo mostró que aprobaba el matrimonio cuando asistió al banquete de bodas en Caná de Galilea. (Jn 2:1, 2.) Como ya se ha indicado, la monogamia es la norma original de Dios, restablecida por Jesucristo en la congregación cristiana. (Gé 2:24; Mt 19:4-8; Mr 10:2-9.) Puesto que tanto al hombre como a la mujer se les dotó originalmente con la capacidad de expresar amor y afecto, esta institución tení­a que ser feliz, bendita y pací­fica. El apóstol Pablo usa la ilustración de Cristo como esposo y cabeza de la congregación, su novia. El es un ejemplo perfecto de la tierna bondad y el cuidado que el esposo deberí­a tener a su esposa, amándola como a su propio cuerpo. Pablo también señala que la esposa, por su parte, debe tenerle profundo respeto a su esposo. (Ef 5:21-33.) El apóstol Pedro aconseja a las esposas que se sometan a sus esposos y los atraigan por medio de su conducta casta, profundo respeto y espí­ritu tranquilo y apacible. Pone a Sara —quien llamaba †œseñor† a su esposo Abrahán— como ejemplo digno de imitar. (1Pe 3:1-6.)
En todas las Escrituras Griegas Cristianas se resalta la limpieza y la lealtad en el ví­nculo matrimonial. Pablo dice: †œQue el matrimonio sea honorable entre todos, y el lecho conyugal sea sin contaminación, porque Dios juzgará a los fornicadores y a los adúlteros†. (Heb 13:4.) Asimismo, aconseja el respeto mutuo entre el esposo y la esposa, y que cumplan con el débito conyugal.
El consejo del apóstol de †˜casarse en el Señor†™ está en armoní­a con la práctica de los antiguos siervos de Jehová de casarse solo con los que también eran adoradores verdaderos. (1Co 7:39.) Sin embargo, el apóstol aconseja a los que no están casados que pueden servir al Señor sin distracción si permanecen solteros. Menciona que en vista del tiempo, los que se casan deberí­an vivir †˜como si no tuviesen esposas†™, es decir, no deberí­an dedicarse completamente a los privilegios y responsabilidades maritales para hacer de ellos el interés primordial de su vida, sino que deberí­an buscar y atender los intereses del Reino, al tiempo que no descuidaban sus responsabilidades matrimoniales. (1Co 7:29-38.)
Pablo aconsejó que no se incluyera a las viudas más jóvenes en la lista de personas a las que la congregación ayudaba solo porque expresaran el deseo de dedicarse en exclusiva a las actividades ministeriales cristianas; era mejor que se casaran de nuevo. Explica que sus impulsos sexuales podí­an inducirlas a desatender su expresión de fe, de modo que aceptaran el apoyo económico de la congregación como si fueran buenas trabajadoras, al tiempo que intentaban casarse y se volví­an unas desocupadas y entremetidas. De ese modo incurrirí­an en un juicio desfavorable. El matrimonio, los hijos y el atender una casa, además de afianzarse en la fe cristiana, las mantendrí­an ocupadas y las protegerí­an de caer en el chisme y en las habladurí­as. Esto permitirí­a a la congregación socorrer a las viudas que tuvieran derecho a tal ayuda. (1Ti 5:9-16; 2:15.)

Celibato. El apóstol Pablo advierte que uno de los rasgos caracterí­sticos de la apostasí­a que tení­a que venir serí­a el celibato obligatorio, †˜el que se prohibiera casarse†™. (1Ti 4:1, 3.) Algunos de los apóstoles estaban casados. (1Co 9:5; Lu 4:38.) Cuando Pablo expone los requisitos para los superintendentes y los siervos ministeriales de la congregación cristiana, dice que estos hombres, si estaban casados, solo deberí­an tener una esposa. (1Ti 3:1, 2, 12; Tit 1:5, 6.)

Los cristianos y las leyes civiles sobre el matrimonio. En la mayorí­a de los paí­ses de la Tierra hoy dí­a el matrimonio está regulado por leyes de las autoridades civiles, el †œCésar†, que el cristiano normalmente debe cumplir. (Mt 22:21.) La Biblia no dice en ningún lugar que el matrimonio requiera una ceremonia religiosa o los servicios de un clérigo. Como se hací­a en tiempos bí­blicos, el matrimonio debe legalizarse según las leyes del paí­s, y tanto los matrimonios como los nacimientos han de registrarse siempre que la ley lo requiera. Ya que los gobiernos del †œCésar† regulan de este modo el matrimonio, el cristiano tiene que recurrir a ellos para legalizar su matrimonio, y aún si quisiera utilizar el adulterio de su cónyuge como base bí­blica para poner fin a su matrimonio, tendrí­a que conseguir un divorcio legal si fuera posible. El cristiano que volviera a casarse sin mostrar el debido respeto a los requisitos bí­blicos y legales violarí­a las leyes de Dios. (Mt 19:9; Ro 13:1.)

El matrimonio y la resurrección. Un grupo de opositores de Jesús que no creí­an en la resurrección le hicieron una pregunta con el propósito de ponerlo en un aprieto. En su respuesta reveló que †œlos que han sido considerados dignos de ganar aquel sistema de cosas y la resurrección de entre los muertos ni se casan ni se dan en matrimonio†. (Lu 20:34, 35; Mt 22:30.)

Usos simbólicos. A través de las Escrituras Jehová se presenta a sí­ mismo como un esposo. Se consideró casado con la nación de Israel. (Isa 54:1, 5, 6; 62:4.) Cuando Israel se rebeló al practicar la idolatrí­a o algún otro tipo de pecado contra Dios, se dijo que habí­a cometido prostitución al igual que una esposa infiel, de modo que Dios estaba justificado para divorciarse de esa nación. (Isa 1:21; Jer 3:1-20; Os 2.)
En el capí­tulo 4 de Gálatas, el apóstol Pablo asemeja la nación de Israel a la esclava Agar, la concubina de Abrahán, y al pueblo judí­o, a Ismael, el hijo de Agar. Tal como Ismael era el hijo de la esposa secundaria de Abrahán, así­ los judí­os eran los hijos de la †œesposa† secundaria de Jehová. El lazo que vinculaba a Israel con Jehová era el pacto de la Ley. Pablo asemeja la †œJerusalén de arriba†, la †œmujer† de Jehová, a Sara, la esposa libre de Abrahán. Los cristianos son los hijos espirituales libres de esta mujer también libre, la †œJerusalén de arriba†. (Gál 4:21-31; compárese con Isa 54:1-6.)
Al igual que Abrahán, el gran Padre, Jehová Dios, supervisa la selección de una novia para su hijo Jesucristo, no una mujer terrestre, sino la congregación cristiana. (Gé 24:1-4; 2Te 2:13; 1Pe 2:5.) El †œamigo del novio†, Juan el Bautista, a quien Jehová habí­a mandado delante de su Hijo, le presentó a este los primeros miembros de su congregación. (Jn 3:28, 29.) Esta novia congregacional es †œun solo espí­ritu† con Cristo, como su cuerpo. (1Co 6:17; Ef 1:22, 23; 5:22, 23.) Tal como en Israel la novia se bañaba y se adornaba, Jesucristo se asegura de que su novia, al prepararse para la boda, se bañe de manera que esté perfectamente limpia sin mancha o tacha. (Ef 5:25-27.) En el Salmo 45 y en Revelación 21 se la describe adornada con hermosura para la boda.
En el libro de Revelación, Jehová predice el tiempo en el que la boda de su Hijo se habrí­a acercado y la novia estarí­a preparada: ataviada de lino fino, brillante y limpio. Se dice que los invitados a la cena de las bodas del Cordero están felices. (Rev 19:7-9; 21:2, 9-21.) La noche antes de morir, Jesús instituyó la Cena del Señor, es decir la Conmemoración de su muerte, y mandó a sus discí­pulos que siguieran observándola. (Lu 22:19.) Esta observancia se tení­a que guardar †˜hasta que él llegase†™. (1Co 11:26.) Del mismo modo que en tiempos antiguos el novio llegaba a la casa de la novia con el fin de sacarla de casa de sus padres y llevarla al hogar que él habí­a preparado para ella en la casa de su padre, así­ Jesucristo viene para sacar a sus compañeros ungidos de su anterior hogar terrestre y llevarlos consigo, para que donde él esté, ellos también estén, en la casa de su Padre, en el cielo. (Jn 14:1-3.)
Véase MATRIMONIO DE CUí‘ADO.

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: 1. Idealy realidad en elmatrimonio:
1976
1. Sombras…; 2. … Y luces en la experiencia matrimonial. II. La enseñanza matrimonial de los profetas:
1. La alegorí­a nupcial para expresar la alianza de Dios con Israel; 2. Alcance teológico de la alegorí­a; 3. El matrimonio como alianza. III. La literatura sapiencial: 1. El don de los hijos; 2. La mujer virtuosa y la mujer adúltera; 3. El mensaje nupcial del Cantar de los Cantares. IV. El proyecto original de Dios sobre el matrimonio: 1. La tradición yahvista; 2. La tradición sacerdotal. V. La doctrina sobre el matrimonio en el NT
1. El interés de Jesús por la familia; 2. La familia puede trascenderse; 3. Matrimonio y divorcio en el pensamiento de Jesús. VI. El matrimonio en la doctrina de san Pablo: 1. La dignidad del matrimonio; 2. †˜Privilegio paulino†: ¿excepción a la ley de la indisolubilidad?; 3. Matrimonio y virginidad; 4. Matrimonio como signo sacramental de la unión de Cristo con la Iglesia; 5. Pastoral familiar en san Pablo; 6. Interés por las viudas. Conclusión.
La constitución pastoral Gaudium et spes, del Vaticano II, enfrentándose con algunos problemas urgentes de la sociedad contemporánea, comienza precisamente por el matrimonio y por la familia: †œLa salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana va estrechamente unida a una situación feliz de la comunidad conyugal y familiar†. Pero inmediatamente después afirma que †œno en todas partes brilla con la misma claridad la dignidad de esta institución, ya que está oscurecida por la poligamia, la plaga del divorcio, el llamado amor libré y otras deformaciones† (?†˜4.7).
1977
1. IDEAL Y REALIDAD EN EL MATRIMONIO.
Podemos decir que algo parecido encontramos en la Biblia, donde se nos ofrece indudablemente un cuadro teológico muy elevado del matrimonio y de la familia, que se deriva del matrimonio y se fundamenta en él; pero nos hace ver además cómo no siempre se realiza ese ideal, tan difí­cil de conseguir. Así­ que en la Biblia coexisten el †œproyecto ideal†, que es en el que insistiremos más, ya que es el mensaje teológico válido para siempre, y la †œrealidad†, que, sobre todo en el AT, es más bien decepcionante.
Por otra parte, la experiencia bí­blica quiere ser didáctica y pedagógica al mismo tiempo: lentamente, a través de errores y de abusos de personajes incluso de relieve (pensemos en David), Dios quiere enseñar a los creyentes el verdadero sentido del matrimonio y de la familia, hasta llegar al altí­simo mensaje del NT.
1978
1. Sombras…
Procederemos sólo por breves alusiones, al menos en lo que se refiere al aspecto histórico de la experiencia matrimonial y familiar.
Inmediatamente después de describir el cuadro ideal del matrimonio, Gen nos describe el asesinato de Abel a manos de Caí­n: el hermano mata al hermano! En la familia de Caí­n, su hijo Lamec es el primero en violar la ley de la monogamia tomando dos mujeres (Gn 4,19). Pero, a diferencia de Lamec y de los llamados †œhijos de Dios †œ.(Gn 6,1-4), que se entregan sin ningún recato a las intemperancias sexuales, Noé es monógamo y tiene tres hijos (5,32; 8,15). Precisamente por su bondad y rectitud Dios, justo juez, lo salva del diluvio †œcon toda su familia† (7,1), a la que, como germen y sí­mbolo de la humanidad nueva, renueva la bendición que ya se habí­a concedido a la primera pareja humana: †œSed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra† (9,1; cf 1,28); #1979
Con Abrahán comienza una cadena directa de familias, que pasa a través de la de David, para desembocar en la de Nazaret.
Gen tiene como espina dorsal tres familias: las de Abrahán, Isaac y Jacob. Al presentar a estas tres familias, el autor sagrado se muestra más interesado en hacer resaltar el plan divino a través de ellas que su ejempla-ridad.
Así­, por ejemplo, Abrahán practica una especie de poligamia uniéndose a la esclava Agar para tener un hijo, Ismael. Tampoco es correcto su comportamiento al presentar a Sara como hermana suya, y no como esposa, a fin de no tener problemas cuando se la piden para satisfacer los apetitos de Abimelec Gn 12,10-20) o del faraón (Gn 20).
Menos ejemplar todaví­a es la familia de Jacob, a quien Dios mismo cambió el nombre por el de Israel
Gn 32,23-32; Gn 35,10) para convertirlo en patriarca de su pueblo; sus hijos, que dan origen a las doce
tribus, nacen de dos mujeres de primer grado, Lí­a y Raquel, y de otras dos de segundo grado, Zilpa y Bihlá
(Gn 29,15-30).
Si pasamos a David, la situación es peor todaví­a. Valiente soldado y guerrillero, hábil diplomático, de fuerte religiosidad, se siente, sin embargo, fácilmente atraí­do por la seducción de las mujeres y es débil con sus hijos. Tuvo consigo un verdadero †œharén† de mujeres y concubinas (2S 3,2-5; 2S 3,15; 2S 11,2-27; 2S 15,16). Sus numerosos hijos, que fueron causa de enormes sufrimientos para el padre, más que las virtudes heredaron sus vicios: Amnón viola a su hermanastra Tamar (2S 13,1-22), a la cual venga Absalón asesinando a su hermano (12,23-38). Absalón se rebela contra su padre, disputándole el trono y obligándole a huir de Jerusa-lén (cc. 15-19). Del rey Salomón se dice que tení­a 700 mujeres y 300 concubinas (IR 11,3).

2. …Y LUCES EN LA EXPERIENCIA MATRIMONIAL.
Pero junto a estas familias que hemos recordado hay otras que viven el matrimonio de manera ejemplar, con todas las riquezas de amor, de fidelidad, de fecundidad y de educación de los hijos que se derivan del proyecto original de Dios. Pensemos en la familia de Rt, que se nos describe en el libro homónimo. O pensemos en el elevado sentido del matrimonio que respira el libro de Tobí­as. Es especialmente significativa la plegaria que Tobí­as y Sara dirigen al Señor al comienzo de su convivencia nupcial: †œTú creaste a Adán y le diste a Eva, su mujer, como ayuda y compañera; y de los dos ha nacido toda la raza humana… Ahora, Señor, yo no me caso con esta mujer por lujuria, sino con elevados sentimientos. Ten misericordia de los dos y haz que vivamos larga vida† (Tb 8,6-7).
¿Y qué decir de la madre de los Macabeos (2M 7), que con gran fuerza de ánimo exhorta a sus siete hijos para que arrostren el martirio antes que ceder a los halagos del tirano profanador Antí­oco IV Epí­fanes?
Esto significa que, a pesar de las muchas sombras debidas al ambiente cultural que rodeaba al mundo hebreo, el ideal del matrimonio mono-gámico, vivido en el amor y en la alegrí­a de los hijos, no sólo era sentido por algunos, sino que se practicaba normalmente en Israel.
1981
II. LA ENSENANZA MATRIMONIAL DE LOS PROFETAS.
Para que este ideal permaneciera siempre limpio, los profetas se encargaron de ofrecer una aportación decisiva, presentando la alegorí­a nupcial como expresión de las relaciones de amor y de fidelidad entre Dios y el pueblo de Israel.
Si es ésta la imagen que utilizan los profetas con mayor frecuencia, hay que decir que, en realidad, todas las imágenes que emplean para expresar las relaciones entre Dios y el pueblo están de algún modo sacadas del ambiente familiar. Así­, para anunciar de antemano la salvación inesperada y la repoblación de Jerusalén, Isaí­as hace decir al Señor: ,lba yo a abrir el seno para no hacer nacer?… O yo, que hago nacer, ¿lo iba a cerrar?† (í­s 66,9). Dios se presenta aquí­ como una madre que da a luz a sus hijos. En otro texto, el amor de Dios por Israel se compara de nuevo con el de una madre: †œ,Puede acaso una mujer olvidarse del niño que crí­a, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella lo olvidara, yo no me olvidarí­a de ti† (Is 49.15). Para expresar la alegrí­a de la liberación del destierro, se pone el ejemplo de la exultación nupcial (Is 61,10 cf Is 62,5).
1982
1. La alegorí­a nupcial para expresar la alianza de dios con Israel.
Este último texto nos devuelve a la imagen nupcial, que los profetas utilizan preferentemente para describir las relaciones de Dios con Israel: él es el †œesposo†™, o también el †œnovio†™, siempre fiel; mientras que Israel es la †œesposa†™ o la †œnovia†™, que con frecuencia cae en la infidelidad.
Oseas es el primero en emplear esta imagen, partiendo quizá de su propia experiencia matrimonial fracasada. En efecto, su mujer, Gomer, se entrega a la prostitución (Os 1,2). La †œprostitución† de la mujer se convierte en sí­mbolo de la infidelidad de Israel, que llega incluso a rendir culto a las divinidades extranjeras, lo cual solí­a llevar consigo auténticas aberraciones sexuales. Pero Dios, siempre fiel, no se rinde y proyecta un nuevo noviazgo con su pueblo: †œPero yo la atraeré y la guiaré al desierto, donde hablaré a su corazón†™ (Os 2,16).
El recuerdo del †œdesierto†™ nos trae a la memoria el perí­odo del enamoramiento, cuando Israel seguí­a más de cerca a su Dios. El nuevo noviazgo, sin embargo, no deberá ya romperse por nuevas infidelidades:
†œEntonces me casaré contigo para siempre, me casaré contigo en la justicia y el derecho, en la ternura y el amor; me casaré contigo en la fidelidad, y tú conocerás al Señor† (Os 2,21-22).
Jeremí­as recoge este mismo tema de Yhwh esposo, pero de una forma todaví­a más tierna, recordando sobre todo las efusiones del primer amor: †œMe he acordado de ti, en los tiempos de tu juventud, de tu amor de novia, cuando me seguí­as en el desierto, en una tierra sin cultivar† (Jr 2,2). Precisamente por esto es más agudo el reproche que se dirige al pueblo infiel (Jr2,32).

Esta imagen es recogida por Eze-quiel, que nos presenta a Israel bajo la imagen de una muchacha abandonada, de la que Dios se enamora hasta hacerla suya: †œYo pasé junto a ti y te vi. Estabas ya en la edad del amor; entonces extendí­ el velo de mi manto sobre ti y recubrí­ tu desnudez; luego te presté juramento, me uní­ en alianza contigo, dice el Señor Dios, y tú fuiste mí­a† (Ez 16,8).
Esta imagen aparece todaví­a con mayor frecuencia en el Segundo y en el Tercer Isaí­as, en donde las dificultades tanto del destierro como del reasentamiento en la patria se ven suavizadas precisamente por el recuerdo de que Yhwh es el esposo, y por tanto no podrá abandonar a su pueblo: †œNo temas, pues no tendrás ya que avergonzarte… Pues tu esposo será tu creador, cuyo nombre es Señor todopoderoso; tu redentor, el santo de Israel, que se llama Dios de toda la tierra† (Is 54,4-6 cf Is 62,4-5 etcétera).
1983
2. Alcance teológico de la alegorí­a.
La imagen nupcial es importante por un doble reflejo: por un lado, Dios no habrí­a podido tomar como sí­mbolo de su amor a Israel la realidad matrimonial si esta realidad no hubiera sido sentida y vivida, al menos normalmente, como realidad de amor y de fidelidad total. El sí­mbolo es siempre algo aproximativo; pero carecerí­a de sentido si, en principio, tuviera ya alguna cosa que obnubilase la comprensión de la comparación. Por otro lado, Dios quiere dar una auténtica enseñanza sobre el matrimonio: el matrimonio tiene significado en la medida en que refleja las costumbres† de Dios, imita sus actitudes, asume sus valores. Se da una recí­proca trabazón entre la †œrealidad†™ matrimonial tomada como sí­mbolo y el †œproyecto† matrimonial que Dios propone a los creyentes.
1984
3. EL MATRIMONIO COMO †œALIANZA†.
Quizá sea precisamente por este motivo por lo que Malaquí­as, en un pasaje que ofrece no pocas dificultades de crí­tica textual, presenta el matrimonio como alianza.
Efectivamente, recriminando al pueblo, que se lamenta de no ser escuchado a pesar de que ofrecí­a sacrificios irreprensibles, Dios le acusa precisamente de infidelidad en el matrimonio: †œY decí­s: cPor qué?†™ Porque el Señor es testigo entre ti y la esposa de tu juventud, a la que tú fuiste infiel, siendo así­ que ella era tu compañera y la mujer de tu alianza (berit)..† (MI 2,14-15). De este modo la alianza, que es la espina dorsal de las relaciones entre Dios y su pueblo, se proyecta, y de alguna manea se encarna, en la familia.
1985
III. LA LITERATURA SAPIENCIAL.
Todo el filón de la literatura sapiencial exalta, incluso con referencias a la vida cotidiana, los valores del matrimonio y de la familia.
1986
1. El †œdon† de los hijos.
Así­ el Ps 127 afirma que la †œbendición† de Dios está en la base de la familia y que los hijos son un †œdon†™:
†œSi el Señor no construye la casa, en vano trabajan los que la construyen… Los hijos son un regalo del Señor; el fruto de las entrañas, una recompensa (SaI 127,1; SaI 127,3-4).
A propósito de los hijos, se insiste mucho tanto en el deber de educarlos -incluso con rigor, si es necesario- como en la obligación que ellos tienen de respetar a sus padres: †œEl que ama a su hijo no le escatimará los azotes, para que al fin pueda complacerse en él. El que educa bien a su hijo se gozará en él, y en medio de sus conocidos podrá enorgullecerse† (Si 30,1-2; Pr 1,8). †œPorque el Señor honra al padre en sus hijos, y confirma el derecho de la madre sobre las hijas. El que honra al padre repara su pecado, el que honra a su madre amontona tesoros† (Si 3,2-4).
1987
2. La mujer virtuosa y la mujer adúltera.

El Sirácida exalta la felicidad del hombre que ha encontrado una mujer virtuosa: †œDichoso el marido de una mujer buena; el número de sus dí­as se duplicará. La mujer animosa es la alegrí­a del marido, que llenará de paz sus años. La mujer buena es una gran herencia; será dada en dote a los que temen al Señor† (Si 26,1-3).
Al mismo tiempo condena con toda severidad el adulterio, tanto si proviene del hombre como de la mujer:
†œEl hombre infiel al lecho conyugal, que dice para sí­: †˜,Quién me ve? La oscuridad me envuelve y las paredes me ocultan; ¿qué tengo que temer? De mis pecados no se acordará el Altí­simo†™, sólo teme los ojos de los hombres, pero no advierte que los ojos del Señor son mil veces más claros que el sol, ven todos los pasos de los hombres y penetran los rincones más secretos† (Si 23,18-19).
Más duro es todaví­a el juicio sobre la mujer adúltera: †œAsí­ también la esposa que abandonó a su marido y tuvo un hijo con otro. Porque, primero, desobedeció la ley del Altí­simo; en segundo lugar, pecó contra su marido; en tercer lugar, se manchó con adulterio dándole hijos de otro hombre† (Si 23,22-23).
El libro de los Proverbios habla con frecuencia del peligro que representan las seducciones de la mujer †œextraña† (zarah) y de la mujer †œforastera† (nokriyyah), términos que deberí­an expresar la misma cosa, es decir, la mujer que pertenece a otro hombre. Pero si la †œsabidurí­a† entra en el corazón del hombre, Dios lo librará †œde la mujer ajena, de la desconocida que halaga con palabras; ella ha abandonado al compañero de su juventud, se ha olvidado de la alianza (berí­t) de su Dios† (Pr 2,16-17). En una palabra, la mujer †œforastera† tiene que ser evitada por el hecho de que el matrimonio guarda relación con la alianza; y como no es lí­cito traicionar la alianza sinaí­tica, tampoco es posible violar la matrimonial.
1988
3. El mensaje nupcial del Cantar de los Cantares.
Pero hay en la literatura sapiencial un libro dedicado por completo al amor humano, al impulso del deseo que desembocará luego en el matrimonio: el Cantar de los Cantares.
Entre los exegetas no reina unanimidad sobre la clave interpretativa de este pequeño poema, que es todo él un diálogo entre dos †œenamorados† que se buscan mutuamente con gozo y con temblor: ¿se trata de la exaltación del amor humano o bien de una alegorí­a del amor de Dios a Israel? Nosotros creemos que se trata a la vez de ambas cosas, lo cual hace todaví­a más grande el amor, al vincularlo con el tema de la alianza. Por esto precisamente el amor no puede menos de ser duradero, como se expresa la esposa al final con imágenes atrevidas: †œPonme como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu brazo; porque es fuerte el amor como la muerte; inflexibles, como el infierno, son los celos. Flechas de fuego son sus flechas, llamas divinas son sus llamas. Aguas inmensas no podrí­an apagar el amor ni los rí­os ahogarlo† Ct 8,6-7). Las últimas palabras se refieren a las aguas del caos primitivo, amenazantes y destructoras:
pero ni siquiera esas aguas podrí­an extinguir las †œllamas† del amor auténtico!
Es un mensaje indudablemente muy profundo, en el que se funden entre sí­ la experiencia humana, capaz ya de vislumbrar las exigencias del amor verdadero, que es preciso purificar y reforzar continuamente, y el mensaje profético, que asumió esta experiencia como sí­mbolo del amor indefectible de Dios a su pueblo.
1989
IV. EL PROYECTO ORIGINAL DE DIOS SOBRE EL MATRIMONIO.
Una visión tan elevada del amor conyugal, incluso en sus elementos de atracción fí­sica, tal como nos lo transmite el Cantar de los Cantares, corresponde al proyecto original de Dios, que encontramos delineado en el segundo relato de la creación transmitido por el libro del ¡Génesis (2,18-23).
1990
1. La tradición yah vista.
Este relato se remonta a la tradición yah-vista (siglo X a.C.) y nos atestigua cómo durante algún tiempo se reflexionó en Israel sobre el sentido de la sexualidad y sobre la misteriosa fuerza de atracción entre el hombre y la mujer. Todo ello expresado con el lenguaje plástico del yahvista, que con su simbolismo expresa unas realidades teológicas muy profundas.
En primer lugar, el hombre es llamado a salir de su soledad: †œNo es bueno que el hombre esté solo; le daré una ayuda apropiada† (2,18). Pero los animales que Dios crea y pone a disposición del hombre no son una ayuda adecuada para él. †œEntonces el Señor Dios hizo caer sobre el hombre un sueño profundo, y mientras dormí­a le quitó una de sus costillas, poniendo carne en su lugar. De la costilla tomada del hombre, el Señor Dios formó a la mujer y se la presentó al hombre† (Vv. 21-22).
Está claro que el lenguaje, todo él cargado de imágenes, no intenta narrar un suceso histórico, sino afirmar simplemente que la mujer no es extraña al hombre, que es más bien una parte de él, con la misma dignidad, capaz de dialogar y de amar. Por eso el hombre entona lo que se ha llamado el primer †œcanto nupcial† de la humanidad: †œEsta sí­ que es hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada hembra porque ha sido tomada del hombre† (y. 23). La última frase contiene en hebreo un juego de palabras que no puede re-†™ producirse adecuadamente en castellano: †˜is = hombre, †˜issah – mujer. Incluso con esta asonancia lingüí­stica el autor intenta expresar la unidad de los dos sexos, a pesar de su distinción.
El versí­culo final describe, en estilo sapiencial, no sólo el hecho de la mutua atracción del hombre y de la mujer, sino sobre todo el sentido de esta atracción: †œPor eso el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y son los dos una sola carne† (y. 24). Aunque se exalta sobre todo el amor, que en la unión sexual tiende casi simbólicamente a reconstruir la unidad primordial (†œcarne de mi carne†), no está ni mucho menos ausente la dimensión procreativa. Sobre todo se pone de relieve la unicidad exclusiva de las relaciones (contra la poligamia) y su indisolubilidad: la frase †œson los dos una sola carne† expresa una situación permanente de unidad de los espí­ritus, más allá de los cuerpos.
1991
2. La tradición sacerdotal.
El primer relato de la creación, que se remonta a la tradición sacerdotal (por el siglo vi a.C), expresa de una forma más solemne todaví­a la unidad del hombre y de la mujer, aun dentro de la diferenciación de los sexos, que es querida por Dios en primer lugar para la procreación del género humano. Por eso mismo el sexo es una realidad †œintegradora†, qué se comprende sólo en diálogo con la pareja.
En efecto, como coronación de la obra de la creación, Dios crea al †œhombre†, que es tal solamente en cuanto macho-hembra: †œHagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Domine sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, las fieras campestres y los reptiles de la tierra†™. Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó. Dios los bendijo y les dijo: †˜Sed fecundos y multiplicaos, poblad la tierra…† (Gn 1,26-28).
Sin entrar en detalles exegéticos, nos interesa aquí­ poner en evidencia dos cosas en relación con el tema que estamos tratando.
La primera es que el hombre es †œimagen de Dios† en la dualidad de †œmacho y hembra†: ni el varón ni la mujer, tomados por separado, son imagen de Dios. El carácter †œdialogal† de los sexos distintos abre ya al don, al amor, a la fecundidad, reproduciendo de este modo la †œimagen de Dios†, que es esencialmente amor que se da.
Lo segundo que hay que subrayar es la orden de tener hijos: †œSed fecundos y multiplicaos…†. Esto significa que la sexualidad tiene indicado aquí­ su desenlace y su finalidad especí­fica, es decir, la transmisión de la vida; función ésta tan grande que, para realizarla, tiene necesidad de la †œbendición† de Dios.
Aunque acentúa la finalidad pro-creativa, este texto no excluye la finalidad afectiva, que se subraya de manera particular, como hemos visto, en el yahvista: †œY son los dos una sola carne†. El hecho de que Dios haya creado al hombre a su †œimagen† precisamente en cuanto †œmacho y hembra† incluye necesariamente en sí­ la fuerza atractiva del amor.
Es el equilibrio de estos dos elementos (unitivo y procreativo) lo que debe marcar para siempre al matrimonio, tal como Dios lo ha concebido en su designio original.
Pero sabemos que el pecado †œoriginal† rompió este equilibrio alterando la serenidad de las relaciones entre el hombre y la mujer; efectivamente, también la sexualidad quedará apartada de sus propios fines, como se insinúa poco después, al describirse el castigo de Dios a la mujer: †œMultiplicaré los trabajos de tus preñeces. Con dolor parirás atus hijos; tu deseo te arrastrará hacia tu marido, que te dominarᆝ (Gn 3,16). En vez de ser don recí­proco y sereno, la sexualidad se convertirá en instrumento para tiranizarse mutuamente.
Sobre este fondo de pérdida de sentido de la sexualidad se explican todas las desviaciones que marcaron la historia de Israel y de la humanidad en general: poligamia, divorcio, explotación de la mujer, violencia sexual, etc., tal como recordábamos al principio.
1992
V. LA DOCTRINA SOBRE EL MATRIMONIO EN EL NT.
Cristo, como revelador último de la voluntad del Padre, nacido entre los hombres para llevar a cabo nuestra salvación, será sobre todo el que intentará situar de nuevo el matrimonio dentro del proyecto original de Dios.
1993
1. El interés de Jesús por la familia.
En este sentido resulta ya interesante el hecho de que Jesús acepte nacer dentro de una familia, aunque sea una familia muy particular, en donde el elemento determinante es la aceptación de la voluntad de Dios, como medida de las acciones y de los comportamientos de los miembros que la componen.
Pensemos en Marí­a, que ante el anuncio asombroso de su maternidad virginal pronuncia unas palabras que manifiestan una fe incondiciona-da: †œAquí­ está la esclava del Señor, hágase en mí­ según tu palabra† Lc 1,38). 0 pensemos también en José, que en todas las circunstancias, incluso las más embarazosas, obedece a las palabras del ángel: †œJosé, hijo de David, no tengas ningún reparo en recibir en tu casa a Marí­a, tu mujer, pues el hijo que ha concebido viene del Espí­ritu Santo† (Mt 1,20-24). El mismo Jesús, en el episodio de su extraví­o en el templo, reivindicará para sí­ la primací­a absoluta de la voluntad de Dios, incluso frente al sufrimiento de sus padres (Lc 2,49).
Así­ pues, la familia de Jesús es una familia en la que la palabra de Dios goza de una primací­a absoluta y en la que el amor, totalmente desinteresado, es la regla para todos.
Incluso en su actividad pública, Jesús manifestará todo su interés por la familia, demostrando que conoce sus ventajas y sus defectos, sus gozos y sus sufrimientos.
Pensemos en el episodio de las bodas de Cana, donde su presencia no es solamente bendición, sino también ayuda material para que no se viera turbada la alegrí­a de aquel dí­a (Jn 2,1-11): el primero de sus milagros es para una pareja de esposos. Es igualmente conmovedora su amistad con Lázaro y con sus hermanas: amistad que él exalta resucitando incluso al hermano muerto (Jn 11,1-44). Cura también a la suegra enferma de Pedro (Mc 1,29-31). Conoce el drama de un padre que se ve abandonado por el hijo para seguirlos caminos de la perversión, como lo demuestra la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32). Ama a los niños con un cariño más que maternal y reprende a los discí­pulos cuando intentan apartarlos; más aún, los propone como ejemplo para todos los que quieran entrar en el reino de los cielos: †œOs aseguro que el que no reciba el reino de Dios como un niño no entrará en él† (Mc 10,13-16).
1994
2. La familia puede trascenderse.
A pesar de ello, Jesús no hace de la familia un absoluto; quiere que la familia esté abierta a las exigencias superiores de Dios, que puede incluso exigir en algunas ocasiones abandonarla o, de todas formas, subordinarla siempre a sus proyectos. Es lo que responde a quien le anuncia que su madre y sus parientes lo estaban buscando: †œ,Quiénes son mi madre y mis hermanos?… El que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre† (Mc 3,31-35 y par).
Con esto Jesús asienta las premisas de una opción de vida distinta del matrimonio: si la familia es la máxima expresión del amor entre los hombres, ¿por qué no va a ser posible renunciar a la propia familia para cooperar en la formación de la †œfamilia† más amplia de los hijos de Dios, en la que todos puedan ser para mí­ †œhermanos, hermanas y madres†?
1995
3. Matrimonio y divorcio en el pensamiento de Jesüs.
Pero examinemos ahora el texto clásico en que Jesús manifiesta su pensamiento sobre el matrimonio, en la redacción de Mt, incluso por las dificultades particulares que plantea esta redacción. Durante su viaje a Jerusalén, algunos fariseos, †œpara ponerlo a prueba†, le preguntan si está permitido al hombre repudiar a su mujer †œpor cualquier motivo† (Mt 19,3). La insidia de la pregunta estaba en el intento de obligar a Jesús a tomar partido por una de las dos escuelas que se enfrentaban a propósito de la interpretación de la ley sobre el divorcio (Dt 24,1): la de Hillel, más rigurosa, y la de Sammai, más ancha, que admití­a prácticamente el divorcio †œpor cualquier motivo†.
Pero Jesús se sitúa por encima de toda controversia y, apelando al †œprincipio†, proclama que no es lí­cita ninguna forma de divorcio: †œ,No habéis leí­do que el Creador desde el principio los hizo macho y hembra, y que dijo: Por esto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne? De tal manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre†™. Le replicaron: †˜Entonces, ¿por qué Moisés ordenó darle el acta de divorcio cuando se separa de ella?†™ Les dijo: †˜Moisés os permitió separaros de vuestras mujeres por la dureza de vuestro corazón, pero al principio no era así­. Por tanto, os digo que el que se separe de su mujer, excepto en el caso de concubinato, y se case con otra, comete adulterio†(Mt 19,4-9).
Las afirmaciones más destacadas de este párrafo son tres. La primera es que el matrimonio estable entra en el proyecto primordial de Dios, el cual no prevé ninguna excepción a la indisolubilidad, precisamente por estar inscrita en la naturaleza misma del hombre y de la mujer en cuanto que son seres complementarios. Citando los dos pasajes de Gen 1,27 y 2,24, Jesús intenta referirlo todo al cuadro original. La segunda afirmación es que la disposición mosaica sobre el divorcio (Dt 24,1) tení­a un valor transitorio, y mostraba no tanto una condescendencia de Dios como la †œdureza† de corazón de los hebreos, cerrados a las exigencias de la voluntad auténtica divina. La tercera afirmación es que el divorcio, con la transición a otro matrimonio, es simplemente †œadulterio†™, bien sea el hombre el que da este paso o bien la mujer, como se especifica mejor en Mc 10,11-12. Y el adulterio está expresamente prohibido por el sexto mandamiento (Ex 20,14; Dt 5,18).
Pero eltexto de Mateo parece prever una excepción a la ley de la indisolubilidad (†œexcepto en el caso de concubinato†), en contra de lo que se dice en Marcos (10,11-12), en Lucas (16,18) y en Pablo (2Co 7,10-11 ), que no conocen ninguna excepción. Este testimonio concorde en contra de Mt nos puede ayudar a comprender mejor el texto mateano: en realidad, no deberí­a tratarse de una excepción, sino más bien de un caso particular que se verificaba en la comunidad a la que Mateo dirige su evangelio. Por tanto, se tratarí­a de un añadido introducido por el evangelista.
El término griego que se emplea en esta ocasión no es moijeí­a (adulterio), sino porneí­a (†œexcepto en el caso de porneí­a†, cf también 5,32), que tiene un significado más genérico y puede designar cualquier unión ilegí­tima, debida, por ejemplo, a un cierto grado de parentesco (Lv 10,6). Estas uniones, consideradas como legí­timas entre los paganos y toleradas por los mismos judí­os en relación con los prosélitos, debieron crear algunas dificultades, cuando algunas de esas personas se convirtieron, en algunos ambientes judeo-cristianos legalistas, como el de la comunidad de Mateo; de aquí­ la orden de romper esas uniones irregulares, que eran solamente falsos matrimonios, es decir, una especie de †œconcubinato†™, que debí­a simplemente ser eliminado.
Sin embargo, para algunos se tratarí­a de una auténtica excepción, y se referirí­a al adulterio; en ese caso, por respeto a la sacralidad del matrimonio (C. Marucci), deberí­a disolverse la unión conyugal. Esta es también, al menos en parte, la interpretación de las Iglesias ortodoxas y protestantes; interpretación que, a nuestro juicio, no logra dar razón del texto, y sobre todo va en contra de la lí­nea rigurosa de los otros evangelistas, y especialmente de Pablo, el cual, a pesar de introducir ciertas mitigaciones en la praxis del matrimonio, no conoce una excepción de este género.
1996
VI. EL MATRIMONIO EN LA DOCTRINA DE SAN PABLO.
San Pablo habla del matrimonio para responder a una pregunta que le habí­an planteado los cristianos de Corinto, entre los que parece ser que cundí­a cierta forma de encratismo, tendente a despreciar el matrimonio y a privilegiar la virginidad. Aun exaltando la virginidad por sus valores de libertad interior y de anticipación de la situación escatológica, Pablo reafirma la dignidad del matrimonio y recuerda sus derechos y sus deberes, entre los que se encuentra el deber de la fidelidad y de la indisolubilidad.
1997
1. La dignidad del matrimonio.
†œSobre lo que me habéis escrito, os digo lo siguiente. Está bien renunciar al matrimonio; pero para evitar la lujuria, que cada uno tenga su mujer, y cada mujer su marido. Tanto el marido como la mujer deben cumplir la obligación conyugal. La mujer no es dueña de su cuerpo, sino el marido; igualmente, el marido no es dueño de su cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro esa obligación, a no ser de común acuerdo y por cierto tiempo, para dedicaros a la oración… A los casados les mando (es decir, no yo, sino el Señor) que la mujer no se separe del marido; y si se separa, que no se case o que se reconcilie con su marido; y que el marido no se divorcie de la mujer† (lCD 7,1-10).
En este texto, por lo que a nosotros se refiere, hay que destacar dos cosas: La primera es que el marido y la mujer tienen los mismos derechos y deberes, y por tanto deben sentirse cada uno de ellos como parte del otro; no son ya dos seres, sino un solo ser. La segunda es que el apóstol se refiere a una orden expresa de Jesús: †œA los casados les mando (es decir, no yo, sino el Señor)…†™(v. 10), para recalcar la condenación del divorcio; la única solución, en caso de emergencia, es la †œseparación†™, que deberí­a ser tan sólo temporal. La meta final sigue siendo la †œreconciliación†™ con el marido (y. 11).
1998
2. †œPrivilegio paulino†™: ¿excepción A LA LEY DE LA INDISOLUBILIDAD?
Otro caso, totalmente especial, pero que podí­a verificarse fácilmente en una ciudad como Corinto, era el del matrimonio con un pagano o una pagana. San Pablo lo admite, y admite incluso una cierta sacralidad del mismo, previendo sus riesgos. Pero en la hipótesis de que la parte pagana no consienta ya la convivencia con la parte cristiana, se pueden †œseparar†™. La iniciativa tiene que partir del cónyuge no cristiano: †œSi el cónyuge no cristiano se separa, que se separe; en ese caso el otro cónyuge creyente queda en plena libertad, porque el Señor nos ha llamado a vivir en paz† (Vv. 15-16).
Se trata del llamado †œprivilegio paulino†™, que todaví­a sigue vigente en el derecho canónico (can. 1143). A nuestro juicio, aunque da la impresión de ser una excepción a la ley de la indisolubilidad, de hecho no lo es, en el sentido de que deberí­a tratarse de una situación tan anormal que la parte cristiana no se encuentre ya en condiciones de vivir su propio matrimonio; en este punto se hace como nulo, precisamente por estar privado de un significado cristiano, que la otra parte quizá habí­a reconocido inicialmente, pero que ahora no reconoce. La fe es un hecho determinante también en el matrimonio.
1999
3. Matrimonio y virginidad.
Igualmente resulta determinante la fe para captar el razonamiento que hace Pablo sobre la / virginidad precisamente en conexión con el matrimonio; si éste es un †œdon† (cárisma), lo es mucho más aún la virginidad, que permite ampliar los espacios del amor y trabajar, †œsin estar dividido†™, por el reino de los cielos.
No es nuestro propósito en esta ocasión desarrollar el tema de la †œvirginidad†™, sino señalar simplemente cómo el apóstol lo pone en relación con el tema del matrimonio, no ya para contraponerlo a él, sino como superación; tanto el uno como la otra se han de desarrollar en la lí­nea del amor, aun cuando la virginidad, como ofrenda total de uno mismo a Dios y a los hermanos, se abre a un amor †œmás grande†™.
Por lo demás, san Pablo no hace otra cosa que proponer de nuevo la enseñanza de Jesús, quien, precisamente frente a ciertas dificultades de los apóstoles relativas al matrimonio, propone una meta más elevada: †œPorque hay eunucos que nacieron así­-del vientre de su madre, los hay que fueron hechos eunucos por los hombres y los hay que a sí­ mismos se hicieron tales por el reino de Dios. ¡El que sea capaz de hacer esto, que lo haga!† (Mt 19,13). Si hay algunos que †œpor el reino de Dios† se hacen voluntariamente †œeunucos†™, es decir, renuncian al matrimonio, los que viven en el matrimonio deberí­an superar con mayor facilidad las dificultades inherentes a su estado. La virginidad se convierte de este modo en estí­mulo para vivir mejor el mismo matrimonio.
2000
4. Matrimonio como signo sacramental DE LA UNIí“N DE CRISTO con la Iglesia.
Pero hay otro texto en san Pablo en donde nos ofrece una teologí­a más profunda todaví­a del matrimonio.
Al hablar de los deberes de la familia cristiana, en la carta abs Efe-sios comienza precisamente por los deberes mutuos entre los esposos: †œRespetaos unos a otros por fidelidad a Cristo. Que las mujeres sean sumisas a sus maridos como si se tratara del Señor… Maridos, amad a vuestras esposas, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó él mismo por ella, a fin de santificarla por medio del agua del bautismo y de la palabra… Así­ los maridos deben también amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer se ama a sí­ mismo. Porque nadie odia jamás a su propio cuerpo, sino que, por el contrario, lo alimenta y lo cuida como hace Cristo con la Iglesia, pues somos miembros de su cuerpo. Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Este es un gran misterio (mystérion), que yo aplico a Cristo ya la Iglesia…† (Ef 5,21-33; Col 3,18-19; IP 3,1-8).
Este texto es muy denso en teologí­a y no podemos analizarlo detalladamente. Subrayemos tan sólo algunos de los conceptos que nos parecen más relevantes.
En primer lugar, hay que decir que el discurso sobre el matrimonio se desarrolla por completo bajo el signo del amor; por eso mismo la †œsumisión† del uno al otro no es signo de dependencia de esclavitud, sino de dependencia en el amor, de la que ninguno se escapa, ni siquiera el marido, a pesar de que se le presenta abiertamente como †œcabeza de la mujer† (y. 23).
En segundo lugar, la relación marido-mujer se define sobre la relación Cristo-Iglesia, que es esencialmente una relación de amor: †œCristo amó a la Iglesia y se entregó él mismo por ella† (y. 25). ¿Qué significa esto? ¿Solamente que la relación Cristo-Iglesia se convierte en un modelo de amor recí­proco entre los esposos? ¿O bien que, además de esto, Cristo asume el amor humano de los bautizados, lo hace fermentar desde dentro, lo purifica de todas las escorias inevitables que lleva consigo todo amor humano, para convertirlo en un reflejo, en una imagen de su relación con la Iglesia? Creo que éste es exactamente el pensamiento de Pablo.
Y he aquí­ entonces la tercera idea que se deriva del texto: el matrimonio cristiano se sumerge en el / †œmisterio† mismo de Dios (y. 32), el cual, según el lenguaje paulino, es su proyecto de salvación que culmina en la encarnación, de la que es dilatación la Iglesia en cuanto †œesposa† de Cristo. Por eso mismo el matrimonio no es un asunto privado, sino que entra en la dimensión de la †œeclesialidad† y tiene que servir para el crecimiento de la Iglesia, de la que es como un comienzo en la medida en que sabe crear relaciones de amor y de fe entre todos sus miembros. Es aquí­ donde se perfila la †œsacramentalidad† del matrimonio cristiano, como fuente y reserva de gracia para vivir en el amor y educar en el amor [1 Iglesia
II].
2001
5. Pastoral familiar en san Pablo.
Me parece que en esta dirección se mueve san Pablo en los versí­culos siguientes al dirigirse a todos los demás miembros de la familia, incluidos los esclavos: †œHijos, obedeced a vuestros padres por amor al Señor, porque esto es de justicia… Y vosotros, padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino educadlos en la disciplina y en la corrección como quiere el Señor. Esclavos, obedeced a vuestros amos temporales con respeto, lealtad y de todo corazón, como si fuera a Cristo… Y vosotros, amos, haced con ellos las mismas cosas, dejándoos de amenazas, considerando que vosotros y ellos tenéis un mismo amo en el cielo, para el que todos son iguales† (Ef 6,1-9).
Como se ve, no se olvida a nadie; la familia no se agota en la pareja, sino que se abre necesariamente a los hijos,como fruto del amor mutuo, a los que hay que dar también una justa †œeducación† que responda a las exigencias de la fe cristiana: †œEducadlos en la disciplina y en la corrección como quiere el Señor† (y. 4). Con la educación cristiana los padres engendran por segunda vez a sus hijos.
También las relaciones, no siempre fáciles, entre amos y esclavos se enseñan dentro del marco familiar, cuya ley fundamental es el amor: aun permaneciendo esclavos, se exalta su dignidad de hijos de Dios, que ha de ser reconocida por los †œamos†, que tienen también †œun mismo amo en el cielo†, el cual no siente preferencias por nadie. En este punto es evidente que el problema de la esclavitud queda abierto a una solución radical.
La valoración de la familia en su conjunto, para que se desarrolle armoniosamente en el amor, se pone de relieve en un párrafo de la carta a Tito, donde.se ofrece una verdadera †œcatequesis† familiar, dirigida a las diversas categorí­as de personas que componen la familia: †œQue los ancianos sean sobrios, hombres ponderados, prudentes, sanos en la fe, en el amor, en la paciencia; que las ancianas, igualmente, observen una conducta digna de personas santas; que no sean calumniadoras ni dadas a la bebida, sino capaces de instruir en el bien, a fin de que enseñen a las mujeres jóvenes a amar a sus maridos y a sus hijos, a ser prudentes, honestas, cuidadosas de los quehaceres domésticos, buenas, sumisas a sus maridos, de modo que no den ocasión a que se blasfeme contra la palabra de Dios. A los jóvenes, de la misma manera, exhórtalos a que sean prudentes en todo, presentándote como ejemplo… Los esclavos, que se muestren sumisos en todo a sus amos…, para hacer honor en todo a la doctrina de Dios, nuestro salvador† (Tt2,1-9).
El motivo de esta conducta í­ntegra de los diversos miembros de la familia es esencialmente religioso:
†œHacer honor a la doctrina de Dios† (y. 10), †œno dar ocasión a que se blasfeme contra la palabra de Dios† (y. 5). Esto presupone, lógicamente, que la gracia matrimonial impregna a toda la familia, derramándose de los esposos sobre las demás personas que la componen.
2002
6. Interés por las viudas.
Nadie queda excluido de esta preocupación †œpastoral† por la familia; especialmente las viudas son objeto de atención por su situación precaria y llena de peligros, sobre todo si son jóvenes.
La lTm considera tres categorí­as de viudas. Las que tienen familia y viven con ella; se les recomienda sobre todo que cumplan con sus obligaciones familiares (5,4). Las que son †œverdaderamente viudas†, es decir, que están sDIAS, y que por eso mismo necesitan ser asistidas por la Iglesia (5,5-16). Finalmente, las viudas que, asistidas o no, desempeñan funciones particulares en la Iglesia, y por eso mismo deben tener cualidades especiales (5,9-15).
Estas sugerencias concretas tienen la finalidad de valorar a la viuda, que estaba bastante marginada en la sociedad de la época, dentro de la actividad pastoral, abriéndola a la preocupación de aquella otra familia mayor que es la Iglesia. De esta manera podrá recuperar la confianza en sí­ misma y descubrirá que puede ser útil a muchos de sus hermanos.
CONCLUSIí“N. Si es verdad que la sociedad es normalmente el espejo de la familia, la Biblia nos enseña cómo es posible darle un nuevo fundamento, inspirándole aquel aliento de amor totalmente gratuito y desinteresado que es el único capaz de hacer más humano el mundo en que vivimos.
2003
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5. Cipriani

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

I. Horizonte sociológico e histórico-religioso
1. Visto sociológicamente el m. es una comunidad sexual cuyas estructuras varí­an considerablemente de acuerdo con las circunstancias sociales generales. Es cierto que las teorí­as evolucionistas del s. xix (especialmente Morgan), según las cuales el m. se desarrolla desde formas primitivas de promiscuidad, a través de varios grados de matrimonios de grupos (unión sexual de todos los hombres con todas las mujeres de un grupo), pasando por la poligamia hasta la monogamia, han sido refutadas por los estudios modernos en el campo de la etnografí­a. Por otro lado, sin embargo, no se puede negar que las formas de m. que de hecho se dan son extraordinariamente múltiples, y que la definición católica de m., a saber, comunidad indisoluble de vida entre un hombre y una mujer, en su forma estricta sólo es reconocida por los católicos. El m. monógamo, pero disoluble en ciertas circunstancias, tiene no obstante la más amplia extensión y no está ligado a ninguna forma de cultura. Los m. poligí­nicos vienen favorecidos por unas relaciones sociológicas diferenciadas, en las que desempeñan un papel importante la gran necesidad de fuerzas laborales femeninas, los motivos de prestigio y el deseo de una descendencia numerosa. Las formas poliándricas, que son muy raras, se ven favorecidas por el derecho acentuado del primogénito, en virtud del cual a los hermanos nacidos posteriormente se les reconocen ciertos derechos matrimoniales en el m. del mayor, o por la escasez de mujeres, entre otros motivos.

Los factores que determinan las estructuras concretas del m. hay que buscarlos no sólo en el ámbito de la vida e higiene sexuales; tampoco se refieren únicamente a las relaciones entre varón y mujer, sino que están condicionados sobre todo por las necesidades de la -> familia y de la -> sociedad; o sea, por las necesidades de la -> educación, de la economí­a, de las posesiones, de la seguridad social, de la moralidad pública, y otras semejantes. Y eso porque las circunstancias generales de la sociedad están a su vez condicionadas decisivamente por las circunstancias del m. y de la familia. Sólo así­ se comprende que el m. nunca haya sido visto aisladamente como asunto exclusivo de los contrayentes. Por el contrario, siempre ha estado ordenado ética y religiosamente en el contexto supraindividual de la comunidad humana y de la familia, de modo que, en lo relativo a la ley, la moralidad y la norma ética, este aspecto ha tenido generalmente la primací­a sobre las necesidades del m. en cuanto tal.

2. Desde aquí­ aparece claro que bajo un punto de vista histórico-religioso el m. se presenta como un orden objetivo previamente establecido que sitúa a los contrayentes en un contexto cósmico. Muchas veces es considerado como una institución del ser supremo, constituyendo como tal un estadio peculiar de la realidad, el cual sólo puede alcanzarse por una iniciación ritual. El rito matrimonial posibilita el tránsito del hombre al nuevo estado y, junto al nacimiento, a la pubertad (entrada en la vida de adultos) y a la muerte, representa uno de los acontecimientos más importantes de la vida humana y es decisiva para poder hablar de matrimonio.

Por lo común, el rito matrimonial se realiza una sola vez entre un hombre y una mujer, aunque con frecuencia de una u otra forma hayan existido relaciones sexualés en un marco más amplio. Pero es precisamente el rito matrimonial el que otorga validez al m. ante la sociedad. Junto a este m. realizado por la ceremonia esponsalicia entre un hombre y una mujer apenas si existen relaciones personales equivalentes. Cuando, p. ej., en el caso de esterilidad de la mujer, se permite la relación sexual con una esclava para dar hijos a la mujer (Gén 16, 1-6; 30, 1-13), no hay que considerar esto como un nuevo m., sino, más bien, como un suceso intramatrimonial. Eso demuestra que la idea de que Dios quiere el m. está radicada en la conciencia religiosa del hombre más profundamente de lo que a primera vista permite sospechar la variedad de relaciones sexuales permitidas en las distintas formas de cultura. Hay que tener en cuenta las muchas posibilidades de configuración del m. y, al propio tiempo, los elementos presentes en las distintas culturas para lograr una visión lo más amplia posible de la idea eclesiástica del mismo, con sus implicaciones teológicas y jurí­dico-naturales (-> derecho natural).

II. El matrimonio en la historia de la revelación
1. Antiguo Testamento
a) Relato de la creación. La idea eclesiástica del m. está en relación inmediata con la concepción hebrea del mismo que presenta el Antiguo Testamento, cuya ley fundamental está contenida en el relato de la creación, con sus afirmaciones sobre las relaciones entre hombre y mujer; si bien, según las palabras de Jesús que nos han sido transmitidas, en el transcurso de la historia del pueblo elegido esa ley no pudo llegar a desarrollarse totalmente por la dureza del corazón humano (Mt 19, 6). Según ese relato de la creación, la mujer ha sido creada por causa del varón; al tiempo que éste se nos presenta como necesitado de ayuda y complemento. En consecuencia la mujer es creada como una ayuda para Adán, “como un tú que está frente a él”. Ella debe ser la compañera del hombre en toda su vida. Así­, el hombre abandona a su padre y a su madre por causa de la mujer y se hace un solo cuerpo con ella, precisamente porque sólo en ella puede encontrar lo que es totalmente suyo, y con ella puede entrar en una unidad que en el ámbito humano no conoce ningún paralelo, ya que es incluso más í­ntima que la relación de procedencia frente al padre y a la madre. Al hombre, creado como varón y mujer, se le confiere la misión de la fecundidad y del dominio del mundo.

Para la comprensión veterotestamentariadel m. es fundamental además la afirmación del relato de la creación sobre una ordenación “jerárquica” de los sexos (Reidick). De acuerdo con ello, la esencia de Adán pasa a ser arquetipo de la esencia de Eva. Esta superioridad e inferioridad en virtud de la creación es el fundamento de la relación entre los sexos, en el que se basa la posibilidad de llegar a ser una sola cosa. Por consiguiente, la superioridad no tiende a que se dé la preferencia a uno de los individuos, sino que está orientada a la perfección en la unión. Con ello, la diversidad en la posición del varón y de la mujer debe valorarse desde la unidad que es finalidad y fruto de la diferenciación. Ella fundamenta la dignidad sexual y presupone a la vez una igualdad en el valor. La dignidad del varón es ser cabeza de la mujer, y la dignidad de la mujer es ser esplendor y gloria del varón. Esta superioridad e inferioridad de los sexos pertenece, pues, al orden de la creación, sin que el juicio punitivo contra la mujer (Gén 3, 16) implique, p. ej., una subordinación ético-jurí­dica. Más bien en ese juicio se constata simplemente un hecho; a saber, que por causa del pecado la mujer no sólo estará sujeta a las molestias de la maternidad, sino también al poder y explotación del varón. Pero con ello no se formula ninguna norma de conducta.

b) Tradición veterotestamentaria. Sobre este trasfondo el m. aparece en la tradición veterotestamentaria, como una institución que sirve a la conservación de la estirpe del varón, de manera que no se pretende fundar una nueva familia, sino continuar la ya existente. Por eso los hijos son don y bendición de Dios, en tanto que la esterilidad es un oprobio y castigo. La solterí­a se convierte en sí­mbolo de la decadencia del pueblo, y se desconoce la virginidad como forma santificada de vida. Además, la ayuda y el cuidado mutuos, así­ como la complacencia en lo sexual se ven como sentido y finalidad del matrimonio.

El m. es una institución divina ya dada, pero no es una realidad especí­ficamente sacra. Por ello, la estructura del m. viene totalmente determinada por las necesidades de la estirpe, a las que se subordina la relación personal. Así­, en interés de la estirpe y en vistas a las circunstancias sociales y económicas se permiten algunas formas de poligamia (cf. entre otros lugares Ex 21, 7-11; Dt 21, 10-15) y de matrimonios simultáneos con esclavas; y la mujer en los pactos matrimoniales es entregada al marido como propiedad por su estirpe contra el pago de dinero o la ejecución de ciertas obras. Con todo, la mujer no se convierte en esclava del marido ni éste puede hacer con ella lo que quiera; la mujer sigue siendo una persona libre y debe ser respetada como esposa. Pero el adulterio con la mujer de otro se ve ahora como una infracción del derecho de posesión del hombre, y la prohibición de trato carnal con una virgen (cf. moral sexual, en -> sexualidad) se fundamenta en la valoración inferior de ésta. Consecuentemente, el varón en principio sólo puede cometer adulterio violando los derechos de otro marido y la mujer sólo puede cometerlo violando los derechos del propio marido. Con ello se da evidentemente una cierta libertad sexual. A causa de la extraordinaria importancia de las necesidades de la estirpe el m. es en principio disoluble, aunque sólo por parte del varón, y desde luego no sólo por causa de esterilidad, sino también por falta de atracción, incompatibilidad y adulterio. Si no puede exigirse razonablemente a la mujer la prosecución del m., ella puede pedir el repudio. Así­, pues, la concepción hebrea del m. fue “naturalista”; es decir, aceptó la “naturaleza” con todas sus implicaciones como dada e impuesta por Dios, y se enfrentó afirmativamente con el m., los hijos y el coito en el marco de sus lí­mites forzosos.

2. Nuevo Testamento
a) Los sinópticos. En el Nuevo Testamento Jesús da mayor profundidad en un doble aspecto a la concepción hebrea del m.: por un lado, lo espiritualiza y prohibe el repudio de la mujer, no sólo cuando declara que éste atenta contra la ley fundamental del m., consignada en el relato de la creación e inserta en la naturaleza del hombre, que hace del varón y de la mujer una sola carne, sino también cuando, al calificar de adulterio el m. entre separados, declara que la separación no rompe el ví­nculo matrimonial. Con ello explica que el sentido más profundo del m., querido por Dios, es la unidad entre varón y mujer. El Evangelio de Mateo parece interpretar prácticamente esta doctrina, sin suavizarla, cuando permite la separación por causa de adulterio, pero calificando de adulterio todo m. nuevo por la razón de que permanece el vinculo matrimonial (Mt 5, 22 ha de entenderse en este caso a partir de Mt 19, 9; y entonces el repudio, que en opinión de los judí­os significa separación con derecho a nuevo m., seria interpretado por Jesús como separación de mesa y lecho [Dupont]; de todos modos se discute esta explicación).

Por otro lado, Jesús considera claramente el m. como forma de vida de esta época del mundo, forma que pasa con él. En el cielo los hombres no se casan, y los resucitados serán como ángeles (Mc 12, 25 par). La importancia del m. ha de considerarse secundaria de cara al reino de Dios y a sus exigencias, de modo que quien recibe la revelación de los misterios del reino hace mejor permaneciendo célibe que casándose. Ante las exigencias de la parusí­a los intereses del m. deben quedar postergados (Lc 14, 20; cf. también Mt 24, 28s; Lc 17, 27). Ante la actitud y la expectación esencialmente escatológicas de Jesús, esta visión del m., que lo relativiza de cara al fin, estuvo seguramente en el primer plano de la conciencia de Jesús, pero no de modo que con ello se desfigurase la visión del significado propio del m. La dignidad que por designio de Dios corresponde al m. fue descubierta por Jesús bajo una luz singular, aunque mostrando al mismo tiempo la limitación de su valor de cara al reino de Dios.

b) Los escritos paulinos, que son la segunda fuente importante de afirmaciones neotestamentarias sobre el m., están determinados con mayor fuerza aún por esta visión ambivalente del mismo. De un lado se esfuerzan por descubrir a la luz de la -> antropologí­a neotestamentaria la ley fundamental sobre la relación de los sexos contenida en el relato de la creación. Reviste importancia ante todo el hecho de que, según 1 Cor 6, 12-20, la unión sexual no es una simple función venérea más o menos periférica, sino que en ella se trata de un acto que por su misma naturaleza reclama toda la personalidad y le da expresión, constituyendo así­ una forma totalmente singular de manifestación y entrega de la persona. Además ahora se acentúa enérgicamente la igualdad espiritual entre varón y mujer, y se destaca que la diversidad de sexos con las consecuencias inherentes son en Cristo relativamente poco importantes. También es signicativo que en 1 Cor 11, 3-15 el problema, condicionado por el tiempo y la disciplina comunitaria, del velo de las mujeres en los actos de culto se discute sobre el trasfondo fundamentalmente teológico de la relación de los sexos.

Pero, sobre todo en Ef 5, 21-33, el m. cristiano se interpreta como una imagen del m. de Cristo con la Iglesia, el cual, a su vez, es prefigurado tí­picamente por las relaciones de Adán con Eva (Adán es typus Christi). Pero esto significa que varón y mujer en su m. conservan la relación de Cristo con la Iglesia, y que la representan en sus mutuas relaciones. Con ello el trato entre los esposos no sólo se compara a la relación de Cristo con la Iglesia, sino que se fundamenta en ella. Así­, pues, si los maridos aman a sus esposas como a su propia carne, hacen simplemente lo que Cristo realiza con su Iglesia. Pero este gran misterio del amor de Cristo a su Iglesia es prefigurado ya misteriosamente, según Pablo, en Gén 2, 24 (sobre la subordinación de los sexos) y constituye el m. de los cristianos. Estos deben por su parte imitarlo en sus relaciones mutuas. Con ello se distinguen teológicamente las relaciones entre los esposos de las otras relaciones humanas – p. ej., las que median entre padres e hijos -, acerca de las cuales se dice solamente que deben suceder “en el Señor”. Con ello se expone un concepto de m. que hace posible y necesario considerarlo en sentido dogmático como un -> sacramento. Ahora bien, según el lugar citado, a esta relación debe corresponder la conducta, y así­ las mujeres han de someterse “en todo” a sus maridos. Esta sumisión se refiere ciertamente al marido, quien, como Cristo, debe ser señor para salvación de la mujer. Sólo mediante este señorí­o para la salvación se hace plenamente posible la obediencia. Así­ a la exigencia de amor a la propia mujer corresponde la exigencia de sumisión (H. SCHLIER, Der Brief an die Ephesier [D 21958] 252-280). De modo parecido se exhorta a las mujeres en Col 3, 18s a someterse a sus maridos como a Cristo, y se solicita de éstos un amor cristiano hacia sus mujeres (según 1 Pe 3, 1-7, los esposos deben ganarse mutuamente para la fe por el cumplimiento ejemplar de sus deberes de estado en el espí­ritu cristiano).

Prácticamente debió repercutir de modo especial en las relaciones matrimoniales el que la situación de la mujer en las Iglesias fundadas por Pablo – de acuerdo con las ideas y normas del tiempo – fuera en muchos aspectos excepcional. Su equiparación e igualdad de derechos se subrayan como jamás antes; y el m. pasa del ámbito de las cosas a la esfera de lo espiritual y personal. De ahí­ que en las epí­stolas paulinas se encuentren ya atisbos precisos de una espiritualidad matrimonial especí­ficamente cristiana, que más tarde no merecieron ciertamente suficiente atención ni se desarrollaron en la forma debida.

Por otro lado, Pablo desea en 1 Cor 7 que los fieles, en la expectación de la venida decisiva del Señor, que el apóstol considera inminente, renuncien como él al m. en favor de la virginidad, puesto que los azares de la vida presente comportan el peligro de dejar demasiado al margen las únicas cosas necesarias. Es cierto que no todos están llamados a la virginidad y que es posible casarse sin pecar; pero el casado, que por su ví­nculo matrimonial se halla más ligado al mundo que el soltero, no está tan dispuesto por su régimen de vida y convivencia a la entrega indivisa a Cristo como el soltero, el cual no se deja engañar por la figura transitoria de este mundo y se dedica por entero al servicio del Señor.

Con ello no sólo se relativiza el valor del m. con vistas a la parusí­a, sino que también se acentúan fuertemente los peligros de la vida matrimonial. Al “no es bueno que el hombre esté solo” del relato de la creación Pablo opone: “Es bueno para el hombre no tocar mujer.” Pero en este contexto no se deja arrastrar a condenar el m., sino que con sabidurí­a pastoral y visión teológica destaca cómo a causa de la constitución humana el m. es necesario, y cómo para evitar peligros no se debe renunciar sin causa justificada y por largo tiempo al encuentro conyugal. Puesto que los esposos ya no se pertenecen a sí­ mismos, no pueden abstenerse el uno del otro sin consentimiento mutuo y, según la prescripción de Cristo, no pueden abandonarse. El ví­nculo matrimonial sólo se rompe con la muerte de uno de los esposos. Con ello la visión “naturalista” que los judí­os tení­an del m. no sólo queda espiritualizada, sino que al mismo tiempo es presentada por Pablo en toda su fragilidad.

III. Historia teológica del matrimonio
1. Patrí­stica
Esta actitud ambivalente frente al m. se agudiza todaví­a más en el perí­odo postapostólico. Si el relato de la creación habí­a visto en el m. una magní­fica institución de Dios, aunque a consecuencia del pecado original hubiese caí­do en el ámbito de la tribulación humana; si Jesús habí­a interpretado el m. como una indisoluble institución querida por Dios, pero al mismo tiempo como un orden de cosas que vale para este mundo y que fenece con él, debiendo subordinarse a las exigencias radicales de la parusí­a; si, finalmente, Pablo habí­a echado los cimientos de una espiritualidad matrimonial especí­ficamente cristiana, oponiéndose a la visión terrena del m.; ahora éste se va juzgando cada vez más desde el punto de vista de cómo puede justificarse el ejercicio de la sexualidad, herida por el -> pecado original. La finalidad del m., y con ello la comprensión del dogma relativo a él, viene ampliamente condicionada por la moral matrimonial, por la doctrina de la motivación subjetiva que induce al m. Esta visión alcanza un cierto punto culminante en la doctrina matrimonial de Agustí­n, de cuyas opiniones teológicas sólo con gran dificultad consiguieron separarse 1as generaciones posteriores.

a) Caracterí­stica de Agustí­n es que reduce la -> sexualidad al ámbito animal, sin adscribirle ningún aspecto especí­ficamente humano. El fin del m. es la procreación. El m. ha sido dañado en lo más profundo por el pecado original, que se manifiesta en la -> concupiscencia. Esto se prueba ante todo por la erección autónoma de los órganos sexuales, por el carácter resueltamente indomable del orgasmo y por el intenso movimiento venéreo de la emotividad, que llevan a la merma y al dominio del espí­ritu por la sexualidad y hacen que incluso la generación, en sí­ buena, no pueda producirse sin una cierta medida de “movimiento animal”. Agustí­n fue tan lejos que equiparó en gran parte el pecado original, la concupiscencia y la emoción venérea, sacando la conclusión de que en teorí­a hay que calificar como buena la unión conyugal, pero hay que ver cada encuentro conyugal concreto al menos como materialmente malo; por lo que cabe decir que cada niño ha sido engendrado literalmente en el “pecado” de sus padres, puesto que la procreación sólo puede producirse mediante el estí­mulo seductor del placer carnal. Pero a causa de la descendencia querida por Dios se trata de una especie de pecado permitido o tolerado, de manera que para Agustí­n la unión conyugal dirigida subjetivamente a la procreación está moralmente justificada. Lo mismo debe decirse sobre el cumplimiento del débito conyugal, pues por el m. se ha otorgado a la otra parte el derecho sobre el propio cuerpo. Los abrazos conyugales que no se dan expresamente con una de estas dos intenciones, pero que impiden las consecuencias naturales del coito, son pecados “veniales”, precisamente porque el m., entre otras cosas, tiene el fin de moderar los deseos carnales.

Con todo, el m. es un estado honroso y en cierto modo santificador; Agustí­n no puede ni quiere negar esto en virtud de los testimonios de la Escritura y de la tradición que se apoya en ellos. Pero a su juicio es así­ por los bienes que lo disculpan y ante todo por el amor espiritual de los esposos. Como bienes del sacramento señala la prole, la fidelidad y el sacramento, y los explica como sigue: “La fidelidad quiere decir que fuera del lazo matrimonial no se tenga trato con otro o con otra. La prole significa que el niño ha de ser recibido con amor cordial, cuidado con bondad cariñosa y educado en el temor de Dios. El sacramento significa, finalmente, que el m. no puede separarse… Ese ha de ser el principio del m. por medio del cual se ennoblezca la fertilidad querida por la naturaleza y al mismo tiempo se mantenga en los lí­mites debidos el apetito desordenado” (De Genesi ad litt. ix 7, 12).

b) Este cambio en la concepción del m. se hizo posible por la influencia del dualismo helení­stico sobre los padres de la Iglesia, el cual veí­a esencialmente la vida recta en la &-rapa Ea, en el ideal de impasibilidad y de soberaní­a estoicos frente a todos los afectos y, especialmente, frente a los sensibles, el más fuerte de los cuales es el placer sexual. Principalmente la modalidad encratita y la gnóstica de este -” dualismo encontraron puntos de apoyo en la concepción cristiana del m. Mientras que el encratismo, en virtud de una acentuación unilateralmente ascética del principio de la átaraxia, del dominio de sí­ mismo, de la continencia, tendí­a a una sobrevaloración perfeccioní­stica de la virginidad y a una infravaloración del m., el -> gnosticismo, con sus premisas dualí­sticas de que la materia es intrí­nsecamente mala, dio al encratismo algo así­ como un fundamento dogmático. Defendí­a que el m. y el coito sólo sirven para encerrar más almas en la cárcel del cuerpo, y recomendaba la continencia para fracasar este propósito, por un lado, del demiurgo y para someter la carne al espí­ritu, por otro. El gnosticismo refrendaba con ello – de manera ciertamente herética – la concepción cristiana del riesgo de lo sexual como secuela del pecado y del carácter secundario de las exigencias del m. frente a las del reino de Dios.

Se comprende así­ que los padres de la Iglesia, en su común posición emocional frente al m. y al coito estuvieran fuertemente influenciados por el espí­ritu de su tiempo, en el que se configuró la tradición cristiana, precisamente porque en su mayorí­a viví­an en estrecho contacto con el mundo circundante. Así­ los lí­mites de su tiempo fueron también los suyos. Con todo, nunca fueron tan lejos que traicionaran lo esencial de la tradición cristiana, y así­ a través de siglos defendieron con palabras semejantes a las de 1 Tim 4, 15 el valor fundamental y la santidad del m. A pesar de todo no se puede discutir que los padres ejercieron una influencia negativa tanto en la teologí­a matrimonial como en la predicación del medievo.

2. Escolástica
Así­ no es de extrañar que muy pronto y sin grandes dificultades el m. se contara entre los siete sacramentos cuando en el siglo xii se estableció el concepto de sacramento en el sentido dogmático actual, aunque inicialmente no todos los escolásticos supieran explicarse si el sacramento del m. confiere la gracia y cómo la confiere. Así­ Abelardo (t 1142) dice del m., que él une con el bautismo, la confirmación, la eucaristí­a y la extremaución: “Entre ellos (es decir, entre estos sacramentos) hay uno que no guí­a hacia la salvación, pero que es sacramento de una cosa importante, a saber, el matrimonio. Tomar esposa no es ciertamente meritorio para la salvación, sino que fue permitido a causa de la incontinencia para la salvación” (Ep. theol. 28; PL 178, 1738).

Sin embargo, la sacramentalidad del m. pronto se expresa en las decisiones doctrinales eclesiásticas: en el Decretum pro Armenis (1439) del concilio de Florencia se enseña claramente que este sacramento contiene gracia y que la confiere a quien lo recibe piadosamente (Dz 695 698); y el Tridentino (Dz 971) define expresamente la sacramentalidad del m. contra los protestantes.

IV. Exposición sistemática
1. Teologí­a dogmática
a) Por esta doctrina de la sacramentalidad se establece y garantiza que el m. es un estado legí­timo e incluso santo; y así­ queda preservado de una profanación falsificadora. Pues dicha doctrina afirma que por el m. el hombre participa en cierta manera de la redención, ya que a través de cada sacramento alcanzamos siempre una asimilación con Cristo y su acción salví­fica, asimilación que no pueden realizar por sf mismos ni el hombre ni el signo, sino, únicamente, la gracia divina comunicada por Cristo. Puesto que en adelante al m. cristiano como tal se le atribuye esta gracia, en consecuencia sólo el m. de los bautizados es considerado como -> sacramento, es decir, como signo que confiere ex opere operato la gracia especí­fica del sacramento, con tal no se le oponga ningún óbice que anule la disposición suficiente para la actualización del mismo. Pero esto significa también que sólo este m. posee – al menos de un modo pleno – aquel carácter de signo, y por ello de testimonio, para el cual capacita la asimilación con Cristo por la gracia en el m. Sólo ese m. se encuentra por completo en situación de imitar de tal modo el ví­nculo de Cristo con su Iglesia, que en él opere el misterio mismo del amor encarnado de Dios.

b) Según esto el signo sacramental es el pacto matrimonial entre cristianos. Este pacto se establece por la manifestación de la voluntad de casarse (matrimonium ratum), y se realiza con la mutua entrega total (matrimonium consummatum). La manifestación de la voluntad de enlace debe darse ciertamente en la forma prescrita por el derecho sacramental, puesto que el m. como sacramento representa también un acto eclesiástico, y en consecuencia puede y debe ser ordenado por la Iglesia, de acuerdo con la misma Iglesia y con la misión que en ella corresponde al m. Esta ordenación del m. está reglamentada en el derecho canónico, el cual por su parte debe estar al servicio del cometido sacramental representativo de salvación que tiene la Iglesia.

c) Según Ef 5, 21-23, el m. es hasta cierto punto una ramificación del “gran matrimonio” de Cristo con la Iglesia. Los es-posos cristianos tienen el cometido, frente al mundo y especialmente frente a sus propios hijos, de presentar una imagen clara y visible del amor de Cristo y la Iglesia, de modo que se pueda decir: res et sacramentum del m. consisten en el ví­nculo visible del amor definitivo e indisoluble de los esposos hasta que la muerte rompa dicho ví­nculo.

La consecuencia es que del estado matrimonial cristiano se deriva el “derecho” a una ayuda constante de la gracia que haga posible el buen cumplimiento de las obligaciones de dicho estado, si es que puede llamarse derecho a la exigencia de un don inmerecido que sólo depende de la libre voluntad del donante. En este sentido el ví­nculo matrimonial puede compararse con el carácter sacramental de los demás sacramentos que fundamentan un estado de redención. Pero con ello también queda claro que los esposos, viviendo su m., en el que deben representar el misterio de la redención, reciben una función salví­fica. De ahí­ también que la Iglesia tenga el derecho y el deber de influir de manera correspondiente en la forma del matrimonio.

d) La gracia producida por el sacramento (res sacramenti) consiste según esto en que, para los esposos que no se cierran en sí­ mismos, el misterio del amor de Dios encamado se hace tan eficaz que ellos sobrenaturalmente están unidos con Dios y entre sí­ en Cristo, tal como éste lo está con la Iglesia. Es verdad que ya por el -> bautismo toda la vida cristiana recibe un carácter sacramental y que por lo mismo nuestras relaciones con Dios y con los hombres quedan transformadas fundamentalmente por la gracia bautismal; pero por el m. el hombre alcanza además una incorporación nueva y más perfecta al misterio de la redención.

En cuanto el cristiano por la gracia matrimonial alcanza una semejanza con Cristo que va más allá de la dada en el bautismo, es evidente que queda vinculado de una forma nueva a su salvación y glorificación, las cuales, ciertamente, están marcadas por la cruz y la muerte como estadio de transición. También la gracia del m. es, pues, una gracia marcada por la cruz. De ahí­ que esa gracia y la responsabilidad consiguientes sólo con la fe puedan verse en definitiva como un don beatificante. Puesto que la -> gracia no destruye la naturaleza sino que la lleva a la perfección transformándola y elevándola esencialmente, tampoco la gracia matrimonial puede ser vista como algo que se añade al m. y que en cierto modo lo completa y perfecciona desde fuera, sino que ha de verse como un dinamismo que lo transforma y penetra desde dentro con su realidad creadora, de manera que el m. pasa a ser un estado propio no sólo de los redimidos sino también de la -> redención. La realidad creadora del m. no queda con ello suprimida o destruida, sino que es perfeccionada con la modalidad cristológica. Esto significa que el m. cristiano se rige de una forma esencialmente más intensa, nueva y singular, por el amor informado por la gracia, como es el que reina entre Cristo y la Iglesia (Volk).

e) Justamente se designa a los esposos como ministros del sacramento. Aquí­, sin embargo, hay que tener en cuenta que es esencial para la realización del m. la intervención de la Iglesia en su celebración – normalmente mediante un sacerdote facultado -, aunque el modo de la participación eclesiástica puede ser más o menos explí­cito, y en el transcurso de la historia e incluso hoy presenta formas muy diferentes.

Ahora bien, sin duda ocurre a veces que los novios sólo quieren celebrar un m. sin pretender al propio tiempo recibir o administrar un sacramento. En consecuencia, se plantea la cuestión de si los cristianos pueden celebrar un m. sin que se realice el sacramento. En realidad esta cuestión está ligada al problema de quién es el ministro del sacramento, cosa que, especialmente después del concilio tridentino, se ha discutido largo tiempo y a veces con violencia; entretanto, en virtud de algunas declaraciones oficiales de Pí­o ix y de la precisión del CIC (can. 1012), la pregunta se ha resuelto de acuerdo con la antigua tradición cristiana en el sentido de que el contrato matrimonial entre cristianos ha sido elevado a la dignidad de sacramento y, en consecuencia, quien se casa recibe necesariamente el sacramento. Por tanto, según que predomine la intención de celebrar el m. o de excluir el sacramento, se realiza o no un m. sacramental. Según esto, el m. se realiza por la manifestación de la voluntad de casarse, por la cual se concluye un pacto cuyas condiciones no pueden establecer las partes, sino que resultan del sentido y finalidad del m. previamente dados.

f) Este sentido y finalidad subordina el pacto matrimonial a las normas del -> derecho natural, de la Iglesia y del Estado, de manera que un m. puede ser ilí­cito e incluso inválido si no cumple de manera suficiente estas exigencias. El contrato matrimonial es por ello un pacto sui generis. Lo esencial es que la prosecución del m. no depende de la persistencia de la voluntad de m., como admití­a el derecho romano, sino que el m. sólo puede celebrarse con la voluntad de unirse para toda la vida y sin condiciones de futuro, porque sólo esto responde adecuadamente a la naturaleza del ví­nculo matrimonial.

Sobre esta base se puede decir que el sentido del m. consiste, según Gén 2, 18 y Ef 5, 21-33, en el complemento mutuo y en el mutuo perfeccionamiento de los esposos, en su unión, que alcanza su punto más alto en la elevación y perfección sacramental, y su expresión más fuerte en el encuentro sexual. Pero el sentido inmanente del m. remite, por encima de sí­ mismo, a su finalidad trascendental; es decir, a la fecundidad personal y fí­sica que brota de la unidad y, con ello, al servicio común del mundo y especialmente a la procreación y educación de la prole, y por tanto a la -> familia. Esta finalidad, que determina intrí­nsecamente el m. al tiempo que lo trasciende, se fundamenta en el modo de ordenación mutua entre hombre y mujer en el m. y deriva necesariamente de la esencia de la unión y de la -> sexualidad, con su ordenamiento a la fecundidad. Pues por la mutua ordenación matrimonial entre varón y mujer los esposos no se perfeccionan sólo en sus caracterí­sticas sexuales sino sobre todo en la unidad especí­fica del m. Ahora bien, puesto que toda perfección personal abre más hacia Dios y hacia el prójimo, el m. en su unión personal debe también ordenar más fuertemente hacia Dios y el prójimo. Mas esta unión que abarca la persona entera con todas sus dimensiones incluye también la finalidad sexual de la fecundidad. Puesto que el m. está intrí­nsecamente orientado hacia la paternidad y la maternidad, el amor sexual toma ya desde el principio – como lo demuestra la conducta sexual – rasgos paternales y maternales. Así­ la perfección de la unión, por cuanto hace participar de manera humana en la fuerza creadora de Dios, se ordena a los hombres que produce.

Cierto que tal ordenación del m. al hijo no puede tergiversarse como si el m. sin esta dinámica careciera de sentido y ni siquiera pudiese establecerse. En tal caso serian inválidos todos los matrimonios en los que se supiera de antemano, o se comprobase posteriormente, que no pueden engendar hijos. Lo cual evidentemente no es exacto. Por otro lado, es tan esencial al m. la orientación no sólo al encuentro sexual sino también a la procreación, que en todo caso – como es bien notorio – nadie que excluya por principio estas dos posibilidades puede contraer un m. válido. Incluso en el llamado “matrimonio josefino” se reconoce el derecho al encuentro sexual, y la exclusión radical de los hijos hace inválido el matrimonio.

Esta exposición del sentido y finalidad del m. querrí­a evitar las tendencias tan extendidas del “jerarquismo” y del “dualismo” en la teorí­a de los fines matrimoniales, la cual es importante de cara a la interpretación de los problemas morales y teológicos de la doctrina matrimonial. Mientras que la tendencia “jerárquica” se inclina a ver el m. como instituido primariamente para la procreación y sólo secundaria y dependientemente por causa de los esposos, la tendencia “dualista” corre siempre el peligro de ver demasiado al niño como una finalidad meramente externa al m. Pero en realidad la procreación y la perfección de los esposos no son tanto “fines” subordinados o distintos, cuanto principios estructurales (lógicamente coordinados entre sí­) del m., que debe entenderse primordialmente como una realidad global.

Esta interpretación del sentido y finalidad del m. se hace posible y natural con las declaraciones del concilio Vaticano ir (constitución pastoral La Iglesia en el mundo de hoy, n.° 47-52), que ven el amor mutuo como elemento por el que el m. recibe su norma y sentido, acentuando al mismo tiempo la ordenación congénita del m. a los hijos. Tal interpretación tampoco contradice la doctrina tradicional, expresada en el CIC (can. 1013) y en otros documentos eclesiásticos oficiales, puesto que en ellos la ordenación puramente biológica de la sexualidad a la procreación jamás se separa del encuentro personal y total de los sexos, ni éste se subordina a aquélla. Incluso se puede decir que tal interpretación moral del fin biológico de la sexualidad falsificarí­a los “valores de la personalidad” como medios subordinados a los valores biológicos. Precisamente para impedir semejante interpretación Pí­o xii prohibió la fecundación artificial (AAS 41 [1949] 557-561, 47 [1956] 467-474).

g) Del sentido y finalidad del sacramento – principalmente en su constitución sacramental – derivan como notas necesarias y esenciales la unidad y la indisolubilidad. Por unidad hay que entender aquí­ la mutua ordenación exclusiva y total entre un hombre y una mujer. Indisolubilidad significa que tal ordenación es para toda la vida. Estas notas resultan ya de la ordenación de los contrayentes por la misma creación y no del carácter sacramental del in., que por su naturaleza es una entrega total de la persona completa al otro y para toda la vida. Es comprensible una entrega condicionada por ciertos lí­mites, dado el carácter contingente, frágil e histórico de nuestra naturaleza, ya que en decisiones morales cualificadas podemos disponer sujetivamente de nosotros mismos, pero no podemos hacerlo objetivamente y de modo definitivo. Pues, efectivamente, es posible para el hombre retractarse de sus decisiones, ya que él no puede ponderar con seguridad sus implicaciones en el futuro ni mantener plenamente los presupuestos subjetivos que desde el pasado desembocan en la situación actual. Sin embargo, sólo una entrega incondicional responde por completo a la dignidad de la persona humana, porque sólo en ella el contrayente es afirmado y aceptado tan plenamente como conviene a la unión total, corporal y espiritual, y a la complementación en el matrimonio. Por eso mismo la bigamia y la poligamia deforman la comunidad de vida y la entrega sexual de una manera actualista y periférica. Estas perjudican por lo común más a la mujer, que con su comportamiento más fuertemente unitario y con su mayor vinculación a la familí­a, derivada de su función de madre y de su papel social, sólo con gran dificultad puede romper con el estado social ya abrazado y encontrar otro nuevo.

La unidad e indisolubilidad del m. quedan todaví­a más resaltadas por la constitución sacramental del m., puesto que éste no sólo representa plenamente la unidad entre Cristo y la Iglesia, sino que en virtud del sacramento produce además un lazo sobrenatural tan í­ntimo que por él los esposos son introducidos de manera singular y especí­fica en el misterio de la redención. Al consumarse este m. sacramental, el ví­nculo matrimonial se refuerza de manera nueva y más perfecta. En realidad la importancia de la consumación del m., a pesar de las largas discusiones medievales, no ha logrado una perfecta elaboración teológica ni siquiera en nuestros dí­as.

Por estos motivos la Iglesia enseña también sin limitación la indisolubilidad interna del m.; es decir, enseña que los casados, sean o no cristianos, no pueden disolver su m. y contraer legí­timamente nuevas nupcias. Sin embargo, por motivos graves y justificados se puede suprimir la convivencia matrimonial (separatio tori, mensae et habitationis: CIC, can. 1128-1132) para impedir mayores males; es decir, cuando el mantenimiento de la convivencia, que de suyo responde al sentido y finalidad del m., produce el efecto contrario en una situación concreta y va por consiguiente contra la dignidad de uno de los esposos o de los dos, contra el bien de la familia, o contra ambas cosas. El derecho de la parte inocente a la separación encuentra, pues, sus limites en los deberes del amor, precisamente porque el m. es entrega total, lo cual naturalmente no incluye sino que excluye la autodestrucción.

Además, según la afirmación de la Iglesia, el m. sacramental consumado es indisoluble también exteriormente; es decir, no puede ser disuelto por ningún poder humano y sólo termina con la muerte de uno de los esposos (CIC, can. 1118; cf. DS 1805 1807). El fundamento para ello habrí­a seguramente que buscarlo en el hecho de que este m. imita sacramentalmente y sin limitaciones el ví­nculo real de Cristo con su Iglesia; además de que el hacerse los contrayentes una sola carne consuma por la gracia divina una unión con Dios y de los esposos entre sí­ que escapa a cualquier intervención humana. Todos los demás matrimonios pueden disolverse en ciertas circunstancias externamente, es decir, por autoridades humanas. Así­ el m. no consumado de un bautizado puede ser disuelto por la emisión de votos solemnes en una orden religiosa. En virtud del privilegio paulino puede disolverse incluso un m. natural consumado, cuando uno de los esposos se convierte a la fe y el otro no quiere convivir con el convertido en el espí­ritu de la ley moral natural (sine contemptu Creatoris). En virtud del privilegio petrino, por motivos graves el papa dispensa además bajo ciertas circunstancias en un m. puramente natural y en el m. entre un contrayente bautizado y otro no bautizado en favor de la fe.

El problema de la disolubilidad externa del m. no se lo ha planteado la Iglesia siempre de la misma forma y hasta ahora no se ha discutido todaví­a en todos sus detalles. Hay que decir incluso que este problema apenas si tuvo importancia para la Iglesia en el primer milenio. Porque no hay duda de que originariamente se tuvo una idea más estricta de la indisolubilidad del m., de manera que el repudio permitido según Mt 5, 32 y 19, 9 en caso de deshonestidad se aplicó al principio únicamente al caso de adulterio y sólo poco a poco a otras conductas antimatrimoniales. Incluso el privilegio paulino no se aplicó en un principio a la disolubilidad externa del m., sino a la separación de mesa y lecho, y sólo como consecuencia del movimiento de reforma inspirado por Gregorio vii y de la reestructuración del derecho canónico se impuso en general la concepción del privilegio paulino que tenemos hoy. Las inseguridades parciales que antes surgieron – especialmente en la Iglesia oriental y más tarde en el ámbito anglosajón, franco y germánico – acerca de cómo se debla tratar a quienes después de la separación por distintos motivos querí­an contraer una nueva unión, se debieron a razones más pastorales que dogmáticas, puesto que el nuevo casamiento era considerado ciertamente , como contrario a la ley divina, pero en ciertos casos como un mal menor. Así­ desde principios del siglo iv hubo ciertas diferencias entre la Iglesia oriental y la occidental en el tratamiento disciplinar de la separación y de las segundas nupcias.

El motivo de que el problema de la disolubilidad externa del m. no se tratase antes tan a fondo hay que buscarlo seguramente sobre todo en el hecho de que por primera vez en el siglo II la Iglesia tuvo conciencia mucho más clara de su potestad jurisdiccional y de sus deberes frente al m., y en consecuencia empezó a preocuparse en mayor medida del derecho matrimonial. A ello se vio empujada en general por el pensamiento legalista, tan caracterí­stico del espí­ritu de la edad media, y por su afán de ordenación social y concretamente por el hecho de que la Iglesia se hizo cargo de toda la jurisdicción matrimonial. Porque si anteriormente se habí­a visto en el m. ante todo un asunto de los contrayentes, en el que están sujetos a la ley divina, entonces se empezó a reflexionar con mayor detenimiento acerca de los derechos y obligaciones de la Iglesia en la ordenación institucional del matrimonio. También ayudó esencialmente a ello la formación de nuestro actual concepto dogmático de sacramento. Ocurrió así­ que, tras un largo proceso ideológico en el que de momento chocaron fuertemente las opiniones de teólogos y canonistas, se vio claro por primera vez que el sacramento se realiza por la declaración de la voluntad de los contrayentes cristianos, manifestada jurí­dicamente; pero que la indisolubilidad externa sólo llega con la consumación del matrimonio. Al mismo tiempo no sólo se impuso el consentimiento sobre el hecho de que otros m. pueden ser disueltos a favor de la fe (in favorem fidei), sino que además la validez del contrato matrimonial se limitó considerablemente por la legislación y la ampliación de los impedimentos matrimoniales.

La discusión teológica sobre el poder de la Iglesia en orden a la realización del m. y a su disolubilidad externa no ha cesado desde entonces. Está claro con todo que la intervención de la Iglesia para la realización y la perduración del m. es esencial en una forma que se debe precisar más. Está claro asimismo que la Iglesia en los m. no sacramentales sólo ejerce jurisdicción con vistas a la fe. Pero no se ha aclarado definitivamente el alcance jurisdiccional de las comunidades religiosas no cristianas y de la sociedad civil en los m. no sacramentales, ni la interpretación más detallada de la jurisdicción eclesiástica sobre los m. que son sacramento. La cuestión de hasta dónde se debe interpretar el principio in favorem fidei habrá que continuar en estudio, habida cuenta del ordenamiento, proclamado por el Vaticano II, de los acatólicos a la salvación.

2. Teologí­a moral
a) Doctrina sobre el fin del matrimonio y moral matrimonial. La moral matrimonial debe desarrollarse a partir del sentido y fin del m. y de los elementos estructurales esenciales que de ahí­ se derivan. Esto debe acentuarse muy especialmente porque – como ya hemos visto – los padres, y especialmente Agustí­n, partiendo a la inversa de una determinada visión negativa de la ética sexual, concibieron los bona excusantia, los bienes del m. que lo hacen honorable. En Tomás de Aquino ciertamente que estos bona excusantia se convierten ya en principios estructurales que determinan internamente el m.; pero, por otro lado, él está todavfa tan influenciado por la ética matrimonial de Agustí­n, rigurosamente pesimista y de exclusiva orientación sexual, que en la moral matrimonial del Aquinate ocupa también el primer plano el problema de la licitud de la consumación del matrimonio. Lo fundamental del m. es también para él engendrar hijos. Cierto que este aspecto fundamental y más profundo se introduce siempre en el orden superior de la sociedad matrimonial y del sacramento, y adquiere en ellos una forma de realidad siempre más significativa y rica. Pero estas dimensiones frente a lo más originario y “más natural”, se presentan siempre como una circumstantia, como un superaddictum. Sólo así­ se puede entender que en la moral matrimonial a partir de los siglos xvi y xvzi la doctrina de los bienes del m. en el fondo fuera un enjuiciamiento ético de la consumación del m., de modo que el criterio decisivo pasó a ser la copula per se apta ad generationem. Con esta acentuación unilateral del aspecto sexual se redujo en una medida muy considerable el ángulo visual de la moral matrimonial, e incluso en el enjuiciamiento del acto conyugal se cargó el acento de forma muy unilateral en la estructura formal de la consumación fisiológica del m., pasando por completo a segundo plano una actitud matrimonial que abarcase mejor todo el m. y apuntase a la intención í­ntima. En consecuencia la moral matrimonial de la neoescolástica, especialmente por la introducción del concepto de los actus perfecti et imperfecti, recibe un matiz casuí­stico y analí­tico, y establece una norma prevalentemente negativa: nada puede hacerse contra la consumación”natural” del matrimonio. Hay que mantener, por el contrario, que la moral matrimonial no puede reducirse a la -> moral sexual (en -> sexualidad), aunque ésta, naturalmente, es esencial y, a su vez, no constituye tan sólo una parte de la moral matrimonial. Si no se quiere reducir de forma inadecuada la moral matrimonial, ésta debe orientarse por el dogma del m. con todas sus implicaciones antropológicas. Únicamente así­ es posible una ética adecuada a la dignidad del sacramento y estado del m., puesto que las múltiples y polifacéticas dimensiones del mismo sólo pueden llegar a una armoní­a equilibrada con la ordenación consciente a su sentido y finalidad.

b) Estado matrimonial e ideal de perf ección. Hay que partir del hecho de que el m. es un estado de salvación, por el cual los llamados a él deben llegar a la perfección cristiana que les corresponde. Esto significa que las posibilidades y tareas abiertas por el m., y sólo por el m., deben verlas los esposos como parte constitutiva y esencial de sus afanes de perfección, de manera que para ellos únicamente haya perfección en el m. y no al margen del mismo. Así­ todas las decisiones salví­ficas de los cónyuges deben ser tomadas con vistas también a su m., de modo que a través de él entran en un campo de relaciones totalmente nuevo de cara a su plena salvación individual, y en todas sus decisiones deben asimismo tener siempre en cuenta la salvación de su cónyuge. Por ello se puede decir con razón que para los esposos el m. se convierte en el estado decisivo de salvación.

Ahora bien, el m. da la perfección, pero no la perfección suma, a quien vive según su sentido y finalidad. Aun estando presente la gracia debe decirse que el m. sacramental sólo asemeja a Cristo bajo una determinada relación personal. O sea, lo dicho anteriormente no puede entenderse como si el m. fuera el camino único o el más sublime para la perfección humana. Porque ésta abarca todas las dimensiones del hombre; por ello es inagotable y nosotros sólo podemos alcanzarla de una forma limitada; justo porque en razón de nuestra contingencia, individualidad y situación concreta no todas nuestras posibilidades se desarrollan por igual y de forma armónica. Así­ el m. perfecciona ciertamente el ser humano, pero desde la forma especifica de aquél, y no desde cualquier punto de vista. Por esto no hay que ver el m. como estado salví­fico para la perfección religiosa y moral en oposición a la -> virginidad. Ambas cosas perfeccionan al hombre a su manera, y la virginidad, en el caso concreto en que se dan todos los requisitos para ella, es más adecuada para acercarnos a la perfección por antonomasia, a la unión total con Dios. Mas no por ello es el camino mejor para que todos alcancen la perfección que les está asignada; es el camino mejor sólo para los llamados a ella. Debe ser para el m. un signo alentador de amor abnegado, así­ como el m., por su parte, debe ser un signo privilegiado del amor que se entrega. Por consiguiente, m. y virginidad desde este punto de vista no están en oposición, sino en una mutua relación de tensión fecunda.

La conciencia del m. como estado positivo de salvación, por el cual los llamados a él alcanzan la perfección cristiana que les corresponde, se ha impuesto por primera vez en la teologí­a de nuestros dí­as, partiendo de los principios presentes en la sagrada Escritura; pero se ha impuesto con tal fuerza que ahora se desarrolla una espiritualidad matrimonial positiva y autónoma, desplazando la concepción de que el m. es algo que debe tolerarse a causa de la contingencia y fragilidad de nuestra naturaleza y que, propiamente, no acerca a la perfección moral religiosa, sino que aparta más bien de ella.

c) Función de mutuo complemento. Considerando al m. como estado de salvación para la perfección religiosa y moral, se impone como su ley ética fundamental el que los esposos se esfuercen por promover todo aquello que desarrolle el amor completivo y unificante y por superar cuanto lo paralice o destruya, disponiéndose en común a aquel fin del m. hecho posible por esa unidad completiva, pero a la vez superior a ella, a saber: la fecundidad no sólo en un sentido biológico, sino, en virtud de la nueva situación salví­fica, también en el ámbito religioso y moral.

El criterio decisivo para saber qué acción concreta promueve u obstaculiza el m. debe ser en último término el de si esa acción corresponde o contradice a las personas implicadas. Es verdad que la posibilidad especí­fica de complemento y unión en el m. está condicionada sexualmente; pero nuestra -> sexualidad determina de manera diferenciada todo nuestro ser humano, ya que sólo podemos realizarlo en una determinación sexual, a pesar de que por otro lado es nuestro ser humano el que primeramente posibilita nuestra sexualidad.

En particular el complemento mutuo exige la promoción de los cónyuges en su condición de hombre o de mujer. Por tanto, los contrayentes deben afirmarse mutuamente en su diversidad y así­ ayudarse recí­procamente a encontrar lo que les es propio. La posibilidad especí­fica de complementarse en el m. está condicionada sexualmente, y por ello hay que buscarla también en el ámbito sexual. Hay que pensar, sin embargo, que lo sexual nos determina de una manera directa en el ámbito biológico, pero de una forma indirecta nos determina asimismo en lo socio-económico, lo psí­quico y, por ende, también en lo moral y religioso. Por consiguiente el complemento debe buscarse de una manera adecuadamente diferenciada en todos estos ámbitos, fomentando a la vez lo peculiar. O sea que el m., aun siendo una unión, no ha de conducir a una igualación, sino que debe ayudar incluso con mayor vigor a la auténtica virilidad y feminidad, intrí­nsecamente ordenadas a la condición de padre y de madre. Uno de los mayores problemas de nuestra actual espiritualidad matrimonial consiste sin duda alguna en que, a causa del desarrollo cultural, se dificulta el acceso al papel especí­fico de marido y de mujer, especialmente de mujer. Numerosas crisis matrimoniales tienen su origen en la nivelación o en la interpretación inadecuada a los tiempos de la diferencia de sexos, y en consecuencia uno de los cometidos capitales de la moral matrimonial es encontrar aquello que en cada época responda al complemento de los sexos, para que los esposos puedan realizarlo en su m. de un modo personal.

Por otro lado, el complemento presupone comunidad y armoní­a, empezando por el ámbito especí­ficamente humano, y ante todo por el religioso-moral, pasando después al psí­quico, al socioeconómico y, finalmente, al biológico. De ahí­ la responsabilidad en la elección del cónyuge, la cual debe satisfacer desde los intereses religiosos hasta los eugenésicos. La atención a los factores eugenésicos resulta tanto más importante hoy dí­a, habida cuenta de los progresos de la medicina y del aumento de medios de mutación, cuanto que la situación de equilibrio entre mutación y eliminación en el hombre actualmente no está desde luego demasiado lejos de la frontera en que la agravación de la tara hereditaria podrí­a poner en peligro la subsistencia de la humanidad.

d) Matrimonios mixtos. Ofrecen un problema especial los matrimonios religiosamente mixtos. Sin duda que en virtud del desarrollo religioso y social éstos no pueden ser impedidos en su número cada vez mayor; pero constituyen siempre una seria dificultad para la comunidad necesaria a los cónyuges en general, y más todaví­a cuando los cónyuges están fuertemente arraigados en lo religioso y la dimensión religiosa del m. ha penetrado en la conciencia de ambos. El m. no sólo está determinado religiosamente por su constitución sacramental, sino que ésta da expresión plena a su orientación intrí­nsecamente religiosa. El carácter religioso late ya fundamentalmente en el hecho de que el m. abarca al hombre total, y por lo mismo en la dimensión ética y religiosa. Como exigencia total y comunidad que afecta a lo más í­ntimo, el m. a su vez está expuesto muy particularmente al pecado y a sus secuelas. Por ello el postergar o reprimir los elementos religiosos repercute siempre en desventaja para todo el matrimonio. Por lo común apenas se podrá decir que la diversidad religiosa no sea necesariamente perjudicial a la unidad de los esposos cuando éstos se comportan con verdadera tolerancia, porque la tolerancia sólo posibilita la coexistencia, pero no la unidad.

Naturalmente las desventajas de los m. religiosos mixtos serán todaví­a más difí­ciles de superar si el m. recibe la bendición de algún hijo, puesto que el hijo no sólo es fruto de la unidad fí­sica de los padres, sino que en su desarrollo personal lleva la marca decisiva de la unidad total del m. de los padres. De ahí­ que resulte capcioso ver en los m. religiosos mixtos un campo misional privilegiado, pues la promoción de los esposos en su propia manera de ser presupone en alto grado una comunidad de pensamientos y sentimientos, y dicha promoción resulta tanto más efectiva cuanto más fuerte sea la comunidad humana. Por lo cual, igualdad de pensamiento y de acción es más un requisito que no un fruto del m. En este sentido 1 Cor 7, 16 previene contra una falsa seguridad sobre la posible conversión de cónyuges infieles. Por otro lado, Pablo acentúa en el mismo contexto la santificación del cónyuge infiel por el cónyuge fiel cuando aquél quiere convivir con éste (cf. también 1 Pe 3, 1: las esposas deben intentar ganar a sus maridos para la fe no con palabras sino con el buen ejemplo de su vida).

Si hay una auténtica carencia de prejuicios religiosos, que es distinta de la tolerancia, se justificará mejor un m. mixto, especialmente si esta carencia de prejuicios va unida con una apertura religiosa. Por esto no hay que generalizar ni acentuar de una manera precipitada las dificultades de los m. mixtos; y eso no sólo porque con ello tales m. quedarí­an gravados de una manera que pastoralmente no se puede justificar, aumentando así­ el peligro de la exclusión de lo religioso, sino, sobre todo, porque con la correspondiente apertura también los m. mixtos pueden contribuir a la santificación religiosa.

e) La unión de los esposos exige una sociedad í­ntima, que ésta no es ni posible ni deseable fuera del m. Debe acreditarse con una estricta solidaridad, una fidelidad absoluta y la compenetración más í­ntima hasta en lo corporal. Desde aquí­ cobran toda su importancia el adulterio en sus diversas gradaciones y los distintos grados del “débito” en la entrega conyugal. Habitación, mesa y lecho comunes son en general tan exigibles por causa de la unidad como lo son la planificación, la actuación y la administración en común. En el marco de esta sociedad, hegemoní­a y subordinación sólo tienen sentido cuando contribuyen a fortalecer la unidad. Por lo mismo, el pudor conyugal tiene la función de proteger esta unidad í­ntima contra malentendidos de fuera y la de no ponerla en peligro ad infra con exigencias excesivas. Igualmente en el encuentro conyugal la sexualidad debe ejercerse en la medida en que promueva esta unidad, y debe sublimarse en el mismo grado en que impida tal unidad. Esa es la ley de la castidad matrimonial. Aquí­ hay que pensar, naturalmente, que la relación sexual sólo es posible y deseable en la medida en que se promueve la dignidad y peculiariedad de los esposos, o al menos en la medida en que no se obstaculiza.

Comunidad e independencia en el m. no son factores opuestos, sino que se promueven y condicionan mutuamente, porque el amor habla al otro en su libertad, intentando convencer sin obligar allí­ donde se imponen las renuncias a causa de la comunidad. De donde resulta que la comunidad tiene sus limites allí­ donde uno de los cónyuges intenta abusar egoí­stamente del otro. Tanto este intento como la disposición a dejarse manipular obedientemente por el otro son pecaminosos, y desde luego con una gravedad tanto mayor cuanto con ello más se lesionen la visión, la libertad y la responsabilidad personales. El cometido de los esposos de integrar de la manera más personal posible estas múltiples dimensiones del m. choca a menudo con graves dificultades precisamente en el ámbito sexual, puesto que el dominio de esta fuerza originaria y emocional que conmueve hasta lo más profundo presupone una gran madurez personal, y a menudo se ve adicionalmente dificultado por las circunstancias de nuestra civilización concreta.

En este ámbito, sin embargo, debemos precavernos de querer determinar con excesivo detalle de una manera objetiva y general qué pertenece y qué no pertenece a la dignidad de la persona, puesto que esto depende en gran parte de factores individuales; y se debe ser todaví­a más cuidadoso al determinar aquello que en la situación concreta cae en el ámbito de la responsabilidad subjetiva y lo que transcurre en ámbitos prepersonales. De modo parecido, en las dificultades de adaptación en otros ámbitos del m. se ha de pensar que éstas pueden estar condicionadas por el origen y la educación distintos, por costumbres muy arraigadas, por condiciones de vivienda reducidas, por el deficiente conocimiento mutuo, etc., y que sólo son superables con amor y con una visión que madure lentamente, la cual paso a paso integra cada vez aspectos más amplios de la moral matrimonial en la esfera personal. Una moral matrimonial no orientada unilateralmente desde el punto de vista ético-sexual ha de dirigir la conciencia con mayor decisión a la importancia moral de todas estas dimensiones del m., puesto que con frecuencia el éxito de un m. depende decisivamente de ello.

f) La orientación del m. más allá de sí­ mismo exige primordialmente que los esposos no entiendan su vinculo exclusivo y para toda la vida como una unión que les separa de Dios y de los demás hombres. En consecuencia el m. no puede vivirse como la soledad de dos, puesto que la unión y el complemento en el m. posibilitan precisamente una más perfecta apertura hacia Dios y hacia el prójimo.

Dado que el m. de suyo también perfecciona en una forma especí­fica la naturaleza del hombre y, en virtud del sacramento, introduce más profundamente en el misterio de Cristo y de Dios; consecuentemente incluye por su propia indole la exigencia de una, relación personal con Dios y con los hombres y la de una afirmación personal de los mismos. Pero el sentido de este amor mayor que objetivamente se ha hecho posible, y de la mayor disposición y capacidad subjetiva para amar que de ahí­ debe brotar, no puede ser la total entrega corporal a cualquiera. Pues, debido a nuestra corporeidad y a que estamos ligados al tiempo, únicamente una vez podemos entregarnos total y definitivamente, ya que, en oposición a los bienes espirituales, los bienes sujetos al espacio y al tiempo sólo están a disposición de una persona excluyendo a los demás. Se puede conceder una participación en los bienes espirituales sin que esa participación los fragmente o disminuya; incluso se debe decir que con tal participación logran mejor su pleno objetivo. Pero un objeto espacial sólo puede ser poseí­do por una persona en un momento determinado, de manera que nadie podrá disponer de él mientras ella lo retenga.

En el m. el hombre se da total y definitivamente, incluida su corporeidad, de forma que si estuviera también a disposición de un tercero retirarí­a el don al cónyuge. A ello se añade que jamás podemos realizar definitivamente nuestra existencia en un momento, sino en instantes sucesivos; y, en consecuencia, la donación definitiva sólo puede realizarse con una entrega de por vida. Por consiguiente, el sentido de esta mayor apertura más bien debe ser que el hombre, en virtud del encuentro nuevo y profundo de sí­ mismo que realiza en el m., y que es resultado de la unión entre varón y mujer, está también en mejor disposición de afirmar con voluntad más decidida a todos los demás en su diversidad, amándolos así­ y aceptándolos de forma más explí­cita en su limitación, incluso en la limitación de su capacidad amorosa.

La fecundidad moral y religiosa, si se dan las condiciones necesarias, debe además concretarse en la fecundidad fí­sica, ampliando el m. a -> familia. La finalidad no puede ser aquí­ el llamar a la vida la mayor cantidad posible de hijos, sino que el propósito debe ser la fundación de una familia que cualitativamente sea lo mejor posible. Pues la acción especí­ficamente humana, y en consecuencia la acción moral, debe tener siempre como norma directa aquello de lo que personalmente nos podemos responsabilizar. De cara al m. esto significa que el número de hijos deseable es el que posibilita el desarrollo personal óptimo de todos los miembros de la familia y satisface además las necesidades cada vez mayores de la sociedad.

Por ello será necesaria en general una regulación de nacimientos. Pero, de acuerdo con el fin de la fecundidad matrimonial, la regulación deberá estar siempre inspirada por la actitud de un amor que se da y comunica generosamente. Si el m. deja de alcanzar su fin, que no se agota ciertamente en la fecundidad fí­sica, aunque la abarca en el marco de lo fí­sicamente posible y moralmente responsable, se falsea también su sentido, desligándolo de su finalidad en una manera “dualista” y convirtiéndolo en un egoí­smo de grupo hostil a la vida. Si el fin del m. se tergiversa en sentido “jerárquico”, viendo como su ideal auténtico el mayor número posible de hijos, en el encuentro sexual un cónyuge puede no “pensar” en el otro personalmente, por sí­ mismo, sino “usarlo” para una finalidad meramente natural. Además, en este caso los derechos a la vida y al desarrollo de los hijos que eventualmente haya ya en la familia, y quizás también en la sociedad, pueden ser violados de manera irresponsable; el m. degenerarí­a en una mera institución para criar niños (cf. -> natalidad, control de la).

3. Derecho canónico
El derecho canónico matrimonial tiene el cometido de ordenar los fieles a la salvación que han de lograr a través del m., de modo que con ayuda del oficio pastoral sean preservados del desconocimiento o abuso del m., al tiempo que se vean alentados a la realización del estado matrimonial. A este fin el derecho canónico debe ordenar el m. en sus dimensiones sociales referidas a la salvación, haciéndolo de modo tal que corresponda al bien común religioso y moral del pueblo de Dios y promueva el desarrollo religioso y moral de cada fiel. A la sociedad civil incumbe la ordenación de los intereses del m. que atañen al bien común profano.

a) La concepción del CIC. El derecho matrimonial vigente en la actualidad se halla formulado esencialmente en los cánones 1012-1143 del CIC, donde están codificados de manera jurí­dicamente obligatoria la naturaleza y los efectos del m., las presecripciones sobre la voluntad de contraerlo, los impedimentos matrimoniales, la forma de celebración y las leyes sobre la separación de los esposos. Así­ dichos cánones dan criterios fijos sobre la ordenación del m. sacramental.

Especialmente por motivos pastorales serí­a deseable una división más clara y rigurosa. En las determinaciones del CIC se trata directamente de enunciados no dogmáticos, sino pastorales. Tales enunciados están concebidos sobre un trasfondo teológico en parte superado (tanto en lo referente a la concepción del m., como en lo que se refiere a la edesiologí­a) por los resultados de la teologí­a actual y por las declaraciones del concilio Vaticano ii. Hay que reprochar a esta mentalidad: que no se encuentra a la altura de Ios tiempos; y que las fórmulas jurí­dicas frecuentemente están en tensión con las exigencias pastorales. Ahora bien, esas fórmulas no son necesarias ni por la naturaleza del asunto ni por motivos de claridad, y resultan psicológica y objetivamente repulsivas.

Para ver la diferencia que media entre el punto de vista del CIC y el concilio Vaticano ir compárense, p. ej., Ios cánones 1013 y 1081 con las explicaciones sobre el m. en la constitución pastoral La Iglesia en el mundo de hoy, n.° 48; o bien las disposiciones sobre el m. mixto con el espí­ritu ecuménico de nuestros dí­as. De cara a la nueva concepción de la Iglesia y a las necesidades de hoy también resulta problemática la tendendencia a regular de un modo tan centralista las cuestiones de derecho matrimonial. Un cierto desplazamiento de acento desde el legalismo a la posibilidad de juicio propio responderí­a mejor a la comprensión actual del alcance de la propia responsabilidad y posibilitarí­a soluciones justas para casos no previstos o imprevisibles, sin que la legislación hubiera de modificarse tan frecuentemente. Además distintas prescripciones arrancan de presupuestos sociológicos y pastorales ya superados por la evolución. Desde este punto de vista serí­a deseable, p. ej., una reflexión imparcial sobre la función de las reglamentaciones estatales del m., que antes no era posible a causa de algunas resistencias (cf. can. 1016). Por ello es extraordinariamente importante una más profunda comprensión del cometido del derecho matrimonial para medir correctamente su importancia en orden a la solución de problemas pastorales y al mismo tiempo para poder juzgar mejor sobre los lí­mites reales del derecho matrimonial vigente. Esto último es deseable precisamente con vistas a la reforma del derecho canónico iniciada por la Santa Sede.

b) Los cánones sobre la esencia y los efectos del m. ponen de relieve las diferencias entre m. sacramentales y no sacramentales, ratos y consumados, válidos e inválidos; cuentan asimismo los bienes matrimoniales y los efectos de cara a la unidad e indisolubilidad, así­ como los deberes y los derechos de los cónyuges. A este respecto según el canon 1111 existe para la mujer en el ámbito de la comunidad de cuerpos estricta igualdad de derechos; mientras que en el ámbito de la comunidad de vida, según el canon 1112, en lo relativo a los efectos canónicos ella participa del estado del marido, siempre que un derecho especial no prevea otra cosa. Con ello se adjudica al marido el derecho de dirigir la familia. Serí­a deseable una formulación expresa del derecho de la mujer, debiendo excluir las tendencias a un derecho unilateral del varón.

c) Los cánones 1081-1093 tratan de la voluntad matrimonial que constituye el m., con vistas a sus implicaciones jurí­dicas. Parten del hecho de que para la celebración válida del m. esta voluntad matrimonial: 1.0, debe existir realmente por ambas partes; 2°, ha de haber capacidad para el m. por ambas partes; 30, la voluntad tiene que manifestarse en forma jurí­dicamente vinculante. La voluntad misma de contraer m. debe referirse: 1º, a la esencia del m. 2°, a una persona determinada; 3°, ser libre. El derecho matrimonial determina luego bajo qué condiciones pueden presumirse jurí­dicamente estas cualidades de la voluntad matrimonial, y describe por ello qué conocimiento y afirmación mí­nimos de la esencia del m. se presuponen; introduce el concepto de error sobre la persona y de error simple, y determina bajo qué supuestos se considera jurí­dicamente inválida la voluntad de m. por ilegí­tima violencia externa y por temor grave.

La aplicación de estos cánones al campo judicial en muchos casos se muestra difí­cil, porque tales criterios sólo en parte son apropiados para determinar que realmente existe la voluntad matrimonial; y la mera presunción jurí­dica de esa voluntad, cuando realmente no existe, resulta problemática bajo muchos aspectos de cara a la importancia salví­fica que tiene el matrimonio. La dificultad principal está quizás en el hecho de que hoy la mayorí­a de edad para el m. no se puede presuponer tan fácil y generalmente como lo hace el CIC, puesto que, por una parte, la comprensión personal de la indisolubilidad del m. viene dificultada extraordinariamente por errores muy extendidos acerca de sus notas esenciales y por desórdenes fácticos en su realización; y, por otro lado, la madurez moral personal que el ví­nculo total del m. presupone está más retardada de lo que hasta ahora se tendí­a a creer, como lo comprueban los resultados actuales de la psicologí­a y de las ciencias sociales. A ello se añade que la distinción conceptual entre error sobre la persona y error sobre las ‘caracterí­sticas de una persona es quizás demasiado formal y no siempre muy convincente. Vicios graves u otras circunstancias totalmente fingidas por parte de un cónyuge, que de ser conocidas habrí­an excluido la celebración del m., no encuentran aquí­ una atención adecuada.

d) Las prescripciones sobre los impedimentos matrimoniales enumeran, por un lado, los factores que en virtud del derecho natural o por mandato divino excluyen la capacidad para el m. (la excluyen por derecho divino: el ví­nculo conyugal, la impotencia, el parentesco de consanguinidad en lí­nea recta y también en primer grado colateral) o limitan la licitud del mismo; y, por otro lado, aquellos factores que en virtud del derecho canónico limitan la capacidad para el m. Aquí­ se trata de las prohibiciones de contraer m. que más o menos derivan de la naturaleza del asunto. Sólo por motivos graves pueden estos impedimentos matrimoniales jurí­dico-eclesiásticos limitar el derecho natural al m., que pertenece a los derechos fundamentales del -> hombre; por otro lado, el pastor de almas tiene también el deber de exponer tales impedimentos matrimoniales en cuanto convenga al interés del bien común del pueblo de Dios y de los fieles en particular.

La legislación actualmente vigente sobre los impedimentos matrimoniales exige sin duda desde este punto de vista una mejor adecuación a las necesidades pastorales de nuestro tiempo, de forma que el derecho natural al m. se reduzca tan poco como sea posible, y tanto como sea necesario. Al respecto se han hecho ya tí­midos planteamientos en la Instrucción de la Congregación para la doctrina de la fe sobre el m. mixto (19-3-1966; cf.. Bibl. 1). Por lo demás, hay que preguntarse si precisamente con la legislación de los impedimentos matrimoniales se acredita el principio de la regulación lo más unitaria posible para toda la Iglesia (cf. can. 1038-1041), y podemos esperar que se alcance una mayor precisión y claridad en los motivos que excluyen el m. Así­, p. ej., no está muy claro por qué el impedimento matrimonial dirimente del rapto (can. 1074), es aducido de nuevo en un contexto totalmente diverso con motivo del canon 1087, en el que la Iglesia declara nula la voluntad matrimonial por coacción externa y temor grave. Igualmente parece innecesario un impedimento de impotencia (can. 1068), porque según el can. 1081 S 2 en tal caso no puede haber ningún consentimiento matrimonial. Más bien se podrí­a esperar un verdadero impedimento matrimonial para casos de homosexualidad, en que existe de hecho una potencia fí­sica, pero ya no es posible la correspondiente ordenación personal a la mujer en lo sexual. En determinadas circunstancias también las exigencias eugenésicas podrí­an hacer necesarias ciertas limitaciones del derecho al m. Por lo menos en nuestras regiones se deberí­a tender a la enseñanza adecuada de los antecedentes y secuelas hereditarias.

No se puede dispensar de la ley moral natural ni del precepto divino, mas no cualquier infracción de los mismos invalida el matrimonio. Así­ un m. de religión mixta contraí­do con mala conciencia está moralmente prohibido aun cuando la Iglesia dispense del impedimento matrimonial canónico, pero no es inválido. Esto no significa, naturalmente, que esté moralmente prohibido todo m. de confesión diversa. En los impedimentos matrimoniales de derecho eclesiástico en principio siempre puede haber dispensa; pero del impedimento matrimonial de la consagración episcopal no se dispensa nunca, y sólo muy difí­cilmente se dispensa del impedimento de asesinato del cónyuge, del de afinidad de primer grado en la lí­nea recta después de consumado el m. y del de la ordenación sacerdotal. La práctica de la dispensa para la convalidación de m. nulos (ad convalidandum matrimonium) se puede demostrar ya en el siglo vi; pero la práctica de la dispensa para contraer m. (pro matrimonio contrahendo) no aparece antes de los siglos xi-xii. En el derecho matrimonial de la Iglesia ortodoxa griega no es todaví­a habitual la dispensa de impedimentos matrimoniales.

Las dispensas son dadas, según se trate de impedimentos matrimoniales públicos o secretos, en el fuero interno o en el externo, y son otorgadas de acuerdo con ello por distintos órganos de la administración eclesiástica. En detalle la forma de la dispensa es muy complicada. Si en un m. nulo desaparece el impedimento dirimente, tal m. puede sanarse por la renovación de la voluntad matrimonial (can. 1133-1137) o, en el caso de sanatio in radice (can. 1138-1141), perdurando el consentimiento matrimonial también sin renovación expresa de la voluntad de matrimonio.

La distinción entre impedimentos canónicos impedientes y dirimentes no se refiere directamente a la posibilidad de dispensa, sino a la validez o invalidez canónica del m. Por ello se explica que a los impedimentos matrimoniales pueda corresponderles indirectamente la función de dirimir desde fuera matrimonios intentados, pero indeseables por cualquier motivo. Con este fin precisamente se multiplicaron notablemente los impedimentos matrimoniales en la vasta reordenación y ampliación del derecho matrimonial que tuvo lugar en la edad media. De ello se encuentran rastros todaví­a hoy en el derecho matrimonial vigente; tal ocurre con el impedimento matrimonial de afinidad (can. 1077) y de parentesco espiritual (can. 1079), que antiguamente se entendieron mucho más ampliamente que hoy. Esto fue a su vez – al menos en parte – consecuencia de una posición errónea frente a la sexualidad, en virtud de la cual se supuso que con el hacerse “una sola carne” surgí­a un lazo metafí­sico de tipo familiar, y que por la relación de padrinazgo en el bautismo (nuevo nacimiento) se realizaba igualmente un ví­nculo cuasipaternal que fundamentaba todas las posibles relaciones de parentesco de tipo “metafí­sico” que excluyen el m. Por esto debemos preguntarnos hasta qué punto son todaví­a hoy adecuados a nuestro tiempo unos impedimentos matrimoniales recibidos de antaño, surgidos de unas condiciones sociales y espirituales distintas, fuera de las cuales no tienen sentido. Así­, p. ej., también el impedimento matrimonial de diferencia de confesión (can. 1060-1064) se debe entender en parte desde el trasfondo sociológico de regiones estructuradas confesionalmente de una forma unitaria (cuius regio, eius religio) y de unas circunstancias sociales más cerradas, que hoy por la movilidad de la población y por el pluralismo sociológico han cambiado fundamentalmente.

Los impedimentos dirimentes equivalen en sus efectos a la prohibición de m.; los más importantes se refieren a los m. con católicos apóstatas o pertenecientes a sectas prohibidas (can. 1065) o a la celebración del m. con un pecador público o un excomulgado notorio (can. 1066). Además en un caso particular, supliendo un impedimento matrimonial no existente, puede dictarse una prohibición de matrimonio (cf. can. 1039).

e) El derecho de la Iglesia a determinar la forma de contraer m. deriva de su deber de ordenar la unión matrimonial también desde un punto de vista social; y por cierto de tal manera que se impidan en el marco de lo necesario y deseable los m. dobles, las disoluciones arbitrarias del m., etc., con medidas que correspondan a la esencia de la Iglesia; y deriva asimismo del cometido de hacer valer de forma adecuada el carácter sacramental del m. y la vinculación de los esposos ante Dios. Por un lado, la Iglesia debe guardarse aquí­ de favorecer por falta de iniciativa inconvenientes morales en la convivencia de los sexos, inconvenientes que en parte predominaron durante la edad media; y, por otro lado, ha de cuidarse de no impedir por un perfeccionismo indebido la libertad de contraer m., y de no obscurecer el papel de la decisión de los novios mismos para la realización del mismo. Desde este punto de vista, p. ej., los crí­ticos ponen en litigio la sabidurí­a de las determinaciones hoy vigentes sobre los m. de cónyuges de confesión distinta.

Históricamente las prescripciones sobre la forma de celebrar el m. se han desarrollado a partir del rito litúrgico de la boda. Sus elementos fundamentales son la vinculación libre de los contrayentes y la vinculación simultánea por parte de Dios que se expresa por la asistencia de la Iglesia. En la Iglesia latina a veces se acentuó tanto esa vinculación de los contrayentes, que no se resaltó suficientemente la importancia que tiene la forma de contraer m., y así­ se multiplicaron enormemente los m. clandestinos. Como la asistencia activa y no meramente pasiva del sacerdote representante de la autoridad eclesiástica normalmente es necesaria, no se resaltó en forma oficial hasta el decreto Ne temere del 2-8-1907. Desde entonces la teologí­a sobre la participación esencial de la Iglesia en la celebración del m. se ha profundizado considerablemente. En la Iglesia oriental, por el contrario, la importancia de la bendición nupcial se acentuó tan fuertemente que en parte se descuidó la exploración sobre la voluntad de m., y no siempre se impidió una cierta alienación clerical del sacramento del m. Según el derecho matrimonial vigente, la Iglesia prescribe (can. 1099, MP de Pí­o xii del 1-8-48) a todos los bautizados católicamente y a los convertidos al catolicismo que contraigan su m. en la forma ordinaria (can 1094) o en la extraordinaria (can. 1098). Fuera de un caso de necesidad, la celebración del m. debe hacerse según el rito nupcial (can. 1100). No están obligados a la forma los acatólicos bautizados o no bautizados que jamás han pertenecido a la Iglesia católica cuando se casan entre sí­. Según la forma ordinaria de contraer m. la boda debe celebrarse, observando las normas de los cánones 1095-1099, ante un sacerdote facultado y dos testigos. Según el derecho de la Iglesia oriental, para la validez – fuera del caso de necesidad – se requiere además la bendición nupcial. Para la forma extraordinaria de celebración del m. no es precisa la asistencia de un sacerdote facultado; aquí­ la asistencia de la Iglesia se da solamente mediante sus prescripciones jurí­dicas. Esta forma extraordinaria de celebrar el m. sólo es lí­cita cuando no puede asistir un sacerdote facultado por imposibilidad fí­sica o por un peligro que amenace gravemente a los fieles, y puede usarse en caso de peligro de muerte o cuando se prevé razonablemente que tal situación durará por lo menos cuatro semanas.

f) Las prescripciones sobre la separación del m. consideran primordialmente las condiciones en que el ví­nculo conyugal puede deshacerse externamente – aquí­ es central el concepto in favorem fidei -; y luego aquellas que deben observarse en el caso de separación de lecho y mesa. Lo decisivo aquí­ es que se trate de un motivo de tanto peso que haga desaconsejable la convivencia y que, en la medida de lo posible, se atienda a los hijos. El canon 1132 subraya especialmente que, en cualquier circunstancia, debe garantizarse la educación católica de los hijos.

g) Los cánones 1960-1992 tratan después del proceso matrimonial canónico. Este, en sus detalles, y no sólo en algunos aspectos, necesita reforma, especialmente en el sentido de que se hagan valer más los derechos del procesado; y ante todo deberí­an responsabilizarse más quienes participan en el proceso. El derecho matrimonial de la Iglesia oriental coincide aquí­ en lo esencial con el latino (DMIO can. 1-131; DPrIO can 468-500).

4. Teologí­a pastoral
Desde el punto de vista de la teologí­a pastoral el aspecto más urgente es fortalecer la conciencia de que el m. constituye un estado positivo de salvación para adquirir la perfección propia de los llamados a él. Las tendencias ya existentes a una auténtica espiritualidad matrimonial deben seguir desarrollándose. Aquí­ ha de atenderse sobre todo a que el campo de tensión entre el carácter “profano” y el sacral del m. no quede reducido; hay que comprender el alcance de esa polaridad, que siempre incluye la relación mutua de ambos polos. A este respecto desempeña papel importante la superación de prejuicios hostiles a la sexualidad, todaví­a muy extendidos. La profundización, adecuada a los tiempos, de los conocimientos sexuales y de la -> pedagogí­a sexual (en -> sexualidad) es muy saludable en este contexto. Seria lamentable que ciertas concomitancias menos bellas dentro del trabajo de esclarecimiento, ya muy intenso, indujeran a reprimir algunos intentos positivos de superar el falso tabú de lo sexual; tanto más por el hecho de que con ello se promueve sin querer la irrupción en forma insana e indómita de la sexualidad reprimida. El arte de hablar y de comunicarse mutuamente de una manera adecuada a la dignidad y a la realidad de lo sexual a menudo no lo poseen ni los esposos mismos, con lo que frecuentemente se derivan inconvenientes graves para el matrimonio.

Pero es sobre todo el papel de la mujer en el m. y en la familia el que necesita de una revisión a fondo. Además la alienación religiosa de amplios cí­rculos matrimoniales sólo se podrá impedir cuando, por un lado, se reformen durezas y falsas cautelas innecesarias en el derecho matrimonial; y, por otro, se desarrollen nuevos métodos adecuados de pastoral para m. mixtos o religiosamente indiferentes. Puntos de partida para esto podrí­an ofrecerlos la erección por especialistas calificados de asesorí­as y ayudas eclesiásticas para matrimonios y la organización de cursos para novios. La idea de que el polifacético desarrollo social introduce el m. y la familia de una manera más fuerte en las complejas relaciones sociales, deberí­a ayudar a reconocer que hoy, en comparación con los tiempos anteriores, a menudo es mucho más indicado recurrir a las ayudas sociales para resolver los problemas del m. También la Iglesia deberí­a prestar mayor atención a los problemas de elección de cónyuge y de los m. prematuros, así­ como a los de la salud y la normalidad fí­sicas y espirituales, que son necesarias para el m.; concretamente rechazando en ciertas circunstancias formas de pensamiento que se han puesto de moda pero que la realidad no respalda. La formación de la conciencia y la práctica de la confesión, que son los métodos del diálogo pastoral, deberán orientarse por las ideas profundas de nuestro tiempo sobre el m. sacramental, que marca y exige al hombre en su totalidad.

1. DOCUMENTOS: León XIII, “Arcanum divinas” del 10 -2 -1880: ASS 12 (1879-80) 388 ss; Pí­o XI, “Casti connubii” del 31-12-1930: AAS 22 (1930) 539-592; Pio XII, Discorsi a gli sposi (La Civiltí­l Cattolica R 1939-1951) 5 vols.; Vaticano 71, De ecclesia in mundo huius temporis, del 7-12-1965 (diversas ediciones); S. Congregatio pro doctrina fidel: Instructio de matrimoniis mixtis “Matrimonü Sacramentum”: AAS 58 (1966) 235-239.

2.

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3. REVISTA con publicaciones sobre el tema matrimonio. Zentralblatt für Ehe-und Familienforschung (Berna – T 1960 ss).

Waldemar Molinski

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

A. NOMBRE gamos (gavmo”, 1062), véase BODA, Nº 1. B. Verbo gameo (gamevw, 1060), véase CASAR, A, Nº 1.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

La enseñanza bíblica acerca del matrimonio puede resumirse en la declaración: «dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne» (Gn. 2:24). Esta frase es citada por nuestro Señor (Mt. 19:5) y por el apóstol Pablo (Ef. 5:31) como su autoridad para sus enseñanzas acerca del matrimonio. La frase clave es la expresión «una carne (bāśār eḥāḏ). «Carne» aquí implica una relación o comunión con el cuerpo como medio (Crem. pp. 846–847), señalando así al «matrimonio como la unidad corporal y espiritual más profunda de un hombre con una mujer …» (KD sobre Gn. 2:24). Con ocasión de la creación de Eva, Dios observa, «no es bueno que el hombre esté solo» (Gn. 2:18). En este sentido, indica el estado incompleto del hombre o de la mujer aparte el uno del otro y señala al matrimonio como el medio por el cual pueden alcanzar esta calidad de un ser completo.

El matrimonio es una relación exclusiva. La unión total de las personas—física, emocional, intelectual y espiritualmente—descrita por el término «una carne», elimina la poligamia como una opción. Uno no puede relacionarse de corazón en este sentido con más de una persona a la vez.

También esto se deduce de las palabras de nuestro Señor, «por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre» (Mt. 19:6), por lo que el matrimonio debe durar mientras vivan los cónyuges. (Para una discusión de las condiciones en las que puede prescindirse del principio de indisolubilidad, véase el articulo Divorcio).

De igual manera se prohíbe la promiscuidad. Tales uniones no son ni exclusivas ni duraderas. Además, violan la santidad inherente del matrimonio bíblico. Dios instituyó el matrimonio de modo que los hombres y las mujeres pudieran complementarse unos a otros y compartieran su trabajo creativo a través de la procreación de los hijos. (El celibato no es una condición más alta y santa; un punto de vista que encuentra sus raíces en el dualismo griego antes que en la Biblia.). La unión física en el matrimonio tiene un significado espiritual, en el sentido que señala más allá, hacia la unión total del esposo y la esposa, que es esencialmente una unión espiritual. Esto es subrayado por Pablo cuando usa la unión conyugal para simbolizar la unión de Cristo con su iglesia (Ef. 5:22, 23). Pero para mantener su santidad, esta unión debe tener lugar en una exclusividad permanente. Las uniones sexuales ilícitas son reprobables debido a que establecen temporal y superficialmente relaciones de una sola carne (1 Co. 6:16) sin ser acompañadas de las intenciones y compromisos apropiados. Un acto sin un significado espiritual es hecho con fines inapropiados. Otra persona es explotada egoístamente. Lo que debe ser una relación constructiva que sirva como medio hacia una comunión interpersonal profunda llega a ser una relación promiscua que destruye la capacidad de la persona para la unión con un miembro del sexo opuesto y la relación matrimonial si ésta existe. De ahí que nuestro Señor pusiera al adulterio como la base para la disolución de un matrimonio (Mt. 5:32).

¿Cuándo está casada una pareja? ¿O qué es lo que hace que una pareja esté finalmente casada? Algunos argumentan a partir de 1 Co. 6:16, entendiendo que el matrimonio se efectúa a través del contacto sexual. Ante los ojos de Dios, una persona se considera casada con el miembro del sexo opuesto con la primera persona con quien haya tenido relaciones sexuales (p. ej., O. Piper, The Christian Interpretation of Sex, Macmillan, New York, 1946). El acto sexual se entiende como el agente a través del cual Dios efectúa el matrimonio en una forma aparentemente análoga al modo en que los adherentes a la doctrina de la regeneración bautismal lo ven a él haciendo del sacramento del bautismo el agente que efectúa la regeneración.

Otros consideran que el matrimonio se realiza como resultado de una declaración del deseo de casarse acompañada por la expresión de mutuas intenciones de fidelidad única y permanente y responsabilidad hacia el otro, preferentemente enmarcada por una entrega de amor, en presencia de testigos acreditados. Este punto de vista no rebaja la validez del matrimonio en el caso que la pareja no puede consumarlo físicamente. Esto subraya el hecho que el matrimonio nunca puede mirarse como una cuestión que únicamente interesa a la pareja individualmente. Esto se observa, por ejemplo, en la permanencia de las leyes de la comunidad que prohíben el incesto y que regulan el grado de consanguinidad permisible para el matrimonio. Puesto que el hogar es el medio adecuado para la procreación y la crianza de los hijos, la iglesia y la comunidad ocupan un lugar importante en la estabilidad y éxito de los matrimonios que ocurren entre sus miembros.

El matrimonio relega otros lazos humanos a un lugar secundario. Las satisfacciones emocionales y espirituales que antes se encontraban en la relación con los padres, los cónyuges ahora las encuentran dentro del matrimonio. Romper la relación con los padres y unirse en una unión íntima y para toda la vida con una persona que ha sido extraña, demanda un considerable grado de madurez; la cual se expresa en una capacidad para dar amor, estabilidad emocional, y la capacidad de comprender lo que está involucrado al comprometer la vida de uno a la de otro en el matrimonio. El matrimonio es para aquellos que han madurado. Esto excluye a los niños, los que tienen defectos mentales, y a los que son psicópatas en el momento de entrar en la relación matrimonial.

La principal contribución del NT al punto de vista bíblico acerca del matrimonio fue subrayar los principios originales de la indisolubilidad del matrimonio (supra), y de la dignidad igualitaria de la mujer (Gá. 3:3–8; 1 Co. 7:4; 11:11, 12). Al situar a la mujer en una posición de dignidad personal igual a la del hombre, el matrimonio fue hecho verdaderamente una carne porque la unidad implicada en esta expresión necesariamente presupone que cada persona debe tener la oportunidad de desarrollar plenamente sus potencialidades. Esto no es posible en un sistema social en el que los hombres o las mujeres no estén de acuerdo en la dignidad humana total.

¿No se presentan dificultades con la doctrina bíblica de la subordinación de las mujeres casadas (Ef. 5:22, 23)? No del todo, porque esta doctrina tiene que ver con la jerarquía de funciones y no con la dignidad o el valor. No existe una inferioridad de personas implícita en la doctrina. Dios ha designado una jerarquía de responsabilidades, por lo tanto, de autoridad dentro de la familia y lo ha hecho según el orden de la creación. Pero la dignidad de la mujer está preservada no únicamente por el hecho que ella está en una posición de igualdad en Cristo sino también en el mandamiento en que se le pide que se someta a su marido. Se le pide que lo haga voluntariamente como un acto de devoción espiritual (Ef. 5:22) y no en respuesta a una presión externa. Ella debe hacerlo porque Dios pone la responsabilidad primeramente sobre el marido en cuanto al cuidado de la relación matrimonial y de la familia como un todo. Por cierto, él reúne las condiciones para dirigir la iglesia, en parte, cuando demuestra su aptitud para «pastorear» a su familia (1 Ti. 3:4, 5).

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Lars I. Granberg

Crem Cremer’s Biblico-Theological Lexicon of NT Greek

KD Keil and Delitzsch, Commentary on the OT

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (381). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

El matrimonio es el estado en el cual un hombre y una mujer pueden vivir juntos en relación sexual con la aprobación de su grupo social. El adulterio y la fornicación son relaciones sexuales que la sociedad no reconoce como matrimonio. Esta definición es necesaria para demostrar que en el AT la poligamia no constituía inmoralidad sexual, ya que era un estado reconocido como matrimonio, aunque generalmente aparece como inconveniente.

I. El estado matrimonial

El matrimonio se considera normal, y no hay palabra para “soltero” en el AT. La narración de la creación de Eva (Gn. 2.18–24) indica la relación única de marido y mujer, y sirve como ejemplo de la relación entre Dios y su pueblo (Jer. 3; Ez. 16; Os. 1–3), y entre Cristo y su iglesia (Ef. 5.22–33). El llamamiento a Jeremías a que permaneciera soltero (Jer. 16.2) es una señal profética única, pero en el NT se reconoce que para fines específicos el celibato puede constituir un llamamiento de Dios para determinados cristianos (Mt. 19.10–12; 1 Co. 7.7–9), aunque el matrimonio y la vida de familia constituyen el llamamiento normal (Jn. 2.1–11; Ef. 5.22–6.4; 1 Ti. 3.2; 4.3; 5.14).

La monogamia está implícita en el relato de Adán y Eva, ya que Dios creó una sola mujer para Adán. Pero se adoptó la poligamia a partir de la época de Lamec (Gn. 4.19), y la Escritura no la prohíbe. Parecería que Dios dejó que el hombre descubriera por experiencia que su institución original de la monogamia es la relación que conviene. Se deja ver que la poligamia trae aparejados problemas, y que a menudo es motivo de pecado; p. ej. Abraham (Gn. 21); Gedeón (Jue. 8.29–9.57); David (2 S. 11; 13); Salomón (1 R. 11.1–8). A causa de las costumbres orientales se advierte a los reyes hebreos contra ella (Dt. 17.17). Produce celos familiares, como ocurrió con las dos mujeres de Elcana, una de las cuales se convierte en adversaria de la otra (1 S. 1.6; cf. Lv. 18.18). Resulta difícil saber hasta qué punto se practicaba la poligamia, pero desde el punto de vista económico es probable que se haya practicado más entre los hombres de buena posición que entre las gentes ordinarias. Herodes el Grande tuvo nueve esposas a la vez (Jos., Ant. 17.19). La poligamia persiste hasta nuestros días entre los judíos que viven en países musulmanes.

En la época en que se practicaba la poligamia podemos inferir la posición y la relación de las esposas sobre la base de las narraciones y la ley. Es natural que el esposo se sintiera atraído más a una que a otra. Así vemos que Jacob, quien practicó la poligamia por haber sido engañado, amaba más a Raquel que a Lea (Gn. 29). Elcana prefirió a Ana, a pesar de que no le había dado hijos (1 S. 1.1–8). En Dt. 21.15–17 se admite que el esposo pueda amar a una esposa y odiar a la otra.

Como los niños eran importantes, dado que perpetuaban el nombre de la familia, una mujer que no tuviera hijos podía permitir que su esposo tuviera hijos con su esclava. Esto se practicó legalmente en la Mesopotamia civilizada (p. ej. el código de Hamurabi, §§ 144–147), y fue practicado por Sara y Abraham (Gn. 16), y Raquel y Jacob (Gn. 30.1–8), aunque Jacob fue aun más allá y aceptó la sierva de Lea también, a pesar de que Lea ya le había dado hijos (Gn. 30.9). En estos casos se salvaguardan los derechos de la esposa; ella es la que entrega su sierva a su esposo para una ocasión específica. Es difícil darle nombre al estado de la sierva en tales relaciones; es una esposa secundaria más bien que una segunda esposa, aunque si el esposo continuaba teniendo relaciones con ella ocupaba la posición de concubina. Esto explica, quizás, por qué se llama a Bilha concubina de Jacob en Gn. 35.22, mientras que Agar no figura como concubina de Abraham en Gn. 25.6.

Normalmente se elegía a las esposas entre las mujeres hebreas (p. ej. Neh. 13.23–28). El compromiso y el casamiento seguían luego un modelo normal (véase inf.). A veces eran compradas como esclavas hebreas (Ex. 21.7–11; Neh. 5.5). Comúnmente se afirma que el jefe de familia tenía derechos sexuales sobre todas sus esclavas. Sin duda hubo flagrantes ejemplos de promiscuidad de esa naturaleza, pero la Biblia no dice nada al respecto. Es digno de notar que Ex. 21.7–11 y Dt. 15.12 hacen distinción entre una esclava ordinaria, que debía ser dejada en libertad después de siete años, y la que deliberadamente ha sido tomada como esposa o concubina, y que no puede pedir automáticamente su liberación. Ya que en este caso la ley establecía los derechos de la esclava, el jefe de familia o su hijo debían someterse a algún tipo de ceremonia, por simple que fuera, previsto en la ley. Al hablar de los derechos de la esclava este pasaje no dice que los mismos dependan de su palabra, por oposición a la del jefe de familia, ni aun del hecho de que le hubiese dado un hijo a él o a su hijo. Es difícil establecer la posición que ocupaba. Sin duda variaba según fuera la primera, la segunda, o la única “esposa” del jefe de familia. Cuando se la entregaba al hijo del jefe de familia, bien podía tener categoría plena de esposa. El hecho es que esta ley, como lo muestra el contexto, se ocupa de sus derechos como esclava, y no fundamentalmente como esposa.

También se podía tomar esposa entre las mujeres capturadas en guerra, siempre que no fueran palestinas (Dt. 20.14–18). Algunos autores las consideran concubinas, pero las reglamentaciones de Dt. 21.10–14 las colocan en la situación de esposas normales.

No hay ley que se ocupe de las concubinas, y no sabemos cuáles eran sus derechos. Evidentemente ocupaban una posición inferior a la de las esposas, pero sus hijos podían heredar según determinara el padre (Gn. 25.6). El libro de Jueces muestra la manera en que llegó al poder Abimelec, que era hijo de la concubina de Gedeón (Jue. 8.31–9.57), libro en el que tamb. vemos la trágica historia del levita y su concubina (Jue. 19). La impresión que da 19.2–4 es que esta concubina tenía libertad de abandonar a su “esposo”, y que el hombre confió en su capacidad de persuasión para recuperarla. David y Salomón copiaron a los monarcas orientales al tomar muchas esposas y concubinas (2 S. 5.13; 1 R. 11.3; Cnt. 6.8–9). En los dos últimos pasajes al parecer las concubinas provienen de una clase inferior de la población.

En los casamientos normales la esposa se trasladaba al hogar de su marido. Tenemos, sin embargo, otra forma de casamiento en Jue. 14–15. Se practicaba entre los filisteos, y no lo vemos registrado entre los israelitas. Aquí la mujer de Sansón permanece en la casa de su padre, y Sansón la visita. Podría argumentarse que Sansón pensaba llevarla a su casa después de la boda pero que se fue solo, enojado por la jugada que le había hecho. Y sin embargo, ella todavía está en casa de su padre en 15.1, apesar de que en el ínterin se había casado con un filisteo.

II. Costumbres matrimoniales

Las costumbres matrimoniales de la Biblia giran alrededor de los acontecimientos del compromiso y la boda.

a. El compromiso

En el Cercano Oriente el compromiso (el talmúdico ˒ērûsı̂n y qiddûšı̂n) crea casi tanta obligación como el casamiento mismo. En la Biblia se llama a veces “esposa” a la mujer comprometida, y se encontraba bajo la misma obligación de ser fiel (Gn. 29.21; Dt. 22.23–24; Mt. 1.18, 20), y al hombre comprometido se le llamaba “esposo (Jl. 1.8; Mt. 1.19). La Biblia no legisla acerca de la ruptura del compromiso, pero el código de Hamurabi (§§ 159–160) estipula que si el futuro marido rompía el compromiso, el padre de la novia conservaba el regalo de bodas; mientras que si el padre cambiaba de idea, devolvía el doble de lo que valía el regalo (véanse también los códigos legales de Lipit-istar, 29, y Esnunna, 25). Probablemente había alguna declaración formal, pero el grado de publicidad dependía seguramente del novio. Así que José quiso romper su compromiso con María lo más discretamente posible (Mt. 1.19).

El amor y la fidelidad de Dios hacia su pueblo quedan reflejados en los términos de un compromiso en Os. 2.19–20. El compromiso incluía los siguientes pasos:

(i) Elección de cónyuge. Habitualmente los padres del joven elegían su esposa y preparaban el casamiento, como hizo Agar con Ismael (Gn. 21.21), y Judá con Er (Gn. 38.6). A veces el joven mismo elegía, y sus padres se encargaban de las negociaciones, como es el caso de Siquem (Gn. 34.4, 8) y Sansón (Jue. 14.2). Raramente se casaba un hombre contrariando la voluntad de sus padres, como hizo Esaú (Gn. 26.34–35). A veces se preguntaba a la joven si consentía, como en el caso de Rebeca (Gn. 24.58). Ocasionalmente los padres de la doncella elegían a un joven que pudiera ser su esposo, como hicieron Noemí (Rt. 3.1–2) y Saúl (1 S. 18.21).

(ii) Intercambio de regalos. Tres tipos de obsequios se relacionan con el compromiso en la Biblia: 1. El mōhar traducido “dote” (°vp “compensación”) (Gn. 34.12, para Dina; Ex. 22.17, para una joven seducida; 1 S. 18.25, para Mical). El mōhar está implícito, pero no se lo nombra, en pasajes tales como Gn. 24.53, para Rebeca; 29.18, los siete años de trabajo realizados por Jacob para Raquel. El trabajo de Moisés como pastor de las ovejas de su suegro podría interpretarse de la misma manera (Ex. 3.1). Se trataba de un regalo compensatorio del novio a la familia de la novia, además de que sellaba el pacto y unía a ambas familias. Algunos eruditos han considerado que el mōhar era el precio de la novia, pero no se compraba a la esposa como se compraba una esclava. 2. La dote. Era el presente que daba el padre de la novia a su hija o futuro yerno, y que a veces consistía en siervos (Gn. 24.59, 61, a Rebeca; 29.24, a Lea) o tierras (Jue. 1.15, a Acsa; 1 R. 9.16, a la hija de Faraón, esposa de Salomón) u otra clase de valores (Tobías 8.21, a Tobías). 3. El regalo del novio a la novia consistía a veces en alhajas y vestiduras, como las que recibió Rebeca (Gn. 24.53). Ejemplos bíblicos de contratos orales son la oferta de Jacob de trabajar siete años al servicio de Labán (Gn. 29.18) y la promesa de Siquem de entregar presentes a la familia de Dina (Gn. 34.12). En TB se llama šeṭar qiddûšı̂n (Moed Katan 18b) o šeṭar ˒ērûsı̂n (Kiddushin 9a) al contrato de compromiso. Actualmente, en el Cercano Oriente se fijan las contribuciones de cada familia en un contrato escrito de compromiso.

b. Ceremonias nupciales

Un rasgo importante de muchas de estas ceremonias era el reconocimiento público de la relación matrimonial. Debemos entender que no en todos los casamientos se cumplían todos los pasos siguientes.

(i) Vestiduras del novio y de la novia. La novia llevaba a veces vestiduras bordadas (Sal. 45.13–14), joyas (Is. 61.10), una faja especial o “galas” (Jer. 2.32), y velo (Gn. 24.65). Entre los adornos que llevaba el novio podía figurar una guirnalda (Is. 61.10). Ef. 5.27; Ap. 19.8; 21.2 se refieren figuradamente a las blancas vestiduras de la iglesia como la esposa de Cristo.

(ii) Damas de honor y amigos. El Sal. 45.14 habla de las damas de honor para una novia real, y podemos suponer que también las novias de menor categoría tenían sus damas de honor. Por cierto que el novio iba acompañado por un grupo de amigos (Jue. 14.11). Uno de ellos correspondía al padrino en nuestras bodas, y en Jue. 14.20; 15.2, se le llama “compañero”, y en Jn. 3.29 “amigo del esposo”. Puede tratarse de una misma persona que el “maestresala” de la fiesta en Jn. 2.8–9.

(iii) La procesión. Al atardecer del día fijado para la boda, el novio y sus amigos se dirigían en procesión a la casa de la novia. Allí podía tener lugar la cena nupcial; a veces las circunstancias obligaban a que así fuera (Gn. 29.22; Jue. 14), pero puede haber sido bastante común, desde el momento que la parábola de las diez vírgenes en Mt. 25.1–13 se interpreta más fácilmente como que el novio fue a la casa de la novia para el banquete. Se podría pensar, sin embargo, que con mayor frecuencia el novio acompañara a la novia a su propia casa, o a la de sus padres, para el banquete, aunque las únicas referencias al respecto en las Escrituras se encuentran en Sal. 45.14s; Mt. 22.1–14 (bodas reales), y probablemente en Jn. 2.9s.

La procesión podía realizarse con cánticos, música y danzas (Jer. 7.34; 1 Mac. 9.39), y con lámparas si se hacía de noche (Mt. 25.7).

(iv) La fiesta de bodas. Generalmente tenía lugar en la casa del novio (Mt. 22.1–10; Jn. 2.9), y a menudo de noche (Mt. 22.13; 25.6). Muchos parientes y amigos asistían, de modo que era fácil que se acabara el vino (Jn. 2.3). Un maestresala o amigo supervisaba la fiesta (Jn. 2.9–10). Rechazar una invitación a la fiesta era un insulto (Mt. 22.7). Se esperaba que los invitados fueran vestidos de fiesta (Mt. 22.11–12). En circunstancias especiales podía realizarse la fiesta en la casa de la novia (Gn. 29.22; Tobías 8.19). La gloriosa reunión de Cristo y sus santos en el cielo se conoce figuradamente como “la cena de las bodas del Cordero” (Ap. 19.9).

(v) Cubrimiento de la novia. En dos casos en el AT (Rt. 3.9; Ez. 16.8) el hombre cubre a la mujer con su manto o capa, quizás como señal de que la toma bajo su protección. D. R. Mace sigue lo expresado por J. L. Burckhardt (Notes on the Bedouin, 1830, pp. 264) cuando dice que en los casamientos árabes esto lo hace uno de los parientes del novio. J. Eisler, en Weltenmantel und Himmelszelt, 1910, dice que entre los beduinos el novio cubre a la novia con una capa especial y pronuncia las siguientes palabras: “De ahora en adelante nadie sino yo te cubrirá.” Las referencias bíblicas sugieren que se seguía la segunda costumbre.

(vi) La bendición. Los parientes y amigos bendecían a la pareja y les expresaban sus buenos deseos (Gn. 24.60; Rt. 4.11; Tobías 7.13).

(vii) La promesa. Otro elemento religioso era el pacto de fidelidad que se desprende de Pr. 2.17; Ez. 16.8; Mal. 2.14. Según Tobías 7.14, el padre de la novia redactaba un contrato matrimonial que la Misná llama keṯûḇâ.

(viii) La cámara nupcial. Se preparaba especialmente una cámara nupcial (Tobías 7.16). El nombre heb. de esta habitación es ḥuppâ (Sal. 19.5; Jl. 2.16), que originalmente era un pabellón o tienda, y la voz gr. es nymfōn (Mr. 2.19). La palabra ḥuppâ se usa todavía entre los judíos para describir el pabellón bajo el cual se sientan o están en pie los novios durante la ceremonia nupcial.

(ix) La consumación. El novio y la novia eran escoltados hasta la cámara nupcial, a menudo por los padres (Gn. 29.23; Tobías 7.16–17; 8.1). Marido y mujer ofrecían una plegaria (Tobías 8.4) antes de unirse, acto para el que el heb. emplea el término “conocer”.

(x) La prueba de la virginidad. Se exhibía un paño de tela o una camisa femenina manchado con sangre como prueba de la virginidad de la novia (Dt. 22.13–21). Esta costumbre continúa en algunos lugares del Cercano Oriente.

(xi) Las festividades. Los festejos de la boda continuaban durante una semana (Gn. 29.27, Jacob y Lea), o a veces dos (Tobías 8.20, Tobías y Sara). Estas celebraciones contaban con música (Sal. 45; 78.63) y chistes, como los acertijos de Sansón (Jue. 14.12–18). Algunos interpretan el Cantar de los cantares a la luz de una costumbre de los campesinos sirios de llamar al novio y a la novia “rey” y “reina” durante las festividades que siguen a la boda, y de cantarles loas.

III. Grados prohibidos de matrimonio

Los encontramos en detalle en la lista de Lv. 18, y en menor grado en Lv. 20.17–21; Dt. 27.20–23. David Mace, Hebrew Marriage, pp. 152s, los analiza detalladamente. Presumimos que la prohibición regía tanto para una segunda esposa durante la vida de la primera, como para cualquier casamiento subsiguiente después de la muerte de la esposa, excepto para el casamiento con la hermana de la esposa, porque Lv. 18.18, al decir que no se debe tomar en casamiento a la hermana de la esposa durante la vida de esta última, da a entender que puede hacerlo después de su muerte.

Abraham (Gn. 20.12) y Jacob (Gn. 29.21–30) se casaron con grados de parentesco que posteriormente fueron prohibidos. El escándalo en la iglesia de Corinto (1 Co. 5.1) puede haber sido causado por el casamiento de una madrastra después de la muerte del padre; pero como se describe a la mujer como “mujer de su padre” (y no viuda) y al acto se le llama fornicación, es más probable que se trate de un caso de relación inmoral con una segunda esposa joven de su padre.

IV. La ley del levirato

La palabra deriva del lat. levir, que significa “hermano del esposo”. Cuando un hombre casado moría sin tener hijos, se esperaba que su hermano se casara con la mujer. Los hijos del matrimonio figuraban como del primer esposo. Esta costumbre existe en otros pueblos además de los hebreos.

Se supone esta costumbre en el relato de Onán en Gn. 38.8–10. Onán tomó a la esposa de su hermano, pero no quiso que ella tuviera un hijo de él porque “la descendencia no habría de ser suya” (v. 9) y sus propios hijos no disfrutarían de la herencia primaria. Este versículo no enjuicia el control de la natalidad en sí.

Dt. 25.5–10 dice que la ley se aplica a los hermanos que habitan juntos, pero permite al hermano la opción de rehusar.

El libro de Rut muestra que la costumbre se había extendido más allá del hermano del esposo. Aquí vemos que a un pariente al que no se menciona le correspondía el deber primario, y que sólo cuando él rehúsa Booz se casa con Rut. Otra ampliación de la costumbre en este caso es que es Rut, y no Noemí, la que se casa con Booz, presumiblemente debido a que Noemí era demasiado vieja para tener hijos. Se dice que “le ha nacido un hijo a Noemí” (4.17).

La ley del levirato no se aplicaba si habían nacido hijas, y se les da a las hijas de Zelofehad, en Nm. 27.1–11, reglamentaciones para la herencia de las hijas. Podría parecer extraño que los vv. 9–11 aparentemente ignoran, o aun contradicen, la ley del levirato. Podríamos argumentar que todavía no se había promulgado el contenido de Dt. 25.5–10. Por otra parte, cuando surge una ley a raíz de una circunstancia específica, es necesario conocer las circunstancias exactas para poder juzgar lo que la ley pretende cubrir. No habría contradicción con la ley del levirato si la esposa de Zelofehad hubiera muerto antes que él, y la ley se limita aquí a casos similares. Nm. 27.8–11 se aplicaría cuando sólo hubiera hijas, cuando una mujer sin hijos hubiera muerto antes que su esposo, cuando el hermano del marido que hubiere muerto rehusara tomar a la viuda sin hijos, o cuando la esposa siguiera sin tener hijos después de haberse desposado con el hermano de su marido.

En Lv. 18.16; 20.21 se le prohíbe al hombre casarse con la mujer de su hermano. A la luz de la ley del levirato, esto quiere decir claramente que no puede tomarla como su propia esposa, aunque ella hubiese sido divorciada durante la vida de su marido, o hubiera quedado con o sin hijos al morir su esposo. Juan el Bautista censuró a Herodes Antipas por haberse casado con la mujer de su hermano Herodes Felipe (Mt. 14.3–4), que aún vivía.

En el NT los saduceos aplican la ley del levirato para presentar a Jesús un problema sobre la resurrección (Mt. 22.23ss).

V. Divorcio

a. En el Antiguo Testamento

En Mt. 19.8 Jesús dice que Moisés había “permitido” el divorcio a causa de la dureza del corazón de la gente. Esto quiere decir que Moisés no ordenó el divoracio, sino que reglamentó una práctica ya existente, y desde esta perspectiva podemos entender mejor el contenido de la ley en Dt. 24.1–4. °vrv2, °vp y otras vss. dan a entender que hay un mandato en la segunda mitad del vv. 1, pero °nbe sigue a Keil, Delitzsch, S. R. Driver y la LXX, al hacer que el “si” de la prótasis se extienda hasta el final del vv. 3, de modo que el mandato se encuentra realmente en el vv. 4. Cualquiera sea la traducción que adoptemos, al analizar esta sección llegaremos a la conclusión de que el divorcio se practicaba, que se le daba a la esposa algún tipo de contrato, y que desde ese momento ella estaba libre para volver a casarse.

Los motivos de divorcio están expuestos aquí en términos tan generales que no podemos darles una interpretación precisa. El marido encuentra “alguna cosa indecente” (°bj “algo que le desagrada”) en su esposa. Aparte de la cita anterior los términos heb. ˓erwaṯ dāḇār (literalmente, “desnudez de una cosa”), sólo aparecen juntas formando una frase en Dt. 23.14. Poco tiempo antes de Cristo, la escuela de Shammai lo interpretaba solamente como infidelidad, mientras que la escuela de Hillel lo extendía a todo lo que resultara desagradable al esposo. Debemos recordar que Moisés no se propone dar aquí los motivos de divorcio, sino que lo está aceptando como un hecho que se da.

Hay dos situaciones en las que se prohíbe el divorcio: cuando el hombre ha acusado falsamente a su esposa de infidelidad premarital (Dt. 22.13–19); y cuando un hombre ha tenido relaciones con una joven, y el padre de ella lo ha obligado a casarse con ella (Dt. 22.28–29; Ex. 22.16–17).

En dos ocasiones excepcionales se insistió sobre la necesidad del divorcio. Uno fue el caso de los exiliados que retornaron casados con mujeres paganas (Esd. 9–10, y probablemente Neh. 13.23ss, aunque aquí la referencia al divorcio está implícita y no explicita). En Mal. 2.10–16 algunos habían abandonado a sus mujeres judías para casarse con paganas.

b. En el Nuevo Testamento

Al comparar las palabras de Jesús en Mt. 5.32; 19.3–12; Mr. 10.2–12; Lc. 16.18, encontramos que el Señor considera el divorcio y el nuevo casamiento como adulterio, pero no dice que el hombre no puede separar lo que ha unido Dios. En los dos pasajes de Mt. se menciona la fornicación (°nbe “unión ilegal”; °ba “infidelidad”) como la única razón por la cual un hombre puede desvincularse de su esposa, mientras que en Mr. y Lc. no aparece esa salvedad. Comúnmente se toma fornicación aquí como equivalente de adulterio; en forma similar, la conducta de la nación como esposa de Yahvéh se considera adulterio (Jer. 3.8; Ez. 23.45) y fornicación (Jer. 3.2–3; Ez. 23.43); en Ecl. 23.23 se dice que una esposa infiel ha cometido adulterio en fornicación (cf. también 1 Co. 7.2, donde “inmoralidad” [ °nbe ] es “fornicación” [así °vrv2 ] en gr.).

La razón por la cual Marcos y Lucas omiten la cláusula de excepción podría ser que ningún judío, griego, o romano dudó jamás que el adulterio constituyese causal de divorcio, y los evangelistas lo dieron por sentado. Igualmente, Pablo en Ro. 7.1–3, al referirse a la ley judía y la romana, ignora la posibilidad del divorcio en casos de adulterio, cosa que ambas leyes incluían.

Se han sostenido otras teorías relativas al significado de las palabras de Cristo. En algunas, fornicación se refiere a la infidelidad prematrimonial que el esposo descubre después del casamiento. Otros han sugerido que los cónyuges descubren que se han casado dentro de los grados prohibidos de parentesco, cosa que por su poca frecuencia no habría merecido una excepción especial en las palabras de Cristo. Los católicos romanos sostienen que la declaración sanciona la separación, pero no el nuevo matrimonio. Es difícil excluir de Mt. 19.9 la autorización para volver a casarse, y entre los judíos no existía la separación sin permiso para volverse a casarse.

Algunos han dudado de la autenticidad de Mr. 10.12, ya que normalmente una mujer judía no podía divorciarse de su marido. Pero sí podía apelar al tribunal por el trato que le daba su marido, y el tribunal podía obligar al esposo a divorciarla. Más aun, Cristo puede haber estado pensando en las leyes griegas y romanas, según las cuales la esposa podía divorciarse, como lo hizo Herodías de su primer marido.

Hay una fuerte corriente de opinión, tanto entre los protestantes como entre los católicos romanos, según la cual 1 Co. 7.10–16 ofrece otra causal de divorcio. Aquí Pablo repite la enseñanza que había impartido el Señor en la tierra, y luego, bajo la guía del Espíritu, ofrece enseñanza que va más allá de lo que el Señor había enseñando, dado que se había presentado una situación nueva. Cuando uno de los cónyuges de un matrimonio pagano se convierte a Cristo, él o ella no debe abandonar al otro. Pero si el otro insiste en dejar al cristiano, “no está el hermano o la hermana sujeto a servidumbre en semejante caso”. Esta última cláusula no puede significar simplemehte que tienen libertad para abandonarse el uno al otro, sino que debe querer decir que están en libertad de volver a casarse. Esta nueva causal, que a primera vista es de aplicación limitada, se ronoce como el “privilegio paulino”.

En la confusa situación actual en lo concerniente al casamiento, el divorcio, y el nuevo casamiento, la iglesia cristiana, al tratar con los conversos y los miembros arrepentidos, a menudo se ve obligada a aceptar la situación según se haya presentado. Un converso que previamente se había divorciado sobre una base suficiente o insuficiente, y que se ha vuelto a casar, no puede volver a su cónyuge original, y no puede llamarse adulterio al nuevo matrimonio (1 Co. 6.9, 11).

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Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico