MERCABA, CARRO Y TRONO DE DIOS

(-> Cabala, trono, fuego, querubines). Ezequiel es un sacerdote culto, identificado con la causa de Yahvé. Ha vivido los acontecimientos dolorosos que marcan el derrumbamiento del estado judí­o y que desembocarán en la ruina del templo de Jerusalén: Josí­as muere el año 609 a.C., en Meguido, y de esa forma acaba su intento de reforma polí­tico-social del pueblo israelita; el 597 a.C. Nabucodonosor conquista Jerusalén y lleva deportados a sus nobles y habitantes más significativos, entre ellos a Ezequiel. Se produce una fuerte escisión: muchos de los que han quedado en Jerusalén, con el rey Sedecí­as, buscan de nuevo la independencia nacional (a pesar de los avisos de Jeremí­as); también algunos desterrados de Babel esperan y planean un rápido retomo. En esta situación ha de entenderse la experiencia fundante de Ezequiel, el quinto año de su destierro, es decir el 793-792 a.C., cuando «ve» que el mismo Dios sale de Jerusalén, para habitar con los cautivos, pues su templo será destmido. Esta visión del «carro de Dios» abandonando Jerusalén constituye uno de los testimonios más importantes de la profecí­a israelita, un texto lleno de signos que ha seguido y sigue siendo fuente de contemplación para generaciones de israelitas y cristianos.

(1) Texto básico. La nota central de esta experiencia (que será reafirmada por Ez 10) es la certeza de que el mismo Yahvé acompaña en el destierro a sus cautivos. Esta es una palabra fuerte de consuelo para los cautivos: no están solos, abandonados a su suerte; la misma gloria de Dios está cautivada y habita en medio de ellos. Pero es, al mismo tiempo, una palabra de juicio y amenaza en contra de las instituciones y personas de Jemsalén/Judá, porque han rechazado a Dios y Dios les ha abandonado. «Miré y he aquí­ que ve ní­a del norte un viento [ruah] huracanado, una nube enorme y un fuego relampagueante y un fulgor en torno; y en medio de él como un brillo de electro [hasmal] que salí­a de en medio del fuego [‘es]. Del centro del mismo [emergí­a] la imagen [demut] de cuatro vivientes y éste era su aspecto: tení­an semejanza humana [demut †™adam], y cada uno de ellos poseí­a cuatro rostros y cuatro alas. Sus piernas eran rectas y las plantas de sus pies como la planta de pie de un novillo y brillaban como bronce bruñido. Por debajo de las alas tení­an manos de hombre a los cuatro lados. Y los cuatro poseí­an rostros y alas. Sus alas se tocaban las unas con las otras; y al marchar no se volví­an sino que cada uno marchaba de frente. Y la semejanza de sus rostros era: rostro humano y rostro de león por la derecha de los cuatro, y rostro de toro por la izquierda de los cuatro y rostro de águila. Y sus rostros y sus alas estaban extendidas hacia lo alto: dos alas se juntaban una con otra, con dos se cubrí­an el cuerpo. Cada uno de ellos marchaba de frente: marchaban hacia donde el Espí­ritu (ruah) les llevaba a marchar y no se volví­an al hacerlo. Y entre esos vivientes habí­a como una visión: como ascuas de fuego, como unas antorchas (lappidim, rayos) discurriendo entre los vivientes. Y el fuego (†™es) fulguraba y del fuego salí­an relámpagos (baraq). Y los vivientes iban y vení­an a modo de exaltación. Miré a los vivientes y he aquí­ que una rueda (‘ophan) estaba en el suelo al lado de cada uno de los cuatro vivientes. El aspecto y hechura de las ruedas era como el fulgor de (piedra) de Tarsis… e infundí­an terror, pues sus circunferencias estaban llenas de ojos. Cuando caminaban los vivientes, avanzaban a su lado las ruedas; y cuando se elevaban los vivientes del suelo, se elevaban también las ruedas… Sobre la cabeza de los vivientes habí­a una semejanza de basamento [raqi†™a] como el fulgor aterrador del cristal, extendido por encima de sus cabezas. Debajo del basamento, sus alas estaban emparejadas horizontalmente en parejas; cada uno se cubrí­a el cuerpo con un par. Y oí­ el rumor de sus alas cuando caminaban; era como estruendo de aguas [mayim] caudalosas, como la voz de Sadday… Y por encima del basamento que estaba sobre sus cabezas habí­a como una vi sión de piedra de zafiro, una semejanza de Trono [denmt /ússe’]; y sobre esa semejanza de Trono una visión como semejanza de ser humano [denmt kemar†™eh ‘adam} sobre él en lo alto… Era la visión de la Imagen de la Gloria de Yahvé. Al contemplarla caí­ rostro en tierra» (Ez 1,4-28). Esta es la teofaní­a de la Mercabá, del carro de Dios, que los estudios judí­os de la Cábala han tomado como centro y compendio de toda la Escritura.

(2) Signo fundante. El Dios del fuego. Ezequiel, sacerdote desterrado, ha descubierto que el Dios del carro sagrado, expresión del mismo cosmos, ha venido a compartir el destierro con los israelitas cautivos. Los primeros elementos de la teofaní­a (viento, nube, fuego…) son comunes y aparecen también en otras teofaní­as. En el centro de todo está el fuego de Dios [‘es] y en el centro del centro está el mismo Dios a quien, siguiendo la interpretación de los LXX, hemos presentado como electro: metal brillantí­simo, pulido, incandescente, compuesto de una mezcla de oro y plata. Conforme a la voz hebrea aquí­ empleada (hasmal), Dios es fuente original del fuego, brasa que arde sin nunca consumirse. Este es el rasgo fundante de su teofaní­a: núcleo de fuego rodeado por una inmensa nube, abriéndose a manera de viento sobre el mundo.

(3) Cuatro vivientes, los querubines. Da la impresión de que el fuego de Dios se abre y deja ver en su centro la figura de cuatro seres misteriosos. El texto paralelo y posterior (Ez 10,lss) les llama ya desde el principio querubines. Pero aquí­ no han recibido ese nombre, sino que aparecen como vivientes (hayot), portadores de un trono. No importan por sí­ mismos, interesa su función: son piernas de novillo fuerte que sostienen el peso de Dios y caminan por la tierra; son alas que cubren el cuerpo desnudo, en reverencia grande, mientras suben y vuelan, llevando por el aire el gran misterio de la creación, el fuego de Dios. Desde el fondo de estos vivientes o animales cósmicos emerge la certeza de que el mundo entero es trono de Dios, especialmente en sus estratos más excelsos. Para entender mejor su representación exterior (hí­bridos de rostro humano, piernas de novillo y alas de gran águila) podemos recordar algunas figuras de aquel tiempo, con vivientes alados que se orientan hacia los cuatro puntos cardinales, con tronos que se apoyan sobre grandes animales (águilas, toros o leones) que les sirven de soporte. Al mismo tiempo, Ezequiel utiliza la simbologí­a del templo de Jerusalén, donde, según la más antigua tradición (quizá preisraelita), Dios se sienta en un trono de querubines o seres alados (cf. Sal 18,11; 80,1; 99,1), elevándose sobre una placa o cubierta sobre la que extienden sus alas dos querubines (cf. Ex 25,22; 26,1.31; 1 Sm 4,4; 1 Re 6,2336). Estos vivientes poseen, por un lado, figura humana que se expresa, sin duda alguna, por el rostro; pero, al mismo tiempo, muestran la fuerza del novillo (piernas), la rapidez del águila (alas), la fiereza del león (rostro): son como expresión de todos los poderes de la vida, signo de Dios, siendo al mismo tiempo un reflejo de la unión del hombre con el mundo de la vida, con los animales de la tierra.

(4) El carro de Dios. Los vivientes son seres paradójicos, no sólo por las formas del cuerpo (rostro, alas, piernas), sino también por la pluralidad de rasgos: son basas del trono divino, puntos cardinales, la totalidad del mundo. Al mismo tiempo, cada uno tiene cuatro rostros: hombre, león, toro y águila. Parece que los cuatro se vinculan, como plenitud cósmica. El simbolismo es fuerte y hermoso, pero no se puede forzar de un modo unilateral, pues el texto paralelo de Ez 10,13-14 cambia la composición del gran Carro de Dios y pone un querubí­n en vez del toro, en comparación que parece más elaborada. Esos vivientes (vida en plenitud, el cosmos entero) aparecen en el texto como portadores de Dios. Por eso se añade que el Viento/Espí­ritu fundante (ruali) les hace andar como si el mismo Dios alentara por ellos. En este contexto, llevando la paradoja hasta el extremo, las alas se vuelven ruedas: los cuatro vivientes se presentan como cí­rculos (‘ophanim), en una de las transformaciones más interesantes y profundas de la simbologí­a religiosa. Es evidente que ellas forman parte de un Carro, aunque aquí­ no se diga. El texto paralelo (Ez 10,13) les llama galgal: cí­rculos de un trono, ruedas de una especia de Carroza sagrada de Dios, como ha visto la tradición judí­a y cristiana, especialmente la Cábala. Los vivientes, convertidos en ruedas, vuelan en la altura con sus alas inmensas y ruedan sobre el suelo con el giro de sus cí­rculos constantes. Llevan a Dios; éste es su misterio. En la base del trono de Dios están los vivientes hechos ruedas o esferas que representan el plano superior del universo: los cí­rculos astrales, el perfecto movimiento de los seres que Gn 1,14-15 habí­a colocado en el centro de la creación, para fijar los tiempos y fiestas de los hombres.

(5) Basamento de cristal. Las comparaciones anteriores nos permiten entender la palabra clave del pasaje que es raqi†™a: sobre los vivientes/ruedas se extiende una especie de plataforma que sirve de techo o firmamento para lo de abajo y de sostén o suelo para lo de arriba, como sabe Gn 1,6 y como recuerda, en otro plano, el kapporet de Ex 25,21: éste es el basamento en que se apoya el trono de Dios, lugar donde sus pies se asientan y reposan: abajo quedan los vivientes cósmicos, con el ruido de sus grandes alas, convertido en estruendo de aguas/mares y en fragor de truenos fuertes que son voz (qol) del Dios poderoso o El Sadday; encima se escucha el estruendo de Dios, pero el profeta no se atreve a describirlo. A medida que vamos avanzando, las imágenes se vuelven más sobrias. Del basamento (placa o cielo) que es lugar de separación entre Dios y los vivientes/ruedas del mundo inferior no se dice nada. Es posible que los oyentes y lectores primeros de Ezequiel no necesitaran más explicaciones, ni pudieran darlas; éste es el lí­mite y centro del misterio.

(6) Trono de la Gloria de Yahvé: la semejanza humana. Lo que está encima del carro, más allá del basamento, es el gran misterio, sobre el que sólo se pueden trazar algunas comparaciones: hay una semejanza de Trono, signo del poder de Dios; hay una semejanza del ser humano, de forma que, si el hombre era imagen de Dios Gn 1,26-27, aquí­ podemos añadir que Dios mismo es imagen del hombre; hay un fulgor de electro, que nos dice de nuevo que Dios se identifica con el fuego. El texto acaba señalando que ésta no es visión de Dios; no es siquiera una experiencia de su gloria (Kabod): es sólo la visión de la imagen (demut) de la Gloria de Yahvé. Esperábamos ver a Dios y en largo esfuerzo de concentración de ascenso (vivientes, ruedas, basamento) sólo vemos un Carro y un Trono, un como ser humano, un como foco de fuego, para escuchar después que todo es simplemente una como imagen de la Gloria de Yahvé. Esta es la gran Ma’ase Merkabá (Obra del Carro) que la Cábala judí­a ha entendido junto a la Ma’ase Bereshit (Obra del principio: Gn 1), como expresión de todo el misterio de Dios, objeto de meditación suprema para los iniciados en misterios superiores.

Cf. D. J. Halpern, The Merkabali in rabbinic Literature, AOS 62, New Haven CO 1980; The Faces of the Chariot. Early Jewish Responses to EzekieVs Vision, TSAJ 16, Tubinga 1988;A. Kuyt, The Descent to the Chariot: Towards a Description of the Terminology, Place, Fnnction and Nature ofthe Yeridah in Hekhalot Literature, Tubinga 1995; P. S. G. Scholem, La Cábala y su simbolismo, Siglo XXI, Madrid 1978; Las grandes tendencias de la mí­stica judí­a, Siruela, Madrid 2000.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra