(-> curaciones, exorcismos, magia). Los autores de la Biblia viven en un contexto donde los milagros y los fenómenos sobrenaturales forman parte de la visión normal del mundo. Pero ellos, en su conjunto, no han elaborado su antropología sobre una experiencia de milagros, sino todo lo contrario. A lo largo de la Biblia, y en especial en el Nuevo Testamento, el milagro entendido como «irrupción maravillosa de seres o poderes de otro mundo» tiende a desaparecer, de manera que el hombre viene a situarse de forma directa ante Dios. En sentido estricto podríamos decir que el verdadero milagro consiste en que los hombres crean en el Reino* de Dios. Sobre esa base se entienden los milagros de Jesús, como signo de la fe en el Reino.
(1) Jesús, un hombre que hacía milagros. Fue evidentemente un sanador, un hombre con poderes para movilizar la energía interior de otros hombres, de manera que su relación con los demás se ha expresado en forma de milagros. Así le recuerda la tradición de Marcos. Sanadores y taumaturgos buscaban seguridades, apelando a poderes exteriores: piden que vengan y actúen en la vida de los hombres. En contra de eso, Jesús ha sido un hombre de fe: no soluciona los problemas de los otros ofreciéndoles un tipo de ayuda externa, sino que se introduce con ellos en el dolor y opresión de la vida, haciendo así que los enfermos puedan responder y comunicarse como creyentes. Sólo desde ahí entendemos su acción carismática. Jesús puede curar porque dialoga con el enfermo (o poseso): penetra en su dolor, en la raíz de su locura, en iluminación personal, en comunicación de fe. Precisamente allí donde parece que la vida se encuentra cerrada y condenada ha introducido un amor más poderoso que la muerte. Jesús ofrece el milagro de la fe, como portador de gratuidad, al servicio de los pobres y pequeños, de manera que en su misma vida se expresa el milagro de la gracia.
(2) Milagros discutidos. El pecado de los escribas. La controversia más significativa sobre los milagros de Jesús se encuentra en Mc 3,21-29 par. Los escribas le acusan presentándole como alguien que está sometido a Satanás (= Belcebú), pues con sus milagros per turba el orden sagrado de Israel. Según ellos, los problemas se arreglan marginando y silenciando a los endemoniados e impuros para así mantener las estructuras de seguridad nacional israelita. Jesús, en cambio, ha superado ese esquema y principios de seguridad, buscando ante todo la libertad de los endemoniados, la curación de los enfermos. Los escribas le acusan de traición contra la seguridad nacional del judaismo. Piensan que, curando a los posesos y ofreciendo comunión (Reino) a los marginados e impuros, pone en riesgo la sacralidad de la nación. Parece que los escribas necesitan expulsar a los posesos, encerrándoles en la cárcel de su propia locura, manteniendo también fuera a los enfermos. Jesús responde diciendo que él introduce a los posesos y enfermos en la casa de Israel y acusa a los escribas de pecado (cf. Mc 3,28-29), invirtiendo así la razón del mismo juicio: son ellos, los escribas, quienes pecan contra el Espíritu Santo, porque niegan y rechazan la acción liberadora en favor de los marginados. El pecado de los escribas no se sitúa en un plano de esplritualismo o soberbia interior, sino que es un pecado social: ellos no aceptan ni acogen a los marginados. En contra de eso, Jesús ha situado la gracia y perdón ofrecido a los marginados por encima de todas las normas de seguridad de aquellos que quieren sacralizar sus propias instituciones. No está en juego una doctrina abstracta sobre Dios en la que todos (Jesús y escribas) podrían concordar, sino la curación de los enfermos, la liberación de los posesos. Allí donde Jesús ofrece libertad a los posesos y salud a los enfermos se hace presente el reino de Dios. El viejo tiempo de este mundo (tiempo de opresiones y cárcel de Satán) ha terminado y llega el reino de Dios como libertad para todos los humanos, conforme a las mejores esperanzas de la tradición israelita (cf. Mc 1,15). Desde esta perspectiva podemos ofrecer algunos rasgos básicos de los milagros de Jesús.
(3) Los milagros no son esoterismo, no son el resultado de una sabiduría especial (propia de iniciados elitistas); tampoco son signo de magia, anticipo de una especie de new age, nueva edad sagrada que ahora se ofrece a los magos y entendidos de este mundo. Ellos son un signo profético del reino de Dios para los perdidos y humillados, signo de la gracia que les capacita para transformarse en actitud de fe y entrega de la vida. Milagro es la capacidad que Jesús tiene de llegar hasta el subsuelo de la historia, hasta el lugar donde los hombres se encuentran arrojados y aplastados por el miedo de la muerte y la opresión interhumana, para ofrecerles allí su signo poderoso de liberación y vida. Este es milagro: Jesús cura, no encarcela a los posesos; Jesús ofrece vida, no separa del espacio de la vida a los que pueden parecemos peligrosos. Por eso, allí donde Jesús cura a los oprimidos, sabemos que la opresión no puede ya entenderse como solución a los problemas de la historia.
(4) Los milagros de Jesús no son expresión de magia ni de esoterismo. Curanderos, exorcistas había muchos. Uno más no habría perturbado nada. Lo que Jesús hace es distinto: él se presenta como mensajero del Reino, profeta de la nueva libertad de Dios, dentro de la misma historia. Por eso, sus milagros brotan de su amor y libertad creadora; él ha querido abrir y ofrecer a los varones y mujeres de su tiempo un camino de libertad, protestando contra las opresiones que les dominan, haciéndoles capaces de curarse con la terapia de Dios, que es la fe en su Reino. Los milagros de Jesús son signo y expresión de fe. Este es su milagro: que los hombres asuman su propia libertad, que desplieguen sus potencialidades, que confíen en Dios, que se abran de manera gratuita hacia los otros. Jesús no ha querido imponer nada, no ha intentado convencer a los demás con sus prodigios, exigiendo que le acepten. Sus milagros se expresan a través del cambio del propio ser humano: implican la apertura creyente del antiguo enfermo (encadenado por el Diablo o por la sociedad opresora), de manera que el enfermo se vuelve capaz de superar la vieja opresión, atreviéndose a vivir de forma libre y personal, rompiendo las viejas estructuras opresoras de una sociedad que quiere mantenerle por siempre sometido. Jesús no cura para que los enfermos no tengan problemas, sino para ayudarles a nacer, vivir y morir en donación gratuita. El milagro es invitación a la libertad: Jesús cura a los enfermos para que ellos mismos sean y puedan regalarse la vida unos a otros. El milagro es un signo de amor sobre un mundo marcado por la muerte. Un inmortal no podría amar así, ni dar su vida, ni enamorarse, ni entregarse de verdad a los demás. Por el contrario, 1111 hombre mortal se puede enamorar, en donación de amor que supera la muerte: el milagro supremo de Jesús es el regalo de su vida en el Calvario. Lc mataron porque amaba: porque sus gestos desestabilizaban un sistema social de violencia controlada por los soldados y sacerdotes.
(5) Jesús, tina herencia de milagros. Jesús no ha dejado sobre el mundo una doctrina o teoría sobre Dios, un saber para iniciados, ni una estructura social, un colectivo de firmes jerarquías, sino una herencia y tarea gratuita (carismática) de milagros. Eso significa que sus fieles deben seguir recorriendo su camino de amor (en solidaridad hacia los pobres) y liberación (ofreciendo un lugar en la casa de la vida a los enfermos y excluidos). Por eso, sólo una Iglesia que sigue realizando milagros (en amor cercano y encarnado) puede contarlos de verdad, retomando así un tema central de los evangelios. Muchos de nosotros, educados en un racionalismo duro, hemos dejado de creer en ellos. Pensamos que el mundo está fijado, cerrado en sí. Pero los evangelistas, sobre todo Marcos, han sentido la necesidad de volver a contarlos como signo de una gracia que sigue actuando en la Iglesia. «Hay un evangelio (el de Marcos), surgido inmediatamente del entusiasmo de la cristiandad primitiva, que… no gozó en la historia de la Iglesia de la popularidad de los otros evangelios. Este evangelio… se caracteriza por no traer apenas discursos de Jesús. Exceptuando el relato de la pasión, un Jesús activo ocupa el centro de la escena. Relatos de milagros, excepcionalmente pormenorizados, caracterizan su acción, siendo los más importantes de ellos las curaciones de posesos… Jesús es el vencedor cósmico de la muerte y el demonio. Se mueve con la fuerza del Espíritu divino, que lo llena por completo… La fuerza que emana de Jesús capacita a los que sufren para una vida nueva, para la salud, para la anticipación terrena de la salvación eterna… Marcos habla de la desdemonización de la tierra. De esa forma… ha escrito el evangelio de la libertad». La cita anterior está tomada de E. KASEMANN, La llamada de la libertad, Sígueme, Salamanca 1976, 71-75.
Cf. R. AGUIRRE (ed.), Los milagros de Jesús. Perspectivas metodológicas plurales, Verbo Divino, Estelia 2002; J. I. GONZíLEZ FAUS, Clamor del Reino. Estudio sobre los milagros de Jesús, Sígueme, Salamanca 1982; H. C. KEE, Medicina, milagro y magia en tiempos del Nuevo Testamento, El Almendro, Córdoba 1992; X. LEON-DUFOUR (ed.), Los milagros de Jesús, Cristiandad, Madrid 1979; J. PELíEZ DEL ROSAL, Los Relatos de milagro en los Evangelios Sinópticos: morfología e interpretación I-II, Complutense, Madrid 1984; J. J. PILCH, Healing in the New Testament: Insights from Medical and Mediterranean Anthropology, Fortress, Mineápolis 2000; A. RICHARDSON, Las narraciones evangélicas sobre los milagros, Fax, Madrid 1972; G. H. TWELFTREE, Jesus, the Exorcist. A Contribution to the Study of the Historical Jesus, Hendrickson, Peabody 1993; Jesus the Miracle Worker: a historical and theological study, InterVarsity Press, Downers Grove 1999.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra
I. Teología bíblica
1. Milagro y mensaje
En la obra de Jesús, tal como la refieren los Evangelios, los m. ocupan un lugar cuantitativa y cualitativamente importante. Pero no aparecen allí como simple proliferación de lo maravilloso, al margen del mensaje salvífico, sino que, más bien, ellos mismos son evangelio, mensaje salvífico en acción. Puesto que los sinópticos normalmente designan el m. con la palabra dynámeis (acciones poderosas), deberíamos traducir este concepto por «manifestación del poder». Por lo demás, la palabra poder no insiste en el carácter excepcional de la manifestación o en la afirmación de la intervención trascendente de Dios, sino en la presencia de la salvación, que vence las «virtudes y potestades» del mal. Como signo de la salvación, el -> milagro alcanza su sentido pleno y su realización perfecta en Cristo, plenitud de la presencia salvadora y «sí» definitivo de Dios al hombre, en quien se hacen realidad todas las promesas (2 Cor 1, 20). Todos los grandes temas de los profetas y de la actividad mesiánica de Jesús se prolongan plásticamente en los m.: primacía del reino sobre los cuidados materiales (diezmo sacado de la boca del pez); liberación del pecado (el paralítico bajado por el techo); victoria sobre el demonio (expulsión de demonios); victoria sobre la muerte (Naím, la hija de Jairo); paradoja de la cruz y de la glorificación (el caminar sobre las aguas; tempestad calmada); esterilidad del que rechaza la salvación (higuera seca) y riqueza del que la acepta (pesca milagrosa; Pedro que camina sobre las aguas). Jesús mismo, en la sinagoga de Nazaret, lo mismo que en la respuesta dada a los emisarios de Juan Bautista (Lc 4, 16s; 7, 18-23), une expresamente sus prodigios con las profecías mesiánicas de Isaías, donde cada don físico simboliza la salvación eterna y las riquezas del reino. Todós los m. son así preludio de su propia resurrección, que es el triunfo decisivo del poder de Dios y de la realidad escatológica más allá de todo signo, pero que, para la Iglesia que vive aún en la espera, se anuncia por el sepulcro vacío y las apariciones.
Por lo demás, a su Iglesia en peregrinación le promete el Señor resucitado que los signos la acompañarán hasta el fin de los tiempos (Mc 16, 17; Mt 28, 18). Y esto revela el sentido último de todo m.: ser anticipación y arras de la parusía final, principio y presencia de los nuevos cielos y de la nueva tierra. Pero la Iglesia no posee aquí un lugar de permanencia, pues ha de continuar su ruta hacia la promesa a través de la historia.
En el Evangelio de Juan está más acentuado todavía el carácter de acción simbólica que tienen los m. Para Jesús mismo los m. forman parte de las «obras (erga) que él realiza»; y nunca las llama «mis obras» (7, 3-8, 16), sino que las llama «obras de aquel que me ha enviado» (5, 36; 9, 3; 10, 25.32). Es, pues, el Padre quien, por estas obras, manifiesta a Cristo como Hijo suyo y se revela a sí mismo como Dios misericordioso. Cuando el evangelista no refiere ya las palabras del Señor, sino que desarrolla sus propias concepciones teológicas, designa el m. con la palabra signo (semeion), que toma en él un sentido muy particular. El semeion es a la vez: garantía de autenticidad del testimonio divino; teofanía de la doxa del Padre en el Hijo; ilustración simbólica de su obra salvadora y de la lucha contra el príncipe de las tinieblas, que es homicida desde el principio (luz para el ciego de nacimiento, resurrección de Lázaro); arquetipo del universo sacramental (vino de Caná, multiplicación de los panes, agua de Betzatá); y símbolo prefigurativo de la consumación y del juicio escatológico (vino de las bodas eternas, agua viva que salta hasta la vida eterna, luz sin sombras, resurrección para la vida eterna). De ahí que Cristo ponga siempre sus m. en relación con su «hora» (p. ej., 7, 3-8) y con el signo definitivo de su exaltación en la cruz y en la 86ga de la resurrección.
2. Milagro y f e
Como testimonio divino, como acción simbólica que se añade al signo de la palabra y lo confirma (Mc 16, 20; Jn 10, 25; Act 2, 4), el m. es uno de los principales lugares de mediación entre el mensaje y la fe. Reconocer el carácter de mensaje del m. no significa todavía tener que creer; significa solamente quedar confrontado con la invitación divina y puesto en situación de decidir (Jn 10, 37-38; 15, 24). El m. es en efecto un signo que invita, pero no fuerza. La terminología de Juan es muy exacta en la distinción de los diversos momentos del encuentro con el signo. Cabe «no ver» el m., es decir, se puede percibir materialmente el hecho prodigioso, pero sin comprender su significación (Jn 6, 26). Al contrario, «ver» el m. es haber comprendido plenamente su sentido salvífico y sentirse por eso mismo llamado a la fe (Juan expresa este «ver», que precede a la fe, con el aoristo 818ev). A esta visión responde el hombre o bien con un acto de fe (kaí epísteusen se repite como un estribillo: 2, 11; 4, 53; 11, 45; 12, 42, etc.) o bien con la negativa a creer (8, 47; 12, 26s, etc.).
El acto de fe es, pues, más que un simple conocimiento de la auténtica referencia del signo; creer es más bien entregarse a la persona significada y a su acción salvadora. Una vez que el hombre ha dado su asentimiento, la fe llega a una visión totalmente nueva del m.: a una contemplación, por el signo, de la gloria de Dios revelada en Cristo (Juan expresa esta visión con el perfecto eóraka: 9, 37; 14, 7.9; 19, 35; 20, 29). El m. pierde entonces su función de invitar a la fe y se convierte para el creyente en acicate para una vida en el Pneuma, pasa a ser un elemento de su diálogo confidencial con el Padre en Cristo. La negativa a creer puede presentar muchos matices y proceder de diversos motivos: embotamiento espiritual (Jn 6, 15. 26; Lc 17, 11-19); respeto humano (Jn 12, 42); cálculo político (Jn 11, 48.53); orgullo legalista (cura en sábado: Mc 3, 1-6; Lc 13, 10-16; Jn 5, 10; 9, 16); envidia clerical (Jn 12, 11), etc. Se llega incluso a invertir el sentido de los signos y atribuirlos a Beelzebub (Mt 12, 24-28). Y, sobre todo, se querrá que Dios acepte nuestras condiciones y subordinar la fe a «un signo del cielo» (Mt 12, 38-39; Mc 8, 11; Jn 2, 18), a un hecho prodigioso sin relación interna con el mensaje, el cual se imponga por la fuerza de lo sensacional y esté al servicio de sueños políticos y de un reino con poder temporal. Esto es precisamente todo lo contrario del signo en Juan. Jesús se niega a conceder ese signo que los judíos piden con tanta insistencia (hasta tal punto que Pablo los caracteriza por su «afán de signos»: 1 Cor 1, 22), pues su sed de prodigios procede de la negativa previa a creer.
La fe suscitada por el m. de ningún modo es la más perfecta. Como la palabra, el signo milagroso es una semilla, que fructificaría según el terreno en que se siembre: la fe versátil de las turbas; la fe vacilante de Nicodemo; y, al contrario, la fe anhelada o profesada antes de que se produzca el signo (el paralítico bajado por el tejado; el padre del joven epiléptico Mc 9, 24), que el Señor halla sobre todo en extranjeros (la cananea, el centurión). Así se comprende que, para Jesús, el m. no sea el camino único de la fe, ni siquiera el más perfecto (Jn 4, 48). Es sólo el ruedo de su vestido. Mucho más eficaz es el encuentro con su doctrina, y sobre todo con su persona. Muchos de los que se le adhirieron más fielmente – los primeros discípulos, Mateo, María de Magdala, Zaqueo y tantos otros, su madre señaladamente – llegaron a él por un camino distinto del de los signos milagrosos: «Bienaventurados los que no vieron y creyeron» (Jn 20, 29).
II. Apologética
Si no se excluye a priori la posibilidad de milagros en general, de todo lo que precede se desprende que no es posible eliminar los m. del evangelio o desmitizarlos sin lesionar la sustancia misma del mensaje. Indudablemente, no es posible comprobar cada perícopa a la luz de la historia de las -~ formas para determinar con precisión su núcleo histórico, desprendiéndolo de los retoques y añadiduras posteriores, como las amplificaciones catequéticas o litúrgicas. Pero, en conjunto, la historicidad de los m. de Jesús está garantizada por la naturaleza misma del testimonio apostólico. Todos los autores del NT insisten, en efecto, sobre el hecho de que la acción salvadora de Dios en Cristo se realiza y manifiesta en la historia; realización que ellos atestiguan expresamente como histórica (Lc 1, 1-4; 1 Jn 1, 1-4; 2 Pe 1, 16-20). Los m. no pueden tener valor de signo si no se presentan al mismo nivel histórico que la persona de Cristo y su enseñanza; y también para los m. los evangelistas se presentan insistentemente como testigos oculares. La referencia a m. de Cristo no se reduce a los relatos, sino que se halla también en cierto número de logia que por su antigüedad en general son considerados como palabras auténticas del Señor. Por lo demás, no parece que los enemigos mismos de Cristo negaran la materialidad de los hechos prodigiosos; no se halla rastro de esta negación ni en los Evangelios ni en la polémica judeorrabínica de los primeros siglos.
Los m. de Jesús se acreditan por su comparación con los relatos de los apócrifos, y con los m. atribuidos a los taumaturgos paganos (p. ej., Apolonio de Tiana), con la Legenda aurea o las mitologías, que en principio tienden a apoyar su autenticidad religiosa e histórica. La notable sobriedad, la ausencia de exageraciones y la sencillez, de un lado, contrastan con el exhibicionismo y las voces de mercado, de otro lado; la dignidad, la seriedad, el olvido de sí en Jesús y el contexto de oración en sus milagros contrastan con los trances, las fantasmagorías, los trampantojos y el espíritu de lucha de los taumaturgos. En los Evangelios ningún m. es inútil, carente de importancia, dudoso en sus intenciones, como sucede frecuentemente en los m. mitológicos. Tampoco hay en ellos ningún m. punitivo, ni sed desenfrenada de lo maravilloso. No se produce ningún m. durante la infancia ni durante la pasión. A una figura tan poderosa como Juan Bautista no se le atribuye m. alguno. Y en el libro de los Hechos (14, 20; 20, 10; 28, 5) se halla una interpretación puramente histórica de ciertos acontecimientos que parecían destinados a engendrar leyendas. En los relatos de milagros se encuentran muchos pormenores que nada tienen de tendenciosos, y así no engendran la sospecha de haber sido inventados, y, por otro lado, son tan naturales y humanos que delatan al testigo ocular. Esos relatos concuerdan perfectamente con la persona del Señor, con su mensaje y su obra salvífica, con el simbolismo de los sacramentos y el lenguaje de las parábolas.
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Louis Monden
K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972
Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica