MIEDO

v. Espanto, Temor, Terror
Gen 3:10 oí tu voz en el huerto, y tuve m, porque
9:2


(temor).

– Los discí­pulos, al ver a Jesús sobre el agua, pensaron que era un fantasma Mat 14:25.

– Los Apóstoles, antes de Pentecostés, Jn.20-19.

– Ver “Temor de Dios”.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

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Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

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Sentimiento de desconfianza y recelo ante una situación, persona, peligro o riesgo. Puede ser de diversa intensidad, desde el temor, el recelo o la aprensión, hasta el pánico, el terror o el horror.

Existen miedos religiosos sanos (“El temor de Dios es el comienzo de la sabidurí­a”: Prov. 1.7) y existen miedos patológicos que no son “religiosos” aunque se den en objetos relacionado con la fe o lo espiritual.

(Ver Temor)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(-> envidia). En un lugar importante de la antropologí­a bí­blica hallamos el temor de los hombres, que se expresa de un modo especial en la historia de 1 Henoc, con la invasión de los vigilantes y en las narraciones del Exodo, con la opresión general de los hebreos. Hay también un miedo o terror sagrado ante el misterio, que se manifiesta en muchos textos, desde la teofaní­a de Henoc* (1 Hen 14) o de Moisés (Ex 3,6) hasta el miedo de las mujeres ante la tumba vací­a (Mc 16). El Dios bí­blico responde al temor de los hombres diciendo “no temas” (cf. Gn 15,1; 21,17; 26,24; Jos 1,9; Lc 1,13.30; etc.). También el ángel de la pascua dice a las mujeres “no temáis”: la revelación de Cristo se expresa como superación del miedo, como mensaje de alegrí­a por la resurrección*. Desde ahí­ evocamos, de manera algo más extensa, el miedo de los injustos en Sabidurí­a y el de los sacerdotes en el Evangelio.

(1) Libro de la Sabidurí­a. La injusticia nace del miedo a la muerte que se expresa y crece en aquellos que no aceptan la vida como don de Dios, descubriéndose inmersos y atrapados en un mundo donde todo acaba, de manera que también ellos terminan. Esta experiencia de su limitación no les lleva a gozar de lo que existe, en gesto agradecido, sino todo lo contrario: “La vida es corta y triste y no hay remedio cuando muere el hombre… Nacimos casualmente y pronto acabaremos, como si no hubiéramos vivido, porque el espí­ritu o respiración de nuestras narices es humo y la palabra una chispa que palpita en nuestro corazón” (cf. Sab 2,1-3). Esta es la condición de la vida, ante la que son posibles dos respuestas, (a) Los justos son capaces de mirar sin violencia ni miedo radical a la muerte, aceptando lo que existe, y de esa forma descubren la promesa de una vida más alta, que es gracia, en el fondo de su mismo saber de finitud, porque en ella descubren el valor infinito de la Sabidurí­a de Dios, (b) Los injustos, en cambio, están dominados por el miedo a la muerte y para dominarlo acaban enamorándose de ella, en intensa y brutal paradoja, que desemboca en la violencia. “La justicia es inmortal… Pero los impí­os la llaman (a la muerte) con gestos y palabras; por ella se consumen, creyéndola su amiga” (Sab 1,15-16; cf. 2,24). El miedo se convierte en atracción, el rechazo se vuelve deseo, de manera que los impí­os quedan fascinados y atrapados por la muerte. Frente a la alianza o matrimonio de los fieles con la Sabidurí­a amiga-esposa, que ilumina su existencia de un modo gozoso (cf. Sab 8,2), viene a expresarse aquí­ el amor fati, el gozo por la muerte, que se expresa en forma de violencia en contra de los justos* (Sab 2). El mismo miedo alimenta la violencia. Paradójicamente, los impí­os se enamoran de aquello que más temen. El amor de la Sabidurí­a tendrí­a que haber sido matrimonio de gracia, donde el Dios esposo (o esposa) ilumina la existencia de los fieles y la mantiene en actitud de alianza confiada, por encima del miedo a la muerte. Pero el amor de la muerte, interpretado como unión “fatal”, vincula al hombre con aquello que más odia, en matrimonio de fornicación (pomeia), según vieron desde antiguo los profetas: los í­dolos o amantes prostituidos (cf. Sab 14,12) se identifican con la muerte y de esa forma hacen que los hombres se maten entre sí­. Este miedo y amor a la muerte conforma de manera radical la vida de los injustos: ciega sus ojos, les impide abrirse a la Sabidurí­a de Dios y les encierra en un mundo de envidia* (cf. 2,24; 6,23), que conduce de forma irresistible a la violencia.

(2) Los que condenan a Jesús (amor*, envidia*). Según el Evangelio, el temor humano se expresa de forma paradigmática en el proceso de Jesús: “Los escribas y los sumos sacerdotes buscaban la manera de matarle, porque le tení­an miedo, pues todo el pueblo estaba admirado de su doctrina” (Mc 11,18). Quizá le temí­an directamente, porque les acusaba y porque anunciaba el fin del templo. Quizá temí­an que el pueblo, influido por Jesús, dejara de aceptarles. En ese contexto sitúa Juan la reflexión de sacerdotes y fariseos, reunidos en Sanedrí­n (tribunal de juicio): “Si le dejamos, todos creerán en él y vendrán los romanos y nos quitarán el lugar (= templo) y el étimos (el pueblo)” (Jn 11,48). Tienen miedo de “perder su ley”, de quedarse sin templo, sin sacrificios e ingresos económicos, es decir, sin pueblo. Así­ aparecen como signo de perversión sacral: no sirven para nada (nada aportan) y por eso se hacen “fin en sí­”: necesitan fie les sometidos y lugares de influjo sagrado (como suponí­a en un contexto polí­tico el apólogo de Jotán: Je 9,7-20). En ese contexto se entiende la intervención de Caifas, el sumo sacerdote, cargada de ironí­a y doble sentido, cuando expone su razón polí­tica: “Os conviene que muera un hombre por el pueblo y no que perezca todo el pueblo” (Jn 11,50). Caifás defiende el interés de su grupo de sacerdotes-escribas dominantes, que él identifica, sin duda, con los intereses del pueblo, que ellos controlan y dirigen desde el templo, en virtud del pacto de poder que han hecho con los romanos. Los sacerdotes tienen que “defender” sus intereses, suponiendo que concuerdan o pueden compaginarse con los intereses de Pilato (conforme a un esquema de ley). Quieren mantener sus privilegios, tienen miedo de Jesús.

Cf. J. Delumeau, El miedo en Occidente. Siglos XIV-XVIII, Taui’us, Madrid 1989; X. Plkaza, Antropologí­a bí­blica, Sí­gueme, Salamanca 2006; H. Urs vonBalthasar, Teologí­a de la historia, Encuentro, Madrid 1992.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Si miramos a nuestro alrededor y observamos el mal que actualmente padece hoy la sociedad europea, nos daremos cuenta de que es el miedo y la angustia: miedo a perder la patria, en esas naciones que luchan de manera sangrienta, con una crueldad feroz, para independizarse de otros, o para oprimir a otros (recordemos, por ejemplo, el terrible drama de la ex Yugoslavia); miedo a ser privados de nuestro bienestar (recordemos los desórdenes raciales en Alemania, contra los inmigrantes); en nuestro paí­s tenemos miedo a perder el bienestar económico, porque la barca del Estado hace agua. ¿A qué se debe este miedo que nos alcanza a todos, antes o después? Es un miedo que no podemos quitarnos de encima del todo porque tiene que ver con la libertad. Cuando la libertad se concibe como algo absoluto, ya no existe ni el antes ni el después, todo es incierto, oscuro, se me viene el mundo encima, todo me aplasta, ya no puedo fiarme de nadie. Es la exasperación de la libertad convertida en algo absoluto, sin fundamento y sin referencias. San Ignacio enseña que, en cambio, cuando busco la libertad con fundamento, empiezo a mirar a la cara mi miedo, a superarlo, comienzo a exorcizar la angustia, porque me doy cuenta de que el fundamento de mi libertad es Dios, y que él me ama, que me ha creado, que me conoce. Es él quien me libera, quien me indica el camino. Y si miro al futuro de mi libertad, sé que está en las manos de Dios, que es siempre Dios el que me llama, el que me guí­a. Si miro al presente, es Dios quien sostiene y promueve mi libertad; es, por así­ decirlo, un aficionado mí­o, desea que yo triunfe. De este modo, mi libertad se sitúa en el lugar que le corresponde, y mis sentimientos negativos de angustia, de miedo, pueden seguir existiendo allí­ en el fondo, puesto que la vida es dura y ardua para todos, pero están en otra dimensión. Yo sé en quién puedo confiar, sé de quién me puedo fiar, sé en quién puedo apoyarme.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

Desde el punto de vista moral

El miedo es una perturbación del alma como consecuencia de la aprehensión de un peligro presente o futuro. Aquí se le considera desde el punto de vista moral, o sea, en la medida en que es un factor que debe ser considerado al pronunciarse sobre la libertad de los actos humanos, así como también al ofrecer una excusa adecuada por el incumplimiento de la ley positiva, sobre todo en la ley de origen humano. Finalmente, se le considera aquí en cuanto impugna o deja intacta, en el campo de la conciencia y sin hacer referencia a su ejecución explícita, la validez de ciertos compromisos o contratos voluntarios.

La división de miedo más comúnmente en boga entre los teólogos es mediante la que ellos distinguen entre miedo grave (metus gravis) y miedo leve (metus levis). La primera es la que nace del discernimiento de algún peligro formidable e inminente. Si éste es real, y sin reservas, de grandes proporciones, entonces se le llama absolutamente grave. De otro modo, lo es sólo relativamente, como por ejemplo, cuando se toma en cuenta la mayor susceptibilidad de cierta clase de personas, tales como ancianos, mujeres y niños. El temor leve es el que surge al enfrentarse alguien a cierto peligro de dimensiones insignificantes, o que sólo tiene pocas probabilidades de realizarse.

Es costumbre también notar un temor en el cual el elemento de reverencia es predominante (metus reverentialis), o sea, que tiene su fuente en el deseo de no ofender a los padres o superiores. En sí mismo, tal temor está en la categoría de leve, aunque en ciertas circunstancias puede escalar hasta convertirse en grave. Un criterio bastante uniforme usado por los moralistas para determinar lo qué, realmente y aparte de las condiciones subjetivas, es un miedo grave se encuentra contenido en esta afirmación. Es el sentimiento que se calcula puede influenciar a un varón sólidamente equilibrado (cadere in virum constantem). Otra importante clasificación es la del temor que procede de alguna fuente dentro de la misma persona, por ejemplo, el que surge por el conocimiento de que uno ha contraído una enfermedad mortal; y el miedo que proviene de afuera, o es producido, a saber, por alguna causa extrínseca al sujeto atacado por el miedo. En este último caso, la causa puede ser natural, tal como una probable erupción volcánica, o reconocible en la actitud de algún agente libre.

Finalmente, se puede observar que uno puede haber sido sometido a un ataque de miedo justa o injustamente, según que quien provoque esta pasión esté actuando dentro de sus derechos o extralimitándose. Las acciones que se realizan bajo el estrés del miedo, excepto, por supuesto, si es tan intenso que desplaza a la razón, son considerados como la progenie legítima de la voluntad humana, o son, como dicen los teólogos, simplemente voluntarios, y por lo tanto, son imputables. La razón es obvia: tales actos carecen de adecuada advertencia y de consentimiento suficiente, aunque este último se suscitó sólo para evitar un mal mayor, o uno que sea percibido como tal. Sin embargo, en la medida en que van acompañados de una repugnancia más o menos vehemente, se consideran involuntarios en un sentido limitado y parcial.

La inferencia práctica de esta enseñanza es que un acto malo que por otra parte tenga la eminencia de un pecado grave, permanece como tal aunque se haya realizado por miedo grave. Esto es verdad cuando la trasgresión va contra la ley natural. En el caso de obligaciones que emergen de preceptos positivos, ya sean humanos o divinos, un temor serio y bien fundado puede servir a menudo de excusa, de modo que el fracaso en el cumplimiento de la ley bajo tales circunstancias no se considera pecaminoso. Nunca se presume que el legislador haya tenido en mente imponer un acto heroico. Sin embargo, esto no es válido cuando ceder ante tal miedo puede significar daños considerables al bien común. Así, por ejemplo, el párroco, en una parroquia afectada por una epidemia, está obligado por ley a permanecer en su puesto, sin importar el miedo que pueda sentir. Se debe añadir que la atrición o dolor por el pecado, aunque sea el fruto del temor inspirado al pensar en las penas del infierno, no es en ningún sentido involuntario. O por lo menos no debe ser así, si se aprovecha en el Sacramento de la Penitencia para la justificación del pecador. El fin buscado por esta especie de dolor imperfecto es precisamente un cambio de voluntad, y el abandono del apego al pecado es bueno sin reservas y algo muy razonable. Por lo tanto, no hay espacio para ese pesar concomitante, o disgusto, con el que se realizan otras cosas a causa del temor.

Por supuesto, Es innecesario observar que lo que se ha dicho hasta aquí se refiere siempre a lo que se hace como resultado del miedo y no a lo que sucede meramente en o con miedo. Es válido un voto que se hace por temor producido por causas naturales, tales como un naufragio inminente; pero es inválido uno que arrancado como efecto del miedo aplicado injustamente a otro; esto último es probablemente cierto incluso cuando el miedo es leve, si es suficiente motivo para hacer el voto. La razón es que es difícil concebir que tal promesa sea aceptable a Dios Todopoderoso. En lo concerniente a la ley natural, el miedo no invalida los contratos. No obstante, cuando una de las partes ha sufrido coacción por parte de la otra, el contrato es anulable si así lo determina la parte afectada. En cuanto al matrimonio, a menos que el miedo que induzca su celebración sea tan extremo que anule el uso de la razón, la enseñanza común es que tal consentimiento sería vinculante, teniendo en cuenta por el momento sólo la ley natural. Vale la pena notar que la mera insensibilidad ante el temor que se origine en la estolidez, el orgullo, o la falta de una valoración apropiada de incluso las cosas temporales, no es una característica valiosa del carácter. Por el contrario, representa un temple vicioso del alma, y a veces sus efectos pueden ser notablemente pecaminosos.

En Derecho Canónico

Es una perturbación mental causada por la percepción de algún peligro próximo o lejano. Dado que el temor, en mayor o menor grado, disminuye la libertad de acción, los contratos firmados por temor pueden ser considerados inválidos. De modo parecido, el temor en ocasiones exime de la aplicación de la ley en un caso particular. También exime del castigo vinculado con la comisión de un acto contrario a la ley. La causa del miedo se halla en uno mismo o en una causa natural (temor intrínseco) o en otra persona (temor extrínseco). El temor puede ser grave, como por ejemplo cuando es capaz de influenciar a un hombre de voluntad recia, o ligero si afecta a una persona débil. Para que el temor sea considerado grave se requieren ciertas condiciones: el temor debe ser grave en sí mismo y no solamente ser visto como tal en el pensamiento del que lo padece; debe tener un fundamento razonable; las amenazas deben ser ejecutables; la ejecución de las amenazas que causan el temor debe ser inevitable. Nuevamente, el miedo se divide en justo o injusto, según la justedad o no de las razones que llevan al uso del miedo como una fuerza coercitiva. El temor reverencial es el que se da entre superiores y subordinados. El temor grave disminuye la fuerza de voluntad pero no se puede decir que la cancele totalmente, fuera de algunos casos excepcionales. El miedo leve (metus levis) ni siquiera disminuye la fuerza de voluntad, de ahí la expresión “el temor tonto no es excusa justa”.

Los casos siguientes son ejemplos que ilustran la manera cómo el temor afecta los contratos, el matrimonio, los votos, etc. realizados bajo su influencia. El miedo grave dispensa de la ley y de las censuras que ella conlleva, en caso de que la ley sea eclesiástica y su no observancia no afecte el bien común, la fe o la autoridad de la Iglesia. Pero si se trata de la ley natural, el temor únicamente exonera de la censura (Commentators on Decretals, tit. “De his quae vi metusve causa fiunt”; Schmalzgrueber, tit. “De sent. excomm.” n. 79). Un miedo que sea grave, extrínseco, injusto e infligido con miras a forzar el consentimiento anula el contrato matrimonial, pero no así si el miedo es solamente intrínseco. La carga de la prueba recae en la persona que alega haber actuado por temor. El miedo reverencial, si fuese también extrínseco, o sea, acompañado de amenazas, golpes o súplicas fuertes dirigidas a obtener consentimiento, también invalida el matrimonio. Calificado como acabamos de decir, el miedo es un impedimento dirimente del matrimonio si va acompañado de violencia o amenazas (vis et metus). Para más detalles vea algún manual de derecho canónico,por ejemplo, Sanni-Leitner “Praelect. Jun Can.” (Ron, 1905), TP”56-59;”Heiner, “Kathol. Mec (Munster, 1905), 82-86; también Ploch, “De Matr. vi ac metu contracto” (1853). Para la historia de este impedimento vea Esmein, “Le mariage en droit canonique” (París, 1891), I, 309; II, 252; también Freisen, “Gesch. des kanon. Eherechts etc.” (Tubingen, 1888).

La renuncia a un cargo, cuando se hace por temor injusto, generalmente se considera válida, pero puede rescindirse a menos que haya sido confirmada con un juramento. Por otro lado, si se ha ejercido justamente el miedo sobre una persona, la renuncia continúa en vigor (S. Cong. Conc. 24 abril, 1880). La ordenación recibida bajo temor grave e injusto es válida, pero no se contraen las obligaciones de la orden a menos que haya una posterior aceptación espontánea de aceptar la obligación (Sánchez, De matrim.”, VII, Disp. XXIX, n. 5). En tales casos, si se desea ser liberado de las obligaciones, debe pedirse una dispensa a la Santa Sede (S. Cong. Conc. 13 agosto 1870). Lo mismo se aplica respecto a los votos de la profesión religiosa, y a cualquier otro voto realizado bajo influencia del temor grave, extrínseco, injusto o reverencial (véase votos). En la legislación inglesa, cuando existe prueba de fuerza y temor, la ley restablece a las partes del contrato a la posición en que se encontraban antes de firmarlo, y puede declarar responsable a la parte restrictiva por la reparación de los daños causados a la parte atemorizada. La máxima de la ley común: “lo que en otras circunstancias sería bueno y justo, si se hace por la fuerza o fraude, se convierte en malo e injusto”.

Vea consentimiento, contrato, violencia.

Fuente: Delany, Joseph. Dunford, David. “Fear.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 6. New York: Robert Appleton Company, 1909.
http://www.newadvent.org/cathen/06021a.htm

http://www.newadvent.org/cathen/06020b.htm

Traducidos por Javier Algara Cossío. L H M.

Fuente: Enciclopedia Católica