MILAGRO

v. Maravilla, Prodigio, Señal
Exo 7:9 mostrad m; dirás a Aarón: Toma tu vara
Jdg 13:19 el ángel hizo m ante los ojos de Manoa
Mat 7:22 dirán .. en tu nombre hicimos muchos m?
11:20


Milagro (heb. ‘ôth, “signo”, “muestra”, “augurio”; môÆ’êth, “señal”, “prodigio”; pele’, “maravilla”; gr. dúnamis, “poder”; seméion, “señal”). La palabra española proviene de lat. miraculum, “un objeto para maravillarse”, “una maravilla [algo maravilloso, una cosa extraña, algo admirable]” (del verbo mirari, “maravillarse [asombrarse, sorprenderse]”). Intervención sobrenatural en los asuntos humanos que no se puede explicar sobre la base de las leyes naturales conocidas, o algo que no se esperarí­a en el transcurso natural de los eventos. Un examen de los milagros realizados por nuestro Señor clarifica su naturaleza y propósito. Jesús nunca ejerció su poder divino para beneficio propio o meramente para satisfacer la curiosidad ociosa (cÆ’ Mat 16:4; Luk 23:8, 9). Cada uno parece responder a una necesidad material o fí­sica especí­fica. Aseguraba a quien los recibí­a, y a los observadores, el amor, la simpatí­a y el interés de su Padre celestial, su deseo y capacidad para solucionar sus problemas espirituales (Mar 2:9-11; Joh 6:11, 12, 27; 9:5-7, 39, 41; 11:23-26, 37, 44), y, al mismo tiempo, inspirar fe en él como el Hijo de Dios (Joh 11:27, 45; 15:24). Una y otra vez Jesús señaló sus “obras” como evidencia de ser el Mesí­as y de su autoridad divina (Mat 11:20-23; Joh 5:36; 10:24, 25, 32, 37, 38; 14:10, 11), y los hombres sinceros de corazón (Continúa en la pág. 787) 784 LOS MILAGROS DE NUESTRO SEí‘OR JESUCRISTO 785 LOS MILAGROS DE NUESTRO SEí‘OR JESUCRISTO (cont.) 786 LOS MILAGROS DE NUESTRO SEí‘OR JESUCRISTO (cont..) 787 reconocieron a la divinidad en operación en él y por medio de él (Luk 9:43; 19:37; 24:19; Joh 3:2; 6:14; 9:16, 33). De quienes los recibí­an, Jesús demandaba fe (Mat 17:20; Mar 9:23, 24; Joh 4:48, 49), cooperación activa (Mat 17:27; Joh 9:7), disposición para poner de allí­ en adelante su vida en armoní­a con los principios del reino de los cielos (Joh 5:14), y aceptación de la obligación de hablar a otros del amor y del poder de Dios (Mar 5:19). De los 35 milagros que se han registrado de Jesús, 23 fueron sanamientos, en 3 resucitó muertos, en 3 proveyó alimentos o bebida y en 2 realizó grandes capturas de peces; los otros 4 fueron: calmar la tormenta, caminar sobre el agua, secar la higuera estéril y proporcionar dinero para el impuesto (véase el cuadro de milagros en las pp 784-786). El poder de obrar milagros es un don del Espí­ritu Santo (1Co 12:4, 10, 28), que ningún ser humano puede apropiárselo o asumir para sí­ (Act 8:18-22). Jesús prometió a sus discí­pulos que harí­an “obras mayores” que las que le vieron hacer a él (Joh 14:12; no en poder o valor, sino en extensión y cantidad). La comisión evangélica contení­a la promesa del poder de obrar milagros (Mar 16:16-18; 1Co 12:10), y no hay evidencias de una limitación del tiempo para el uso de ese poder. El mismo poder divino de los dí­as del NT está disponible hoy cuando hace falta, pero deben satisfacerse las mismas condiciones, tanto por quien los recibe como por el agente humano que opera. Satanás también tiene poder de hacer milagros muy parecidos a los verdaderos (Exo 7:11, 22; 8:7, 18; Act 8:9-11; 2Th 2:9; Rev 13:14; 19:20). Si Satanás tiene poder para producir enfermedades fí­sicas en los hombres (Luk 13:16), también a veces puede liberarlos si se adecua a sus propósitos. En consonancia, el cristiano alerta no caerá presa de engaños satánicos, sino atenderá a la instrucción de probar “los espí­ritus si son de Dios” (1 Joh 4:1).

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

El término hebreo ot se traduce como signo o señal. Aparece por primera vez en Gen 1:14 (†œHaya lumbreras en la expansión de los cielos … y sirvan de señales para las estaciones, para dí­as y años†). En el pacto de Dios con Noé, el arco iris serví­a de señal (†œEsta es la señal del pacto que yo establezco entre mí­ y vosotros y todo ser viviente … por siglos perpetuos† [Gen 9:12-13]). De manera que el primer sentido de la palabra m. es algo que ha sido hecho por Dios, que tuvo su origen en él y que tiene una significación especial. Así­, cuando Dios hablaba de lo que harí­a en Egipto para liberar a su pueblo, decí­a: †œMultiplicaré en la tierra de Egipto mi señales y mis maravillas† (Exo 7:3). Se indicaba así­ que Dios harí­a grandes obras, de una naturaleza tal que sólo podrí­an ser explicadas como obra suya, anunciando así­ su poder a los egipcios y a Israel (†œ¿O ha intentado Dios venir a tomar para sí­ una nación de en medio de otra nación, con pruebas, con señales, con m. y con guerra, y mano poderosa y brazo extendido, y hechos aterradores como todo lo que hizo con vosotros vuestro Dios en Egipto ante tus ojos?† [Deu 4:34]). Lo más importante del m. es su procedencia, la señal de que Dios interviene. Isaí­as dijo a †¢Acaz: †œPide para ti señal de Jehová tu Dios, demandándola ya sea de abajo en lo profundo, o de arriba en lo alto† (Isa 7:11).

No hay que pensar que el m. implica necesariamente la cesación o interrupción de algún proceso natural. Para Dios no hay nada sobrenatural. Lo más natural es que él haga m. Muchas veces, Dios utiliza mecanismos que son desconocidos para el hombre para producir un fenómeno. Lo milagroso, entonces, no es el fenómeno en sí­, sino la intervención de Dios para producirlo en el momento preciso en que lo necesitaba el hombre.
las Escrituras enseñan que un falso profeta puede también producir señales o m. En esos casos, la falsedad se descubre cuando la gloria no se da a Dios, sino a otro (†œCuando se levantare en medio de ti profeta, o soñador de sueños, y te anunciare señal o prodigios, y si se cumpliere la señal o prodigio que él te anunció, diciendo: Vamos en pos de dioses ajenos, que no conociste, y sirvámosles; no darás oí­do a las palabras de tal profeta, ni al tal soñador de sueños; porque Jehová vuestro Dios os está probando…† (Deu 13:1-3). Los magos egipcios también hicieron cosas portentosas (éx. 7).
el NT la palabra es semeion, equivalente a †œseñal† o m. Se presentan muchos casos de ellos realizados por el Señor Jesús y sus discí­pulos. En varias ocasiones se utiliza la frase †œseñales y prodigios†, equivalente a †œseñales y maravillas† que se usa en el AT (Mat 24:24; Mar 13:22; Jua 4:48; Hch 2:19). Los m. entran dentro del concepto del AT en cuanto a la certificación de la calidad de profeta. En cuanto a Cristo, eran señales de su mesianidad y tení­an, por tanto, un carácter escatológico. Por eso, él dijo al comienzo de su ministerio: †œEl Espí­ritu del Señor está sobre mí­, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor† (Luc 4:18 : Isa 61:1). Así­, constituí­an señales de que efectivamente el Señor Jesús es el †¢Mesí­as (†œVinieron los fariseos y los saduceos para tentarle, y le pidieron que les mostrase señal del cielo† [Mat 16:1]). †¢Nicodemo se convenció de que Cristo vení­a de Dios a causa de los m. que hací­a (†œ… sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él† [Jua 3:2]). Pero la gente, †œa pesar de que habí­a hecho tantas señales delante de ellos, no creí­an en él† (Jua 12:37). Tal como lo habí­a dicho el Señor Jesús (Mar 16:17-18), los discí­pulos que creyeron en él y se dedicaron a predicar el evangelio hicieron muchos m. Pero el NT advierte que en los postreros tiempos †œse levantarán falsos Cristos, y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, de tal manera que engañarán, si fuere posible, aun a los escogidos† (Mat 24:24). †¢Señal.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, DOCT

vet, (a) Definición. El milagro es una intervención sobrenatural en el mundo externo, que aporta una revelación singular de la presencia y del poder de Dios. “Se trata, dentro de la acción ordinaria de las fuerzas de la naturaleza, de una interferencia del Autor de la naturaleza. Se trata de un acontecimiento que no resulta de una simple combinación de las fuerzas fí­sicas, sino que proviene de un acto directo de la voluntad divina” (doctor Barnard, “Hastings Bible Dictionary”, III, p. 384). En un sentido estricto, no se da el nombre de “milagro” a cualquier hecho o acontecimiento debido a causas sobrenaturales ni a coincidencias extraordinarias (calificadas en ocasiones de “providenciales”). Para la Biblia, toda la naturaleza depende totalmente del Creador; no se trata de un universo puramente material gobernado por “leyes inmutables”. Bien al contrario, “todo acontecimiento natural es considerado sencillamente como un acto de la libre voluntad de Dios, sea la lluvia o el sol, los temblores de tierra o cualquier otra cosa. Así­, la esencia del milagro no es que sea “sobrenatural”, sino que constituye una prueba clara y singularmente notable del poder de Dios y de la libertad que usa para cumplir sus propósitos” (Schultz, “Old Testament Theology”, II, PP. 192-193). (b) Posibilidad de los milagros. Para el que cree en un Dios personal, la posibilidad de los milagros no le causa problema alguno. Se podrí­a comparar la intervención milagrosa del Señor en el mundo fí­sico a la de la voluntad y al hombre utilizando su fuerza muscular para controlar y neutralizar la “ley de la gravedad”, sosteniendo un objeto, o contrarrestando cualquier otra “ley de la naturaleza”. En realidad, lo que deberí­a de ser explicado es la ausencia de milagros por parte de Aquel que lo sostiene, controla y dirige todo; Cristo se proclama la fuente de vida y salvación, y El lo sustenta todo por la palabra de su potencia (cfr. Col. 1:16, 17; He. 1:2, 3). La negación de la posibilidad misma de los milagros proviene, en el fondo, de una postura atea (Dios no existe, no puede por tanto manifestarse), y del panteí­smo (no es un Ser personal y no sabrí­a intervenir inteligentemente). Todo creyente que ha sentido en su fuero interno la experiencia de la verdad del Evangelio y de la acción regeneradora del Espí­ritu Santo sabe personalmente algo del poder de Dios y de la realidad de su revelación; no le cuesta nada admitir las otras intervenciones divinas, tan í­ntimamente ligadas a la historia de la salvación. Junto con el que habí­a sido ciego de nacimiento, puede decir: “Una cosa sé, que yo era ciego, y ahora veo” (Jn. 9:25). Sabe que es una nueva criatura, por cuanto se ha operado en él el milagro del nuevo nacimiento (2 Co. 5:17; Jn. 3:3-8). Puede dar crédito, no sólo al Autor de todos los milagros posibles, sino también a los relatos inspirados que El ha tenido a bien darnos. (c) Actos de potencia, prodigios y señales. Véase SEí‘ALES. (d) Efecto e insuficiencia de los milagros. Los milagros, manifestación del poder y de la intervención de Dios, se dan para impresionar al hombre y para ayudarle a creer. Después de haber dado señales patentes de su naturaleza y misión divinas, Jesús afirma a sus interlocutores que debí­an creer a causa de las obras mismas (Jn. 10:25, 37-38). Afirma que ellas dan suficiente testimonio de su autoridad, y lanza reproches contra aquellos que no aceptan el testimonio (Mt. 11:3-5, 20-21; 12:28; Jn. 5:36; 14:11; 15:24; 20:30-31). Sin embargo, los milagros no pueden sustituir a la fe en modo alguno. Faraón, que habí­a exigido un milagro para creer, rehusó dejarse convencer a pesar de todas las evidencias (Ex. 7:9, 13, 22-23; 11:9-10, etc.). Los contemporáneos de Cristo que habí­an visto, y demandado, tantas señales sobrenaturales, endurecieron sus oí­dos y cerraron sus ojos a fin de no ser ganados (Jn. 12:37-40; Mt. 13:13-15). Hay una búsqueda de milagros que procede de la carne y no de la fe, la de los judí­os anteriormente citados (Mr. 8:11, 12; Jn. 2:18; cfr. 1 Co. 1:22) y la de Herodes por ejemplo (Lc. 23:8). A Estos les dice Jesús, en tono de reproche, “Si no viereis señales y prodigios no creeréis” (Jn. 4:48). En realidad, es el creyente (o el que esté dispuesto a creer) el que ve el milagro, y saca de él un beneficio espiritual: “Si crees, verás la gloria de Dios” (Jn. 11:40; Mt. 9:29). Por otra parte, el Señor no llevó a cabo ningún milagro en medio de la incredulidad (Mt. 13:54, 58). (e) Epocas de manifestaciones milagrosas. Es notable observar que en la Biblia los milagros aparecen de una manera casi exclusiva en los siguientes perí­odos: (A) En la época de Moisés y de Josué, para confirmar la liberación del pueblo elegido, la promulgación de la Ley y del Pacto, el establecimiento del culto al Dios único y verdadero y la conquista de la Tierra Prometida. (B) Durante el ministerio de Elí­as y Eliseo, para sostener a los creyentes en una lucha implacable contra el triunfante paganismo. (C) Durante el exilio, salvaguardando Dios la fe de los deportados, al manifestar su poderí­o y superioridad sobre los dioses paganos, mediante la ayuda prestada a Daniel y a sus amigos. (D) Al comienzo del cristianismo, para acreditar la persona del Hijo de Dios y su obra de salvación; para confirmar el fundamento de la Iglesia y la misión de los apóstoles; para apoyar el paso desde el Antiguo al Nuevo Pacto, y para demostrar la excelencia del Evangelio en medio del mundo antiguo, idólatra y corrompido (He. 2:3- 4; Ro. 15:18-19; 2 Co. 12:12). Fuera de estos perí­odos, vivieron notables siervos de Dios sin que llevaran a cabo milagros concretos; a propósito de esto se puede citar a Abraham, David y muchos eminentes. Del mismo Juan el Bautista se llega a decir a la vez que él fue el más grande de los hombres del Antiguo Pacto, y que sin embargo no habí­a llevado a cabo milagro alguno (Mt. 11:11; Jn. 10:41). (f) Los milagros y nuestra época. Es cierto que Dios es siempre capaz de llevar a cabo milagros, y que el Espí­ritu puede otorgar a ciertos hombres el don de llevar a cabo milagros y curaciones (1 Co. 12:9-10, 28-30). Sin embargo, es menester que no nos olvidemos de que tales manifestaciones tienen que estar en pleno acuerdo con la Palabra de Dios, y que, por otra parte, se han hallado ausentes en ciertas épocas, incluso de avivamiento, y del ministerio de muy eminentes servidores de Dios (los reformadores Hudson Taylor, Spurgeon, Moody, por citar sólo unos pocos). Además, serí­a erróneo aplicar el término “milagroso” sólo a los dones de curación, de milagros y de lenguas. Cada manifestación del Espí­ritu, por serlo, es sobrenatural, y por ello el ejercicio poderoso de un don de sabidurí­a, de conocimiento, de fe, de discernimiento, de enseñanza, etc., es asimismo milagroso. (g) Milagros falsos. El poder de Satanás está en actividad sin cesar, y la Biblia nos pone constantemente en guardia contra él. Los magos de Egipto se mostraron capaces de imitar hasta cierto nivel algunos de los milagros llevados a cabo por Moisés (Ex. 7:11, 22; 8:3; cfr. v. 14). Simón el Mago tení­a atónita a toda Samaria por sus actos de magia (Hch. 8:9-11), y Lucas cita a otro mago llamado Elimas (Hch. 13:6-12). Menciona también los libros usados para el ejercicio de las artes mágicas (Hch. 19:19). Es evidente que entonces, como ahora, se daba una buena parte de supercherí­a en estas prácticas mágicas. Pero Cristo y sus apóstoles hablan abiertamente acerca de los grandes prodigios y de los milagros llevados a cabo por los falsos profetas, con el objetivo de seducir incluso, si fuera posible, a los mismos elegidos (Mt. 24:24). Estas señales engañosas serán una caracterí­stica clara de la carrera del Anticristo y del fin de los tiempos; ahora, como entonces, son suscitados por el poder de Satanás (2 Ts. 2:9- 12; 1 Ti. 4:1-2; Ap. 13:13-15). Sistema para discernir los milagros verdaderos de los falsos. Se debe utilizar la piedra de toque de la palabra de Dios. Si una señal contradice los mandamientos divinos, tiene que ser rechazada resueltamente (Dt. 13:1-5). Si con ello se busca la gloria y la ventaja personal del hombre, no ha sido dado en el espí­ritu de Cristo, que nunca efectuó un solo milagro para Sí­ mismo (cfr. asimismo 1 Co. 12:6). Los milagros auténticos manifiestan la grandeza y la santidad de Dios, por lo que de El no pueden venir prodigios absurdos y pueriles (p. ej., los de los Evangelios Apócrifos y los de la “leyenda de los santos” de la Edad Media). También deben ser rechazados aquellos que pretendan apoyar dogmas antibí­blicos, como la transubstanciación, la inmaculada concepción de Marí­a, o la doctrina del purgatorio. En nuestra época cercana al fin abundan los prodigios engañosos en el mundo religioso y ocultista. El cristiano se debe armar decididamente de la fe que recibe el verdadero milagro, y del discernimiento que rechaza las tretas del enemigo. El Señor, en un dí­a venidero, echará de su presencia a muchos que pretenderán haber llevado a cabo milagros en su nombre (Mt. 7:22-23). Bibliografí­a: Anderson, Sir R.: “El Silencio de Dios” (Pub. Portavoz Evangélico, Barcelona, 1983); Darby, J. N.: “Miracles and Infidelity”, en The Collected Writings of J. N. Darby (Ed. W. Kelly, Stow Hill Bible and Tract Depot, Kingston-upon-Thames, 1966, PP. 163-217); Habershon, A. R.: “The Study of the Miracles” (Kregel Pub., Grand Rapids, 1957); Lewis, C. S.: “Miracles” (Collins-Fount Paperbacks, Glasgow, 1978); Trench, arzobispo R. C.: “Notes on the Miracles of our Lord” (Kegan, Londres, 1902).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Es un hecho sobrenatural y admirable (del latí­n, mirari, “admirarse de”), que supera los poderes humanos y las leyes de la naturaleza. Se presenta como apoyo de una persona, de una doctrina o de una situación natural que tiene su origen sobrenatural.

1. Milagro como signo
El milagro es siempre el sello de una intervención divina y quien lo invoca explí­cita o implí­citamente lo presenta como prueba y testimonio de su mensaje o de su misterio.

Las historias milagrosas, reales o fingidas, es práctica habitual en casi todas las religiones. Todos los magos, chamanes, gurús, adivinos o sacerdotes de cualquier sociedad religiosa buscan este sello de su misión divina: curaciones, adivinaciones, poderes superiores, etc.

Es evidente que el milagro auténtico sólo puede ser de origen divino y por lo tanto es la máxima garantí­a de la verdad revelada por Dios.

El milagro aparente, el hecho prodigioso que depende de leyes naturales que no se conocen, el milagro fingido que dependen de la habilidad y de la sugestión de quien lo invoca o realiza, y el milagro literario, el que se narra mitificando hechos que nos son reales, no nos interesa en la formación religiosa de las personas, pues no refleja ninguna realidad sobrenatural
En catequesis nos interesan los milagros del Antiguo Testamento, los Milagro del Nuevo Testamento y los milagro que se han dado en la Historia de la Iglesia.

2. Actitudes del catequista
Ante el hecho religioso del milagro, el catequista puede asumir tres posturas:

a) La credulidad de quien esta propenso al hecho mágico y admirable, que es muy aprovechable para persuadir al oyente. Conduce a multiplicar los datos espectaculares confundiendo con frecuencia la doctrina con su prueba, el espectáculo con el signo de la presencia divina
b) El escepticismo que hace considerar imposible lo que no entra en explicaciones racionales, negando más o menos intervención divina en la vida de los hombres.

c) La prudente y discreta aceptación de cada hecho milagroso en el contexto en que sucede y el discernimiento sobre la realidad de la intervención divina y sobre la oportunidad de la alusión en el proceso de la formación. El catequista que asume esta postura distingue entre un hecho mí­tico del Exodo, un milagro clave de Jesús en su misión, un relato fantasioso narrado en las hagiografí­as medievales y un signo milagroso actual refrendado por la autoridad religiosa para canonizar a un santo, por citar varios modelos.

3. Milagro en la Biblia Aparece frecuentemente aludido en los diversos libros sagrados y las interpretaciones que se han hechos de los acontecimientos que “rompen las leyes naturales” han sido muy diversas, desde la simple negación, al considerar tales relatos como simples lenguajes mí­ticos, hasta la ingenua aceptación, propia de mentes infantiles
3.1. En el Antiguo Testamento.

Aparecen milagros, no muchos, en el contexto de la historia de la salvación: paso del Mar Rojo (Ex. 14. 15-31), parada del sol ante la demanda de Josué, (Jos. 10. 12-14), caí­da del fuego a reclamo de Elí­as (1.Rey. 18. 10-40).

Estos milagros hay que interpretarlos en el contexto bí­blico y según todas las normas y usos de la hemenéutica escrituraria. Unas veces se aluden en el contexto legendario de los primeros tiempos humanos: destrucción de Sodoma y Gomorra (Gn. 19. 24), paso del mar Rojo (Ex. 14. 21), curación de Naamán el sirio (2. Rey. 5. 14)

Se deben presentar en la catequesis como realidades y no leyendas, sin insistir en su carácter espectacular, sino como lenguaje confirmatorio de un mensaje religioso (castigo, salvación, providencia)

3.2. En el Nuevo Testamento.

Los milagros que más nos interesan son los de Jesús (41 en Mt. 22 en Mc. 21 en Lc. y 9 Jn.), pues son la prueba que el mismo Señor invoca para la aceptación de su doctrina (Jn. 10.25).

Se presentan en los Evangelios como parte decisiva del texto narrativo del Nuevo Testamento: resucitar a los muertos, transformar agua en vino, alimentar a miles de personas, exorcizar los demonios y curar a los enfermos, etc. Es lo que Jesús responde cuando les preguntan quién es. “Id y decid a Juan lo que habéis visto” (Lc. 7. 21-23)

El milagro más importante del Nuevo Testamento es la resurrección de Cristo que el mismo Maestro presenta como prueba de su carácter divino, como reconocerá luego S. Pablo (1 Cor. 15.17).

Los milagros de Jesús son prueba en la Escritura y son pruebas en la Historia de la Iglesia, pues siempre los cristianos los miraron como formas de Jesús para que su mensaje fuera entendido. Deben ser aludidos en la catequesis como los primeros fundamentos de la misión del Señor, sin miedos, sin disimulos, sin caer en una visión mágica de Cristo.

Los Apóstoles también realizan milagros para confirmar su carácter de enviados divinos (Hech. 3. 1-11; 9. 32-40; 14. 8-10; 20. 7-11). La Iglesia comenzó precisamente su camino con el don de lenguas (Hech. 2. 5-7) y continúa dos milenios después caminando por el mundo.

4. Milagros en la Historia.

En todos los tiempos han surgido fenómenos misteriosos y sobrenaturales entre los seguidores de la verdad cristiana. Serí­a un error pretender atribuirlos todos sólo a usos y lenguajes de cada tiempo.

Los acontecimientos son algo más que consideraciones de mentes imaginativas de un lugar o de un momento. Y las pruebas aportadas han sido con frecuencia indiscutibles y comprobadas por los no creyentes.

El milagro, posible y real, es una prueba de la cercaní­a divina a los hombres. La Iglesia lo reconoce como tal, pero exige las garantí­as humanas suficientes para que los hechos se muestren humana y cientí­ficamente indiscutibles.

El valor de estos milagros es relativo, pues la Iglesia sólo se limita a testificar sobre ellos.

Entra aquí­ en juego, pues, la conciencia y la piedad. La autoridad diocesana y también la romana recoge testimonios objetivos, declara documentalmente la inexplicabilidad de los hechos por las leyes naturales y declara la libertad de las conciencias para aceptarlos o no.

El catequista debe evitar posturas extremas. Ni son esos signos fuentes de fe en la Iglesia, pues basta la Escritura y el Magisterio no deben ser rechazados con menosprecio de lo que ellos signifian.

5. Actitud cristiana
El educador de la fe hará bien en diferenciar lo que es misterio y lo que es prueba del misterio.

Su centro de atención habrá de ser siempre el misterio: realidad, explicación, aceptación, compromiso y aplicación. Sin rechazar y sin esconder el hecho milagroso, la tarea educativa debe orientarse al misterio.

Por eso debe evitar el apoyarse en meras narraciones que estimulan la fantasí­a o la admiración, la sorpresa o el desconcierto.

Y debe tender a promover en la mente y en el corazón del catequizando el amor a Jesús, que hace los milagros, y a la Iglesia con los toma como signos de verdad. Es el mensaje el que interesa lo primero. El lenguaje es secundario. Los milagros de Jesús: Los podemos catalogar de manera práctica y catequí­stica en 10 grupos:
0. Presignos: – Concepción virginal, Mt. 1. 23; Lc. 1. 26-36.

– Mudez Zacarí­as, Lc. 1. 11-20.

– Pastores son avisados, Lc. 2. 8-14 – Juan Bta. salta en el vientre materno, Lc 1. 39-43.

– Transfiguración, Mt. 17.1-8; Mc. 9. 2-12; Lc. 9. 28-36.

– Voz en el Bautismo, Mt. 3. 37; Mc. 5. 35-43; Lc. 3. 21-23.

– Voz testimonial, Jn. 12. 27-30.

1. Curaciones colectivas – Muchos curados, Mt. 14. 34-36; Mc. 6. 54-56.

– Muchos curados, Mt. 15. 29-31 – Muchos curados, Mt. 4.4.24; Lc. 6.17-19.

– Múltiples curaciones, Mc. 3. 7-12.

2. Acciones sobre la naturaleza – Bodas de Caná, Lc. 2. 1-12 – Camina sobre el agua, Mt. 14. 22; Mc. 6. 45-52; Jn. 6. 16-21.

– Higuera maldita, Mt. 21. 18-22; Mc. 11. 12-14 – Multiplicación de panes, Mt. 14. 13; Mc. 6. 34-40; Jn. 6. 5-15.

– Pesca milagrosa, Mc. 1.16-20; Lc. 5.1-11.

– Pez con la didracma, Mt. 17. 24-27.

– Segunda multiplicación de los panes y peces, Mt. 15. 32-39; Mc. 8. 1-10.

– Otra Pesca milagrosa, Jn. 21. 4-14.

– Tempestad calmada, Mt. 8. 26; Mc. 4. 35-41; Lc. 8. 22-25;Jn. 6. 1-15.

3. Curaciones de enfermos – Curación en sábado, Jn. 10. 3.

– Curación de sordomudo, Mc. 7. 31-37.

– Hemorroí­sa, Mt. 9. 18-22; Mc. 5. 21-30; Lc. 8. 42.

– Hidrópico, Lc. 14. 1-10.

– Hija de Jairo, Mc. 5. 21-43.

– Mujer encorvada, Lc. 13. 10-13.

– Oreja herida por Pedro, Mt. 26. 32-33.

– Siervo del centurión, Mt. 8. 5-13; Lc. 7. 1-10.

– Suegra Pedro, Mt. 8.14; Mc. 1. 29-30; Lc. 4. 38. 39.

– Sordomudo, Mc. 7. 31-37.

4. Vista a ciegos – Ciego Bartimeo, Mt. 10. 46-52. Mc. 10. 46-52.

– Ciego de Betsaida, Mt. 20. 29-34. Mc. 8. 22-26; Lc. 18. 35-43; Jn. 9. 1-39 – Ciego de nacimiento, Jn. 8 5. Limpieza de leprosos – Cura un leproso, Mt. 8. 1.4; Mc. 1. 40-45; Lc. 5. 15-16.

– Diez leprosos, Mc. 17.11-19; Lc. 5.12-15 6. Curación de paralí­ticos – Cura hijo de oficial, Jn. 4. 43-54.

– Mano seca, Mt 12. 9-14; Mc 3.1-6; Lc. 6. 6-10.

– Paralí­tico de Cafarnaum, Mt. 9.1-7; Mc 2. 2-12; Lc 5. 15-22.

– Piscina probática, Jn. 5. 1-18.

7. Expulsión de Demonios – Endemoniado. Mt. 12. 22-23; Mc. 3. 22-27; Lc. 4. 31-37.

– Endemoniado Cafarnaum, Mc. 1. 23-26; Lc. 4. 31-37.

– Endemoniado ciego-mudo, Mt. 12. 22-33.

– Endemoniado, Mt. 9. 32-34.

– Epiléptico, Mt. 17. 14-21; Mc. 9. 14-29; Lc. 9. 37-40.

– Hija de cananea, Mt. 15. 21-28; Mc. 7. 24-30.

– Los de Gádara o Gerasa, Mt. 8.26-34; Mc 5. 1-19; Lc. 8. 22-38.

8. Resurrecciones – Hijo viuda Naim, Lc. 7. 11-17.

– Hija Jairo, Mt. 9. 23-26; Mc. 5. 35-43.

– Lázaro, Jn. 11. 1-33.

9. Otros gestos milagrosos – Concepción virginal, Mt. 1. 20; Lc. 1. 26-36.

– Anuncio a los pastores, Lc. 2. 8-21.

– Mudez de Zacarí­as, Lc. 1. 57-80.

– Nacimiento del Bautista, Lc. 1. 26-38.

– Voz en el Bautismo de Jesús, Mt. 3. 3-17; Lc. 3. 21.

– Voz en la Transfiguración, Mt. 17. 1-13; Mc. 9. 2-12; Lc. 9. 28

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. evangelio, Jesucristo)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
Milagro es un acto debido a la intervención inmediata de Dios y realizado al margen, contra o sobre las leyes naturales.

Para los hebreos el supremo dominio de Dios sobre todas las cosas es incuestionable. Dios rige inexorablemente el curso del mundo y de la historia. Todos los acontecimientos se deben a la intervención inmediata de Dios; por tanto, los hebreos no hacen la distinción entre la naturaleza y, sobre todo, al margen o contra la naturaleza. Ahora bien: todo lo que no es ordinario, lo prodigioso, lo maravilloso, lo misterioso, lo admirable, lo sorprendente y lo espantoso, es un acto especial de Dios, prueba de su inmenso poder.

En cuanto a los milagros de Jesús, narrados en los evangelios, hemos de decir lo siguiente: son fuerzas (gr. dynameis) y signos (semeia) manifestativos del poder y de la gloria, es decir, de la divinidad de Jesús. El milagro por excelencia es el de su resurrección. Jesús hace los milagros movido por un sentimiento de compasión (Mt 9,36; 14,14) y por la fe que manifiesta la actitud suplicante de los que solicitan el milagro (Mc 2, 20; 5,19), hasta el punto de que, a veces, al no encontrar fe, no podí­a hacer el milagro (Mt 13,58; Mc 6,5). La narración pura y exclusivamente histórica del hecho milagroso en sí­ mismo no interesaba a los evangelistas, sino el hecho en cuanto es obra de Dios y exige, consiguientemente, un poder divino; el hecho en cuanto tiene una significación ulterior, la de anunciar la llegada del reino, el cumplimiento de cuanto importaba, en la expectación judí­a, el futuro reino mesiánico.

Bajo este pensamiento, podemos y debemos establecer las diversas categorí­as de milagros: unos tratan de remediar la deficiencia humana (v. gr., la multiplicación de los panes: Mt 4,13ss; Jn 6,1ss; la conversión del agua en vino: Jn 2,1ss), que, según Isaí­as 35,5-10, quedarí­a perfectamente subsanada y satisfecha con la instauración del reino mesiánico; otros tratan de remover codo temor (v. gr., la tempestad calmada: Mt 8,18.23-27; Mc 4,35-41; Lc 8,22-25; el caminar sobre las aguas: Mt 14,22-23; Mc 6,45-52), lo que significa que los miembros del reino no deben tener miedo de nada, que nada debe turbarles ni inquietarles; el miedo fue efecto del pecado (Gén 3,23), y Dios habí­a prometido una era de paz, que debí­a coincidir con la era mesiánica (Is 11,6-9); otros refieren la expulsión de los demonios (Mt 8,28-34; 15,21-28; Mc 1,21-28; 5,1-20; 7,24-30; Lc 4,31-37; 8,26-39), lo que significa que Jesucristo ha vencido a Satanás, prí­ncipe de este mundo (Jn 12,31), y que el reino de Dios se acerca (Mc 3,23; Lc 10,18); otros relatan curaciones de enfermedades, v. gr., de fiebre (Mt 8,14), de lepra (Mt 8,1-4), de parálisis (Mt 8,5-13), de sordera (Mt 9,32-34), de ceguera (Mt 9,27-31), etc. La enfermedad es consecuencia del pecado, que debe ser remediada también en el reino mesiánico (Is 35,10). Otros, por fin, nos hablan de resurrecciones (Mt 9,18-26; Lc 7,11-17; Jn 11), lo que significa el triunfo de Jesús sobre el dominio de la muerte.

Los evangelistas, como antes decí­amos, más que la narración histórica del hecho, intentan presentar el sentido teológico del mismo. Podrá ser, y así­ será de hecho, que las ciencias modernas comprueben que algunos de los hechos de Jesús presentados por los evangelistas como milagros sean hechos prodigiosos que no exceden las fuerzas naturales y que, por tanto, no sean milagros en el sentido estricto; esto no minimiza en absoluto la dimensión y el sentido teológico de los hechos, principal finalidad que los evangelistas se propusieron al narrarlos y que, en sí­ntesis, hemos expuesto. ->sig; enfermedad/curación.

E.M.N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

Intervención libre de Dios dentro de la creación y en el hombre para expresar la victoria sobre el mal y la llamada a la participación en su Reino. El milagro se distingue del prodigio: en efecto, éste tiende a destacar el carácter extraordinario y portentoso de un hecho, mientras que el segundo es una llamada a la fe para que se haga más genuina y reconozca la presencia de Dios.

Una terminologí­a diversa caracteriza al mismo acontecimiento: en el Antiguo Testamento, el milagro se define al menos con tres términos: tératon, que indica prodigio, no va en el sentido que acabamos de méncionar, sino como una intervención mediante la cual se puede reconocer la actuación de Yahveh; tháumasion, que expresa más bien la provocación al asombro; y parádoxon, que acentúa la dimensión de sorpresa inesperada del suceso. En todo caso, el milagro se ve como un acto mediante el cual Dios se da a conocer; es algo imposible para el hombre, que se queda maravillado y estupefacto ante estos signos de grandeza.

El Nuevo Testamento prefiere la terminologí­a de sémeion y érgon para indicar el milagro; es una obra realizada por el Hijo de Dios que manifiesta de este modo su poder (dynamis). Es posible clasificar los milagros narrados en el Nuevo Testamento: 1) Exorcismos: intentan mostrar la liberación del maligno y ponen en oposición los dos reinos, el de Belcebú y el de Dios; este último es capaz de destruir al primero, liberando a la persona poseí­da y restituyéndola a su ambiente natural. 2) Las curaciones: son acciones realizadas sobre las personas, que tienden a restituir la salud; en estos casos se requiere la mediación de la persona enferma, que con su fe en Jesucristo hace posible el milagro. 3) Dones inesperados: son los milagros en los que interviene directamente la voluntad de Jesús para aliviar y favorecer al pueblo; tal es el caso de la multiplicación de los panes y el de la pesca milagrosa, 4) Resurrecciones : son acciones en las que interviene Jesús para devolver la vida a una persona fallecida; deben distinguirse de la resurrección gloriosa del Señor, pero no pueden reducirse a meras “reanimaciones”.

Todos los relatos de milagros presentes en los evangelios se caracterizan por una intención teológica del evangelista que quiere expresar con ellos algún aspecto de la personalidad de Jesús. Así­ pues, se ve claramente que para Marcos los milagros están destinados a mostrar el poder de Jesús con el que establece su Reino; para Mateo deben interpretarse más bien como signos que revelan la misericordia de Dios con los afligidos y con los que lloran por el sufrimiento y la enfermedad; para Lucas son sobre todo signos que manifiestan a Jesús como profeta del Altí­simo, que ha venido a liberar a su pueblo; para Juan, finalmente, son signos de la gloria que resplandece ya en la actividad terrena del Maestro.

Teológicamente, los milagros tienen una finalidad: no es ante todo la de suscitar la fe; efectivamente, se le dan al creyente para que reconozca el obrar de Dios y no porque tenga que creer en él por la fuerza del prodigio, El objetivo del milagro es ante todo mostrar el amor y la misericordia de Dios; se trata, por tanto, de signos que mueven a ver la acción ininterrumpida del Padre por el bien de sus hijos. En este sentido, el milagro anticipa ya desde ahora la situación del futuro éscatológico: entonces no habrá enfermedad, ni sufrimiento, ni muerte, sino sólo vida. Los milagros atestiguan, finalmente, la presencia del Reino de Dios en medio de nosotros y los frutos de este Reino; tienen, por tanto, un valor de revelación, en la medida en que expresan el poder y la gloria del Hijo de Dios sobre la creación.

Así­ pues, el milagro sigue siendo un signo que provoca la reflexión y el discemimiento; no se realiza solamente en el orden de la naturaleza o en la parte fí­sica de la persona, sino también y sobre todo en el silencio de la transformación de su corazón. En todo caso, siempre tendrá necesidad de un serio discernimiento, para que en todo se valore la densidad de su contenido de revelación. En este horizonte, es necesario distinguir entre los milagros de Jesús y los milagros que suceden después de su resurrección por intercesión de la Virgen Madre o de los santos. Los milagros de Jesús se someten a una estricta crí­tica literaria, histórica y teológica, mediante la cual se desea llegar a la capa más antigua del relato y a su historicidad. Esto significa que el teólogo no discute sobre cómo se verificó el milagro o sobre cómo pudo haber ocurrido: esto sigue un signo indicativo de que se ha realizado y de que debe ser reconocido por la fé. El análisis se refiere más bien a la demostración de que estos relatos son fieles a lo que se describe y no son una narración mitológica, fruto de la comunidad primitiva.

Por lo que se refiere a los milagros que suceden después de la resurrección de Jesús, hay que tener presente ante todo que también ellos deben insertarse en el mismo horizonte de significación que los milagros de Cristo; por tanto, deben ser signos para la fe y no prodigios para la curiosidad o productos de magia. Sobre este aspecto es oportuno que se vengan abajo los prejuicios y las precomprensiones de los que quieren salvar a toda costa o el carácter cientí­fico del propio discurso o la intangibilidad del cosmos. A cada uno le corresponde su propia competencia.

El cientí­fico, el filósofo y el médico, puestos ante un acontecimiento milagroso, tendrán que atenerse a una lectura seria y a un análisis de las leves de la naturaleza, de la fí­sica y del cosmos, con todos los instrumentos -incluso los más sofisticados- que estén en su poder, para indagar el fenómeno; sobre esta base, emitirán su juicio, que nunca podrá ser sobre la verdad o no del milagro, ya que esto excede de su competencia. El milagro es pronunciado por el hombre de fe, porque reconoce que su oración ha sido escuchada y que se ha hecho evidente la bondad misericordiosa de Dios. El milagro, incluso para la fe, sigue siendo un acontecimiento extraordinario, mediante el cual Dios da un signo de su revelación; multiplicar su número equivaldrí­a. a banalizar el verdadero significado que posee para la vida de fe eclesial. En cuanto signo de revelación, posee la misma dialéctica revelativa: se presenta y pretende ser leí­do, pero al mismo tiempo remite más allá, hacia el silencio del misterio.

R. Fisichella

Bibl.: H. Fries, Milagro y signo, en CFT III, 24-46; J M. Riaza, Azar ley, milagro, BAC, Madrid 1964; R. Latourelle. Milagro, en DTF 934-959; íd., Milagros de Jesús y teologí­a del milagro, Sí­gueme, Salamanca 1990; F Mussner, Los milagros de Jesús, Verbo Divino, Estella 1970; E. Charpentier Los milagros del evangelio, Verbo Divino, Estella 1994.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. El hombre frente al milagro: 1. El hombre creyente y secularizado; 2. El hombre de la Biblia; 3. Ambigüedad del término “milagro”. II. Antiguo Testamento: 1. Terminologí­a; 2. La creación y la historia, lugares del milagro: a) La concepción del mundo y de la historia, b) El milagro en sentido estricto; 3. El milagro en la historia: a) Los milagros del éxodo, b) Los milagros de los ciclos de Elí­as y Eliseo; 4. El milagro y la fe: a) Necesidad de la fe, b) Origen y naturaleza de la fe; 5. El milagro y la palabra; 6. Mensaje y finalidad del milagro: a) Palabra sensiblemente eficaz, b) Al servicio de la fe obediente; 7. Dios, autor del milagro. III. Nuevo Testamento: 1. Terminologí­a; 2. La concepción del mundo: a) Dios y el mundo, b) Jesucristo y el mundo; 3. Los milagros y la resurrección de Jesús; 4. Los milagros y la fe en Cristo: a) La fe pascual, b) La fe de los milagros, c) No se especifica la naturaleza de la fe, d) La fe del taumaturgo; 5. Los milagros y la salvación; 6. Los milagros y la palabra: a) Ambigüedad de los milagros, b) Complementariedad de los milagros con la palabra, c) Subordinación de los milagros a la palabra; 7. Los milagros y su situación literaria e histórica: a) Los relatos de milagros y los acontecimientos, b) Motivos de fiabilidad histórica. IV. En la Iglesia: 1. Existencia y función del milagro; 2. Sus lí­mites y su continua puesta al dí­a. V. Conclusión: 1. Los milagros del AT y del NT; 2. Los milagros entre la pascua y la parusí­a.

I. EL HOMBRE FRENTE AL MILAGRO. 1. EL HOMBRE CREYENTE Y SECULARIZADO. En la tradición cristiana yen su literatura, como en otras tradiciones religiosas y sus respectivas obras literarias, el milagro está universalmente presente, ocupa en ellas un lugar de relieve y en su singularidad es reconocido como normal por los creyentes. También las religiones no cristianas, como el budismo, dan cabida al fenómeno milagroso, y sus libros contienen relatos de milagros. No cabe duda de que esta creencia en los milagros muestra una mentalidad distinta de la nuestra en el terreno cientí­fico y en el filosófico-religioso. Los antiguos, monoteí­stas y politeí­stas, tení­an una concepción animista de la naturaleza: detrás de un fenómeno misterioso; cotidiano u ocasional, como el salir del sol o la caí­da de la lluvia, favorable o siniestro, como el nacimiento de un niño o una enfermedad, veí­an la intervención benéfica o maléfica de seres divinos, buenos o malos. Pero más allá de la mentalidad ingenua, precientí­fica y animista, está la convicción de la unidad del cosmos, de la integración mutua de todos los seres, desde el más grande (Dios) hasta el más pequeño (un cabello de la cabeza), y sobre todo la fe en la influencia habitual de la divinidad en el curso del mundo y de la historia.

Pues bien, “la apologética clásica valoró de manera absolutamente privilegiada el argumento de la profecí­a y del milagro en favor de una demostración de la `divinidad de Cristo’. Actualmente, los muchos problemas planteados por la exégesis han motivado una gran perplejidad, de forma que es posible comprobar una imponente falta de interés por ellos, que raya en los lí­mites de la desconfianza. Parece como si el milagro y la profecí­a se considerasen `medios ingenuos’ e insostenibles, que no están a la altura de las exigencias culturales del hombre moderno” (G. Pattaro, Diccionario Teológico Interdisciplinar II, 167). El concilio Vaticano II, considerando justamente las obras, los signos y los milagros de Jesús en el contexto de toda la revelación de Cristo, les reconoce una función reveladora, al igual que la de la palabra evangélica, y una función testimonial en favor de la verdad de Cristo y de la autenticidad de su revelación (DV 4); pero se limita a recordar solamente los milagros evangélicos, y tan sólo en pocas ocasiones (LG 5; DH 11; cf LG 58).

Pues bien, la diversa mentalidad del hombre moderno y contemporáneo se basa más en principios filosófico-religiosos que en los puramente cientí­ficos. De hecho, la ciencia, al indagar la naturaleza y el origen de ciertos fenómenos -positivos (como la inspiración artí­stica) y negativos (como la enfermedad)-, restringe cada vez más el área de lo misterioso, sustrayéndolo a la presunta influencia de potencias divinas, benignas o adversas, e hipotetiza y a veces demuestra las causas de esos fenómenos y las leyes que los determinan o regulan. Sin embargo, la ciencia en cuanto tal sigue siendo neutra respecto a la posibilidad y al hecho de interferencias de potencias superiores al hombre y, evitando pronunciarse afirmativa o negativamente, se limita a estudiar y a señalar el origen inmedito de los fenómenos, su naturaleza y sus leyes. La filosofí­a moderna, a su vez, ya desde el principio excluyó la intervención de la divinidad en la naturaleza con la finalidad de producir cualquier efecto. Así­, B. Spinoza admiraba el milagro de la naturaleza; pero considerando a la divinidad como alma del mundo en coherencia con su panteí­smo, consideraba férreamente necesarios todos los fenómenos naturales y excluí­a el milagro como fenómeno no necesario. Igualmente, D. Hume rechazaba el milagro a pesar de su empirismo, que, permitiéndole llegar solamente a la probabilidad de las leyes naturales, habrí­a debido llevarlo a considerar el milagro al menos como probable. A su vez, F.M.A. Voltaire rechazaba el milagro porque lo consideraba un insulto a Dios: en el caso de haberlo hecho, Dios habrí­a corregido la naturaleza, se habrí­a corregido a sí­ mismo. Pues bien, el modo de pensar de estos tres representantes del comienzo de la era moderna está sustancialmente presente en el técnico, en el cientí­fico y especialmente en el pensador contemporáneo, que tiene una concepción secularizada de la naturaleza, propugna su total autonomí­a respecto a Dios y defiende su completa separación, excluyendo cualquier tipo de interferencia entre Dios y el mundo. Y por eso mismo se discute la posibilidad del milagro, entendido como derogación, violación y suspensión de las leyes de la naturaleza por obra de Dios.

2. EL HOMBRE DE LA BIBLIA. Pues bien, el hombre de la Biblia (AT y NT) excluye una visión del mundo cerrado en sí­ mismo, plenamente autosuficiente, celoso de su independencia total, profundamente convencido de que Dios es extraño a él y totalmente dispuesto a tratarlo como intruso en el caso de que Dios interviniera de alguna forma en sus vicisitudes. La fe en Dios, creador, señor y fin de la creación y del hombre, y la concepción del mundo y de la historia que de allí­ se deriva, son incompatibles con semejante mentalidad; más aún, postulan un diálogo-relación permanente entre Dios y el mundo, entre Dios y el hombre. Al dominio absoluto de Dios, que se extiende también al mal, y a su influencia continua y vivificante, todas y cada una de las criaturas reaccionan con la obediencia y la docilidad. Pero, simultáneamente, el hombre de la Biblia mostrarí­a fuertes reservas respecto al concepto de milagro como “fenómeno de la naturaleza, que trasciende las causas naturales hasta el punto de que ha de ser atribuido a Dios” (J.L. McKenzie, 617). Esta definición de los teólogos fundamentalistas (“Eventus sensibilis praeter cursum naturae divinitus factus”) presupone la ciencia y la filosofí­a de los siglos xviii y xix y, viendo el milagro en la óptica de santo Tomás como efecto de la exclusión de la criatura y su suplencia por obra de Dios, lo presenta primordialmente desde el ángulo de lo excepcional, de lo maravilloso. Pero es una manera de ver unilateral.

3. AMBIGÜEDAD DEI. TERMINO “MILAGRO”. Por eso los traductores modernos, que tienen sobre sus espaldas esta tradición teológica sobre el milagro, muestran un evidente malestar en el uso del mismo término y, sin lograr sustituirlo, lo conservan a falta de otro mejor. A este propósito, la traducción de La Santa Biblia (Paulinas, Madrid 1988) es muy clarificadora: en los sinópticos dynamis se traduce por milagro (Mat 7:22; Mat 11:20.21.23; Mat 13:57; Mar 6:14; Mar 9:39; Luc 10:13), prodigio (Mat 13:54 [milagro]); fuerza (Luc 6:19; Luc 8:46; Mar 5:30) y poder de los milagros (Mat 14:2 = Mar 6:14 [milagros]); y en Jn sémeion se traduce por milagro (Mar 2:11; Mar 4:54), señal (Mar 2:18; Mar 4:48); prodigios (Mar 6:2). Pues bien, esta variedad pone de manifiesto el mencionado malestar y hace comprender que milagro no se encuentra en lí­nea recta con los mencionados términos griegos y sus significados. Y lo mismo que los traductores italianos, también los de otras lenguas tienden a restringir e incluso a eliminar (Goodspeed Version) el término “milagro”. Sin embargo, éste sigue ocupando una posición fuerte, ya que los vocablos candidatos a su sucesión (signo, actos de poder, obras) están privados de la connotación religiosa y teológica que se deriva de su largo uso.

Al contrario, los traductores antiguos se mostraron más reservados. Así­ la Vulgata latina, que utiliza signum, portentum, prodigium, miraculum, mirabile, ostentum, virtus, usa “miraculum” sólo en el AT: una vez sola en sentido propio (Isa 29:14; hebreo pele’, maravilla) y otras pocas veces para traducir palabras hebreas que indican signos, temor, terror (Exo 11:7; Núm 26:10; lSam 14,15; Job 33:7; Isa 21:4; Jer 23:32; Jer 44:12). En el judaí­smo precristiano helenista, los LXX evitaron la voz griega thaúma (prodigio, portento), que orienta hacia lo maravilloso y lo portentoso, y utilizaron sus derivados y afines con significados distintos del estrictamente milagroso. Y en esto fueron seguidos por los escritores neotestamentarios.

Pues bien, esta tendencia de los traductores antiguos a evitar el término milagro y el malestar de los modernos al usarlo debido a la larga tradición cristiana, derivados ante todo de su sensibilidad filológica, imponen considerar la terminologí­a del milagro en su misma fuente, es decir, en el AT y en el NT, para comprenderla mejor en sí­ misma y sobre todo en su significado.

II. ANTIGUO TESTAMENTO. Lógicamente, este significado del milagro es el resultado de un conjunto de consideraciones que tienen su origen en la nomenclatura.

1. TERMINOLOGíA. a) El primer término es ‘ót, que en el AT aparece 78 veces. Aunque de etimologí­a incierta, equivale a “signo”, natural y convencional, habitual y ocasional, profano y sagrado; por eso en los LXX se traduce casi siempre (75 veces de las 78 mencionadas) por sémeion, y designa “una cosa, un fenómeno, un acontecimiento que lleva a conocer, saber, recordar algo o a percibir la credibilidad de una cosa” (F.J. Helfineyer, DTAT I, 183); y, cuando indica un milagro, denota un signo con el que Dios se revela, acredita a sus enviados, protege a los suyos y derrota a los enemigos (Exo 4:8s.28; Exo 7:3; Exo 8:19).

b) Relacionado y sinónimo de ‘ót es mópet (Deu 13:2s), especialmente en el Dt y en la literatura deuteronomista (Exo 7:3; Deu 4:34; Deu 6:22; Deu 7:19; Deu 26:8…), y traducido habitualmente (34 veces de 36) por téras (prodigio). Reservado al ámbito sagrado, indica un signo “de ratificación, admonición, espanto o presagio” (F.J. Helfmeyer, ibid, 181), y referido a los prodigios del éxodo (18 veces de las 36) los designa como juicios (=plagas) contra los egipcios y liberación de los israelitas. También en otras partes es en general un signo siniestro de castigo (Eze 12:6.11) o de sufrimiento (Sal 71:7) con una finalidad de conversión (Exo 11:9), y sólo raras veces un presagio favorable (Isa 8:18; Zac 3:8).

c) Menos frecuentes son los términos que acentúan expresamente la nota de lo maravilloso y, al mismo tiempo, la majestad, la trascendencia y la santidad de Dios, que determinan y se manifiestan en los prodigios. El sustantivo colectivo pele'(de pala’, es decir, superar lo_que se puede comprender o hacer: Exo 15:11; Isa 29:14; Sal 78:12) y el participio nip`al, plural femenino nipla’ót (maravillas: Exo 34:10; Sal 78:4.11.32; Sal 105:2.5) son sinónimos entre sí­ (Sal 78:11s) y equivalentes a “signos y prodigios”, que se mencionan a cierta distancia (Sal 78:43). Las maravillas señalan en Dios, su autor, lo maravilloso (Isa 25:1); más aún, la misma maravilla, que puede hacer y hace incluso lo que supera la capacidad y la imaginación del hombre (Gén 18:19; Jer 32:17).

d) Es afí­n gedulah (plural, gedulót, cosas grandes, hazañas: Deu 10:21; 2Sa 7:23; ICrón 17,19.21), que, acentuando la grandeza y la magnificencia de las intervenciones divinas, insinúa la majestad, la omnipotencia y la santidad de Dios al castigar a los enemigos de su pueblo y al liberar a Israel (Deu 10:21.17s; 1Cr 17:19ss). De manera semejante las geburót (acciones poderosas, empresas), efectos de la geburah de Dios (Deu 3:24; Sal 71:16; Sal 145:4) ponen de manifiesto la omnipotencia de Dios al conceder la victoria a pesar de las dificultades (Exo 32:18). En este contexto el plural ma`aseh, neutral de suyo (= obras), se identifica con las victorias (Isa 63:15). Es significativo el pasaje de Sal 145:4-6, en donde aparecen juntos todos estos términos como sinónimos y complementarios: “Una generación ponderará tus obras (ma`aseka) a la otra, proclamarán tus proezas (geburóteka); hablarán del esplendor de tu gloriosa majestad, contarán tus milagros (nipl’óteka); publicarán el poder de tus prodigios (nore’óteka) y pregonarán tus grandezas (geburóteka)”.

Por eso los milagros son sucesos de densidad excepcional. “Como signos, revelan quién es Dios o legitiman una misión; como prodigios y maravillas, manifiestan una intervención trascendente del Dios escondido; como acciones poderosas y terribles, dan a conocer el poder y la santidad de Dios. La actividad especí­fica del Señor, que a veces se llama juicio, es una invitación a alabar al Dios de los milagros” (L. Sabourin, “Bull-BtH” 1 [1971] 246). “El aspecto de asombro y de temor sagrado, inherente al milagro, expresado en griego por el sustantivo thaúma y sus derivados (thaumázein, thaumatoün, thaumásios, thaumastós) y que corresponden de ordinario al hebreo peleh y derivados, describen la conducta maravillosa de Dios con el justo” (ibid, 246s).

2. LA CREACIí“N Y LA HISTORIA, LUGARES DEL MILAGRO. a) La concepción del mundo y de la historia. Este doble aspecto de los signos en cuanto maravillas de Dios (empresas, hazañas, cosas grandes) y su mensaje al hombre está presente en la obra de la creación y en la evolución de la historia. Dios es maravilloso cuando llama a la existencia a las criaturas y actúa como el que teje continuamente la trama tan complicada de los fenómenos naturales y de los episodios de la historia. El Sal 136:4-22, celebrando las maravillas (nipla ‘ót) de Dios, une a las obras de la creación (Gén 1:1-19) los acontecimientos del éxodo y de la conquista de Canaán (Ex-Jos), es decir, relaciona la creación del cielo y de la tierra con la creación del pueblo de Dios. De la misma manera, Elifaz el Temanita, motivando sus consejos a Job para que se dirija a Dios con la oración, le indica sus hazañas y maravillas (gedulót, nipla ót), evidentes en los fenómenos meteorológicos, y su gobierno del mundo moral en favor de los buenos y en contra de los malos, sin hacer ninguna diferencia entre las dos esferas (Job 5:9ss).

Y como milagro, el universo (el cielo, la tierra, el mar, los seres vivientes) en su origen y en su devenir tiene también un valor de “signo”, que le permite al hombre vislumbrar los atributos y la naturaleza de Dios, y al mismo tiempo la obligación moral de la religión, que se deriva de ello (Sab 13:1-9; Sir 17:8; cf Rom 1:9s).

Milagro es también el hombre bajo muchos aspectos: lo es en su creación y en su propagación, en su colocación en la cima de las criaturas y en su corporeidad, y por tanto también en su sexualidad y en su ordenación a la familia (Gén 1:26s; Gén 2:4-24; Gén 4:1.25; Sal 8). Lo es también como ser moral-espiritual, capaz de diálogo personal con Dios y dotado de una conciencia (Gén 3,lss; Jer 31:31-34); y como ser en devenir, protagonista del proceso histórico bajo la guí­a de Dios (Sal 23; 91). Lo es también como individuo y como pueblo: Israel, que comienza con una llamada y promesa de Dios (Gén 12:1-4), es un t pueblo privilegiado, pero no único. También los demás pueblos y naciones han sido suscitados por Dios, que determina su destino, incluso con la elección, vocación y misión de personas como Ciro (Isa 45:1-6; Amó 9:6), los juzga y a veces los castiga. “Entonces bendije al Altí­simo -dice Nabucodonosor–, alabando y glorificando al que vive eternamente; a aquel cuyo reino es un reino eterno, cuyo imperio perdura de generación en generación. Ante él los habitantes de la tierra no valen nada; él hace lo que quiere con las milicias de los cielos y con los habitantes de la tierra. No hay nadie que pueda detener su mano o le diga: ¿Qué haces?” (Dan 4:28 : LXX, 31b-32).

La raí­z de esta mentalidad ha de buscarse en la convicción de que el mundo, el hombre y la historia deben su existencia a la palabra omnipotente de Dios (Gén 1,lss); y de que su actividad, regulada por leyes inmanentes según unos ritmos regulares, depende del compromiso, juramento y alianza de Dios con el hombre y con el mundo: “Mientras dure la tierra, sementera y cosecha, frí­o y calor, verano e invierno, dí­a y noche no cesarán jamás” (Gén 8:22; Gén 9:12.15; Jer 33:20.25). Y así­, después de cada catástrofe provocada por el hombre pecador, es él el que reconstruye el camino y vuelve a poner en pie al hombre caí­do para que siga caminando (Gén 3:8ss; Gén 8:21s; 9, lss; Gén 12:1ss; Exo 32:7-14; Exo 32:2-27…).

b) El milagro en sentido estricto. Sobre este fondo -manera de pensar y fe- hay que colocar, interpretar y comprender aquel fenómeno que señalamos como “milagro en sentido estricto”. Dios, que da la fecundidad a las parejas fértiles (Gén 4:1.25), es el mismo que se la da a las estériles y ancianas (Gén 18:10-14; cf Lev 1:26-31.34s). Dios, que imparte normas de comportamiento válidas para cada uno y para todos (Gén 3:1 ss; Exo 20:1-17), es el mismo que está en el origen de las vocaciones extraordinarias (Exo 3:2ss; Is 6; Eze 1:14-28; Amó 1:1; 1Sa 3:4ss…). Dios, que es autor de las maravillas de la creación, es el mismo que realiza maravillas en la historia. Por eso, en los milagros Dios, que está siempre en actividad en, con y por sus criaturas, actúa con mayor intensidad; su presencia resulta más transparente y el efecto parece superar lo que suele suceder. Solamente para el autor de la Sab, Dios, en los sucesos del éxodo, realizó cambios en la naturaleza y en los animales para liberar a Israel y castigar con misericordia a sus enemigos (1Sa 19:6-12.18-22), restableciendo así­ la armoní­a del universo alterada por el mal (1Sa 2:24ss). Por eso el milagro puede definirse como “un hecho sensible, salví­fico, que sorprende a los espectadores, supera las posibilidades actuales del hombre y es interpretado como intervención de Dios, que intenta orientar al hombre hacia él”.

3. EL MILAGRO EN LA HISTORIA.

Dejando aparte los prodigios que se narran en algunos libros sapienciales (Job, Tob, Jon, Jdt…) y apocalí­pticos (Dan), en el AT llaman la atención los “signos y prodigios” que se narran en relación con el éxodo y los referidos en los ciclos de Elí­as y Eliseo.

a) Los milagros del éxodo. Es innegable que “la historia de los hebreos desde la salida de Egipto hasta la ocupación de la tierra prometida es toda una trama de milagros; no se narra ningún suceso importante que no sea un milagro. Esta generalización tiene que hacernos precavidos: por una parte, hay motivos para desconfiar de una generalización semejante; por otra, la unanimidad entre tradiciones muy diversas obliga a admitir un verdadero milagro en el origen, o al menos un hecho considerado como tal por sus beneficiarios” (A. Lefévre, DBS V, 1302).

Por diversas razones, la documentación, incluida la de í­ndole histórica, no permite reconstruir los sucesos y percibir lo que realmente sucedió, aunque sólo sea de forma aproximativa. La formación de las tradiciones (J, E, P, D), a notable distancia de los acontecimientos, hace comprensible el eclipse de demasiados elementos históricos y la aparición de los maravillosos. La diversidad entre las mismas tradiciones (p.ej., sobre el número de las plagas de Egipto) y la presencia de duplicados en las mismas confirman esta sensible atenuación de los datos históricos y la evolución en dirección hacia lo prodigioso. También las sucesivas (re)lecturas de los acontecimientos a la luz de la fe, que se proponí­an celebrar la intervención divina según los diversos géneros literarios utilizados en Dt, Sal, Sab y hasta en el mismo Ex (14 y 15), han contribuido poderosamente a hacer más opaco el prisma literario que existe entre el lector y el acontecimiento; en efecto, esas lecturas intentan descubrir a Dios actuando en los acontecimientos, el sentido de su presencia salví­fica y la lección que hay que sacar de ello.

A pesar de esta imposibilidad de llegar a los sucesos en sus contornos especí­ficos, éstos deben considerarse históricamente ciertos en su núcleo esencial. Esta certeza histórica atañe sobre todo al acontecimiento de fondo, es decir, la salida de Egipto de un grupo de hebreos bajo la dirección de un jefe (Moisés) en tiempos de la XIX dinastí­a egipcia (siglo mil a.C.), que culminó en el asentamiento en las tierras de Canaán. Este suceso se imprimió profundamente en el ánimo de Israel, que, reevocándolo ininterrumpidamente en su historia sucesiva, reconoce en él la intervención omnipotente de Dios: “Mi padre era un arameo errante, que bajó a Egipto. Allí­ se quedó con unas pocas personas más; pero pronto se convirtió en una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una cruel esclavitud. Pero nosotros clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, que escuchó nuestra plegaria, volvió su rostro hacia nuestra miseria, nuestros trabajos y nuestra opresión, nos sacó de Egipto con mano poderosa y brazo fuerte en medio de gran terror, prodigios y portentos, nos trajo hasta aquí­ y nos dio esta tierra que mana leche y miel” (Deu 26:5b-9). Más aún; en tiempos de derrota, de dispersión y de destierro, aquella acción omnipotente de Dios en los comienzos del pueblo se convirtió en el fundamento sólido e inquebrantable de la esperanza en la resurrección, en el retorno, en la restauración y en el nuevo florecimiento del pueblo (Isa 43:16-21; Isa 48:21; Isa 52:11): Dios, que hizo salir a Israel de Egipto (Jos 24:17; Amó 2:10; Amó 3:1; Miq 6:4), castigando duramente a los egipcios, favoreciendo extraordinariamente a los hebreos (Sal 135:8s; especialmente 78; 105; ,20; Sab 16:19; Miq 7:15) y marchando al frente de su pueblo (Sal 68:8-9; Sal 77:20-21), es considerado como el Dios que realizó el primer acto en favor de Israel y se lo dio como prenda y como tipo de la liberación futura (mesiánica), incluida la liberación de los pecados (Isa 40:2; Isa 44:21). Obviamente, estas evocaciones y celebraciones, derivadas de la fe, ampliadas y transformadas en plegarias, reflejan la conciencia de todo un pueblo de la intervención extraordinaria de Dios al principio de su propia historia y respecto al elemento esencial, y no pueden menos de apoyarse en la roca sólida de la historia. En este sentido es también significativo lo especí­fico de la teofaní­a del AT: referida con la mención de las convulsiones de la naturaleza (terremoto, nubes, lluvia, viento, granizo, rayos, truenos, humo, tinieblas, contención de las aguas del mar y de los rí­os…: Hab 3:3-19) o descrita como una brisa ligera (1Re 19:11-13), la teofaní­a es manifestación de Dios como Señor de la naturaleza y de la historia para salvar a su pueblo y castigar a sus enemigos, y con toda probabilidad ambas formas hunden sus raí­ces en las tradiciones del éxodo (1Re 19:16-19; 1Re 33:22; 1Re 34:2.5ss; 1Re 3:21).

Por eso, si hemos de renunciar a la reconstrucción histórica de los diversos “signos y prodigios” del / Exodo, sigue en pie “el milagro del éxodo”, es decir, el nacimiento de Israel como pueblo y como pueblo de Dios. Sin embargo, incluso para este acontecimiento primordial, el elemento milagroso ha sido captado y destacado por la fe y no incluye necesariamente proporciones cuantitativamente extraordinarias. Aunque probablemente fue una emigración forzada, análoga a otras muchas de aquel tiempo, el acontecimiento fue leí­do más tarde como la intervención salví­fica decisiva de Dios, que escogió para sí­ y creó a su pueblo.

b) Los milagros de los ciclos de Elí­as y de Eliseo. En relación con los milagros (= cosas grandes, gedolót: 2Re 8:4) del Elí­as y de Eliseo, por una parte hay que observar que “Elí­as se ve obligado a defender el mismo principio y fundamento del pueblo como pueblo del Señor. No se trata de un cambio de régimen, sino del peligro de un cambio de Dios. Elí­as ve el peligro, se enfrenta con él, lo conjura” (L. Alonso Schdkel, La Biblia I, Marietti, Torino 1980, 866); y, por otra parte, que los relatos de milagros están inspirados en el amor a lo maravilloso, no siempre edificante (2Re 2:23-25), e intentan crear el personaje del taumaturgo en los dos profetas. A excepción del fuego, que se encendió espontáneamente en el sacrificio de Elí­as en el Carmelo, y de la curación de Naamán el sirio por obra de Eliseo, que terminan con una confesión de fe en Dios colectiva e individual (IRe 18,39; 2Re 5:15), los otros milagros son todos ellos privados, es decir, en favor (o en perjuicio) de personas, de sus familiares, de los profetas mismos y de sus discí­pulos. Por eso son juzgados de forma distinta también por los autores católicos: demasiado numerosos, a veces duplicados evidentes, aficionados a lo pintoresco y privados de razones suficientes, estos milagros son enumerados por algunos entre las anécdotas especí­ficas de las leyendas hagiográficas y como medios idóneos para construir la figura del hombre de Dios y resaltar la importancia de ambos profetas (H. Haag, LTK X,12); pero, en relación con milagros más recientes y bien documentados, son juzgados más positivamente por otros incluso bajo el aspecto histórico, a pesar del reconocimiento simultáneo de la magnificación literaria y de su inclinación a las leyendas hagiográficas (A. Lefévre, DBS V, 1303).

4. EL MILAGRO Y LA FE: a) Necesidad de la fe. Como la fe es la lente necesaria para captar a Dios y su acción en la creación, también lo es para descubrir su intervención en la historia y en la institución, y por tanto en el milagro. Los incrédulos buscan milagros inútilmente, ya que son incapaces de elevarse a su nivel. Naturalmente, la fe no crea el acontecimiento, pero lo lee e interpreta según una óptica propia: consciente de que Dios actúa en la creación y en cada uno de los seres, en la historia y en cada uno de sus momentos, el creyente capta su presencia activa en alguna obra, momento y acontecimiento de mayor intensidad, la juzga maravillosa y la presenta como milagrosa, quizá a distancia en el tiempo. Las (re)lecturas sucesivas y múltiples de los acontecimientos del éxodo (J, E, P, D; Sab) son indicativas de esta penetración intelectual de la fe para intuir y exaltar la presencia de Dios. El creyente capta a Dios en las grandes obras de la creación (Job 5:9s; Sal 106:2; Sal 139:14), en las de dimensiones ordinarias (Gén 24:12ss; Exo 14:21s; 1Sa 14:23.45) y en las de proporciones minúsculas, como el soplo de la brisa (IRe 19,12). Y lo percibe también en el milagro. Moisés, los israelitas, Elí­, Saúl (Exo 3:12; Exo 14:31; 1Sa 2:34; 1Sa 10:9), en virtud de su fe reconocen la intervención de Dios, presente (Exo 14:32) o diferida (Exo 3:12; 1Sa 2:34; 1Sa 10:9), salví­fica o también punitiva (ISam 2,34). El faraón, por el contrario, incrédulo habitual (Exo 4:21; Exo 7:13); los israelitas, fáciles en pecar de incredulidad (Sal 106:7.13.21), y Acaz, desconfiado en un caso concreto (Isa 7:12), se cierran al reconocimiento del milagro y a su beneficio y pueden ver la eventual intervención extraordinaria de Dios transformarse en juicio contra ellos (Gén 15:14; Exo 6:6).

Además, la fe es necesaria para recibir el milagro: los creyentes, como Abrahán, Gedeón y Ezequí­as, son premiados con la ayuda excepcional de Dios (Gén 15:6.8; Jue 6:7ss; 2Re 20:5s.8ss). Los incrédulos, por el contrario, lo mismo que los israelitas en el desierto (Exo 17:2; Deu 9:22; Sal 95:8s), quedan excluidos y, si pretenden el milagro, tientan a Dios. Al atenuarse la fe por falta de profetas (Sal 74:9; lMac 4,46; 9,27), también el milagro se hace más raro (Sir 36:6) y en su lugar se insinúa la sed de lo maravilloso.

b) Origen y naturaleza de la fe. De aquí­ surge el problema del origen y de la naturaleza de la fe. Es don de Dios, y podrí­a considerarse como un aspecto de la sabidurí­a que ilumina al creyente sobre el mundo y su significado (Job 36:22-37, 19), sobre el hombre, su origen y fin, sobre la historia, su proceso y su meta y, particularmente, sobre los fenómenos naturales, humanos e históricos singulares (Gén 41:38s; Dan 2:28s.47; Dan 5:11.14). Y el milagro pertenece a éstos. Entre la predicción de los signos a Saúl por medio de Samuel y su cumplimiento, Dios “cambia” el corazón de Saúl, por lo que él percibe en los sucesos que le ocurren durante su regreso’ a casa signos de que Dios lo llama a la realeza teocrática (1Sa 10:1-16). Al contrario, los israelitas del éxodo no reconocieron los signos, porque junto con la experiencia de los hechos singulares Dios no les dio “inteligencia para entender, ojos para ver y oí­dos para escuchar” (Deu 29:1-3), es decir, el corazón nuevo (Eze 36:26s; Jer 31:31-34). Pero a pesar de esta insistencia en el don de Dios, la fe parece ser el fruto de la iniciativa unilateral y gratuita de Dios y de la respuesta libre y obediente del hombre. Los elementos parecen estar presentes en la descripción de la obstinación del corazón del faraón frente a los signos del éxodo. Por una parte, las proposiciones con verbos causativos (hifil: Exo 7:3 [gasahJ; Exo 10:1 [kabed]) o intensivos (piel: Exo 4:21; Exo 10:20.27; Exo 11:10; Exo 14:4.8 [hazaq]), que tienen a Dios por sujeto, subrayan la acción divina, de manera que ésta debe considerarse implí­cita también en los verbos en pasivo (nip’al: Exo 14:5 [hapaq], entre 14,4 y 14,8) y en los verbos simples de estado (qal: Exo 7:13.22 [hazaq], después de 7,3 [qasah]). Por otra parte, las frases con verbos causativos que tienen como sujeto al faraón (hifil: Exo 8:11.28 [kabed]) ponen de relieve claramente su obstinación, de manera que ésta puede también percibirse en los verbos simples (Exo 8:15, qal [hazaq] entre 8,11 y 8,28 con el mismo verbo en hifil; 9,35: qal [hazaq], entre 8,11 y 8,28 con el mismo verbo en hifil; 9,35: qal [hazaq], después de 9,34), especialmente tras el reconocimiento por parte de los magos de la intervención de Dios en la plaga de los insectos: “¡Aquí­ está el dedo de Dios!” (Exo 8:15; Vg 19). La incredulidad del faraón equivale a un rechazo, claro y neto (cf 9,2: el paralelismo “rechazas…, retienes…”). La insistencia en la acción de Dios denota juntamente su soberaní­a, incluso sobre el pecado del hombre, y ante todo su juicio y castigo del hombre, que libremente rechaza sus signos y palabras; y, complementariamente, sugiere que la fe es don gratuito de Dios y obediencia del hombre, es fruto del ofrecimiento de Dios y de la responsabilidad humana. Al ofrecer el signo-prodigio y el corazón para comprenderlo, Dios espera que el hombre comprenda, escuche y obedezca. Y esto es la fe. En caso de negativa llega la incredulidad, que cierra la puerta al signo salví­fico o, cuando de todas formas se realiza, se abre al signo juicio.

5. EL MILAGRO Y LA PALABRA. Lo mismo que la sabidurí­a (Deu 4:6; Jer 8:9), la fe es ofrecimiento al hombre mediante la palabra de Dios, oral y escrita. El milagro es en sí­ mismo ambiguo; de hecho, se le atribuye incluso a personas extrañas o contrarias al designio de Dios (Exo 7:12). La palabra, por el contrario, es clara, aun cuando se exprese en términos figurados. En concreto, la palabra y el signo se integran mutuamente y son interdependientes, a pesar de la variedad de su sucesión cronológica. La palabra, intérprete y juez del signo, puede ser la institucionalizada en la comunidad creyente, la interior que procede directamente de Dios o la exterior pronunciada para la ocasión por un enviado de Dios. Ante cualquier signo y su explicación en favor de la apostasí­a, el creyente ha de considerarlo como falso o perverso basándose en la fe recibida mediante la palabra de la comunidad creyente y que se remonta a los padres (Deu 13:1-11). Puesto de manera imprevista ante un signo, Moisés advierte inmediatamente la voz (interior) de Dios, que lo explica y le promete otros signos de confirmación (Exo 3:2-4; cf 2Re 20:5-11). Informado por anticipado del proyecto de Dios mediante la palabra de Moisés, el faraón reacciona con un rechazo abierto y despreciativo: “¿Quién es el Señor para que yo obedezca su voz y deje ir a Israel? No conozco al Señor y no dejaré ir a Israel” (Exo 5:2); y así­, rechazando la palabra y los signos, se cierra la salvación y llega a experimentar o padecer los signos de castigo (Exo 9:14.29; cf 7,5.17; 14,18).

En cualquier momento y de cualquier manera que se pronuncie, la palabra es siempre primaria respecto al signo e indispensable en las acciones simbólicas de los profetas (Isa 8:18; Eze 4:3), ya que es su clave de interpretación: “Lo que motiva la fe no es el signo como tal; lo decisivo es la palabra que lo acompaña. Esta palabra dice qué persona o cosa constituye el objeto de la fe que pretende suscitar el signo. Por eso no se da una revelación mediante signos sin la correspondiente revelación por la palabra que los interprete” (F.J. Helfineyer, DTAT I, 190).

6. MENSAJE Y FINALIDAD DEL MILAGRO. a) Palabra sensiblemente eficaz. A su vez, el signo se convierte en palabra visible. Por indicación de la palabra, el ojo de la fe, la mente atenta y el corazón dócil perciben en el milagro sensible a Dios como único Dios (Deu 4:34s; Exo 10:2; cf 7,3.5; 8,18.19), o, mejor dicho, su presencia salví­fica para los creyentes y de castigo para los incrédulos. Tanto a los creyentes (Exo 10:2s) como a los recalcitrantes (Eze 7:5.17), el signo les revela que Dios ha entrado en acción: una vez pasado el mar Rojo, los israelitas, creyendo en Dios y en su siervo Moisés, celebran al Señor: “¿Quién igual a ti, Señor, entre los dioses? ¿Quién igual a ti, sublime en sabidurí­a, tremendo en gloria, autor de maravillas?” (Exo 15:11; cf Sal 77:14s). Y esta intuición equivale a la certeza de captar la intervención salví­fica de Dios, ya que “la conexión entre conocimiento y signo es tan estrecha que conocer equivale a cerciorarse de algo por medio de un signo” y “el conocimiento sigue a la acción de Yhwh, la cual es un presupuesto necesario del conocimiento” (F.J. Helfineyer, DTAT I, 184.185). Por lo demás, también los no dispuestos advierten una cierta presencia activa de Dios: los magos egipcios reconocen: “¡Aquí­ está el dedo de Dios!” (Exo 8:15); el faraón, a su pesar, tendrá que reconocer que “Dios es el Señor en medio del paí­s” (cf Exo 8:18), y los israelitas son denunciados como ofensores y tentadores de Dios por haber visto los signos y haber hecho oí­dos sordos a su mensaje (Núm 14:1lss). Además, en particular, mediante los signos se vislumbran y se reconocen la gloria (Exo 15:1.7), la santidad (Exo 15:11) y el amor de Dios (Sal 106:7; Sal 107:8), que actúan poderosamente para “el triunfo del dominio de Dios frente a los enemigos del pueblo y frente al mismo Israel”(F.J. Helfineyer, DTATI, 185). De aquí­ su doble aspecto: por una parte, mediante los signos Dios visita y da al hombre su salvación y su reino; por otra, el hombre entrevé a Dios y cree que está cerca de él y obrando en su favor.

b) Al servicio de la fe obediente. En los que están bien dispuestos, el signo de salvación suscita o aumenta la fe: “Israel vio el prodigio que el Señor habí­a obrado contra los egipcios, temió al Señor y creyó en él y en Moisés, su siervo” (Exo 14:31). La fe, a su vez, es el fundamento del reconocimiento de Dios y de su culto (Deu 4:34s; Jos 24:17), de la confianza en él (Exo 8:18s; Deu 1:22-46), del amor a Dios y de la obediencia a sus mandamientos (Deu 11:1-13). También los signos de Elí­as en el Carmelo y de Eliseo en favor de Naamán el sirio están ordenados a una adhesión renovada a Dios y a la fe en él (lRe 18,38; 2Re 5:15b.17b). De manera semejante, los signos de confirmación favorecen en el creyente la atención, la fe, la confianza y la obediencia a Dios (Exo 3:12; Jue 6:17; lSam 2,34; 2Re 20:5), lo mismo que los de legitimación ayudan a escuchar y a seguir al enviado de Dios (Exo 4:8-9.28-31; lSam 2,34). Por eso parece ser que el ambiente de formación de los relatos de los signos y prodigios -de su elección, elaboración y transmisión- fue el del culto israelita y judí­o, que tení­a la finalidad evidente de alimentar en los israelitas la fe en Dios y sostener su fidelidad en la obediencia a los mandamientos de la alianza.

7. DIOS, AUTOR DEL MILAGRO. Siendo Dios principio y fin de los signos, generalmente se le señala también como el autor de los signos y prodigios (Exo 15:11; Sal 77:15). Aunque Elí­as y Eliseo fueron presentados ordinariamente con la aureola de taumaturgos y los relatos de sus milagros dan paso al género literario de las leyendas hagiográficas (2Re 5:8), en principio los siervos de Dios, como Moisés, Josué, etc., sólo son vistos como mediadores para la salvación del pueblo de Dios y los milagros sirven para legitimar su misión (Exo 3:12; Exo 4:8-9.28-31; Jos 3:5). De manera semejante, los intérpretes de sueños, como José y Daniel, se consideran y se indican solamente como mediadores de la sabidurí­a que Dios les dio (Gén 41:16; Dan 2:19.30). Por eso, ni Moisés ni los demás hacen milagros para su gloria y utilidad, sino para acreditar su misión, para ofrecer la salvación de Dios y su voluntad y para suscitar la fe obediente.

III. NUEVO TESTAMENTO. El NT está en continuidad con el AT en lo que atañe a la terminologí­a del milagro, a la concepción de Dios, que es su presupuesto, y a la finalidad, que es casi exclusivamente salví­fica. Pero todo ello se presenta en una relación vital con la persona de Jesucristo.

1. TERMINOLOGíA. Prescindiendo de los hapax thaumásia (maravillas, Mat 21:15) y parádoxa (cosas prodigiosas, Luc 5:26), que orientan hacia lo maravilloso, los términos que indican el milagro en el NT son los cuatro siguientes: dynamis, sémefon, téras y érgon.

a) El primer vocablo, dynamis (119 veces: Mt 12; Mc 10; Lc + He 15 + 10; Pablo 36; Heb 6; lPe 2; 2Pe 3; Ap 12), en relación con los milagros se utiliza activamente (= poder milagroso: Mar 5:30 = Luc 8:46; Mar 6:14 = Mat 14:2; 1Co 12:10.28.29) y pasivamente (= acto de poder), que es hecho (poiein, Mar 6:5 = Mat 13:58; Mar 9:39; Mat 7:22; Heb 4:7; Heb 19:11), o que sucede (ghí­nesthai, Mar 6:2; Mat 11:20.21.23; Luc 10:13; Heb 8:13) por obra de Jesús (Mar 6:2) o de otros con o sin el uso del nombre de Jesús (Mat 7:22; Mar 9:39; Heb 8:13; Heb 19:11; 2Co 12:12), o también por el anticristo (2Ts 2:9). La presencia del término en varios filones del NT (sinópticos, Pablo, He, Heb) o de la tradición evangélica (Mc, Q, Mt, Lc) es ya muy significativa. Su ausencia en Jn es más bien aparente; de hecho, el cuarto evangelio usa el verbo dynamai también en conexión con los signos (Jua 3:2; Jua 9:16) y, como los sinópticos, hace remontar a Dios el “poder” que se le atribuye a Jesús para hacerlos (Jua 9:33; Jua 10:21; Jua 3:2). Más que con vocablos hebreos que indiquen el milagro (y sus voces correspondientes en griego en los LXX), dynamis dice relación al concepto del mesí­as, revestido de poder por el Espí­ritu de Dios para derrotar en guerra a los enemigos (Isa 11:2) o para proclamar la palabra de Dios como su profeta y más que profeta (Miq 3:8). Esta segunda idea desemboca rectamente en el NT (Luc 24:19 + Heb 7:22), mientras que la primera queda modificada radicalmente (Mar 3:27).

b) El segundo término, séméion (signo), menos frecuente que el anterior (77 veces: Mt 13; Mc 7; Lc + He 11 + 13; Jn 17; Pablo 8; Heb 1; Ap 7), a través de los LXX está en continuidad con el AT, por sí­ solo (= hebreo ‘ót), en la expresión compuesta “prodigios y señales” (Mt, Mc, Jn, He, Pablo, Heb; cf Deu 4:34), así­ como también en la variedad de significados como signo de reconocimiento (Mat 26:48; Luc 2:12; 2Ts 3:17), signo escatológico (Mat 13:4; Luc 21:7; Mat 24:3), sí­mbolo y escena simbólica (Apo 12:1.3; Apo 15:1), fenómeno natural y sideral (Luc 21:11.25).

Lo mismo que el Dt (Luc 13:1-3), también el NT pone en guardia varias veces contra los signos, entendidos como “prodigios, acciones prodigiosas y sensacionales”, realizados por aquellos que tienen la intención de seducir y apartar a los creyentes de la fe en Cristo, especialmente en el perí­odo escatológico (Mat 24:24 = Mar 13:22; 2Ts 2:9; Apo 13:13s; Apo 16:14; Apo 19:20), y presenta negativamente a todos los que se los piden a Jesús por curiosidad (Luc 23:8), o para tentarlo o que de alguna manera están privados de apertura y de docilidad a él (Mar 8:11s; Mat 12:39; Mat 16:4; Luc 11:29; cf Jua 2:18; Jua 6:30; 1Co 1:22). La pretensión de éstos, equiparada a las sugestiones diabólicas (Mat 4:1-11), alcanza su punto más alto en el desafio sarcástico de los que pasan junto a la cruz (Mar 15:30-32), supone la sed de lo sensacional y la intención de evitar el camino oscuro de la fe obediente, y provoca la reacción severa y luminosa de Jesús, que la rechaza de forma explí­cita o equivalente (Mar 8:11s; Mar 15:30-32), o bien remite al signo inequí­voco de la palabra (Luc 11:29s) o al de su resurrección, que puede ser acogido solamente en la fe (Mat 12:39s).

A pesar de ello, también el NT ve positivamente los signos milagrosos. Mar 8:38s y 6,34.50s, aunque no utilizan el término, aluden a los signos de Ex 14-16 y presentan las intervenciones de Jesús como actos salví­ficos suyos que promueven la fe. Finalmente, otros textos (Mar 16:17-20; Luc 10:17.19; 1 Cor 12-14) en los que se usa este vocablo hablan de los signos como de indicios que acreditan la misión de los discí­pulos, los efectos visibles de la presencia salví­fica del resucitado y de su Espí­ritu, y las primicias de la victoria sobre el mal fí­sico y moral.

Sin embargo, entre los escritores del NT se distingue Jn por el uso de este término. Es verdad que el ambiente joaneo invita a prevenirse contra los signos engañosos de los seductores que operan a lo largo de la historia, y sobre todo al final de la misma (Apo 13:13s; Apo 16:14; Apo 19:20), y que el ambiente especí­fico del cuarto evangelio tiene en común con los sinópticos y con Pablo la desconfianza de los signos y la crí­tica y el reproche de cuantos los pretenden (Apo 2:18; Apo 6:14.30; Apo 4:48) y declara insuficiente la fe que se basa más en los signos que en la palabra de Jesús (Apo 2:23s; Apo 3:2; Apo 6:30ss). Pero Jn subraya de manera particular la función positiva de los signos. Las alusiones determinadas o indeterminadas a su número (Apo 2:11; Apo 4:51; Apo 20:30; Apo 21:25), su distribución según un cálculo evidente, la ilustración de algunos de ellos con discursos o discusiones, la inclusión de las apariciones del Resucitado entre los signos (Apo 20:30s) son ya indicio del juicio positivo de Jn sobre los signos. En particular, para él el milagro-signo es revelador del origen divino de la misión de Jesús, de su dignidad mesiánica y de su unidad con el Padre (Apo 2:23; Apo 3:2; Apo 6:14). Puesto que entre el signo y su autor la relación es más estrecha que entre el efecto y la causa, se deduce que el signo contiene de algún modo a su autor y constituye una epifaní­a del mismo. Manifiesta la gloria de Jesús (Apo 2:11), que refleja la de Dios (Apo 11:40); alude a su fuerza y esplendor, y revela su ser más profundo con singular intensidad; de manera que el signo del pan lo señala como “el pan de vida”, el de la curación del ciego lo manifiesta como “la luz del mundo” y el de la resurrección de Lázaro lo define como “la resurrección y la vida” (6,lss; 9,lss; l l,1 ss). Además, al revelar a Jesús en el momento de su cumplimiento, el signo preanuncia también el bien salví­fico que concederá cuando llegue su hora y pase de este mundo al Padre (6,63). Debido a su función reveladora, el signo orienta positivamente hacia la fe en él (2,11; 9,35; 11,45; 4,53; 20,30ss), por lo cual los incrédulos son responsables de su incredulidad (9,39s; 12,37ss). Sin embargo, el signo no es algo clamoroso y sensacional, sino algo sensible y milagroso, que transmite un mensaje de Jesús y sobre Jesús, perceptible a quienes tienen ojos í­ntegros para percibirlo (9,39s; 12,40s) y se colocan ante Jesús en una posición de fe, es decir, de apertura, de confianza y de disponibilidad hacia él y hacia su palabra (11,40; cf 12,40).

c) Siempre en plural y unido al plural del precedente sémeí­a, y a veces también a dynámeis (Heb 2:22; 2Co 12:12; 2Ts 2:9; Heb 2:4; cf Heb 6:8; Rom 15:19), encontramos el sustantivo plural térata (prodigios; 16 veces: Mt 1, Mc 1; Jn 1; He 9; Pablo 3; Heb 1). Casi ausente en la literatura greco-helenista contemporánea del NT -lo mismo que el correspondiente semí­tico mópet en la literatura hebrea de la época-, pero presente en la judeo-helenista, a través de los LXX este término se relaciona con el AT por su combinación con sémeí­a y por su contenido. Los evangelistas lo evitan prácticamente, quizá porque lo consideran inadecuado para expresar la parte activa de Jesús en la actuación de los milagros. Cuando se emplea, la expresión “signos y prodigios” señala los falsos portentos apocalí­pticos (Mat 24:24 = Mar 13:22; 2Ts 2:9; cf Deu 13:15s), o bien los sensacionales que pretenden los judí­os y que les niega Jesús (Jua 4:48). Fuera de los evangelios, sin embargo, denota también los milagros de Jesús (Heb 2:22) y de sus heraldos (He, passim; cf 2Co 12:12Heb 2:4). Finalmente, en los Hechos, la locución “signos y prodigios” (Heb 4:30; Heb 5:12; Heb 14:3; Heb 15:12) y su forma inversa (Heb 2:19s.22. 43; Heb 6:8; Heb 7:36; cf Sab 10:16), que podrí­a deberse o a una fuente distinta o a una variación estilí­stica, pueden incluir cierto matiz teológico, en el sentido de poner respectivamente el acento en Dios, su autor, o en sus efectos (cf K.H. Rengstorf, TWNT VIII, 125s). La evocación de los “prodigios y signos” del Exodo (Sab 7:36) señala en Jesús al profeta como Moisés, mientras que la cita de J13,1-5 (TM 2,28-32) indica en la efusión del Espí­ritu y en sus dones la irrupción de los bienes escatológicos en la historia en virtud de la resurrección de Jesús (2,19s.33). A pesar de ser Dios el autor de los signos y prodigios, él los realiza por medio de sus siervos (2,43; 4,30; 6,8), especialmente de Jesús, antes y después de pascua (2,22; 4,30; 14,3), para legitimar su misión y, particularmente después de pascua, para conducir a la fe en Jesucristo. También para Pablo los “prodigios y signos” acreditan su apostolado y orientan a la fe en Cristo (Rom 15:19; cf Heb 2:4), junto con la paciencia-constancia de los apóstoles (2Co 12:12).

d) De forma semejante, en la huella de la tradición bí­blico judí­a se coloca el grupo érgon, ergázesthai y poiein (obra [milagrosa], obrar y hacer milagros). Aunque corresponde a varias voces hebreas, el sustantivo érgon en el AT griego indica también la obra divina de la creación (Sal 8:4) y las obras de Dios en la historia de la salvación (Exo 34:10; Jos 24:31 [gr. 29]; Jue 2:7.10), incluidas las milagrosas del éxodo (Sal 66:3.5; Sal 77:12; cf Deu 11:3 : TM, signos y obras; LXX, signos y prodigios; Sir 48:14 : prodigios y obras maravillosas). Sin embargo, las obras siguen siendo realizadas por Dios a lo largo de la historia (Isa 5:12.19; Isa 22:11; Isa 28:21; Isa 29:23), tanto de Israel como de los demás pueblos (Isa 45:11), para salvar a los creyentes y castigar a los impí­os (Sal 28:5; Sal 46:9; Sal 92:5.6; Sal 95:9).

El NT continúa esta lí­nea (Heb 2:7; Heb 1:10; Heb 4:3.4: obras de la creación). Jn (Heb 9:3) utiliza la expresión “las obras de Dios”, mientras que Mt y Lc tienen el concepto; pero los tres están de acuerdo en vincular la acción de Dios en la historia a la actividad de Jesús, particularmente a sus actos milagrosos. Mt, al hablar de las “obras de Cristo”, apelando a Is (Heb 35:5-6a; Heb 26:19; Heb 29:18; Heb 61:1) menciona las obras milagrosas de misericordia y la evangelización de los pobres (Heb 11:2.5s; cf Luc 24:19; Heb 1:1; Heb 7:22 [de Moisés]). Jn, que construye el sustantivo érgon (plural y singular) con poiein, ergázesthai y teleioún (hacer, obrar, cumplir:Heb 5:20.36; Heb 7:3.21; Heb 9:3.4; Heb 10:25.32.37.38; Heb 14:10.11.12; Heb 15:24; Heb 4:34; Heb 17:2), debe considerarse clásico. En su obrar, Jesús participa y revela la acción de Dios en la historia de la salvación: él ve y cumple las obras que el Padre le muestra y que le da el poder de obrar (Heb 5:17-29). En él y por él es el Padre invisible el que las cumple, y por eso en ellas irradia la gloria del Padre y del Hijo (Heb 14:10s; Heb 9:3s). Y son también obras milagrosas, que suscitan maravilla (Heb 7:21; Heb 7:3s), legitiman la misión de Jesús y sobre todo atestiguan la unidad del Hijo con el Padre (Heb 10:25; Heb 5:36). Además, por constituir el testimonio sensible del Padre, las obras tienen la finalidad de conducir a la fe en Jesús, y mediante la fe a la vida; pero se transforman en testimonio de acusación y de condenación de exclusión de la vida para los que se niegan a creer (Heb 5:17-29). Al igual que los signos, las obras son preludio, revelación y aspectos parciales de la obra (Heb 4:34; Heb 17:2) con que Jesús glorifica al Padre y es glorificado por él con los plenos poderes de dar la vida a todos los creyentes y de poner a los discí­pulos en condiciones de hacer “obras” mayores que las suyas (Heb 14:12). Y de este modo las “obras buenas” (Heb 10:32) que el Padre realiza en, por y con Jesús son anticipaciones de la obra que él lleva a cabo en los que creen en Cristo, también mediante el ministerio de los discí­pulos (Heb 14:10), para hacerlos partí­cipes de la vida eterna (Heb 6:28s).

2. LA CONCEPCIí“N DEL MUNDO. a) Dios y el mundo. La concepción que tiene el NT de las relaciones entre Dios y la naturaleza, entre Dios y el hombre, entre Dios y la historia es fundamentalmente idéntica a la del AT y del judaí­smo, palestino y helenista, intertestamentario y rabí­nico. Para Jesús y para los predicadores y escritores del NT, Dios es creador del cielo y de la tierra y de todo, del hombre y de la mujer, y de todos los hombres; es su señor y ejerce todo poder sobre ellos (Mat 11:25; Mat 19:4; Mat 28:18). Por eso los fenómenos naturales y meteorológicos, como el salir del sol, el sucederse de las estaciones y la lluvia, la vida de las plantas y de los animales, se le atribuyen a Dios (Heb 14:17; Heb 17:26; Mat 5:45; Luc 12:54-56; Mat 6:26ss; Mar 4:26-29). También la historia se desarrolla bajo el dominio, la intervención y la dirección de Dios. La humanización de la tierra y la evolución de las vicisitudes de los diversos pueblos, especialmente de Israel, se llevan a cabo según un designio de Dios, que los conduce hacia una meta común, a saber: Jesús (Heb 14:15-17; Heb 17:24-31; Heb 7:2ss; Heb 13:16ss; Heb l,ls), definido como la plenitud de los tiempos (Mar 1:15; Gál 4:4; Efe 1:10). Y esto porque el mundo y el hombre han sido vistos y queridos en Cristo por Dios desde el principio (Rom 8:29s; Jua 1:3-5; Efe 1:3ss; Col 1:15-17; 1Co 8:6). Esta providencia de Dios se extiende a cada uno de los vivientes y a cada uno de los pequeños sucesos de su existencia (Mat 10:29 = Luc 12:6s). Por eso mismo la creación es reveladora de Dios, de sus atributos, particularmente de su bondad para con el hombre, e indicadora de la respuesta del hombre a Dios (Rom 1:19-21; Heb 17:27). De forma semejante, la historia es lugar y medio de revelación: la ignorancia, más o menos culpable, que se les reprocha a los paganos (Heb 17:30; Heb 14:16), y especialmente a los judí­os (Mat 16:31; Luc 12:56; Luc 19:42; Heb 3:17; Heb 13:27), supone la convicción de que Dios actúa en la historia de forma ordinaria y extraordinaria mediante las personas privadas, públicas y hasta indignas (Jua 11:51; Heb 4:27s; Heb 2:23).

Por eso la intervención de Dios mediante el milagro (acto de poder, signo, prodigio y obra) hunde sus raí­ces en esta fe de que Dios -trascendente, invisible, omnipotente y bueno- es omnipresente, operante, benéfico y salvador, particularmente con el hombre. Haciendo llegar a su debido tiempo a la plenitud y dando su reino en Jesucristo, Dios manifiesta su intervención omnipotente en él, incluso con una elevada concentración de milagros durante su ministerio público. La división de los milagros evangélicos en milagros de naturaleza y milagros antropológicos (exorcismos, curaciones, resurrecciones), descriptiva y derivada de los relatos neotestamentarios, corresponde a nuestra mentalidad moderna y occidental, e incluye en algunos autores la intención de reconocer que Jesús pudo curar a algunos enfermos, especialmente neuróticos, negándole todos los demás milagros. Pues bien, esta manera de pensar es extraña (y contraria) a la mentalidad de los evangelistas, de sus predecesores y del mismo Jesús: Dios, creador y señor de los espí­ritus, de los hombres y de la naturaleza material, señor absoluto de la vida y de la muerte, está presente en toda criatura y actúa en ella, y con su sabidurí­a, poder y bondad puede curar a un epiléptico y cambiar el agua en vino, resucitar a un muerto y calmar el lago durante la tempestad. Por eso es preferible la clasificación puramente literarioredaccional [7 III, 7].

b) Jesucristo y el mundo. La referencia mencionada del mundo y del hombre a Jesucristo y la conexión del milagro con su persona constituyen la novedad especí­fica del NT respecto al AT y al judaí­smo. El acto de poder de Jesús, de los discí­pulos y de cuantos creen en él está estrechamente vinculado a él y a su resurrección. Puesto que en él reside una dynamis (poder, fuerza) (Mar 5:30), Jesús puede realizar y realiza de hecho dynámeis, es decir, actos de poder. El poder es Dios mismo (Mar 14:62), y se manifiesta de modo particular en la resurrección de los muertos (Mar 12:24), lo mismo que se manifestó en la creación (Rom 1:20). Jesús es hecho plenamente partí­cipe de ese poder en su resurrección (Mar 14:62), determina la venida del reino de Dios en poder entre la pascua y la parusí­a (Mar 9:1) y lo desplegará de modo definitivo cuando vuelva en majestad para el último acto de la redención (Mar 13:26). Aunque lo posee ya en la tierra y antes de pascua, Jesús lo revela concretamente en los milagros, en los que se muestra poderoso (Luc 24:19; Jua 3:2), realizándolos incluso por medio de personas extrañas (Mar 9:38s).

Pero Jesús fue constituido Hijo de Dios “en poder” en la resurrección (Rom 1:4): el Espí­ritu de Dios, que lo resucita de entre los muertos, elimina la fragilidad de la carne y lo convierte en espí­ritu vivificante (1Co 15:45), lo hace poderoso y capaz de configurar consigo al creyente incluso en su cuerpo resucitado (1Co 15:49-57; Flp 3:10.21). Pero esta realidad “espí­ritu y poder”, que crea la humanidad de Jesús en el seno de Marí­a (Luc 1:35), está presente en él antes de pascua, y en virtud de ella puede llevar a cabo la liberación del hombre como taumaturgo y como profeta (Luc 4:14-21; Heb 10:38; cf Luc 5:17; Luc 6:19; Luc 8:46). Y en virtud de su “espí­ritu y poder” podrán igualmente realizar milagros los discí­pulos y los que crean en él (Rom 15:19; Heb 6:5.8; Gál 3:5).

Prácticamente sinónimo de dynamis y sustancialmente idéntica es la exousí­a (poder, autoridad, potestad: Luc 4:36; Luc 9:1). Poseyéndola ilimitadamente, Dios dispone con absoluta libertad el camino, las etapas y la meta de su plan de salvación (Heb 1:7). Jesús está revestido plenamente desde su resurrección de ese poder, y en virtud del mismo confí­a a los “once” la misión universal, asegurándoles su asistencia eficaz a lo largo de toda la historia para el éxito de su predicación y de la afirmación del reino de Dios (Mat 28:18-20; Mat 10:7). Sin embargo, también él participa de ese poder durante su ministerio (Mar 11:27-33) y, como Hijo del hombre en la tierra, lo ejerce con su palabra, basada en su misterio personal, y por tanto con autoridad para enseñar y con eficacia para liberar a los hombres de los espí­ritus inmundos, de las enfermedades, del pecado y de otros males (Mar 1:21.27; Mar 2:1-12). Más aún, poseyéndola con plenitud, la comunica a sus discí­pulos para hacerlos capaces y válidos colaboradores en la predicación y en la actividad milagrosa (Mar 3:15; Mar 6:7; Mat 10:1; Luc 9:1; Luc 10:17).

3. LOS MILAGROS Y LA RESURRECCIí“N DE JESÚS. Pues bien, el espí­ritu, el poder y la autoridad de Dios y de Jesús como causa de los milagros nos sitúan frente a Jesús resucitado. El espí­ritu, el poder y la autoridad, que hacen del resucitado el primogénito de entre los muertos y capaz de salvar a todos los creyentes, incluso en el cuerpo, están ya presentes en él mientras vive en la tierra y actúa como revelador definitivo y como taumaturgo, aun cuando como taumaturgo actúe de modo discontinuo, con eficacia parcial y a nivel de signo. Por eso la relación entre los milagros y (el milagro de) la / resurrección es una relación interior, necesaria, múltiple y complementaria.

Así­ la “fe” en la resurrección está en el origen de la memoria de los milagros. Convertida en la clave de interpretación de la identidad verdadera y de la vida, de las acciones y de las palabras de Jesús (Luc 24:44s; Jua 2:22; Jua 12:16), la resurrección reveló a los discí­pulos la naturaleza cristológica y salví­fica incluso de los sucesos prepascuales, incluidos los milagrosos. Y los milagros tienen necesidad de ser interpretados a la luz de la resurrección: al presentar a los discí­pulos de Emaús reconociendo a Jesús como “profeta poderoso en palabras y en obras” y al mismo tiempo como “mesí­as fracasado” por estar y mientras están privados de la fe en su resurrección, Lc (Jua 24:19-24) hace comprender que los milagros evangélicos fracasan en su objetivo sin la resurrección. Al remitir a los judí­os, que pretenden signos clamorosos, al signo de Jonás y al del templo, Mt (Jua 12:39s) y Jn (Jua 2:18ss; cf 6,30ss) sugieren que los milagros reciben su significado profundo solamente a partir de la resurrección. Por otra parte, Jn -considerando su libro como una antologí­a de signos e incluyendo en ellos las manifestaciones pascuales-es el más explí­cito a propósito de la interdependencia “milagros-resurrección”. El motivo es claro: al hacer de él el Hijo de Dios en poder y el primogénito de los muertos -arquetipo, mediador y artí­fice de la salvación de todos-, la resurrección permite captar la concausalidad eficiente de Jesús respecto a los milagros, insinuada por la forma imperativa de realizarlos (Mar 1:25; Mar 9:25) y ejercida mediante su humanidad creada por el espí­ritu y por el poder de Dios (Luc 1:35). De forma semejante, al revelar la función salví­fica universal de Jesús (Luc 24:46s), la resurrección confiere a los milagros prepascuales la cualificación de primicias de la salvación y a los pospascuales la nota de signos de la salvación dada ya en el presente en Cristo, muerto y resucitado, y la de invitaciones a creer en él (Heb 3:12-16; Heb 4:9s; Mar 16:15-20).

A su vez, los milagros prepascuales iluminan la resurrección, lo mismo que el punto de partida y las etapas intermedias dejan vislumbrar la meta. Jn, distribuyendo estratégicamente los signos evangélicos y destacando la luz especí­fica que emana de algunos de ellos -“Yo soy el pan”, “Yo soy la luz”, “Yo soy la resurrección y la vida” (Mar 6:35; Mar 9:5; Mar 11:25)-, los señala como etapas hacia el “Yo soy” del Hijo del hombre elevado en la cruz y en la gloria para atraer a todos hacia sí­ y darles la salvación (Mar 8:28; Mar 12:32). También Lc, basando los milagros en el “espí­ritu y poder” de Jesús, prepara al lector a ver en el resucitado al que da el poder del Espí­ritu Santo, alma y motor de la misión universal salví­fica (1,35; 5,17; 6,19 y 24,49; Heb 1:8). Además, al presentar los milagros como intervenciones liberadoras de los diversos males del hombre (la enfermedad, la muerte, los espí­ritus malignos, la naturaleza hostil, el pecado), los evangelistas tienen ante los ojos la amplitud y la densidad de la victoria pascual de Jesús en favor de los creyentes. De modo semejante, la fe, condición previa (Mt, Mc, Lc, Jua 11:40) y consecuencia de los milagros (Jn; cf Mat 11:20-24; Mar 5:18-20 = Luc 8:38s; Mar 10:52), alcanza en la pascua su madurez y pasa a ser explí­citamente confesión (Luc 24:34; Jua 20:28; Jua 21:7) y anuncio de él (Mar 16:15s; Heb 2:22ss…). Al mismo tiempo, la pobreza de los milagros -es decir, su rareza, su carácter reservado y la temporalidad de sus efectos-, que preservó a los discí­pulos de la milagrerí­a y que hizo posible a Jesús el camino de la cruz y de la muerte (Mar 15:29-32), está en armoní­a con el hecho de que el poder de la resurrección, a pesar de que redime, transforma y santifica al hombre ya desde ahora y hace fermentar evangélicamente su historia, coexista con su debilidad (pecado y sufrimiento, 2Co 12:12; Gál 6:3; 1Co 15:9; Efe 3:8), construya al hombre nuevo mediante un proceso de muerte-resurrección (Rom 6:3ss; 2Co 4:10ss) y sea perceptible solamente a los ojos de la fe e inaccesible a los sentidos (Col 3:3s; Un 3,2). Es significativa en este sentido la fisonomí­a de la teofaní­a en el NT. Prescindiendo de las alusiones a las del AT (Heb 7:30ss; Heb 12:18.29), los rasgos teofánicos -mejor dicho, epifánicos y apocalí­pticos- son cristológicos y pascuales. Ciertos detalles y algunos vocablos especiales en la presentación del bautismo y de la transfiguración (Mar 1:10s; Mat 17:1-7), de los momentos anteriores y sucesivos a la muerte de Jesús y a la mañana de pascua (Mat 27:45.51-53; Mat 28:2-4), de la irrupción fragorosa del Espí­ritu Santo (Heb 2:2-4.16-20.33), de la cristofaní­a a Pablo (Heb 9:3-8) y especialmente de la parusí­a en medio de la convulsión del cosmos (Mat 24:29-30; Mat 26:64; 2Pe 3:10-13), así­ como de algunos milagros (Mat 8:24ss; Jua 6:15-21; Mar 9:14-29), son un preludio o una alusión o una presuposición del acontecimiento pascual: el dí­a de Yhwh (J12,11.31; Apo 16:14) se convierte en el dí­a del Hijo del hombre, del Señor Jesús, del Señor (Luc 17:24.30; Heb 14:31; ITes 5,1; Apo 6:17 [de Dios y del cordero]). Por otra parte, algunos de los términos epifánicos (apocalí­pticos) son utilizados y aplicados a la existencia terrena de Jesús en su conjunto (Jua 1:14; 2Ti 1:9s; 2Ti 4:8; Tit 2:11; Tit 3:4; Luc 1:79; Luc 2:9; Jua 1:5.9). Y las cristofaní­as pascuales están en la lí­nea de las teofaní­as antropomórficas del AT (Mat 28:16-20; cf Gén 18:1 ss; Ex 3-4; lSam 3,lss).

4. LOS MILAGROS Y LA FE EN CRISTO. a) La fe pascual. La resurrección, el milagro por excelencia, es también el más secreto: los testigos del NT hablan de él como creyentes. Basándose en el indicio del sepulcro vací­o y en las repetidas experiencias del resucitado, todos los que las habí­an tenido y que, a pesar de la muerte en la cruz, mantení­an una relación interior con Jesús (Mat 28:5; Mar 16:10; Mar 16:7), reconocen la intervención de Dios, se sienten radicalmente transformados por ella y se convierten en heraldos suyos. Al contrario, los que tentaron a Jesús hasta el final procuraron sellarlo en el sepulcro (Mat 27:39-43.62-66) y se empeñaron en manipular la débil huella del sepulcro vací­o según sus propios intereses (Mat 28:13-15), no fueron objeto de ninguna iniciativa divina, sino que permanecieron en su propia incredulidad (cf Luc 16:31).

Pues bien, la fe en la resurrección contribuyó a la formación de la tradición evangélica sobre los milagros bajo diversos aspectos. Puso a los discí­pulos en disposición de ver los “verdaderos” milagros prepascuales “con ojos nuevos”, es decir, como acciones salví­ficas de Dios y de Jesús (Heb 2:22; Heb 10:38). Igualmente los condujo a descubrir (Mar 6:45-52) o a acentuar (Mar 5:21-24.35-43 y Mat 9:18-19.23-26) la naturaleza milagrosa de algunas de sus intervenciones, a aumentar su número mediante los duplicados (Mat 9:27-31 y 20,28-34) y los sumarios de generalización (Mar 1:32-34; Mar 3:7-10), a intensificar sus aspectos maravillosos (Mat 9:35), a anticipar a su ministerio terreno algunos de los realizados después de l pascua (Luc 5:1-11, Jua 21:1ss) y, según algunos autores, a transformar también en milagro alguna parábola del maestro (Mar 11:12-14.20 y Luc 13:6-9) y aplicarles incluso alguna de las leyendas locales (Mar 5:1-20; Jua 2:1-11). La influencia iluminadora y amplificadora de la fe pascual parece que es cierta, pero no creativa “ex novo”, sino más bien basada en la seguridad de los discí­pulos de haber sido testigos directos de algunos milagros de Jesús.

b) La fe de los milagros. Pero ya antes de pascua el milagro es inseparable de una “cierta fe” en Jesús, que es condición para reconocerlo y alcanzarlo. En general, los que presenciaron los signos y los actos de poder de Jesús reaccionaron reconociendo de diversas formas (admiración, comentarios…, Mar 1:27) la intervención de Dios y expresando así­ por lo menos una disponibilidad a la adhesión. Otros, en cambio, reaccionaron negativamente, es decir, percatándose de su singularidad y atribuyendo al mismo tiempo su origen al diablo (Mat 12:22-30), excluyendo su procedencia de Dios (Jua 9:16) o pretendiendo siempre signos nuevos (Luc 11:14-16; Jua 6:26-30; Mar 8:11s; Mar 15:29-32).

Además, en su devenir el milagro está ligado fuertemente a una cierta fe en Jesús. Para los sinópticos generalmente -y también a veces para Jn (Mar 11:40; ,11)- el milagro va precedido de la fe personal (Mar 10:52) o, si ésta no es posible, de la fe de otros (Mar 5:36), explí­cita o equivalente (Mat 9:28ss; Mar 1:40), decidida o titubeante (Mar 2:5; Mar 9:22). En presencia de la fe, el milagro va a veces más allá de lo que esperaban los interesados (Mar 2:1-12). Por el contrario, la incredulidad parece paralizar la fuerza misma milagrosa de Jesús (Mar 6:1-6). Además, en Jn, y a veces con una terminologí­a equivalente en los sinópticos (Jua 4:53; Jua 2:11; cf Mat 11:20-24; Mar 5:18-20; Mar 10:52), el milagro está en el origen de la fe o de un aumento de la misma.

c) No se especifica la naturaleza de la fe. No cabe duda de que es “confianza” en Dios yen Jesús. Convencidos del poder y de la bondad de Jesús, que Dios le habí­a concedido (Mar 6:2), los que imploran confí­an en él sin reservas (Mar 1:40). Pero esta confianza es dinámica, inventiva y combativa respecto a Jesús (Mat 15:21-28; Mar 5:27-30; Mar 10:46-52); análoga a la de los salmistas enfermos, aunque mucho menos verbosa, debido también a que los evangelistas narran el milagro después de ocurrido. Pero la fe de los milagros es “más que confianza”. Es también disponibilidad, acogida y adhesión a la persona, a la misión y a las exigencias de Jesús en curso de revelación. Nicodemo, que reconoce el origen divino de la enseñanza y de los signos de Jesús, es un incrédulo, probablemente porque piensa que lo “sabe” ya todo sobre él (Jua 3:2.11s). De la misma manera, los habitantes de Nazaret, a pesar de que atribuyen a Dios la sabidurí­a y los actos de poder de Jesús, se comportan como incrédulos y hacen imposibles los milagros al pretender mantenerlo dentro de los lí­mites de su familia y de su oficio (Mar 6:1-6). Por el contrario, otros, como el endemoniado de Gerasa, que intenta establecer una relación estable con Jesús y en todo caso hace de él un punto de referencia (Mar 5:18-20); o como el ciego de Jericó, que transforma la fe primera en seguimiento (Mar 10:52), añaden a la confianza en él una adhesión de hecho a Jesús, a su función, a sus reivindicaciones de que Dios está presente y operante en él como en ningún otro. Y esto equivale a una fe cristológica, aunque sólo sea embrionaria y potencial. Más expresamente, Jn hace que brote la fe de los signos. Naturalmente, los milagros pospascuales están vitalmente vinculados a la fe cristológica explí­cita, tanto en quienes los obran como en sus beneficiarios (Mar 16:17s).

d) La fe del taumaturgo. En el NT se considera necesaria la fe del taumaturgo (Mar 11:23ss), aun en el caso de comunicación de esta potestad por parte de Jesús (Mat 10:1-8 +Mat 17:20), y es ejercida de varias maneras (Heb 3:6; Heb 9:40; Mar 9:39). Sin embargo, esta fe no se le atribuye nunca a Jesús: él lleva a cabo el milagro en virtud del espí­ritu, del poder y de la autoridad que están presentes en él y que resultan evidentes en sus órdenes eficaces. Incluso cuando reza en concomitancia con una intervención milagrosa, Jesús reza para dar gracias a Dios por ser escuchado (Jua 11:41; Mar 6:41): aunque recibe el poder milagroso del Padre y está siempre en comunión con él, su mediación, también respecto a los milagros, es al mismo tiempo orante y autoritativa (Jua 11:22.43), como la que se referí­a a la misión del Espí­ritu Santo (Jua 14:16.26 y 15,26; 16,7; Luc 24:49 y Heb 1:4.8; Heb 2:33).

5. Los MILAGROS Y LA SALVACIí“N. La resurrección es un acontecimiento personal y funcional de Jesús. Constituido Hijo de Dios en poder, primogénito de entre los muertos, Cristo y Señor (Rom 1:4; Col 1:18; Heb 2:36), él ha resucitado por nosotros (Heb 6:20; Heb 7:25; Heb 9:24), lo mismo que murió (Mat 26:28; Rom 4:25) y nació (cf Luc 2:11) por nosotros. El que confiesa esta fe se hace partí­cipe de la salvación (Rom 10:9s). Y el NT se muestra unánime en este punto capital. Por su parte, los evangelistas señalan al Resucitado como al autor de la misión universal salví­fica (Mat 20:16-20; Luc 24:44-49; Jua 20:21-23; cf Mar 16:7.15s; Heb 1:8), y los discursos misioneros de los Hechos también como fuente de la salvación (Heb 2:22ss; Heb 5:31; Heb 13:26). En los mismos Hechos (Heb 4:7.9.12; cf 3,7) se subraya que la salud que se le devolvió al cojo en el nombre y en el poder de Cristo, muerto y resucitado, indica que la salvación es ofrecida a todos por Dios exclusivamente en el nombre de Jesús (cf 2,36; F1p 2,11). Pues bien, los evangelistas ven en los milagros de Jesús unos actos salví­ficos. Lo mismo que subrayan la fe en concomitancia con los milagros y como clima vital de éstos, así­ también ponen de manifiesto la salvación en relación con ellos y con su fruto. Terminológicamente, los sinópticos utilizan el verbo salvar (griego, sózein; cf Jua 5:6; Jua 7:23 : hughiés, sano) frecuentemente en conexión con los milagros: Jn exalta en varias ocasiones los dones salví­ficos inherentes a los signos. Además, del examen de las noticias y narraciones de milagros se deduce que todos ellos son para el bien del hombre (incluso Mar 5:1-20; Mar 11:12-14.20). Lc (Mar 1:20-22; Heb 5:1-11; Heb 12:21-23; Heb 13:11), aun mencionando en su obra milagros de juicio, como en la tradición bí­blico judí­a y helenista, no los atribuye nunca a Jesús.

Pero la naturaleza de la salvación sólo está sugerida. Directa y expresamente la intervención milagrosa de Jesús lleva consigo la liberación de los males que atacan al hombre: enfermedades (Mar 3:4; Mar 5:28; Mar 10:52), las fuerzas naturales adversas (Mat 8:25; Mat 14:30), los demonios (Luc 8:36), la muerte inminente o ya ocurrida (Mar 5:23; Luc 8:50; cf Jua 11:12). Pero esta salud fí­sica, que a veces tiene como sinónimo la vida (Mar 5:23; Mar 3:4), es simultáneamente espiritual, como en el samaritano, que, ya curado de la lepra, recibe el don de la salvación (Luc 17:19); y en el ciego de Jericó, que, liberado de la ceguera, se pone a seguir a Jesús (Mar 10:52). En semejante contexto la fórmula de despedida “tu fe te ha curado” se extiende legí­timamente en Lc del don milagroso de la salud fí­sica (Luc 8:48) al de la salvación espiritual (Luc 7:50) y a los de ambas (Luc 17:19). Por eso Jesús declara expresamente en Cafarnaún (Mar 2:1-12; cf Jua 5:1-14) que con su autoridad de Hijo del hombre le da invisiblemente al paralí­tico el perdón de los pecados y visiblemente el don de la curación.

Por esto la naturaleza de salvación de todos los milagros evangélicos es la que se indica en los exorcismos: éstos son los signos sensibles del don del reino de Dios (Mat 12:28) y hacen palpable el reino anunciado como cercano por la palabra de Jesús (Mar 1:15). Indicándolos como cumplimiento de los bienes prometidos en el AT, son las primicias del reino ofrecido a los pobres (Mat 11:2.5-6) y totalmente disponible en la pascua (Luc 22:29s), como consecuencia de haberse negado a encontrar la salvación mediante un milagro (Luc 23:35-43). Por consiguiente, las victorias de Jesús sobre los diversos males del hombre durante el ministerio público son otras tantas brechas abiertas en el reino de Satanás y un preludio de su victoria pascual.

Los milagros después de pascua de los creyentes manifiestan con mayor transparencia, incluso al exterior y en el mundo fí­sico, el poder del Resucitado y la acción del Espí­ritu (Mar 16:17-20; Gál 3:5) contra el pecado y contribuyen a alimentar la esperanza cristiana de la salvación de todo el hombre y de la liberación del cosmos entero (Rom 8:19-25).

6. Los MILAGROS Y LA PALABRA. a) Ambigüedad de los milagros. También para el NT el milagro es ambiguo y más un interrogante que un anuncio. La desaparición del cadáver de Jesús, único elemento visible de la intervención de Dios, fue interpretado como un hurto por los amigos y por los adversarios de Jesús (Jua 20:2.13; Mat 28:13) y tuvo necesidad de palabras y de acontecimientos de revelación para ser comprendida como indicio de la resurrección (Jua 20:8s; Mar 16:7). De forma análoga, frente a los milagros de Jesús algunos descubrieron en ellos la intervención de Dios, mientras que otros vieron la del diablo (Mat 12:22-24). Los mismos discí­pulos, aun reconociendo en ellos la mano de Dios, no comprendieron a veces su lección (Mar 6:52; Mar 8:17-21). Incluso Juan el Bautista, al tener conocimiento de ellos, se siente turbado respecto a la identidad mesiánica de Jesús inherente a los mismos y tiene que ser iluminado con la palabra del AT (Mat 11:2-6). Por eso Jesús, poniendo en guardia contra los signos y prodigios engañosos de los falsos profetas y cristos, indica en su palabra el medio para no caer en la trampa (Mar 13:22s), que resulta fatal para los que desobedecen a la verdad (2Ts 2:9s; Apo 13:1113).

b) Complementariedad de los milagros con la palabra. De aquí­ la necesidad de completarlos con la palabra, que de cualquier modo les acompaña. El arraigo de la palabra y del milagro en la potestad (griego, exousí­a) (Mar 1:22.27; Mat 7:29 +Mat 8:9) de Jesús, en su poder (griego, dynamis) (Luc 4:36; Luc 9:1) y en su plenitud del Espí­ritu de Dios (Mat 12:18.28) sugiere su mutua integración. También la comunidad de efecto, que se identifica con el asombro de la gente y la primera aparición del problema de la identidad de Jesús, insinúa su coordinación recí­proca (Mar 1:22.27). De hecho, los sinópticos, al atribuir su autoridad a su misterio personal (Mat 7:29; Mar 2:1-12), indican en aquel misterio la razón del estilo en primera persona singular en el anuncio (Mat 5:22ss) yen la realización del milagro (Mat 8:3). A su vez, Jn presenta la palabra o el gesto de Jesús como causa de los signos y de las obras (Mat 2:7s; Mat 4:50; Mat 5:8; Mat 11:43 y 6,11; 9,6s), y al mismo tiempo indica su unidad con el Padre como raí­z de sus palabras y de sus obras (14,10s).

c) Subordinación de los milagros a la palabra. Sin embargo, la palabra tiene la preeminencia sobre el milagro. El mismo Jn, que hace brotar la fe del signo (2,11; 11,42-45) y señala en las obras el testimonio que el Padre da de Jesús (10,25.38; 5,36), presenta repetidas veces la palabra, prolongada a menudo en un discurso entero, como reveladora del signo realizado o por realizar (6,31ss; 9,5.35-38; 4,42). Por esto el mismo Jesús indica como frágil la fe que se basa en los signos (2,23s) y que se cierra al testimonio ulterior verbal de Jesús (3,2.11s), y al final acusa a los judí­os de incredulidad a su palabra y a sus signos y obras (15,22.24). Pero esto mismo es lo que se insinúa en los sinópticos. La simultaneidad de la predicación y de la actividad taumatúrgica sugiere su complementariedad, y al mismo tiempo que la palabra confiere un sentido especí­fico al milagro, sustrayéndolo a la condición de simple acto humanitario y elevándolo a signo salví­fico y anticipo de los beneficios del reino de Dios (Mat 4:17.23-25; Mat 9:35; para los discí­pulos: Mar 3:14s). Las mismas amenazas a las ciudades impenitentes (Mat 10:20-24) insinúan que el anuncio explicita la finalidad del milagro. Por otra parte, al remitir a sus adversarios, ávidos de prodigios, al signo de Jonás, es decir, a su predicación (Luc 11:29s.32; cf 16,31), Jesús hace comprender la primací­a de la palabra sobre el milagro. Hay otras muchas indicaciones en este sentido. Aunque confirmada en su credibilidad por el milagro (Mar 2:1-12; Jua 10:25), la palabra es frecuentemente el origen de la fe en los milagros y de los mismos milagros. Constituye además el ministerio habitual, cotidiano y obligatorio de Jesús y se identifica con su misión (Mar 1:38; Luc 4:43), mientras que el milagro es ocasional, a pesar de que de hecho (Mat 9:35) y en la redacción de los evangelios (Luc 24:19; Heb 1:1) suelen estar combinados los dos. Por otra parte, aunque completa la palabra y puede perfectamente llamarse “palabra visiblemente eficaz” sobre la identidad de Jesús y sobre el reino de Dios (Mar 2:1-12), el milagro exige ser superado en cuanto beneficio sensible, aunque sea un beneficio mesiánico, salví­fico y divino, y ser conservado como palabra -de aquí­ su denominación de signo-, es decir, enseñanza, insinuación y evangelio sobre Cristo y sobre su salvación (Mat 11:2-6; Mat 4:23-25). Así­ también, la riqueza de la palabra es mayor; a pesar de su número, de su variedad y de su estilo especí­fico, los milagros generalmente tienen como desenlace el nacimiento del problema de Jesús, de su misión, de sus dones y de sus exigencias (Mar 1:22.27; Mar 4:41; Jua 2:9.16s), sin indicar simultáneamente la respuesta concreta; la palabra, por el contrario, en sí­ misma y en conexión con el milagro, ofrece directamente esa respuesta, en términos propios o parabólicos, y de todas formas siempre con mayor claridad y desde múltiples puntos de vista. Quizá por esto Jn, que considera su escrito como una selección de signos al servicio de la fe (Jua 20:30s), los refiere a menudo como signos interpretados.

7. LOS MILAGROS Y SU SITUACIí“N LITERARIA E HISTí“RICA. a) Los relatos de milagros y los acontecimientos. Las informaciones que se nos dan en los evangelios sobre los milagros tienen en su favor una situación literaria notablemente superior respecto a las noticias sobre los milagros de la literatura bí­blica, judí­a, rabí­nica y helení­stica; de hecho, esos informes pertenecen a una fecha más cercana a los hechos milagrosos en cuestión. Los relatos helenistas, a pesar de su ambiente más sensible y más experto dentro del género literario histórico, son claramente inferiores en fecha, calidad y aliento religioso a los del evangelio. Sin embargo, las noticias y narraciones evangélicas son primariamente sucesos lingüí­sticos y literarios, como por lo demás las de otras literaturas y las narraciones no milagrosas de los evangelios: entre los acontecimientos y los textos hay que pensar en los escritores, en sus fuentes y en los primeros predicadores, lo mismo que para todos los demás acontecimientos de la tradición evangélica, y también en gran parte para los dichos. Además de las redacciones actuales -las únicas que poseemos-, que presentan el episodio desde perspectivas diferentes (Mar 6:45-52 : incomprensión del misterio; Mat 14:22-23 : confesión de fe; Jua 6:15-21 : epifaní­a), está la tradición anterior, que ya habí­a interpretado, elaborado, propuesto y quizá agrupado las noticias y las narraciones según objetivos, criterios y esquemas literarios diversos, pero desconocidos en gran parte para nosotros. Pues bien, ya en semejante elaboración, inspirada igualmente en formas literarias preexistentes, pudieron haber tenido lugar aquellos fenómenos de dilatación numérica y revestimiento narrativo, aquellas anticipaciones de acontecimientos pascuales y, a juicio de algunos, aquella transformación de alguna parábola en milagro, así­ como aquella trasposición de leyendas locales a Jesús, que antes mencionábamos [supra, / III, 4a). No obstante, es difí­cil atisbar la evolución de la tradición: las aportaciones de la confrontación.entre las diversas redacciones y los ecos eventuales del AT, así­ como las otras mucho más débiles de los relatos judeo-rabí­nicos y helenistas, permiten solamente seguir su proceso con una aproximación que no supera la probabilidad o la posibilidad. De manera semejante, las descripciones evangélicas no son suficientes para un diagnóstico preciso de los diversos casos, internos o externos al hombre, resueltos positivamente con la intervención milagrosa de Jesús. Al narrar con la intención de promover la fe en Jesucristo, los evangelistas y sus predecesores se preocuparon de destacar también en los relatos de milagros aquellos detalles que consideraban en armoní­a con su objetivo, pero, en el estado de los hechos, insuficientes para que nosotros podamos hacer una reconstrucción de lo sucedido.

Las clasificaciones de la tradición evangélica de í­ndole milagrosa en “compendios” (Mar 1:32-34.39; Jua 20:30s), en “relatos-breves” y estereotipados (cinco tiempos: Mat 8:1-4), en “paradigmas” o narraciones que sirven de marco a dichos importantes (Mat 12:9-14; Mar 3:1-6) y en “relatos pormenorizados” (Mar 5:1-20; Jua 2:1-11; Jua 5:1-15; 9,lss; Jua 11:1ss) prevalentemente descriptivos, se deducen de los textos y ponen en guardia contra los “tipos de narraciones” que suponen algunos autores y que atribuyen generosamente a la literatura helenista.

b) Motivos de fiabilidad histórica. El reconocimiento del enriquecimiento objetivo y descriptivo por la tradición evangélica de los milagros y de una cierta deuda literaria con el ambiente (judí­o y helenista), no reduce los relatos milagrosos a un puro acontecimiento literario (o a una narración del nacimiento de la fe: cf. K. Bornkamm, Wunder und Zeugnis, J.C.B. Mohr, Tübingen 1968), privado de toda correspondencia con la realidad histórica. El milagro es parte del anuncio de Cristo desde el principio (Heb 2:22) y ocupa un puesto notable en los cuatro evangelios; y la actividad taumatúrgica de Jesús es considerada además como históricamente sólida por los exegetas que siguen los métodos hermenéuticos histórico-cientí­ficos y están atentos a guardarse del prejuicio antisobrenatural de naturaleza filosófica. También los autores que a regañadientes admiten las curaciones de endemoniados y de enfermos psí­quicos y excluyen los demás milagros parecen obedecer a este apriorismo filosófico y abandonar el terreno sólido del texto, de su ambiente y de los métodos cientí­ficos para comprenderlo. L. Goppelt, distinguiendo oportunamente entre historia y filosofí­a, entre criterios historiográficos y principios filosóficos, pone en guardia contra las pretensiones de la ciencia -quizá, mejor dicho, de algunos de sus tutores interesados- de ayer, y en parte de hoy, de establecer a priori lo que puede suceder y lo que no puede suceder, y se pronuncia por la historicidad de los exorcismos y de las curaciones de enfermos en general y de algunos milagros de naturaleza (Mar 4:35-41; Mar 6:34-44), aunque señalando que estos últimos no fueron inmediatamente evidentes a quienes los presenciaron (Theologie, 193s).

Los motivos de la credibilidad histórica de los relatos de milagros son sustancialmente idénticos a los de la fiabilidad de las demás partes de la tradición evangélica; y los métodos pararealizar el camino desde el texto, único y múltiple, hasta el acontecimiento son igualmente los mismos. En particular, aun excluyendo la posibilidad de llegar a los “ipsissima facta Jesu” (F. Mussner, Los milagro, 46-53), como en las curaciones de leprosos o en las realizadas en dí­a de sábado, hay varias caracterí­sticas de las narraciones que orientan hacia el carácter fáctico de los milagros evangélicos: el testimonio múltiple (Mc, Q, Mt, Lc, Jn, He), la discontinuidad con el judaí­smo (He, Qumrán, Juan Bautista, rabinos) y con la Iglesia primitiva (por el estilo en primera persona singular), la enorme simplicidad en su presentación, la reserva habitual de Jesús en llevarlos a cabo, su carácter público, muy acentuado en algunos casos de contestación (Mar 3:22ss; Jn 5,lss; 9,lss), la gran popularidad que de allí­ se derivó para Jesús y probablemente confirmada por una Baraita judí­a (Sanhedrin 43a: Strack-Billerbeck, I, 631), su carácter especí­fico de signos y primicias del reino de Dios, todas estas cosas son elementos propios que, además de poner de relieve la originalidad de los milagros evangélicos, constituyen una base seria y sólida para afirmar su objetividad histórica.

IV. EN LA IGLESIA. 1. EXISTENCIA Y FUNCIí“N DEL MILAGRO. Para el perí­odo posterior a la pascua y fuera ya de los evangelios, sólo en raras ocasiones se recuerdan los milagros de Jesús (Heb 2:22; Heb 10:38), mientras que se mencionan más a menudo los de sus discí­pulos de forma sumaria (Heb 2:43; Heb 5:12.15; Heb 6:8; Heb 8:6s; Heb 14:3; Heb 15:12; Heb 28:8s; Rom 15:19; Gál 3:5; Heb 2:4) o por extenso (Heb 3:1-10; Heb 9:32-35; Heb 14:9-11; Heb 15:18; Heb 20:9-12). Generalmente estos milagros son realizados por los actores humanos apelando al poder de Cristo, muerto y resucitado, aunque a veces se les refiere a la acción de Dios y de su Espí­ritu (Heb 12:13 [ángel]; Gál 3:5 [Espí­ritu Santo]). Hay a veces algunos milagros punitivos (Heb 5:1-11; Heb 12:23; Heb 13:9-12); pero la mayor parte son salví­ficos, como los del evangelio, y, al conferir credibilidad a la palabra apostólica, promueven la fe en Jesucristo. Lo mismo que Jesús, tampoco sus discí­pulos hacen nunca milagros en su propio favor, aun cuando a veces son salvados por Dios de forma singular para que sigan evangelizando (Heb 12:6-11; Heb 16:26; Heb 5:19).

Pero en el tiempo de la Iglesia el milagro no es solamente una realidad de hecho y reservada a los grandes servidores de la “palabra”, como podrí­a deducirse de Mc (Heb 3:15; Heb 6:7; cf Mat 10:1; Luc 9:1; Luc 10:19), sino que está de alguna manera institucionalizado en la comunidad cristiana y es coextensivo a la duración de la predicación evangélica y de la fe en Cristo y mediatizado por todos los creyentes (Mar 16:17s.20). No obstante, sigue siendo secundario y ocasional: la salvación tiene su origen, fructifica y camina a través de la palabra apostólica (eclesial) y el bautismo (= sacramentos), acogidos con fe obediente ( Mar 15:15s; Mat 28:18-20). El bien concedido por el milagro no se identifica con esta salvación; pero constituye una irradiación sensible, más transparente que la presencia activa del Resucitado, que con su Espí­ritu conduce a los cristianos, a la Iglesia y a la humanidad hacia la última meta de la resurrección y de la transfiguración del cosmos.

2. SUS LIMITES Y SU CONTINUA PUESTA AL DIA. El don de los milagros figura entre los carismas que hacen tocar con la mano la libertad, la liberalidad y la magnificencia de Dios, uno y trino, con los cristianos, a fin de hacerlos cooperadores idóneos en la edificación del cuerpo de Cristo (lCor 12,9s.28-30; 13,2b). Prácticamente, el milagro se manifiesta en cada uno de los sectores de la actividad humana cuando el cristiano, enriquecido y animado por el Espí­ritu de Dios, se compromete a sí­ mismo por entero y “hace milagros” en el apostolado, en la enseñanza, en la asunción de responsabilidades, en la asistencia…; acogiendo los dones del Espí­ritu, los ministerios de Cristo y las actividades de Dios, el cristiano coopera en espí­ritu de servicio, con absoluto desinterés y en sintoní­a con todos los demás hermanos, en la edificación y el perfeccionamiento de todo el cuerpo de Cristo (cf también Rom 12:6-8; Efe 4:7.11s).

Pero los milagros y la fe de los milagros, al igual que ocurre con los otros carismas, son claramente inferiores a la caridad, así­ como a la fe y a la esperanza, estrechamente asociadas a la caridad (lCor 12,31b-14,1): son carismas terrenos, transitorios e imperfectos, mientras que la caridad pertenece además a la condición madura, perfecta y definitiva del cristiano. Además, la caridad, que se ejerce con la paciencia, la humildad, la amabilidad, la disponibilidad…, es descrita como el poder en la debilidad (2Co 12:9s); privado de aparato exterior y de efectos vistosos, el cristiano actúa como adulto, participa de la eficacia del poder de la cruz para la salvación de los demás (ICor 1,18.26-31) y construye a los demás creyentes y a la Iglesia, al hombre y a la sociedad (lCor 8,1).

V. CONCLUSIí“N. Pastoralmente se perfila una doble consideración: en relación con los (relatos de) milagros del AT y del NT y con los milagros de la Iglesia que camina, y -teniendo en cuenta la unicidad y la universalidad de la mediación de Cristo (Mar 9:38s; cf Heb 19:12)- en las religiones no cristianas.

1. LOS MILAGROS DEL AT Y DEL NT. Como todos los acontecimientos de la historia de la salvación, éstos están ante nosotros exclusivamente como palabra (Luc 1:1-4; Heb 1:1). Su mensaje conserva su validez. El milagro de la creación en Cristo; el del éxodo, que hizo nacer a Israel como pueblo de Dios, y el de la resurrección, con el que Jesús nace como Hijo de Dios en poder y como primogénito de muchos hermanos, son actos omnipotentes salví­ficos de Dios, vitalmente relacionados entre sí­ y que preparan el milagro escatológico de la glorificación de los hijos de Dios en la tierra nueva y en los cielos nuevos. También la enseñanza de cada uno de los milagros sigue siendo actual bajo el aspecto teológico, cristológico, eclesiológico, sacramental y escatológico, como se insinúa en el NT respecto al AT y en los padres y en la tradición de la Iglesia respecto al AT y al NT. La intervención de Dios en la naturaleza y en la historia, que se hace sensible en el milagro, confirma su presencia, su señorí­o, su acción y su dirección de la creación y del hombre, así­ como su compromiso, discreto y sumamente eficaz, en la trama de la historia humana con el hombre y para el hombre. Además, la intervención milagrosa de Dios para salvar al hombre en su vida fí­sica y por un tiempo determinado (de la enfermedad, de la esclavitud, de la muerte…) pone de relieve que su designio tiene como finalidad la salvación de todo el hombre, incluso en su cuerpo, y sostiene la esperanza cristiana de la resurrección y de la liberación de la creación entera (Rom 8:19-25). Del mismo modo, la acción milagrosa de Dios para conceder bienes terrenos y temporales (la libertad, la comida, la salud, la vida…) insinúa que también el creyente y la Iglesia tienen que trabajar activamente para alcanzar las mismas metas de liberación y de prosperidad en favor del hombre individual y de la comunidad humana. De forma semejante, la dimensión cristológica inherente a algunos milagros, presente en los sinópticos y resaltada particularmente por Jn y por Pablo también respecto a algún signo del AT (lCor 10,1-4), conserva toda su importancia en relación con la identidad, con los misterios salví­ficos, con la función soteriológica y con la mediación de la humanidad de Cristo (passim). Igualmente, los rasgos eclesiológicos (Mat 8:24-27; Mat 14:22-33; Mat 17:28-33), sacramentales (Mar 6:34-44; Mar 7:31-37), misioneros (Mar 5:1-20) y escatológicos (Jua 11:1-45) de diversos relatos de milagros mantienen su valor, en cuanto que aluden a la continuidad entre algunos actos de Jesús y la Iglesia, su misión, sus sacramentos y la esperanza cristiana.

Por otra parte, estas lecturas de fe, múltiples y a veces posteriores a los milagros del AT y del NT, tienen un valor privilegiado en cuanto que han sido inspiradas por Dios a los diversos autores y entregadas a la Iglesia como “palabra de Dios”. Su pluralidad y su distancia cronológica sugieren que esas lecturas no agotan el mensaje de (los relatos de) los milagros. Por consiguiente, también las lecturas que hoy hacemos de ellos y que, mediante las interpretaciones privilegiadas, consideran los milagros desde la óptica de las condiciones culturales, religiosas, cientí­ficas, históricas, eclesiales… contemporáneas, son perfectamente legí­timas y fecundas; más aún, necesarias y obligatorias. Es verdad que la imposibilidad de reconstruir con exactitud lo sucedido a través de la documentación que ha llegado hasta nosotros suscita cierto malestar en el hombre actual -que se ve además arrastrado por la definición tradicional del milagro como hecho superior, derogatorio y contrario a las leyes de la naturaleza-, a pesar de saber que esa imposibilidad existe igualmente para otros acontecimientos históricos sagrados y profanos, y de que la intervención de Dios en un fenómeno singular no puede verificarse sólo con la investigación histórica, sino que hay que percibirla con los ojos de la fe. Pero este sentimiento de frustración no impide su lectura ni la hace menos fecunda o menos preciosa.

2. LOS MILAGROS ENTRE LA PASCUA Y LA PARUSIA. Actualmente algunos de los milagros han quedado sorprendentemente disminuidos (las curaciones), mientras que otros parecen haber desaparecido (las resurrecciones, los milagros de la naturaleza). Por una parte el creyente, que participa de la salvación y se encuentra en camino hacia su cumplimiento dentro de la comunidad cristiana, coopera a ello llevando la cruz de cada dí­a, es decir, transformando los males presentes en factores de vida (Luc 9:23; 2Co 4:10ss; Rom 8:17…). Por otra parte, nuestra mentalidad es distinta de la bí­blico-evangélico-apostólica: el hombre de Oriente medio, judí­o y helenista consideraba natural y casi obligatorio que la divinidad y sus enviados intervinieran en los episodios de la vida humana con el milagro; el hombre contemporáneo y secularizado piensa que tiene que liberarse de ciertos males y procurarse determinados bienes por sí­ solo, y en parte lo consigue con su ciencia y con sus inventos. Sin embargo, el milagro no puede considerarse “superado” ni siquiera en esta situación de la Iglesia y del mundo (occidental): por un lado, incluso hoy se verifican curaciones excepcionales, que a veces son rigurosamente controladas (en Lourdes, en los procesos de beatificación y canonización) y, debido a las circunstancias, son consideradas como milagrosas por la autoridad eclesiástica; por otro lado, algunos cristianos particulares y en grupos (carismáticos, pneumáticos) piden y esperan de Dios gracias singulares, y a veces están convencidos de que las obtienen y de que las pueden considerar milagrosas. En ambos casos está excluido el afán milagrero, ya que los interesados se mueven en un clima de verdadera fe y hacen progresos en el abandono en manos de Dios y en la plena disponibilidad a su voluntad. También estos milagros y estas gracias ponen. de relieve la libertad, la gratuidad y la liberalidad del Espí­ritu de Dios, la inagotable riqueza de la redención de Cristo, el poder del Dios Padre en dejar que se vislumbre excepcionalmente la liberación final y la transfiguración definitiva del cuerpo humano y del mundo, sin dar pie a la milagrerí­a, que busca evitar el compromiso, el camino duro de la vida y de la historia, la cruz. Su escasez invita más bien a recorrer el sendero del deber cotidiano, de las luchas por la existencia y de la inserción creativa dentro del atormentado proceso histórico de la humanidad. Al insistir en la inferioridad de los carismas -milagros y fe en los milagros- respecto a las virtudes teologales, y particularmente la caridad (lCor 12,13b-14,1), y omitir la mención de los milagros en las otras listas de los dones espirituales (Rom 12:6-8; Efe 4:7.11; cf 1Pe 4,IOs), Pablo parece insinuar que Dios enriquece a la Iglesia y a los cristianos con sus gracias para que transmitan la fuerza liberadora, transformadora y santificadora de la resurrección de Cristo a las actividades ordinarias, y “hagan milagros” en el cumplimiento de las obligaciones del propio estado, con espí­ritu de total olvido de sí­ mismos, de servicio al hombre y de sencillez humilde, a fin de “impresionar” aun a los distraí­dos, a los indiferentes y a los no creyentes, y orientarlos así­ hacia Cristo. Sobre todo celebrando la caridad en su heroí­smo sencillo, humilde y siempre al lado del hombre, el apóstol Pablo invita a reflejar en la propia existencia los rasgos y los comportamientos de Jesús de Nazaret. Y este “milagro ordinario” del cristiano y de la Iglesia, realizado continuamente por el Espí­ritu Santo que derrama la caridad en los corazones para servir y edificar (Rom 5:5; Gál 5:13; ICor 8,1), es el principio, el alma y el vértice de los “milagros sensibles”, igual que la concepción de Jesús, realizada por el espí­ritu y poder de Dios (Luc 1:35), es la raí­z de todos sus milagros.

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F. Uricchio

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

SUMARIO: 1. Cuestión de aproximación; 2. Problemas de comprensión; 3. Autenticidad histórica de los milagros de Jesús; 4. Clasificación y tipologí­a de los relatos de milagros; 5. Perspectiva de cada evangelista; 6. Originalidad y finalidad de los milagros de Jesús; 7. Noción católica de milagro; 8. Definición de milagro; 9. Valores significativos y funciones del milagro; 10. Discernimiento del milagro; 11. El hombre ante el milagro (R. Latourelle).

Cualquier reflexión sobre el milagro no puede tener más punto de referencia que los milagros de Jesús, a saber: los signos fundadores del cristianismo. Sin Cristo y sin la salvación que nos trae, los milagros carecen de sentido. Por tanto, hay que comenzar por “lo que explica”, y no por lo “explicado”. Los milagros de Jesús son los arquetipos de todo verdadero milagro y la. clave dé inteligibilidad de todos los demás, en concreto, los de los santuarios y los de los procesos de canonización. Son los milagros en su fuente y en su ambiente vital, los signos expresivos de la gran presencia entre nosotros del Dios vivo y tres veces santo. Por eso, en el presente artí­culo, la teologí­a del milagro se apoyará en los milagros de Jesús (historicidad y finalidad). Irá precedida; sin embargo, por una reflexión sobre los problemas de aproximación y de precomprensión, particularmente importantes cuando se trata de los milagros.

I. CUESTIí“N DE APROXIMACIí“N. En teologí­a, como en todas las demás ciencias, las cuestiones de aproximación resultan muchas veces decisivas. La aproximación escogida conduce a atolladeros, a alergias incontrolables o, por el contrario, dispone a la escucha, favorece la inteligencia de las razones aducidas. La teologí­a de las últimas décadas ha sido testigo de dos cambios en la aproximación de tanta importancia que puede hablarse a propósito de ellos de una verdadera revolución: se trata de la aproximación antropológica y de la aproximación cristológica. Este cambio de perspectiva tuvo sus incidencias en la teologí­a de los signos de la revelación, concretamente en la teologí­a de los milagros.

Lo que hoy caracteriza a la teologí­a del milagro es la preocupación por relacionarlos con la persona de Cristo. En efecto, desde el siglo xlx al siglo xx se ha pasado de una perspectiva de objeto a una perspectiva de sujeto, de persona. Antes del Vaticano Il, los signos privilegiados eran los milagros y las profecí­as de Cristo, de los profetas; de los apóstoles. Los milagros y las profecí­as se poní­an en relación con el mensaje cristiano y, por ví­a de consecuencia, con Cristo su autor. La encí­clica l Qui pluribus, de Pí­o IX, en 1846 (DS 2779), en una presentación sintética y no exenta de retórica ni desprovista de grandeza, enumera todos los “argumentos brillantes y numerosos” que atestiguan que “la fe cristiana es obra de Dios”. En el Vaticano I (DS 3034) y en el juramento antimodernista (DS 3539), los milagros y las profecí­as sirven para establecer sólidamente “el origen divino de la religión cristiana”, La encí­clica Humani generis, en 1950, repite que “existe un gran número de signos exteriores y espléndidos que permiten… probar el origen divino de la religión cristiana” (DS 3876). En todos estos textos, los signos tienen un papel de testimonio: permiten establecer con certeza el origen divino de la doctrina de la salvación. Se establece un ví­nculo claro entre dos términos: el mensaje cristianó y su origen divino.

El Vaticano II lleva acabo un cambio de perspectiva. Lo mismo que personalizó la revelación, el concilio personaliza la presentación de los signos. Estos no son piezas sueltas que acompañen al mensaje de Cristo, a la manera de un pasaporte o de un sello de embajada en un documenta para garantizar su autenticidad. A1 contrario, Cristo es la plenitud de la revelación y es en persona el signo de la autenticidad de su propia revelación: el signo que manifiesta a Dios por su irrupción en la historia, su carne y su lenguaje, y al mismo tiempo el signo que se atestigua como Dios-entre-nosotros: “Por toda su presencia y por la manifestación que hace de sí­ mismo, por sus palabras y sus obras, por sus signos y sus milagros…, le da a la revelación su pleno acabamiento y la confirmación de un testimonio divino que atestigua que Dios mismo está con nosotros” (DV 4). -Los signos emanan de ese centro personal que es el propio Cristo. Son la irradiación multiforme de la epifaní­a del Hijo entre los hombres. Por su humanidad, Cristo manifiesta al Padre; por una economí­a de encarnación, -los. hombres identifican a Cristo como Hijo del Padre. Cristo entero es el signo enigmático que pide ser descifrado.

En esta vuelta a una aproximación personalista y cristocéntrica parece evidente que una auténtica teologí­a de los signos tiene que centrarse en los signos fundamentales que éontienen a todos los demás, a saber: Cristo y la Iglesia. Una presentación-de los signos que aislara los milagros de su fuente, de su foco de irradiación, es decir, Cristo, o que redujera su valor al de una pieza jurí­dica, serí­a extraña a las perspectivas del concilio, y más aún a las de la Escritura:
2. PROBLEMAS DE PRECOMPRENSióN. Cuando se estudia la cuestión del milagro, incluidos los milagros de Jesús, la principal dificultad radica en la idea misma de milagro, que se rechaza antes de .todo examen de los hechos propuestos. En materia de milagros más que en cualquier otro terreno, “la suerte está ya echada” desde el principio. Los relatos de milagros, se dice, pertenecen a otra época, a otra mentalidad. Reconocerlos como realidades históricas serí­a demostrar una ingenuidad tan desconcertante como anacrónica. Ya no se cree en los milagros, como no se cree en las hadas ni en los fantasmas. Lo que está en juego es la posibilidad misma del milagro en un mundo que se basta a sí­ mismo.

Es verdad que el lector de los relatos evangélicos, creyente o no creyente, los lee siempre con una cierta precomprensión o conocimiento previo de Dios, del hombre y del universo, es decir, con unos pie-supuestos. Esta precomprensión puede enriquecerse y hasta modificarse, reformarse al contacto con los hechos. Puede también endurecerse, cerrarse sobre sí­ misma y convertirse en prejuicio, en algo inaceptable. Lo cierto es que todos, creyentes o no creyentes, tienen que declarar los principios que les inspiran. Es lo mí­nimo que se requiere para evitar los malentendidos.

La mayor parte de las objeciones suscitadas contra el milagro por el racionalismo, a partir del siglo xvtic, se apoyan en los datos cientí­ficos. Sobre esta base, el racionalismo declara el milagro o imposible o inconveniente. Todo fenómeno que.se dice “milagroso” tiene una explicación natural que hay que descubrir: uso de medios médicos, confianza, sugestión, hipnosis, ilusión; fuerzas desconocidas. La historia de las religiones confirmarí­a esta hipótesis.

a) En nombre de la ciencia interpretada por la razón filosófica. Ya a comienzos del siglo xvtlt, Pierre Bayle se empeñó en mostrar—lo ridí­culo de la creencia en el’ milagro. Este, dice, repugna a la razón, ya que no hay nada más digno de la, grandeza de Dios que mantener las leyes generales que él mismo ha establecido, ni nada más indigno que creer que él interviene para violar su curso. Fue Baruc Spinoza, en su Tratado de las autoridades teológicas y prácticas, el primer teórico de esta posición tantas veces repetida después de él. Hablar de algo contrario ala naturaleza serí­a negar la existencia de un Dios inmutable; pues bien, la naturaleza no puede hacerse cómplice de esa locura. “Es indudable -observa Spinoza- que todo lo que se narra en la’ Escritura no ocurrió naturalmente..:, según las leyes de la naturaleza, tal como lo que realmente ocurre”. Los milagros “sólo parecen algo nuevo por la ignorancia de los hombres”. David Hume (171;1-1776) habla del milagro en el segundo ensayo de su Enquiry concerning Human Understanding, publicado en 1748: el único fundamento de nuestra certeza es la experiencia de los sentidos; pues bien, esta experiencia establece la constancia de las leyes de la naturaleza; por tanto, si un hombre atestigua la existencia de un milagro, hay que rechazar su testimonio, ya que “siendo todo milagro una infracción de las leyes naturales y habiendo sido establecidas esas leyes sobre una experiencia firme e inalterable, la naturaleza misma del hecho ofrece aquí­, contra los milagros, una prueba de experiencia tan completa como es posible imaginar”. En su Diccionario filosófico, Voltaire apela a Spinoza: considera el milagro como una contradicción in terminis; en efecto; “Dios no podí­a alterar su máquina sino para hacerla andar mejor; pero está claro que, siendo Dios, hizo esta inmensa máquina tan buena como pudo; si vio que algún dí­a habrí­a cierta imperfección derivada de la naturaleza, atendió a ello desde el principio; por eso no cambiará nunca nada”. Imaginarse que Dios hizo milagros en favor de los hombres es indigno de Dios. “Atreverse a suponer milagros en Dios es realmente insultarle (si los hombres pudieran insultar a Dios); es decirle: `Eres débil e inconsecuente’. Por tanto, es absurdo creer en los milagros; eso serí­a deshonrar en cierto modo a la divinidad”. Heredero del racionalismo de los siglos xviii y xix, t R. Bultmann, a su vez, interpreta filosóficamente la mentalidad cientí­fica de nuestra época y declara que el milagro es ininteligible en un mundo sometido a la ciencia. Es necesario distinguir entre Mirakel y Wunder: el Mirakel se concibe como un acontecimiento excepcional en las leyes de la naturaleza. “La idea de milagro como Mirakel resulta hoy imposible para nosotros, ya que comprendemos el curso de la naturaleza como regido por unas leyes”. Para-nosotros,, la “legalidad” del curso de la naturaleza es el fundamento implí­cito de toda nuestra acción en el mundo. Si la fe no se interesa por el Mirakel, una brecha en el determinismo de las leyes, se interesa vivamente por el Wunder, cuando en un acontecimiento (Weltgeschehen) sometido a las leyes universales vemos- una acción de Dios (Gottes: Tat). La verdad es que “no hay más que un milagro en el sentido de -Wunder: el de la revelación, es decir, el de la manifestación de la gracia de Dios al impí­o”. El Wunder es un acontecimiento en el que la fe, y la fe sola, reconoce a Dios que se revela. No cambia nada en el orden de los fenómenos ni en la textura de las leyes. Es la fe sola laque ve en una curación natural la revelación del amor de Dios, manifestado al hombre que se reconoce pecador y agraciado.

Frente al racionalismo, la apologética de la época se encontraba en una mala postura, ya que al definir el milagro como “infracción o excepción de las leyes de la naturaleza” y al privarle de su función esencial de signo de la salvación en Jesucristo, se quedaba prisionera de un mundo del que pretendí­a evadirse. Esta caricatura del milagro como “excepción de las leyes naturales” acabó imponiéndose a los mismos cristianos, que llegaron a considerar cómo inconveniente y hasta indecente esa “incursión” de Dios en un mundo que posee su propia inteligibilidad. Admitir el milagro es admitir la coexistencia de lo inteligible con lo ininteligible.

Es ciertamente ilusorio pretender modificar la posición racionalista, sobre todo si se declara exclusiva y sin revisión posible. El teólogo puede, sin embargo, situar el milagro en su verdadero contexto de salvación e intentar definirlo mejor, Sobre todo, tiene que declarar la precomprensión del mundo que él tiene, sin pretender imponerla a los que se niegan a compartirla. Podemos agrupar de este modo los elementos de esta visión:
1) Es verdad que el universo material encuentra su inteligibilidad en la sumisión habitual a las leyes del cosmos, de las que sin embargo muchas siguen siendo tan sólo leyes estadí­sticas. Por otra parte, la totalidad de lo real no es unidimensional, es decir, no se reduce al mundo material y a la red inflexible de sus leyes. La totalidad de lo real se parece -más bien a un orden .piramidal en el que ninguna de las partes tiene su autonomí­a completa, sino que todas forman parte de un conjunto orgánico orientado hacia una cima que trasciende las posibilidades de acción connaturales a cada una. Estamos en presencia de una jerarquí­a de órdenes subordinados unos a otros: el orden inorgánico sometido al determinismo, el orden orgánico con su finalismo, el orden del pensamiento .y del arte con su creatividad, el orden de la vida religiosa y moral con su libertad. En esta jerarquí­a, cada uno de los órdenes inferiores se ordena al orden superior y se integra en el orden total. El universo infrahumano está ordenado al hombre, y éste a su vez está abierto a la acción trascendente de Dios. El milagro libera al universo fí­sico de sus “limitaciones”, lo eleva y lo hace colaborar con el orden superior de la salvación. Por tanto, es perfectamente legí­timo, por una parte, que el universo fí­sico encuentre su sentido habitual en el determinismo de sus leyes; por otra parte, no es menos inteligible que Dios manifieste, mediante una iniciativa totalmente gratuita en la historia y en el cosmos, y en su nivel de causa primera, la iniciativa todaví­a más gratuita de la salvación comunicada en Jesucristo. El milagro se convierte así­ en la huella y el signo en el cosmos de la gracia de la salvación. Se sitúa en el orden religioso por el que Dios invita al hombre a una comunión de vida con él.

2) Más aún: si es verdad que Cristo, Verbo encarnado, es la cima y el término de la salvación, el milagro se presenta como una intervención de Dios situada entre la creación primera y la transformación de todo y de todos en Jesucristo. El milagro representa entonces una anticipación del orden escatológico, cuando haya un cielo nuevo y un mundo nuevo: es el futuro que invade el presente y le da su sentido; puesto que manifiesta ya la dynamis transformadora de Dios actuando en nuestro mundo. El cuerpo glorificado de Cristo es un milagro permanente. En él el hombre es recreado, y consiguientemente el mismo cosmos recibe sus efectos bienaventurados. En esta perspectiva, que es la de san Pablo (Rom 8, 19-21), no es el milagro lo que plantea cuestiones, sino que más bien el milagro obliga al hombre- a interrogarse por el sentido último de la historia y del cosmos. Paradójicamente, es ahora el milagro el que resulta inteligible y explicativo.

3) El milagro no puede ser percibido más que por los que miran el mundo como dominado y dirigido por un ser libre y trascendente, que actúa en su propio nivel, como fuerza creadora y recreadora, y que puede establecer con el hombre unas relaciones interpersonales. El milagro, como la revelación, es una llamada dirigida al hombre en las profundidades de su ser, en ese nivel de interioridad en que el hombre, como espí­ritu, se abre a Dios y a una manifestación eventual de él mismo en la historia y en el mundo. El milagro supone que el hombre reconoce lealmente el carácter finito de su existencia y de su condición de “ser necesitado de salvación”, así­ como la libertad que tiene Dios de obrar en la historia para entablar con el hombre un diálogo inédito. La libertad de Dios no se agota en el solo acto creador, como si fuera una fuente que se seca desde que empieza a manar. Dios es libertad infinita, imprevisible e inagotable en la gratuidad de sus iniciativas.

4) El que Dios haya decidido revelarse al hombre y salvarle por los caminos de la encarnación y de la cruz, es decir, por lo que hay más distinto de él, espí­ritu puro, a saber: la carne; y que haya decretado prolongar esta economí­a de encarnación mediante una economí­a de signos que atestigüen la presencia eficaz de la salvación entre nosotros, esto se deriva de su imprevisible amor y de su infinita libertad. Todo el que sitúe el milagro en esta economí­a de salvación y de libertad, lejos de hablar del sin-sentido, percibirá en la acción divina una constelación de armoní­as: armoní­a de los signos con la intervención de Dios hecho carne, armoní­a de los signos entre sí­, armoní­a de los signos con el hombre, ser de carne y de espí­ritu. Los milagros de Jesús pertenecen a la lógica superior del amor y de la salvación.

b) En nombre de la historia de las religiones. El historiador de las religiones viene a sustituir al filósofo para explicar la presencia en los evangelios de los relatos de milagros. No cabe duda -se afirma- de que fue la predicación en los ambientes helenistas la que revistió a Jesús de los atributos de la divinidad griega: se le llama Hijo de Dios, salvador, Señor. El Jesús de los milagros fue presentado como el hombre divino (Theios anér) de los ambientes helenistas con fines de propaganda. Los principales corifeos de esta teorí­a son R. Reitzenstein, H. Windisch, L. Bieler, D. Georgi, R. Bultmann. La verdad es que esta teorí­a, tras los recientes trabajos de D.L. Tiede y de C.H. Holladay, está destinada al olvido. El sentido de la trascendencia absoluta de Dios en los ambientes judí­os está demasiado desarrollada para autorizar la atribución de la divinidad a los seres humanos. La categorí­a del hombre divino. está ausente tanto del AT como del NT. Además, el uso técnico del nombre divino en el helenismo es tardí­o y muy posterior a Jesús.

c) En nombre de la hermenéutica desmitizante. La Formgeschichte, con Bultmann sobre todo, habí­a observado semejanzas entre la estructura literaria de los relatos evangélicos de milagros y la de los prodigios atribuidos a Apolonio de Tiana o al dios dador Esculapio en Epidauro; de aquí­ se sacó la conclusión del carácter fabuloso o legendario de los unos y de los otros. Por un procedimiento ilegí­timo, se pasó de una semejanza literaria a un juicio de valor sobre el contenido histórico. En efecto, en el plano literario no hay nada tan parecido a un relato verí­dico de curación excepcional como un relato ficticio. Lo que importa ante todo en el caso de Jesús es que la persona que está en el centro del relato no tiene precedentes en la historia y que el mismo milagro posee rasgos especí­ficos y absolutamente inéditos. El análisis literario no es una guí­a absoluta para dar un juicio de historicidad.

¿Habrá que eliminar entonces los relatos evangélicos de milagros? Bultmann opina, por su parte, que hay que conservarlos, pero “desmitizándolos” e interpretándolos en clave existencialista. Lo que importa no es la realidad que subyace al relato, muchas veces imposible de descubrir o simplemente inexistente, sino el sentido que reviste, es decir, que la fe purifica, vivifica, resucita, salva al hombre pecador y agraciado. De este modo se llega, con los recursos de la hermenéutica, a salvar el relató, pero sacrificando el acontecimiento. Los relatos de milagros manifiestan la revelación como alimento, luz y vida.

Todos estos intentos de sacar los milagros de su contexto religioso y citarlos ante el tribunal de la filosofí­a y de la ciencia .tienen como efecto una perversión de la naturaleza profunda del milagro. Reducirlo a una “excepción de las leyes de la naturaleza” es una caricatura. El milagro no tiene sentido más que en el único contexto en donde, de hecho; aparece, -a saber: en el de la. revelación de la salvación en Jesucristo.

3. AUTENTICIDAD HISTóRICA DE Los MILAGROS DE JESúS. Para ser fiel a la naturaleza misma dc.lá tradición evangélica y a la historia de su formación, un estudio sobre el valor histórico dé los relatos de milagros no puede prescindir de recorrer las siguientes etapas:
a) En un primer tiempo hay que establecer el valor histórico del conjunto de, la tradición sirióptiea. Este tema se trata en el artí­culo sobre el valor histórico de los evangelios y el conocimiento de Jesús por medio de los evangelios (! Evangelio).

b) En un segundo tiempo conviene evocar dos logia de la Quelle, en donde el mismo Jesús indica la realidad y el sentido de sus milagros:
1) En un primer logion, Jesús constata el rechazo de las .tres ciudades del lago de Genesaret, que no supieron reconocer en sus curaciones los signos de la venida del reino de Dios (Mt 11,20-24 y Lc 10,13-15). Corozaí­n, Betsaida y Cafarnaún son ciudades privilegiadas puesto que fueron las primeras testigos y beneficiarias de la actividad de Jesús. Sin embargo, no comprendieron el sen~ tido de las obras de Jesús. Por eso su suerte será más terrible que la de las ciudades consideradas tradicionalmente como impí­as (Tiro y Sidón) y pecadoras (Sodoma). El sentido de los milagros de Jesús era manifiesto. A1 mismo tiempo que su predicación sobre la necesidad de convertirse para entrar en el reino de los cielos, sus milagros eran propuestas de Dios, llamadas a la penitencia y a la conversión ante la llegada inminente del reino de Dios. Los habitantes de las tres ciudades vieron prodigios, pero no supieron discernir los signos del reino anunciados por los profetas. Los milagros, por consiguiente, eran el reino mismo de Dios en su visibilidad, en su dinamismo de transformación total del hombre.

2) El segundo logion, sacado igualmente de la Quelle, constituye la respuesta de Jesús a los enviados de Juan Bautista que le preguntan por su identidad real: “¿Eres’ tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” Jesús le’s respondió: “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oí­do: los ciegos ven, los cojos andan los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia.el evangelio a los pobres; ¡dichoso el que no se escandalice de mí­!” (Mt 11,2-6; Lc 7,18-23). Desde el punto de vista histórico, la perí­copa se encuentra en excelente posición. Los criterios de discontinuidad y de conformidad encuentran aquí­ una explicación ejemplar; El logion de Jesús, en efecto, contrasta con la mentalidad judí­a de la época y con la concepción del Bautista sobre el mesí­as; contrasta igualmente con la mentalidad de la Iglesia, que se apoya en la resurrección de Jesús más que en sus milagros. Igualmente se aplica el criterio de conformidad. En efecto, el logion está conforme con la enseñanza de Jesús sobre el tema central de su predicación, a saber:- el reino y los signos del reino; también es coherente con el tema de la predicación de la buena nueva a los pobres (en las parábolas, en las bienaventuranzas), signo primordial de la llegada del reino; está conforme, finalmente, con el estilo de Jesús, con su forma habitual de responder a la delicada cuestión del mesianismo. Jesús no solamente responde, sino que su respuesta va mucho más allá.de la pregunta del Bautista sobre el hecho de su, mesianidad, ya que caracteriza al reino como un reino de compasión, de perdón, de gracia. De momento, Jesús representa la agape de Dios en nuestro mundo; más tarde llegará el juicio.

En estos dos logia, que pertenecen a .una tradición muy antigua, Jesús relaciona sus milagros con la venida del reino que inaugura él en su persona: Los milagros no son nunca puros prodigios, sino llamadas a la conversión; a la penitencia, condiciones indispensables para entrar en el reino. Los milagros son signos, al mismo tiempo que son también obras de Cristo.:.

c), En tercer lugar—podemos recoger cierto número de í­ndices de historicidad global favorables al conjunto.de la tradición de los milagros. -,l peso de estos í­ndices procede de su multiplicidad y de su omnipresencia en la doblp.tradición sinóptica y joánica.

El primer hecho es el lugar tan importante de los relatos de milagros en nuestros evangelios: en el evangelio de Marcos; el 31 por 100 del texto, o sea 209 versí­culos entre 666. En los diez primeros capí­tulos dedicados al ministerio público de Jesús (fuera de la pasión), la proporción se eleva al 47 por 100, o sea; 209 versí­culos entre 425. En el evangelio de Juan, los -doce primeros capí­tulos, llamados por Dodd el Libró de los signos, están elaborados a partir de los milagros de Jesús. Tanto en los sinópticos como en Juan, los milagros y la predicación de Jesús constituyen un entramado irrompible, ya que los dos manifiestan tina única realidad, a saber: la venida del reino de Dios. Gran número de relatos subrayan el carácter público de los milagros, y consiguientemente la posibilidad de.discutir su realidad en el momento de la formación de la tradición evangélica. Los enemigos de Jesús no discuten su actividad taumatúrgica (es muy elocuente en este sentido la perí­copa muy antigua sobre Belcebú: Mt 12,26-27), sino más bien la fuente de esta actividad, así­ como la autoridad que. se deriva de ella. Finalmente, un texto del Talmud de Babilonia atestigua que Jesús fue entregado a la muerte por haber practicado la magia y haber conducido a Israel &la apostasí­a (Sanhedrin 43a). Si los milagros ocupan en los evangelios un lugar que no puede compararse más que con la enseñanza y la pasión de Jesús, y si la predi, cación primitiva y los propios evangelistas están como “bloqueados” en el tema de los milagros y los relacionan con el tema de la predicación de Jesús hasta el punteo de que no existe ésta sin aquéllos, es porque tuvo que suceder algo capital que vale la pena examinar para probar su consistencia.

d) En cuarto lugar, a nivel de una criteriologla más rigurosa, podemos aplicar a los relatos de milagros los criterios de autenticidad utilizados para la gran historia, pero teniendo en cuenta el “caso especí­fico” que representan los evangelios.

1) Criterio de testimonio múltiple: este criterio nos permite establecer que la realidad de los milagros de Jesús se encuentra atestiguada en la casi totalidad de las fuentes que poseemos; Marcos, la Quelle, Lucas, Mateo, Juan, los Hechos, la epí­stola a los Hebreos, la tradición talmúdica y los apócrifos. El tema de los milagros aparece no solamente en las fuentes mencionadas, sino que se encuentra también en formas literarias muy diversas: sumarios, discursos, controversias.

2) Criterio de discontinuidad: el hecho de que Jesús realizara milagros en nombre propio contrasta con la actitud de los profetas, que realizaron milagros en nombre de Dios, y con la de los apóstoles, que actuaron en nombre de Jesús. Además, en algunos casos, Jesús da a sus milagros un sentido que va contra la mentalidad judí­a de la época: por ejemplo, en la curación del leproso (Me 1,40-4 l). En tiempos de Jesús, la lepra era considerada por los rabinos como el castigo especí­fico de ciertos pecados. El mismo leproso era considerado como un castigado por Dios, un impuro, y por tanto se veí­a excluido del templo y de la comunidad de Israel. A diferencia de los rabinos, Jesús no evita al leproso; por el contrario, “llevado de compasión”, extiende la mano, para significar que lo torna bajo su protección, lo toca y le dice: “Yo lo quiero: queda limpio”. La actitud de Jesús frente al leproso, así­ como frente a los pecadores, marca una ruptura con el judaí­smo de la época. En el reino de Dios no hay sanos ni leprosos, sino hijos de Dios.

3) El criterio de conformidad con la enseñanza fundamental de Jesús sobre la venida decisiva del reino de Dios. En efecto, los milagros son inseparables del tema de la instauración del reino: manifiestan su venida y su realidad. Son un signo y un elemento del reino. Este no es algo estático, sino una realidad dinámica que cambia efectivamente la condición humana, que establece el señorí­o de Cristo sobre todas las cosas, incluidos los cuerpos y el cosmos. Un milagro sin una invitación a reconocer el reino que viene y la persona que se presenta a establecer ese reino es un contrasentido, un puro prodigio. Por eso, cuando Cristo realiza un milagro, invita al mismo tiempo a la conversión y a la fe en su misión. Que un prodigio se encuentre así­ vinculado con la conversión interior es un hecho único que acompaña a la presencia de Cristo (Mt 11,20-24; Le 10 13-15).

4) El estilo de los relatos de milagros. Tanto en los milagros como en la enseñanza de Jesús se encuentra un estilo idéntico, de simplicidad, de sobriedad y de autoridad, en un contexto religioso de una pureza y de una elevación singular. Este estilo contrasta con el de los apócrifos, ávidos de lo maravilloso. Si la gnosis traicionó al evangelio reduciéndolo a una doctrina, los apócrifos, por su parte, lo traicionaron buscando solamente prodigios.

5) Inteligibilidad interna del relato. Así­, por ejemplo, el hecho de la resurrección de Lázaro, coherente con los otros relatos de resurrección en Marcos y en Lucas y con el hecho mayor de la propia resurrección de Jesús, es también perfectamente coherente con el contexto general del cuarto evangelio, especialmente con los capí­tulos 5, 11 y 12. Además, ilumina dos hechos importantes de la vida de Jesús, a saber: la decisión de las autoridades judí­as de acabar con él y el hecho de la entrada solemne de Jesús en Jerusalén, atestiguada por los tres sinópticos. Sin embargo, sólo el relato de Juan arroja plena luz sobre el acontecimiento y ofrece de él una explicación verdaderamente satisfactoria. Sólo Juan observa: “Los que estuvieron presentes cuando llamó a Lázaro del sepulcro y lo resucitó de entre los muertos daban ahora testimonio de ello. Por eso también la gente le salió al encuentro, pues se habí­an enterado de que habí­a hecho este milagro” (Jn 12,17-18).

6) Interpretación diversa, acuerdo en el fondo. El acuerdo en la sustancia del hecho, coexistiendo con ciertas fluctuaciones en la redacción y hasta en la interpretación, constituye un sólido indicio de historicidad. La historia y el derecho recurren continuamente a este género de argumento. Así­, a propósito de la multiplicación de los panes, Juan subraya más que Marcos el simbolismo sacramental del milagro. A su vez, Marcos subraya más que Lucas el sentido cristológico del milagro y presenta a Cristo como el buen pastor que tiene piedad de las ovejas sin pastor (Me 6,34). El evangelio de Juan contiene algunos detalles propios. Se trata siempre del mismo hecho, pero interpretado y profundizado. Este acuerdo en el fondo en medio de la diversidad de detalles se ve apoyado por el criterio del testimonio múltiple, ya que el hecho está atestiguado por las seis recensiones de la tradición sinóptica y joánica. El acontecimiento se presenta además como un signo del reino, mesiánico y escatológico, en relación con el signo del maná en el desierto. Finalmente, sin la realidad de este suceso, varios hechos se quedan sin explicación.

7) El criterio de explicación necesaria es una aplicación del principio de razón suficiente al caso de los evangelios. En el caso de los milagros, nos encontramos con unos diez hechos importantes que la crí­tica difí­cilmente puede rechazar y que están pidiendo una explicación suficiente: la exaltación popular ante la aparición de Jesús, la fe de los apóstoles en su mesianidad, el lugar de los milagros en la tradición sinóptica y joánica, el odio de los-sumos sacerdotes y de los fariseos por causa de los prodigios realizados por Jesús, el ví­nculo constante entre los milagros y el mensaje de Jesús sobre la venida decisiva del reino, el lugar de los milagros en el kerigma primitivo, la presencia de los demás signos que acompañan a la venida de Jesús del mismo nivel y de la misma calidad (profundidad de un mensaje capaz de descifrar la condición humana, amor inaudito revelado por su vida, su pasión y su muerte, su resurrección gloriosa, la obra multisecular de la Iglesia), la relación í­ntima entre las pretensiones de Jesús como Hijo del Padre y los milagros que manifiestan su dominio sobre la enfermedad, el pecado y la muerte.

El que cada uno de estos criterios de autenticidad histórica reconocidos por la historia universal y más recientemente por los exegetas encuentre en los relatos de milagros un ejemplo de aplicación tan notable constituye una prueba de solidez histórica difí­cilmente rechazable. Sobre todo teniendo en cuenta que se da una convergencia de criterios. Muy pocos logia de Jesús se encuentran en una posición tan favorable.

e) Finalmente podemos ir examinando uno por uno los relatos de milagros que refieren los evangelios para probar su consistencia histórica. Es éste un trabajo imposible en el marco de este Diccionario, pero que hemos emprendido en Milagros de Jesús y teologí­a del milagro (Salamanca 1990, 87-261).

4. CLASIFICACIóN Y TIPOLOGIA DE LOS RELATOS DE MILAGROS. La clasificación de los milagros ha conocido varias fluctuaciones. Según una distinción clásica, se hablaba de milagros en las personas (curaciones, exorcismos, resurrecciones) o en los sucesos de la naturaleza (el mar, el viento, el pan, el vino, los peces). Esta distinción es discutible porque, en definitiva, los milagros conciernen siempre a las personas. G. Theissen ha propuesto una clasificación que tiene en cuenta la naturaleza de las relaciones que se establecen entre la persona del taumaturgo y el beneficiario del milagro, así­ como los motivos del milagro. Con una sola excepción, adoptamos aquí­ esta clasificación, que hoy se reconoce ampliamente:
a) Los exorcismos. A los ojos de Jesús, la liberación de los posesos es tan importante como la curación de los enfermos. Estas dos operaciones liberadoras significan lo mismo: la venida del reino de Dios. Por otra parte, como la mentalidad de la época atribuí­a corrientemente la enfermedad y el pecado a Satanás, no siempre se observó la distinción entre exorcismo y simple curación. En la tipologí­a de los milagros reservamos el término de “exorcismo” a los casos en donde el demonio es el antagonista del taumaturgo. En estos relatos (seis) se observan tres caracterí­sticas: 1) el poseso se encuentra en un estado de alienación; ha perdido la facultad personal de decidir; 2) el.taumaturgo tiene como antagonista no al poseso, que es tan sólo la ví­ctima, el terreno de combate, sino al demonio en_ persona; 3) Cristo se las tiene que ver no con los hombres, sino con esa potencia personal yténebrosa, Satanás, cuyo reino ha venido a destruir.

b) Las curaciones. Las curaciones guardan también relación con el reino, pero no tan directamente como los exorcismos. Aquí­ la fe representa un papel de mediación respecto a la fuerza del reino que se ejerce en Jesús. Se explica inmediatamente por qué. En el caso de los posesos, que están alienados y son elementos pasivos; es imposible pedirles fe. No ocurre lo mismo en el caso de los enfermos; en quienes la relación inmediata con. la persona de Jesús se lleva a cabo mediante la fe. Se pueden distinguir tres expresiones de estafe: fe en el poder de curación de Jesús; aclamación de fe que sigue al milagro especialmente en Lucas; fe que se identifica con la conversión pedida por Jesús como respuesta a sus milagros (togion con los reproches a las ciudades del lago).

c) Milagros de legitimación. Estos milagros constituyen una justificación del comportamiento de Jesús y al mismo tiempo una crí­tica de cierta mentalidad farisaica, incapaz de superar la letra de las prescripciones jurí­dicas. Consiguientemente, estos relatos de curación tienen todos un carácter de controversia (Mt 12,14; Le 14,13.17; Le 14,1-6; Me 1,40-45). Todas estas curaciones tienen la finalidad de justificar el comportamiento misericordioso de Jesús frente a las estrecheces humanas y el legalismo de los fariseos. Surten el efecto de encender contra él el odio de los que tienen en sus manos el poder, y finalmente el de llevarlo a la muerte.

d) Milagros de salvamento y milagros-dones. En estos dos tipos de milagros, la iniciativa viene de Jesús. En los milagros-dones, Jesús interviene en beneficio de la gente que no tiene qué comer (Me 6,36), de los invitados a los que les falta el vino (Jn 2;3), de unos pescadores que no han cogido nada (Le 5,5). El acontecimiento se refiere con suma discreción. Sólo se indica el resultado: se sacia el hambre de la gente, hay vino en abundancia, la red se llena de peces: Los milagros de salvamento se producen en una situación más dramática todaví­a (el caso de la tempestad calmada). Además de su aspecto cristológico, estos milagros tienen un carácter eclesial. Así­; en la tempestad calmada, Jesús protege a su pequeño rebaño contratoda tempestad. Estos milagros muestran -a la nueva comunidad de salvación: reunida en torno a Jesús.

e) Relatos de resurrección. Algunos autores (p.ej., X. Léon-Dufour, G. Theissen) prefieren hablar de “reanimaciones” más que de resurrecciones. Resulta ciertamente legí­timo buscar una terminologí­a precisa y fiel a la realidad. Los que hablan entonces de “reanimación” más bien que de resurrección están evidentemente preocupados por evitar cierto número de ambigüedades. En los relatos evangélicos no se trata evidentemente de resurrecciones gloriosas, como la de Jesús; ni de un retorno definitivo a la vida, sino de una vida que emprende de nuevo su curso normal y que acabará con una muerte total y definitiva. Lázaro no tiene nada que contar sobre el más allá, sobre una life after life. Por otra parte, los evangelios no son unos tratados de escatologí­a. Dicho.esto, podemos preguntarnos si el término sugerido de “reanimación” no será quizá más ambiguo que el término bí­blico y clásico de resurrección. En efecto, el término de “reanimación” tiene hoy una resonancia clí­nica difí­cil de borrar. Se habla, en los hospitales, de sala de “reanimación”, tras una breve anestesia; se intenta “reanimar” afino que ha estado a punto de ahogarse, practicándole la respiración artificial; se “reanima” a uno que sufre una insuficiencia cardí­aca momentánea o un coma diabético. Además, el término de “reanimación”, ¿e, fiel a la intención del evangelista y del mismo Jesús? En todos los relatos evangélicos hay una convicción común: se considera imposible un retorno a la vida. Para Jesús estas resurrecciones son signos de la venida del reino: “Los muertos resucitan” dice en su respuesta a los enviados del Bautista (Le 7,22; Mt 11,5). En la intención de los evangelistas, estos milagros tnanifiestan el poder de Jesús sobre la muerte, así­ como sobre la enfermedad y sobre el pecado. Bien pensadas todas las cosas, parece preferible hablar de relatos de “resurrección”, aunque sea difí­cil precisar a qué etapa hacia la muerte habí­an llegado los personajes de los que nos hablan los relatos evangélicos. Por lo menos, al hablar de resurrección, se intenta hablar del retorno a la vida en alguno que se encontraba en el camino sin retorno que conduce a la muerte. Los milagros de resurrección tienen una finalidad para Jesús y los evangelistas: representan una forma única del poder de Jesús, a saber: el Hijo resucita a los muertos lo mismo que el Padre. Son signos mesiánicos que piden un trato especial. Como la Biblia de Jerusalén y como la edición de la TOB, conservamos el término de “resurrección” hasta que los especialistas propongan una terminologí­a manifiestamente superior a la que han consagrado muchos siglos de uso.

5. PERSPECTIVA DE CADA EVANGELISTA. Para Marcos los milagros son actos de poder que designan a la persona de Jesús como aquel en quien se establece definitivamente el reino de Dios. En Mateo revelan al siervo de Yhwh, que cumple la voluntad misericordiosa de Dios con los oprimidos por la enfermedad y el pecado; Jesús es también el Señor, que ejerce su poder. En Lucas, Jesús es el profeta mesiánico qué trae la liberación y la salvación; en él Dios “visita” a los hombres. Para Juan los milagros son signos de la gloria de Dios que habita en Jesús y el testimonio del padre por medio de las obras que le concede realizar al Hijo.

En Marcos no se encuentra ningún tí­tulo cristológico ligado a los. milagros; en Mateo, Jesús es siervo de Yhwh y Señor; en Lucas es el profeta escatológico y el Señor; en Juan es -el Hijo, el Verbo, la Palabra hecha carne, y los milagros manifiestan su gloria propiamente divina. En sustancia, los milagros tienen para los evangelistas el sentido que Jesús les- atribuye en sus logia.

6. ORIGINALIDAD Y FINALIDAD DE LOS MILAGROS DE JESÚS. a) En términos negativos hemos de decir que Jesús se niega a confundir milagro y prodigio. No quiere que le tengan por un mago, ni por un charlatán, ni tampoco por un poseedor de secretos cientí­ficos. La’salváción que trae pasa por la cruz y sólo será reconocida en el momento en que quede totalmente cumplida su misión.

b) En términos positivos, el milagro está destinado a la salvación del hombre. Jesús viene a restaurar al hombre y conferirle aquella salvación a la que aspira en vano. El milagro visibiliza esta restauración total. Cristo expulsa verdaderamente a los demonios, cura de verdad, resucita de verdad, porque salva verdaderamente al hombre. Sin embargo, en la tradición sinóptica Jesús no es llamado salvador, sino el que viene a salvar lo que estaba perdido. Por eso los milagros están ligados al tema de la conversión, que introduce en el reino.

e) El milagro se hace con vistas a una vocación al reino; es éste un aspecto que ilustra muy bien la curación del -poseso de Gerasa (Mc 5,120). Este hombre está privado de todo: de su equilibrio somático y psí­quico, de su dignidad humana. Está alienado de sí­ mismo y de la sociedad. Jesús lo restablece en su integridad de hombre, es decir, de- ser consciente y responsable, y lo reintegra a la sociedad: hace de él un ser personal y socialmente sano. Pero la intención del milagro no se detiene en la restauración de la salud; se prolonga en una vocación superior. Una vez curado, le pide a Jesús quedarse en su compañí­a (Mc 5,18). Jesús le dice entonces: “Vete a tu casa con los tuyos y cuéntales todo lo que el Señor, compadecido de ti, ha hecho contigo” (Mc 5,19). De un esclavo, Jesús hace un hombre libre y luego un evangelizador del reino: “El se fue y comenzó a predicar por la Decápolis lo que Jesús habí­a hecho con él; y todos se admiraban” (Mc 5,20). El milagro no tiene sentido más que sobre ese fondo del proyecto de Dios sobre el hombre, a saber: la entrada en el reino. Posee a la vez una función de liberación Y de realización del hombre. Por medio del milagro Cristo recrea, re-construye al hombre y lo eleva a una plenitud de vida inesperada. Esta realización es el alba de la nueva creación.

d) El milagro establece entre Jesús y el beneficiado una relación nueva, personal y transformadora. El hombre curado no tiene que observar escrupulosamente unos ritos mágicos, sino entrar por la fe en relación con Jesús. No cabe duda de que, en tiempos de Jesús, esa fe es imperfecta, pero es por lo menos petición suplicante y confiada a aquel que anuncia el reino y en el que se manifiesta el poder de Dios. El que un prodigio esté. de este modo ligado ala conversión ,y establezca entre Jesús y el favorecido por el milagro una relación totalmente nueva y personal es un rasgo especí­fico del milagro cristiano.

e) El hombre (bien sea el enfermo o bien los que.imploran su curación) tiene, por tanto, un papel en el milagro, una participación, que se expresa por una actitud de fe radical en Jesús, o al menos de disponibilidad, de apertura. El primer paso del hombre es reconocerse pobre, desvalido, “necesitado de salvación”, hasta el punto de exclamar: “Jesús, hijo de David,¡ten compasión de mí­!” (Lc 8,39). Sin esta participación mí­nima del hombre, no podrí­a obrar el mismo Cristo. Si el hombre se cierra y se endurece ante la salvación que se le ofrece, no queda ningún resquicio para la acción de Dios: el milagro profundiza más aún la ceguera del hombre, hace más espesas sus tinieblas. Esta llamada a la participación humana revela, al mismo tiempo que el poder de Dios, su fragilidad ante la libertad del hombre: ¡riesgo supremo de un Dios que ha basado en el amor o en el rechazo la constitución de un pueblo de hijos llamados a compartir su propia vida!
f) Además, los milagros son inseparables de la cruz. Jesús personifica el reino de Dios que destruye el reino de Satanás; entonces, no es extraño que la luz del uno ofusque las tinieblas del otro. Los exorcismos de Jesús son interpretados como la obra de Belcebú. Las curaciones hechas en favor de las ciudades del lago, en vez de llevar a la conversión, condujeron al endurecimiento. Los milagros de legitimación, hechos en dí­a del sábado suscitaron el odio y engendraron la decisión de acabar con Jesús. Incluso el milagro de la multiplicación de los panes fue mal comprendido y provocó el abandono o la duda. Esa es la dialéctica del poder-impotencia y de la gloria-humillación de Jesús. De suyo, el milagro está destinado a orientar hacia el reino, pero el hombre puede ver el prodigio y cerrarse al signo. Jesús es el portador de una salvación que pasa por la conversión; por eso sus obras, sus milagros, son el lugar de una opción dramática. Acoger los signos es acoger a Jesús y entrar por los caminos de la conversión. Y precisamente porque Jesús rechazó cualquier otra lectura de sus milagros distinta de la que los presenta como signos del reno y como invitación a entrar en él por los caminos de la conversión, por eso fue finalmente condenado (Jn 11,53).

g) Los milagros de Jesús tienen un carácter “eclesial”. Jesús no es un simple carismático, que realiza por su cuenta unos milagros para su tiempo; trae una salvación universal, cuya fuente nunca se agota. Por eso da a sus discí­pulos el poder de anunciar el reino, así­ como el de curar a los enfermos y echar a los demonios (Mt 10,8), es decir, el doble poder que él mismo ejerce. Sus milagros son el signo de la comunidad de salvación, que sigue ofreciendo la salvación inaugurada en el grupo de los doce, pero que se perpetúa a través de los siglos y se extiende a todas las naciones (Mt 16,15-18; He 5,12).

h) Por los milagros de Jesús, el futuro invade el presente. Con Jesús el reino de Dios invade nuestro mundo (Mt 12,28). La salvación se convierte en un “hoy” que resuena y opera. Después de la resurrección, cuando la Iglesia se vuelve hacia Jesús, es para recordar el pasado que estableció el reino e inauguró el mundo nuevo aguardando su pleno cumplimiento. De momento se nos dan unos signos que vienen de la tierra prometida, de forma intermitente, como una luz interestelar, que nos deja vislumbrar dimensiones inauditas.

i) Finalmente, los milagros de Jesús nos orientan hacia la revelación de su persona. Si Jesús es el único que trae el reino y la salvación escatológica, la razón última de ello está en el misterio de su persona. Esta trascendencia de Jesús, en el momento de su paso terreno por Palestina, no aparece más que implí­citamente en el ejercicio de la salvación que él manifiesta por sus obras. Antes de pascua todo está allí­, pero al mismo tiempo todo está por recuperar: el sentido último de los milagros de Jesús no se captará plenamente más que a la luz de la experiencia eclesial de pascua, que hará descubrir la plena identidad de Jesús: Cristo, Señor, Hijo de Dios. Antes de pascua, los gestos están puestos: orientan hacia la presencia de una trascendencia personal; ¿pero cómo percibir entonces la identidad del Dios vivo en la carne y en los gestos del hombre Jesús?

7. NOCIí“N CATí“LICA DEL MILAGRO. a) Terminologí­a bí­blica. En el AT los milagros son llamados terata, es decir, prodigios. El Deuterqnomio, así­ como el NT, une con frecuencia dos términos, sémela kai terata, para significar que se trata de un prodigio sagrado. Otros vocablos, como thaumasia, esto es, hechos que suscitan la admiración, y paradoxa, es decir, hechos inesperados, ponen de relieve el aspecto psicológico del milagro: se trata de un hecho insólito que suscita la admiración, la extrañeza, la estupefacción del hombre.

En el AT los milagros son calificados frecuentemente de adynata, es.decir, obras. propiamente divinas, que son imposibles ,para el hombre. En el evangelio de Juan se habla de erga (obras), es decir, las obras de Cristo en cuanto Hijo del Padre. Marcos y Mateo los llaman dynameis, o sea, manifestaciones y efectos del poder divino. Los milagros, como obras, . pertenecen a.. esa- gran óbra que Dios comenzó con la creación del mundo y que acabó con la redención; que es la nueva creación. En cuanto manifestaciones de poderse relacionan con la dynamis divina, es decir, con esa acción. omnipotente por la que Dios vivifica y salva, tanto en el orden natural como en el sobrenatural. Estos términos, concretamente erga y dynameis, ponen de manifiesto el aspecto ontológico del milagro y lo representan como una obra trascendente, o sea, imposible a las criaturas, y que supone, por tanto, una intervención especial de la causalidad divina.

Finalmente, tanto en el AT como en el NT, concretamente en san Juan, el milagro es llamado sérneion, signo, vocablo que entra frecuentemente en composición con prodigio. En efecto, el milagro, más que un prodigio, es un signo dirigido por Dios. Es portador de una intención divina que hay que saber leer en su contexto.

b) Los datos de la tradición. Los tres aspectos que acabamos de mencionar (psicológico, ontológico, semiológico) aparecen a lo largo de toda la tradición patrí­stica y teológica, aunque con una acentuación y un relieve que varí­an en el curso de los siglos. En particular, se observa cierta oscilación entre el uspecto. factual y ontológico,que ve sobré todo en el milagro un hecho de trascendencia fí­sica, y el aspecto semiológico, que lo considera ante todo como un signo dirigido por Dios.

San Agustí­n subraya particularmente los aspectos psicológico y semiológico. El milagro. es un fenómeno inesperado que rompe la monotoní­a de lo cotidiano y, consiguientemente, provoca la admiración.=En su perspectiva apologética, frente a los- paganos, este efecto de choque se produce por lo insólito del milagro, a fin de servir de apoyo a la función de signo que cumple: :Por su carácter prodigioso, el milagro; invita al hombre carnal, que es legión, a elevar su mirada hacia el cielo para contemplar las realidades invisibles del mundo de la gracia.

Con san Anselmo se pone el acento en la trascendencia más que en la finalidad del prodigio. El milagro es una acción que ha de atribuirse sólo a Dios, ya que supera las fuerzas de todo el universo creado. Santo Tomás, por su parte, manifiesta en sus obras que conoce y reconoce los tres aspectos del milagro mencionados por la Escritura. Pero cuando. llega a la definición del milagro, santo Tomás, que se interesa ante todo por el efecto producido y por la causa que le es proporcionada, se sitúa decididamente del lado de Dios, agente trascendente: “Un hecho es milagroso cuando supera el orden de toda la naturaleza creada” (-‘: Th. I, 110-4, c). La causa proporcionada al efecto producido, en su realidad ontológica, es Dios. Dios no.niega el orden de la naturaleza; pero en el caso del milagro lo supera, ya que su acción se ejerce en otro nivel. Se integra en un orden que es el orden total, universal, querido por Dios.

Los escolásticos, siguiendo a santo Tomás y ateniéndose a su definición más que a su doctrina del milagro, tomaron la costumbre de definir el milagro por su aspecto ontológico de hecho estrictamente divino, abandonando prácticamente los otros dos aspectos. Así­ Pesch define. el milagro: “Un efecto sensible que Dios produce fuera de la naturaleza” (Praelectiones dogmaticae). Y Garrigou-Lagrange: “Un hecho producido por Dios en el mundo fuera del orden de actuación de.toda la naturaleza creada” (De revelatione, vol. 2, p. 40, ed. de 1950). Uno de los méritos de M. Blondel fue el poner de nuevo de relieve el aspecto semiológico del milagro: El milagro es el signo de esa bondad “anormal” que Dios manifiesta en el evangelio de la salvación. La teologí­a de la posguerra se caracteriza por un esfuerzo por integrar armónicamente los tres aspectos esenciales del milagro.

c) Las indicaciones del magisterio. Sin pretender sacar de los documentos del magisterio una definición del milagro que nunca han pretendido dar, encontramos sin embargo en ellos los tres aspectos constantemente afirmados por la Escritura y por la tradición. Así­, el Vaticano I considera los milagros como hechos divinos, esto es, que tienen a Dios por autor. Los milagros son además signos de la revelación: signos presentados por Dios para ayudarnos a reconocer que Dios ha hablado a la humanidad. El Vaticano II habla de las obras, los signos y los milagros por los que Cristo revela y atestigua a la vezel origen divino de la revelación. Estos tres términos representan los tres aspectos del milagro.

8. DEFINICIí“N DEL MILAGRO. Utilizando y agrupando los datos de la Escritura y de la tradición, podemos proponer esta definición del milagro: “Un prodigio religioso, que expresa en el orden cósmico (el hombre y su universo) una intervención especial y gratuita del Dios de poder y de amor, que dirige a los hombres un signo de la presencia en el mundo de su palabra de salvación”.

a) Un prodigio en el orden cósmico: Evidentemente, prodigio no es sinónimo de milagro, pero el milagro, por uno de sus aspectos, entra en el orden de los. prodigios: es un fenómeno insólito, que rompe con el curso habitual de las cosas tal como se ha observado a lo largo de. los siglos. Por ejemplo, la curación del leproso: “Quiero; queda limpio. Y al instante quedó limpio” (Me 1,41-42), o la curación de un ciego de nacimiento. Se trata de algo nunca visto ni oí­do. De aquí­. se deriva un efecto de. choque, de sorpresa, y luego de admiración.

b). Un prodigio religioso y sagrado. Al decir esto se excluye ya desde el principio todo prodigio que se realice en un contexto profano, aunque se trata de un hecho que desborde toda imaginación, así­ como lo que pertenece a la categorí­a delo maravilloso, de lo mágico, de lo fabuloso, de lo legendario, de lo mí­tico. En efecto, en un contexto profano el milagro no tendrí­a ningún sentido y ninguna razón de ser. La explicación del fenómeno, por muy prodigioso y enorme que sea, debe buscarse en su nivel, es decir, en el nivel de las causas naturales y en el orden profano.

Por contexto religioso entendemos un. conjunto de circunstancias que confieren al prodigio una estructura, al menos aparente, de signo divino. La fenomenologí­a nos informa de estas circunstancias. Por ejemplo: 1) el milagro ocurre después de una oración humilde, confiada, perseverante por parte del enfermo o de su entorno; 2) el milagro acompaña a una vida de santidad heroica, como signo de una unión total con Dios y de una participación en su fuerza de vida (en el cura de Ars, en Francisco de Así­s, en Francisco Javier); 3) . el milagro viene a autentificar una misión que se pretende haber sido recibida de Dios: tal es el caso de los profetas, de Cristo, de los apóstoles. En todos estos casos se da una coherencia perfecta entre el prodigio y la llamada hecha a Dios, lo mismo que ocurre en el trato entre las personas, cuando uno obtiene la respuesta que solicita, de acuerdo con la petición que ha hecho. En el caso de los milagros de Jesús, éstos se inscriben en un contexto todaví­a más amplio, más englobante. En él el milagro no es una realidad aislada; se integra, con todo un conjunto de signos del mismo nivel (mensaje, santidad, pasión, resurrección, fundación de la Iglesia), en esa economí­a total por la que Dios salva al hombre en Jesucristo. Hay que hablar aquí­ de una constelación de signos, entre los que el milagro no es más que uno de tantos puntos luminosos.

c) Una intervención especial y gratuita del Dios de poder y de amor. Subrayamos así­ que el milagro, como signo y anticipación de una salvación sobrenatural, procede de una intervención de Dios no menos especial y gratuita (al menos en su modo de producción) que la salvación misma; por consiguiente, es diferente de la conservación y del gobierno habituales del universo. Es una obra de la omnipotencia de Dios, “contraria a la naturaleza” en su aspecto más impresionante de prodigio, pero en realidad “superior a la naturaleza”, trascendiéndola, como signo de la transformación gratuita del hombre y del universo por el amor de Dios que salva y renueva todas las cosas, no solamente en apariencia, sino en verdad; .no solamente para los hombres de ayer, sino para los de hoy y para los de todos los tiempos.

Evidentemente, cuando se trata de expresar lo que se produce en el nivel de: los fenómenos bajo la acción de Dios (una acción sin comparación alguna con la del hombre), nosotros no podemos hacer otra cosa que balbucear: nos faltan las palabras. Unos hablan de la superación de los determinismos habituales, de la superación radical y repentina de unos lí­mites que se juzgan infranqueables; otros, de una aceleración fulgurante de los procesos de restauración, en contraste con la temporalidad y la continuidad, rasgos caracterí­sticos de lo fenoménico: es como si se atravesara la barrera del espacio y del tiempo, a la manera del Cristo resucitado, que escapa de la distancia y de la duración y deja vislumbrar furtivamente algo del mundo glorificado. Dios no actúa a la manera de un actor inesperado que se introdujera por sorpresa en el escenario de la humanidad; es omnipresente y actúa en su nivel, que es el de Dios, causa primera, con la soberaní­a del Dios creador y re-creador del hombre. La naturaleza es menos violentada que restaurada, elevada, dinamizada. No hay ningún argumento decisivo (si se excluye la arbitrariedad o el prejuicio) para reducir el milagro al nivel de los sucesos ordinarios o de las felices coincidencias. A1 contrario, es soberanamente coherente e inteligible que la gratuidad del acontecimiento único y desconcertante de Dios hecho carne, lenguaje y ví­ctima santificada, sea él mismo “señalado” por unos acontecimientos que derivan de la misma gratuidad, como la restauración o la transformación de la vida corporal por el milagro y la resurrección, o la transformación del hombre entero por la santidad. Si Cristo está entre nosotros como Hijo del Dios vivo, es coherente que ponga signos expresivos de su gloria. La presencia entre nosotros de Dios, Espí­ritu por excelencia, es una “cosa enorme”: si ese hecho inédito no estuviera acompañado de la presencia en nuestro mundo de unos acontecimientos firmados por Dios, ¿quién podrí­a asegurarnos que no somos ví­ctimas del más colosal de los engaños? Es infinitamente más difí­cil aceptar la encarnación que el milagro. Maurice Blondel demuestra una buena salud mental y religiosa cuando declara lisa y llanamente que la contrariedad aparente introducida por el milagro “manifiesta analógicamente la real derogación que el orden de la gracia y de la caridad introduce en las relaciones entre Dios y el hombre… Dios hace que se vislumbre por unos signos anormales su bondad anormal”. Si añadimos a ello que se trata de una intervención dei Dios de poder y de amor, .es precisamente para significar que el milagro no es una pura demostración de poder, sirio un gesto de amor: una obra común del Padre y ,del Hijo, nacida de su mutuo amor. De este modo, el milagro no revela su verdadera naturaleza más que cuando se le considera desde el punto de vista de Dios, no menos que desde el punto de vista del hombre.

d) Un signo divino: El milagro es signo de la venida al mundo de la Palabra de salvación. Aquí­ la palabra capital es l signo. Porque el milagro, como totalidad, es un prodigio-significante, una acción-signo. Este aspecto intencional o semiológieo del milagro constituye su elemento formal. Se trata de un signo interpelante e interpersonal, portador de una intención divina y dirigido al hombre como un lenguaje divino, como una palabra concreta y urgente de Dios para darle a comprender que ha llegado la salvación. Por consiguiente, los milagros no son acontecimientos históricos cerrados sobre sí­ mismos, sino mediaciones que orientan hacia un más allá. Hacen entender que la salvación anunciada es verdad, porque está ya presente. Los milagros de Lourdes tienen este mismo sentido: orientan hacia la salvación y hacia el que los enví­a.

El milagro guarda siempre relación con el acontecimiento de la Palabra de salvación, tanto si se trata de la palabra del AT que anuncia y promete la salvación venidera como de la palabra de Dios hecha carne y acontecimiento en Jesucristo, o bien de la palabra de la Iglesia, que hace presente y actual hasta el final de los tiempos la palabra de salvación dada una vez por todas. El milagro está siempre al servicio de la Palabra, bien como elemento de la revelación, bien como testimonio de su autenticidad y de su eficacia.

9. VALORES SIGNIFICATIVOS Y FUNCIONES DEL MILAGRO- Afirmar que el milagro es un signo es plantear el problema de las funciones significativas del milagro. El Vaticano I sobre todo puso de relieve su función confirmativa o jurí­dica. Hechos-divinos, pruebas, signos; los milagros tienen la función de establecer “el origen divino de la religión cristiana” (DS 3009, 3034). El Vaticano II reconoce una doble función a los milagros: una función de revelación y una función de testimonio. Por una parte son portadores de la revelación, por el mismo tí­tulo que las palabras de Cristo; por otra atestiguan la verdad del testimonio de Cristo y la autenticidad de la revelación que es él en persona (DV 4). Poniendo de manifiesto estas dos funciones dei milagro, el magisterio no pretende sin embargo agotar todas sus riquezas de significación y de expresividad. De hecho, el milagro es un signo polivalente. Actúa en varios planos a la vez, apunta en varias direcciones. Es el NT el que mejor manifiesta esta diversidad de funciones del milagro, que conviene detallar antes de sistematizarlas.

a) Signos del poder de Dios. Los milagros son obras selladas por el poder de Dios. En los sinópticos, los milagros de Cristo son epifaní­as del salvador, manifestaciones de su poder universal y absoluto. Cristo actúa en su propio nombre. Cura con una palabra; echa a los demonios: sin esfuerzo; calma la tempestad con tina orden; resucita a los muertos con su sola palabra. Su poder sólo~se ve limitado por el odio, el rechazo, la rebeldí­a de los hombres. En san Juan, los milagros son las obras comunes del Padre y del Hijo: manifiestan que el poder está en Cristo como en el Padre. Cristo es Dios presente entre nosotros, con el poder del Dios vivo, creador de vida y de muerte. Su gloria es la de Yhwh.

b) Los milagros de Cristo son manifest&iones de su caridad, activa y compasiva, que se inclina sobre toda miseria. A veces la iniciativa viene del propio Cristo, que se adelanta a la súplica de los hombres (multiplicación de los panes, resurrección del hijo de la viuda de Naí­n, curación del hombre de la mano seca, de la mujer encorvada). Otros milagros se presentan como respuesta de Cristo a una plegaria, a veces claramente expresada, a veces silenciosa, envuelta en un gesto, en una actitud (los ciegos de Jericó, la cananea, el centurión, Jairo, Marta y Marí­a). Dios “visita” a la humanidad en el corazón de sus debilidades. Los milagros son la respuesta de la agape de Dios a la llamada de la miseria humana. Dios es amor, y ese amor, en Cristo, toma forma humana, corazón humano, para hacer perceptible al hombre la intensidad del amor divino.

c) Signos de la llegada del reino mesiánico. Bajo este aspecto, los milagros se relacionan con el tema más amplio del cumplimiento de las Escrituras. Significan que el reino de Dios anunciado por los profetas desde hací­a siglos ha llegado finalmente. En Jesús de Nazaret está presente el mesí­as. Los hombres quedan curados de sus enfermedades, liberados del pecado, y se proclama el evangelio. Las curaciones y los exorcismos muestran y demuestran que el reino de Satanás queda destruido y que el reino de Dios ha llegado (Lc 7,22; Mt 12,28), Donde está Cristo, allí­ actúa la fuerza de la salvación y de la vida anunciada por los profetas: triunfa de la enfermedad y de la muerte, así­ como del pecado y de Satanás. El reino está presente y activo: Y- para que los hombres comprendan que el mundo nuevo.está en el corazón del: mundo antigua, Cristo visibiliza la salvación total que anuncia.
d) Signos de una misión divina. En toda la tradición bí­blica, el milagrotiene como función principal garantizar una misión divina. Tiene un valoren cierto modo jurí­dico; son las credenciales del enviado de Dios. Así­, Moisés se ve “acreditado” por los prodigios que Dios realiza por medio de él a la vista de todo el pueblo (Ex 4,1-9; 14,31). Cuando Cristo aparece, tiene que enfrentarse con esta exigencia tradicional (Mc 2,12; Mt 11,21; Jn 11,41-42). Esta función jurí­dica, o confirmativa, o de testimonio, se pone de relieve especialmente en el evangelio de Juan: “Muchos creyeron en él al verlos milagros que hacia” (Jn 2,23). Nieodemo (Jn 3,2), el ciego de nacimiento (Jn 9,33), la muchedumbre (Jn 7,31) invocan espontáneamente este argumento. Esta función jurí­dica de los milagros es más acusada todaví­a en los Hechos que en los sinópticos. El testimonio milagroso de los apóstoles constituye un testimonio dado por Dios: “El Señor confirmaba su doctrina de gracia realizando por su medio prodigios y milagros” (He 14,3; 4,33). Los milagros acreditan la palabra de los apóstoles como auténticos embajadores de Cristo.

e) Signos de la gloria de Cristo. Desde el punto de vista humano, los milagros son signos; pero desde. el punto de vista de Cristo son más concretamente las obras del Hijo. Considerados como obras, los milagros se relacionan con la conciencia que tiene Cristo de su filiación divina: representan su actividad de Hijo entre los hombres. Tienen además la función de garantizar su misión de enviado de Dios, no es ya a tí­tulo de simple profetaio de mesí­as humano, sino como Hijo del Padre, que com parte con al- Padre-el conocimiento (Mt 11,27). y la omnipotencia (Mt 28,18). Los milagros son obras comunes del Padre y dei Hijo: designan a Cristo en su gloria de Hijo único. Por eso Cristo no deja de remitir a sus oyentes a sus milagros como a un testimonio del Padre en su favor (Jn 5,36-37; 10,25). Como los milagros son la manifestación del poder de Cristo-y lo designan en su gloria de Hijo úniéo, su persona es también su centro de irradiación y convergencia. Pero esta revelación de las obras del Hijo, así­ corno la de su persona, se ve saldada con un fracaso, a pesar de estar destinada a revelar su gloria.

f) Revelación del misterio trinitario. El reconocimiento de los milagros como obras comunes del Padre y del.Hijo, nos introduce en el misterio de la misma vida trinitaria. Si las obras de Cristo son a la vez obras del Padre, que tiene en todo la iniciativa, y si por otra parte pertenecen al mismo tiempo al Hijo, ya que el Padre ha entregado al Hijo su poder para que el Hijo realice los milagros como obras propias, esto revela entre el Padre y el Hijo una alianza única, un misterio de amor. Los milagros revelan que el Padre está en el Hijo y el Hijo en el. Padre, unidos por un mismo Espí­ritu (Jn 14,10-11; 10,3738). Evidentemente, esta profundidad reveladora de los milagros no aparece con claridad más que a la luz del discurso .de Cristo y de la reflexión joánica, que despliega su sentido.

g) Sí­mbolos de la economí­a sacramental. La venida de Cristo inaugura un mundo nuevo: el mundo de la gracia. Lleva a cabo una revolución: la de la salvación por la cruz. El milagro deja ver, corno por transparencia, la transformación realizada. Es la imagen expresiva de los dones espirituales ofrecidas a los hombres en la persona de Cristo. En los sinópticos se esboza ya el l simbolismo de los milagros, concretamente en los relatos de la curación del paralí­tico, del leproso, de la mujer encorvada y en las curaciones por imposición de manos. Pero sobre todo en el evangelio de Juan es donde explota el simbolismo de los gestos de Jesús. Los milagros de Cristo nos revelan el misterio profundo de su persona y de la economí­a de la gracia que inaugura por los sacramentos: concretamente el bautismo (curación del paralí­tico por la palabra de Cristo que perdona los pecados y por el agua de la piscina que regenera; curación del ciego de nacimiento en 1a piscina de Siloé por Cristo, luz del mundo) y la eucaristí­a (multiplicación de los panes). Si el simbolismo de Juan es tan intenso, es porque actúa en diferentes niveles de profundidad. Se arraiga en primer lugar en la encarnación: el milagro es el poder de la Palabra hecha carne, que se despliega a través de un gesto humano. Pero si el simbolismo joánico encuentra en el hombre tal resonancia, es también porque se apoya en las experiencias primordiales del hombre, ligadas al subconsciente más profundo: el agua, la luz, el fuego, el pan, la vida, la salvación. Recurriendo de este modo a los grandes sí­mbolos de la humanidad, objetos a su vez de un uso multisecular en los textos del AT, san Juan da a los milagros de Jesús una fuerza de evocación y unas resonancias que tocan todas las fibras del ser. Pero hemos de añadir que, si Cristo es para Juan la luz, la vida, el agua, el pan, es en virtud de lo que es para nosotros en su misión de Hijo enviado por el Padre, a saber: el que salva a los hombres de las tinieblas del pecado y de la muerte.

h) Signos de las transformaciones del mundo terminal. Finalmente, el milagro es el signo prefigurativo de las transformaciones que han de realizarse al final de los tiempos. Porque la redención tiene que renovar todo lo que ha sido afectado por el pecado. El milagro es en primer lugar el signo de la liberación y de la glorificación de los cuerpos. El cuerpo de Cristo resucitado y glorificado es la anticipación visible del destino final del hombre llamado a la comunión de vida con Dios y el testimonio de que esta glorificación actúa ya secretamente en el mundo para transformarlo. Los cuerpos liberados, sanados, agilizados, vivificados, resucitados revelan ya el triunfo final del Espí­ritu que vivificará nuestros cuerpos mortales para revestirlos de la incorruptibilidad. El universo material está también a la espera de esta transformación. Metido en el mismo surco que el hombre, tiene que participar de su glorificación, lo mismo que participó de su pecado. San Pablo (Rom 8,19-21) ve al hombre y el universo arrastrados por el movimiento de la redención hacia su última glorificación. Para san Pablo el universo no está destinado a ser aniquilado sino transformado y glorificado. El milagro anuncia y esboza esta transformación definitiva cuando el poder de Dios, después de destruir la muerte y el pecado, establezca todas las cosas en una indefectible novedad.

Todas estas virtualidades significativas del milagro no son independientes unas de otras. Al contrario, cada una de ellas implica a las otras, ilumina a las otras, y se pasa de unas a otras mediante una transición insensible. Podemos, sin embargo, agrupar y sistematizar las funciones esenciales del, milagro en los cuatro capí­tulos siguientes:
1) El milagro ejerce en primer lugar una función de comunicación: manifiesta, de parte de Dios, su intención de entablar con el hombre un diálogo de amistad. -Es como la salvación amigable y preveniente, como una “visita” de Dios. El evangelio del reino se abre camino a través de la caridad.

2) En segundo lugar, el milagro ejerce una función de revelación. Se presenta corno un elemento constitutivo de una revelación que se lleva a cabo por medio de “acciones y palabras” (DV 2), de “signos y milagros” (DV 4). El mensaje anuncia que Cristo ha venido a liberar, a purificar, a salvar al hombre. Pues bien el milagro muestra esta palabra de salvación en ejercicio. Pone ante la vista la liberación y la restauración de los cuerpos. Es palabra activa, acto parlante. También él, a su manera, es evangelio, proclamación, mensaje, luz, palabra. Más todaví­a: en cierto sentido, hay más en el milagro que en el discurso. Efectivamente, en la revelación hay algo inefable que el discurso es incapaz de traducir. Entonces es cuando el milagro viene a apoyar y a profundizar la palabra. Con su fuerza de sugestión, con su dinamismo simbólico, habla a los sentidos y al espí­ritu. Sin el milagro que vivifica y salva a los cuerpos no habrí­amos comprendido seguramente que Cristo traí­a la salvación del hombre entero. El milagro es un elemento del reino que no es una cosa estática, sino una realidad dinámica que cambia la condición humana, que establece el señorí­o de Cristo sobre todas las cosas, incluidos los cuerpos y el cosmos.

3) En tercer lugar, el milagro ejerce una función de testimonio, como signo confirmativo, apologético, jurí­dico. El milagro se presenta como las cartas credenciales del auténtico mensajero de Dios, como el sello de la omnipotencia de Dios sobre una misión o una palabra que apela a él.. En el caso de Cristo, este testimonio tiene como objeto la afirmación central de Cristo sobre su condición de enviado de Dios a tí­tulo de Hijo del Padre. De este modo confirma la autenticidad divina del evangelio que él proclama.

4) Finalmente, .desde el punto de vista del hombre que es su beneficiario, el milagro se presenta como una intervención liberadora y transformadora. A un hombre que ve menguada su vida por la enfermedad; a ten hombre que ya no cuenta para los vivos, puesto que ha dejado de rendir; a uno que ha sido excluido de la comunidad religiosa debido a su impureza legal; más aún, a un alienado, que ha dejado de ser dueño de sus decisiones, Jesús les devuelve la integridad fí­sica y psí­quica, la dignidad humana y hasta la liberación del pecado. Los libera de la enfermedad, del pecado y de todos los prejuicios que los convertí­an en seres “marginados”. Esos hombres han vuelto a ser ellos mismos. Han encontrado la normalidad de sus relaciones con los demás. Pueden en adelante disponer de sí­ mismos, orientarse, decidir: son “hombres nuevos”. Más todaví­a: de unos esclavos él ha hecho unos discí­pulos, unos anunciadores del reino. Esta función de liberación y de promoción del milagro es capaz de impresionar al hombre contemporáneo, que aspira invenciblemente a la libertad y ala realización plena de sí­ mismo. El milagro interpela al hombre en el corazón de sus aspiraciones más profundas. De pronto se ve considerablemente incrementado su potencial de credibilidad. El milagro, al hacer ver la liberación y la transformación anunciadas por el evangelio, acredita al propio evangelio como auténtica buena nueva. Está a punto de nacer una humanidad nueva, en la que el alienado, el oprimido, el prisionero de ayer se ve invitado a entrar en el espacio de libertad creado por el amor crucificado y= resucitado. El milagro sirve a Cristo, ya que sirve a todo el hombre. El dí­a en que éste toma conciencia de esta novedad introducida en la historia, está ya cerca del reino.

10. DISCERNImáENTO DEL MILAGRO. Después de lo que hemos dicho de los milagros como signos de la, llegada del reino y de la salvación en Jesucristo, es evidente que éstos no se dirigen solamente a las elites intelectuales, sino a todos los hombres de buena voluntad. Los milagros se dirigen a toda esa multitud de personas (instruidas o no instruidas) que tienen ojos, sentido común y corazón. Porque, en definitiva, el juicio sobre el milagro coma signo de Dios es un problema religioso: se sitúa en ese nivel de interioridad en donde el hombre ha decidido ya que “se basta a sí­ mismo” o, por el contrario, consciente de su miseria, se reconoce como pobre, frágil, desvalido, “necesitado de salvación”.

Es verdad que en tiempos de Jesús sus milagros representaban un momento privilegiado. Encontraban en Jesús y en su misión su ambiente original, su motivación primera. Estos milagros, como hemos dicho, eran los “signos fundadores” de la autenticidad de la gran presencia entre nosotros de aquel que es. Los milagros actuales son incapaces de reproducir aquel momento único y de representar esa necesidad urgente de identificar a Jesús como Cristo y como Señor. Además, la razón crí­tica, que ya existí­a en tiempos de Jesús, tiene hoy más necesidad que nunca de los datos de la experiencia médica. Pero sigue siendo verdad que. el milagro, en su complejidad de prodigio y designo religioso, no interesa a ta ciencia más que por uno de sus aspectos.

a) Dos niveles de discernimiento: Por eso creemos que el problema del discernimiento del milagro debe ser estudiado ante todo en el nivel del discernimiento espontáneo, tal como lo realiza el hombre que se ve de pronto enfrentado con el milagro, tanto si es una persona sencilla y poco culta como las turbas de Galilea; corno si es instruido y exigente como el hombre del siglo xx: el médico; el ingeniero, el teólogo, el canonista. La razón teológica puede a continuación descomponer y analizar cada uno de los momentos de la dialéctica que conduce al espí­ritu del fenómeno observado al juicio que permite reconocer en el prodigio un signo de Dios, pero siempre en lí­nea con el discernimiento espontáneo. El discernimiento espontáneo y el discernimiento teológico no deben oponerse como lo religioso a lo no religioso, sino como dos niveles y dos modos de aproximación al mismo acontecimiento: un conocimiento intuitivo en el primer caso, discursivo y sistemático en el segundo.

b) Discernimiento espontáneo. Puesto que en ambos casos es la inteligencia del milagro como totalidad de prodigio significante lo que se encuentra en el punto de partida, conviene ver cómo ocurren las cosas en el nivel del discernimiento espontáneo. Tomemos como ejemplo el relato de la curación del ciego de nacimiento (Jn 11) para captar en él el dinamismo del milagro y la diálectica del espí­ritu que lo reconoce como tal. Lo que impresiona en este relato es el proceso de discernimiento y.la diversidad de reacciones de los testigos, siguiendo las disposiciones de su corazón. Al comienzo, se advierte en todos una .reacción de choque y de sorpresa ante el prodigio.que irrumpe bruscamente en su vida. Vienen luego los intentos de una razón desconcertada, el recurso a las hipótesis para reintegrar el hecho en la normalidad: el personaje en cuestión. no es realmente el ciego de nacimiento, sino uno que se le “parece”; Jesús no viene de Dios, sino del diablo, puesto que no observa el sábado; los parientes interrogados como testigos se niegan a comprometerse por miedo a los fariseos; el ciego curado vuelve continuamente -con tenacidad . a los hechos, reafirmando su identidad de ciego de nacimiento y su curación por Jesús; los adversarios tratan a Jesús de pecador, llenando. de injurias al ciego curado y expulsándolo de la sinagoga. Pero la presencia y el peso cada vez más impositivo de la única hipótesis que da sentido yconsistencia al acontecimiento y a su contexto conducen al ciego a reconocer en Jesús a su salvador, mientras que “ciegan” a los que pretenden estar en la luz.

c) Discernimiento teológico. Lo que impresiona en el discernimiento espontáneo es el proceso que sigue el espí­ritu: desde el principio el acontecimiento insólito y el contexto religioso están inseparablemente unidos y, por un juego de confrontación continua, por un ir y venir incesante del hecho al sentido y del sentido al hecho, se pasa progresivamente del signo aparente a la autenticidad del signo divino. Lo mismo ocurre en el plano del discernimiento teológico: el esfuerzo de discernimiento recae en la comprensión de una totalidad significante. El problema se plantea en una perspectiva sintética que no aí­sla jamásel acontecimiento históri= co atestiguado del sentido expresado por el contexto religioso en que se inserta. La identificación del signo se hace por medio de aproximaciones sucesivas. Donde hay un verdadero milagro, allí­ el significante y el significado se responden sin fallo alguno; lo factual y lo intencional se iluminan mutuamente, llevando a un juicio firme sobre la realidad del signo divino.
d) Componentes del signo y pericia médica. Puesto que el milagro es un signo, cada uno delos elementos que lo componen tiene que ser sometido a examen. Estos elementos son: el hecho mismo o en cuanto que está históricamente atestiguado (examen que corresponde a la instancia histórica), en cuanto que es insólito y prodigioso (examen que pertenece a la instancia médica) y en cuanto inserto en un contexto religioso sin fallo alguno (examen que corresponde más directamente a la instancia eclesial).

Así­ pues, el examen de los elementos, del milagro es una obra de interdisciplinariedad. En esta llamada a las competencias especializadas no hay que tener miedo de llevar hasta la exasperación las instancias, de la ciencia, sabiendo bien que la última palabra sobre la candidatura del acontecimiento al tí­tulo de milagro pertenece a la instancia eclesial, que, por otra parte, pronuncia un juicio prudencial, pero no infalible: Como los milagros son sobre todo curaciones de enfermedades, concederemos mayor atención al papel de la pericia médica.

El médico no tiene por qué pronunciar la palabra “milagro”. Si en el pasado se sentí­a casi obligado a llevar él solo todo el peso del veredicto (en virtud de la naturaleza del milagro concebido como excepción a las leyes de la naturaleza), ese pasado ha sido superado, ya que ahora se define mejor el milagro y sus elementos. Al médico se le pide que hable como médico: se le invita a evaluar lo que ha observado en el nivel de su competencia. No le toca a él decir si habrá o no milagros en el próximo milenio; tampoco tiene por qué inquietarse ante la escasez o la multiplicación de milagros en el mundo. En tiempos de Jesús habí­a que verificar la ecuación: Jesús de Nazaret es, en realidad, el Cristo, el Señor, el Hijo del Dios vivo. Pues bien, precisamente en la mentalidad judí­a el atributo divino por excelencia era el poder. Jesús necesitaba una tarjeta de identidad, un pasaporte; por eso se presentó con los atributos de la divinidad: el poder, la santidad, la sabidurí­a. Hoy los milagros no tienen ya este carácter de urgencia. Pero siguen siendo signos intermitentes de la presencia siempre activa de la palabra de salvación en la historia. Por tanto, es sumamente conveniente que siga habiendo milagros, lo mismo que es coherente que éstos no pululen demasiado.

Dicho esto, ¿qué es lo que hay que esperar de la pericia médica? Ante todo y sobre todo; que el médico observe, hable, describa y juzgue como médico, con todas las nuevas técnicas puestas a su disposición, hasta las más sofisticadas, sin olvidar las radiografí­as tomadas hasta el momento de la curación, así­ como las radiografí­as tomadas inmediatamente después. Aunque la ciencia médica revelase que las técnicas aplicadas en el pasado eran incompletas e insuficientes, no habrí­a que sacar de ello la conclusión de que no existió una constatación de la intervención divina. Los criterios propuestos por Benedicto XIV en 1740 serví­an para jalonar la investigación, sin pretender reducirla o apagarla, sobre todo cuando se trata de llegar más adelante o a mayor profundidad. Cuanto más completa sea la pericia médica, más rico será el dossier recogido y mayor será el provecho que saque de ello el juicio prudencial de la Iglesia. En algunos ambientes médicos se siente injustamente una especie de alergia cuando se utiliza el término de instantaneidad o de casi-instantaneidad para calificar la rapidez fulgurante de ciertos casos de curaciones. La verdad es que este término no es más que un eco de los relatos evangélicos: “Queda limpio -dijo-Jesús-. Y quedó limpio”; “toma tu camilla y vete”; “así­ lo quiero; cúrate”. Este término intenta expresar que Dios, cuando actúa, actúa corno Dios: tanto en el milagro como en la encarnación. Tenemos cierta tendencia invencible a asimilar la acción divina a la acción humana. La verdad es que Dios está presente en el mundo, pero sin estar sometido a la exterioridad del espacio ni a la sucesión de los momentos. En las criaturas, el espacio separa, y es el tiempo el que permite acercar, organizar, unificar. Dios abraza el universo entero, pero sin tener que recorrer sus diversos rincones; está presente en todos los tiempos, pero sin tener que cambiar de huso horario para acudir hacia lo que viene. Opera en el espacio, pero sin tener que juntar puntos separados; opera en el tiempo, pero sin tener que instalarse en la duración. Un milagro es una operación soberanamente simple de Dios. La produce sin tener que pasar por el espacio y el tiempo, aunque el resultado de esa acción se presente a nuestros ojos como un antes y un después. El milagro, más que ser contrario a la naturaleza, es superior a la naturaleza: la trasciende. Es una acción razonable, pero a escala de Dios. Es una obra eminentemente normal para Dios, ya que lo propio de Dios es crear y re-crear. En una palabra, Dios es Dios, y no tiene porque “copiar” al hombre. La desemejanza entre Dios y el hombre será siempre infinita respecto a su semejanza. Por eso la ciencia siempre se quedará corta, siempre se verá desconcertada ante la acción de Dios. Dios escapa a nuestras medidas, ya que actúa a su medida, que es la de Dios:
Así­ pues, hemos de ver en el milagro una realidad compleja, cuyo discernimiento metódico apela a la interdisciplinariedad de la historia, de la pericia médica, de la fí­sica, de la teologí­a, del derecho canónico, de la experiencia eclesial. El juicio final, que realiza una sí­ntesis de todos los elementos recogidos, es prudencial y no infalible: le corresponde a la Iglesia. _
11. EL HOMBRE ANTE EL MILAGRO. Una curación puede imponerse como hecho, pero no necesariamente como un signo divino. El discernimiento del milagro no es simplemente un problema de agudeza mental, de técnica, sino de actitud religiosa y moral. Discernir el milagro es abrirse al misterio de Dios que nos interpela en Jesucristo y es reconocer que el hombre es indigente y no puede bastarse a sí­ mismo. Semejante actitud exige que el hombre entre dentro de sí­, hasta ese nivel de profundidad en donde se plantea la cuestión del sentido de la vida y de la salvación del hombre. Pues bien, aceptar recibir la salvación es renunciar a la autosuficiencia, y no hay nada tan duro para el hombre como esta moro-ficación. En la medida en que esta actitud esté presente o ausente, el milagro se interpretará de diferente manera: como un signo de Dios, como un hecho desconcertante o como un escándalo. Los relatos evangélicos ilustran todo este abanico de actitudes del hombre ante el milagro. Los milagros son signos dirigidos por Cristo para orientar al hombre hacia el reino e invitarle a la conversión sin ir nunca en contra de él. Por eso, el discernimiento concreto del milagro se efectúa normalmente en un clima de gracia, que purifica y sostiene la libertad. Efectivamente, los milagros, sobre todo los de Jesús, confrontan al hombre con el sentido de la existencia. Pero, ¿cómo concebir que Dios invite al hombre a una opción tan decisiva sin darle las ayudas necesarias que lo conduzcan a ello? Esta presencia efectiva e histórica de la gracia no significa que la razón humana sea incapaz por sí­ misma de percibir los signos y su valor (DS 3876). En efecto, la razón teológica puede demostrar que no hay nada en la dialéctica que conduzca del signo a lo significado que esté estrictamente por encima del poder de la razón. Esto significa simplemente que, de hecho, la gracia de Dios actúa desde el momento en que se trata de la empresa de la salvación: por consiguiente, en los signos, tanto como en la revelación y en la fe. Efectivamente, es la gracia la qüe ayuda al hombre a descifrar correctamente-los signos y apercibirla relación que éstos tienen con su salvación personal, lo mismo que es la gracia la que le da el coraje de arrostrar la cuestión que plantea irremediablemente, en el caso de Jesús, la percepción de los signos.

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R. Latourelle

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

Cualquier suceso extraordinario y maravilloso; acontecimiento cuya causa no se conoce y que, por lo tanto, sorprende; acto del poder divino superior al orden natural y a las fuerzas humanas. En las Escrituras Hebreas, la palabra moh·féth, que a veces se traduce †œmilagro†, también significa †œportento presagioso†, †œmaravilla† y †œprenda†. (Dt 28:46; 1Cr 16:12, nota.) Se suele utilizar en combinación con el término ´ohth, que significa †œseñal†. (Dt 4:34.) En las Escrituras Griegas, la palabra dý·na·mis, †œpoder†, se traduce además por †œfuerza†, †˜obra poderosa†™, †œhabilidad†, †œcapacidad†, †˜milagro†™ y †˜prodigio†™. (Mt 25:15; Lu 6:19; 1Co 12:10; CI, HAR, NM, Val.)
Para aquel que lo contempla, un milagro es algo que está más allá de lo que él puede realizar o incluso de lo que puede entender plenamente. Además, es una obra poderosa que requiere la intervención de un poder o conocimiento mayor del que él posee. Sin embargo, desde el punto de vista de aquel que es la fuente de tal poder, no es un milagro. El lo entiende y tiene la capacidad para hacerlo. Por consiguiente, muchas obras que Dios efectúa son asombrosas para los seres humanos que las contemplan, pero son simplemente el ejercicio de su poder. Si alguien afirma creer en una deidad, en particular en el Dios de la creación, no serí­a coherente negar el poder que Dios tiene para realizar cosas que inspiran temor en los hombres que las contemplan. (Ro 1:20; véase PODER, OBRAS PODEROSAS.)

¿Son compatibles los milagros con la ley natural?
Mediante el estudio y la observación, los investigadores han advertido en el universo la uniformidad de los fenómenos naturales y han reconocido que hay leyes que rigen esa uniformidad. Una de ellas es †˜la ley de la gravedad†™. Los cientí­ficos admiten la complejidad y, al mismo tiempo, seguridad, de esas leyes, y al llamarlas †œleyes†, implican la existencia de Aquel que las puso en vigor. Los escépticos creen que el milagro viola las leyes que aceptan como naturales, irrevocables, inexorables; por lo tanto, el milagro no puede ocurrir, dicen ellos. Según esta actitud, todo lo que no es comprensible ni explicable por las leyes conocidas es imposible.
Sin embargo, los cientí­ficos con experiencia son cada vez más reticentes a decir que algo es imposible. El profesor John R. Brobeck, de la universidad de Pensilvania, dijo: †œUn cientí­fico ya no puede decir honradamente que algo es imposible. Solo puede decir que es improbable, y que en función de nuestro conocimiento actual, es imposible explicarlo. La ciencia no puede decir que en la actualidad se conocen todas las propiedades de la materia y todas las formas de la energí­a […]. [Para que un milagro se produzca,] ha de entrar en juego, además, una fuente de energí­a desconocida en nuestras ciencias biológicas y fisiológicas. A esta fuente de energí­a se la identifica en nuestras Escrituras como el poder de Dios†. (Time, 4 de julio de 1955.) El progreso de la ciencia desde entonces ha constatado la realidad de estas palabras.
Incluso en condiciones normales, los cientí­ficos no entienden completamente las propiedades del calor, la luz, el funcionamiento atómico y nuclear, la electricidad o de cualquiera de las formas de la materia. Su comprensión de estas propiedades es todaví­a más deficiente en condiciones extraordinarias o anormales. Por ejemplo, investigaciones recientes han permitido observar que en condiciones de frí­o extremo los elementos tienen un comportamiento extraño. El plomo, que no es un buen conductor eléctrico, sumergido en helio lí­quido enfriado a –271 °C (–456 °F) se convierte extrañamente en un superconductor y en un potente electroimán cuando se coloca un imán cerca de él. A esa temperatura tan baja el helio mismo parece desafiar la ley de la gravedad, pues sube por los laterales de la cubeta de precipitación y se desborda. (Matter, †œLife Science Library†, 1963, págs. 68, 69.)
Este descubrimiento es uno de los muchos que han asombrado a los cientí­ficos, pues al parecer desarticula sus ideas previas. ¿Cómo, pues, puede alguien decir que Dios violó sus propias leyes al ejecutar obras poderosas que parecí­an sorprendentes y milagrosas a los hombres? Sin duda, el Creador del universo fí­sico controla perfectamente lo que ha creado y puede manipular su creación dentro del ámbito de las leyes que la rigen. (Job 38.) Puede causar las condiciones necesarias para la ejecución de esas obras; puede acelerar, ralentizar, modificar o neutralizar reacciones. O pueden hacerlo los ángeles, que son más poderosos que el hombre, en cumplimiento de la voluntad de Jehová. (Ex 3:2; Sl 78:44-49.)
Ciertamente el cientí­fico no anula ni pasa por alto las leyes fí­sicas cuando aplica más calor o frí­o, o más oxí­geno, etc., para acelerar o ralentizar un proceso quí­mico. No obstante, los escépticos niegan los milagros de la Biblia, incluido el †œmilagro† de la creación. De este modo en realidad están diciendo que conocen perfectamente todas las condiciones y procesos que se hayan dado jamás. Es pretender que las obras del Creador se limiten a los estrechos confines del entendimiento que ellos tienen de las leyes que rigen el mundo material.
Esta incongruencia de los cientí­ficos ha sido reconocida por un profesor sueco de Fí­sica del Plasma, que dijo: †œNadie pone en tela de juicio la obediencia de la atmósfera de la Tierra a las leyes de la mecánica y la fí­sica atómica. Sin embargo, puede resultarnos sumamente difí­cil determinar cómo funcionan estas leyes con respecto a una determinada situación relacionada con los fenómenos atmosféricos†. (Worlds-Antiworlds, de H. Alfvén, 1966, pág. 5.) El profesor aplicó esta idea al origen del universo. Dios estableció las leyes fí­sicas que rigen la Tierra, el Sol y la Luna, dentro de cuyo marco los hombres han podido lograr cosas maravillosas. Seguramente Dios podí­a utilizar las leyes de manera que produjesen un resultado inesperado para los humanos. Por consiguiente, para El no presentarí­a ningún problema dividir el mar Rojo de manera que †œlas aguas [fuesen] un muro† a cada lado. (Ex 14:22.) Aunque el andar sobre el agua es un hecho asombroso para el hombre, con qué facilidad se pudo llevar a cabo por el poder de †œAquel que extiende los cielos justamente como una gasa fina, que los despliega como una tienda en la cual morar†. Además, se dice que Dios es el que ha creado y controla todas las cosas en los cielos, y también que †œdebido a la abundancia de energí­a dinámica, porque él también es vigoroso en poder, ninguna de ellas falta†. (Isa 40:21, 22, 25, 26.)
Puesto que el reconocer la existencia de una ley, como la de la gravedad, supone aceptar que hay un legislador de inteligencia y poder incomparables y sobrehumanos, ¿por qué poner en duda Su capacidad para hacer cosas maravillosas? ¿Por qué intentar limitar Su obra a la infinitesimalmente pequeña esfera del conocimiento y la experiencia del hombre? El patriarca Job habla de la oscuridad y la insensatez en la que Dios permite que estén aquellos que de esta forma comparan su propia sabidurí­a con la de El. (Job 12:16-25; compárese con Ro 1:18-23.)

La adherencia de Dios a su ley moral. El Dios de la creación no es un Dios antojadizo, que viola a capricho sus propias leyes. (Mal 3:6.) Este hecho se ve en su adherencia a sus leyes morales, que están en armoní­a con sus leyes fí­sicas, aunque son mucho más elevadas. Por ser un Dios justo, no puede pasar por alto la injusticia. †œTú eres de ojos demasiado puros para ver lo que es malo; y mirar a penoso afán no puedes†, dice uno de los profetas. (Hab 1:13; Ex 34:7.) Jehová le dio la siguiente ley a Israel: †œAlma será por alma, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie†. (Dt 19:21.) A fin de adherirse a su Ley, Dios necesitaba una base legal para perdonar a los hombres que se habí­an arrepentido y que estaban desamparados debido al pecado por el que estaban muriendo. (Ro 5:12; Sl 49:6-8.) Se apegó rigurosamente a la Ley, hasta el punto de sacrificar a su Hijo unigénito como rescate por los pecados de la humanidad. (Mt 20:28.) El apóstol Pablo señala que †œmediante la liberación por el rescate pagado por Cristo Jesús†, Jehová pudo †œexhibir su propia justicia […], para que él sea justo hasta al declarar justo al hombre que tiene fe en Jesús†. (Ro 3:24, 26.) Si notamos que Dios no se retuvo de sacrificar a su Hijo amado por respeto a sus leyes morales, ciertamente podemos razonar que nunca necesitará †œviolar† sus leyes fí­sicas para ejecutar cualquier cosa que desee dentro de su creación material.

¿Son contrarios a la experiencia humana? La simple afirmación de que los milagros no ocurrieron no prueba que en realidad no acontecieran. Una persona de nuestro tiempo puede cuestionar la veracidad de cualquier acontecimiento histórico registrado, pues no lo vivió y no existen testigos oculares vivos que lo atestigüen. Sin embargo, esto no cambia los hechos de la historia. Algunos ponen objeciones a los relatos de los milagros porque, según ellos, son contrarios a la experiencia humana, es decir, a la experiencia humana que ellos reconocen como verdad por sus observaciones, libros, etc. Si la ciencia se dejara guiar por este punto de vista, habrí­a mucha menos investigación, desarrollo de nuevos métodos y descubrimientos. Por ejemplo, no habrí­a seguido adelante la investigación para curar las llamadas enfermedades †œincurables†, ni se hubieran producido los viajes espaciales a los planetas o a lugares aún más lejanos del universo. Sin embargo, se sigue investigando y a veces la humanidad descubre cosas completamente nuevas. Lo que se ha logrado hasta el momento asombrarí­a a los hombres de tiempos antiguos, y una buena parte de los sucesos cotidianos de hoy se considerarí­an milagros.

La lógica no descarta el aspecto sobrenatural. Algunos de los que se oponen al relato bí­blico sostienen que los milagros de la Biblia se pueden explicar de manera cientí­fica y lógica como simples sucesos naturales, y que los escritores bí­blicos meramente atribuyeron estos sucesos a la intervención de Dios. Es verdad que se utilizaron fenómenos naturales, como los terremotos (1Sa 14:15, 16; Mt 27:51), pero este hecho en sí­ no prueba que Dios no interviniera en estos acontecimientos. No solo porque eran obras poderosas (por ejemplo, los terremotos mencionados antes), sino también porque se produjeron en el momento debido, se puede descartar la posibilidad de que dichos sucesos fueran casuales. Por ejemplo, algunos han afirmado que el maná que se proveyó a los israelitas era una exudación dulce y pegajosa que producen los tamariscos y algunos arbustos del desierto. Aun si esta dudosa afirmación fuera cierta, la provisión del maná todaví­a serí­a milagrosa debido a cuándo se producí­a, pues no aparecí­a en el suelo el séptimo dí­a de cada semana. (Ex 16:4, 5, 25-27.) Además, si se dejaba hasta la mañana siguiente, producí­a gusanos y hedí­a, lo que no sucedí­a cuando se reservaba para el sábado. (Ex 16:20, 24.) También puede decirse que la afirmación de que el maná era una exudación de ciertos árboles no parece concordar completamente con la descripción que la Biblia da de él. El maná bí­blico se encontraba en el suelo y se derretí­a con el calor del Sol; podí­a machacarse en un mortero, molerse en un molino, cocerse o hervirse. (Ex 16:19-23; Nú 11:8; véase MANí.)

La credibilidad del testimonio. El cristianismo se fundamenta en el milagro de la resurrección de Jesucristo (1Co 15:16-19), que constataron fehacientemente más de 500 testigos oculares. (1Co 15:3-8; Hch 2:32.)
También se debe tener en cuenta el motivo de aquellos que aceptaron el milagro de la resurrección de Jesús. Muchas personas han sido perseguidas y han muerto por sus ideas religiosas, polí­ticas o de otro tipo. Sin embargo, los cristianos que sufrieron persecución no recibieron ningún tipo de ganancia material o polí­tica. Más que conseguir poder, riqueza y prominencia, a menudo sufrieron la pérdida de todas estas cosas. Predicaron la resurrección de Jesús, pero no utilizaron ninguna forma de violencia para promover sus creencias o defenderse. Y el que lee sus argumentos puede ver que eran personas razonables, no fanáticas. Trataban de ayudar amorosamente a sus semejantes.

Caracterí­sticas de los milagros de la Biblia. Algunas de las caracterí­sticas notables de los milagros bí­blicos son: su naturaleza pública, su sencillez, su propósito y su motivo. Algunos se obraron en privado o ante grupos pequeños (1Re 17:19-24; Mr 1:29-31; Hch 9:39-41), pero a menudo se hací­an en público, ante miles o incluso millones de observadores. (Ex 14:21-31; 19:16-19.) Jesús obraba a la vista de todo el mundo, no hací­a nada en secreto. Sanaba a todos los que acudí­an a él, y no fracasaba con el pretexto de que algunos no tení­an suficiente fe. (Mt 8:16; 9:35; 12:15.)
La sencillez era una caracterí­stica tanto de sus curaciones milagrosas como de su control sobre los elementos. (Mr 4:39; 5:25-29; 10:46-52.) A diferencia de las proezas mágicas que precisaban de accesorios, escenificación, iluminación y rituales especiales, los milagros de la Biblia por lo general se hací­an sin exhibición espectacular, con frecuencia en respuesta a un encuentro casual o a una solicitud, y se llevaban a cabo en la ví­a pública o en un lugar no preparado. (1Re 13:3-6; Lu 7:11-15; Hch 28:3-6.)
El motivo para realizar los milagros no era obtener prominencia egoí­sta o riqueza, sino, principalmente, glorificar a Dios. (Jn 11:1-4, 15, 40.) Los milagros no eran actos misteriosos llevados a cabo simplemente para satisfacer la curiosidad o para causar asombro. Siempre ayudaban a otros, a veces directamente de una manera fí­sica y siempre de una manera espiritual; encaminaban de nuevo a las personas hacia la adoración verdadera. Tal como †œel dar testimonio de Jesús es lo que inspira el profetizar [†œes el espí­ritu de la profecí­a†, notas]†, así­ también muchos de los milagros identificaron a Jesús como el Enviado de Dios. (Rev 19:10.)
Los milagros bí­blicos no estaban relacionados solo con cosas animadas, sino también inanimadas, como calmar el viento y el mar (Mt 8:24-27), impedir la lluvia y hacer que empezase a llover (1Re 17:1-7; 18:41-45) o convertir el agua en sangre o en vino (Ex 7:19-21; Jn 2:1-11). Asimismo, se efectuaron curaciones de enfermedades fí­sicas de todo tipo, como la †œincurable† lepra (2Re 5:1-14; Lu 17:11-19) y la ceguera de nacimiento. (Jn 9:1-7.) Esta gran variedad de milagros habla en favor de su credibilidad como actos respaldados por el Creador, pues es lógico pensar que únicamente el Creador podrí­a ejercer influencia en todos los campos de la experiencia humana y sobre todo tipo de materia.

El propósito en la congregación cristiana primitiva. Los milagros tuvieron varios propósitos importantes. Fundamentalmente, ayudaron a comprobar o a confirmar que cierto hombre recibí­a poder y apoyo de Dios. (Ex 4:1-9.) Las personas llegaron a esta conclusión correcta tanto en el caso de Moisés como en el de Jesús. (Ex 4:30, 31; Jn 9:17, 31-33.) Dios habí­a prometido por medio de Moisés un profeta venidero. Los milagros de Jesús ayudaron a que los observadores lo identificaran como dicho profeta. (Dt 18:18; Jn 6:14.) En los comienzos del cristianismo, los milagros, en unión con el mensaje, sirvieron para ayudar a la gente a ver que la congregación cristiana tení­a el respaldo divino y que se habí­a apartado del sistema de cosas judí­o. (Heb 2:3, 4.) Con el tiempo, los dones milagrosos del primer siglo serí­an eliminados. Solo fueron necesarios durante los comienzos de la congregación cristiana. (1Co 13:8-11.)
Cuando se lee el relato de Hechos de Apóstoles, se ve que el espí­ritu de Jehová obró rápida y poderosamente en la formación de las congregaciones y consiguió que el cristianismo se arraigase con firmeza. (Hch 4:4; caps. 13, 14, 16–19.) En los pocos años transcurridos entre 33 y 70 E.C., se recogió a miles de creyentes en muchas congregaciones desde Babilonia hasta Roma, y quizás hasta puntos más occidentales. (1Pe 5:13; Ro 1:1, 7; 15:24.) Debe notarse que entonces existí­an pocas copias de las Escrituras. Normalmente solo las personas pudientes tení­an rollos o libros de cualquier clase. En las tierras paganas no habí­a conocimiento de la Biblia ni del Dios de la Biblia, Jehová. Prácticamente toda la comunicación era verbal. No existí­an comentarios bí­blicos, concordancias ni enciclopedias disponibles para la gente. De modo que los dones milagrosos de conocimiento especial, sabidurí­a, hablar en lenguas y discernimiento de declaraciones inspiradas eran fundamentales para la congregación en aquel entonces. (1Co 12:4-11, 27-31.) Sin embargo, como escribió el apóstol Pablo, cuando esas cosas ya no se necesitaran, serí­an eliminadas.

La situación actual es diferente. Hoy Dios no ejecuta milagros mediante sus siervos cristianos, porque todo lo que se necesita está disponible a la población mundial que sabe leer, y para ayudar a los que no saben pero que quieren escuchar, hay cristianos maduros que han adquirido conocimiento y sabidurí­a mediante el estudio y la experiencia. Dios no tiene que efectuar tales milagros en este tiempo para atestiguar que Jesucristo es el libertador nombrado por Dios o demostrar que respalda a sus siervos. Aun si Dios siguiera efectuando milagros por medio de sus siervos, esto no convencerí­a a todo el mundo, pues ni siquiera los milagros de Jesús movieron a todos los testigos presenciales a aceptar sus enseñanzas. (Jn 12:9-11.) Por otra parte, la Biblia advierte a los burlones que aún se producirán impresionantes actos de Dios en la destrucción del presente sistema de cosas. (2Pe 3:1-10; Rev 18, 19.)
Puede decirse en conclusión que los que niegan los milagros, o bien no creen que exista un Dios invisible y Creador, o bien no creen que haya ejercido su poder de ningún modo sobrenatural desde la creación. No obstante, su incredulidad no deja sin efecto la Palabra de Dios. (Ro 3:3, 4.) Los relatos bí­blicos de los milagros divinos y los buenos fines que consiguieron, en armoní­a con las verdades y principios de su Palabra, inspiran confianza en Dios. Dan gran seguridad de que se interesa en la humanidad y de que puede proteger y protegerá a los que le sirven. Los milagros fueron modelos tí­picos, y su registro fortalece la fe en que Dios intervendrá en el futuro de un modo milagroso, curando y bendiciendo a la humanidad fiel. (Rev 21:4.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: 1. Elhombre frente almila gro:!. El hombre creyente y secularizado; 2. El hombre de la Biblia; 3. Ambigüedad del término †œmilagro†. II. Antiguo Testamento: 1. Terminologí­a; 2. La creación y la historia, lugares del milagro: a) La concepción del mundo y de Ja historia, b) El milagro en sentido estricto; 3. El milagro en la historia: a) Los milagros del éxodo, b) Los milagros de los ciclos de Elias y Elí­seo; 4. El milagro y la fe: a) Necesidad de la fe, b) Origen y naturaleza de la fe; 5. El milagro y ia palabra; 6. Mensaje y finalidad del milagro: a) Palabra sensiblemente eficaz, b) Al servicio de la fe obediente; 7. Dios, autor del milagro. III. Nuevo Testamento: 1. Terminologí­a; 2. La concepción del mundo: a) Dios y el mundo, b) Jesucristo y el mundo; 3. Los milagros y la resurrección de Jesús; 4. Los milagros y la fe en Cristo: a) La fe pascual, b) La fe de los milagros, c) No se especifica ¡a naturaleza de la fe, d) La fe del taumaturgo; 5. Los milagros y la salvación; 6. Los milagros y la palabra: a) Ambigüedad de los milagros, b) Complementariedad de los milagros con la palabra, c) Subordinación de los milagros a la palabra; 7. Los milagros y su situación literaria e histórica: a) Los relatos de milagros y los acontecimientos, b) Motivos de fiabilidad histórica. IV. En la Iglesia: 1. Existencia y función del milagro; 2. Sus lí­mites y su continua puesta al dí­a. V. Conclusión: 1. Los milagros del AT y del NT; 2. Los milagros entre la pascua y la parusí­a.
2037
1. EL HOMBRE FRENTE AL MILAGRO.
2038
1. El hombre creyente y secularizado.
En la tradición cristiana y en su literatura, como en otras tradiciones religiosas y sus respectivas obras literarias, el milagro está umversalmente presente, ocupa en ellas un lugar de relieve y en su singularidad es reconocido como normal por los creyentes. También las religiones no cristianas, como el budismo, dan cabida al fenómeno milagroso, y sus libros contienen relatos de milagros. No cabe duda de que esta creencia en los milagros muestra una mentalidad distinta de la nuestra en el terreno cientí­fico y en el filosófico-religioso. Los antiguos, monoteí­stas y politeí­stas, tení­an una concepción animista de la naturaleza: detrás de un fenómeno misterioso, cotidiano u ocasional, como el salir del sol o la caí­da de la lluvia, favorable o siniestro, como el nacimiento de un niño o una enfermedad, veí­an la intervención benéfica o maléfica de seres divinos, buenos o malos. Pero más allá de la mentalidad ingenua, precientí­fica y animista, está la convicción de la unidad del cosmos, de la integración mutua de todos los seres, desde el más grande (Dios) hasta el más pequeño (un cabello de la cabeza), y sobre todo la fe en la influencia habitual de la divinidad en el curso del mundo y de la historia.
Pues bien, †œla apologética clásica valoró de manera absolutamente privilegiada el argumento de la profecí­a y del milagro en favor de una demostración de la †˜divinidad de Cristo†™. Actualmente, los muchos problemas planteados por la exégesis han motivado una gran perplejidad, de forma que es posible comprobar una imponente falta de interés por ellos, que raya en los lí­mites de la desconfianza. Parece como si el milagro y la profecí­a se considerasen †˜medios ingenuos†™ e insostenibles, que no están a la altura de las exigencias culturales del hombre moderno† (G. Pattaro, Diccionario Teológico í­nter disciplinar II, 167). El concilio Vaticano II, considerando justamente las obras, los signos y los milagros de Jesús en el contexto de toda la revelación de Cristo, les reconoce una función reveladora, al igual que la de la palabra evangélica, y una función testimonial en favor de la verdad de Cristo y de la autenticidad de su revelación DV 4); pero se limita a recordar solamente los milagros evangélicos, y tan sólo en pocas ocasiones (LG 5 DH 11; cf LG58).
Pues bien, la diversa mentalidad del hombre moderno y contemporáneo se basa más en principios filosófico-religiosos que en los puramente cientí­ficos. De hecho, la ciencia, al indagar la naturaleza y el origen de ciertos fenómenos -positivos (como la inspiración artí­stica) y negativos (como la enfermedad)-, restringe cada vez más el área de lo misterioso, sustrayéndolo a la presunta influencia de potencias divinas, benignas o adversas, e hipotetiza y a veces demuestra las causas de esos fenómenos y las leyes que los determinan o regulan. Sin embargo, la ciencia en cuanto tal sigue siendo neutra respecto a la posibilidad y al hecho de interferencias de potencias superiores al hombre y, evitando pronunciarse afirmativa o negativamente, se limita a estudiar y a señalar el origen inmedito de los fenómenos, su naturaleza y sus leyes. La filosofí­a moderna, a su vez, ya desde el principio excluyó la intervención de la divinidad en la naturaleza con la finalidad de producir cualquier efecto. Así­, B. Spinoza admiraba el milagro de la naturaleza; pero considerando a la divinidad como alma del mundo en coherencia con su panteí­smo, consideraba férreamente necesarios todos los fenómenos naturales y excluí­a el milagro como fenómeno no necesario. Igualmente, D. Hume rechazaba el milagro a pesar de su empirismo, que, permitiéndole llegar solamente a la probabilidad de las leyes naturales, habrí­a debido llevarlo a considerar el milagro al menos como probable. A su vez, F.M.A. Voltaire rechazaba el milagro porque lo consideraba un insulto a Dios: en el caso de haberlo hecho, Dios habrí­a corregido la naturaleza, se habrí­a corregido a sí­ mismo. Pues bien, el modo de pensar de estos tres representantes del comienzo de la era moderna está sustancialmente presente en el técnico, en el cientí­fico y especialmente en el pensador contemporáneo, que tiene una concepción secularizada de la naturaleza, propugna su total autonomí­a respecto a Dios y defiende su completa separación, excluyendo cualquier tipo de interferencia entre Dios y el mundo. Y por eso mismo se discute la posibilidad del milagro, entendido como derogación, violación y suspensión de las leyes de la naturaleza por obra de Dios.
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2. El hombre de la Biblia.
Pues bien, el hombre de la Biblia (AT y NT) excluye una visión del mundo cerrado en sí­ mismo, plenamente autosuficiente, celoso de su independencia total, profundamente convencido de que Dios es extraño a él y totalmente dispuesto a tratarlo como intruso en el caso de que Dios interviniera de alguna forma en sus vicisitudes. La fe en Dios, creador, señor y fin de la creación y del hombre, y la concepción del mundo y de la historia que de allí­ se deriva, son incompatibles con semejante mentalidad; más aún, postulan un diálogo-relación permanente entre Dios y el mundo, entre Dios y el hombre. Al dominio absoluto de Dios, que se extiende también al mal, y a su influencia continua y vivificante, todas y cada una de las criaturas reaccionan con la obediencia y la docilidad. Pero, simultáneamente, el hombre de la Biblia mostrarí­a fuertes reservas respecto al concepto de milagro como †œfenómeno de la naturaleza, que trasciende las causas naturales hasta el punto de que ha de ser atribuido a Dios†™(J.L. McKenzie, 617). Esta definición de los teólogos fundamenta-listas (Eventus sensibilis praeter cur-sum naturae divinitus factus) presupone la ciencia y la filosofí­a de los siglos XVIII y xix y, viendo el milagro en la óptica de santo Tomás como efecto de la exclusión de la criatura, y su suplencia por obra de Dios, lo presenta primordialmente desde el ángulo de lo excepcional, de lo maravilloso. Pero es una manera de ver unilateral.
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3. Ambigüedad del término †œmilagro†.
Por eso los traductores modernos, que tienen sobre sus espaldas esta tradición teológica sobre el milagro, muestran un evidente malestar en el uso del mismo término y, sin lograr sustituirlo, lo conservan a falta de otro mejor. A este propósito, la traducción de La Santa Biblia (Paulinas, Madrid 1988) es muy clarificadora:
en los sinópticos dyna-mis se traduce por milagro (Mt 7,22; Mt 11,20; Mt 11,21; Mt 11,23; Mt 13,57; Mc 6,14; Mc 9,39; Lc 10,13), prodigio (Mt 13,54 [milagro]); fuerza (Lc 6,19; Lc 8,46; Mc 5,30) y poder de los milagros (Mt 14,2 = Mc 6,14 [milagros]); y en Jn sémeí­on se traduce por milagro (2,11; 4,54), señal (2,18; 4,48); prodigios (6,2). Pues bien, esta variedad pone de manifiesto el mencionado malestar y hace comprender que milagro no se encuentra en lí­nea recta con los mencionados términos griegos y sus significados. Y lo mismo que los traductores italianos, también los de otras lenguas tienden a restringir e incluso a eliminar (Goodspeed Versión) el término †˜milagro†. Sin embargo, éste sigue ocupando una posición fuerte, ya que los vocablos candidatos a su sucesión (signo, actos de poder, obras) están privados de la connotación religiosa y teológica que se deriva de su largo uso.
Al contrario, los traductores antiguos se mostraron más reservados. Así­ la Vulgata latina, que utiliza signum, portentum, prodigium, mira -culum, mira bile, ostentum, virtus, usa †œmiraculum† sólo en el AT: una vez sola en sentido propio (Is 29,14 hebreo pele†™, maravilla) y otras pocas veces para traducir palabras hebreas que indican signos, temor, terror (Ex 11,7 Núm Ex 26,10; IS 14,15; Jb 33,7; Is 2; Is 1,4; Jr 23,32; Jr44,12). En el judaismo precristiano helenista, los LXX evitaron la voz griega í­haúma (prodigio, portento), que orienta hacia lo maravilloso y lo portentoso, y utilizaron sus derivados y afines con significados distintos del estrictamente milagroso. Y en esto fueron seguidos por los escritores neotesta-mentarios.
Pues bien, esta tendencia de los traductores antiguos a evitar el término milagro y el malestar de los modernos al usarlo debido a la larga tradición cristiana, derivados ante todo de su sensibilidad filológica, imponen considerar la terminologí­a del milagro en su misma fuente, es decir, en el AT y en el NT, para comprenderla mejor en sí­ misma y sobre todo en su significado.
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II. ANTIGUO TESTAMENTO.
Lógicamente, este significado del milagro es el resultado de un conjunto de consideraciones que tienen su origen en la nomenclatura.
1. Terminologí­a,
a) El primer término es †˜ót, que en el AT aparece 78 veces. Aunque de etimologí­a incierta, equivale a †œsigno†, natural y convencional, habitual y ocasional, profano y sagrado; por eso en los LXX se traduce casi siempre (75 veces de las 78 mencionadas) por se-melon, y designa †œuna cosa, un fenómeno, un acontecimiento que lleva a conocer, saber, recordar algo o a percibir la credibilidad de una cosa† (F.J. Helfmeyer, DTAT 1, 183); y, cuando indica un milagro, denota un signo con el que Dios se revela, acredita a sus enviados, protege a los suyos y derrota a los enemigos (Ex 4,8s.2S; 7,3; 8,19).
b) Relacionado y sinónimo de †˜ót es mópet (Dt 13,2s), especialmente en el Dt y en la literatura deuteronomista (Ex 7,3; Dt 4,34; Dt 6,22; Dt 7,19; Dt 26,8; Dt 26, Dt 26, ), y traducido habitualmente (34 veces de 36) por téras (prodigio). Reservado al ámbito sagrado, indica un signo †œde ratificación, admonición, espanto o presagio† (F.J. Helfmeyer, Dt 181), y referido a los prodigios del éxodo (18 veces de las 36) los designa como juicios (= plagas) contra los egipcios y liberación de los israelitas. También en otras partes es en general un signo siniestro de castigo (Ez 12,6; Ez 12,11) o de sufrimiento (SaI 71,7) con una finalidad de conversión (Ex 11,9), y sólo raras veces un presagio favorable (Is 8,18; Za 3,8).
c) Menos frecuentes son los términos que acentúan expresamente la nota de lo maravilloso y, al mismo tiempo, la majestad, la trascendencia y la santidad de Dios, que determinan y se manifiestan en los prodigios. El sustantivo colectivopel e†™(del ?a/a†™, es decir, superar lo que se puede comprender o hacer:
Ex 15,11; Is 29,14; SaI 78,12) y el participio nip†™aI, plural femenino nipla†™ót (maravillas: Ex 34,10; SaI 78,4; SaI 78,11; SaI 78,32; SaI 105,2; SaI 105,5) son sinónimos entre sí­ (SaI 78,1 Is) y equivalentes a †œsignos y prodigios†, que se mencionan a cierta distancia (SaI 78,43). Las maravillas señalan en Dios, su autor, lo maravilloso (Is 25,1); más aún, la misma maravilla, que puede hacer y hace incluso lo que supera la capacidad y la imaginación del hombre (Gn 18,19; Jr 32,17).
d) Es afí­n gedulah (plural, gedu-Iót, cosas grandes, hazañas: Dt 10,21; 2S 7,23 ICrón 2S 17,19; 2S 17,21 ), que, acentuando la grandeza y la magnificencia de las intervenciones divinas, insinúa la majestad, la omnipotencia y la santidad de Dios al castigar a los enemigos de su pueblo y al liberar a Israel (Dt 10,21; Dt 10, ICrón 17,l9ss). De manera semejante las geburót (acciones poderosas, empresas), efectos de la geburahde Dios (Dt3,24; SaI 71,16; SaI 145,4) ponen de manifiesto la omnipotencia de Dios al conceder la victoria a pesar de las dificultades (Ex 32,18). En este contexto el plural ma†™aseh, neutral de suyo (= obras), se identifica con las victorias (Is 63,15). Es significativo el pasaje de Ps 145,4-6, en donde aparecen juntos todos estos términos como sinónimos y complementarios: †œUna generación ponderará tus obras (ma†™a-seka) a la otra, proclamarán tus proezas (geburóteka); hablarán del esplendor de tu gloriosa majestad, contarán tus milagros (nipl†™óteka); publicarán el poder de tus prodigios (nore†™óteka) y pregonarán tus grandezas (geburóteka)†.
Por eso los milagros son sucesos de densidad excepcional. †œComo signos, revelan quién es Dios o legitiman una misión; como prodigios y maravillas, manifiestan una intervención trascendente del Dios escondido; como acciones poderosas y terribles, dan a conocer el poder y la santidad de Dios. La actividad especí­fica del Señor, que a veces se llama juicio, es una invitación a alabar al Dios de los milagros† (L. Sabourin, †œBull-BtH† 1 [1971] 246). †œEl aspecto de asombro y de temor sagrado, inherente al milagro, expresado en griego por el sustantivo thaüma y sus derivados (thaumázein, thaumatoün, thaumasios, thaumastós) y que corresponden de ordinario al hebreo peleh y derivados, describen la conducta maravillosa de Dios con el justo† (ibid, 246s).
2042
2. La creación y la historia, LUGARES DEL MILAGRO,
2043
a) La concepción del mundo y de la historia.
Este doble aspecto de los signos en cuanto maravillas de Dios (empresas, hazañas, cosas grandes) y su mensaje al hombre está presente en la obra de la creación y en la evolución de la historia. Dios es maravilloso cuando llama a la existencia a las criaturas y actúa como el que teje continuamente la trama tan complicada de los fenómenos naturales y de los episodios de la historia. El Ps 136,4-22, celebrando las maravillas (nipla†™ót)de Dios, une a las obras de la creación (Gn 1,1-19) los acontecimientos del éxodo y de la conquista de Canaán (Ex-Jos), es decir, relaciona la creación del cielo y de la tierra con la creación del pueblo de Dios. De la misma manera, Elifaz el Temanita, motivando sus consejos a Jb para que se dirija a Dios con la oración, le indica sus hazañas y maravillas (gedulót, nipla ót), evidentes en los fenómenos meteorológicos, y su gobierno del mundo moral en favor de los buenos y en contra de los malos, sin hacer ninguna diferencia entre las dos esferas (Jb 5,9ss).
Y como milagro, el universo (el cielo, la tierra, el mar, los seres vivientes) en su origen y en su devenir
tiene también un valor de †œsigno†, que le permite al hombre vislumbrar los atributos y la naturaleza de
Dios, y al mismo tiempo la obligación moral de la religión, que se deriva de ello (Sb 13,1-9; Si 17,8 cf
Rom l,9s).
9flAd
Milagro es también el hombre bajo muchos aspectos: lo es en su creación y en su propagación, en su colocación en la cima de las criaturas y en su corporeidad, y por tanto también en su sexualidad y en su ordenación a la familia (Gen 1,26s; 2,4-24; 4,1.25; SaI 8). Lo es también como ser moral-espiritual, capaz de diálogo personal con Dios y dotado de una conciencia (Gen 3,lss; Jr31,31-34); y como ser en devenir, protagonista del proceso histórico bajo la guí­a de Dios (SaI 23; SaI 91). Lo es también como individuo y como pueblo: Israel, que comienza con una llamada y promesa de Dios (Gn 12,1-4), es un/pueblo privilegiado, pero no único. También los demás pueblos y naciones han sido suscitados por Dios, que determina su destino, incluso con la elección, vocación y misión de personas como Ciro (Is 45, ??; Am 9,6 ), los juzga y a veces los castiga. †œEntonces bendije al Altí­simo-dice Nabucodonosor-, alabando y glorificando al que vive eternamente; a aquel cuyo reino es un reino eterno, cuyo imperio perdura de generación en generación. Ante él los habitantes de la tierra no valen nada; él hace lo que quiere con las milicias de los cielos y con los habitantes de la tierra. No hay nadie que pueda detener su mano o le diga:
¿Qué haces?† (Dn 4,28, LXX, 31b-32).
La raí­z de esta mentalidad ha de buscarse en la convicción de que el mundo, el hombre y la historia deben su existencia a la palabra omnipotente de Dios (Gn 1,1 Ss); y de que su actividad, regulada por leyes inmanentes según unos ritmos regulares, depende del compromiso, juramento y alianza de Dios con el hombre y con el mundo: †œMientras dure la tierra, sementera y cosecha, frí­o y calor, verano e invierno, dí­a y noche no cesarán jamás† (Gn 8,22; Gn 9,12; Gn 9,15; Jr 33,20; Jr 33,25). Y así­, después de cada catástrofe provocada por el hombre pecador, es él el que reconstruye el camino y vuelve a poner en pie al hombre caí­do para que siga caminando (Gen 3,8ss; 8,21s; 9,lss; 12,lss; Ex 32,7-14; Ex 32,2-27; Ex 32, Ex32, ).
2045
b) El milagro en sentido estricto.
Sobre este fondo -manera de pensar y fe- hay que colocar, interpretar y comprender aquel fenómeno que señalamos como †œmilagro en sentido estricto†. Dios, que da la fecundidad a las parejas fértiles (Gn 4,1; Gn 4,25), es el mismo que se la da a las estériles y ancianas (Gn 18,10-14 cf Lc 1,26-31 .34s). Dios, que imparte normas de comportamiento válidas para cada uno y para todos (Gn 3,1 ss; Ex 20,1-17), es el mismo que está en el origen de las vocaciones extraordinarias (Ex 3,2ss; Is 6; Ez 1,14-28; Am 1,1 1S 3,4ss. ). Dios, que es autor de las maravillas de la creación, es el mismo que realiza maravillas en la historia. Por eso, en los milagros Dios, que está siempre en actividad en, con y por sus criaturas, actúa con mayor intensidad; su presencia resulta más transparente y el efecto parece superar lo que suele suceder. Solamente para el autor de la Sg, Dios, en los sucesos del éxodo, realizó cambios en la naturaleza y en los animales para liberar a Israel y castigar con misericordia a sus enemigos (19,6-12.18- 22), restableciendo así­ la armoní­a del universo alterada por el mal (2,24ss). Por eso el milagro puede definirse como †œun hecho sensible, salví­fico, que sorprende a los espectadores, supera las posibilidades actuales del hombre y es interpretado como intervención de Dios, que intenta orientar al hombre hacia él†.
2046
3. El milagro en la historia.
Dejando aparte los prodigios que se narran en algunos libros sapienciales (Jb, Tob, Jon, Jdt…) y apocalí­pticos (Dan), en el AT llaman la atención los †œsignos y prodigios† que se narran en relación con el éxodo y los referidos en los ciclos de Elias y Elí­seo.
2047
a) Los milagros del éxodo.
Es innegable que †œla historia de los hebreos desde la salida de Egipto hasta la ocupación de la tierra prometida es toda una trama de milagros; no se narra ningún suceso importante que no sea un milagro. Esta generalización tiene que hacernos precavidos: por una parte, hay motivos para desconfiar de una generalización Semejante; por otra, la unanimidad entre tradiciones muy diversas obliga a admitir un verdadero milagro en el origen, o al menos un hecho considerado como tal por sus beneficiarios† (A. Lefevre, DBS V, 1302).
Por diversas razones, la documentación, incluida la de í­ndole histórica, no permite reconstruir los sucesos y percibir lo que realmente sucedió, aunque sólo sea de forma aproxima-tiva. La formación de las tradiciones (J, ?, ?, D), a notable distancia de los acontecimientos, hace comprensible el eclipse de demasiados elementos históricos y la aparición de los maravillosos. La diversidad entre las mismas tradiciones (p.ej., sobre el número de las plagas de Egipto) y la presencia de duplicados en las mismas confirman esta sensible atenuación de los datos históricos y la evolución en dirección hacia lo prodigioso. También las sucesivas (re)lec-turas de los acontecimientos a la luz de la fe, que se proponí­an celebrar la intervención divina Según los diversos géneros literarios utilizados en Dt, Ps, Sg y hasta en el mismo Ex (14 y 15), han contribuido poderosamente a hacer más opaco el prisma literario que existe entre el lector y el acontecimiento; en efecto, esas lecturas intentan descubrir a Dios actuando en los acontecimientos, el sentido de su presencia salví­fica y la lección que hay que sacar de ello.
A pesar de esta imposibilidad de llegar a los sucesos en sus contornos especí­ficos, éstos deben considerarse históricamente ciertos en su núcleo esencial. Esta certeza histórica atañe sobre todo al acontecimiento de fondo, es decir, la salida de Egipto de un grupo de hebreos bajo la dirección de un jefe (Moisés) en tiempos de la XIX dinastí­a egipcia (siglo xm a.C), que culminó en el asentamiento en las tierras de Canaán. Este suceso se imprimió profundamente en el ánimo de Israel, que, reevocándolo ininterrumpidamente en su historia sucesiva, reconoce en él la intervención omnipotente de Dios: †œMi padre era un arameo errante, que bajó a Egipto. Allí­ se quedó con unas pocas personas más; pero pronto se convirtió en una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una cruel esclavitud. Pero nosotros clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, que escuchó nuestra plegaria, volvió su rostro hacia nuestra miseria, nuestros trabajos y nuestra opresión, nos sacó de Egipto con mano poderosa y brazo fuerte en medio de gran terror, prodigios y portentos, nos trajo hasta aquí­ y nos dio esta tierra que mana leche y miel† (Dt 26,5-9). Más aún; en tiempos de derrota, de dispersión y de destierro, aquella acción omnipotente de Dios en los comienzos del pueblo se convirtió en el fundamento sólido e inquebrantable de la esperanza en la resurrección, en el retorno, en la restauración y en el nuevo florecimiento del pueblo (Is 43,16-21; Is 48,21; Is 52,11): Dios, que hizo salir a Israel de Egipto (Jos 24,17; Am 2,10; Am 3,1 Miq Am 6,4), castigando duramente a los egipcios, favoreciendo extraordinariamente a los hebreos(Ps 135,8s; especialmente 78; 105; Sg 10,15-11,20; 16,19; Miq 7,15)? marchando al frente de su pueblo (Sal 68,8-9; Sal 77,20-21), es considerado como el Dios que realizó el primer acto en favor de Israel y se lo dio como prenda y como tipo de la liberación futura (mesiánica), incluida la liberación de los pecados (Is 40,2; Is 44,21). Obviamente, estas evocaciones y celebraciones, derivadas de la fe, ampliadas y transformadas en plegarias, reflejan la conciencia de todo un pueblo de la intervención extraordinaria de Dios al principio de su propia historia y respecto al elemento esencial, y no pueden menos de apoyarse en la roca sólida de la historia. En este sentido es también significativo lo especí­fico de la teofa-ní­a del AT: referida con la mención de las convulsiones de la naturaleza (terremoto, nubes, lluvia, viento, granizo, rayos, truenos, humo, tinieblas, contención de las aguas del mar y de los rí­os…: Ha 3,3-19) o descrita como una brisa ligera (IR 19,11-13), la teofaní­a es manifestación de Dios como Señor de la naturaleza y de la historia para salvar a su pueblo y castigar a sus enemigos, y con toda probabilidad ambas formas hunden sus raí­ces en las tradiciones del éxodo (19,16-19; 33,22; 34,2.Sss; 3,21).
Por eso, si hemos de renunciar a la reconstrucción histórica de los diversos †œsignos y prodigios†™ del / Exodo, sigue en pie †œel milagro del éxodo, es decir, el nacimiento de Israel como pueblo y como pueblo de Dios. Sin embargo, incluso para este acontecimiento primordial, el elemento milagroso ha sido captado y destacado por la fe y no incluye necesariamente proporciones cuantitativamente extraordinarias. Aunque probablemente fue una emigración forzada, análoga a otras muchas de aquel tiempo, el acontecimiento fue leí­do más tarde como la intervención salví­fica decisiva de Dios, que escogió para sí­ y creó a su pueblo.
2048
b) Los milagros de los ciclos de Elias y de Elí­seo.
En relación con los milagros (= cosas grandes, gedolót: 2R 8,4) de / Elias y de Elí­seo, por una parte hay que observar que †œElias se ve obligado a defender el mismo principio y fundamento del pueblo como pueblo del Señor. No se trata de un cambio de régimen, sino del peligro de un cambio de Dios. Elias ve el peligro, se enfrenta con él, lo conjura† (L. Alonso Schó-kel, La Biblia 1, Marietti, Tormo 1980, 866); y, por otra parte, que los relatos de milagros están inspirados en el amor a lo maravilloso, no siempre edificante 2R 2,23-25), e intentan Crear el personaje del taumaturgo en los dos profetas. A excepción del fuego, que se encendió espontáneamente en el sacrificio de Elias en el Carmelo, y de la curación de Naamán el sirio por obra de Elí­seo, que terminan con una confesión de fe en Dios colectiva e individual (IR 18,39; 2R 5,15 ), los otros milagros son todos ellos privados, es decir, en favor (o en perjuicio) de personas, de sus familiares, de los profetas mismos y de sus discí­pulos. Por eso son juzgados de forma distinta también por los autores católicos: demasiado numerosos, a veces duplicados evidentes, aficionados a lo pintoresco y privados de razones suficientes, estos milagros son enumerados por algunos entre las anécdotas especí­ficas de las leyendas hagiográficas y como medios idóneos para construir la figura del hombre de Dios y resaltar la importancia de ambos profetas (H. Haag, LTKX, 12); pero, en relación con milagros más recientes y bien documentados, son juzgados más positivamente por otros incluso bajo el aspecto histórico, a pesar del reconocimiento simultáneo de la magnificación literaria y de su inclinación a las leyendas hagiográficas (A. Lefévre, DBS y, 1303).
2049
4. El milagro y la fe:

2050
a) Necesidad de la fe.
Como la fe es la lente necesaria para captar a Dios y su acción en la creación, también lo es para descubrir su intervención en la historia y en la institución, y por tanto en el milagro. Los incrédulos buscan milagros inútilmente, ya que son incapaces de elevarse a su nivel. Naturalmente, la fe no crea el acontecimiento, pero lo lee e interpreta según una óptica propia: consciente de que Dios actúa en la creación y en cada uno de los seres, en la historia y en cada uno de sus momentos, el creyente capta su presencia activa en alguna obra, momento y acontecimiento de mayor intensidad, la juzga maravillosa y la presenta como milagrosa, quizá a distancia en el tiempo. Las (re)lecturas sucesivas y múltiples de los acontecimientos del éxodo (J, ?, ?, D; Sg) son indicativas de esta penetración intelectual de la fe para intuir y exaltar la presencia de Dios. El creyente capta a Dios en las grandes obras de la creación (Jb 5,9s; Sal 106,2; Sal 139,14), en las de dimensiones ordinarias (Gen 24,l2ss; Ex 14,21s; IS 14,23; IS l4,45)y en las de proporciones minúsculas, como el soplo de la brisa (IR 19,12). Y lo percibe también en el milagro. Moisés, los israelitas, Eh, Saúl (Ex 3,12; Ex 14,31; IS 2,34; IS 10,9), en virtud de su fe reconocen la intervención de Dios, presente (Ex 14,32) o diferida (Ex 3,12; IS 2,34; IS 10,9), salví­fica o también punitiva (1S2,34). El faraón, por el contrario, incrédulo habitual (Ex4,21;Ex 7,13); los israelitas, fáciles en pecar de incredulidad (Sal 106,7; Sal 106,13; Sal 106,21), y Acaz, desconfiado en un caso concreto (Is 7,12), se cierran al reconocimiento del milagro y a su beneficio y pueden ver la eventual intervención extraordinaria de Dios transformarse en juicio contra ellos (Gn 15,14; Ex 6,6).
Además, la fe es necesaria para recibir el milagro: los creyentes, como Abrahán, Gedeón y Ezequí­as, son premiados con la ayuda excepcional de Dios (Gn 15,6; Gn 15,8 Jg 6,7ss; 2R 20,5s.8ss). Los incrédulos, por el contrario, lo mismo que los israelitas en el desierto (Ex 17,2; Dt 9,22 Ps 95,8s), quedan excluidos y, si pretenden el milagro, tientan a Dios. Al atenuarse la fe por falta de profetas (Sal 74,9; IM 4,46; IM 9,27 ), también el milagro se hace más raro (Si 36,6) y en su lugar se insinúa la sed de lo maravilloso.
2051
b) Origen y naturaleza de la fe.
De aquí­ surge el problema del origen y de la naturaleza de la fe. Es don de Dios, y podrí­a considerarse como un aspecto de la sabidurí­a que ilumina al creyente sobre el mundo y su significado (Jb 36,22-37,19), sobre el hombre, su origen y fin, sobre la historia, su proceso y su meta y, particularmente, sobre los fenómenos naturales, humanos e históricos singulares (Gen 41 ,38s; Dan 2,28s.47; 5,11.14). Y el milagro pertenece a éstos. Entre la predicción de los signos a Saúl por medio de Samuel y su cumplimiento, Dios †œcambia†™ el corazón de Saúl, por lo que él percibe en los sucesos que le ocurren durante su regreso a casa signos de que Dios lo llama a la realeza teocrática (IS 10,1-16). Al contrario, los israelitas del éxodo no reconocieron los signos, porque junto con la experiencia de los hechos singulares Dios no les dio †œinteligencia para entender, ojos para ver y oí­dos para escuchar†™ (Dt 29,1-3), es decir, el corazón nuevo (Ez 36,26s; Jr31,31-34). Pero a pesar de esta insistencia en el don de Dios, la fe parece ser el fruto de la iniciativa unilateral y gratuita de Dios y de la respuesta libre y obediente del hombre. Los elementos parecen estar presentes en la descripción de la obstinación del corazón del faraón frente a los signos del éxodo. Por una parte, las proposiciones con verbos causativos (hifil: Ex 7,3 (qasah); 10,1 (kabedJ) o intensivos (piel: Ex 4,21; Ex 10,20; Ex 10,27; Ex 11,10; Ex 14,4; Ex 14,8 ,que tienen Dios por sujeto, subrayan la acción divina, manera que ésta considerarse implí­cita también en los verbos en pasivo (nip†™al: Ex 14,5 (hapaq], entre 14,4 y 14,8) y en los verbos simples estado (gal: Ex 7,13.22 (hazaqJ, después de 7,3 (qasahJ). Por otra parte, las frases con verbos causativos que tienen como sujeto al faraón (hifil: Ex 8,11.28 (kabedJ) ponen relieve claramente su obstinación, manera que ésta puede también percibirse en los verbos simples (Ex 8,15, qal(hazaqJentre 8,11 y 8,28 con el mismo verbo en hifil; 9,35:
qal(hazaqJ, entre 8,11 y 8,28 con el mismo verbo en hifil; 9,35: qal (hazaqJ, después de 9,34), especialmente tras el reconocimiento por parte los magos la intervención Dios en la plaga los insectos:
†œjAquí­ está el dedo Dios!† (Ex 8,15; Vg 19). La incredulidad del faraón equivale un rechazo, claro y neto (cf 9,2: el paralelismo †œrechazas…, retienes…†™). La insistencia en la acción Dios denota juntamente su soberaní­a, incluso sobre el pecado del hombre, y ante todo su juicio y castigo del hombre, que libremente rechaza sus signos y palabras; y, complementariamente, sugiere que la fe es don gratuito Dios y obediencia del hombre, es fruto del ofrecimiento Dios y la responsabilidad humana. Al ofrecer el signoprodigio y el corazón para comprenderlo, Dios espera que el hombre comprenda, escuche y obedezca. Y esto es la fe. En caso negativa llega la incredulidad, que cierra la puerta al signo salví­fico o, cuando todas formas se realiza, se abre al signo-juicio.
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5. El milagro y la palabra.
Lo mismo que la sabidurí­a (Dt 4,6; Jr 8,9), la fe es ofrecimiento al hombre mediante la palabra de Dios, oral y escrita. El milagro es en sí­ mismo ambiguo; de hecho, se le atribuye incluso a personas extrañas o contrarias al designio de Dios (Ex 7,12). La palabra, por el contrario, es clara, aun cuando se exprese en términos figurados. En concreto, la palabra y el signo se integran mutuamente y son interdependientes, a pesar de la variedad de su sucesión cronológica. La palabra, intérprete y juez del signo, puede ser la institucionalizada en la comunidad creyente, la interior que procede directamente de Dios o la exterior pronunciada para la ocasión por un enviado de Dios. Ante cualquier signo y su explicación en favor de la apostasí­a, el creyente ha de considerarlo como falso o perverso basándoseen la fe recibida mediante la palabra de la comunidad creyente y que se remonta a los padres (Dt 13,1-11). Puesto de manera imprevista ante un signo, Moisés advierte inmediatamente la voz (interior) de Dios, que lo explica y le promete otros signos de confirmación (Ex 3,2-4; 2R 20,5-11). Informado por anticipado del proyecto de Dios mediante la palabra de Moisés, el faraón reacciona con un rechazo abierto y despreciativo: †˜,Quién es el Señor para que yo obedezca su voz y deje ir a Israel? No conozco al Señor y no dejaré ir a Israel† Ex 5,2); y así­, rechazando la palabra y los signos, se cierra la salvación y llega a experimentar o padecer los signos de castigo (Ex 9,14; Ex 9,29 cf Ex 7,5; Ex 7,17; Ex 14,18).
En cualquier momento y de cualquier manera que se pronuncie, la palabra es siempre primaria respecto al signo e indispensable en las acciones simbólicas de los profetas (Is 8,18; Ez 4,3), ya que es su clave de interpretación: †œLo que motiva la fe no es el signo como tal; lo decisivo es la palabra que lo acompaña. Esta palabra dice qué persona o cosa constituye el objeto de la fe que pretende suscitar el signo. Por eso no se da una revelación mediante signos sin la correspondiente revelación por la palabra que los interprete†™ (F.J. Helfmeyer, DTATI, 190).
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6. MENSAJE Y FINALIDAD DEL MILAGRO.
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a) Palabra sensiblemente eficaz.
A su vez, el signo se convierte en palabra visible. Por indicación de la palabra, el ojo de la fe, la mente atenta y el corazón dócil perciben en el milagro sensible a Dios como único Dios (Dt 4,34s; Ex 10,2 cf Ex 7,3; Ex 7,5; Ex 8,18; Ex 8,19), o, mejor dicho, su presencia salví­fica para los creyentes y de castigo para los incrédulos. Tanto a los creyentes (Ex 1O,2s) como a los recalcitrantes (Ez 7,5; Ez 7,17), el signo les revela que Dios ha entrado en acción: una vez pasado el mar Rojo, los israelitas, creyendo en Dios y en su siervo Moisés, celebran al Señor: †˜cQuién igual a ti, Señor, entre los dioses? ¿Quién igual a ti, sublime en sabidurí­a, tremendo en gloria, autor de maravillas?†™ (Ex 15,11 cf Ps 77,14s). Y esta intuición equivale ala certeza de captar la intervención salví­fica de Dios, ya que †œla conexión entre conocimiento y signo es tan estrecha que conocer equivale a cerciorarse de algo por medio de un signo†™ y †œel conocimiento sigue a la acción de Yhwh, la cual es un presupuesto necesario del conocimiento† (F.J. Helfmeyer, DTATI, 184.185). Por lo demás, también los no dispuestos advierten una cierta presencia activa de Dios: los magos egipcios reconocen: †œjAquí­ está el dedo de Dios!† (Ex 8,15); el faraón, a su pesar, tendrá que reconocer que †œDios es el Señor en medio del paí­s†™ (Ex 8,18), y los israelitas son denunciados como ofensores y tentadores de Dios por haber visto los signos y haber hecho oí­dos sordos a su mensaje (Nm 14,1 lss). Además, en particular, mediante los signos se vislumbran y se reconocen la gloria (Ex 15,1; Ex 15,7), la santidad (Ex 15,11)y el amor de Dios (Sal 106,7; Sal 107,8), que actúan poderosamente para †œel triunfo del dominio de Dios frente a los enemigos del pueblo y frente al mismo lsrael†(F.J. Helfmeyer, DTA TI, 185). De aquí­ su doble aspecto: por una parte, mediante los signos Dios visita y da al hombre su salvación y su reino; por otra, el hombre entrevé a Dios y cree que está cerca de él y obrando en su favor.
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b) Al servicio de la fe obediente.
En los que están bien dispuestos, el signo de salvación suscita o aumenta la fe: †œIsrael vio el prodigio que el Señor habí­a obrado contra los egipcios, temió al Señor y creyó en él y en Moisés, su siervo† (Ex 14,31). La fe, a su vez, es el fundamento del reconocimiento de Dios y de su culto (Dt 4,34s; Jos 24,17), de la confianza en él (Ex 8,18s; Dt 1,22-46), del amor a Dios y de la obediencia a sus mandamientos (Dt 11,1-13 ). También los signos de Elias en el Carmelo y de Elí­seo en favor de Naamán el sirio están ordenados a una adhesión renovada a Dios y a la fe en él (IR 18,38; 2R 5,15; 2R 5,17). De manera semejante, los signos de confirmación favorecen en el creyente la atención, la fe, la confianza y la obediencia a Dios Ex 3,12; Jc 6,17; IS 2,34; 2R 20,5), lo mismo que los de legitimación ayudan a escuchar y a seguir al enviado de Dios (Ex 4,8-9; Ex 4,28-31; IS 2,34). Por eso parece ser que el ambiente de formación de los relatos de los signos y prodigios -de su elección, elaboración y transmisión- fue el del culto israelita y judí­o, que tení­a la finalidad evidente de alimentar en los israelitas la fe en Dios y sostener su fidelidad en la obediencia a los mandamientos de la alianza.
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7. Dios, autor del milagro.
Siendo Dios principio y fin de los signos, generalmente se le señala también como el autor de los signos y prodigios (Ex 15,11; SaI 77,15). Aunque Elias y Elí­seo fueron presentadosordinariamente con la aureola de taumaturgos y los relatos de sus milagros dan paso al género literario de las leyendas hagiográficas 2R 5,8), en principio los siervos de Dios, como Moisés, Josué, etc., sólo son vistos como mediadores para la salvación del pueblo de Dios y los mi-lajgros sirven para legitimar su misión (Ex 3,12; Ex 4,8-9; Ex 4,28-31; Jos 3,5). De manera semejante, los intérpretes de sueños, como José y Daniel, se consideran y se indican solamente como mediadores de la sabidurí­a que Dios les dio (Gn 41,16; Dn 2,19; Dn 2,30). Por eso, ni Moisés ni los demás hacen milagros para su gloria y utilidad, sino para acreditar su misión, para ofrecer la salvación de Dios y su voluntad y para suscitar la fe obediente.
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III. NUEVO TESTAMENTO.
El NT está en continuidad con el AT en lo que atañe a la terminologí­a del milagro, a la concepción de Dios, que es su presupuesto, y a la finalidad, que es casi exclusivamente salví­fica. Pero todo ello se presenta en una relación vital con la persona de Jesucristo.
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1. Terminologí­a.
Prescindiendo de los hapax thaumásia (maravillas, Mt 21,15) y parádoxa (cosas prodigiosas, Lc 5,26), que orientan hacia lo maravilloso, los términos que indican el milagro en el NT son los cuatro siguientes:
dynamis, sé-meí­on, téras y érgon.
a) El primer vocablo, dynamis (119 veces: Mt 12 Me Mt 10 Lc + Ac 15+10; Pablo Hch 36; Hb 6; IP 2; 2P 3; Ap 12), en relación con los milagros se utiliza activamente (= poder milagroso: Mc 5,30 = Lc 8,46; Mc 6,14 = Mt 14,2; ico 12,10; ico 12,28; ico 12,29) y pasivamente (= acto de poder), que es hecho (poieí­n, Mc 6,5 = Mt 13,58; Mc 9,39; Mt 7,22; Hch 4,7; Hch 19,11), oque sucede (ghí­nesthai, Mc 6,2; Mt 11,20.21.23; Lc 10,13; Ac 8,13) por obra de Jesús (Mc 6,2) o de otros con o sin el uso del nombre de Jesús (Mt 7,22; Mc 9,39; Hch 8,13; Hch 19,11; 2Co 12,12), o también por el anticristo (2Ts 2,9). La presencia del término en varios filones del NT (sinópticos, Pablo, Ac, Heb) o de la tradición evangélica (Mc, Q, Mt, Lc) es ya muy significativa. Su ausencia en Jn es más bien aparente; de hecho, el cuarto evangelio usa el verbo dynamai también en conexión con los signos (Jn 3,2; Jn 9,16) y, como los sinópticos, hace remontar a Dios el †œpoder† que se le atribuye a Jesús para hacerlos (9,33; 10,21; 3,2). Más que con vocablos hebreos que indiquen el milagro (y sus voces correspondientes en griego en los LXX), dynamis dice relación al concepto del mesí­as, revestido de poder por el Espí­ritu de Dios para derrotaren guerra a los enemigos (Is 11,2) o para proclamar la palabra de Dios como su profeta y más que profeta (Miq 3,8). Esta segunda idea desemboca rectamente en el NT (Lc 24,19 + Hch 7,22), mientras que la primera queda modificada radicalmente (Mc 3,27).
b) El segundo término, semeion (signo), menos frecuente que el anterior (77 veces: Mt 13; Mc 7 Lc + Hch 11 + Hch 13; Jn 17 Pablo Jn 8; Hb 1; Ap 7), a través de los LXX está en continuidad con el AT, por sí­ solo (= hebreo †˜ót), en la expresión compuesta †œprodigios y señales†(Mt, Mc, Jn, Ac, Pablo, Heb; Dt 4,34), así­ como también en la variedad de significados como signo de reconocimiento (Mt 26,48; Lc 2,12; 2Ts 3,17), signo escatológico (Mt 13,4; Lc 21, 7 Mt 24,3), sí­mbolo y escena simbólica (Ap 12,1; Ap 12,3; Ap 15,1), fenómeno natural y sideral (Lc 21,11; Lc 21,25).
Lo mismo que el Dt (13,1-3), también el NT pone en guardia varias veces contra los signos, entendidos como †œprodigios, acciones prodigiosas y sensacionales†, realizados por aquellos que tienen la intención de seducir y apartar a los creyentes de la fe en Cristo, especialmente en el perí­odo escatológico (Mt 24,24 = Mc 13,22; 2Ts 2,9 Ap 13,13s; Ap 16,14; Ap 19,20), y presenta negativamente a todos los que se los piden a Jesús por curiosidad (Lc 23,8), o para tentarlo o que de alguna manera están privados de apertura y de docilidad a él (Mc 8,1 Is; Mt 12,39; Mt 16,4; Lc 11,29; Jn 2,18; Jn 6,30; ico 1,22). La pretensión de éstos, equiparada a las sugestiones diabólicas (Mt 4,1-11), alcanza su punto más alto en el desafí­o sarcástico de los que pasan junto a la cruz (Mc 15,30-32), supone la sed de lo sensacional y la intención de evitar el camino oscuro de la fe obediente, y provoca la reacción severa y luminosa de Jesús, que la rechaza de forma explí­cita o equivalente (Mc 8,lls; 15,30-32), o bien remite al signo inequí­voco de la palabra (Lc 1 l,29s) o al de su resurrección, que puede ser acogido solamente en la fe (Mt 12,39s).
A pesar de ello, también el NT ve positivamente los signos milagrosos. Mc 8,38s y 6,34.50s, aunque no utilizan el término, aluden a los signos de Ex 14-16 y presentan las intervenciones de Jesús como actos salví­ficos suyos que promueven la fe. Finalmente, otros textos (Mc 16,17-20; Lc 10,17; Lc 10,19; ico 12-14) en los que se usa este vocablo hablan de los signos como de indicios que acreditan la misión de los discí­pulos, los efectos visibles de la presencia salví­fica del resucitado y de su Espí­ritu, y las primicias de la victoria sobre el mal fí­sico y moral.
2059
Sin embargo, entre los escritores del NT se distingue Jn por el uso de este término. Es verdad que el ambiente joaneo invita a prevenirse contra los signos engañosos de los seductores que operan a lo largo de la historia, y sobretodo al final de la misma (Ap 13,13s; 16,14; 19,20), y que el ambiente especí­fico del cuarto evangelio tiene en común con los sinópticos y con Pablo la desconfianza de los signos y la crí­tica y el reproche de cuantos los pretenden (2,18; 6,14.30; 4,48) y declara insuficiente la fe que se basa más en los signos que en la palabra de Jesús (2,23s; 3,2; 6,3Oss). Pero Jn subraya de manera particular la función positiva de los signos. Las alusiones determinadas o indeterminadas a su número (2,11; 4,51; 20,30; 21,25), su distribución según un cálculo evidente, la ilustración de algunos de ellos con discursos o discusiones, la inclusión de las apariciones del Resucitado entre los signos (20,30s) son ya indicio del juicio positivo de Jn sobre los signos. En particular, para él el milagro-signo es revelador del origen divino de la misión de Jesús, de su dignidad mesiánica y de su unidad con el Padre (2,23; 3,2; 6,14). Puesto que entre el signo y su autor la relación es más estrecha que entre el efecto y la causa, se deduce que el signo contiene de algún modo a su autor y constituye una epifaní­a del mismo. Manifiesta la gloria de Jesús (2,11), que refleja la de Dios (11,40); alude a su fuerza y esplendor, y revela su ser más profundo con singular intensidad; de manera que el signo del pan lo señala como †œel pan de vida, el de la curación del ciego lo manifiesta como †œla luz del mundo†™ y el de la resurrección de Lázaro lo define como †œla resurrección y la vida† (6,lss; 9,lss; 11,1 Ss). Además, al revelar a Jesús en el momento de su cumplimiento, el signo preanuncia también el bien salví­fico que concederá cuando llegue su hora y pase de este mundo al Padre (6,63). Debido a su función reveladora, el signo orienta positivamente hacia la fe en él (2,11; 9,35; 11,45; 4,53; 20,3Oss), por lo cual los incrédulos son responsables de su incredulidad (9,39s; 12,37ss). Sin embargo, el signo no es algo clamoroso y sensacional, sino algo sensible y milagroso, que transmite un mensaje de Jesús y sobre Jesús, perceptible a quienes tienen ojos í­ntegros para percibirlo (9,39s; 12,40s) y se colocan ante Jesús en una posición de fe, es decir, de apertura, de confianza y de disponibilidad hacia él y hacia su palabra (11,40; cf 12,40).
c) Siempre en plural y unido al plural del precedente semeia, y a veces también a dynámeis (Hch 2,22; 2Co 12,12; 2Ts 2,9; Hb 2,4; Hch 6,8; Rm 15,19), encontramos el sustantivo plural térata (prodigios; 16 veces: Mt 1, Mc 1; Jn 1; Hch 9 Pablo Hch 3; Hb 1). Casi ausente en la literatura greco-helenista contemporánea del NT -lo mismo que el correspondiente semí­tico mópet en la literatura hebrea de la época-, pero presente en la judeo-helenista, a través de los LXX este término se relaciona con el AT por su combinación con semeia y por su contenido. Los evangelistas lo evitan prácticamente, quizá porque lo consideran inadecuado para expresar la parte activa de Jesús en la actuación de ios milagros. Cuando se emplea, la expresión †œsignos y prodigios†™ señala los falsos portentos apocalí­pticos (Mt 24,24 = Mc 13,22; 2Ts 2,9 cf Dt 13,15s), o bien los sensacionales que pretenden los judí­os y que les niega Jesús (Jn 4,48). Fuera de los evangelios, sin embargo, denota también los milagros de Jesús (Hch 2,22) y de sus heraldos Ac, pas-sim; 2Co 12,12 Heb 2,4). Finalmente, en los Hechos, la locución †œsignos y prodigios†™(4,30; 5,12; 14,3; 15,12) y su forma inversa (2,19s.22. 43; 6,8; 7,36; Sb 10,16), que podrí­a deberse o a una fuente distinta o a una variación estilí­stica, pueden incluir cierto matiz teológico, en el sentido de poner respectivamente el acento en Dios, su autor, o en sus efectos (cf K.H. Rengstorf, TWNT VIII, 125s). La evocación de los †œprodigios y signos†™ del Exodo (7,36) señala en Jesús al profeta como Moisés, mientras que la cita de JI 3,1-5 (TM 2,28-32) indica en la efusión del Espí­ritu y en sus dones la irrupción de los bienes escatológicos en la historia en virtud de la resurrección de Jesús (2,19s.33). A pesar de ser Dios el autor de los signos y prodigios, él los realiza por medio de sus siervos (2,43; 4,30; 6,8), especialmente de Jesús, antes y después de pascua (2,22; 4,30; 14,3), para legitimar su misión y, particularmente después de pascua, para conducir a la fe en Jesucristo. También para Pablo los †œprodigios y signos†™ acreditan su apostolado y orientan a la fe en Cristo (Rm 15,19; Hb 2,4), junto con la paciencia-constancia de los apóstoles (2Co 12,12).

d) De forma semejante, en la huella de la tradición bí­blico-judí­a se coloca el grupo érgon, ergázesthaiy poieí­n (obra [milagrosa], obrar y hacer milagros). Aunque corresponde a varias voces hebreas, el sustantivo érgon en el AT griego indica también la obra divina de la creación (Sal 8,4) y las obras de Dios en la historia de la salvación (Ex 34,10; Jos 24,31 [gr. 29]; Jc 2,7; Jc 2,10), incluidas las milagrosas del éxodo (Sal 66,3; Sal 66,5; Sal 77,12; Dt 11,3, TM, signos y obras; LXX, signos y prodigios; Si 48,14, prodigios y obras maravillosas). Sin embargo, las obras siguen siendo realizadas por Dios a lo largo de la historia (Is 5,12; Is 5,19; Is 22,11; Is 28,21; Is 29,23), tanto de Israel como de los demás pueblos (Is 45,11 ), para salvar a los creyentes y castigar a los impí­os (Sal 28,5; Sal 46,9; Sal 92,5; Sal 92,6; Sal 95,9).
2060
El NT continúa esta lí­nea (Hb 2,7; Hb 1,10; Hb 4,3; Hb 4,4, la creación). Jn (9,3) utiliza la expresión †œlas obras de Dios†, mientras que Mt y Lc tienen el concepto; pero los tres están de acuerdo en vincular la acción de Dios en la historia a la actividad de Jesús, particularmente a sus actos milagrosos. Mt, al hablar de las †œobras de Cristo†, apelando a Is (35,5-6a; 26,19; 29,18; 61,1) menciona las obras milagrosas de misericordia y la evangelización de los pobres (11,2 5s; Lc 24,19; Hch 1,1; Hch 7,22 [de Moisés]). Jn, que construye el sustantivo érgon (plural y singular) con poieí­n, ergázesthaiy teleioün (hacer, obrar, cumplir:
5,20.36; 7,3.21; 9,3.4; 10,25.32.37.38; 14,10.11.12; 15,24; 4,34; 17,2), debeconsiderarseclásico. En su obrar, Jesús participa y revela la acción de Dios en la historia de la salvación: él ve y cumple las obras que el Padre le muestra y que le da el poder de obrar (5,17-29). En él y por él es el Padre invisible el que las cumple, y por eso en ellas irradia la gloria del Padre y del Hijo (14,lOs; 9,3s). Y son también obras milagrosas, que suscitan maravilla (7,21; 7,3s), legitiman la misión de Jesús y sobre todo atestiguan la unidad del Hijo con el Padre (10,25; 5,36). Además, por constituir el testimonio sensible del Padre, las obras tienen la finalidad de conducir a la fe en Jesús, y mediante la fe a la vida; pero se transforman en testimonio de acusación y de condenación de exclusión de la vida para los que se niegan a creer (5,17- 29). Al igual que los signos, las obras son preludio, revelación y aspectos parciales de la obra (4,34; 17,2) con que Jesús glorifica al Padre y es glorificado por él con los plenos poderes de dar la vida a todos los creyentes y de poner a los discí­pulos en condiciones de hacer †œobras† mayores que las suyas (14,12). Y de este modo las †œobras buenas† (10,32) que el Padre realiza en, por y con Jesús son anticipaciones de la obra que él lleva a cabo en los que creen en Cristo, también mediante el ministerio de los discí­pulos (14,10), para hacerlos partí­cipes de la vida eterna (6,28s).
2061
2. La concepción del mundo.
2062
a) Dios y el mundo.
La concepción que tiene el NT de las relaciones entre Dios y la naturaleza, entre Dios y el hombre, entre Dios y la historia es fundamentalmente idéntica a la del AT y del judaismo, palestino y helenista, intertestamentario y rabí­nico. Para Jesús y para los predicadores y escritores del NT, Dios es creador del cielo y de la tierra y de todo, del hombre y de la mujer, y de todos los hombres; es su señor y ejerce todo poder sobre ellos (Mt 11,25; Mt 19,4; Mt 28,18). Por eso los fenómenos naturales y meteorológicos, como el salir del sol, el sucederse de las estaciones y la lluvia, la vida de las plantas y de los animales, se le atribuyen a Dios (Hch 14,17; Hch 17,26; Mt 5,45; Lc 12,54-56 Mt 6,26ss; Mc 4,26-29). También la historia se desarrolla bajo el dominio, la intervención y la dirección de Dios. La humanización de la tierra y la evolución de las vicisitudes de los diversos pueblos, especialmente de Israel, se llevan a cabo según un designio de Dios, que los conduce hacia una meta común, a saber: Jesús (Hch 14,15-17; Hch 17,24-31 7,2ss; 13,l6ss; Heb lis), definido como la plenitud de los tiempos (Mc 1,15; Ga 4,4; Ef 1,10). Y esto porque el mundo y el hombre han sido vistos y queridos en Cristo por Dios desde el principio .(Rom 8,29s; Jn 1,3-5 Ep l,3ss; Col 1,15-17; ico 8,6). Esta providencia de Dios se extiende a cada uno de los vivientes y a cada uno de los pequeños sucesos de su existencia (Mt 10,29 = Lc 12,6s). Por eso mismo la creación es reveladora de Dios, de sus atributos, particularmente de su bondad para con el hombre, e indicadora de la respuesta del hombre a Dios (Rm 1,19-21; Hch 17,27). De forma semejante, la historia es lugar y medio de revelación: la ignorancia, más o menos culpable, que se les reprocha a los paganos (Hch 17,30; Hch 14,16), y especialmente a los judí­os (Mt 16,31; Lc 12,56; Lc 19,42; Hch 3,17; Hch 13,27), supone la convicción de que Dios actúa en la historia de forma ordinaria y extraordinaria mediante las personas privadas, públicas y hasta indignas (Jn 11,51 Ac 4,27s; Hch 2,23).
Por eso la intervención de Dios mediante el milagro (acto de poder, signo, prodigio y obra) hunde sus raí­ces en esta fe de que Dios -trascendente, invisible, omnipotente y bueno- es omnipresente, operante, benéfico y salvador, particularmente con el hombre. Haciendo llegar a su debido tiempo a la plenitud y dando su reino en Jesucristo, Dios manifiesta su intervención omnipotente en él, incluso con una elevada concentración de milagros durante su ministerio público. La división de los milagros evangélicos en milagros de naturaleza y milagros antropológicos (exorcismos, curaciones, resurrecciones), descriptiva y derivada de los relatos neotestamentarios, corresponde a nuestra mentalidad moderna y occidental, e incluye en algunos autores la intención de reconocer que Jesús pudo curar a algunos enfermos, especialmente neuróticos, negándole todos los demás milagros. Pues bien, esta manera de pensar es extraña (y contraria) a la mentalidad de los evangelistas, de sus predecesores y del mismo Jesús: Dios, creador y señor de los espí­ritus, de los hombres y de la naturaleza material, señor absoluto de la vida y de la muerte, está presente en toda criatura y actúa en ella, y con su sabidurí­a, poder y bondad puede curar a un epiléptico y cambiar el agua en vino, resucitar a un muerto y calmar el lago durante la tempestad. Por eso es preferible la clasificación puramente literario-redaccional [/111, 7].
2063
b) Jesucristo y el mundo.
La referencia mencionada del mundo y del hombre a Jesucristo y la conexión del milagro con su persona constituyen la novedad especí­fica del NT respecto al ATy al judaismo. El acto de poder de Jesús, de los discí­pulos y de cuantos creen en él está estrechamente vinculado a él y a su resurrección. Puesto que en él reside una dynamis (poder, fuerza) (Mc 5,30), Jesús puede realizar y realiza de hecho dyná-meis, es decir, actos de poder. El poder es Dios mismo (Mc 14,62), y se manifiesta de modo particular en la resurrección de los muertos (Mc 12,24), lo mismo que se manifestó en la creación (Rm 1,20). Jesús es hecho plenamente partí­cipe de ese poder en su resurrección (Mc 14,62), determina la venida del reino de Dios en poder entre la pascua y la parusí­a (Mc 9,1) y lo desplegará de modo definitivo cuando vuelva en majestad para el último acto de la redención (Mc 13,26). Aunque lo posee ya en la tierra y antes de pascua, Jesús lo revela concretamente en los milagros, en los que se muestra poderoso (Lc 24,19; Jn 3,2 ), realizándolos incluso por medio de personas extrañas (Mc 9,38s).
Pero Jesús fue constituido Hijo de Dios †œen poder† en la resurrección (Rm 1,4): el Espí­ritu de Dios, que lo resucita de entre los muertos, elimina la fragilidad de la carne y lo convierte en espí­ritu vivificante ico 15,45), lo hace poderoso y capaz de configurar consigo al creyente incluso en su cuerpo resucitado ico 15,49-57; Flp 3,10; Flp 3,21). Pero esta realidad †œespí­ritu y poder†, que crea la humanidad de Jesús en el seno de Marí­a (Lc 1,35), está presente en él antes de pascua, y en virtud de ella puede llevar a cabo la liberación del hombre como taumaturgo y como profeta (Lc 4,14-21; Hch 10,38; Lc 5,17; Lc 6,19; Lc 8,46 ). Y en virtud de su †œespí­ritu y poder† podrán igualmente realizar milagros los discí­pulos y los que creanenél(Roml5,19;He6,5.8;Gál 3,5).
Prácticamente sinónimo de dynamis y sustancialmente idéntica es la exousí­a (poder, autoridad, potestad:
Lc 4,36; Lc 9,1). Poseyéndola ilimitadamente, Dios dispone con absoluta libertad el camino, las etapas y la meta de su plan de salvación (Hch 1,7). Jesús está revestido plenamente desde su resurrección de ese poder, y en virtud del mismo confí­a a los †œonce† la misión universal, asegurándoles su asistencia eficaz a lo largo de toda la historia para el éxito de su predicación y de la afirmación del reino de Dios
Mt 28,18-20; Mt 10,7). Sin embargo, también él participa de ese poder durante su ministerio (Mc 11,2 7-33 y, como Hijo del hombre en la tierra, lo ejerce con su palabra, basada en su misterio personal, y por tanto con autoridad para enseñar y con eficacia para liberar a los hombres de los espí­ritus inmundos, de las enfermedades, del pecado y de otros males (Mc 1,21; Mc 1,27; Mc 2,1-12). Más aún, poseyéndola con plenitud, la comunica a sus discí­pulos para hacerlos capaces y válidos colaboradores en la predicación y en la actividad milagrosa (Mc 3,15; Mc 6,7; Mt 10,1; Lc 9,1; Lc 10,17).
2064
3. LOS MILAGROS Y LA RESURRECCIí“N de Jesús.
Pues bien, el espí­ritu, el poder y la autoridad de Dios y de Jesús como causa de los milagros nos sitúan frente a Jesús resucitado. El espí­ritu, el poder y la autoridad, que hacen del resucitado el primogénito de entre los muertos y capaz de salvar a todos los creyentes, incluso en el cuerpo, están ya presentes en él mientras vive en la tierra y actúa como revelador definitivo y como taumaturgo, aun cuando como taumaturgo actúe de modo discontinuo, con eficacia parcial y a nivel de signo. Por eso la relación entre los milagros y (el milagro de) la / resurrección es una relación interior, necesaria, múltiple y complementaria.
Así­ la †œfe† en la resurrección está en el origen de la memoria de los milagros. Convertida en la clave de interpretación de la identidad verdadera y de la vida, de las acciones y de las palabras de Jesús (Lc 24,44s; Jn 2,22; Jn 12,16), la resurrección reveló a los discí­pulos la naturaleza cristológica y salví­fica incluso de los sucesos prepascuales, incluidos los milagrosos. Y los milagros tienen necesidad de ser interpretados a la luz de la resurrección: al presentar a los discí­pulos de Emaús reconociendo a Jesús como †œprofeta poderoso en palabras y en obras† y al mismo tiempo como †œmesí­as fracasado† por estar y mientras están privados delate en su resurrección, Lc (24,19-24) hace comprender que los milagros evangélicos fracasan en su objetivo sin la resurrección. Al remitir a los judí­os, que pretenden signos clamorosos, al signo de Joñas y al del templo, Mt (12,39s)y Jn (2,l8ss; cf 6,3Oss) sugieren que los milagros reciben su significado profundo solamente a partir de la resurrección. Por otra parte, Jn
-considerando su libro como una antologí­a de signos e incluyendo en ellos las manifestaciones pascuales- es el más explí­cito a propósito de la interdependencia †œmilagros-resurrección†. El motivo es claro: al hacer de él el Hijo de Dios en poder y el primogénito de los muertos -arquetipo, mediador y artí­fice de la salvación de todos-, la resurrección permite captar la concausalidad eficiente de Jesús respecto a los milagros, insinuada por la forma imperativa de realizarlos (Mc 1,25; Mc 9,25) y ejercida mediante su humanidad creada por el espí­ritu y por el poder de Dios (Lc 1,35). De forma semejante, al revelar la función salví­fica universal de Jesús (Lc 24,46s), la resurrección confiere a los milagros prepascuales la cuali-ficación de primicias de la salvación y a los pospascuales la nota de signos de la salvación dada ya en el presente en Cristo, muerto y resucitado, y la de invitaciones a creer en él (Ac 3,12-16;4,9s;Mc 16,15- 20).
A su vez, los milagros prepascuales iluminan la resurrección, lo mismo que el punto de partida y las etapas intermedias dejan vislumbrar la meta. Jn, distribuyendo estratégicamente los signos evangélicos y destacando la luz especí­fica que emana de algunos de ellos -†œYo soy el pan†, †œYo soy la luz†, †œYo soy la resurrección y la vida† (6,35; 9,5; 11,25)-, los señala como etapas hacia el †œYo soy† del Hijo del hombre elevado en la cruz y en la gloria para atraer a todos hacia sí­ y darles la salvación (8,28; 12,32). También Lc, basando los milagros en el †œespí­ritu y poder† de Jesús, prepara al lector a ver en el resucitado al que da el poderdel Espí­ritu Santo, alma y motor de la misión universal salví­fica (1,35; 5,17; 6,19 y 24,49; Hch 1,8). Además, al presentarlos milagros como intervenciones liberadoras de los diversos males del hombre (la enfermedad, la muerte, los espí­ritus malignos, la naturaleza hostil, el pecado), los evangelistas tienen ante los ojos la amplitud y la densidad de la victoria pascual de Jesús en favor de los creyentes. De modo semejante, la fe, condición previa (Mt, Mc, Lc, Jn 11,40) y consecuencia de los milagros (Jn; Mt 11,20-24; Mc 5,18-20 = Lc 8,38s; Mc 10,52), alcanza en la pascua su madurez y pasa a ser explí­citamente confesión (Lc 24,34; Jn 20,28; Jn 21,7) y anuncio de él (Mc 16,15s; Ac 2,22ss…). Al mismo tiempo, la pobreza de los milagros -es decir, su rareza, su carácter reservado y la temporalidad de sus efectos-, que preservó a los discí­pulos de la milagrerí­a y que hizo posible a Jesús el camino de la cruz y de la muerte (Mc 15,29-32), está en armoní­a con el hecho de que el poder de la resurrección, a pesar de que redime, transforma y. santifica al hombre ya desde ahora y hace fermentar evangélicamente su historia, coexista con su debilidad (pecado y sufrimiento, 2Co 12,12; Ga 6,3; ico 15,9; Ef 3,8), construya al hombre nuevo mediante un proceso de muerte-resurrección (Rom 6,3ss; 2Co 4,lOss) y sea perceptible solamente a los ojos de la fe e inaccesible a los sentidos (Col 3,3s; 1Jn 3,2). Es significativa en este sentido la fisonomí­a de la teofa-ní­a en el NT. Prescindiendo de las alusiones a las del AT (Ac 7,3Oss; Hb 12.18; Hb 12.29), los rasgos teofánicos -mejor dicho, epifánicos y apocalí­pticos- son cristológicos y pascuales. Ciertos detalles y algunos vocablos especiales en la presentación del bautismo y de la transfiguración (Mc lbs; Mt 17,1-7), de los momentos anteriores y sucesivos a la muerte de Jesús y a la mañana de pascua (Mt 27,45; Mt 27,51-53; Mt 28,2-4), de la irrupción fragorosa del Espí­ritu Santo Hch 2,2-4; Hch 2,16-20; Hch 2,33), de la cristofaní­a a Pablo (Hch 9,3-8) y especialmente de la pa-rusí­a en medio de la convulsión del cosmos (Mt 24,29-30; Mt 26,64; 2P 3,10-13), así­ como de algunos milagros (Mt 8,24ss; Jn 6,15-21; Mc 9,14-29), son un preludio o una alusión o una presuposición del acontecimiento pascual: el dí­a de Yhwh (JI 2,11; JI 2,31; Ap 16,14) se convierte en el dí­a del Hijo del hombre, del Señor Jesús, del Señor (Lc 17,24; Lc 17,30; Hch 14,31; 1 Ts 5,1; Ap 6,17 [de Dios y del cordero]). Por otra parte, algunos de los términos epifánicos (apocalí­pticos) son utilizados y aplicados a la existencia terrena de Jesús en su conjunto (Jn 1,14 2Tm l,9s; 2Tm 4,8; Tt 2,11; Tt 3,4; Lc 1,79; Lc 2,9; Jn 1,5; Jn 1,9). Y las cristofaní­as pascuales están en la lí­nea de las teo-faní­as antropomórficas del AT (Mt 28,16-20 cf Gen 18,lss;Ex3-4 1S 3,lss).
2065
4. LOS MILAGROS Y LA FE EN Cristo,
2066
a) La fe pascual.
La resurrección, el milagro por excelencia, es también el más secreto: los testigos del NT hablan de él como creyentes. Basándose en el indicio del sepulcro vací­o y en las repetidas experiencias del resucitado, todos los que las habí­an tenido y que, a pesar de la muerte en la cruz, mantení­an una relación interior con Jesús (Mt 28,5; Mc 16,10; Mc 16,7), reconocen la intervención de Dios, se sienten radicalmente transformados por ella y se convierten en heraldos suyos. Al contrario, los que tentaron a Jesús hasta el final procuraron sellarlo en el sepulcro (Mt 27,39-43; Mt 27,62-66) y se empeñaron en manipular la débil huella del sepulcro vací­o según sus propios intereses (Mt 28,13-15), no fueron objeto de ninguna iniciativa divina, sino que permanecieron en su propia incredulidad (Lc 16,31).
Pues bien, la fe en la resurrección contribuyó a la formación de la tradición evangélica sobre los milagros bajo diversos aspectos. Puso a los discí­pulos en disposición de ver los †œverdaderos† milagros prepascuales †œcon ojos nuevos†, es decir, como acciones salví­ficas de Dios y de Jesús (Hch 2,22; Hch 10,38). Igualmente los condujo a descubrir (Mc 6,45-52) o a acentuar (Mc 5,21-24; Mc 5,35-43; Mt 9,18-19; Mt 9,23-26) la naturaleza milagrosa de algunas de sus intervenciones, a aumentar su número mediante los duplicados (Mt 9,27-31 y 20,28-34) y los sumarios de generalización (Mc 1,32-34; Mc 3,7-10 ), a intensificar sus aspectos maravillosos (Mt 9,35), a anticipar a su ministerio terreno algunos de los realizados después del pascua (Lc 5,1-11, Jn 21 ,lss) y, según algunos autores, a transformar también en milagro alguna parábola del maestro(Mc 11,12-14; Mc 11, Mc 13,6-9) y aplicarles incluso alguna de las leyendas locales (Mc 5,1-20; Jn 2,1-11). La influencia iluminadora y amplificadora de la fe pascual parece que es cierta, pero no creativa †œex novo†, sino más bien basada en la seguridad de los discí­pulos de haber sido testigos directos de algunos milagros de Jesús.
2067
b) La fe de los milagros.
Pero ya antes de pascua el milagro es inseparable de una †œcierta fe† en Jesús, que es condición para reconocerlo y alcanzarlo. En general, los que presenciaron los signos y los actos de poder de Jesús reaccionaron reconociendo de diversas formas (admiración, comentarios. Mc 1,27) la intervención de Dios y expresando así­ por lo menos una disponibilidad a la adhesión. Otros, en cambio, reaccionaron negativamente, es decir, percatándose de su singularidad y atribuyendo al mismo tiempo su origen al diablo (Mt 12,22-30), excluyendo su procedencia de Dios (Jn 9,16) o pretendiendo siempre signos nuevos (Lc 11,14-16; Jn 6,26-30; Mc 8,1 Is; Mc 15,29-32).
Además, en su devenir el milagro está ligado fuertemente a una cierta fe en Jesús. Para los sinópticos generalmente -y también a veces para Jn (11,40; 1,50-2,11)- el milagro va precedido de la fe personal Mc 10,52) o, si ésta no es posible, de la fe de otros (Mc 5,36), explí­cita o equivalente (Mt 9,28ss; Mc 1,40 ), decidida o titubeante (Mc 2,5; Mc 9,22). En presencia de la fe, el milagro va a veces más allá de lo que esperaban los interesados (Mc 2,1-12). Por el contrario, la incredulidad parece paralizar la fuerza misma milagrosa de Jesús (Mc 6,1-6). Además, en Jn, y a veces con una terminologí­a equivalente en los sinópticos (Jn 4,53; Jn 2,11; Mt 11,20-24; Mc 5,18-20; Mc 10,52), el milagro está en el origen de la fe o de un aumento de la misma.
2068
c) No se especifica la naturaleza de la fe.
No cabe duda de que es †œconfianza† en Dios y en Jesús. Convencidos del poder y de la bondad de Jesús, que Dios le habí­a concedido (Mc 6,2), los que imploran confí­an en él sin reservas (Mc 1,40). Pero esta confianza es dinámica, inventiva y combativa respecto a Jesús (Mt 15,21-28; Mc 5,27-30; Mc 10,46-52); análoga a la de los salmistas enfermos, aunque mucho menos verbosa, debido también a que los evangelistas narran el milagro después de ocurrido. Pero la fe de los milagros es †œmás que confianza†™. Es también disponibilidad, acogida y adhesión a la persona, a la misión y a las exigencias de Jesús en curso de revelación. Nicodemo, que reconoce el origen divino de la enseñanza y de los signos de Jesús, es un incrédulo, probablemente porque piensa que lo †œsabe† ya todo sobre él (Jn 3,2; Jn 3, . De la misma manera, los habitantes Nazaret, pesar que atribuyen Dios la sabidurí­a y los actos poder Jesús, se comportan como incrédulos y hacen imposibles los milagros al pretender mantenerlo dentro los lí­mites su familia y su oficio (Mc 6,1-6). Por el contrario, otros, como el endemoniado Gerasa, que intenta establecer una relación estable con Jesús y en todo caso hace él un punto referencia (Mc 5,18-20); o como el ciego Jericó, que transforma la fe primera en seguimiento (Mc 10,52), añaden la confianza en él una adhesión hecho Jesús, su función, sus reivindicaciones que Dios está presente y operante en él como en ningún otro. Y esto equivale una fe cristológica, aunque sólo sea embrionaria y potencial. Más expresamente, Jn hace que brote la fe los signos. Naturalmente, los milagros pospascuales están vitalmente vinculados la fe cristológica explí­cita, tanto en quienes los obran como en sus beneficiarios (Mc 16,17s).
2069
d) La fe del taumaturgo.

En el NT se considera necesaria la fe del taumaturgo (Mc ll,23ss), aun en el caso de comunicación de esta potestad por parte de Jesús (Mt 10,1-8 + 17,20), y es ejercida de varias maneras (Hch 3,6; Hch 9,40; Mc 9,39). Sin embargo, estafe no se le atribuye nunca a Jesús: él lleva a cabo el milagro en virtud del espí­ritu, del poder y de la autoridad que están presentes en él y que resultan evidentes en sus órdenes eficaces. Incluso cuando reza en concomitancia con una intervención milagrosa, Jesús reza para dar gracias a Dios por ser escuchado (Jn 11,41; Mc 6,41): aunque recibe el poder milagroso del Padre y está siempre en comunión con él, su mediación, también respecto a los milagros, es al mismo tiempo orante y autoritativa (Jn 11,22; Jn 11,43), como la que se referí­a a la misión del Espí­ritu Santo (Jn 14,16; Jn 14,26; Jn 15,26; Jn 16,7; Lc 24,49 y Hch 1,4; Hch 1,8; Hch 2,33).
2070 5. LOS MILAGROS Y LA SALVACIí“N.
La resurrección es un acontecimiento personal y funcional de Jesús. Constituido Hijo de Dios en poder, primogénito de entre los muertos, Cristo y Señor (Rm 1,4; Col 1,18; Hch 2,36), él ha resucitado por nosotros (Hb 6,20; Hb 7,25; Hb 9,24), lo mismo que murió (Mt 26,28; Rm 4,25) y nació (Lc 2,11) por nosotros. El que confiesa esta fe se hace partí­cipe de la salvación (Rom 10,9s). Y el NT se muestra unánime en este punto capital. Por su parte, los evangelistas señalan al Resucitado como al autor de la misión universal salví­fica (Mt 20,16-20; Lc 24,44-49; Jn 20,21-23; Mc 16,7; Mc 16, Hch 1,8), y los discursos misioneros de los Hechos también como fuente de la salvación (Ac 2,22ss; 5,31; 13,26). En los mismos Hechos (4,7.9.12; cf 3,7) se subraya que la salud que se le devolvió al cojo en el nombre y en el poder de Cristo, muerto y resucitado, indica que la salvación es ofrecida a todos por Dios exclusivamente en el nombre de Jesús (cf 2,36; Flp 2,11). Pues bien, los evangelistas ven en los milagros de Jesús unos actos salví­ficos. Lo mismo que subrayan la fe en concomitancia con los milagros y como clima vital de éstos, así­ también ponen de manifiesto la salvación en relación con ellos y con su fruto.
Terminológicamente, los sinópticos utilizan el verbo salvar (griego, sozein;Jn 5,6; Jn 7,23, hughies, sano) frecuentemente en conexión con los milagros: Jn exalta en varias ocasiones los dones salví­ficos inherentes a los signos. Además, del examen de las noticias y narraciones de milagros se deduce que todos ellos son para el bien del nombre (incluso Mc 5,1-20; Mc 11,12-14; Mc 11,20). Lc (1,20-22; Hch 5,1-11; Hch 12,2 1-23; Hch 13,11), aun mencionando en su obra milagros de juicio, como en la tradición bí­blico-judí­a y helenista, no los atribuye nunca a Jesús.
Pero la naturaleza de la salvación sólo está sugerida. Directa y expresamente la intervención milagrosa de Jesús lleva consigo la liberación de los males que atacan al hombre: enfermedades (Mc 3,4; Mc 5,28; Mc 10,52), las fuerzas naturales adversas (Mt 8,25; Mt 14,30), los demonios (Lc 8,36), la muerte inminente o ya ocurrida (Mc 5,23; Lc 8,50; Jn 11,12). Pero esta salud fí­sica, que a veces tiene como sinónimo la vida (Mc 5,23; Mc 3,4), es simultáneamente espiritual, como en el samaritano, que, ya curado de la lepra, recibe el don de la salvación (Lc 17,19); yen el ciego de Jericó, que, liberado de la ceguera, se pone a seguir a Jesús (Mc 10,52). En semejante contexto la fórmula de despedida †œtu fe te ha curado†™ se extiende legí­timamente en Lc del don milagroso de la salud fí­sica (Lc 8,48) al de la salvación espiritual (7,50) y a los de ambas (17,19). Por eso Jesús declara expresamente en Cafarnaún (Mc 2,1-12; Jn 5,1-14) que con su autoridad de Hijo del hombre le da invisiblemente al paralí­tico el perdón de los pecados y visiblemente el don de la curación.
Por esto la naturaleza de salvación de todos los milagros evangélicos es la que se indica en los exorcismos: éstos son los signos sensibles del don del reino de Dios (Mt 12,2-8) y hacen palpable el reino anunciado como cercano por la palabra de Jesús (Mc 1,15). Indicándolos como cumplimiento de los bienes prometidos en el AT, son las primicias del reino ofrecido a los pobres (Mt 11,2; Mt 11,5-6) y totalmente disponible en la pascua (Lc 22,29s), como consecuencia de haberse negado a encontrar la salvación mediante un milagro (Lc 23,35-43). Por consiguiente, las victorias de Jesús sobre los diversos males del hombre durante el ministerio público son otras tantas brechas abiertas en el reino de Satanás y un preludio de su victoria pascual.
Los milagros después de pascua de los creyentes manifiestan con mayor transparencia, incluso al exterior y en el mundo fí­sico, el poder del Resucitado y la acción del Espí­ritu (Mc 16,17-20; Ga 3,5) contra el pecado y contribuyen a alimentar la esperanza cristiana de la salvación de todo el hombre y de la liberación del cosmos entero (Rm 8, 19-25).
2071 6. LOS MILAGROS Y LA PALABRA,
2072
a) Ambigüedad de los milagros.
También para el NT el milagro es ambiguo y más un interrogante que un anuncio. La desaparición del cadáver de Jesús, único elemento visible de la intervención de Dios, fue interpretado como un hurto por los amigos y por los adversarios de Jesús (Jn 20,2; Jn 20,13; Mt 28,13) y tuvo necesidad de palabras y de acontecimientos de revelación para ser comprendida como indicio de la resurrección (Jn 20,8s; Mc 16,7). De forma análoga, frente a los milagros de Jesús algunos descubrieron en ellos la intervención de Dios, mientras que otros vieron la del diablo (Mt 12,22-24). Los mismos discí­pulos, aun reconociendo en ellos la mano de Dios, no comprendieron a veces su lección (Mc 6,52; Mc 8,17-21). Incluso Juan el Bautista, al tener conocimiento de ellos, se siente turbado respecto a la identidad mesiánica de Jesús inherente a los mismos y tiene que ser iluminado con la palabra del AT (Mt 11,2-6). Por eso Jesús, poniendo en guardia contra los signos y prodigios engañosos de los falsos profetas y cristos, indica en su palabra el medio para no caer en la trampa (Mc 13,22s), que resulta fatal para los que desobedecen a la verdad (2Tes2,9s; Ap 13,11-13).
2073
b) Complementariedad de los milagros con la palabra.
De aquí­ la necesidad de completarlos con la palabra, que de cualquier modo les acompaña. El arraigo de la palabra y del milagro en la potestad (griego, exousí­a) (Mc 1,22; Mc 1,27; Mt 7,29 + Mt 8,9) de Jesús, en su poder (griego, dy†™na-mis) (Lc 4,36; Lc 9,1) y en su plenitud del Espí­ritu de Dios (Mt 12,18; Mt 12,28) sugiere su mutua integración. También la comunidad de efecto, que se identifica con el asombro de la gente y la primera aparición del problema de la identidad de Jesús, insinúa su coordinación recí­proca Mc 1,22; Mc 1,27). De hecho, los sinópticos, al atribuir su autoridad a su misterio personal (Mt 7,29; Mc 2,1-12), indican en aquel misterio la razón del estilo en primera persona singular en el anuncio (Mt 5,22ss) y en la realización del milagro (Mt 8,3). A su vez, Jn presenta la palabra o el gesto de Jesús como causa de los signos y de las obras (2,7s; 4,50; 5,8; 11,43 y 6,11; 9,6s), y al mismo tiempo indica su unidad con el Padre como raí­z de sus palabras y de sus obras (14,lOs).
2074
c) Subordinación de los milagros a la palabra.
Sin embargo, la palabra tiene la preeminencia sobre el milagro. El mismo Jn, que hace brotar la fe del signo (2,11; 11,42-45) y señala en las obras el testimonio que el Padre da de Jesús (10,25.38; 5,36), presenta repetidas veces la palabra, prolongada a menudo en un discurso entero, como reveladora del signo realizado o por realizar (6,3lss; 9,5.35-38; 4,42). Por esto el mismo Jesús indica como frágil la fe que se basa en los signos (2,23s) y que se cierra al testimonio ulterior verbal de Jesús (3,2. lis), y al final acusa a los judí­os de incredulidad a su palabra y a sus signos y obras (15,22.24). Pero esto mismo es lo que se insinúa en los sinópticos. La simultaneidad de la predicación y de la actividad taumatúrgica sugiere su complementarie-dad, y al mismo tiempo que la palabra confiere un sentido especí­fico al milagro, sustrayéndolo a la condición de simple acto humanitario y elevándolo a signo salví­fico y anticipo de los beneficios del reino de Dios (Mt 4,17; Mt 4,23-25; Mt 9,35 para los discí­pulos: Mc 3,14s). Las mismas amenazas a las ciudades impenitentes (Mt 10,20-24) insinúan que el anuncio explí­cita la finalidad del milagro. Por otra parte, al remitir a sus adversarios, ávidos de prodigios, al signo de Jonás, es decir, a su predicación (Lc ll,29s.32; cf 16,31), Jesús hace comprender la primací­a de la palabra sobre el milagro. Hay otras muchas indicaciones en este sentido. Aunque confirmada en su credibilidad por el milagro Mc 2,1-12; Jn 10,25), la palabra es frecuentemente el origen de la fe en los milagros y de los mismos milagros. Constituye además el ministerio habitual, cotidiano y obligatorio de Jesús y se identifica con su misión (Mc 1,38; Lc 4,43), mientras que el milagro es ocasional, a pesar de que de hecho (Mt 9,35) y en la redacción de los evangelios (Lc 24,19; Hch 1,1) suelen estar combinados los dos. Por otra parte, aunque completa la palabra y puede perfectamente llamarse †œpalabra visiblemente eficaz† sobre la identidad de Jesús y sobre el reino de Dios (Mc 2,1-12), el milagro exige ser superado en cuanto beneficio sensible, aunque sea un beneficio mesiánico, salví­fico y divino, y ser conservado como palabra -de aquí­ su denominación de signo-, es decir, enseñanza, insinuación y evangelio sobre Cristo y sobre su salvación Mt 11,2-6; Mt 4,23-25). Así­ también, la riqueza de la palabra es mayor; a pesar de su número, de su variedad y de su estilo especí­fico, los milagros generalmente tienen como desenlace el nacimiento del problema de Jesús, de su misión, de sus dones y de sus exigencias (Mc 1,22; Mc 1,27; Mc 4,41; Jn 2,9; Jn 2,, sin indicar simultáneamente la respuesta concreta; la palabra, por el contrario, en sí­ misma y en conexión con el milagro, ofrece directamente esa respuesta, en términos propios o parabólicos, y todas formas siempre con mayor claridad y desde múltiples puntos vista. Quizá por esto Jn, que considera su escrito como una selección signos al servicio la fe (20,30s), los refiere menudo como signos interpretados.
2075
7. LOS MILAGROS Y SU SITUACIí“N literaria ? histórica,
2076
a) Los relatos de milagros y los acontecimientos.
Las informaciones que se nos dan en los evangelios sobre los milagros tienen en su favor una situación literaria notablemente superior respecto a las noticias sobre los milagros de la literatura bí­blica, judí­a, rabí­nica y helení­stica; de hecho, esos informes pertenecen a una fecha más cercana a los hechos milagrosos en cuestión. Los relatos helenistas, a pesar de su ambiente más sensible y más experto dentro del género literario histórico, son claramente inferiores en fecha, calidad y aliento religioso a los del evangelio. Sin embargo, las noticias y narraciones evangélicas son primariamente sucesos lingüí­sticos y literarios, como por lo demás las de otras literaturas y las narraciones no milagrosas de los evangelios:
entre los acontecimientos y los textos hay que pensar en los escritores, en sus fuentes y en los primeros predicadores, lo mismo que para todos los demás acontecimientos de la tradición evangélica, y también en gran parte para los dichos. Además de las redacciones actuales -las únicas que poseemos-, que presentan el episodio desde perspectivas diferentes (Mc 6,45-52, incomprensión del misterio; Mt 14,22-23 confesión de fe; Jn 6,15-21, epifaní­a), está la tradición anterior, que ya habí­a interpretado, elaborado, propuesto y quizá agrupado las noticias y las narraciones según objetivos, criterios y esquemas literarios diversos, pero desconocidos en gran parte para nosotros. Pues bien, ya en semejante elaboración, inspirada igualmente en formas literarias preexistentes, pudieron haber tenido lugar aquellos fenómenos de dilatación numérica y revestimiento narrativo, aquellas anticipaciones de acontecimientos pascuales y, ajuicio de algunos, aquella transformación de alguna parábola en milagro, así­ como aquella trasposición de leyendas locales a Jesús, que antes mencionábamos (supra, ¡III, 4a). No obstante, es difí­cil atisbar la evolución de la tradición: las aportaciones de la confrontación entre las diversas redacciones y los ecos eventuales del AT, así­ como las otras mucho más débiles de los relatos judeo-rabí­nicos y helenistas, permiten solamente seguir su proceso con una aproximación que no supera la probabilidad o la posibilidad. De manera semejante, las descripciones evangélicas no son suficientes para un diagnóstico preciso de los diversos casos, internos o externos al hombre, resueltos positivamente con la intervención milagrosa de Jesús. Al narrar con la intención de promover la fe en Jesucristo, los evangelistas y sus predecesores se preocuparon de destacar también en los relatos de milagros aquellos detalles que consideraban en armoní­a con su objetivo, pero, en el estado de los hechos, insuficientes para que nosotros podamos hacer una reconstrucción de lo sucedido.
Las clasificaciones de la tradición evangélica de í­ndole milagrosa en †œcompendios† (Mc 1,32-34; Mc 1,39 Jn 20,30s), en †œrelatos-breves† y estereotipados (cinco tiempos: Mt 8,1-4), en †œparadigmas† o narraciones que sirven de marco a dichos importantes (Mt 12,9-14; Mc 3,1-6) y en †œrelatos pormenorizados† Mc 5,1-20; Jn 2,1-11; Jn 5,1-15 9,lss; ll.lss) prevalentemente descriptivos, se deducen de los textos y ponen en guardia contra los †œtipos de narraciones† que suponen algunos autores y que atribuyen generosamente a la literatura helenista.
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b) Motivos de fiabilidad histórica.
El reconocimiento del enriquecimiento objetivo y descriptivo por la tradición evangélica de los milagros y de una cierta deuda literaria con el ambiente (judí­o y helenista), no reduce los relatos milagrosos a un puro acontecimiento literario (o a una narración del nacimiento de la fe: cf. K. Bornkamm, WunderundZeug-nis
J.C.B. Mohr, Tübingen 1968), privado de toda correspondencia con la realidad histórica. El milagro es parte del anuncio de Cristo desde el principio (Hch 2,22) y ocupa un puesto notable en los cuatro evangelios; y la actividad taumatúrgica de Jesús es considerada además como históricamente sólida por los exegetas que siguen los métodos hermenéuticos histórico-cientí­ficos y están atentos a guardarse del prejuicio antisobrenatural de naturaleza filosófica. También los autores que a regañadientes admiten las curaciones de endemoniados y de enfermos psí­quicos y excluyen los demás milagros parecen obedecer a este apriorismo filosófico y abandonar el terreno sólido del texto, de su ambiente y de los métodos cientí­ficos para comprenderlo. L. Goppelt, distinguiendo oportunamente entre historia y filosofí­a, entre criterios historiográficos y principios filosóficos, pone en guardia contra las pretensiones de la ciencia
-quizá, mejor dicho, de algunos de sus tutores interesados- de ayer, y en parte de hoy, de establecer a priori lo que puede suceder y lo que no puede suceder, y se pronuncia por la historicidad de los exorcismos y de las curaciones de enfermos en general y de algunos milagros de naturaleza (Mc 4,35-41; Mc 6,34-44), aunque señalando que estos últimos no fueron inmediatamente evidentes a quienes los presenciaron (Theologie, 193s).
Los motivos de la credibilidad histórica de los relatos de milagros son sustancialmente idénticos a los de la fiabilidad de las demás partes de la tradición evangélica; y los métodos para realizar el camino desde el texto, único y múltiple, hasta el acontecimiento son igualmente los mismos. En particular, aun excluyendo la posibilidad de llegar a los †œipsissima fací­a Jesu†(F. Mussner, Los milagro, 46-53), como en las curaciones de leprosos o en las realizadas en dí­a de sábado, hay varias caracterí­sticas de las narraciones que orientan hacia el carácter fáctico de los milagros evangélicos: el testimonio múltiple (Mc, Q, Mt, Lc, Jn, Ac), la discontinuidad con el judaismo (Ac, Qumrán, Juan Bautista, rabinos) y con la Iglesia primitiva (por el estilo en primera persona singular), la enorme simplicidad en su presentación, la reserva habitual de Jesús en llevarlos a cabo, su carácter público, muy acentuado en algunos casos de contestación (Mc 3,22ss; Jn 5,lss; 9,lss), la gran popularidad que de allí­ se derivó para Jesús y probablemente confirmada por una Baraita judí­a (Sanhedrin 43a: Strack-Billerbeck, 1,631), su carácter especí­fico de signos y primicias del reino de Dios, todas estas cosas son elementos propios que, además de poner de relieve la originalidad de los milagros evangélicos, constituyen una base seria y sólida para afirmar su objetividad histórica.
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IV. EN LA IGLESIA.
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1. Existencia Y FUNCION DEL MILAGRO.
Para el perí­odo posterior a la pascua y fuera ya de los evangelios, sólo en raras ocasiones se recuerdan los milagros de Jesús (Hch 2,22; Hch 10,38), mientras que se mencionan más a menudo los de sus discí­pulos de forma sumaria (Hch 2,43; Hch 5,12; Hch 5,15; Hch 6,8 8,6s; Hch 14,3; Hch 15,12 28,8s; Rm 15,19; Ga 3,5; Hb 2,4) o por extenso (Hch 3,1-10; Hch 9,32-35; Hch 14,9-11; Hch 15,18; Hch 20,9-12 ). Generalmente estos milagros son realizados por los actores humanos apelando al poder de Cristo, muerto y resucitado, aunque a veces se les refiere a la acción de Dios y de su Espí­ritu (Hch 12,13 [ángel]; Ga 3,5 [Espí­ritu Santo]). Hay a veces algunos milagros punitivos (Hch 5,1-11; Hch 12,23; Hch 13,9-12); pero la mayor parte son salví­ficos, como los del evangelio, y, al conferir credibilidad a la palabra apostólica, promueven la fe en Jesucristo. Lo mismo que Jesús, tampoco sus discí­pulos hacen nunca milagros en su propio favor, aun cuando a veces son salvados por Dios de forma singular para que sigan evangelizando (Hch 12,6-11; Hch 16,26; Hch 5,19).
Pero en el tiempo de la Iglesia el milagro no es solamente una realidad de hecho y reservada a los grandes servidores de la †œpalabra†, como podrí­a deducirse de Mc (3,15; 6,7; Mt 10,1; Lc 9,1; Lc 10,19), sino que está de alguna manera institucionalizado en la comunidad cristiana y es coexten-sivo a la duración de la predicación evangélica y de la fe en Cristo y mediatizado por todos los creyentes (Mc 16,17s.2O). No obstante, sigue siendo secundario y ocasional: la salvación tiene su origen, fructifica y camina a través de la palabra apostólica (eclesial) y el bautismo (= sacramentos), acogidos con fe obediente (Mc 15, 15s; Mt 28,18-20). El bien concedido por el milagro no se identifica con esta salvación; pero constituye una irradiación sensible, más transparente que la presencia activa del Resucitado, que con su Espí­ritu conduce a los cristianos, a la Iglesia y a la humanidad hacia la última meta de la resurrección y de la transfiguración del cosmos.
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2. SUS LíMITES Y SU CONTINUA puesta al dí­a.
El don de los milagros figura entre los carismas que hacen tocar con la mano la libertad, la liberalidad y la magnificencia de Dios, uno y trino, con los cristianos, a fin de hacerlos cooperadores idóneos en la edificación del cuerpo de Cristo (1Co 12,9s.28-30; 13,2b). Prácticamente, el milagro se manifiesta en cada uno de los sectores de la actividad humana cuando el cristiano, enriquecido y animado por el Espí­ritu de Dios, se compromete a sí­ mismo por entero y †œhace milagros† en el apostolado, en la enseñanza, en la asunción de responsabilidades, en la asistencia…; acogiendo los dones del Espí­ritu, los ministerios de Cristo y las actividades de Dios, el cristiano coopera en espí­ritu de servicio, con absoluto desinterés y en sintoní­a con todos los demás hermanos, en la edificación y el perfeccionamiento de todo el cuerpo de Cristo (cf también Rm 12,6-8; Ef 4,7; Ef 4,
Pero los milagros y la fe de los milagros, al igual que ocurre con los otros carismas, son claramente
inferiores a la caridad, así­ como a la fe y a la esperanza, estrechamente asociadas a la caridad (1 Co
12,31 b-14,1): son carismas terrenos, transitorios e imperfectos, mientras que la caridad pertenece además
a la condición madura, perfecta y definitiva del cristiano. Además, la caridad, que se ejerce con la paciencia, la humildad, la amabilidad, la disponibilidad…, es descrita como el poder en la debilidad (2Co 12,9s); privado de aparato exterior y de efectos vistosos, el cristiano actúa como adulto, participa de la eficacia del poder de la cruz para la salvación de los demás (1Co 1,18; ico 1,26-31) y construye a los demás creyentesyala Iglesia, al hombreyala sociedad (lCo 8,1).
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y. CONCLUSION.
Pastoralmente se perfila una doble consideración: en relación con los (relatos de) milagros del AT y del NT y con los milagros de la Iglesia que camina, y -teniendo en cuenta la unicidad y la universalidad de la mediación de Cristo (Mc 9,38s; Hch 19,12)- en las religiones no cristianas.
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1. LOS MILAGROS DEL AT Y DEL NT.
Como todos los acontecimientos de la historia de la salvación, éstos están ante nosotros exclusivamente como palabra (Lc 1,1-4; Hch 1,1). Su mensaje conserva su validez. El milagro de la creación en Cristo; el del éxodo, que hizo nacer a Israel como pueblo de Dios, y el de la resurrección, con el que Jesús nace como Hijo de Dios en poder y como primogénito de muchos hermanos, son actos omnipotentes salví­ficos de Dios, vitalmente relacionados entre sí­ y que preparan el milagro escatológico de la glorificación de los hijos de Dios en la tierra nueva y en los cielos nuevos. También la enseñanza de cada uno de los milagros sigue siendo actual bajo el aspecto teológico, cristo-lógico, eclesiológico, sacramental y escatológico, como se insinúa en el NT respecto al AT y en los padres y en la tradición de la Iglesia respecto al AT y al NT. La intervención de Dios en la naturaleza y en la historia, que se hace sensible en el milagro, confirma su presencia, su señorí­o, su acción y su dirección de la creación y del hombre, así­ como su compromiso, discreto y sumamente eficaz, en la trama de la historia humana con el hombre y para el hombre. Además, la intervención milagrosa de Dios para salvar al hombre en su vida fí­sica y por un tiempo determinado (de la enfermedad, de la esclavitud, de la muerte…) pone de relieve que su designio tiene como finalidad la salvación de todo el hombre, incluso en su cuerpo, y sostiene la esperanza cristiana de la resurrección y de la liberación de la creación entera (Rm 8, 19-25). Del mismo modo, la acción milagrosa de Dios para conceder bienes terrenos y temporales (la libertad, la comida, la salud, la vida…) insinúa que también el creyente y la Iglesia tienen que trabajar activamente para alcanzar las mismas metas de liberación y de prosperidad en favor del hombre individual y de la comunidad humana. De forma semejante, la dimensión cristológica inherente a algunos milagros, presente en los sinópticos y resaltada particularmente por Jn y por Pablo también respecto a algún signo del AT (1Co 10,1-4), conserva toda su importancia en relación con la identidad, con los misterios salví­ficos, con la función soteriológica y con la mediación de la humanidad de Cristo (passim). Igualmente, los rasgos ecle-siológicos (Mt 8,24-27; Mt 14,22-33; Mt 17,28-33), sacramentales (Mc 6,34-44; Mc 7,31-37), misioneros (Mc 5,1-20) y escatológicos Jn 11,1-45) de diversos relatos de milagros mantienen su valor, en cuanto que aluden a la continuidad entre algunos actos de Jesús y la Iglesia, su misión, sus sacramentos y la esperanza cristiana.
Por otra parte, estas lecturas de fe, múltiples y a veces posteriores a los milagros del AT y del NT, tienen un valor privilegiado en cuanto que han sido inspiradas por Dios a los diversos autores y entregadas a la Iglesia como †œpalabra de Dios†. Su pluralidad y su distancia cronológica sugieren que esas lecturas no agotan el mensaje de (los relatos de) los milagros. Por consiguiente, también las lecturas que hoy hacemos de ellos y que, mediante las interpretaciones privilegiadas, consideran los milagros desde la óptica de las condiciones culturales, religiosas, cientí­ficas, históricas, eclesiales… contemporáneas, son perfectamente legí­timas y fecundas; más aún, necesarias y obligatorias. Es verdad que la imposibilidad de reconstruir con exactitud lo sucedido a través de la documentación que ha llegado hasta nosotros suscita cierto malestar en el hombre actual -que se ve además arrastrado por la definición tradicional del milagro como hecho superior, derogatorio y contrario a las leyes de la naturaleza-, a pesar de saber que esa imposibilidad existe igualmente para otros acontecimientos históricos sagrados y profanos, y de que la intervención de Dios en un fenómeno singular no puede verificarse sólo con la investigación histórica, sino que hay que percibirla con los ojos de la fe. Pero este sentimiento de frustración no impide su lectura ni la hace menos fecunda o menos preciosa.
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2. LOS MILAGROS ENTRE LA PASCUA Y la parusí­a.
Actualmente algunos de los milagros han quedado sorprendentemente disminuidos (las curaciones),
mientras que otros parecen haber desaparecido (las resurrecciones, los milagros de la naturaleza). Por una parte el creyente, que participa de la salvación y se encuentra en camino hacia su cumplimiento dentro de la comunidad cristiana, coopera a ello llevando la cruz de cada dí­a, es decir, transformando los males presentes en factores de vida (Lc 9,23 2Co 4,lOss; Rm 8,17; Rm 8, Rm 8, ). Por otra parte, nuestra mentalidad es distinta de la bí­blico-evangélico-apos-tólica: el hombre de Oriente medio, judí­o y helenista consideraba natural y casi obligatorio que la divinidad y sus enviados intervinieran en los episodios de la vida humana con el milagro; el hombre contemporáneo y secularizado piensa que tiene que liberarse de ciertos males y procurarse determinados bienes por sí­ solo, y en parte lo consigue con su ciencia y con sus inventos. Sin embargo, el milagro no puede considerarse †œsuperado† ni siquiera en esta situación de la Iglesia y del mundo (occidental): por un lado, incluso hoy se verifican curaciones excepcionales, que a veces son rigurosamente controladas (en Lourdes, en los procesos de beatificación y canonización) y, debido a las circunstancias, son consideradas como milagrosas por la autoridad eclesiástica; por otro lado, algunos cristianos particulares y en grupos (carismáti-cos, pneumáticos) piden y esperan de Dios gracias singulares, y a veces están convencidos de que las obtienen y de que las pueden considerar milagrosas. En ambos casos está excluido el afán milagrero, ya que los interesados se mueven en un clima de verdadera fe y hacen progresos en el abandono en manos de Dios y en la plena disponibilidad a su voluntad. También estos milagros y estas gracias ponen de relieve la libertad, la gratuidad y la liberalidad del Espí­ritu de Dios, la inagotable riqueza de la redención de Cristo, el poder del Dios Padre en dejar que se vislumbre excepcionalmente la liberación final y la transfiguración definitiva del cuerpo humano y del mundo, sin dar pie a la milagrerí­a, que busca evitar el compromiso, el camino duro de la vida y de la historia, la cruz. Su escasez invita más bien a recorrer el sendero del deber cotidiano, de las luchas por la existencia y de la inserción creativa dentro del atormentado proceso histórico de la humanidad. Al insistir en la inferioridad de los carismas -milagros y fe en los milagros- respecto a las virtudes teologales, y particularmente la caridad (1Co 12,13b-14,1), y omitir la mención de los milagros en las otras listas de los dones espirituales (Rm 12,6-8; Ef 4,7; Ef 4,11 cf 1P 4,lOs), Pablo parece insinuar que Dios enriquece a la Iglesia y a los cristianos con sus gracias para que transmitan la fuerza liberadora, transformadora y santifi-cadora de la resurrección de Cristo a las actividades ordinarias, y †œhagan milagros† en el cumplimiento de las obligaciones del propio estado, con espí­ritu de total olvido de sí­ mismos, de servicio al hombre y de sencillez humilde, a fin de †œimpresionar† aun a los distraí­dos, a los indiferentes y a los no creyentes, y orientarlos así­ hacia Cristo. Sobre todo celebrando la caridad en su heroí­smo sencillo, humilde y siempre al lado del hombre, el apóstol Pablo invita a reflejar en la propia existencia los rasgos y los comportamientos de Jesús de Nazaret. Y este †œmilagro ordinario†del cristiano y de la Iglesia, realizado continuamente por el Espí­ritu Santo que derrama la caridad en los corazones para servir y edificar (Rm 5,5; Ga 5,13; ico 8,1), es el principio, el alma y el vértice de los †œmilagros sensibles†, igual que la concepción de Jesús, realizada por el espí­ritu y poder de Dios (Lc 1,35), es la raí­z de todos sus milagros.
2084
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F. Uricchio

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

1. Reflexiones hermenéuticas
a) Todo intento de definir teológicamente el m. ha de tomar como base el testimonio de la tradición bí­blica. Esto se insinúa ya por la singular dignidad teológica que la doctrina de la Iglesia concede (cf. Dz 1790 1813) precisamente a los m. narrados en la Biblia. A ello se añade la presunción, fundamentada teológicamente, de que el m. absoluto está en una estrecha relación interna con el acontecimiento singular e irrepetible de la revelación de Dios en Jesucristo (de donde se puede deducir de antemano un cierto “principio de economí­a” con relación a la experiencia absoluta del m. en el “tiempo de la Iglesia”). Ahora bien, si el concepto teológico de m. ha de formarse recurriendo a la tradición bí­blica, de ahí­ se desprende una decisiva orientación hermenéutica: la teologí­a directa e inmediatamente no tiene que habérselas con los m., sino con testimonios sobre los m., es decir, con narraciones de m. Desde G.E. Lessing (Vom Beweis des Geistes und der Kraft, 1777) la elaboración de esta “diferencia histórica” en el concepto teológico de m. se ha hecho problemática explí­cita. Toda discusión abstracta y metafí­sica del concepto de m. (m., p. ej., como “ruptura de las leyes naturales”) abandona de antemano el punto de partida hermenéutico: la pregunta teológica sobre el m. no está referida primariamente a la naturaleza, sino a la historia; anteriormente a toda cuestión de “lí­mite” en las ciencias naturales, contiene una cuestión teológica de “lí­mite” en la ciencia histórica.

b) Puesto que, evidentemente, el hombre sólo queda afectado por una información histórica cuando ésta se le da como respuesta a una cuestión ineludible que determina su futuro, y puesto que hoy, bajo el predominio de las ciencias naturales en la concepción del mundo, el carácter existencial de la historia está oculto en gran parte; consecuentemente la teologí­a (como -a teologí­a fundamental) de cara a los m. narrados en la Biblia tiene la misión de descubrir la apertura y afinidad originaria, hasta cierto punto a priori, del hombre respecto del m.: 1º. Ante todo en cuanto, abriendo una brecha en toda inteligencia del hombre que presuma de estar concluida, ha de mostrar el thaumaxein, la admiración interrogante del hombre (no superada con ninguna respuesta particular) sobre el sorprendente misterio de su existencia histórica (que despierta y atrae hacia sí­ todas las cuestiones). 2.° Descubriendo la fundamental y permanente apertura del hombre para lo singular, para lo que no está en nuestras fuerzas ni podemos esperar; y esto incluso en un mundo “hominizado” que materialmente puede calcularse cada vez más en sus detalles particulares. 3º Finalmente, mostrando que el -> mundo como historia tiene esencialmente una estructura intersubjetiva, de modo que el acontecer histórico nunca puede disolverse en puras determinaciones objetivas, en informaciones totalmente objetivas, pues sitúa al hombre en auténticas “tradiciones” y en una red de testimonios interpersonales, hasta tal punto que él no puede arrancar de allí­ su propio yo y el futuro de su existencia histórica como si se tratara de un objeto bien delimitado.

c) La investigación de la historia de las formas en la Escritura ha establecido como criterio literario formal que en los relatos neotestamentarios de m. no se trata de reportajes escritos por un observador neutral, sino de testimonios de fe orientados kerygmáticamente y elaborados teológicamente (-> milagros de Jesús). Esta peculiaridad formal y la doble determinación del m. en lo relativo a su contenido, a saber, el m. como momento del contenido de la promesa y como momento de la fundamentación de su credibilidad, muestran que en los m. narrados no se trata simplemente de sucesos (naturales) constatables de una manera puramente natural y neutral.

Más bien esos m. deben considerarse, por su naturaleza misma, como signos que afectan a la existencia humana de cara a un futuro salví­fico que ella busca interesadamente, de modo que para la transmisión general de éste el carácter de testimonio subjetivamente afectado (a diferencia de un “reportaje”) no es causal, sino esencial.

2. Definición y explicación
a) Desde el punto de vista teológico los m. son signos que muestran la presencia del prometido reinado de Dios y que acreditan a los portadores históricos de esta promesa (patriarcas, profetas, Jesucristo). Bajo esa perspectiva tienen la función de despertar y llamar al hombre, remitiéndolo hacia aquella dimensión de su existencia que busca -> sentido y -> salvación, dimensión que abierta o latentemente, aceptada o reprimida, se anuncia en todos los esbozos del futuro, y que quiere hacerse visible históricamente. Según esto, el m. no es en absoluto una demostración arbitraria de la omnipotencia de Dios, está más bien en el contexto universal de la historia de la promesa: como anticipación que da testimonio del poder de Dios para producir la salvación escatológica, poder que ha hecho su irrupción definitiva como futuro de la humanidad en -> Jesucristo y en su -> resurrección.

b) El m. no es un hecho natural (“fí­sico”), al cual se añade accesoriamente una función significativa; en sí­ mismo, en su propia naturaleza como fenómeno, es un “signo”. Esta “identidad” de signo y hecho es comparable, p. ej., a la manera de encontrarse los hombres como personas, la cual no puede deducirse mediante categorí­as objetivas (cf. B. WELTE, Vom historischen Zeugnis zum christlichen Glauben: Auf der Spur des Ewigen [Fr. 1965] 337-350). El m. es un signo que tiende, no a la demostración teórica de lo significado, sino a hacerlo creí­ble. Por eso, teológicamente, no es de antemano un signo que necesariamente produzca una evidencia objetiva. Es más bien un signo que llama, que preñado de promesa afecta al hombre allí­ donde él intenta con riesgo realizar una orientación hacia el futuro referida a la totalidad de su existencia cohumana (y de hecho el hombre, explí­cita o implí­citamente, se halla siempre en este riesgo). Por eso el m. como tal nunca puede producirse en un horizonte mundano que en su esbozo excluya de antemano esta orientación, llevada y determinada por la libertad, de la existencia humana en su totalidad (como a veces sucede en el método mismo de las ciencias naturales).

c) Por tanto, el lugar originario de la posible experiencia del m. no puede ser la observación metódica en el sentido de las ciencias naturales, pues éstas trabajan con la presunción metodológica de una realidad del mundo disponible en principio, con una especie de “determinismo metodológico”, el cual posibilita su actitud de mera observación, pues hace que la realidad se manifieste en su facticidad fí­sica. Ese método es legí­timo mientras advierta sus propios limites y no pretenda tener un carácter absoluto. De ahí­ que para 1as ciencias naturales no se dé la afección existencial; para ellas a lo sumo se da la perplejidad (que se convierte en estí­mulo para modificar el sistema de explicación y de determinación). Por estos y por otros motivos, en concreto por la ambigüedad del concepto de -> naturaleza o -> leyes de la naturaleza), no parece oportuno definir negativamente el m. como “suspensión” o “ruptura” de las leyes de la naturaleza. Más bien hay que definirlo positivamente como signo de la inclusión de la realidad entera en una economí­a histórica de Dios, la cual puede aparecer en este mundo para aquel que la mira en el horizonte de una actitud fundamental de su existencia configurada y orientada por la referencia a otros hombres, por la búsqueda de un sentido y de una salvación.

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Johann Baptist Metz

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

1. dunamis (duvnami”, 1411), poder, capacidad inherente. Se usa de obras de origen y carácter sobrenatural, que no podrí­an ser producidas por agentes y medios naturales. Se traduce “milagros” en Mat 7:22; 11.20, 21,23; 13.54,58; Mc 6.2,5; 9.39; Luk 10:13; 19.37; Act 2:22; 8.13; 19.11; 1Co 12:10, 28,29; 2Co 12:12; Heb 2:4; véase PODER, y también CAPACIDAD, EFICACIA, FUERZA, MARAVILLA, POTENCIA, SEí‘AL, VALOR. 2. semeion (shmei`on, 4592), señal, marca, prenda. Se usa de milagros y maravillas como señales de autoridad divina. Se traduce “milagros” en la RV en Act 4:22,30; 5.12; 6.8; 7.36; 8.13; Rom 15:19 (en la RVR se traduce “señal/es”). Véase SEí‘AL, etc.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

No es raro que hoy dí­a algunos cristianos consideren como caducada la noción misma del milagro y que, inversamente, otros se muestren ávidos de falsas maravillas. Estos excesos opuestos tienen una fuente común, alimentada por cierta apologética durante mucho tiempo en vigor: en los milagros se veí­a únicamente un desafí­o a las leyes naturales, olvidando su carácter de signos “adaptados a la inteligencia de todos”.

La Biblia, por su parte, reconoce en todas partes la mano de Dios, que manifiesta a los suyos su poder y su amor.

El universo creado, con su orden fijo (ter 31,36s) es “maravilla” (Sal 89,6) y “signo” (Sal 65,9), como las intervenciones no habituales de Dios en la historia; y éstas a su vez son *creación renovada (Núm 16,30; Is 65,18), aun cuando el historiador de hoy dí­a las considere como ordinarias y explicables. La Biblia, que ignora las distinciones modernas entre acciones “providenciales”, causas naturales excepcionalmente convergentes, acción divina que sustituye el funcionamiento de los agentes naturales o “causas segundas”, concentra la mirada del creyente en el elemento esencial, común a todas nuestras categorí­as: la significación religiosa de los hechos. Así­ san Agustí­n, con los ojos de la fe, reconoce tanto en el crecimiento de la mies como en la multiplicación de los panes el sello del amor y del poder divinos; si los distingue, no es sino en razón de la costumbre o del asombro de sus beneficiarios respectivos. En esta óptica el detalle no tiene la importancia que nosotros propendemos a darle: así­, la higuera estéril ¿se secó “al instante” (Mt 21,19) o más tarde (Me 11,20)? Da lo mismo. Lo único que cuenta es la lección que oculta el gesto simbólico.

I. EL MILAGRO EN EL AT. 1. Los hechos. Dejando a un lado lo maravilloso ficticio de ciertos libros o secciones que pertenecen al género didáctico (Jon, Tob, marco dramático de Job, haggada de Dan 1-6, adornos edificantes de 2Mac, etc.), así­ como las dos maravillas señaladas en la historia de Isaí­as (Is 37,36s; 38, 7s), los milagros no aparecen numerosos sino en dos momentos capitales de la historia sagrada con Moisés y su sucesor Josué, en el momento de la fundación y de la instalación del pueblo de Dios; con Elí­as y su discí­pulo Eliseo, restauradores de la Alianza mosaica.

La historicidad sustancial de los ciclos de Elí­as y de Eliseo se compagina con las amplificaciones populares (p. e. 2Re 1,9-16), que de un ciclo a otro ganan en extensión y con frecuencia pierden en calidad religiosa (p. e. 2Re 2,23s; 6,1-7). Esta misma historicidad subsiste también a través de la amplificación, sin duda más extensa, que sufrieron a través de las edades las tradiciones de las diez plagas de Egipto_ o los milagros del desierto y de la conquista de Canaán. Los que las pusieron por escrito, utilizando los géneros literarios a que estaban habituados los lectores de su tiempo, compilaron así­ tradiciones, explotaron libremente los relatos; pero nunca perdieron de vista su fin religioso: mostrar la presencia protectora del Dios todopoderoso (Jos 24,17) en los albores de la historia del pueblo elegido. Así­, a través del mundo épico que caracteriza a estas tradiciones, éstas no dejan de ser fundamentales : refieren el nacimiento de Israel, maravilla digna, al lado de la creación (Is 65,17), de ser comparada con la novedad escatológica (ls 43,16-21).

2. El milagro, signo divino eficaz. a) El AT muestra en los milagros revelaciones de Dios y signos eficaces de su salvación. Los términos que los designan indican esta función: son “signos” (hebr. ótot, gr. semeia, p. e. Ex 10,1), “signos y prodigios simbólicos” (hebr. móftim, gr. terata, p. e. Dt 7,19). Ahora bien, el uso de estos términos desborda el del milagro, manifestando bien la dimensión de signo o de sí­mbolo que oculta todo prodigio religioso. Así­, sábado (Ex 31,13-17; Ez 20,20), circuncisión (Gén 17,11), nacimiento de Emmanuel (Is 7,14), predicciones a breve plazo, son otros tantos “signos” de Dios hechos al hombre ; el profeta en persona puede ser “un prodigio simbólico”, pues su existencia simboliza la *palabra de Dios en acción a través de sus gestos (Is 8,18; 20,3; Ez 12,6.11; 24,24.27).

A esta palabra aportan su apoyo los signos milagrosos, pues revelan en gestos concretos la salvación proclamada por los heraldos de Dios y acreditan a éstos como auténticos mensajeros del Señor (Ex 4,1-5; IRe 18,36ss; Is 38,7s; Jer 44,29s). Esta subordinación del milagro a la palabra distingue los verdaderos milagros de las artimañas operadas por los magos y los falsos profetas (Ex 7, 12…). El valor del mensaje, manifestado particularmente por la *oración del taumaturgo (IRe 18,27s.36s), es el primer signo que decide sobre la realidad del milagro (Dt 13,2-6); éste sólo apoya la palabra cuando ha sido juzgado por ella.

b) Los milagros se distinguen entre todos los signos por su eficacia y su carácter extraordinario. Por una parte, realizan habitualmente lo que significan: tal es el caso del primer Exodo, acumulación de prodigios, por los que Dios libera a su pueblo, o del nuevo Exodo, que manifiesta la eficacia de su palabra (ls 55,11; cf. v. 13). Por otra parte, estas *obras (Sal 77,13; 145,4), a pesar de lo que puedan tener de hechos naturales(lluvia, sequí­a…), rebasan las más de las veces lo que el hombre está acostumbrado a ver en el universo y lo que él mismo puede realizar. Así­ el milagro es un signo particularmente revelador del *poder de Dios; se le llama hazaña (Ex 15,11), alta gesta (gebúra, Sal 106,2), cosa grande (Sal 106,21), cosa tremenda (Ex 34,10), y sobre todo maravilla (pele’, Ex 15, 11; nifla’, Sal 106,7). Este último vocablo designa realizaciones “imposibles” al hombre, como traducen a veces los LXX, asequibles a Dios sólo (Sal 86,10), que por ellas manifiesta su *gloria (Ex 15,1.7; 16,7; Núm 14,22; Lev 10,3), reflejo de su *santidad (Ex 15,11; Sal 77,14; Lev 10,3), es decir, de su trascendencia.

Pero el poder divino no abruma sino a los pecadores (Dt 7,17-20; Miq 7,15ss); para el pueblo de las promesas (Dt 4,37) sus maravillas son benéficas, aun en el caso en que prueban y humillan (8,16), pues “Yahveh es amor en todas sus obras” (Sal 145,97). Así­ pues, son en definitiva los milagros signos eficaces y dones gratuitos (Dt 6,10ss: Jos 24, llss) del *amor de Yahveh (Sal 106,7; 107,8). Sólo Jesús revelará plenamente la universalidad de este amor salvador. Lo hará a la vez subrayando el alcance profético de los milagros otorgados por él mismo a paganos (Mt 8,llss) y explicitando el de los milagros realizados en otro tiempo por Elí­as y Eliseo en favor de una sidonia y de un sirio (Lc 4, 25ss).

3. El milagro en su referencia a la fe. Los milagros, por encima del asombro que suscitan, tienden a provocar y confirmar la *fe y sus armónicos: *confianza, *acción de gracias y *memoria (p. e. Sal 105,5), *humildad, *obediencia, *temor de Dios, *esperanza. Ciegan a los que, como Faraón (Ex 7,13…), no esperan nada de un Dios desconocido. Pero el que ya conoce a Dios y sólo cuenta con él, descubre en ellos la obra poderosa del amor divino y un sello puesto a la misión del enviado de Dios; entonces, con un mismo movimiento, cree en su palabra y cree en Dios mismo (Núm 14,11).

Israel admira la grandeza de esta fe en *Abraham, que obtuvo por ella el nacimiento humanamente imposible de un heredero (Gén 15,6; Rom 4,18-22). En esta fe se basan las retrospecciones del Dt, de los profetas (p. e. Is 63,7-14), de los salmistas (p. e. Sal 77; 105-107), de los sabios (p. e. Sab 10-19), que muestran en los milagros del tiempo de los desposorios la prenda dé nuevos beneficios y haciendo valer su fuerza educativa (p. e. Dt 8,3; Sab 16,21). Esta es la fe que Yahveh alimenta instituyendo fiestas como “memorial de sus maravillas” (Sal 111,4). La fe es la que anima a Isaí­as cuando sólo un milagro puede salvar a Judá (Is 37,34s) y a *Marí­a cuando se le anuncia la concepción milagrosa (Lc 1,45).

En cambio, la fe fue la que faltó a Israel en el *desierto (Sal 78,32) cuando, reaccionando carnalmente ante la *prueba que Dios le imponí­a (Dt 8,2; etc.), “probó” por su parte a Yahveh (Ex 17,2; Sal 95,9), exigiendo milagros con arrogancia; la fe fue la que faltó a Ajaz, más seguro de sus alianzas que del Dios de los milagros (Is 7,12), y a Zacarí­as el escéptico (Lc 1,18ss). En todas estas actitudes se olvida el dominio de Dios sobre el hombre, se desconocen su poder y su amor gratuitos, se pone en duda su palabra: el milagro no se acoge verdaderamente como don ni se discierne como signo.

II. EN LA VIDA DE JESÚS. 1. Los hechos. “¡Renueva los prodigios y haz otros milagros!” imploraba Ben Sira (Eclo 36,5), expresando la aspiración de todo el Israel postexí­lico, decepcionado por un retorno menos brillante que el nuevo Exodo anunciado. Jesús viene a colmar esta espera, aunque dando un mentí­s a todo lo que comportaba de sensacional y de espí­ritu de venganza.

Los relatos evangélicos, contrariamente a los del Exodo, se remontan a los primeros testigos y son sumamente sobrios. Por eso mismo, como por su naturalidad, por la ausencia de esfuerzo por parte de Jesús (ausencia compatible con el empleo pedagógico de fórmulas, tactos, unciones, procesos por etapas [Mc 8,23ss], que dan cuerpo a la acción simbólica), por una intencionalidad religiosa y una actitud de *oración (explí­cita [Jn 11,41s] o insinuada [Mc 6,41; 7,34; 9,29; 11,241) que excluye toda magia, por la dificultad de explicar sin ellos la fe de la Iglesia, por su integración en la trama del Evangelio, los milagros que éste refiere se distinguen radicalmente de las maravillas inventadas por los evangelios apócrifos, como de las que la leyenda atribuye a rabinos, a dioses (n. e. Asklepio) o a sabios paganos (p. e. Apolonio de Tiana), contemporáneos de los orí­genes cristianos. Toda comparación objetiva hace resaltar el valor histórico y religioso de nuestros textos. Con hechos reales y realmente extraordinarios es como Jesús “hace signo” a su pueblo.

2. Los milagros de Jesús, signos eficaces de la salvación mesiánica.

a) Con sus milagros manifiesta Jesús que el *reino mesiánico anunciado por los profetas está presente en su persona (Mt 11,4s); atrae la atención hacia sí­ mismo y hacia la buena nueva del reino que él encarna; suscita una admiración y un temor religioso que inducen a los hombres a preguntarse quién es (Mt 8, 27; 9,8; Lc 5,8ss). Ya se trate de su poder de perdonar los pecados (Mc 2,5-12 p), de su autoridad sobre el sábado (Mc 3,4s p; Lc 13,15s; 14, 3ss), de su mesianidad regia (Mt 14, 33; Jn 1,49), de su enví­o por el Padre (Jn 10,36), o del poder de la fe en él (Mt 8,10-13; 15,28 p), por ellos testimonia siempre Jesús su *misión y su dignidad, con la reserva que impone la esperanza judí­a de un *mesí­as temporal y nacional (Mc 1, 44; 5,43; 7,36; 8,26). Ya en este sentido son signos, como lo dirá san .luan.

Si prueban la mesianidad y la divinidad de Jesús, lo hacen indirectamente, testimoniando que ciertamente es lo que pretende ser. No se los debe, pues, aislar de su *palabra: van de la mano con la *evangelización de los *pobres (Mt 11,5 p). Los tí­tulos que Jesús se da, los poderes que se arroga, la salvación que predica, las renuncias que exige son las cosas cuya autenticidad divina muestran los milagros a quien no rechace sin más la verdad del mensaje (Lc 16,31). Este es, por tanto, superior a los milagros, como lo da a entender la palabra sobre Jonás según Lc 11, 29-32. Se impone como el signo primero y único necesario (Jn 20,23) por la innegable autoridad personal de su heraldo (Mt 7,29) y por su calidad interna, la cual resulta de que al realizar la revelación anterior (Lc 16,31 ; Jn 5,46s), corresponde en los oyentes al llamamiento del Espí­ritu (Jn 14,17.26); el mensaje es el que, antes de ser confirmado e ilustrado por los milagros, deberá distinguirlos de los falsos signos (Mc I3,22s; Mt 7,22; cf. 2Tes 2,9; Ap 13,13). Aquí­, como en Dt, “los milagros disciernen la doctrina, y la doctrina discierne los milagros” (Pascal).

b) Los milagros no aportan su testimonio del exterior, como signos arbitrarios y ostentosos: realizan incoativamente lo que significan, aportan las arras de la *salvación mesiánica que tendrá su remate enel reino escatológico; así­ los Sinópticos los llaman “poderes” (dynameis: cf. Mt 11,20-23; 13,54.58; 14, 2). En efecto, por ellos Jesús, movido por su piedad humana (Lc 7,13; Mt 20,34; Mc 1,41), pero todaví­a más por su conciencia de ser el *siervo prometido (Mt 8,17), hace efectivamente retroceder a la *enfermedad, a la *muerte, a la hostilidad de la naturaleza contra el hombre, en una palabra, a todo el desorden que tiene su causa más o menos próxima en el *pecado (Gén 3,16-19; comp. Mc 2,5; Lc 13,3b y Lc 13,2-3a; Jn 9,3) y que está al servicio del influjo del diablo en el mundo (Mt 13,25). Así­ se niega Jesús a hacer en favor de Satán (4,2-7), de los malévolos (12,38ss; 16,1-4), de los envidiosos (Lc 4,23), de los frí­volos (23, 8s) hazañas gratuitas que no tendrí­an eficacia salvifica; y es significativo que, por lo que se refiere a prodigios cósmicos -que, por lo demás, parecen pertenecer más a la imaginerí­a profética que a la historia (Act 2, 19s) -, no se los señale sino en el momento en que, requerido a salvarse él mismo por un milagro, muere para salvar a todos los demás (Mt 27,39-54; cf. lCor 1,22ss). Los prodigios que parece prometer en Mt 17,20 p, no son sino imagen del poder de la fe.

Así­ adquiere todo su significado la conexión tan frecuente entre *curaciones y exorcismos (Mt 8,16; etc.). La liberación de los posesos es un caso privilegiado de esa victoria del “más fuerte” (Lc 11,22), que todos los milagros realizan a su manera. Esta victoria pone a Jesús directamente en conflicto con el adversario, en un duelo que, comenzado en el desierto (Mt 4,1-11 p), tendrá su episodio decisivo en la cruz (Lc 4,13; 22,3.53) y sólo terminará en el juicio universal (Ap 20,10), pero en el que es ya evidente la derrota diabólica (Mt 8,29; Lc 10,18). El exorcismo es el signo eficaz por excelencia de la venida del reino (Mt 12,28).

3. El milagro de la fe.

a) La buena nueva del reino que Jesús predica y muestra presente en su persona, debe ser acogida por la *conversión y la *fe (Mc 1,15). Esta, pues, es también la que están encargados de engendrar los milagros y los exorcismos de Jesús. Al verlos Corozaí­n y Cafarnaúm hubieran debido convertirse y creer (Mt 11,20-24 p). Juan insiste en ello distinguiendo diversos grados de fe (Jn 2,11; 11,15; 20,30s): por encima de los entusiasmos frágiles (2,23ss; 4,48) y de las adhesiones interesadas (6,26), los “signos” conducen normalmente a reconocer a Jesús como enviado de Dios (3,2; 9,16; 10,36), profeta (4, 19), Cristo (7,31), *Hijo del hombre (9,35-38). Apoyarse en ellos demasiado para creer es señal de una fe imperfecta (10,38; 14,11) : la palabra de Jesús, de una veracidad garantizada por el desinterés que deriva de su espí­ritu filial (7,16ss; 12, 49s), deberí­a bastar, como bastó a los samaritanos (4,41s) y al oficial real (4,50), como deberá bastar a los que creerán en la palabra sin haber tocado al resucitado (20,29). Razón de más para que los que han “*visto” sus milagros (6,36; 7,3; 15,24) y se han negado a creer (7,5; 12,37) no tengan la menor excusa (9,41; 15,24).

b) Si muchos rechazan el “*testimonio” (Jn 5,36) de los milagros, es que el embotamiento espiritual (6, 15.26), o la soberbia legalista (5,16; 7,49.52; 9,16), la envidia (12,11), la falsa prudencia (II,47s) los ciegan (9,39; 12,40). No tienen las disposiciones de abandono y de abertura a Dios que constituyen en los Sinópticos la *fe anterior al milagro (Mc 5,36; 9,23; 10,52; etc.), y sin las que Jesús está como impotente (Mt 13,58). ¿Cómo serí­an capaces de interpretar “los signos de los tiempos” (Mt 16,3) esos hombres que, como Israel en el desierto y no ha mucho Satán (4,3-7) sólo reclaman signos “para poner a prueba a Jesús” (16, 1) y prefieren atribuir sus exorcismos al demonio antes que reconocerle un poder sobrenatural ‘(Me 3,22.29s p)? Para corazones *endurecidos y cerrados a la palabra, los signos que la apoyan son indescifrables.

Esta *generación no tendrá otro signo que el de Jonás (Mt 12,39s): Jesús se da cita con sus adversarios para el dí­a de su resurrección, es decir, del signo más esplendente, pero también el más fácil de atacar por los aficionados a la evidencia, ya que los medios de verificarlo son únicamente indirectos (sepulcro vací­o, apariciones a algunos: cf. Mt 28,13ss; Le 24,11). Lo que será para la fe el supremo apoyo debe ser primero la suprema prueba.

III. EN LA IGLESIA. 1. Los hechos. Este signo de la *resurrección, cima del nuevo éxodo (Jn 13,1), da a la Iglesia que nace de él la clave de la historia anterior, e inaugura una nueva serie de signos que deben conducir a los hómbres a la fe que él mismo funda y anunciar la resurrección de los muertos, 4,lenitud de salvación que él mismo procura (ICor 15,20-28; Rom 4,25).

2. Iluminación pascual del Evangelio.

a) La resurrección descubre a la Iglesia, que reserva en su kerigma y en su catequesis un lugar importante a los signos anteriores, el pleno sentido de estos signos. Según el kerigma, “acreditaban” a Jesús (Act 2. 22) y manifestaban su bondad (10. 38): temas que desarrollan los Sinópticos, atestiguando el progreso de la reflexión de la Iglesia, cada uno en su propia lí­nea. Por ejemplo, en el triple relato del muchacho epiléptico se han descubierto intenciones diversas: Lc 9,37-43 narra sobre todo una maravilla de bondad; Mt 17, 14-21 se interesa por la trascendencia de Jesús y por la parte de su poder que reciben los discí­pulos; Mc 9,14-29 exalta el triunfo del dueño de la vida sobre Satán, en el marco de un drama que esboza ya el simbolismo joánnico. Y todaví­a hay casos más inequí­vocos de la nueva profundidad que adquieren así­ los episodios a la luz de pascua: en la intención de los autores hay seguramente que comprender en su sentido más rico la confesión de filiación divina a que conducen los milagros (Mt 14,33; 27,54), y contemplar en algunos de ellos el esbozo de realidades eclesiales, como la *eucaristí­a en la multiplicación de los panes, el apostolado en la pesca milagrosa (Lc 5,1-11).

b) Juan va todaví­a más lejos. Sugiere que los “signos”, realizando el antiguo Exodo (Núm 14,22) y anticipando “la *hora” del nuevo, manifestaban ya algo de la “*gloria” (Jn 2,11; 11,40) que se alzó en el momento de “la elevación” de Jesús (17,5) y que es el resplandor del poder salví­fico que emana del Verbo encarnado (1,14). Cada uno de ellos, enlazado con un discurso, pone de relieve un aspecto de este poder que purifica, perdona, vivifica, ilumina, resucita (2,6; 5,14; 6,35; 9,5; 11, 25); varios de ellos simbolizan incluso los sacramentos (*bautismo, *eucaristí­a…), que distribuyen los efectos de este poder en la Iglesia, rebasando los signos antiguos, tales como el *maná (6,32,49s). Más aún: los milagros son *obras que el Padre concede realizar al Hijo (5,36) para manifestar la unidad í­ntima del Hijo y del Padre (5,17; 10,37s; 14, 9s). El lector de Juan al contemplar los “signos” se ve movido a creer que Jesús es Cristo, el Hijo de Dios, y a obtener así­ la vida (20,30s); peroal creyente perfecto se le invita a elevarse todaví­a más alto: a ver en los “signos” “obras” del Padre y del Hijo, y a ponerse así­ al nivel de las relaciones trinitarias.

3. El tiempo del Espí­ritu.

a) Puesto que Jesús está “con los *apóstoles” (Mt 28,20), nada tiene de extraño que éstos, a partir de los diferentes milagros de *pentecostés, renueven sus gestos salvadores (Act 3,1-10); por lo demás, Jesús les habí­a prometido este poder, casi institucional (Mc 16,17s), y los habí­a ejercitado en su uso (Mt 10,8).

Las dynameis (Pablo) que operan manifiestan concretamente el *poder salví­fico (dynamis) de Jesús resucitado (Act 3,6.12.16; cf. Rom 1,4) y conducen a los hombres a la fe acreditando a los heraldos de la palabra evangélica (Mc 16,20; lCor 2,4). Aquí­ se afirma el nexo necesario de los milagros con la palabra, y el doble aspecto de su finalidad, apologética y salví­fica. Aquí­ se muestra la jerarquí­a de los signos: la calidad de testigo auricular (Heb 2,3s), la constancia (2Cor 12,12), la seguridad y el desinterés (ITes 2,2-12) de los misioneros van de la mano con “los signos y los prodigios” y distinguen de los falsos profetas a los auténticos mensajeros de Dios (Act 8,9-24; 13,4-12); todo es producido por la fuerza del *Espí­ritu Santo (ITes 1,5: ICor 2,4; Rom 15,19).

b) Al principio de la Iglesia el Espí­ritu otorgaba también milagros a la *oración confiada (cf. Mt 21,21s; Sant 5,16ss) de ciertos fieles; *carisma maravilloso (Jn 14,12), pero ordenado a los dones superiores de enseñanza (lCor 12,28s), y finalmente a la caridad, maravilla suprema de la vida cristiana (13,2). Este don coexistí­a con los sacramentos, que en parte ejercí­an la misma función (cf. Mc 6,13; Sant 5,13ss), pero cuya eficacia espiritual dejaba margen asignos que orientaban más directamente el espí­ritu hacia la *resurrección y la restauración entera de la *creación (Rom 8,19-24; Ap 21,4).

Lo mismo sucede todaví­a hoy. Cierto que ahora tiene ya el mundo, para moverse a creer, el multiforme milagro moral de la Iglesia, visto sobre todo en el esplendor de sus santos, cuya *caridad heroica y unificante es el signo más seguro de la presencia divina (Jn 13,35: 17,21). Pero no por ello faltan milagros fí­sicos que, como en el AT y en el NT, siguen orientando nuestras miradas hacia la palabra y el reino definitivo, suscitando la conversión primera y las reconversiones (Mt 18,3), traduciendo el amor divino en gestos vivos. Hoy como ayer, este lenguaje es incomprendido por el espí­ritu soberbio o arreligioso; pero lo percibe el que, sabiendo que “nada es imposible para Dios” (Gén 18,14 = Lc 1,37), se abre a los requerimientos de la fe y del amor, cuando el contexto religioso del hecho indica que Dios “ha hecho señas”.

-> Obras – Palabra – Poder – Revelación.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

  1. El concepto bíblico del milagro. En el NT los términos «maravilla», «prodigio» y «señal», que ocasionalmente aparecen juntos (Hch. 2:22; 2 Ts. 2:9; Heb. 2:4 aquí aparece «milagros») se usan para designar los acontecimientos extraordinarios y actos poderosos que se realizaron en conexión con la obra de la redención, fueran en la etapa hebrea o cristiana. Dunamis señala al poder divino que está siendo ejercido en el acontecimiento o acción, a la fuente invisible y sobrenatural de energía que hace que ese fenómeno sea posible. Sēmeion señala a la teología del acontecimiento. Lejos de ser un prodigio sin importancia, es—para el ojo de fe—una obra de Dios que funciona como una palabra de Dios, una obra simultáneamente evidente y reveladora. Por un lado, también verifica las pretensiones y comunicaciones, mesiánicas o apostólicas (p. ej., Ex. 4:19, 31; 1 R. 18:17–39; Mt. 11:2–8; Hch. 13:6–12). Por el otro, revela el verdadero propósito y la naturaleza de Dios, lo que es principalmente claro en los actos poderosos de Jesucristo (Mr. 2:1–11; 7:34; Jn. 2:11; 5:36; 6:30; 7:31; 11:40–42; 14:10; Hch. 2:22; 10:38). La última palabra, teras, apunta al carácter del fenómeno que llama la atención. Siendo una aguda desviación del orden normal de las cosas, clama por una reacción de la fe y la obediencia, aun cuando jamás se realiza para forzar dicha respuesta (Lc. 4:9–12; Mt. 12:38–42). Sintetizando las connotaciones de las raíces de estos términos, podemos definir bíblicamente un milagro como un fenómeno observable efectuado por el poder de Dios, una desviación aguda del orden de la naturaleza, una desviación calculada para producir una fe que produzca reverencia; es Dios que prorrumpe para respaldar a un agente que lo revela. Debido a Dt. 13:1–4, y pasajes como Ex. 7:10–12; 8:7; Mt. 12:24–27; 24:24; y Ap. 13:15 debe recordarse, sin embargo, que el mero ejercicio de poderes preternaturales es insuficiente para validar a un agente como poseedor del poder de Dios. Debido a que un poder preternatural puede ser ejercido por un agente con poder satánico, la enseñanza del hacedor de milagros debe estar en conformidad con la totalidad de la revelación previa de Dios.
  2. Los postulados reveladores del milagro. El concepto de milagro ha sido atacado históricamente (p. ej., Renan), científicamente (p. ej., Huxley), y teológicamente (p. ej., Sabatier); pero como regla general, estos ataques han estado controlados e instigados filosóficamente (p. ej., Hume), aun cuando las presuposiciones metafísicas hayan sido repudiadas. Pero dentro del marco del Weltanschauung bíblico, el milagro no es una anomalía que nos pone en aprietos; es un resultado inevitable del teísmo (véase) redentivo. Se dan por sentados los postulados de la creación, la providencia, el pecado y la salvación; el milagro viene a ser una verdadera necesidad, una necesidad de la gracia.

Según los postulados de la creación (véase) y la providencia (véase), en su soberano poder y sabiduría, Dios, habiendo creado el cosmos, ahora lo sostiene y guía. Por tanto, la naturaleza no puede interpretarse deísta o panteísticamente. Por supuesto que tampoco puede ser interpretada naturalísticamente, como algo autoexplicado y autocontenido que opera por sí mismo en forma continua, teniendo todos los acaecimientos anteriores y posteriores entrelazados. Es innegable que la naturaleza tiene un orden; pero no importa cuán fijo y confiable sea, el orden de la naturaleza no es algo riguroso, no es una camisa de fuerza en la que Dios mismo se encuentra irremediablemente atrapado. Si se la considera bíblicamente, la naturaleza es plástica en las manos de su Creador soberano.

Además, según la presuposición del pecado (véase), la naturaleza ahora está en un estado anormal. A causa del pecado (Gn. 3:17–18), el orden de la naturaleza está lleno de desorden; todo el cosmos, incluyendo la humanidad, no se conforma a los propósitos de Dios. La enseñanza bíblica en cuanto a la causa de los aspectos disteleológicos de la naturaleza entra en duro conflicto con todas las demás filosofías y cosmologías. La Escritura afirma que el fons et origo del mal natural es el pecado de la criatura, pecado que la libertad dada por el amor creativo permite, pero no necesariamente origina. Por tanto, la Escritura se opone a cualquier teoría que sostenga que el fundamento del pecado de la criatura radica en algún mal eterno e irracional. De manera que lo que ha afligido el orden de la naturaleza es el pecado de la criatura, y la naturaleza humana no está excluida de este desorden y anormalidad.

Finalmente, según el postulado de la salvación, Dios, en su gracia, se ha embarcado en un vasto programa de palingénesis, obrando en forma sobrenatural o anormal a fin de destruir las amarras del pecado, destruyendo el desorden que el pecado introdujo, llevando así al cosmos al fin que soberanamente se propuso. De manera que la forma anormal de operar que Dios tiene, y que se llama milagro, no es una maravilla sin sentido y fortuita. Es, por el contrario, aquella desviación, soteriológicamente motivada, de su forma normal de operar que se requiere para poder destruir la anormalidad del pecado. Como tal, acontece episódica pero no caprichosamente. Es la característica de las coyunturas céntricas de la Heilsgeschichte (véase)—el Éxodo, la lucha con el paganismo en los tiempos de Elías y Eliseo, el ministerio de Daniel, la vida de Jesús, la era apostólica. En palabras de Abraham Kuyper, milagro «es la obra vencedora y penetradora de la energía divina por la que Dios rompe toda oposición, y en la presencia del desorden lleva a su cosmos a efectuar aquel fin que él determinó en su consejo. Todo el cosmos descansa sobre el fundamento más profundo de la voluntad de Dios, la cual es la fuente de este poder misterioso que opera en el cosmos, el cual rompe las ligaduras del pecado y el desorden que tienen al cosmos en cautiverio. Este poder también influencia todo el cosmos por medio del hombre, para que, al fin, reconozca la gloria que Dios quería para él, a fin de que en esa gloria se le dé a Dios lo que era el fin de la entera creación del cosmos. Toda interpretación de lo que es el milagro que lo considere como un acontecimiento mágico sin conexión con la palingénesis de todo el cosmos (al que Jesús se refiere en Mt. 19:28) y, por tanto, sin relación a toda la metamórfosis que le espera al cosmos después del juicio final, no hace resaltar la gloria de Dios, sino que rebaja al Recreador de los cielos y la tierra a mero prestidigitador. Esta acción del todo recreativa y ejecutada por la energía divina es un milagro continuo, que se muestra en la renovación radical de la vida del hombre por la regeneración, en la renovación radical de la humanidad por la nueva Cabeza que recibe en Cristo, y que, finalmente, efectuará una renovación radicalmente similar en la vida de la naturaleza. Y debido a que estas tres no corren separadamente una al lado de la otra, sino que están unidas orgánicamente, de tal forma que el misterio de la regeneración, encarnación y la restitución final de todo el cosmos forman una sola unidad, esta maravillosa energía recreativa se muestra a sí misma en una historia amplia, en la que lo que se acostumbraba interpretar como milagros incidentales, no pueden faltar» (Encyclopedia of Sacred Theology, Scribners, New York, 1898, p. 414).

III. Apología del milagro. Al desarrollar una apología del milagro hay varios factores que deben tenerse como de vital importancia. Primero, debe formularse una definición apropiada que pueda evitar la represa de dificultades contenidas en la famosa afirmación de Hume que un milagro es «una violación a las leyes de la naturaleza». Agustín todavía es una guía segura en este punto: «Porque decimos que todos los portentos son contrarios a la naturaleza, pero no lo son. Porque, ¿cómo va a ser contrario a la naturaleza aquello que acontece según la voluntad de Dios, ya que la voluntad de un Creador tan poderoso es ciertamente la naturaleza de cada cosa creada? Por tanto, un portento no sucede en contra de la naturaleza sino contrario a lo que nosotros conocemos como naturaleza … Sin embargo, no hay nada impropio en decir que Dios hace algo contrario a la naturaleza, cuando es contrario a lo que nosotros conocemos de ella. Porque llamamos «naturaleza» a lo que ocurre normalmente en la naturaleza; y cuando Dios hace algo contrario a ella, decimos que es un «prodigio» o «milagro». Pero en contra de la ley suprema de la naturaleza, que está más allá del conocimiento de los impíos y creyentes débiles, Dios jamás actúa, no más de lo que actúa contra sí mismo» (Contra Faustum XXVI, 3). Segundo, a fin de llegar a una definición viable, el concepto de ley natural, el concepto de imposibilidad existencial como distinguido del concepto de imposibilidad lógica, y el concepto de credibilidad histórica deben analizarse cuidadosamente. Henry Bett ha hecho este trabajo en una forma capaz en su The Reality of the Religious Life. Tercero, deben presuponerse los postulados bíblicos del milagro. Sin ellos no se puede ofrecer ninguna apologética con sentido. Tal como J.S. Mill declara, «Una vez que se admite un Dios, y la producción de un efecto por su volición directa, que en todo caso dicho efecto debe su origen a su voluntad creativa, ya no es una hipótesis arbitraria sino que debe reconocerse como una seria posibilidad» (Three Essays on Religion, H. Holt and Co., New York, 1874, p. 232). Y una vez admitido no sólo el postulado de Dios, sino los del pecado y la salvación, y la aceptación de las señales bíblicas, aceptación que jamás pierden su esencia pística, los milagros son un hecho intelectual necesario.

BIBLIOGRAFÍA

Robert Anderson, The Silence of God; Henry Bett, The Reality of Religious Life; A.B. Bruce, The Miraculous Element in the Gospel; Horace Bushnell, Nature and the Supernatural; D.S. Cairns, The Faith That Rebels; Robert W. Grant, Miracle and the Natural Law; Karl Heim, Christian Faith and Natural Science, The Transformation of the Scientific World View; Jean Helle, Miracles; Ian Henderson, Myth in the New Testament; David Hume, An Inquiry Concerning Human Understanding; Karl Jaspers and Rudolf Bultmann, Myth and Christianity; T.A. Lacy, Nature, Miracle, and Sin; John Laidlaw, The Miracles of Our Lord; C.S. Lewis, Miracles: A Preliminary Study; S. Vernon McCasland, By the Finger of God; Alan Richardson, The Miracle-Stories of the Gospels; G.R.H. Shafto, The Wonders of the Kingdom; F.R. Tennant, Miracle and Its Philosophical Presuppositions; Richard Trench, Notes on the Parables and Miracles; B.B. Warfield, Counterfeit Miracles; Johannes Wendland, Miracles and Christianity; C.J. Wright, Miracle in History and in Modern Thought.

Vernon C. Grounds

Trench Trench’s Synonyms of the New Testament

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (389). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Contenido

  • 1 Etimología y definición
  • 2 Naturaleza
  • 3 Errores
  • 4 Improbabilidad antecedente
  • 5 Lugar y valor de los milagros en la visión cristiana del mundo
  • 6 Testimonio
  • 7 El hecho
  • 8 Lugar y valor de los milagros de los Evangelios
  • 9 Providencias especiales

Etimología y definición

(Latín miraculum, de mirari, “maravillarse”).

En general, una cosa maravillosa; la palabra se usó así en el latín clásico; en un sentido específico, la Vulgata Latina designa con el término miracula los portentos de una clase peculiar. El texto griego lo expresa más claramente con los términos terata, dynameis, semeia, es decir, portentos realizados por el poder sobrenatural como signos de alguna misión o don especial y explícitamente adjudicados a Dios.

Estos términos se usan habitualmente en el Nuevo Testamento y expresan el significado de miraculum de la Vulgata. Así San Pedro en su primer sermón habla de Cristo como aprobado de Dios, dynamesin, kai terasin kai semeiois (Hch. 2,22) y San Pablo dice que los signos de su apostolado fueron obrados, semeiois te kai terasin kai dynamesin (2 Cor. 12,12). Su significado unido se halla en el término erga, es decir, obras, la palabra usada constantemente en los Evangelios para designar los milagros de Cristo. Por lo tanto, el análisis de estos términos da la naturaleza y alcance del milagro.

Naturaleza

(1) La palabra terata significa literalmente “maravillas”, en referencia a los sentimientos de asombro provocados por su ocurrencia, de ahí los efectos producidos en la creación material que apelan a, y son captados por, los sentidos, por lo general por el sentido de la vista, a veces por el oído, por ejemplo, el bautismo de Jesús, la conversión de San Pablo. Así, aunque las obras de la gracia divina, tal como la Presencia Sacramental, están por encima del poder de la naturaleza, y debido sólo a Dios, pueden ser llamadas milagrosas sólo en el sentido amplio del término, es decir, como efectos sobrenaturales, pero no son milagros, en el sentido aquí entendido, pues los milagros en el sentido estricto son evidentes. El milagro cae bajo el alcance de los sentidos, ya sea en la obra misma (por ejemplo, resucitar a los muertos a la vida) o en sus efectos (por ejemplo, los dones del conocimiento infuso en los Apóstoles). De la misma manera la justificación de un alma en sí misma es milagrosa, pero no es un milagro propiamente dicho, a menos que se lleve a cabo de una manera sensible, como, por ejemplo, en el caso de San Pablo.

La maravilla del milagro se debe al hecho de que su causa está oculta, y se espera un efecto diferente al que realmente ocurre. Por lo tanto, en comparación con el curso ordinario de las cosas, el milagro se llama extraordinario. Al analizar la diferencia entre el carácter extraordinario del milagro y el curso ordinario de la naturaleza, los Padres de la Iglesia y los teólogos emplean los términos sobre, contrario a, y fuera de la naturaleza. Estos términos expresan la forma en que el milagro es extraordinario.

Se dice que un milagro está por encima de la naturaleza cuando el efecto que produce está por encima de los poderes y las fuerzas nativas en las criaturas de las cuales las leyes conocidas de la naturaleza son la expresión, como resucitar a un difunto, por ejemplo, Lázaro (Juan 11), el hijo de la viuda (1 Rey. 17). Se dice que un milagro es exterior, o fuera de, la naturaleza cuando las fuerzas naturales pueden tener el poder de producir el efecto, al menos en parte, pero no pueden haberlo producido solas por sí mismas en la forma que realmente se produjo. Así, el efecto en abundancia es muy superior al poder de las fuerzas naturales, o se lleva a cabo instantáneamente sin los medios o procedimientos que emplea la naturaleza. Como ejemplo tenemos la multiplicación de los panes por Jesús (Jn. 6), la transformación del agua en vino en Caná (Jn. 2) —pues la humedad de la atmósfera se cambia en vino mediante procesos naturales y artificiales— o la curación repentina de una gran parte de tejido enfermo por un trago de agua. Se dice que un milagro es contrario a la naturaleza cuando el efecto producido es contrario al curso natural de las cosas.

El término milagro aquí implica la oposición directa del efecto realmente producido a las causas naturales en acción, y su comprensión imperfecta ha dado lugar a mucha confusión en el pensamiento moderno. Así Espinosa llama al milagro una violación del orden de la naturaleza (proeverti, “Tract. Theol. Polit.”, VI). Hume dice que es una “violación” o una “infracción”, y muchos escritores —por ejemplo, Martensen, Hodge, Baden-Powell, Theodore Parker— utilizan el término para los milagros en su conjunto. Pero cada milagro no es necesariamente contrario a la naturaleza, pues hay milagros por encima o fuera de la naturaleza.

Una vez más, el término contrario a la naturaleza no significa “no natural” en el sentido de producir la discordia y la confusión. Las fuerzas de la naturaleza difieren en poder y están en constante interacción. Esto produce interferencias y acciones contrarias de las fuerzas. Este es el caso de las fuerzas mecánicas, químicas y biológicas. Así, también, a cada momento del día yo interfiero con y contrarresto las fuerzas naturales a mi alrededor. Estudio las propiedades de las fuerzas naturales con el fin de obtener el control consciente por acciones contrarias inteligentes de una fuerza contra otra. La neutralización inteligente marca el progreso en la química, en la física, —por ejemplo, la locomotora de vapor, la aviación— y en las prescripciones del médico. El hombre controla la naturaleza, es más, puede vivir sólo por la neutralización de las fuerzas naturales. Aunque todo esto sucede a nuestro alrededor, nunca hablamos de fuerzas naturales violadas. Estas fuerzas siguen trabajando según su especie, y ninguna fuerza se destruye, ni se rompe ninguna ley, ni da lugar a la confusión. La introducción de la voluntad humana puede dar lugar a un desplazamiento de las fuerzas físicas, pero no a una infracción de los procesos físicos.

Ahora bien, en un milagro la acción de Dios en relación a su influencia en las fuerzas naturales es análoga a la acción de la personalidad humana. Así, por ejemplo, está en contra de la naturaleza del hierro el flotar, pero la acción de Eliseo al elevar el hacha a la superficie del agua (2 Rey. 6) no es más una violación, o transgresión, o una infracción de las leyes naturales que si él la hubiese levantado con su mano. Una vez más, es de la naturaleza del fuego el quemar, pero cuando, por ejemplo, los tres jóvenes se conservaron intactos en el horno ardiente (Dan. 3) no hubo nada anormal en el acto, como estos escritores usan la palabra, no más que lo habría al erigir una vivienda totalmente a prueba de fuego. En el primer caso, como en el otro, no hubo parálisis de las fuerzas naturales ni trastornos subsiguientes.

El elemento extraordinario en el milagro, es decir, un evento aparte del curso normal de las cosas, nos permite comprender la enseñanza de los teólogos de que los eventos que normalmente se realizan en el curso natural o sobrenatural de la Divina Providencia no son milagros, a pesar de que están más allá de la eficiencia de las fuerzas naturales. Así, por ejemplo, la creación del alma no es un milagro, ya que se lleva a cabo en el curso ordinario de la naturaleza. Una vez más, la justificación del pecador, la Presencia Eucarística, los efectos sacramentales, no son milagros por dos razones: están más allá del alcance de los sentidos y se realizan en el curso ordinario de la Providencia sobrenatural de Dios.

(2) La palabra dynamis, “poder” se utiliza en el Nuevo Testamento para denotar:

  • (a) el poder de hacer milagros, (en dunamei semeion Rom. 15,19);
  • (b) obras poderosas como los efectos de este poder, es decir, los milagros mismos (ai pleistai dunameis autou (Mt. 11,20) y expresa la causa eficiente del milagro, es decir, el poder divino.

Por lo tanto al milagro se le llama sobrenatural, porque el efecto va más allá de la fuerza productiva de la naturaleza e implica un agente sobrenatural. Así Santo Tomás enseña: “Se ha de llamar correctamente milagros a esos efectos que son hechos por el poder divino, aparte del orden observado usualmente en la naturaleza” (Contra Gent., III, CII), y son aparte del orden natural porque están “más allá del orden natural o de las [[ley]es de toda la naturaleza creada” (Summa Theol., I:102:4). Por lo tanto dunamis añade al significado de terata al señalar la causa eficiente. Por esta razón, en la Escritura se le llama a los milagros “el dedo de Dios” (Ex. 8,19; Lc. 11,20), “la mano del Señor” (1 Sam. 5,6), “la mano de nuestro Dios “(Esd. 8,31). Al referir el milagro a Dios como su causa eficiente se da la respuesta a la objeción de que el milagro no es natural, es decir, un acontecimiento sin causa, sin significado o lugar en la naturaleza. Con Dios como la causa, el milagro tiene un lugar en los designios de la Providencia de Dios (Contra Gent., III, XCVIII). En este sentido, es decir, relativamente a Dios, San Agustín habla del milagro como natural (De Civit. Dei, XXI, VIII, 2).

Un evento está por encima del curso de la naturaleza y más allá de sus fuerzas productivas:

  • (a) en cuanto a su naturaleza substancial, es decir, cuando el efecto es de tal naturaleza que ningún poder natural podría hacer que sucediera de cualquier manera o forma, como, por ejemplo, la elevación a la vida del hijo de la viuda (Lc. 7), o la cura del ciego de nacimiento (Jn. 9). Estos milagros se llaman milagros en cuanto a la substancia (quoad substantiam).
  • (b) Respecto a la forma en que se produce el efecto, es decir, donde puede haber fuerzas de la naturaleza, aptas y capaces de producir el efecto considerado en sí mismo, sin embargo, el efecto se produce de una manera totalmente diferente de la manera en que naturalmente se debe realizar, es decir, instantáneamente, por una palabra, por ejemplo, la curación del leproso (Lc. 5). Estos se llaman milagros en cuanto a la forma de su producción (quoad modum).

El poder de Dios se muestra en el milagro:

  • directamente a través de su propia acción inmediata o
  • mediatamente, a través de criaturas como medios o instrumentos.

En este caso, los efectos deben ser atribuidos a Dios, porque él trabaja en y a través de los instrumentos; Ipso Deo en illis operante (San Agustín, “De Civit. Dei, X, XII). Por lo tanto Dios obra los milagros a través de instrumentos como:

  • los ángeles, por ejemplo, los tres jóvenes en el horno ardiente (Dan. 3), la liberación de San Pedro de la prisión (Hch. 12);
  • los hombres, por ejemplo, Moisés y Aarón (Ex. 7), Elías (1 Rey. 17), Eliseo (2 Rey. 5), los Apóstoles (Hch. 2,43), San Pedro (Hch. 3,9), San Pablo (Hch. 19), los primeros cristianos (Gál. 3,5).
  • En la Biblia también, así como en la historia de la Iglesia, vemos que cosas inanimadas son instrumentos del poder divino, no porque tengan ninguna excelencia en sí mismas, sino a través de una relación especial con Dios. Así distinguimos ente reliquias sagradas, por ejemplo, el manto de Elías (2 Rey. 2), el cuerpo de Eliseo (2 Rey. 13), la orla del manto de Cristo (Mt. 9), los pañuelos de San Pablo (Hch. 19,12); las imágenes sagradas, por ejemplo, la serpiente de bronce (Núm. 21), las cosas sagradas, por ejemplo, el Arca de la Alianza, los vasos sagrados del Templo (Daniel 5); los lugares santos, por ejemplo, el Templo de Jerusalén (2 Crón. 6,7), las aguas del Jordán (2 Rey. 5), la piscina de Betsaida (Juan 5).

De ahí que no es cierta la afirmación de algunos escritores modernos, de que un milagro requiere una acción inmediata del poder divino. Es suficiente con que el milagro se deba a la intervención de Dios, y su naturaleza se revela por la absoluta falta de proporción entre el efecto y lo que se llaman medios o instrumentos.

La palabra semeion significa “signo”, un llamamiento a la inteligencia, y expresa el propósito o causa final del milagro. Un milagro es un factor en la Providencia de Dios sobre los hombres. De ahí que la gloria de Dios y el bien de los hombres son los objetivos principales o supremos de cada milagro. Cristo expresa esto claramente en la resurrección de Lázaro (Jn. 11), y el evangelista dice que Jesús, al realizar su primer milagro en Caná, “manifestó su gloria” (Jn. 2,11). Por lo tanto el milagro debe ser digno de la santidad, la bondad y la [[justicia] de Dios, y propicio para el verdadero bien de los hombres. Por lo tanto Dios no los realiza para reparar los defectos físicos en su creación, ni tienen por objeto producir, ni producen, el desorden o la discordia; ni contienen ningún elemento malo, ridículo, inútil o sin sentido. Por lo tanto no están en el mismo plano que las simples maravillas, trucos, obras de ingenio o magia. La eficacia, la utilidad, el propósito de la obra y la manera de realizarla muestran claramente que debe atribuirse al poder divino. Esta alta reputación y la dignidad del milagro se muestra, por ejemplo, en los milagros de Moisés (Éx. 7 – 10), de Elías (1 Rey. 18,21-38), de Eliseo (2 Rey. 5). Las multitudes glorificaban a Dios en la curación del paralítico (Mt. 9,8), del ciego (Lc. 18,43), en los milagros de Cristo en general (Mt. 15,31, Lc. 19,37), como en la curación del cojo por San Pedro (Hch. 4,21). De ahí que los milagros son signos del mundo sobrenatural y nuestra relación con él.

En los milagros siempre podremos encontrar fines secundarios subordinados, sin embargo, a los fines primarios. Así:

  • son evidencias que acreditan y confirman la verdad de la misión divina, o de una doctrina o fe o moral, por ejemplo, Moisés (Éx. 4), Elías (1 Rey. 17,24). Por esta razón los judíos veían en Cristo al “profeta” (Jn. 6,14), en quien “Dios había visitado a su pueblo” (Lc. 7,16). Por lo tanto los discípulos creyeron en Él (Jn. 2,11) y Nicodemo (Jn. 3,2) y los ciegos de nacimiento (Jn. 9,38), y los muchos que vieron la resurrección de Lázaro (Jn. 11,45). Jesús apeló constantemente a sus “obras” para probar que Él fue enviado por Dios y que es el Hijo de Dios, por ejemplo, a los discípulos de Juan (Mt. 11,4), a los judíos (Jn. 10,37). Él reclama que sus milagros son un testimonio más grande que el testimonio de Juan (Jn. 5,36), condena a aquellos que no creen (Jn. 15,24), según alaba a los que sí creen (Jn. 17,8), y exhibe los milagros como signos de la verdadera fe (Mc. 16,17). Los Apóstoles apelan a los milagros como la confirmación de la misión y Divinidad de Cristo (Jn. 20,31); Hch. 10,38), y San Pablo los considera signos de su apostolado (2 Cor. 12,12).
  • Los milagros son hechos para dar fe de la verdadera santidad. Así, por ejemplo, Dios defiende a Moisés (Núm. 12), a Elías (2 Rey. 1), a Eliseo (2 Rey. 13). De ahí el testimonio del ciego de nacimiento (Jn. 9,30 ss.) y los procesos oficiales en la canonización de los santos.
  • Como beneficios espirituales o temporales. Los favores temporales van siempre subordinados a los fines espirituales, pues son una recompensa o promesa de virtud, por ejemplo, la viuda de Sarepta (1 Rey. 17), los tres jóvenes en el horno ardiente (Dan. 3), la preservación de Daniel (Dan. 5), la liberación de San Pedro de la prisión (Hch. 12), de San Pablo del naufragio (Hch. 27). Así semeion, es decir, “signo”, completa el significado de dynamis, es decir “poder (divino)”. Revela el milagro como un acto de la Providencia sobrenatural de Dios sobre el hombre. Le da un contenido positivo a teras, es decir, “maravilla”, pues, mientras que la maravilla muestra el milagro como una desviación del curso ordinario de la naturaleza, el signo da el propósito de la desviación.

Este análisis muestra que:

  • (1) el milagro es esencialmente una apelación al conocimiento. Por lo tanto, los milagros pueden distinguirse de los sucesos meramente naturales. Un milagro es un hecho en la creación material, y caen bajo la observación de los sentidos o viene a nosotros a través del testimonio, como cualquier hecho natural. Su carácter natural se conoce por:
    • (a) a partir del conocimiento positivo de las fuerzas naturales, por ejemplo, la ley de gravedad, la ley de que el fuego quema. Decir que no conocemos todas las leyes de la naturaleza, y por lo tanto no podemos conocer un milagro (Rousseau, “Lett. De la Mont.”, let III), está fuera de la cuestión, ya que haría del milagro una apelación a la ignorancia. Puedo no conocer las leyes del código penal, pero puedo saber con certeza que en un caso particular una persona viola una ley definitiva.
    • (b) A partir de nuestro conocimiento positivo de los límites de las fuerzas naturales. Así, por ejemplo, no podemos saber la fuerza de un hombre, pero sabemos que no puede por sí solo mover una montaña. Al ampliar nuestro conocimiento de las fuerzas naturales, el progreso de la ciencia ha reducido su ámbito y definido sus límites, como en la ley de la abiogénesis. Por lo tanto, tan pronto como tenemos razones para sospechar que cualquier evento, no importa cuán poco común o raro parezca, puede surgir debido a causas naturales o ser conforme al curso normal de la naturaleza, inmediatamente perdemos la convicción de que es un milagro. Un milagro es una manifestación del poder de Dios; siempre y cuando esto no está claro, hay que rechazarlo como tal.
  • (2) Los milagros son signos de la Providencia de Dios sobre el hombre, por lo tanto son de un alto carácter moral, simple y obvio en las fuerzas en acción, en las circunstancias de su obra, y en su meta y propósito. Ahora la filosofía indica la posibilidad y la revelación enseña el hecho de que los seres espirituales, buenos y malos, existen, y poseen mayor poder que el del hombre. Aparte de la cuestión especulativa en cuanto al poder natural de estos seres, tenemos la certeza de
    • (a) que Dios sólo puede realizar esos efectos que son llamados milagros substanciales, por ejemplo, la resurrección de los muertos;
    • (b) que los milagros realizados por los ángeles, según registrados en la Biblia, son siempre atribuidos a Dios, y que la Sagrada Escritura no le da autoridad divina a milagros que no sean divinos;
    • (c) que la Sagrada Escritura muestra el poder de los espíritus malignos como estrictamente condicionado, por ejemplo, el testimonio de los magos egipcios (Éx. 8,19), la historia de Job,

los demonios que reconocen el poder de Cristo (Mt. 8,31), el testimonio expreso de Cristo mismo (Mt. 24,24) y del Apocalipsis (Apoc. 9,14). El admitir que estos espíritus pueden realizar milagros —es decir, obras de habilidad e ingenio que, en relación a nuestras fuerzas, puedan parecer milagrosas.— sin embargo estas obras carecen del sentido y la finalidad que las sellaría como el lenguaje de Dios a los hombres.

Errores

Los deístas rechazan los milagros, pues niegan la Providencia de Dios. Los agnósticos también los niegan, y los positivistas los rechazan. Comte consideraba los milagros como el fruto de la imaginación teología. El panteísmo moderno no tiene lugar para los milagros. Así, Espinosa afirmaba que la creación es el aspecto de una única substancia, es decir, Dios, y como él enseñaba que los milagros son una violación de la naturaleza, por lo tanto serían una violación a Dios. La respuesta es, primero, que la concepción de Dios y de la naturaleza de Espinosa es falsa, y segundo, que de hecho, los milagros no son una violación a la naturaleza. Para Hegel la creación es la manifestación evolutiva de la única idea absoluta, es decir, Dios, y para los neo-hegelianos (por ejemplo, Thos, Green) la conciencia se identifica con Dios; por lo tanto, para ambos el milagro no tiene sentido.

Definiciones erróneas de lo sobrenatural llevan a definiciones erróneas del milagro. Así:

(1) Bushnell define lo natural como lo necesario y lo sobrenatural como lo que es libre; por lo tanto el mundo material es lo que llamamos naturaleza, el mundo de la vida del hombre es sobrenatural. Así también el Dr. Strong (“Baptist Rev.”, vol. I, 1879), Rev. C.A. Row (“Supernat. in the New Test.”, Londres, 1875). En este sentido todo acto voluntario libre del hombre es un acto sobrenatural y un milagro.

(2) El sobrenaturalismo natural propuesto por Carlyle, Theodore Parker, Prof. Pfleiderer, y, más recientemente, Prof. Everett (“The Psychologic Elem. of Relig. Faith”, Londres y Nueva York, 1902), Prof. Bowne (“Immanence of God”, Boston y Nueva York, 1905), Hastings (“Diction. of Christ and the Gospels”, s.v. “Miracles”). Así lo natural y lo sobrenatural son en realidad uno: lo natural es su aspecto al hombre, lo sobrenatural es su aspecto a Dios.

(3) La “teoría inmediata”, que Dios actúa inmediatamente sin segundas causas, o que las causas segundas, o leyes de la naturaleza, deben ser definidas como los métodos regulares de la actuación de Dios. Esta enseñanza se combina con la doctrina de la evolución.

(4) La teoría “relativa” de milagros es por mucho la más popular entre los escritores no católicos. Esta opinión fue propuesta originalmente para afirmar los milagros cristianos y al mismo tiempo afirmar la creencia en la uniformidad de la naturaleza. Sus formas principales son tres:

  • (a) La concepción mecánica de Babbage (Tratados de Bridgewater): En la opinión de Babbage, promovida luego por el duque de Argyll (Reino de la Ley) se presenta la naturaleza como un vasto mecanismo enrollado al principio y que contiene en sí mismo la capacidad para desviarse de su curso normal en fechas determinadas. La teoría es ingeniosa, pero hace del milagro un evento natural. Admite la presunción de los adversarios de los milagros, es decir, que los efectos físicos deben tener causas físicas, pero esta hipótesis se contradice con los hechos comunes de la experiencia, por ejemplo, la voluntad actúa sobre la materia.
  • (b) La “ley” desconocida de Espinosa: Espinosa enseña que el término “milagro” debe ser entendido con referencia a las opiniones de los hombres, y que significa simplemente un acontecimiento que no podemos explicar por otros acontecimientos familiares a nuestra experiencia. Locke, Kant, Eichhorn, Paulus, Renan sostienen la misma opinión. Así, el profesor Cooper escribe “El milagro de una época se convierte en el funcionamiento normal de la naturaleza en la próxima” (“Ref. Cap. R.”, julio de 1900). Por lo tanto un milagro nunca ocurrió en realidad, y es sólo un nombre para cubrir nuestra ignorancia. Así, Matthew Arnold pudo pretender que todos los milagros bíblicos desaparecerán con el progreso de la ciencia (Lit. y la Biblia) y M. Muller que “lo milagroso se reduce a la mera apariencia” (en. Rel., pref., p. 10). Los defensores de esta teoría asumen que los milagros son una apelación a la ignorancia.
  • (c) La teoría de la “ley superior” de Argyll de “universo no visto”: Trench, Lange (sobre Matt. p. 153), Gore (Bampton Lect., p. 36) se propuso refutar la afirmación de Espinosa de que los milagros no son naturales y productores de desorden. Así, para ellos el milagro es muy natural, ya que se lleva a cabo de conformidad con leyes de una naturaleza superior. Otros —por ejemplo, Schleiermacher y Ritschl— denotan por ley superior, el sentimiento religioso subjetivo. Por lo tanto, para ellos un milagro no es diferente de cualquier otro fenómeno natural, sino que se convierte en un milagro por su relación con el sentimiento religioso. Un escritor de “The Biblical World” (octubre, 1908) sostiene que el milagro consiste en el significado religioso del fenómeno natural en su relación con la apreciación religiosa como un signo de favor divino. Otros explican la ley superior como la ley moral, o la ley del espíritu. Por lo tanto los milagros de Cristo son entendidos como ilustraciones de una ley superior, más grandiosa, más comprehensiva que los hombres hayan conocido hasta ahora, la venida de una nueva vida, de fuerzas superiores actuando de acuerdo a leyes superiores como manifestaciones del espíritu en etapas superiores de su desarrollo. La crítica de esta teoría es que los milagros dejarían de ser milagros: no serían extraordinarios, pues se realizarían bajo las mismas condiciones. Lograr milagros en virtud de una ley aún no entendida es negar su existencia. Así, cuando Trench define un milagro como “un evento extraordinario que los espectadores no puede reducir a ninguna ley conocida por ellos”, la definición incluye el hipnotismo y la clarividencia. Si por “ley superior” denotamos la ley superior de la santidad de Dios, entonces un milagro puede hacer referencia a esta ley, pero la ley superior en este caso es Dios mismo y el uso de la palabra tiende a crear confusión.

Improbabilidad antecedente

El gran problema de la teología moderna es el lugar y el valor de los milagros. En opinión de algunos escritores, su improbabilidad antecedente, basada en el reinado universal de la ley es tan grande que no son dignos de consideración seria. Así, su convicción de la uniformidad de la naturaleza llevó a Hume a negar el testimonio de los milagros en general, según llevó a Baur, Strauss y Renan a explicar los milagros de Cristo sobre bases naturales. El principio fundamental es que pase lo que pase es natural, y lo que no es natural no ocurre. La profunda convicción de la unidad orgánica del universo, un rasgo característico del pensamiento del siglo XIX, se basa en la creencia en la uniformidad de la naturaleza. Ha dominado una cierta escuela de literatura, y, con George Eliot, Hall Came y Thomas Hardy, las operaciones naturales de la herencia, ambiente y ley necesaria gobiernan el mundo de la vida humana. Es el principio básico en los tratados de sociología modernos.

Su principal exponente es la ciencia-filosofía, una continuación del deísmo del siglo XVIII sin la idea de Dios, y la opinión aquí presentada, de un universo en evolución elaborando su propio destino bajo el dominio rígido de las leyes naturales inherentes, encuentra sólo un tenue disfraz en la concepción panteísta, tan común entre los teólogos no católicos, de un Dios inmanente, que es la base activa del mundo de desarrollo de acuerdo a la ley natural, es decir, el monismo de la mente o la voluntad. Esta creencia es la brecha entre la antigua y la moderna escuela de teología, de acuerdo con Delitzsch (“Deep Gulf between the Old and the Modem Theology”, 1890; Principal Fairbairn, “Studies in the Philos. of Hist. and Religion”). Max Müller encuentra el núcleo de la concepción moderna del mundo en la idea de que “hay una ley y orden en todo, y que una cadena ininterrumpida de causas y efectos mantiene todo el universo en conjunto” (“Antrop. Relig.”, pref ., p. 10). En todo el universo hay un mecanismo de la naturaleza y de la vida humana, que presenta una cadena necesaria, o secuencia, de causa y efecto, que no es, y no puede ser rota por una injerencia desde el exterior, como se supone en el caso de un milagro. Este punto de vista es la base de las objeciones modernas al cristianismo, la fuente del escepticismo moderno, y la razón de una disposición que prevalece entre los pensadores cristianos a negarle a los milagros un lugar en evidencias cristianas, y a basar la prueba para el cristianismo en evidencias internas solamente.

Crítica:

(1) Este punto de vista se basa en última instancia sobre el supuesto de que el universo material existe por sí solo. Es refutado:

  • demostrando que en el hombre hay un alma espiritual totalmente distinta de la existencia orgánica e inorgánica, y que esta alma revela un orden intelectual y moral totalmente distinto del orden físico;
  • al inferir la existencia de Dios a partir de los fenómenos del orden intelectual, moral y físico.

(2) Este punto de vista se basa también en un significado erróneo del término naturaleza. Kant hace una distinción entre el noúmeno y el fenómeno de una cosa, negó que podemos conocer el noúmeno, es decir, la cosa en sí misma; todo lo que conocemos es el fenómeno, es decir, la apariencia de la cosa. Esta distinción ha influido profundamente en el pensamiento moderno. Como idealista trascendental, Kant negó que conozcamos el fenómeno real; para él sólo la apariencia ideal es el objeto de la mente. Así, el conocimiento es una sucesión de apariencias ideales, y un milagro sería una interrupción de esa sucesión. Otros, es decir, la Escuela del Sentido (Hume, Mill, Bain, Spencer y otros), enseñan que, si bien no podemos conocer la substancia o esencia de las cosas, podemos y captamos los fenómenos reales. Para ellos el mundo es un mundo fenomenal y es una pura convivencia y la sucesión de fenómenos, donde el antecedente determina al consecuente. En este punto de vista un milagro sería un salto inexplicable en la (llamada) ley invariable de secuencia, en cuya ley Mill basó su lógica. Ahora respondemos que el verdadero significado de la palabra naturaleza incluye tanto el fenómeno como el noúmeno. Tenemos la idea de sustancia con un contenido objetivo. En realidad, el progreso de la ciencia consiste en la observación de, y la experimentación sobre las cosas con el fin de conocer sus propiedades o potencias, que a su vez nos permiten conocer las esencias físicas de las distintas sustancias.

(3) A través de la concepción errónea de la naturaleza, el principio de causalidad se confunde con la ley de la uniformidad de la naturaleza. Pero son cosas absolutamente diferentes. El primero es una convicción primaria que tiene su origen en nuestra conciencia interna. La segunda es una inducción basada en una larga y cuidadosa observación de los hechos: no es una verdad evidente por sí misma, ni es un principio universal y necesario, como ha demostrado el propio Mill (Logic, IV, XXI). De hecho la uniformidad de la naturaleza es el resultado del principio de causalidad.

No es cierto el argumento principal de que la uniformidad de las normas de la naturaleza gobierna los milagros fuera de consideración, debido a que implicarían una ruptura en la uniformidad y una violación de la ley natural. Las leyes de la naturaleza son los modos observados o procesos en que actúan las fuerzas naturales. Estas fuerzas son las propiedades o potencias de las esencias de las cosas naturales. Nuestra experiencia de causalidad no es la experiencia de una mera secuencia sino de una secuencia debida a la necesaria operación de las esencias vistas como principios o fuentes de acción.

Ahora bien, las esencias son necesariamente lo que son e inmutables, por lo tanto sus propiedades, o potencias, o fuerzas, en determinadas circunstancias, actúan de la misma manera. Sobre esto, la filosofía escolástica basa la verdad de que la naturaleza es uniforme en su acción, sin embargo, sostiene que la constancia de la sucesión no es una ley absoluta, pues la sucesión sólo es constante siempre y cuando las relaciones nouménicas permanezcan iguales. Así, la filosofía escolástica, al defender los milagros, acepta el reinado universal de la ley en este sentido, y su enseñanza está en acuerdo absoluto con los métodos efectivamente perseguidos por la ciencia moderna en las investigaciones científicas. Por lo tanto, enseña el orden de la naturaleza y el reino de la ley, y declara abiertamente que, si no hubiese orden, no habría milagro.

Es significativo que la Biblia apela constantemente al reino de la ley en la naturaleza, al tiempo que da fe de la ocurrencia real de los milagros. Ahora bien, la voluntad humana, al actuar sobre fuerzas materiales, interfiere con las secuencias regulares, pero no paraliza las fuerzas naturales o destruye su tendencia innata a actuar de una manera uniforme. Así, un niño, al lanzar una piedra al aire, no altera el orden de la naturaleza o acaba con la ley de gravedad. Sólo se trae una nueva fuerza y contrarresta las tendencias de las fuerzas naturales, así como las fuerzas naturales interactúan y se contrarrestan entre sí, como se demuestra en las bien conocidas verdades del paralelogramo de fuerzas y la distinción entre la energía cinética y potencial. La analogía entre un acto del hombre y un acto de Dios es completa en lo que se refiere a una ruptura en la uniformidad de la naturaleza o una violación de sus leyes. El alcance de la potencia ejercida no afecta el punto en cuestión. Por lo tanto la naturaleza física se presenta como un sistema de causas físicas que producen resultados uniformes, y sin embargo permite la interposición de la acción personal, sin afectar su estabilidad.

La verdad de esta posición es tan manifiesta que Mill admite que el argumento de Hume contra los milagros es válido sólo en el supuesto de que Dios no existe, pues, dice, “un milagro es un nuevo efecto que se supone es producido por la introducción de una nueva causa… de la adecuación de esa causa, si está presente, no puede haber ninguna duda” (Logic, III, XXV). Por lo tanto, al admitir la existencia de Dios, la “secuencia uniforme” de Hume no se sostiene como una objeción a los milagros. Huxley también niega que los físicos nieguen la creencia en los milagros porque los milagros son una violación de las leyes naturales, y rechaza la totalidad de esta línea de argumento (“Some Controverted questions”, 209, “Life of Hume”, 132), y sostiene que una milagro es una cuestión de pura y simple evidencia. De ahí que se ha abandonado la objeción a los milagros basada en su improbabilidad antecedente. “The Biblical World” (octubre de 1908) dice: “El antiguo sistema rígido de ‘leyes de la naturaleza’ está siendo interrumpido por la ciencia moderna. Hay muchos acontecimientos que los científicos reconocen que son inexplicables por ninguna ley conocida. Pero esta incapacidad de proporcionar una explicación científica no es razón para negar la existencia de cualquier caso, si está adecuadamente atestiguado. Así, el viejo argumento a priori contra de los milagros se ha ido.” Así, en el pensamiento moderno la cuestión del milagro es simplemente una cuestión de hecho.

Lugar y valor de los milagros en la visión cristiana del mundo

Como la gran objeción a los milagros realmente se basa en opiniones filosóficas falsas del universo, por lo que es necesaria la verdadera visión del mundo para comprender su lugar y su valor.

El cristianismo enseña que Dios creó y gobierna el mundo. Este gobierno es su Providencia, la cual se muestra en el delicado ajuste y subordinación de las tendencias propias de las cosas materiales, dando como resultado la maravillosa estabilidad y armonía que prevalecen en toda la creación física, y en el orden moral, que a través de la conciencia, ha de guiar y controlar las tendencias de la naturaleza del hombre a una completa armonía en la vida humana. El hombre es un ser personal, con inteligencia y libre albedrío, capaz de conocer y servir a Dios, y creado para tal fin. Para él la naturaleza es el libro de la obra de Dios que revela al Creador a través del designio visible en el orden material y por medio de la conciencia, la voz del orden moral, basado en la constitución misma de su propio ser. De ahí que la relación del hombre con Dios es una personal. La Providencia de Dios no se limita a la revelación de sí mismo a través de sus obras. Él se ha manifestado de una manera sobrenatural, lanzando un torrente de luz sobre las relaciones que deben existir entre el hombre y Él mismo. La Biblia contiene esta revelación, y se llama el Libro de la Palabra de Dios, el cual da el registro de la Providencia sobrenatural de Dios conducente a la redención y a la fundación de la Iglesia cristiana. Aquí se nos dice que más allá de la esfera de la naturaleza hay otro reino de la existencia, lo sobrenatural, poblado por seres espirituales y las almas de los difuntos. Ambas esferas, la natural y la sobrenatural, están bajo el dominio de la Providencia de Dios. Así, Dios y el hombre son dos grandes hechos. La relación del alma con su Creador es la religión.

La religión es el conocimiento, el amor y el servicio de Dios; su expresión se conoce como culto, y la esencia del culto es la oración. Así, entre el hombre y Dios hay una constante interacción, y en la Providencia de Dios el medio señalado de esta relación es la oración. Mediante la oración el hombre habla con Dios en los actos de fe, esperanza, caridad y contrición e implora su ayuda. En respuesta a la oración Dios actúa en el alma por su gracia y, en circunstancias especiales, mediante los milagros. De ahí que el gran hecho de la oración, como el nexo de unión del hombre con Dios, implica una intervención constante de Dios en la vida del hombre. Por lo tanto, en la visión cristiana del mundo, los milagros tienen un lugar y un significado. Ellos surgen de la relación personal entre Dios y el hombre. La convicción de que los puros de corazón son agradables a Dios, de algún modo misterioso, es universal; incluso entre los paganos sólo se preparan ofrendas puras para el sacrificio.

Este sentido íntimo de la presencia de Dios puede explicar la tendencia universal a referir todos los fenómenos sorprendentes a causas sobrenaturales. El error y la exageración no cambian la naturaleza de la creencia fundada en la convicción permanente de la Providencia de Dios. San Pablo apeló a esta creencia en su discurso a los atenienses (Hechos 17). En el milagro, por lo tanto, Dios subordina la naturaleza física a un propósito más elevado, y este propósito superior es idéntico a los más altos objetivos morales de la existencia. La concepción mecánica del mundo está en armonía con lo teleológico, y cuando el propósito existe, ningún evento es aislado o sin sentido. El hombre es creado por Dios, y un milagro es la prueba y la promesa de Su Providencia sobrenatural. De ahí que podamos entender cómo, en la mentes devotas, incluso hay una presunción a favor y una expectativa de milagros. Ellos muestran la subordinación del mundo inferior al superior; son la ruptura del mundo superior sobre el inferior (“C. Gent.”, III, XCVIII, XCIX; Benedict XIV, 1, c; 1, IV, p. 1, c. I).

Algunos escritores —por ejemplo Paley, Mansel, Mozley, Dr. George Fisher— llevan la visión cristiana al extremo, y dicen que los milagros son necesarios para atestiguar la revelación. Los teólogos católicos, sin embargo, tienen una visión más amplia. Ellos afirman:

(1)que los grandes objetivos principales de los milagros son la manifestación de la gloria de Dios y el bien de los hombres; que los fines particulares o secundarios, subordinados al primero, son confirmar la verdad de una misión o una doctrina de fe o moral, para atestiguar la santidad de los siervos de Dios, para conferir beneficios y reivindicar la justicia Divina.

(2) Por lo tanto enseñan que la testificación de la revelación no es el fin primario, sino su fin secundario principal, aunque no el único.

(3) Dicen que los milagros de Cristo no eran necesarios, sino “muy adecuados y totalmente acordes con su misión” (decentissimum et maximopere conveniens) —Papa Benedicto XIV, IV, p. 1, c. 2, n. 3; Summa , III:43) como un medio para dar fe de su verdad. Al mismo tiempo colocan los milagros entre las evidencias más fuertes y más certeras de la revelación divina.

(4) Sin embargo, enseñan que, como evidencias, los milagros no tienen fuerza física, es decir, asentimiento absolutamente coercitivo, sino sólo una fuerza moral, es decir, no le hacen violencia al libre albedrío, aunque su apelación al asentimiento es de la especie más fuerte.

(5) Que, como evidencias, no son obrados para mostrar la verdad interna de las doctrinas, sino sólo para dar razones manifiestas de por qué debemos aceptar las doctrinas. De ahí la distinción: no evident vera, sino evidenter credibilia. Pues la revelación, de la cual dan fe los milagros, contiene doctrinas sobrenaturales por encima de la comprensión de la mente e instituciones positivas en la Providencia sobrenatural de Dios sobre los hombres. Así que no es cierta la opinión de Locke, Trench, Mill, Mozley y Cox, que la doctrina prueba el milagro y no el milagro la doctrina.

(6) Finalmente, afirman que los milagros en la Escritura y el poder de obrar milagros en la Iglesia son de fe divina, no, sin embargo, los milagros en la historia de la Iglesia propiamente dichos. De ahí que enseñan que los primeros son ambos evidencias de fe y objetos de fe; que los últimos son evidencias de propósito para el cual son obrados, no, sin embargo, objetos de fe divina. Por lo tanto esta enseñanza guarda de la otra visión exagerada propuesta recientemente por los escritores no católicos, que afirman que los milagros se consideran ahora no como evidencias sino como objetos de fe.

Testimonio

Un milagro, como cualquier otro fenómeno natural, se conoce ya sea por la observación personal o por el testimonio de los demás. En el milagro tenemos el hecho mismo como un acontecimiento externo y su carácter milagroso. El carácter milagroso del hecho consiste en esto: que su naturaleza y las circunstancias que lo rodean son de tal naturaleza que nos vemos obligados a admitir que las fuerzas naturales por sí solas no podrían haberlo producido, y la única explicación racional es que se produjo por la interferencia de la agencia divina. La percepción de su carácter milagroso es un acto racional de la mente, y es simplemente la aplicación del principio de causalidad con los métodos de inducción. Las normas generales que rigen la aceptación del testimonio se aplican a los milagros como a otros hechos de la historia. Si tenemos evidencia certera para el hecho, estamos obligados a aceptarlo. La evidencia de los milagros, en cuanto a los hechos históricos en general, depende del conocimiento y veracidad de los narradores, es decir, los que dan testimonio de la ocurrencia de los hechos deben saber lo que dicen y decir la verdad. La naturaleza extraordinaria del milagro requiere una investigación más completa y precisa. No somos libres de rechazar tal testimonio; de lo contrario hay que negar toda la historia en absoluto. No tenemos más justificación racional para rechazar los milagros que para rechazar los relatos de los eclipses estelares. Por lo tanto, aquellos que niegan los milagros han concentrado sus esfuerzos con el propósito de destruir la evidencia histórica de todos los milagros cualesquiera que sean y sobre todo la evidencia para los milagros de los Evangelios.

Hume sostuvo que ningún testimonio puede probar los milagros, pues es más probable que el testimonio sea falso que los milagros sean ciertos. Pero

(a) su afirmación de que “una experiencia uniforme”, que es “una prueba directa y completa”, va en contra de los milagros, es negada por Mill, a condición de una causa adecuada, es decir, que Dios exista.

(b) La “experiencia” de Hume puede significar: (a) la experiencia del individuo, y su argumento se hace absurdo (por ejemplo, dudas históricas sobre Napoleón) o (b) la experiencia de la raza, que se ha convertido en propiedad común y el tipo de lo que se puede esperar. Ahora, de hecho, tenemos esto por testimonio; muchos hechos sobrenaturales son parte de esta experiencia de la raza; Hume prejuzga esta parte sobrenatural, arbitrariamente la declara falsa, que es el punto a ser probado y asume que milagroso es sinónimo de absurdo. El pasado, así expurgado, es hecho la prueba del futuro, y debe impedir que los defensores consistentes de Hume acepten los descubrimientos de la ciencia.

(c) Acosado, Hume se ve obligado a hacer la distinción entre testimonio contrario a la experiencia y testimonio no conforme a la experiencia, y sostiene que este último puede ser aceptado —por ejemplo, el testimonio del hielo para el príncipe de la India. Pero esta admisión es fatal para su posición.

(d) Hume procede en el supuesto de que, para los efectos prácticos, todas las leyes de la naturaleza son conocidas, pero la experiencia demuestra que esto no es cierto.

(e) Todo su argumento descansó sobre el principio filosófico rechazado de que la experiencia externa es la única fuente de conocimiento, descansa sobre la base desacreditada que los milagros se oponen a la uniformidad de la naturaleza como violaciones de las leyes naturales y que fue propuesto a través del prejuicio contra el cristianismo. De ahí que los escépticos posteriores se han alejado de la posición extrema de Hume y enseñan, no que los milagros no pueden ser probados, sino que de hecho ellos no son probados.

El ataque de Hume contra los milagros en general se ha aplicado a los milagros de la Biblia, y ha recibido mayor peso a partir de la negación de la inspiración divina. Aunque varía en su forma, su principio básico es el mismo, a saber, el humanismo del Renacimiento aplicado a la teología. Así tenemos:

(1) Teoría de la interpretación

El antiguo racionalismo de Semler, Eichhorn, de Wette y Paulo, quienes afirmaban la credibilidad de los registros de la Biblia, pero afirmaban que eran una colección de escritos compuestos por la inteligencia natural por sí sola, y a ser tratados en el mismo plano que otras producciones naturales de la mente humana. Se deshicieron de lo sobrenatural mediante una audaz interpretación de los milagros como hechos puramente naturales. Esto se conoce como la teoría de la “interpretación”, y hoy aparece bajo dos formas:

El racionalismo modificado, que enseña que estamos justificados al aceptar una porción muy considerable de los relatos evangélicos como sustancialmente históricos, sin estar obligados a creer en milagros. De ahí que den crédito a los relatos de los endemoniados y curaciones, pero alegan que estas maravillas fueron obradas por, o de acuerdo con, la ley natural. Así tenemos la teoría eléctrica de M. Corelli, la apelación a la “terapéutica moral” de Matthew Arnold, y la teoría psicológica propuesta por el Prof. Bousset de Gottingen, en la que afirma que Cristo realizó milagros por facultades mentales naturales de un tipo superior (cf. “N. World”, marzo de 1896). Pero el intento de explicar los milagros del Evangelio, ya sea por los poderes naturales de Cristo, es decir, la superioridad mental o moral, o por estados particulares del receptor, curación por la fe, y fenómenos psíquicos afines, es arbitrario y no verdadero a los hechos. En muchos de los milagros no se requirió la fe, y de hecho estuvo ausente; esto se muestra, en los milagros de poder, por el temor expresado por los Apóstoles, por ejemplo, cuando Cristo calmó la tempestad (Marcos 4,40), cuando Cristo caminó sobre las aguas (Mc. 6,51), en el saque de los peces (Lucas 5,8), y en los milagros de expulsar a los demonios. En algunos milagros Cristo exige la fe, pero la fe no es la causa del milagro, sólo la condición para su ejercicio del poder.

Otros, como Holstein, Renan, y Huxley, siguen a De Wette, quien explica los milagros como la interpretación emocional de acontecimientos comunes. Afirman que los hechos ocurridos fueron sustancialmente históricos, pero que en la narración fueron cubiertos con las interpretaciones de los escritores. Por lo tanto, dicen que, en el estudio de los Evangelios, hay que distinguir entre los hechos tal como realmente ocurrieron y las emociones subjetivas de los que fueron testigos de ellos, su fuerte excitación, la tendencia a la exageración y la imaginación vívida. Por lo tanto apelan no a la “falacias de los testimonios” tanto como a las “falacias de los sentidos”. Pero este intento de transformar a los Apóstoles en nerviosos visionarios no puede ser considerado por una mente imparcial. San Pedro distinguió claramente entre una visión (Hechos 10,17) y una realidad (Hch. 12), y San Pablo menciona dos casos de visiones (Hch. 22,17; 2 Corintios 12), la segunda por vía de contraste con su vida misionera ordinaria de trabajos y sufrimientos (2 Cor. 11).

Renan incluso va tan lejos como para presentar la flagrante incoherencia de un Cristo, como dice él, notable por la belleza moral de vida y doctrina, que sin embargo es culpable de engaño consciente, como, por ejemplo, en la fingida resurrección de Lázaro. Esta enseñanza es en realidad una negación del testimonio. Los milagros de Cristo deben tomarse como un todo, y en el entorno del Evangelio en el que se presentan como parte de su enseñanza y su vida. Basado en la evidencia no hay ninguna razón para hacer una distinción entre ellos ni interpretarlos para que sean lo que son. La verdadera razón es prejuzgar sobre falsos fundamentos filosóficos con el fin de deshacerse del elemento sobrenatural. De hecho, las conjeturas y las hipótesis propuestas son mucho más improbables que los propios milagros. Una vez más, ¿cómo explicar el gran milagro que el héroe de una leyenda sin fundamento, el impotente y engañoso Cristo, podría convertirse en el fundador de la Iglesia cristiana y de la civilización cristiana? Por último, este método viola los principios básicos de interpretación; pues los escritores del Nuevo Testamento no están autorizados a hablar su propio idioma.

(2) Teoría del humanismo bíblico

La idea fundamental de la metafísica de Hegel (es decir, que las cosas existentes son la manifestación progresiva de la idea, es decir, lo absoluto) dio una base filosófica para la concepción orgánica del universo, es decir, lo divino como orgánico a lo humano. Así la revelación es presentada como un proceso humano, y la historia —por ejemplo, la Biblia— es un registro de la experiencia humana, el producto de la vida humana. Esta filosofía de la historia se aplicó para explicar lo milagroso en los Evangelios y aparece bajo dos formas: la Escuela de Tubinga y la Escuela Mística.

(a) La Escuela de Tubinga: Baur considera el proceso hegeliano en su aspecto objetivo, es decir, los hechos como cosas. Afirmó que los libros del Nuevo Testamento fueron estados a través de los cuales pasaron la vida humana y pensamientos del cristianismo primitivo. Trató de hacer con referencia al origen lo que Gibbon intentó con referencia a la propagación del cristianismo, es decir, deshacerse de lo sobrenatural mediante la presunción tácita de que no hay milagros, y por la enumeración de causas naturales, la principal de las cuales fue la idea mesiánica a la que Jesús mismo se acomodó. El elemento de evolución en el humanismo de Baur, sin embargo, lo obligó a negar que poseemos documentos de la época de la vida de nuestro Señor, a afirmar que la literatura del Nuevo Testamento fue el resultado de las facciones rivales entre los primeros cristianos, y por tanto de una fecha muy posterior a la que la tradición le atribuye, y que Cristo fue sólo la causa ocasional del cristianismo.

Aceptaba como genuinas sólo las Epístolas a los Gálatas, Romanos, 1 y 2 a los Corintios y el Apocalipsis. Sin embargo, las Epístolas admitidas por Baur demuestran que San Pablo creía en los milagros y afirmaba su ocurrencia real como hechos bien conocidos tanto en lo que se refiere a Cristo y en lo que se refiere a sí mismo y a los demás Apóstoles (por ejemplo, Rom. 15,18; 1 Cor. 1,22; 12,10; 2 Cor. 12,12; Gál. 3,5, especialmente sus repetidas referencias a la Resurrección de Jesucristo, 1 Cor. 15). La alta crítica ha probado que son falsas las bases sobre las que descansa la Escuela de Tubinga, a saber, que no existen registros contemporáneos de la vida de Cristo, y que los escritos del Nuevo Testamento pertenecen al siglo II. Por lo tanto Huxley admite que esta posición ya no es sostenible (The Nineteenth Century, feb. de 1889), y de hecho ya no hay una Escuela de Tubinga en Tubinga. Harnack dice: “En cuanto a las críticas de las fuentes del cristianismo, nos encontramos, sin duda, en un movimiento de retorno a la tradición El marco cronológico en el que la tradición estableció los primeros documentos se ha de aceptar en lo sucesivo en sus rasgos principales.” (The Nineteenth Cent., oct. de 1899). Por lo tanto Romanes, dijo que el resultado de la batalla sobre los documentos de la Biblia es una señal de victoria para el cristianismo (Thoughts on Religion, p. 165). El Dr. Emil Reich habla de la quiebra de la alta crítica (“Contemp. Rev.”, abril de 1905).

(b) La Escuela “Mítica” Strauss consideró el proceso hegeliano en su aspecto subjetivo. Él se ocupó exclusivamente de los hechos como materia de conciencia con los primeros cristianos. De ahí que consideró a Cristo dentro de la conciencia cristiana de la época, y sostuvo que el Cristo del Nuevo Testamento fue el resultado de esta conciencia. No negó un núcleo relativamente pequeño de realidad histórica, pero sostuvo que los Evangelios, tal y como los poseemos, son invenciones míticas o fabulosas y adornos de fantasía y deben ser considerados sólo como símbolos de ideas espirituales, por ejemplo, la idea mesiánica. Strauss intentó remover el milagro —o lo que él consideraba el asunto no histórico— del texto. Pero este punto de vista era demasiado extravagante como para permanecer en boga luego de un cuidadoso estudio del carácter veraz y positivo de los escritos del Nuevo Testamento, así como una comparación de ellos con los libros apócrifos. Por lo tanto, ha sido rechazada, y el propio Strauss confesó su decepción por el resultado de sus trabajos (The Old and New Faith).

(3) La Escuela Agnóstica Crítica

Su base es la idea orgánica del universo, pero ve el proceso del mundo aparte de Dios, porque la razón no puede probar la existencia de Dios, y por lo tanto, para los agnósticos Él no existe (por ejemplo, Huxley); o para los agnósticos cristianos, su existencia es aceptada sólo en fe (s.g., Baden-Powell). Para ambos no existen los milagros, pues no tenemos manera de conocerlos. Así Huxley admite los hechos de los milagros en el Nuevo Testamento, pero dice que el testimonio en cuanto a su carácter milagroso puede ser inútil, y se esfuerza por explicarlos por las condiciones mentales subjetivas de los escritores (“The XIX Cent.”, marzo 1889). Baden-Powell (en “Essays and Reviews”), Holtzmann (Die synoptischen Evangelien), y Harnack (The Essence of Christianity) admiten los milagros según registrados en los Evangelios, pero afirman que su carácter milagros está más allá del ámbito de la prueba histórica, y depende de las suposiciones mentales de los lectores.

Crítica: El verdadero problema del historiador es establecer hechos bien autenticados y dar una explicación del testimonio. Debe mostrar cómo estos eventos debieron haber tenido lugar y cómo tal teoría sólo puede explicarlos. Él toma conocimiento de todo lo que se dice acerca de estos eventos por testigos competentes, y llega a su conclusión a partir de su testimonio. Admitir los hechos y negar una explicación es proporcionar grandísima evidencia de su verdad histórica, y mostrar cualidades no consistentes con el historiador científico.

(4) La teoría del protestantismo liberal

(a) Forma más antigua: En su forma más antigua, ésta fue defendida por Carlyle (“Life of Carlyle” de Froude), Martineau (Seal of Authority in Religion), Rathbone Greg (Creed of Christendom), Prof. Wm. H. Green (Works, III pp. 230, 253), propuesta como un credo religioso bajo el título de la “Nueva Reforma” (“The Nineteenth Cent.”, Mar., 1889) y popularizada por Mrs. Humphry Ward en “Robert Elsmere.” Según la vieja Reforma fue un movimiento para destruir la autoridad divina de la Iglesia mediante la exaltación del carácter sobrenatural de la Biblia, así la nueva Reforma intentaba remover el elemento sobrenatural de la Biblia y basar la fe en el cristianismo en el carácter moral superior de Cristo y la excelencia de su enseñanza moral. Está en estrecha simpatía con algunos escritores sobre la ciencia de la religión, que ven en el cristianismo una religión natural, aunque superior a otras formas. Al describir su posición como “una rebelión contra la creencia milagrosa”, sus seguidores aún profesan gran reverencia a Jesús como “el amigo de Dios y del hombre, en quien, a través de toda la fragilidad humana y la necesaria imperfección, ven el jefe natural de su vida interior, el símbolo de esas fuerzas religiosas en el hombre que son primitivas, esenciales y universales” (“The XIX Cent.”, marzo de 1889).

A modo de crítica se puede decir que esta escuela tiene su origen en el supuesto filosófico de que la uniformidad de la naturaleza ha hecho el milagro impensable —una presunción ahora descartada. Una vez más, tiene su base en la Escuela de Tubinga, que se ha demostrado ser falsa, y requiere una mutilación de los Evangelios tan radical y al por mayor que casi cada frase tiene que ser extirpada o reescrita. Los milagros de Jesús son también una parte esencial de su vida y enseñanza para ser removidos de este modo. Podríamos también expurgar los registros de los logros militares de las vidas de Alejandro o de César. Strauss expuso las contradicciones de esta posición, que una vez sostuvo (“Old Faith and the New”), y Von Hartmann considera que los teólogos liberales fueron los causantes de la desintegración del cristianismo (“Selbstersetzung des Christ”, 1888).

(b) Forma más nueva: En su forma más reciente, ha sido defendida por los exponentes de la teoría psicológica. Por lo tanto, donde la vieja escuela persiguió un objetivo, ésta persigue un método subjetivo. Esta teoría combina la enseñanza básica de Hegel, Schleiermacher y Ritschl. Hegel enseñó que las verdades religiosas son la representación figurativa de las ideas racionales; Schleiermacher enseñó que las proposiciones de fe son los estados piadosos del corazón expresados en el lenguaje; Ritschl, que la evidencia de la doctrina cristiana está en el “juicio de valor”, es decir, el efecto religioso en la mente. Sobre esta base, el profesor Gardner (“A Historical View of the New Test.”, Londres, 1904) sostiene que ningún hombre razonable profesaría refutar históricamente los milagros cristianos; que en los estudios históricos debemos aceptar el principio de continuidad según lo dispuesto por la evolución; que las afirmaciones del Nuevo Testamento se basan principalmente en la experiencia cristiana, en la que siempre hay un elemento de teoría falsa; que hay que distinguir entre el hecho real subyacente y su expresión externa defectuosa; que esta expresión está condicionada por el ambiente intelectual de la época, y que desaparece para dar paso a una expresión más elevada y mejor. De ahí que la expresión externa del cristianismo debe ser diferente ahora de lo que fue en otros tiempos. Por lo tanto, mientras que los milagros pudieron haber tenido su valor para los primeros cristianos, no tienen ningún valor para nosotros, pues nuestra experiencia es diferente a la de ellos. Así M. Réville (“Liberal Chistianity”, Londres, 1903) dice: “La fe de un protestante no depende de la solución de un problema de crítica histórica; se basa en su propia experiencia del valor y el poder del Evangelio de Cristo”, y “el Evangelio de Jesús es independiente de sus formas locales y temporales” (págs. 54, 58). Sin embargo, todo esto es filosofía, no historia, no es cristianismo, sino racionalismo. De modo que invierte el verdadero estándar de la crítica histórica, —es decir, debemos estudiar los acontecimientos pasados a la luz de su propio entorno, y no de la sensación subjetiva por parte del historiador de lo que debía, podría o pudiese haber ocurrido. No hay ninguna razón para restringir estos principios a las preguntas de la historia religiosa; y si se extiende para abarcar la totalidad de la historia pasada, conducirían a un escepticismo absoluto.

El hecho

La Biblia muestra que en todo momento que Dios ha obrado milagros para atestiguar la revelación de su voluntad.

(1) Los milagros del Antiguo Testamento revelan la Providencia de Dios sobre su pueblo escogido. Son una prueba convincente de la comisión de Moisés (Éxodo 3 y 4), manifestar al pueblo que Yahveh es Soberano Señor (Éx. 10,2; Deut. 5,25), y se representan como el “dedo de Dios” y “la mano de Dios”. Dios castiga al faraón por negarse a obedecer sus órdenes dadas por Moisés y sancionadas por milagros, y está disgustado por la infidelidad de los judíos por los que Él hizo muchos milagros (Núm. 14). Los milagros convencieron a la viuda de Sarepta que Elías era “un hombre de Dios” (1 Reyes 17,24); en la disputa entre Elías y los profetas de Baal, hicieron gritar al pueblo “Yahveh es Dios” (1 Rey. 18,39); causaron que Naamán confesara que “no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel” (2 Rey. 5,15); llevaron a Nabucodonosor a promulgar un decreto público en honor de Dios cuando los tres jóvenes escaparon del horno ardiente (Daniel 3); y llevaron a Darío de emitir un decreto como sobre el escape de Daniel (Dan. 5). El elemento ético es conspicuo en los milagros y está en consonancia con el exaltado carácter ético de Yahveh, “un rey de justicia absoluta, cuyo amor por su pueblo estaba condicionado por una ley de absoluta rectitud, como ajena a la tradición semita y aria” , escribe el Dr. Robertson Smith (“Religion of the Semites”, p. 74, cf Kuenen, Hibbert Lect, p. 124). De ahí la tendencia entre los escritores recientes sobre la historia de la religión a postular la intervención directa de Dios a través de la revelación como la única explicación de la concepción elevada de la Deidad establecida por Moisés y los profetas (R. Kettel, “Geschichte der Hebraer”, 1889 -92).

(2) El Antiguo Testamento revela un alto concepto ético de Dios que hace milagros para altos fines éticos, y despliega una dispensa de la profecía que conduce a Cristo. Cristo hace los milagros en cumplimiento de esta profecía. Su respuesta a los mensajeros de San Juan Bautista fue que fueran y le contaran a Juan lo que habían visto (Lucas 7,22; cf. Isaías 35,5). Así, los Padres de la Iglesia, para probar la verdad del religión cristiana a partir de los milagros de Cristo, los unen a la profecía (Orígenes, “C. Celsum”, I, II, San Ireneo, Adv Haer. L, II, 32; San Agustín, “C. Faustum”, XII). Jesús profesó abiertamente el hacer milagros. Apela repetidamente a sus “obras” como la prueba más auténtica y decisiva de su filiación divina (Juan 5,18-36; 10,24-37) y de su misión (Jn. 14,12), y por esta razón condena la obstinación de los judíos como inexcusable (Jn. 15,22.24). Él hizo milagros para establecer el Reino de Dios (Mateo 12; Lc. 11), les dio a los Apóstoles (Mt. 10,8) y a los discípulos (Lc. 10,9.19) el poder de hacer milagros, instruyéndoles por este medio a seguir el mismo método, y prometió que el don de milagros persistiría en la Iglesia (Marcos 16,17). A la vista de sus obras maravillosas, los judíos (Mt. 9,8), Nicodemo (Jn. 3,2), y el ciego de nacimiento (Jn. 9,33) confiesa que hay que atribuirlos al poder divino.

Pfleiderer acepta el segundo Evangelio como obra auténtica de San Marcos, y este evangelio es un relato compacto de milagros obrados por Cristo. Ewald y Weiss hablan de los milagros de Cristo como una tarea diaria. Los milagros no son accidentales o externos al Cristo de los Evangelios, sino que están inseparablemente vinculados a su doctrina sobrenatural y la vida sobrenatural —una vida y doctrina que son el cumplimiento de la profecía y la fuente de la civilización cristiana. Los milagros constituyen la substancia misma de los relatos evangélicos, de modo que, si se remueven, no quedaría ningún plan de trabajo reconocible y ningún retrato inteligente del obrador. Tenemos la misma evidencia para los milagros que la que tenemos para Cristo. El doctor Holtzmann dice que los mismos rasgos cuya asombrosa combinación en una sola persona presenta el mayor tipo de evidencia histórica para su existencia están indisolublemente relacionados con los milagros. A menos que aceptemos los milagros, no tenemos la historia del Evangelio. Admitir que Cristo realizó muchos milagros, o confesar que no lo conocemos en absoluto —de hecho, que nunca existió. El Cristo histórico de los Evangelios se nos presenta notable en el encanto de su personalidad, extraordinario en la elevación de la vida y belleza de doctrina, sorprendentemente coherente en el tenor de vida, ejerciendo el poder divino de diversas maneras y en todos sus actos. Se levanta supremo sobre, y aparte de, su entorno y no puede ser considerado como el fruto de la invención individual o como el producto de la época. La más simple, clara y única explicación es que el testimonio es verdadero. Los que lo niegan aún tienen que ofrecer una explicación lo suficientemente fuerte como para soportar las críticas de los propios escépticos.

(3) El testimonio de los Apóstoles sobre los milagros es doble:

  • (a) Ellos predicaron los milagros de Cristo, especialmente la Resurrección. Así San Pedro habla de los “milagros, prodigios y señales” que Jesús hizo como un hecho bien conocido para los judíos (Hechos 2,22), y como publicados a través de Galilea y Judea (Hch. 10,37). Los Apóstoles se declaran a sí mismos testigos de la Resurrección (Hch. 2,32), dicen que la característica de un apóstol es que sea un testigo de la Resurrección (Hch. 1,22), y su predicación en Jerusalén se basa en la Resurrección (Hch. 3,15; 4,10; 5,30; 10,40), en Antioquía (Hch. 13,30 ss.), en Atenas (Hch. 17,31), en Corinto (1 Cor. 15), en Roma (Rom. 6,4), y en Tesalónica (1 Tes. 1,10).
  • (b) Ellos mismos obraron milagros, prodigios y señales en Jerusalén (Hch. 2,43), curaron al cojo (Hch. 3,14), sanaron a los enfermos, y expulsaron demonios (Hch. 8,7-8), resucitaron a los muertos (Hch. 20,10 ss). San Pablo llama la atención a los cristianos de Roma a sus propios milagros (Rom. 15,18-19), se refiere a los muy conocidos milagros realizados en Galacia (Gál. 3,5), invita a los cristianos de Corinto a ser testigos de los milagros que obró entre ellos como señales de su apostolado (2 Cor. 12,12), y le da al don de milagros un lugar en la economía de la fe cristiana (1 Cor. 12). Así los Apóstoles obraron milagros en sus viajes misioneros en virtud del poder que recibieron de Cristo (Mc. 3,15) y confirmado después de su Resurrección (Mc. 16,17).

(4) El doctor Middleton afirma que todos los milagros cesaron con los Apóstoles. Mozley y Milman le atribuyen los milagros posteriores a mitos piadosos, al fraude y a la falsificación. Trench admite que pocos puntos presentan mayor dificultad que el intento de determinar el período exacto en que el poder de hacer milagros fue retirado de la Iglesia. Esta posición es una de sesgo polémico contra la Iglesia Católica, al igual que presunciones de varios tipos están detrás de todos los ataques a los milagros de la Escritura.

Ahora bien, no estamos obligados a aceptar cada milagro alegado como tal. La evidencia de testimonio es nuestra garantía, y para los milagros de la historia de la Iglesia tenemos testimonio del tipo más completo. Si sucediese que, después de una cuidadosa investigación, se descubre que un supuesto milagro no lo es tal en absoluto, se le haría un claro servicio a la verdad. A lo largo del curso de la historia de la iglesia hay milagros tan bien autenticados que su verdad no se puede negar.

  • Así Clemente de Roma y San Ignacio de Antioquía hablan de los milagros obrados en su época.
  • Orígenes dice que ha visto casos de expulsión de demonios, muchas curaciones y profecías cumplidas (“C. Celsum”, I, II, III, VII).
  • San Ireneo se burla de los magos de su época diciendo que “no pueden dar la vista a los ciegos, ni oído a los sordos, ni pueden expulsar los demonios, y que están muy lejos de resucitar a los muertos, como Nuestro Señor lo hizo, y [[los Apóstoles], por la oración, y tal como se hace con más frecuencia entre los hermanos, que incluso creen que es imposible” (Adv. Haer., II).
  • San Atanasio escribe la vida de San Antonio de lo que él mismo vio y oyó de alguien que había estado durante mucho tiempo en compañía del santo.
  • San Justino en su segunda apología al senado romano apela a milagros obrados en Roma y bien atestiguados.
  • Tertuliano reta a los magistrados paganos a que realicen los milagros que obran los cristianos (Apol., XXIII).
  • San Paulino, en la vida de San Ambrosio, narra lo que ha visto.
  • San Agustín da una larga lista de milagros extraordinarios hechos delante de sus propios ojos, menciona nombres y detalles, los describe como muy conocidos, y dice que ocurrieron en los dos años anteriores a la publicación de su relato escrito (De Civit. Dei., XXII, VIII; Retract., I, XIII).
  • San Jerónimo escribió un libro para confutar a Vigilancio y probar que se debe venerar las reliquias, y citó milagros obrados a través de ellas.
  • Teodoreto publicó la vida de San Simón Estilita durante la vida del, y había miles que habían sido testigos oculares de lo que había sucedido.
  • San Víctor, obispo de Vita, escribió la historia de los confesores africanos cuyas lenguas habían sido cortadas por mandato de Hunerico, y quienes todavía retenían su poder de hablar, y reta al lector a ir donde Reparato, uno de ellos que todavía vivía en el palacio del emperador Zeno.
  • Sulpicio Severo escribió la vida de San Martín de Tours a partir de su propia experiencia.
  • San Gregorio Magno le escribe a San Agustín de Canterbury no estar muy contento por los muchos milagros que Dios se complacía en obrar a través de sus manos para la conversión del pueblo de Gran Bretaña.

Por lo tanto Gibbon dice: “La Iglesia cristiana, desde la época de los Apóstoles y sus discípulos, ha reclamado una sucesión ininterrumpida de poderes milagrosos, el don de lenguas, de visiones y de profecía, el poder de expulsar a los demonios, de sanar a los enfermos y de resucitar a los muertos” (Decline and Fall, I, págs. 264, 288); así los milagros están tan entrelazados con nuestra religión, tan vinculados con su origen, su promulgación, su desarrollo y toda su historia, que es imposible separarlos de la misma. La existencia de la Iglesia, el Reino de Dios en la tierra, en el que moran Cristo y su Espíritu Santo, se hicieron ilustres por las vidas milagrosas de los santos de todos los países y todos los tiempos, es un testimonio perpetuo que da testimonio de la realidad de los milagros (Bellar. “De Notis Eccl.”, LIV, XIV). Los registros bien atestiguados se hallan en los procesos oficiales para la canonización de los santos. Mozley sostuvo que existe una diferencia enorme entre los milagros del Evangelio y los de historia de la Iglesia, a través de la falsa noción de que el único propósito de los milagros era la certificación de la verdad revelada: Newman niega la afirmación y demuestra que ambos son del mismo tipo y muy bien autenticados por la evidencia histórica.

Lugar y valor de los milagros de los Evangelios

Al estudiar los milagros de los Evangelios quedamos impresionados por los relatos dados de su multitud, y por el hecho que los evangelistas narran en detalle sólo una muy pequeña proporción de ellos; los Evangelios hablan sólo en términos muy generales de los milagros que Cristo realizó en los grandes viajes misioneros a través de Galilea y Judea. Leemos que la gente, al ver las cosas que Él hacía, le seguían en tropel (Mateo 4,25), al número de cinco mil (Lucas 9,14), de modo que no podía entrar en las ciudades, y su fama se extendió desde Jerusalén a través de Siria (Mt. 4,24). Su reputación era tan grande que los sumos sacerdotes en consejo hablaban de Él como alguien que “hace muchos milagros” (Juan 11,47); los discípulos de Emaús, como el “ profeta, poderoso en obra y palabra delante de Dios y todo el pueblo” (Lc. 24,19), y San Pedro se lo describe a Cornelio como el predicador que hace prodigios (Hechos 10,38). Los evangelistas hicieron una selección de la gran cantidad de acontecimientos milagrosos que rodean la persona de Nuestro Señor. Es cierto que era imposible narrarlos todos (Jn. 20,30). Sin embargo, podemos ver en los milagros narrados un doble motivo para la selección.

(1) El gran propósito de la redención fue la manifestación de la gloria de Dios en la salvación del hombre a través de la vida y obra de su Hijo encarnado. Por lo tanto, es la obra suprema de la Providencia de Dios sobre los hombres. Esto explica la vida y enseñanzas de Cristo, y nos permite comprender el alcance y el plan de sus milagros. Se pueden considerar en relación con el oficio y persona de Cristo como Redentor. Por lo tanto:

(a) tienen su origen en la unión hipostática y siguen en la relación de Cristo como Redentor con el hombre. En ellos podemos ver referencias a la gran obra de redención que Él vino a realizar. Por lo tanto los evangelistas conciben el poder milagroso de Cristo como una influencia que irradia de Él (Marcos 5,30; Lc. 6,19), y los teólogos llaman a los milagros de Cristo obras teándricas (Bellar, “Controv.”, I, lib V, c. VII).

(b) Su objetivo es la gloria de Dios en la manifestación de la gloria de Cristo y en la salvación de los hombres, como por ejemplo en el milagro de Caná (Jn. 2,11), en la Transfiguración (Mt. 17), la resurrección de Lázaro (Jn. 11,15), la última oración de Cristo por los Apóstoles (Jn. 17), la Resurrección de Jesucristo (Hch. 10,40). San Juan abre su Evangelio con la Encarnación del Verbo Eterno y añade “vimos su gloria (Jn. 1,14). De ahí que San Ireneo (Adv. haer., V) y San Atanasio (Incarn.) enseñen que las obras de Cristo fueron las manifestaciones del Verbo Divino quien al principio hizo todas las cosas y quien en la Encarnación desplegó su poder sobre la naturaleza y el hombre, como una manifestación de la nueva vida impartida al hombre y una revelación del carácter y propósitos de Dios. Las repetidas referencias a la “gloria de Cristo” en los Hechos y en las Epístolas tiene relación con sus milagros. La fuente y propósito de los milagros de Cristo es la razón para su íntima conexión con su vida y enseñanza. El propósito de los milagros fue una misión salvadora y redentora, como lo fue la doctrina y la vida del eterno Hijo de Dios.

(c) Su motivo fue la misericordia; la mayoría de los milagros de Cristo fueron obras de misericordia. No fueron realizados con miras a sobrecoger a los hombres por el sentimiento de omnipotencia, sino mostrar compasión por la humanidad pecadora y doliente. No deben ser considerados como actos de simpatía aislados o transitorios, sino como impulsados por una misericordia profundo y permanente que caracteriza al oficio de Salvador. La redención es una obra de misericordia, y los milagros revelan la misericordia de Dios en la obra de Su Hijo encarnado (Hch. 10,38).

(d) Por lo tanto podemos ver en ellos un carácter simbólico. Eran signos, y en un sentido especial significaron, por el lenguaje típico de los hechos externos, la renovación interior del alma. Así, al comentar sobre el milagro del hijo de la viuda de Naím, San Agustín dice que Cristo resucitó a tres de la muerte del cuerpo, pero a miles de la muerte del pecado a la vida de la gracia divina (Serra. de verbis Dom., XCVIII al XLIV).

El alivio que Cristo le trajo al cuerpo representó la liberación. Él estaba trabajando en las almas. Sus milagros de curaciones y sanaciones fueron la imagen visible de su obra espiritual en la guerra con el mal. Estos milagros, que se resumen en la respuesta de Jesús a los mensajeros de Juan (Mt. 11,5), son explicados por los Padres de la Iglesia con referencia a los males del alma (Summa, III:44). El motivo y el significado de los milagros explican la moderación que Cristo mostró en el uso de su poder infinito. Reposo en la fuerza es un rasgo sublime en el carácter de Jesús, el cual proviene de la posesión consciente del poder que debe utilizarse para el bien de los hombres. Rousseau confiesa, “Todos los milagros de Jesús fueron útiles sin pompa o despliegue, pero simples como sus palabras, su vida, toda su conducta” (Lettr. de la Montag., Pt. I, lett. III). Él no los realizó con miras a ser un mero obrador de milagros. Todo lo que Él hizo tiene un significado cuando se mira en la relación de Cristo con el hombre. En la clase conocida como los milagros de poder, Jesús no muestra una simple superioridad mental y moral sobre los hombres ordinarios. En virtud de su misión redentora Él prueba que Él es el Señor y el Maestro de las fuerzas de la naturaleza. Así, con una palabra calma la tempestad, con una palabra multiplicó unos pocos panes y peces para que miles festejaran y se saciaran, con una palabra curó leprosos, expulsó demonios, resucitó los muertos a la vida, y, finalmente, le puso el gran sello a su misión al resucitar de la muerte, como había anunciado explícitamente. Así Renán admite que “incluso lo maravilloso en los Evangelios no es más que buen sentido sobrio comparado con lo que encontramos en los escritos apócrifos judíos o las mitologías hindúes o europeas” (Stud. in Hist. of Relig., págs. 177, 203) .

(e) Por lo tanto los milagros de Cristo tienen una importancia doctrinal. Ellos tienen una conexión vital con su enseñanza y su misión, ilustran la naturaleza y el propósito de su reino, y muestran una relación con algunos de las más grandes doctrinas y principios de su Iglesia. Su catolicidad se muestra en los milagros del siervo del centurión (Mt. 8) y la mujer sirofenicia (Mc. 7). Los milagros sabáticos revelan su propósito, es decir, la salvación del hombre, y demostrar que el Reino de Cristo marca el paso de la antigua Ley. Sus milagros enseñan el poder de la fe y la respuesta dada a la oración. La verdad central de su enseñanza fue su vida. Él vino a dar vida a los hombres, y enfatiza esta enseñanza resucitando a los muertos, especialmente en el caso de Lázaro y su propia Resurrección.

La enseñanza sacramental de los milagros se manifiesta en el milagro de Caná (Juan 2), en la curación del paralítico, para demostrar que tenía el poder de perdonar los pecados [y utilizó este poder (Mt. 9) y se lo dio a los Apóstoles (Jn. 20,23)], en la multiplicación de los panes (Jn. 6) y en la resurrección de los muertos. Por último, el elemento profético de la suerte del individuo y de la Iglesia se muestra en los milagros de aquietar la tempestad, de Cristo sobre las aguas, del saque de los peces, de la dracma y la higuera estéril. Jesús hace del milagro de Lázaro, el tipo de la resurrección general, al igual que los Apóstoles toman la Resurrección de Cristo para denotar la salida del alma de la muerte del pecado a la vida de la gracia, y para ser una promesa y profecía de la victoria sobre el pecado y la muerte y de la resurrección final (1 Tes. 4).

(2) Los milagros de Cristo tienen un valor probatorio. Este aspecto se deduce naturalmente de las consideraciones anteriores. En el primer milagro en Caná Él “manifestó su gloria”, por lo tanto los discípulos “creyeron en Él” (Jn. 2,11). Jesús apeló constantemente a sus “obras” como evidencias de su misión y su divinidad. Él declara que sus milagros tienen mayor valor probatorio que el testimonio de San Juan Bautista (Jn. 5,36), su fuerza lógica y teológica como evidencias es expresa por Nicodemo (Jn. 3,2). Y a los milagros Jesús añade la evidencia de la profecía (Jn. 5,31). Ahora bien, su valor como evidencias para la gente que vivía entonces se encuentra no sólo en el despliegue de omnipotencia de su misión redentora, sino también en la multitud de sus obras. Así, los milagros no registrados tuvieron un alcance probatorio en su misión. Así que podemos ver una razón probatoria para la selección de los milagros según narrados en los Evangelios.

  • (a) Esta selección fue guiada con el propósito de aclarar los principales acontecimientos en la vida de Cristo que lo llevaron a su Crucifixión y para mostrar que ciertos milagros definidos (por ejemplo, la curación de los leprosos, la expulsión de los demonios de una manera maravillosamente superior a los exorcismos de los judíos, los milagros sabáticos, la resurrección de Lázaro) causaron que los jefes de la sinagoga conspiraran y lo mandaran a matar.
  • (b) Una segunda razón para la selección fue el propósito expreso de probar que Jesús es el Hijo de Dios (Juan 20,31).

Por lo tanto, para nosotros, que dependemos de los relatos evangélicos, el valor probatorio de los milagros de Cristo proviene de un número relativamente pequeño narrados en detalle, aunque de un tipo más estupendo y claramente sobrenatural, algunos de los cuales se llevaron a cabo casi en privado y seguido por órdenes estrictas de no publicarlos. Al considerarlos como evidencias en relación con nosotros hoy día, podemos añadirles la constante referencia a la multitud de milagros no registrados en detalle, su conexión íntima con la vida y enseñanzas de Nuestro Señor, su relación con las profecías del Antiguo Testamento, su propio carácter profético que se cumple en el desarrollo de su reino en la tierra.

Providencias especiales

La oración es una gran realidad, que se expresa de una manera persistente, y entra íntimamente en la vida de la humanidad. Tan universal es el acto de oración que parece un instinto y una parte de nuestro ser. Es el hecho fundamental de la religión y la religión es un fenómeno universal de la raza humana. La filosofía cristiana enseña que, en su naturaleza espiritual el hombre es hecho a imagen y semejanza de Dios, por lo tanto su alma se vuelve instintivamente a su Creador en aspiraciones de culto, de esperanza y de intercesión.

El valor real de la oración ha sido un tema vital para la discusión en los tiempos modernos. Algunos, como O.B. Frothringham (Recollections and Impressions, p. 296), Drobisch y Herbart (Pfleiderer, “Phil. De la Religión”, II, p. 296), sostienen que su valor reside únicamente en que es un factor en la cultura de la vida moral, que da el tono y la fuerza de carácter. Así, el profesor Tyndall, en su famoso discurso de Belfast, propuso este punto de vista, y sostiene que la ciencia moderna ha demostrado que el valor físico de la oración es increíble (Fragments of Science). Basó su afirmación en la uniformidad de la naturaleza. Pero ya no se sostiene que esta base sea un obstáculo a la oración por beneficios físicos. Otros, como Baden-Powell (Order of Nature), admiten que Dios contesta la oración por favores espirituales, pero niega su valor para efectos físicos. Pero su base es la misma que la de Tyndall, y además una respuesta para beneficios espirituales es, de hecho, una interferencia por parte de Dios en la naturaleza.

Ahora la filosofía cristiana enseña que Dios, en respuesta a la oración, no sólo confiere favores espirituales sino que a veces interfiere con el curso ordinario de los fenómenos físicos, de modo que, como resultado, eventos particulares suceder lo contrario de lo que deberían. Esta interferencia se lleva a cabo en los milagros y providencias especiales.

Cuando nos arrodillamos a rezar no siempre le pedimos a Dios que obre milagros o que nuestras vidas sean prodigios constantes de su poder. El sentido de nuestra pequeñez le da un espíritu humilde y reverencial a nuestra oración. Confiamos en que Dios, a través de Su infinito conocimiento y poder, realizará lo que pedimos de algún modo mejor conocido para Él. Por lo tanto, por providencias especiales nos referimos a los acontecimientos que suceden en el curso de la naturaleza y de la vida a través de la instrumentalidad de las leyes naturales. No podemos discernir en el propio evento o en su forma de ocurrir cualquier desviación del curso de las cosas conocidas. Lo que sí sabemos, sin embargo, es que los eventos se forman en respuesta a nuestra oración. Las leyes de la naturaleza son invariables, sin embargo, un factor importante que no se debe olvidar: que las leyes de la naturaleza pueden producir un efecto, las mismas condiciones deben estar presentes. Si las condiciones varían, los efectos también varían. Al alterar las condiciones, otras tendencias de la naturaleza se hacen predominantes, y las fuerzas que de otro modo realizarían sus efectos ceden a las fuerzas más fuertes. De esta manera nuestra voluntad interfiere con el funcionamiento de las fuerzas naturales y con las tendencias humanas, como se demuestra en nuestras relaciones con los hombres y en la ciencia del gobierno.

Ahora bien, si tal poder recae en los hombres, ¿puede Dios hacer menos? ¿No podemos creer que, en nuestra oración, Dios puede hacer que las condiciones de los fenómenos naturales se combinen de modo que, a través de su agencia especial, podamos obtener el deseo de nuestro corazón, y sin embargo, de manera que, para el observador común, el evento ocurra en su lugar y hora ordinarios? Para el alma devota, sin embargo, todo es diferente. Reconoce el favor de Dios y está devotamente agradecida por el cuidado paternal. Sabe que Dios ha ocasionado el asunto de alguna manera. Cuando, por lo tanto, oramos por la lluvia, o para evitar una calamidad, o para evitar los estragos de la peste, no pedimos tanto por milagros o signos de su omnipotencia; le pedimos que Él, que tiene el cielo en sus manos y escudriña el abismo, escuchará nuestras peticiones y, en su buen y propio modo, conseguirá la respuesta que necesitamos.

Fuente: Driscoll, John T. “Miracle.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 10. New York: Robert Appleton Company, 1911.
http://www.newadvent.org/cathen/10338a.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina. rc

Fuente: Enciclopedia Católica