MISTERIO PASCUAL

Con esta expresión se quiere indicar la unidad profunda y salví­fica entre todos los misterios de la vida de Jesús, especialmente los referentes a “su pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión” (SC 5). Con la palabra “misterio” se indica la trascendencia del don de Dios (que supera toda ciencia y expectativa humana), así­ como su manifestación, cercaní­a y comunicación salví­fica y gratuita.

La expresión “Misterio pascual” es como el hilo conductor de toda la liturgia, como puede apreciarse en la constitución conciliar “Sacrosantum Concilium”. Efectivamente, todo el culto cristiano (Eucaristí­a, sacramentos, año litúrgico, dí­a del Señor, etc.) es como una actualización de los misterios de Cristo, y especialmente de su muerte y glorificación. El momento culminante es la celebración eucarí­stica (SC 47). De este modo, la humanidad de Cristo, unida a la persona del Verbo y prolongada en el tiempo, sigue siendo “instrumento de nuestra salvación” (SC 5).

La “Pascua” del antiguo pueblo de Israel, como “paso” hacia la tierra prometida, ha encontrado su cumplimiento en la “Pascua” de Cristo, es decir, su “paso” hacia el Padre, por medio de su muerte sacrificial y de su resurrección gloriosa. La Pascua se hace realidad viviente en la Iglesia y en todo cristiano, a partir del bautismo y, de modo especial, con la celebración eucarí­stica. En este sentido se dice que “la Iglesia nunca ha dejado de celebrar el misterio pascual” (SC 6).

La Iglesia va más allá los lí­mites de la liturgia, aunque siempre en relación con ella, para hacer de la Pascua una realidad viviente en cada cristiano, como resurrección y vida nueva en Cristo (cfr. Col 3,1-4; 1Pe 2,5), y para anunciar el misterio pascual de Cristo a todos los pueblos (Hech 2,32-41).

La vida y vocación cristiana es de participación en el misterio pascual. Efectivamente, todo “bautizado” está llamado a un proceso de muerte al pecado y de resurrección, para participar en la vida en Cristo (Rom 6,3-11).

Referencias Año litúrgico, ascensión, domingo, liturgia, misterio, Pascua, pasión, Pentecostés, resurrección.

Lectura de documentos SC 5, 61; GS 38; CEC 571, 1067-1068.

Bibliografí­a H. U. Von BALTHASAR, El misterio pascual, en Mysterium Salutis (Madrid, Cristiandad, 1969-1984) III, 666-814; J. HILD, Domingo y vida pascual (Salamanca, Sí­gueme, 1966); H. JENNY, El misterio pascual en el año cristiano (Barcelona, Estela 1964; L. SANNA, Misterio pascual, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad (Madrid, Paulinas, 1991) 1253-1266; P. SORCI, Misterio pascual, en Nuevo Diccionario de Liturgia (Madrid, Paulinas, 1987) 1342-1365.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Se indica con esta expresión el conjunto de acontecimientos que giran en torno a la pasión, muerte, resurrección y glorificación de Jesucristo. Recogiendo bajo la única expresión de ” misterio pascual” unos hechos tan diversos, se quiere destacar la profunda unidad que todos ellos manifiestan en la economí­a de la revelación.

La pasión y la muerte de Jesús de Nazaret, tomadas sólo en sí­ mismas, no tendrí­an la lectura coherente que les da la resurrección; se limitarí­an a ser unos hechos provocativos por su dureza y su crueldad, pero no podrí­an alcanzar la plenitud de la expresión revelativa. Del mismo modo, la resurrección de Cristo no puede prescindir de su muerte, ya que esto equivaldrí­a a reducirse a un mito.

Sólo en su mutua implicación estos hechos se convierten en revelación de Dios, que se manifiesta a sí­ mismo, su naturaleza y la vida que quiere compartir con todos los que creen en él. Tanto la muerte de Jesús como su resurrección pueden ser una provocación a la fe; lo demuestra el texto de Mc 15,39 que ante la cruz hace proclamar al centurión la profesión de fe; y el de Jn 20,29, que hace profesar a Tomás la fe sólo ante el Cristo resucitado. Pero una profesión de fe que se detuviera solamente en uno de estos acontecimientos correrí­a el riesgo de no alcanzar la globalidad del misterio.

R. Fisichella

Bibl.: w. Kern – G. O’Collins, Misterio pascual, en NDTF 987-1011; J Moltmann, El Dios crucificado, Sí­gueme, Salamanca 1977. H. SchUrmann, ¿Cómo entendió y vivió Jesús su muerte? Sí­gueme. Salamanca 1982; H. U. von Balthasar El misterio pascual, en MS, III, 666-814.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Misterio pascual – II. El misterio pascual en la vida de Jesús: 1. La vida de Jesús en el misterio de la cruz; 2. La vida de Jesús a la luz de la resurrección – III. El misterio pascual en la vida de la Iglesia – IV. El misterio pascual en la vida del cristiano: 1. Misterio pascual y fundamento de la salvación; 2. Misterio pascual y efusión del Espí­ritu; 3. Misterio pascual y vida sacramental; 4. Misterio pascual y crecimiento espiritual.

I. Misterio pascual
La voz “misterio pascual” no está recogida, que sepamos, en ninguno de los diccionarios bí­blicos o teológicos. Por otra parte, la Sagrada Escritura sólo habla de “misterio de Dios” (Col 2,2), de “misterio de Cristo” (Col 4,3; Ef 3,4); en cuanto a la espiritualidad cristiana, en su reflexión sobre la obra salví­fica de Jesús, ha puesto alternativamente el acento unas veces en la primací­a de la cruz, otras veces en la de la resurrección’. La tradición de la Iglesia occidental, por diversos motivos, ha subrayado la función de la cruz, siguiendo sobre todo la doctrina soteriológica de san Anselmo, quien, al presentar la redención realizada por el Hijo de Dios hecho hombre, prescinde por completo del papel de la resurrección. Muchas de las órdenes y congregaciones religiosas se han inspirado para su formación espiritual en la cruz y en la pasión de nuestro Señor (Pasionistas, Sociedad de la Preciosí­sima Sangre de Jesús, Estigmatinos, etc.) y casi ninguna en la resurrección’. En cambio, en la época inmediatamente anterior y posterior al Vat. II, encontramos un florecimiento de las investigaciones sobre la resurrección, y, tanto en la liturgia como en la vida de la piedad, se ha hecho resaltar casi exclusivamente la fiesta, la alegrí­a, la vida’.

Pues bien, está claro que el misterio pascual, en su integridad, abraza la muerte y la resurrección de Cristo, como los dos extremos del misterio de Cristo, los momentos culminantes de su misión salví­fica y redentora. Durante los tres primeros siglos, los cristianos celebraban una sola fiesta, o sea, la vigilia pascual, durante cincuenta dí­as, conmemorando al mismo tiempo el jueves, el viernes, el sábado santo, el domingo de Pascua, la Ascensión y Pentecostés, es decir, el misterio pascual en su fase completa. Para san Juan, el misterio pascual es la consumación de la bajada del Verbo a la carne, y la muerte-resurrección de Cristo constituyen dos momentos o dos etapas de un único acontecimiento, que se condicionan y se interpretan mutuamente’. Es raro que el anuncio de la muerte de Jesús no contenga también el de su resurrección (Le 9,44; Mt 28,2). En las tres solemnes predicciones de la pasión que nos refieren los sinópticos, el programa de la vida de Jesús se cierra con la resurrección (Mt 18,21; 17,22; 20,17 y par.)’. Si solamente tuviéramos el signo de la muerte, el amor se revelarí­a como don, pero no como vida eterna; la muerte de Cristo serí­a un testimonio de la “justicia”, pero no una victoria sobre la muerte. En cambio, si Cristo hubiera manifestado sólo su poder mesiánico, el amor de Dios no se habrí­a manifestado en nuestra condición. Así­ pues, la muerte y la resurrección son la epifaní­a del misterio de Dios en la condición humana’. Tras haber presentado la muerte y la resurrección como las dos caras del mismo misterio de la salvación, veamos ahora cómo se vivió este misterio en la experiencia de Jesucristo (II), en la vida de la Iglesia (111) yen la vida del cristiano (IV).

II. El misterio pascual en la vida de Jesús
1. LA VIDA DE JESÚS EN EL MISTERIO DE LA CRUZ – La vida terrena de Jesús es el cumplimiento de un programa o de una misión en una dimensión de obediencia radical (Jn 4,34; 5,19; 6,38; 8.55; 12,49). La aceptación sin condiciones con que él cumple esta misión le enfrenta primero con la contradicción y, finalmente, con la oposición activa (Mc 3.6). Sin embargo, Jesús permanece fiel a su misión y se identifica con ella incluso cuando la resistencia a su mensaje y a su acción se convierte en oposición a su misma persona y se manifiesta en la supresión violenta (Mc 12.6-8)7.

La cima de esta existencia obediencial, que se tradujo en un sí­ decisivo a la voluntad del Padre, es para Flp 2,8 la muerte en la cruz, esto es, una muerte injuriosa e infamante. Jesús camina y llega hasta la muerte en la cruz no por causa de algún incidente y mucho menos por un fracaso en su misión, sino dentro de los designios eternos del Padre: “A éste, entregado conforme al consejo y previsión divina, lo matasteis, crucificándolo por manos de los inicuos” (He 2,23). El agente original sigue siendo Dios Padre, ya que “todo viene de Dios, que nos reconcilió con él por medio de Cristo y nos confió el misterio de la reconciliación” (2 Cor 5,18). Jesús es consciente de su destino y desde el principio vive en virtud de la hora; más aún, mide toda su acción según la distancia de esa hora (Jn 2,4; 7,30; 8,20; 12,23; 13,1; 16,32; 17,1). La cruz, que él no anticipa, cuyo conocimiento deja al Padre (Mc 13,32), es la medida de su existencia’. Predijo varias veces a sus discí­pulos la pasión (Mt 16,21; Mc 8,31; Le 9,22) y la necesidad de pasar a través del sufrimiento para llegar a la gloria (Le 24,26). La respuesta a los hijos del Zebedeo sobre el cáliz y sobre el bautismo que les aguardaban; la parábola de los viñadores homicidas (Le 12,49-50); algunas circunstancias de su ministerio, corno la violación del sábado (Me 2,23-28) y la acusación de blasfemia (Mc 2,7), manifiestan claramente que Jesús era consciente de que iba al encuentro de una muerte cruel y un destino doloroso’. Pero es necesario señalar que el lenguaje y el comportamiento de Jesús no es el de un vidente que descifra un porvenir que está para desarrollarse en su presencia, sino el de un enviado del Padre, consciente de su misión y del resultado que va a obtener 10. Por consiguiente. su existencia no es la anticipación de la pasión, ya que la “hora” conserva en todas las circunstancias de su existencia terrena su auténtica temporalidad. Privar a Jesús de la posibilidad de confiarse al destino de Dios y hacerlo avanzar hacia un fin conocido de antemano y distante solamente en el tiempo equivaldrí­a a despojarlo de su dignidad de hombre.

El huerto de Getsemaní­ con el “caer en tierra” (Mc 14,35), con su “terror y abatimiento” (Me 14,33), constituye el comienzo de la verdadera pasión de Jesús y la entrada del pecado del mundo en la existencia corporal, psí­quica y personal de nuestro “representante” y mediador “. En el huerto de Getsemaní­ ocurrió lo que Abrahán no tuvo necesidad de hacer con Isaac: Cristo fue abandonado con absoluta premeditación por el Padre al destino de la muerte; Dios lo puso en manos de las fuerzas de la corrupción, lleven éstas el nombre de unos individuos o de la misma muerte; lo maldice, lo hace pecado (2 Cor 5,21). Así­ pues, Dios entrega por amor a su Hijo único (Rom 8,32; 2 Cor 5,21). y Jesús asume activamente a su vez con amor nuestros pecados y nuestra maldición (Gál 3,13; Col 2,13) en la ejecución del juicio divino sobre el “pecado”. En efecto, ante el rechazo de su anuncio del reino de Dios, centro de su predicación y de su obra, Jesús prevé que deberá tomar sobre sí­ el juicio de Dios, en el sentido judí­o de la muerte. Es precisamente la concepción bí­blica de la muerte, entendida como salario del pecado, signo de la rebeldí­a del hombre contra Dios y, por tanto, acompañada siempre por la separación del hombre de Dios, lo que explica el miedo de Jesús ante su muerte fí­sica, en contraste, por ejemplo, con la calma que Sócrates mostró ante la muerte. La concepción griega de la muerte veí­a en ella la liberación del alma inmortal y divina de los lazos de la materia mortal y terrena, la salida de la cárcel del cuerpo para poder llegar a la inmortalidad bienaventurada “. Jesús siente todo el peso del juicio de Dios contra Israel, objeto de la ira divina, y en él el juicio contra toda la humanidad, orgullosa y pecadora; ve que sobre su muerte en la cruz, medida original de la fe cristiana y lí­nea divisoria de toda antropologí­a e ideologí­a, se dividirán los hombres de todos los tiempos; algunos verán en ella el escándalo o la locura y prepararán así­ el juicio de su propia condenación, mientras que otros verán en ella un don de Dios a los hombres y anticiparán el juicio de su propia salvación. Jesús es el primero en aceptar su propia muerte sin dudar de Dios ni escandalizarse de él, sino asegurando incluso a los discí­pulos que el señorí­o de Dios se realizarí­a plenamente y prometiéndoles continuar con ellos el banquete en el reino de los cielos (Le 22,14-18)’*.

2. LA VIDA DE JESÚS A LA LUZ DE LA RESURRECCIí“N – La misión del Hijo, que viene del Padre y ha de volver a él, queda sellada por el Padre mismo” que exalta al Hijo el dí­a de pascua. Este dí­a, que contiene el acontecimiento más decisivo de toda la historia humana, se indica y se representa por medio de categorí­as únicas; en el lenguaje y en la experiencia humana no existen analogí­as que sirvan para señalar el misterio de la resurrección, que es algo muy distinto de la reanimación de un cadáver”. Por otra parte, tanto el comienzo como la conclusión del itinerario terreno del Salvador se realizan en una total ausencia de testigos humanos. La resurrección de Jesús indica el paso de una forma de existencia mortal (Rom 6,10) a otra forma de existencia en la gloria eterna del Padre (1 Pe 3.18); es la respuesta de Dios, que declara redentora la muerte de Jesús, iluminando y dando sentido a la cruz y al sepulcro”. Jesús, a diferencia de David y de cuantos él mismo resucitó, es preservado de la corrupción (He 13,34), vive para Dios por los siglos de los siglos y tiene las llaves de la muerte y del Hades (He 1,17). El crucificado está vivo y ha asociado al movimiento de su exaltación también su cuerpo, que se convierte así­ en un cuerpo que ha sufrido y es glorificado, haciendo posible el reconocimiento de la continuidad entre el resucitado y Jesús de Nazaret”. Puede decirse, efectivamente, que la cruz documenta la resurrección. En el evangelio de Lucas dice Jesús: “Ved mis manos y mis pies. Soy yo mismo” (Le 24,39): y en el de Juan: “Trae tu dedo aquí­, mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado” (Jn 20,27).

A pesar de que Jesús resucita por su propia virtud y se manifiesta a unos testigos elegidos de antemano libremente, la iniciativa del acontecimiento salví­fico se le atribuye siempre al Padre como la manifestación más conspicua de su poder (“… cuál es la excelsa grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, según la fuerza de su poderosa virtud, la que ejerció en Cristo resucitándolo de entre los muertos”: Ef 1.19-20) y de su gloria (“Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre”: Rom 6,4), y al Espí­ritu Santo como instrumento de la resurrección y como canal por el cual se distribuye su eficacia en la Iglesia y en el cosmos'”. La resurrección supone en Cristo la transfiguración de siervo doliente en mesí­as glorioso, que tiene todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28.18) y en todas las riquezas del Espí­ritu (He 2,33): en Señor de vivos y de muertos (Rom 14,9) y principio del cosmos (Col 1,15-17); en Hijo de Dios con poder, que no conoce ya obstáculos de ningún género y que supera las leyes de la naturaleza y de la misma razón (1 Cor 14); en sacerdote eterno, que está sentado junto al Padre e intercede por nosotros con sólo su presencia (Heb 9,24), convertido en principio de salvación eterna. La circuncisión de su muerte y resurrección lo ha exaltado sobre su nacionalidad judí­a y lo ha constituido hombre universal, sobre el que podrá construirse la Iglesia mundial, cuyos miembros no son ya ni judí­os. ni griegos. ni bárbaros. Jesús es el mismo: y, sin embargo, la libertad de que goza le hace distinto. Es el mismo, porque no es sólo espí­ritu, sino que conserva las llagas de su pasión y está vivo con todo su ser total. Es distinto, porque no está ya sometido a nuestros condicionamientos y su iniciativa es absoluta'”. Jesús se encuentra con los discí­pulos y ese encuentro es puro don en la palabra y en el signo, en el saludo y en la bendición, en la invitación, en la alocución y en la instrucción, en el consuelo, en la exaltación y en la misión, en la fundación de una nueva comunidad 20. El encuentro pascual no constituye solamente una alegrí­a pascual pura (Jn 20,21), sino que lleva también consigo reproche (Lc 24,25; Mc 16,14), tristeza (Jn 21,17), una mezcla de temor y de alegrí­a (Mt 28,8; Lc 24,41), y, para Pedro, proyecta en el horizonte de su vida, no sólo el servicio, sino también el sufrimiento (Jn 21,18). A los discí­pulos, enriquecidos ya ahora con su misión y, sobre todo, con su Espí­ritu, les confí­a la tarea de continuar su misma obra de salvación, de predicar el reino de Dios a todas las criaturas. Lo que antes de pascua se llamaba seguimiento, se llama ahora, después de pascua, misión a todos los hombres: “El apostolado cristiano primitivo no depende de la misión histórica de los discí­pulos recibida del rabino de Nazaret, sino que se basa en las apariciones del resucitado”. A través de la muerte y de la resurrección de Cristo, el mundo ha quedado reconciliado con el Padre (Col 1,19), y la Iglesia tendrá que continuar esta obra de reconciliación mediante su ministerio de comunión. Aun cuando la gloria de este ministerio se contiene en los vasos de barro de una existencia llena de debilidades y de miserias humanas, rodeada por toda clase de tribulaciones y de preocupaciones, expuesta siempre a la muerte (2 Cor 4,7-12). sigue en pie el hecho de que el que vive en Cristo, encarnación de la nueva y eterna alianza, es partí­cipe de una nueva relación con Dios. El que está animado del espí­ritu del resucitado tiene la justicia de Dios, goza de la paz y armoní­a entre Dios y el mundo e introduce en el mundo, con su testimonio, más aún que una doctrina, una presencia viva y operante, ya que “la vida de Jesús se manifiesta también en nuestra carne mortal” (2 Cor 4,11).

III. El misterio pascual en la vida de la Iglesia
Con el cumplimiento del misterio pascual la Iglesia ha adquirido una nueva vida (Rom 8,9), un nuevo conocimiento (Flp 3,10), una nueva moral (Rom 7,16). Pero mientras que Cristo se ha convertido ya en vencedor del mundo (Jn 16,33) y ha sometido a su dominio a todas las potencias, la Iglesia vive aún inmersa en el mundo, siendo al mismo tiempo reino de Dios y signo e instrumento de ese reino. Aunque ella es el cuerpo del Cristo glorioso y vive del Espí­ritu, gime aún bajo el peso de una existencia mundana y en la fatiga de un camino en la fe, no iluminado completamente todaví­a por la visión (2 Cor 5,4-8). En la Iglesia, comunidad redimida, siguen aún las tensiones entre la carne y el pecado, por una parte, y el espí­ritu y la gracia, por otra; y, aunque sus miembros no tienen ya que conformar su conducta con las exigencias de los elementos del mundo, de hecho permanecen bajo su tiraní­a y su influencia maléfica. Más aún, “desde que el Jesús histórico venció y fue elevado a Señor del mundo, está el cristiano mucho más implacablemente reclamado por la cruz histórica de Cristo, hecho jirones entre la posesión anticipada de la ciudadaní­a celeste (Heb 12,22) y la exigencia de iniciar lo que allí­ está ya realizado, en un mundo esencialmente desprovisto de las condiciones para lograr tal realización y dotado de unos instintos de conservación que le hacen ponerse a la defensiva contra la irrupción del Reino escatológico de Dios”.

El tiempo de la Iglesia, tiempo de la paciencia de Dios y del hombre, tiempo de la celebración de la eucaristí­a hasta que él venga (1 Cor 11,26), tiempo del ya y del todaví­a no, está colocado entre la resurrección inicial que la hace nacer a la historia y la resurrección final que la hace nacer a la eternidad. Mientras no se afirme la caridad en la posesión eterna de la vida misma de Dios, habrá un estado de vida, la virginidad [> Celibato y virginidad], que atestiguará ante el mundo la presencia del misterio pascual en la Iglesia y la relativización de todas las situaciones humanas frente al poder del reino de los cielos. Y habrá una virtud, la > esperanza, que, partiendo de la posesión actual del Espí­ritu, alimentará los deseos de liberación y de redención total de la humanidad (Rom 8,23). La Iglesia sufre la falta de plenitud de su resurrección en Cristo cuando soporta la persecución de sus miembros, incomprendidos en su fe y pisoteados en su dignidad de personas humanas, cuando se ve sometida a la debilidad y a la incoherencia en su testimonio de comunidad de salvación y de amor, cuando sufre la tentación de un poder ambiguo y se olvida de servir a Dios crucificado. Esta Iglesia, que en su dimensión histórica lleva los contrasignos de las dos condiciones antitéticas de un destino celestial y de una realidad humana, encuentra el equilibrio entre el desánimo y el optimismo, entre el cansancio y el arrojo, entre el sufrimiento y el gozo solamente en Cristo, el único que ha alcanzado la identidad de la cruz y de la resurrección. La Iglesia se hace realmente lo que ella es cuando se expropia de su existencia y se sumerge en Cristo Jesús: “Ninguno de vosotros vive para sí­. y ninguno muere para si. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así­ que, vivamos o muramos, somos del Señor. Porque por eso murió Cristo y resucitó: para reinar sobre muertos y vivos” (Rom 14,7-9)”.

IV. El misterio pascual en la vida del cristiano
1. MISTERIO PASCUAL Y FUNDAMENTO DE LA SALVACIí“N – Jesús, en su muerte y resurrección, llevó a cumplimiento la obra de salvación que le habí­a confiado el Padre: la redención humana y la perfecta glorificación de Dios (DV 4). En efecto. “muriendo destruyó la muerte y resucitando nos ha devuelto la vida” (SC 7 y prefacio pascual del misal romano): uniendo a sí­ la naturaleza humana y venciendo la muerte con su muerte y resurrección, ha redimido al hombre y lo ha transformado en una nueva criatura (Gál 6,15; 2 Cor 5,17; cf I,G 7); con su muerte y resurrección completó en si los misterios de nuestra salvación y de la restauración universal (AG 5): en la cruz llevó a cabo la obra de la redención, con lo que adquirió para los seres humanos la salvación y la verdadera libertad (DH 11). Así­ pues, el misterio pascual es el fundamento de la salvación cristiana, ofrecida a todos los hombres indistintamente, incluso a los que están fuera de los confines jurí­dicos de la Iglesia. En efecto, incluso éstos, de una manera que Dios conoce, tienen del Espí­ritu Santo la posibilidad de entrar en contacto con él (GS 22). La muerte y la resurrección forman un bloque completo e inseparable en la obra de amor del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo. Son dos aspectos del único acontecimiento salví­fico o dos elementos de un solo misterio94. En la Sagrada Escritura la salvación se atribuye a menudo directamente a la muerte de Jesús en la cruz (Rom 3,25; 5,9; Gál 2,20b; Ef 5,26; Tit 2,14); otras veces, a la resurrección (He 26,23; 1 Pe 1,3; 3,21), y otras a ambas. como en el texto de san Pablo: “El (Jesús) fue entregado por nuestros pecados y fue resucitado por nuestra justificación” (Rom 4,25).

En el desarrollo del pensamiento paulino sobre el significado de la muerte y resurrección de Cristo en la historia de la salvación, se pueden señalar claramente tres etapas, resumidas en tres textos fundamentales. En 1 Tes 5.10, donde la atención se centra en la parusí­a, se considera la muerte y resurrección en sí­ mismas, es decir, independientemente del influjo que ejercen en la vida cristiana. En 2 Cor 5,15 y Rom 6,3, que recuerdan cómo la pasión y la resurrección están ya presentes en la vida terrena del bautizado, ambas se hacen historia de la salvación. En Rom 14,9 y 4,25. que consideran la resurrección asociada a la causalidad redentora de la muerte de Cristo, los dos acontecimientos se convierten en fases complementarias de la salvación”.

Los padres de Oriente consideran la muerte y la resurrección como concausas de la salvación. San Juan Crisóstomo escribe que “Jesús murió y resucitó para que nos hiciéramos justos” (PG 60, 467): y san Cirilo de Alejandrí­a resume los dos efectos salví­ficos en la frase “hemos sido justificados en Cristo” (PG 76, 1408). Lo mismo piensan los padres latinos, aunque entre ellos se muestra frecuentemente la tendencia a considerar la resurrección como algo puramente “moral”. Bástenos recordar a san Hilario: “Nos ha redimido por medio de su sangre, de su pasión, de su muerte y de su resurrección. Este es el alto precio de nuestra vida” (PL 9.776); y san Agustí­n dice: “Lo mismo que en su muerte se nos siembra, así­ en su resurrección germinamos. Con su entrega a la muerte cura el delito; con su resurrección nos trae la justicia” (PL 37, 1321).

El Vat. II ha situado la cruz, comprendida dentro de la totalidad del misterio pascual, en el centro de la teologí­a y de la moral. Para el concilio, el misterio pascual constituye la cima de la revelación: “Por tanto…, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección y con el enví­o del Espí­ritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino: a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte, y para hacernos resucitar a una vida eterna” (DV 4). Cristo en su muerte en la cruz se manifiesta como el siervo de Yahvé que ama a su pueblo, como el buen pastor que ha venido no a ser servido, sino a servir (Mt 20,28; Mc 10,45) y dar su vida por sus ovejas (Jn 10,11) (LG 27).

Desde un punto de vista más estrictamente teológico, se puede hablar con santo Tomás de causalidades diversas: la muerte tiene una causalidad meritoria, redentora, reparadora, sacrificial; la resurrección tiene sólo una causalidad instrumental, intencional ad modum signi: la resurrección fí­sica de Cristo, sacramento primordial de salvación, es en su fieri un gran sacramento, celebrado una vez para siempre, que significa (en virtud de la humanidad) y produce eficazmente (en virtud de la divinidad) nuestra resurrección espiritual y también nuestra resurrección fí­sica del cuerpo en la escatologí­a. “En razón de la eficacia que depende de la virtud divina -escribe el doctor angélico-, tanto la muerte de Cristo como juntamente con ella la resurrección, son causa no sólo de la destrucción de la muerte, sino de la reparación de la vida. Pero en razón de la ejemplaridad la muerte de Cristo, por la cual se separó de la vida mortal, es causa de la destrucción de nuestra muerte; la resurrección, en cambio, mediante la cual comenzó su vida celestial, es causa de la reparación de nuestra vida. La pasión de Cristo es, además, causa meritoria”.

2. MISTERIO PASCUAL Y EFUSIí“N DEL ESPíRITU – Durante su existencia terrena Jesús estuvo presente entre los hombres; pero, como un pequeño grano solitario, permaneció extraño a todos ellos. incluso a su propio ambiente, llevando como nosotros una existencia en la carne, cerrada por completo en si misma en la autonomí­a de su debilidad. En el misterio de la pascua él murió a la carne y a sus limitaciones y vive en el Espí­ritu, que es fuerza divina, apertura infinita y efusión total. El grano se convirtió en espiga granada que se dobla por el peso de su fecundidad. De esta nueva existencia es principio el Espí­ritu. que lo resucitó de entre los muertos y que habí­a sido el signo de su santidad filial y de su misión: “Sobre el que veas descender y posarse el Espí­ritu, ése es el que bautiza en el Espí­ritu Santo. Y yo lo vi y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios” (Jn 1,33). Y es ese mismo Espí­ritu el que Jesús da a los apóstoles el dí­a de su resurrección: “Recibid el Espí­ritu Santo” (Jn 20,22), uniendo a ese don la comunicación de su santidad y la transmisión de su misión y de su poder. Para los apóstoles, como para Jesús, el principio vital no es ya la psiché en su debilidad, sino el pneuma en su poder. Al comienzo de la existencia carnal está el soplo vital que transforma al primer Adán en un ser viviente (Gén 2.7); al comienzo de la nueva existencia hay una nueva acción del Espí­ritu, que transforma el cuerpo de Cristo resucitado en verdadero espí­ritu vivificante (1 Cor 15,45). Se contraponen dos humanidades: la de nuestra vida terrena y la de la resurrección gloriosa. La primera se relaciona con la creación de Adán, la segunda con la acción del Espí­ritu sobre el segundo Adán, convertido en principio y prototipo de la nueva estirpe humana: en un ser celestial, que vive de la vida del Espí­ritu.

El Espí­ritu que se adueña de Cristo, resucitado por nosotros, por nuestra justificación, produce también en el cristiano una nueva existencia, ya que todos los que se encuentran en Jesús han resucitado en él. También al cristiano se le ha destinado el Espí­ritu de la resurrección, que actúa al mismo tiempo en Cristo y en nosotros. Desde ahora el Espí­ritu nos transforma y desde ahora es en nosotros santidad, poder y gloria al mismo tiempo, como el dí­a de la resurrección. El nos hace libres de toda esclavitud. incluida la de cualquier tipo de ley moral que no sea la de la nueva vida, y nos capacita para acciones y manifestaciones carismáticas que desafí­an las leyes naturales y de la misma razón (1 Cor 14). l.os que son movidos por el Espí­ritu ya no están realmente bajo la l.ey (Gál 5,18). pues el Espí­ritu es el principio de la moral de los últimos tiempos, regida por el misterio pascual, es decir, por una ley de sacrificio durante toda la vida. Esta nueva ley regula la actividad moral, de acuerdo con el paso verificado en el fiel del dominio de la carne al del espí­ritu (Rom 6,2-5; Col 3.1).

La vida cristiana se presenta como una muerte y una novedad; es renuncia a los vicios que caracterizan al hombre carnal, el libertinaje. la idolatrí­a, el odio; y es entregarse a la justicia, a la bondad, a la pureza (Gál 5,19-23). “Los que son de Cristo crucificaron la carne con las pasiones y concupiscencias. Si vivimos en espí­ritu, en espí­ritu también caminemos” (Gál 5,24-25). El ideal moral al que tienden los fieles no es el de la sabidurí­a o el de la mí­stica griega, que encuentra su última perfección en la gnosis divina, ni consiste en la práctica heroica de las virtudes humanas; aunque poseyera toda la gnosis y todas las virtudes heroicas, el fiel no seria todaví­a nada (1 Cor 13,1-3). El ideal tampoco consiste ya en la justicia conferida por la ley. El ideal es Cristo muerto y resucitado, fundamento de la única justicia. la de la justificación de la vida (Rom 5,18). y la participación del Espí­ritu de amor que anima a Cristo. Por otra parte, la cruz proclama que no es el hombre el que construye la caridad, con sus decisiones y con sus planes, sino que es la caridad de Cristo la que construye al hombre nuevo.

3. MISTERIO PASCUAL Y VIDA SACRAMENTAL- Toda la vida sacramental del cristiano es un recuerdo del misterio pascual, ya que. según el Val. II, casi todos los acontecimientos de la vida de los fieles bien dispuestos son santificados por medio de la gracia divina que fluye del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, de donde obtienen su eficacia todos los sacramentos y sacramentales (SC 61). La relación de los sacramentos con el misterio pascual y con el sacrificio se deduce tarnbién de las enseñanzas del concilio, cuando invita a conferir la confirmación en el curso de la misa (SC 71), cuando dispone que el matrimonio se celebre habitualmente dentro de la misa (SC 78) y alaba la práctica de emitir también durante la misa la profesión religiosa (SC 80).

La Iglesia, identificada con Cristo, encuentra la salvación en la resurrección, porque es incorporada al Salvador no en un instante cualquiera de su existencia, en Belén, en Nazaret, por los caminos de Palestina, ni tampoco en una existencia celestial posterior al acto redentor, sino porque se le une en el acto mismo de la redención; es el cuerpo de Cristo en un instante concreto y ya eterno, en el instante en que se cumple la redención, en el instante de la muerte en la cruz, en que Cristo es glorificado por el Padre.

El que vive en Cristo lleva una existencia pascual, recorre el camino hacia el Padre que Jesús abrió en la cruz, en su carne (Heb 10,20). El comienzo de este camino de salvación, de este vado ad Patrem cristiano, es el bautismo. El bautismo introduce en el misterio de la redención al fiel, que permanece en él de modo estable y no cesa de celebrar su unión con Cristo en la muerte y en la glorificación hasta el dí­a en que se complete cuando se duerma con Cristo en la muerte (2 Tim 2,11) y resucite con él en el dí­a final (Rom 6,8). Según el rito antiguo del bautismo, sumergirse en el agua era morir y ser sepultado con Cristo, morir al hombre viejo, a los vicios y a las concupiscencias. Salir del agua era resucitar con Cristo. Por eso san Pablo escribe a los fieles de Roma que “fuimos sepultados juntamente con él por el bautismo en la muerte, para que como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así­ también nosotros caminemos en nueva vida” (Rom 6.4: cf Ef 2,6: Col 3,1: 2 Tim 2.11). San Citilo de Jerusalén escribí­a a sus fieles: “Cuando os sumergisteis en el agua estabais en la noche v no visteis nada, mientras que al salir del agua os encontrasteis como en plena luz. En el mismo acto morí­ais y nací­ais: este agua saludable era para vosotros al mismo tiempo sepultura y madre” (PG 33, 1080c). La vida del cristiano es un desarrollo del bautismo y del sacerdocio universal recibido en él. Los bautizados tienen que “anunciar el poder de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz” (cf 1 Pe 2,4-10). Por ello todos los discí­pulos de Cristo. perseverando en la oración y alabando juntos a Dios (He 2,42-47), ofrézcanse a sí­ mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (Rom 12,1), y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos (1 Pe 3,15)” (LG 10).

Este nuevo principio de vida redimida está, sin embargo, encerrado en una naturaleza dañada por el pecado y sometida a la incoherencia y a la debilidad de la carne. Por eso se nos ha asegurado un alimento, que es el cuerpo de Cristo en su acto redentor: “Tomad y comed; éste es mi cuerpo que se entrega por vosotros”. También la eucaristí­a es un sacramento que nos hace entrar en contacto con la muerte y la resurrección, en cuanto que une al fiel con la muerte de Cristo, asociándolo a su resurrección. Las palabras de la institución la enlazan con la cruz; el rito de la fracción del pan la acerca a la resurrección. La fracción del pan prolonga en la intimidad del banquete de los discí­pulos la experiencia de la presencia de Cristo glorificado, mientras que la cena y su conmemoración se presentan ante todo como el banquete sacrificial de la cruz. San Ignacio define la eucaristí­a como “la carne.,, que sufrió por nuestros pecados y que el Padre ha resucitado por su bondad” (Ad Smyrn, 7,1). Los elementos mismos de la eucaristí­a significan en cierto modo la simultaneidad y la implicación recí­proca de la muerte y de la resurrección. El cuerpo y la sangre, en las palabras de Jesús: “Esto es mi cuerpo…, ésta es mi sangre”, en cuanto sí­mbolo de unos elementos separados, son un signo de la inmolación y, por tanto, de la muerte. Pero son al mismo tiempo una comida y una bebida, es decir, un principio de vida. Antes incluso de ser memoria del sacrificio y de la muerte, son en sí­ mismos un alimento, un medio de crecimiento y, en consecuencia, un signo de la vida y de la continuación de esa vida. La eucaristí­a es un banquete sacrificial. Los alimentos que esta comida sacrificial produce sobre todo en la Iglesia son diversos. En primer lugar, cimenta la unidad de la Iglesia, la comunidad mesiánica de la nueva alianza (Le 22,20; 1 Cor 11,25), ya que todo banquete sacrificial establece unos ví­nculos indisolubles entre los comensales, lo mismo que la cena del cordero señalaba en otros tiempos la unidad del pueblo de Dios (Ex 12.43-48). Los fieles que comen el único pan, que es el cuerpo de Cristo, forman un solo cuerpo, es decir, el cuerpo de Cristo. Además, este banquete introduce la plenitud del sacrificio de Cristo en el cuerpo terreno, la Iglesia, que ofrece tantos sacrificios en su historia cotidiana de lucha y de sufrimiento para hacer que triunfe la verdad y el amor. Finalmente, la comida sacrificial eucarí­stica, en cuanto festí­n final de los tiempos, produce la parusí­a, es decir, realiza la presencia de Cristo que juzga a los hombres y purifica de todas las escorias del mal los elementos de verdad y de gracia presentes en el mundo (AG 9). Puede afirmarse que la eucaristí­a une a los creyentes con los dos extremos de la historia: con la pascua, que inaugura la redención, y con la parusí­a, que le da cumplimiento. La Iglesia no se siente escindida en dos por esta orientación hacia los dos puntos extremos de su historia, ya que en el origen de su existencia y de su fuerza tiene un único acontecimiento, que recuerda una pasión y garantiza una glorificación futura. “Comeréis el cordero todo entero, habí­a recomendado Moisés, `desde la cabeza hasta las patas’ (Ex 12,9); es decir, comulgaréis con Cristo en su misterio total, con el Cristo de los dos extremos del tiempo” [In Pascha 2; PG 59, 728].

Naturalmente, la eucaristí­a no es tan sólo un gesto ritual, un canto, un signo, en una palabra, un culto exterior, sino una participación de Cristo en su muerte al mundo y en su vida de gloria. Jesús no ofreció un sacrificio exterior a él mismo, sino que con su propia sangre entró de una vez para siempre en el santo de los santos (Heb 9,12) y, expirando en la cruz, derribó el templo del culto terreno. Del mismo modo, también el sacerdote deja de ejercer el sacerdocio cristiano si se limita a ofrecer un sacrificio exterior a su persona, una hostia que esté sólo en sus manos. El cristiano no celebrará auténticamente la eucaristí­a sin una comunión con el cuerpo y un compromiso personal en el misterio redentor de Cristo. El que no se asocia personalmente al acto redentor no pasa de ser un ministro del signo, de lo que en el culto cristiano es imperfecto y terreno; es semejante al sacerdote del Antiguo Testamento, que ofrecí­a una ví­ctima exterior. Así­ pues, la celebración eucarí­stica no puede separarse de la vida y va más allá del tiempo del culto sacramental. San Pablo no sólo afirma que “muere con” y “resucita con” Cristo en el sacramento, sino en toda su vida: “Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí­” (Gál 2,19-20). Por eso la Iglesia celebra el sacrificio de Cristo también fuera de la acción litúrgica; lo celebra en sus fieles, que mueren a sí­ mismos, por obediencia, con Cristo en la cruz; en los que luchan por un amor celestial, que se elevan de este mundo hacia la pureza y la pobreza del corazón con Cristo, que está junto al Padre; en todos sus fieles que trabajan y sufren por la salvación de los demás.

Lo mismo que la eucaristí­a, también la penitencia, segundo bautismo, es una participación en la muerte y en la resurrección de Cristo. Para que quede borrado su pecado, el hombre tiene que participar de la inmolación de Cristo; es menester que tome parte en su misma muerte, que haga descender sobre él “la preciosa sangre de Cristo, el Cordero sin tacha ni defecto” (1 Pe 1,19). El reconocimiento de la propia miseria pecadora, la contrición, la confesión, la penitencia son los actos que sumergen al cristiano en Cristo redentor. En la medida en que el cristiano penitente participa de la muerte de Cristo, participa también de su resurrección, al quedar transfigurado, renovado en sus fuerzas, lanzado de nuevo al cumplimiento de su misión en la Iglesia y en el mundo.

4. MISTERIO PASCUAL Y CRECIMIENTO ESPIRiTUAL. – La madurez cristiana consiste en la consecución del estado de hombre perfecto (Ef 4.13), en el revestimiento del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y en la santidad verdadera (Ef 4,24), en respuesta total a Cristo, don personal de Dios a la humanidad [>Madurez espiritual I]. Todo el que sigue a Cristo, hombre perfecto, en el misterio redentor de muerte y resurrección. “se hace también él más hombre” (GS 41,1), ya que se hace más semejante a Jesús y se acerca a él no sólo en lo que tiene de divino, sino también en lo que tiene de humano. Pues bien, Jesús alcanzó la perfección de su humanidad en la “donación” suprema de la cruz, pues lo que nos hace hombre o mujer es precisamente el amor, el dar. El hombre, que es en la tierra la única criatura a la que Dios ha querido en sí­ misma, no puede reencontrarse plenamente más que a través de su autodonación desinteresada (GS 24, 3). El que dice amor, en el sentido auténtico de la palabra, dice cruz; y el que dice cruz -si no se trata de una cruz cualquiera, sino de la cruz del Señor- dice necesariamente amor: la cruz es verdaderamente la epifaní­a del amor. Después de la pasión de Cristo, el camino del dolor se presenta inseparable del camino del amor, o sea, de la capacidad de sacrificarse por los demás, con la convicción cristiana de que todo amor humano que no es don de sí­ y no va seguido al menos implí­citamente del signo y de la sangre de la cruz, no es más que una caricatura del amor. El cristiano muere con Jesús en la cruz cuando reconoce la debilidad radical de su naturaleza, marcada por la triste realidad del pecado, y su pobreza humana hasta la raí­z del ser. Ponerse bajo el signo de la cruz quiere decir seguir un ritmo de crecimiento, que a menudo va marcado, en contraposición con los valores mundanos del poder y de la gloria, por la percepción intuitiva de que la lucha, el esfuerzo, el control, el empeño y hasta la frustración son necesarios para un desarrollo armónico de la propia personalidad. El primer Adán se perdió al querer elevarse por encima de su propia naturaleza. Al contrario, Cristo adquirió la salvación aceptando su propia debilidad de hombre hasta la suprema impotencia de la muerte.

Está claro que la cruz no deberá ser nunca un sacrificio inútil del entendimiento humano o del hombre en general, por una falaz absolutización del dolor debida a la malicia humana o por la atribución indebida al cristianismo de un alma o de un espí­ritu de renuncia. En efecto, la cruz no fue una necesidad impuesta desde fuera por una divinidad deseosa de compensar su propio honor ofendido; históricamente es también el resultado de la lucha de Jesús contra los opresores”. Si es verdad que el humanismo de la cruz es la cruz de los humanismos, tambjén es verdad que todo dolor humano que sea vivido en el “dolor de Dios” no permanece estéril o encerrado egoí­stamente en la pasión masoquista de sí­ mismo, sino que desencadena una fuerza de liberación para el hombre mismo y contiene la garantí­a divina de una promoción verdaderamente integral del hombre. Los grandes testigos de la fe cristiana, los santos, que se conformaron en su experiencia espiritual con Cristo doliente, no permanecieron pasivos ante el cambio del destino del hombre, sino que personificaron valores nuevos y originales y sembraron gérmenes fecundos de una nueva vitalidad. Baste pensar en el mensaje revolucionario de un san Francisco de Así­s, de un san Ignacio de Loyola, de un san Juan de la Cruz, y en todo ese florecer de hombres y de instituciones en la época moderna que se glorí­an de servir a Cristo en los pobres y en los pequeños. Junto a los mí­sticos que se sienten “ví­ctima por los pecados” (santa Gema Galgani) o que se quieren “sumergir en la sangre de Cristo” (santa Catalina de Siena), tenemos otros mí­sticos que no se contentan con ser ví­ctimas de reparación, sino que se entregan sin reserva a los pobres y a las muchachas abandonadas (santa Bartolomea Capitanio), santos fundadores que a los votos tradicionales añaden el de ser “ví­ctimas”, pero cambiándolo en “forma personal de puro amor” (padre Juan León Dehon)
Sólo una fe que ha madurado en la experiencia de la cruz será capaz de arrojar un rayo de luz sobre el misterio del sufrimiento humano en todas sus formas, y de modo particular el de los inocentes; sobre el misterio del mal moral o del pecado con que el hombre se opone libremente a Dios en nuestro mundo secularizado, que ha perdido el sentido de la trascendencia y que por medio de una crí­tica corrosiva y despiadada pulveriza todas las concepciones morales y religiosas”.

Naturalmente, la cruz es un camino, no el término de un camino, ya que el objetivo del plan divino es que los hombres sean partí­cipes de la vida y de la felicidad eterna de la Trinidad (“Cognitio Trinitatis in unitate est finis et fructus totius vitae nostrae”: santo Tomás, l Sent., d. 2, q. 1), y el Nuevo Testamento no separa nunca el Calvario de la mañana de pascua, ni la elevación de Cristo en la cruz de la exaltación a la gloria. Sobre el cristiano que participa en la resurrección del Hijo de Dios se posa la fuerza de Cristo, y la debilidad se troca en fortaleza (2 Cor 12,9), el fracaso en éxito, la muerte en vida (2 Tim 2,11). En él se inaugura la humanidad nueva del Apocalipsis, en donde ya “no habrá más muerte, ni luto, ni clamor, ni pena, porque el primer mundo ha desaparecido” (Ap 21.4). El fiel, resucitado en Cristo. adquiere el dominio pleno de su propia personalidad, ya que logra establecer con sus semejantes y hasta con el universo unas relaciones de comunión. El Espí­ritu, lo mismo que el dí­a de pentecostés, transforma a los hombres resucitados en una “comunidad”, signo y anticipación de la comunidad celestial, en la que cada uno se hace transparente a los otros y a Dios.

El crecimiento y el >itinerario espiritual del cristiano no son una empresa solitaria, sino que tienen lugar en la Iglesia, la gran comunidad en camino hacia el santuario celestial, hacia la gran liturgia de la eternidad. Es en la Iglesia, ciudad nueva, guardián y matriz del universo nuevo, aunque operante dentro de nuestro mundo terreno y perecedero, donde Dios recrea y reforma al género humano Y será en la Iglesia donde el cristiano dé testimonio ante el mundo del misterio de muerte y resurrección de Cristo, que ha inaugurado el “octavo dí­a”, sustituyendo la sucesión de los valores históricos por la comunión de los valores eternos, revelando al hombre que ha sido destinado a un mundo superior, a una patria en la que habita la justicia (2 Pe 3,13).

BIBL..-AA. VV., Teologí­a de la cruz, Sí­gueme, Salamanca 1979,-AA. VV., Sabidurí­a de la cruz, en “Rev. de Espiritualidad”, n. 139 (1976).-AA. VV., La Pascua en la vida cristiana. San Esteban, Salamanca 1976.-AA. VV.. El misterio pascual, Sí­gueme, Salamanca 1977.-AA. VV., Espiritualidad pascual, Coculsa. Madrid 1967.-AA. VV., La sapienza della croce, 3 vols., LDC, Turí­n 1976.-Gaillard, J. El misterio pascual y su liturgia, El,E. Barcelona 1959.-Cabestrero, T, Pascua de liberación, Sí­gueme, Salamanca 1976.-Durrwell, F. X, La resurrección de Jesús, misterio de salvación, Flerder. Barcelona 1967.-Durrwell, F. X, En Cristo redentor. Notas para la vida espiritual, Herder, Barcelona 1966.-Durrwell, F. X, La eucaristí­a, sacramento pascual, Sí­gueme. Salamanca 1981.-Haag, H, De la antigua a la nueva pascua: historia y teologí­a de la fiesta pascual, Sí­gueme, Salamanca 1980.-Léon-Dufour, X, Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Sí­gueme, Salamanca 1973.-Marxen, W. La resurrección de Jesús de Nazaret, Herder, Barcelona 1974.-Moltmann, J, El Dios crucificado, Sí­gueme, Salamanca 1977.-Morris, 1,, ¿Por qué murió Jesús?, Certeza, B. Aires 1976.-Mussner, F, La resurrección de Jesús, Sal Terrae, Santander 1971.-Pascual de Aguilar. J. A. Misterio pascual y existencia humana, Monte Casino, Zamora 1973.-Ros Garmendia, S, La Pascua en el Antiguo Testamento: estudio de los textos pascuales del Antiguo Testamento a la luz de la crí­tica literaria y de la tradición, Eset, Vitoria 1978.-Sabourin, L, Redención sacrificial, Desclée, Bilbao 1969.-Solages, B. de, Cristo ha resucitado. La resurrección según el Nuevo Testamento, Herder, Barcelona 1979.-Wiederkehr, D, Fe, redención, liberación, Paulinas, Madrid 1978.

S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

SUMARIO: I. La pascua, misterio nuevo y antiguo: 1. El misterio pascual en el Vat. II; 2. El término “misterio pascual” – II. La pascua en el AT: 1. Las fuentes de la pascua; 2. Origen y desarrollo de la pascua; 3. La celebración de la pascua: a) El memorial, b) Anuncio de la historia de la salvación, c) Alabanza, acción de gracias e intercesión, d) La comunidad celebrante; 4. La pascua, centro de toda la vida litúrgica de Israel – III. El acontecimiento pascual en el NT: 1. Pablo; 2. Los Sinópticos; 3. La carta a los Hebreos; 4. 1 Pedro; 5. Juan y el Apocalipsis – iV. El misterio pascual en la iglesia: 1. La celebración del misterio pascual; 2. La comunidad celebrante; 3. El memorial de la pascua; 4. Misterio pascual y existencia cristiana.

I. La pascua, misterio nuevo y antiguo
1. EL MISTERIO PASCUAL EN EL VAT. II. La categorí­a misterio pascual es una de las recuperaciones más felices del movimiento litúrgico de nuestro siglo. Aparece desde el comienzo y repetidamente en los documentos del Vat. II. La SC la pone como base de su reflexión teológica sobre la liturgia. En el art. 5, después de haber resumido la historia de la salvación, toda ella tensa hacia la realización del misterio escondido por los siglos en Dios, a saber: el designio de conducir a todos los hombres a la salvación y al conocimiento de la verdad, afirma que esta obra -que, dado el incidente del pecado, además de la modalidad de la adoración-culto, ha tomado también la de la liberación-reconciliación con Dios-, preparada y prefigurada en las grandes obras realizadas por Dios en el AT, se ha realizado en la muerte-resurrección-ascensión de Cristo, acontecimiento al que la SC, con expresión tomada de la antigua eucologí­a romana (sacramentarlo Gelasiano, ant. 468.471), llama “misterio pascual”. Al hacer esto, la constitución litúrgica pone la obra redentora sacerdotal del Verbo encarnado como cumplimiento antití­pico de la liberación y de la alianza que la pascua veterotestamentaria significaba y preparaba tipológicamente: asigna a este acontecimiento el puesto central que en la historia salví­fica del AT ocupaba la pascua; declara que este acontecimiento constituye el misterio pascual cristiano, del que pueden participar, en consecuencia, por ví­a mistérica [-> Misterio], a través de ritos memoriales [-> Memorial], todos los hombres y las mujeres de las generaciones futuras, que de este modo tienen acceso, en la fe, a la reconciliación perfecta y al culto verdadero y pleno que se realizaron de una vez para siempre en la muerte-resurrección-ascensión de la humanidad del Hijo de Dios.

De este modo se pone el misterio pascual como fundamento y clave interpretativa de todo el culto cristiano. Que tal sea el pensamiento de la SC se deduce de la continuación del discurso. En efecto, según la constitución litúrgica, la liturgia actualiza tal misterio sobre todo en el sacramento del bautismo, por el que se realiza en los fieles la muerte-resurrección de Cristo y ellos reciben el Espí­ritu Santo, en el que tienen acceso al Padre, Espí­ritu que los consagra sacerdotes del Dios altí­simo; y en la eucaristí­a, que hace presentes la victoria y el triunfo de Cristo sobre la muerte, para que los creyentes, participando en ella con alegre acción de gracias, puedan anunciar la muerte del Señor hasta que venga (SC 6). Por tanto, el convite eucarí­stico constituye de un modo totalmente particular el memorial del misterio pascual (SC 47). Pero de él obtienen eficacia y significado todos los sacramentos y los mismos sacramentales, por medio de los cuales la gracia contenida en él fluye sobre todos los acontecimientos de la vida santificándolos (SC 61). El misterio pascual se celebra también durante el año litúrgico, sea en el retorno anual de la pascua (SC 102), sea cada ocho dí­as en el dí­a justamente llamado desde la edad apostólica “del Señor” (SC 106), e incluso en la memoria del dí­a natalicio de los santos (SC 104).

La expresión aparece también en el decreto sobre el oficio pastoral de los obispos CD. En cuanto dispensadores de los misterios de Dios, deben procurar que los fieles, por medio de la eucaristí­a y de los sacramentos, conozcan cada vez más profundamente y vivan coherentemente el misterio pascual de modo que crezcan cada dí­a más como cuerpo de Cristo (CD 15). Por eso el decreto sobre la formación sacerdotal OT quiere que los candidatos al presbiterado vivan el misterio pascual de Cristo de modo que sepan iniciar en él un dí­a al pueblo que les será encomendado (OT 8). En efecto, como explica la constitución pastoral sobre la iglesia en el mundo de hoy, GS, es vocación de todo cristiano, asociado por el bautismo al misterio pascual, realizar en la propia existencia la conformidad con la muerte de Cristo para participar en su resurrección (GS 22). Más aún, se llama a todo hombre de buena voluntad a entrar en contacto con él (ib), y toda actividad humana alcanza su perfección en él (GS 38).

Con ello el misterio pascual traspone los lí­mites de la liturgia para convertirse en el fundamento y el criterio inspirador de toda la vida moral y de las opciones del creyente en cualquier nivel, así­ como de toda la espiritualidad cristiana.

2. EL TERMINO “MISTERIO PASCUAL”. El término, aunque fue redescubierto por el movimiento litúrgico que desembocó en el Vat. II, no es de todos modos creación reciente. Se encuentra por primera vez, y con notable frecuencia, en la homilí­a sobre la pascua de Melitón de Sardes, descubierta por C. Bonner en 1936. Ya en el exordio de su homilí­a, que puede fecharse entre el 165 y el 185, Melitón afirma que “el misterio de la pascua es nuevo y antiguo, eterno y temporal, perecedero e imperecedero, mortal e inmortal” (Homil. sobre la pascua 2: Cantalamessa [nota 2], 25). Este misterio es identificado con “el misterio del Señor”, antiguo según la prefiguración, nuevo según la gracia (ib, 58; l.c., 38), prefigurado en Abel, Isaac, José, Moisés, los profetas perseguidos y en el cordero sacrificado, anunciado en la predicación de los profetas (ib, 59.61; l.c., 38.39) y realizado en los últimos tiempos. Más aún, Melitón dice expresamente que “el misterio de la pascua es Cristo” (ib, 65; l.c., 39).

Está emparentada con la homilí­a de Melitón, si bien es independiente de ella, la homilí­a sobre la santa pascua, del anónimo Cuartodecimano, también del s. II y del Asia Menor. También ella habla del “misterio de la pascua” (Sobre la santa pascua 13; l.c., 59), el cual comprende toda la peripecia de Jesús, que se extiende por toda la historia de la salvación, y al que se llama incluso “misterio cósmico de la pascua” (ib, 40; l.c., 67), “festividad común de todos los seres, enví­o al mundo de la voluntad del Padre, aurora divina de Cristo sobre la tierra, solemnidad perenne de los ángeles y de los arcángeles, vida inmortal del mundo entero, alimento incorruptible para los hombres, alma celeste de todas las cosas, iniciación sagrada (gr. teleté) del cielo y de la tierra, anunciadora de misterios antiguos y nuevos” (ib, 10; l.c., 57).

Con la expresión misterio de la pascua, que representa una ulterior profundización del tema paulino de “Cristo nuestra pascua” (1Co 5:7) hecha ya por Justino (Dial. 111,3: Padres apologistas griegos, BAC, Madrid 1954, 495), todo el contenido teológico que Pablo habí­a resumido en la categorí­a de “misterio de Cristo” (Col 4:3; Efe 3:4) se encierra en la pascua. Pero por la frecuencia con que el término misterio se emplea y por la terminologí­a que le acompaña (teletai = realizar, amyeton = no iniciado, asfragiston = no marcado, etc.) revela una clara referencia a los cultos mistéricos, “a los que se contrapone el misterio cristiano como el único verdaderamente salví­fico, en lugar de ser asimilado a ellos”.

Como se desprende de estas primeras homilí­as pascuales, el concepto de misterio de la pascua o pascual, a partir de su primera aparición, recapitula toda la economí­a salví­fica realizada en Cristo y comunicada a la iglesia a través de los sacramentos. Por eso pasará a los sacramentarios romanos y de éstos a los libros litúrgicos del Vat. II, particularmente al Missale Romanum, donde el término aparece frecuentemente para indicar tanto la economí­a que se ha realizado en la muerte y resurrección de Cristo como el retorno anual de la pascua y los sacramentos del bautismo y de la eucaristí­a, centro de toda la liturgia cristiana, mediante los cuales tal economí­a se actualiza en la iglesia.

II. La pascua en el AT
Si la expresión misterio de la pascua o misterio pascual es una creación cristiana que se remonta al s. II, mucho más antiguo es el término pascua, transliteración griega del arameo paschá, y del hebreo pesah (y no derivación del griego paschein, como pensaban los escritores cristianos anteriores a Orí­genes).

De las cuarenta y nueve veces que figura en el AT, treinta y cuatro veces indica el rito del primer plenilunio de primavera y quince veces el cordero inmolado en tal ocasión. El término parece haber significado originariamente la danza (o el saltar) ritual que se desarrollaba con ocasión de la fiesta. Este significado fue asumido por la teologí­a israelita, por cuanto en coincidencia con una memorable fiesta primaveral, Yavé “saltó más allá de” las casas de los israelitas marcadas por la sangre del cordero sacrificado, perdonándolas (Exo 12:13.23.27).

En el NT el término paschá aparece veintinueve veces, para indicar como en el AT toda la fiesta, el rito y la ví­ctima inmolada.

1. LAS FUENTES DE LA PASCUA. El AT, por lo que se refiere a la pascua, contiene textos narrativos, legislativos y proféticos. El texto fundamental es Exo 12:1-13, 16, texto muy complejo y resultante de la fusión de elementos provenientes de la tradición J, en algunas partes reelaborada en sentido deuteronomista, y de la tradición P, más reciente, pero de contenido a veces muy arcaico. Describe la lucha de Yavé por la liberación de su pueblo de la esclavitud de Egipto para conducirlo como sobre alas de águila al encuentro del Sinaí­ y a la alianza (Exo 19:1-24, 11).

El carácter literario de la narración, más que referir un acontecimiento histórico acaecido de una vez para siempre, pretende grabar en la memoria y ofrecer el motivo histórico-salví­fico de la celebración memorial que debe repetirse cada año y del ritual que se debe observar en ella. Los elementos del rito están relacionados con un acontecimiento del pasado de la historia de Israel, de suerte que los ritos reciban sentido y valor del relato etiológico-cultual de la pascua, que está puesto en el centro de la celebración.

Textos extrabí­blicos de fundamental importancia para el conocimiento de la praxis pascual en tiempos de Jesús y de los primeros desarrollos de la liturgia cristiana se contienen en el libro apócrifo de los Jubileos (cc. 18.49), empapado del espí­ritu de las comunidades de Qumrán; en las obras de Flavio Josefo Antigüedades judaicas y La guerra judaica; en numerosos pasajes de los escritos de Filón, en el cual se encuentra la tendencia a interpretar alegóricamente la pascua, como paso de la bajeza de los sentidos a la altura del espí­ritu, y los diversos ritos de la fiesta. Nos llegan también preciosas indicaciones de los targumim palestinenses (paráfrasis amplificadas), de los midrashim (comentarios rabí­nicos a las Escrituras) a Ex 12, y sobre todo de la Mishná (repetición o tradición), en la que el tratado Pesachim, quitados los añadidos tardí­os, ofrece el cuadro más seguro de la celebración pascual en tiempos de Jesús
2. ORIGEN Y DESARROLLO DE LA PASCUA. La génesis y el devenir histórico de la pascua son muy complejos por las diferentes estratificaciones y transignificaciones que la fiesta, pagana en su origen, experimentó a través de los siglos. La fiesta, tal como se la conoce en la época del NT, es resultado de dos elementos de origen diverso, que se desarrollaron juntos hasta componer una unidad: la celebración nocturna propiamente tal en torno al cordero (pesah), y la semana de los massot o de los ácimos.

Ambas celebraciones eran en su origen festividades de primavera, propias de ambientes culturales diversos.

Los ritos que están en el origen del pesah, como indican paralelos de otras religiones del ambiente semí­tico se remontan a una antiquí­sima celebración familiar, con la que los pastores solemnizaban el comienzo del nuevo año en el mes de abib (posteriormente nisan), la noche inmediatamente precedente a la partida para los pastizales de verano: al claro de la luna llena se inmolaban los primeros nacidos del rebaño, cuya sangre se empleaba con fines apotropaicos y propiciatorios para proteger a pastores y rebaños de influencias demoní­acas y asegurar la fecundidad, mientras que la carne se consumí­a en una comida cultual que tení­a por objeto fortalecer los ví­nculos de parentesco de la familia y de la tribu. Quizá era ésta la fiesta que los hebreos seminómadas en Egipto tení­an intención de celebrar en honor del Dios de sus padres, Yavé, en Exo 3:18. Las circunstancias providenciales en que el rito se desarrolló en ví­speras del éxodo, circunstancias descritas en forma épica por las fuentes más antiguas (Exo 12:21-23.27b.29-39), hicieron que se encomendara a este rito el recuerdo de aquel acontecimiento salví­fico fundamental”‘°. La fiesta fue historizada, y con ella todos los elementos que la constituí­an. Incluso el nombre pesah, que inicialmente se referí­a a un saltar sagrado, quedó implicado en este proceso de nueva fundación: vino a significar que Yavé “saltó más allá de” las casas de los israelitas, perdonándolas (Exo 12:13). La sangre con que se marcaban las jambas y el dintel de las puertas o los palotes de las tiendas fue referida al hecho de que Yavé perdonó a los israelitas cuando hirió a los egipcios (Ex I2,27a). Las yerbas amargas, que antaño condimentaban la cena nocturna de los nómadas, recuerdan en adelante la amargura de la esclavitud egipcia, y los panes sin levadura hacen pensar en el pan de la miseria de Egipto (Deu 16:3) y en la prisa con que los israelitas partieron sin tener tiempo para hacer fermentar el pan (Exo 12:39; Exo 13:3-8). La fiesta se celebra en primavera porque al comienzo de esta estación Israel salió de Egipto; y es fiesta nocturna porque el éxodo tuvo lugar una noche clara de luna llena (Deu 16:1).

Massot, en cambio, parece haber sido en su origen una fiesta, también de primavera, pero propia de un ambiente agrí­cola, como podí­a ser el de Canaán. Esto explica por qué su celebración inicialmente no estaba fijada en un dí­a determinado del mes, sino que dependí­a de las condiciones de la cosecha (Deu 16:1). En cuanto fiesta agraria, massot celebraba el comienzo solemne de la siega, considerada sagrada. Caracterí­stica suya era el ofrecimiento de la primera gavilla en el santuario (por lo que era una fiesta de peregrinación, hebr. hag) y comer durante toda una semana pan no fermentado de la nueva cosecha de cebada.

También este rito, que quizá en su origen preisraelita tení­a un fin apotropaico y de propiciación, inmediatamente después de la ocupación de la tierra, y quizá precisamente en conexión con ella, fue historizado y puesto en relación con el éxodo (cf Jos 5:10-12). El hecho de que ya en la protohistoria de Israel tanto la celebración de la pascua como la fiesta de los ácimos tuvieran el mismo contenido y significado, y la circunstancia de caer ambas en el primer mes de primavera llevaron a un progresivo crecimiento conjunto, por lo que con la centralización deuteronomista del culto también la pascua, atraí­da por los ácimos, pasó a ser fiesta de peregrinación al templo de Jerusalén. Es incierto el momento en que se concluyó este proceso de fusión, cuyas huellas son recognoscibles en las diversas estratificaciones literarias del AT. Mientras las fuentes más antiguas distinguen todaví­a netamente entre pascua y ácimos, en tiempos del exilio e inmediatamente después atestiguan la fusión ya producida (Eze 4:21; 2Cr 30:1-2.5.13.21). En el perí­odo posexí­lico se llegó a usar los términos pesah y massot sin distinción para una única celebración: en 2 Crón 30, la misma fiesta se llama pascua (vv. 1-2.5) o bien ácimos (vv. 13-21). Así­, en la época del NT pascua y ácimos tienen el valor de una sola institución cultual que se indica ora con un nombre, ora con el otro.

Por lo que se refiere a la forma de la celebración, se pueden distinguir tres perí­odos, y por tanto tres tipos de celebración ‘^. La celebración familiar doméstica de los primeros siglos, descrita en Ex 12-13, con posterioridad a la centralización deuteronomista del culto se trasladó al templo de Jerusalén, convirtiéndose en fiesta del pueblo con carácter nacional. En el perí­odo posexí­lico, por último, se produjo la sí­ntesis entre las dos formas precedentes: el cordero seguí­a siendo inmolado en el templo, mientras que la comida volvió a consumirse en el restringido cí­rculo doméstico, si bien ya dentro de los muros de Jerusalén. Esta última forma, atestiguada por la Mishná, es la pascua que existí­a en tiempos de Jesús. Como lo demuestra el número elevado de pasajes en los que se habla de ella en el NT, era la fiesta más importante, y con mucho. En el contexto de su celebración, “con el recuerdo de los grandes acontecimientos de salvación del pasado, se encendí­an de nuevo cada año las esperanzas que iluminaban el presente y proyectaban su luz en el futuro” Con ocasión de una de estas pascuas se llevó a cabo la acción salví­fica que habí­a de convertirse en centro y fundamento de la nueva economí­a.

3. LA CELEBRACIí“N DE LA PASCUA. a) El memorial. El contenido y el significado de la celebración pascual y de todos sus elementos rituales está bastante bien resumido en las palabras institutivas de Exo 12:14 : “Este dí­a será memorial (hebr. lexikkazon, gr. eis mnemósynon) para vosotros y lo celebraréis como fiesta de Yavé, como institución perpetua de generación en generación”. El paralelismo entre fiesta y memorial, que equivale a una identificación, es caracterí­stico de la concepción litúrgica de Israel y se encuentra en la liturgia convival judí­a, en la bendición sobre la primera copa que introduce el dí­a de sábado: “Bendito seas, Señor, Dios nuestro, rey del mundo, que has dado a tu pueblo Israel dí­as de fiesta para la alegrí­a y para el memorial”. La tarde de pascua, la bendición de apertura dice así­: “Bendito seas, Señor…, que nos has elegido entre todos los pueblos…, que nos has dado en tu amor momentos de alegrí­a, fiestas y tiempos destinados al regocijo, así­ como esta fiesta de los ácimos, fiesta de nuestra liberación, para que sea sagrada reunión festiva como memorial de la salida de Egipto” (Haggadah di pasqua: Toaff [ed.], Roma 1960, 7). Pero ya en el Sal 111:4 “la memoria de sus maravillas” indica la celebración pascual, que debe mantener despierta la gratitud por los grandes beneficios de Yavé. No sólo la fiesta en su conjunto, sino todos sus elementos tienen función de memorial: el pan ácimo, el cordero, las yerbas amargas, la hora nocturna (según Exo 12:42, Israel vela por el Señor porque el Señor, acordándose de Israel, en la primera noche pascual veló, y según los rabinos, sigue velando por los suyos cada noche pascual del presente y del futuro) e incluso el vestido y la postura del viandante o de descanso que los comensales adoptan durante la cena son memorial del éxodo y del don de la libertad. Su objeto es preservar del olvido los beneficios del Señor, traerlos continuamente a la memoria, y de este modo renovarlos y actualizarlos en la conciencia de los israelitas. Pero no sólo Israel, sino sobre todo es el Señor el que en presencia del memorial se acuerda de su pueblo y acordándose se hace presente y actualiza su salvación. Por eso en la liturgia pascual se concluye así­ la bendición sobre la tercera copa, que sustancialmente, quitadas las referencias a la reconstrucción de Jerusalén, se puede hacer remontar a tiempos de Jesús: “Dios nuestro y Dios de nuestros padres, ábrase paso, venga, llegue, se presente, sea grato, sentido, buscado, recordado ante ti el memorial del Mesí­as hijo de David, tu siervo, el memorial de todo tu pueblo Israel, para salvación, gracia, benignidad, piedad, vida y paz en este dí­a de fiesta” (Haggadah di pasqua [ed. cit.] 77).

b) Anuncio de la historia de la salvación. El recuerdo que está en la base de la liturgia pascual implica el anuncio de la acción salví­fica pascual: “Cuando hayáis entrado en la tierra que Yavé os va a dar, como ha prometido, observaréis este rito. Y si vuestros hijos os preguntaren: ¿Qué rito es éste?, responderéis: Es el sacrificio de la pascua de Yavé, el cual pasó de largo por las casas de los hijos de Israel en Egipto cuando hirió a los egipcios, preservando nuestras casas” (Exo 12:25-27). Lo mismo para los ácimos: “Ese dí­a dirás a tus hijos: Esto es en memoria de lo que por mí­ hizo Yavé cuando salí­ de Egipto” (Exo 13:8).

Encontramos aquí­ el término hebreo higgid, que ha dado el nombre de haggadah al anuncio pascual, y que corresponde al griego katangellein o anangellein (anunciar), que encontraremos en el NT para indicar el anuncio de salvación contenido en la celebración eucarí­stica (cf 1Co 11:26). La introducción a la misma haggadah durante la cena pascual afirma: “Aunque fuésemos todos doctos, todos inteligentes, todos expertos en la torah, no dejarí­a de ser deber nuestro detenernos en la salida de Egipto; más aún, cuanto más se demora uno en tratar de la salida de Egipto, tanto más digno de alabanza es” (Haggadah 13).

El anuncio pascual se relaciona, como en una catequesis mistagógica, con los elementos y los ritos pascuales insólitos que despiertan atención y curiosidad. Por eso el núcleo de la catequesis consiste en la interpretación histórico-salví­fica de estos elementos, como resulta de una prescripción de R. Gamaliel referida en Pesachim 10,5 (citada por la Haggadah 37): “Todo el que en pascua no habla de estas tres cosas -de la pascua, de los ácimos y de las yerbas amargas- no ha cumplido su deber. De la pascua, porque Dios ha protegido, perdonándolas, las casas de nuestros padres en Egipto; de los ácimos, porque fueron liberados; de las yerbas amargas, porque los egipcios amargaron la vida de nuestros padres en Egipto”.

La celebración pascual en todos sus elementos se dirige en primer lugar a aquella acción salví­fica fundamental que el Señor realizó en Egipto con ocasión de la primera pascua. Pero en el curso del tiempo se añadieron a la pascua otros acontecimientos de la historia de la salvación que pasaron a ser también objeto del memorial y del anuncio pascual. Este proceso de asimilación se puede constatar ya en el AT. La celebración pascual de Jos 5:10-12, por ejemplo, además de la salida de Egipto, pretende recordar anualmente la entrada en la tierra prometida y la toma de posesión de sus bienes. Así­ también las demás celebraciones pascuales a que hacen referencia los libros del AT marcan cada vez una etapa importante en la historia de Israel: la primera pascua conmemorativa en el desierto concluye la institución del culto y la erección del santuario (Núm 9:1-14); la de 2Cr 30:1-27 corona la reforma de Ezequí­as y su tentativa de reunificación tras el derrumbe del reino del Norte; la de 2Cr 35:1-19, la renovación de la alianza a continuación del hallazgo de la Ley; la de Esd 6:19-22, en fin, celebra juntamente el retorno del exilio, la reanudación del culto en el templo y la reconstrucción del pueblo.

La circunstancia de que estas cinco celebraciones pascuales estén mencionadas en la Escritura ha contribuido probablemente a que los acontecimientos históricos relacionados con ellas se convirtieran en objeto del memorial litúrgico de la pascua. El judaí­smo posbí­blico irá mucho más allá: los más diversos acontecimientos de la historia del AT adquirí­an en él carácter de acontecimientos pascuales, y se fechan el 14 ó 15 de nisán.

Encontramos un ejemplo espléndido de esta teologí­a pascual en el llamado poema de las cuatro noches, que en los targumim palestinenses a Exo 12:42 concluye la descripción de la pascua egipcia Estas argumentaciones, que contienen sin duda un patrimonio de tradiciones precristianas, presentan al menos seis hechos salví­ficos como acontecimientos pascuales: la creación del mundo, el pacto de Abrahán, el nacimiento de Isaac, su sacrificio, el éxodo de Egipto y el acontecimiento final mesiánico. De este modo, la pascua israelita se convirtió en compendio y recapitulación de toda la historia de la salvación, esquema interpretativo de todas las intervenciones de Dios en favor de su pueblo, anticipación, profecí­a y tipo del acontecimiento salví­fico final. Y la celebración pascual, al tiempo que cada año hace revivir actualizándolas en el memorial las grandes acciones de Dios realizadas en el pasado y pregustar el acontecimiento salví­fico definitivo, refuerza la fe en la potencia y en la bondad del Señor, en el propio valor y en la misión histórico-salví­fica de Israel; funda la esperanza en la inquebrantable fidelidad de Dios y en su constante disponibilidad a la ayuda, enciende y alimenta el amor por el Señor (el Cantar de los Cantares leí­do en la sinagoga con ocasión de la pascua es interpretado por los rabinos como alegorí­a de las relaciones entre Dios y su pueblo) y para los miembros que el pueblo de Dios se ha escogido. Este amor encuentra su expresión concreta en la voluntad revigorizada de tomar sobre sí­ la ley de la alianza y observarla fielmente. En efecto, los más diversos mandamientos y prescripciones cultuales, morales, jurí­dicas y sociales encuentran la propia raí­z, motivo y justificación en la pascua, es decir, en el hecho de que Dios ha liberado a Israel de la esclavitud con brazo fuerte y lo ha unido a sí­ con lazos de amor. Al mismo tiempo, el Señor, viendo el memorial, se acuerda de la noche de pascua, de las promesas hechas a Abrahán y a su descendencia, de su alianza, de la misericordia que tuvo con los padres, y vela para intervenir todaví­a y siempre a fin de salvar a su pueblo.

c) Alabanza, acción de gracias e intercesión. Así­ el recuerdo y el anuncio se convierten espontáneamente en glorificación que se manifiesta en cantos de alabanza. Quizá ya en Ex 15 se conserva un antiquí­simo himno pascual. Cantos de alabanza para la cena pascual se atestiguan en 2Cr 35:15. Sab 18:9, proyectando usos recientes en tiempos antiguos, afirmará que “los devotos hijos de los justos sacrificaron en secreto, sellaron unánimes la alianza con Dios… y al mismo tiempo entonaron los cantos de los padres”. El pasaje alude verosí­milmente a los salmos del hallel 113-118.136, que fueron introducidos en la liturgia pascual en el s. 11 a.C., y se cantaban primero en el templo durante la inmolación de los corderos y luego en el curso de la liturgia convival, en parte antes (Sal 113-114), en parte como cierre de la cena propiamente dicha (Sal 115-118.136). A ellos se refiere Mat 26:30 y paralelos. Entre ellos, el Sal 114 es una verdadera cantata pascual.

Los rabinos consideraban importante el canto del hallel porque en él se contienen las cinco realidades siguientes: el éxodo de Egipto (Sal 114:1), la división de las aguas del mar de los Juncos (Sal 114:3), la entrega de la torah (Sal 114:4), la resurrección de los muertos (Sal 116:9) y los sufrimientos de la época mesiánica (Sal 115:1). La haggadah introduce el canto del hallel en estos términos: “En cada generación tiene cada cual el deber de considerarse como si él mismo hubiera salido de Egipto…, porque el Santo -bendito sea- no libró sólo a nuestros padres, sino que también nos libró a nosotros con ellos… Por tanto, es nuestro deber dar gracias, tributar homenaje, alabar, celebrar, glorificar, exaltar, magnificar, encomiar al que nos hizo a nosotros y a nuestros padres todos estos prodigios y nos sacó de la esclavitud a la libertad, de la sujeción a la redención, del dolor a la alegrí­a, del luto a la fiesta, de las tinieblas a la luz esplendorosa. Digamos, pues, ante él: Aleluya” (Haggadah 39-40).

Del recuerdo de las acciones salví­ficas del Señor nace luego la súplica con que se le pide que recuerde, y con ello que renueve, sus prodigios. En la cena, a la bendición de la segunda copa: “Bendito seas, oh Señor, rey del mundo, el que redimió a nuestros padres de Egipto y nos hizo llegar a esta tarde para comer ácimos y yerbas amargas”, le sigue inmediatamente la intercesión: “Así­, Señor Dios nuestro y Dios de nuestros padres, haznos llegar con salud a otras fiestas futuras y dí­as solemnes, alegres por la restauración de tu ciudad y felices en tu culto. Allí­ comeremos sacrificios y corderos pascuales, cuya sangre, con tu beneplácito, será rociada sobre las paredes de tu altar, y te ofreceremos en homenaje un canto nuevo para nuestra redención y para nuestro rescate” (Haggadah 43).

Este texto, en la forma citada, presupone la destrucción del templo y muestra que el motivo escatológico-mesiánico tení­a una parte importante también en la impetración pascual, así­ como ya la tení­a en el recuerdo y en la alabanza.

d) La comunidad celebrante. Tanto la pascua veterotestamentaria como la judí­a son esencialmente una celebración comunitaria. En las tres configuraciones que tomó la celebración a través del tiempo se constata que son dos las comunidades que participan en el convite, superpuestas, pero estrechamente enlazadas: la comunidad familiar y la gran comunidad del pueblo.

En la pascua predeuteronomista, la comunidad familiar ocupa un papel centralí­simo: “Provéase todo cabeza de familia de un cordero, un cordero por casa” (Exo 12:3). El cordero, tras haber sido inmolado por la familia, lo comen los miembros de la misma, convirtiéndose así­ en el centro y el medio de cohesión para la pequeña comunidad cultual.

Esta concepción sigue ejerciendo su influjo también en la pascua centralizada: la comunidad, constituida ya por todo el pueblo que tiene el banquete en el área del templo, permanece articulada en grupos familiares que sacrifican y consumen el propio cordero (cf 2Cr 35:5-12).

En el judaí­smo tardí­o, en lugar de la comunidad familiar, aparece una comunidad convival, que se forma con vistas a la comida. Está constituida por un grupo de al menos diez personas, que se han reunido voluntariamente antes de la inmolación en torno a su cordero pascual (hebr. habura, gr. fratrí­a; cf Flavio Jos., Ant. Jud 3:10, Jud 3:5). La comunidad pascual se mantiene junta no tanto por el ví­nculo de la sangre, cuanto por el cordero sacrificado por ella y consumido en común.

Pero junto a la comunidad doméstica y por encima de ella está todo Israel, en cuanto pueblo de los que Dios ha librado para hacer de ellos una nación santa, que constituye la comunidad litúrgica de la pascua.

Esto es evidente en la pascua centralizada celebrada en el templo por toda la comunidad israelita (gahal = ekklesia; cf 2Cr 30:13.24-25).

La idea ha permanecido viva en la pascua del judaí­smo tardí­o: la enorme concentración de peregrinos en Jerusalén y el acto sacrificial común debí­an alimentar y despertar de nuevo cada vez en Israel la conciencia de ser el pueblo elegido”. La misma idea está presente también en los textos relativos a la pascua predeuteronomista. La perí­copa de Ex 12, que siempre ha permanecido como el texto pascual central, considera sujeto de la celebración no sólo a la familia particular, sino al pueblo entero: “Hablad a toda la comunidad” (12,3); “todo Israel lo inmolará” (12,6); “toda la comunidad celebrará la pascua”; y para los ácimos, celebrados al comienzo separadamente: “El dí­a primero tendréis asamblea santa, y también el dí­a séptimo” (12,16). Los términos qahal = ekklesia y ‘eda = synagogé, empleados aquí­ prolépticamente (dado que serán prerrogativa de Israel a partir de la alianza y de la erección de la tienda), tienen un gran peso teológico: indican que para el Código Sacerdotal, al que pertenecen los versí­culos citados, Israel se ha convertido en comunidad cultual del Señor, y por tanto en pueblo de la alianza, ya con ocasión de la primera celebración pascual y a causa de ella.

Celebrar la pascua y tomar parte en el convite es, por tanto, privilegio de quien pertenece al pueblo elegido: ningún extranjero puede comer de él; el extranjero que quiera celebrarla, si es varón, debe someterse antes a la circuncisión (Exo 12:48-50). Pero todo circunciso tiene el deber de celebrarla, si no quiere verse excluido de la comunidad. Quien se abstiene de ella culpablemente, según Núm 9:13, se le consagra al exterminio (el verbo usado por los LXX: exolotheuesthai, es el mismo que se refiere al exterminador de Exo 12:23). Para dar a todos los miembros del pueblo elegido la posibilidad de tomar parte en la pascua se instituyó una pascua suplementaria que debí­a celebrarse el segundo mes (cf Núm 9:5-12).

Filón, refiriéndose a la inmolación de los corderos, afirma que con ocasión de la pascua todos los miembros del pueblo elegido gozan de las prerrogativas sacerdotales (De spec. leg. II, 145).

La participación en el convite pascual exige, sin embargo, el estado de pureza ritual. Junto al Código Sacerdotal (Núm 9:13), el cronista subraya que los sacerdotes, los levitas y la gente del pueblo deben ser santificados y puros (2Cr 30:15.17-18, y para el judaí­smo tardí­o, cf Jn 11.55). Esta purificación se obtiene “con el agua santa de aspersión” (Filón, De spec. leg. II, 148), o bien, según los casos, con los sacrificios por el pecado o por la culpa o, finalmente, mediante la sangre misma de la pascua.

LA VIDA LITÚRGICA DE ISRAEL. El convite pascual no es sólo el rito memorial con que Israel celebraba la intervención liberadora de Dios que recapitula toda otra acción salví­fica del pasado y prefigura la salvación futura. Como la pascua constituí­a el centro de toda la historia de la salvación, así­ el memorial pascual se convirtió en el contenido de todas las acciones litúrgicas que celebraban aquella historia.

Así­, la circuncisión, el rito que señala la entrada en el pueblo de la alianza, está en estrecha relación con la pascua no sólo por el hecho de que sólo quien está circuncidado puede participar en el convite pascual, sino también porque la teologí­a rabí­nica la hará remontar a la primera pascua. En efecto, según los rabinos, los israelitas en Egipto estaban sin circuncidar; por ello, para celebrar la pascua debieron antes hacerse circuncidar. Sucedió así­ que la tarde de pascua la sangre del cordero y la de la circuncisión corrieron juntas y, mezcladas, formaron una sola sangre, en la que Dios se complació'” De suerte que cada vez que corre la sangre de la circuncisión, por la que un nuevo hombre queda introducido en el pueblo de Dios, no sólo Israel, sino también Dios se acuerda de la pascua y de la alianza, que constituye con ella un solo acontecimiento. Todaví­a más se verificará esto con el baño bautismal prescrito por el judaí­smo tardí­o a los prosélitos, además de la circuncisión, como condición para entrar en el pueblo de Dios. Celebrado también en fechas cercanas a la pascua, pretende hacer participar simbólicamente al prosélito en la travesí­a pascual del mar de los Juncos.

También el cordero, macho, de un año, sin defecto, que se debí­a ofrecer mañana y tarde en el templo en sacrificio perenne (tamid, Exo 29:38-42; Núm 28:2-8), según los rabinos tení­a la función de recordar continuamente al Señor la pascua, hasta el punto que R. Hillel, entre otros, podí­a llamarlo “pascua diaria”
Si se considera además que en el judaí­smo la oración de la mañana y de la tarde en las sinagogas y en las casas -que gira en su totalidad en torno a la recitación del shemah y del Shemoneh esreh, y se la interpreta como verdadero sacrificio de alabanza- se organizó en coincidencia con la hora en que en el templo se desarrollaba el sacrificio tamid incorporando varios elementos eucológicos suyos, resultará todaví­a más evidente que el cursus cotidiano de la vida litúrgica de Israel querí­a presentar a Dios el memorial de la pascua.
Lo mismo puede decirse del ciclo semanal. El sábado, que en la interpretación del Código Sacerdotal es memorial de la .creación y de la alianza establecida por Dios con el hombre al final de la semana de la creación, en los textos deuteronomistas tiene el objeto de recordar a Israel que un dí­a fue esclavo en la tierra de Egipto y el Señor lo sacó con mano fuerte y brazo alzado (Deu 5:15). Además, la cena festiva del sábado, con las tí­picas bendiciones sobre la tercera copa por el alimento, la tierra y el don de la torah, y con la súplica por el pueblo liberado y convertido en propiedad suya por Dios, volví­a a proponer semanalmente la celebración pascual.

En fin, cuando las fiestas de las semanas (shabuot) y de las tiendas (sukkot) -que junto con el pesahmassot eran las tres fiestas de peregrinación y constituí­an la estructura sobre la que descansaba el año litúrgico hebreo– experimentaron el natural proceso de historización propio de toda la liturgia hebrea, también a ellas se las puso en relación con la pascua. La antigua fiesta de las tiendas sirvió para recordar los años de la juventud y del noviazgo entre Dios y su pueblo en el desierto, cuando el pueblo y Dios mismo habitaron en tiendas. Y, por último, también la fiesta de las semanas -pero esto, al menos por lo que se refiere a la liturgia oficial, sólo en la era cristiana- fue referida a la alianza que Dios estableció con su pueblo en el tercer mes después de la salida de Egipto (Exo 19:1), es decir, según complicados cálculos rabí­nicos, el quincuagésimo dí­a después de pascua, y se convirtió así­ en “la asamblea de clausura” (‘aseret) de las celebraciones pascuales.

Así­, la pascua, centro de toda la historia de la salvación, pasó a ser, además del fundamento de toda la legislación moral y social, el centro de toda la vida litúrgica del pueblo de Dios. Tales prerrogativas, a través de Cristo que da cumplimiento en sí­ a la ley, a los profetas y a los salmos, pasarán a la pascua del nuevo pueblo de Dios.

III. El acontecimiento pascual en el NT
El puesto central de la celebración pascual en la vida del pueblo de Dios, la importancia teológica que habí­a adquirido la pascua en la reflexión veterotestamentaria y judí­a y sobre todo la circunstancia, ciertamente no casual, de que la muerte y la resurrección de Jesús, término al que tendí­a toda la revelación y la historia de la salvación, se produjeran en coincidencia con una pascua, hací­an la categorí­a pascual sumamente adecuada para convertirse en el esquema interpretativo de la intervención salví­fica de Dios, realizada en la plenitud de los tiempos en Jesús de Nazaret, y encomendada por él a su iglesia para que la perpetuase por los siglos.

Esto resulta obvio si se considera que los autores y portadores del mensaje del NT, Jesús y los apóstoles, insertos en el contexto cultural del AT y totalmente empapados de su espiritualidad, no pueden comprenderse más que a partir de ellos.
1. PABLO. Ya para Pablo la acción liberadora realizada por Dios en Jesús es un acontecimiento pascual: con ocasión de la pascua, Cristo fue inmolado como cordero pascual; más aún, en adelante es él el cordero pascual de los cristianos (1Co 5:7), y, en coincidencia con la fiesta de los ácimos, resucitando, se ofreció al Padre como primicia (cf 1Co 15:20-23) en sustitución de las primicias que se ofrecí­an en el templo de Jerusalén el mismo dí­a.

Así­, lo mismo que la redención de Cristo sustituye a la liberación pascual del AT y el sacrificio de Cristo al sacrificio del cordero, la liturgia eucarí­stica sucede a la liturgia de la pascua. La celebración eucarí­stica descrita en 1Co 11:23-26, que Pablo recibió de la comunidad de Antioquí­a y transmitió a los corintios (verosí­milmente entre el 50 y el 52) con su esquema de anuncio, anamnesis, comida sacrificial que produce una comunión (cf 1Co 10:16-17) y espera escatológica, asume y prolonga la estructura esencial de la liturgia pascual veterotestamentaria y judí­a.

A la temática pascual pertenece también la tipologí­a del Exodo, en el que Moisés ocupa un puesto fundamental. Ahora bien, en la misma carta (1Co 10:1-5) está presente una teologí­a explí­cita del éxodo, en cuanto que la liberación obrada por Cristo es presentada en su aspecto sacramental y eclesiológico como el paso del mar de los Juncos. Todaví­a más notable es el hecho de que gran parte de los términos soteriológicos usados por Pablo (salvar, liberar, etcétera) se deban o se puedan retrotraer a la terminologí­a de la pascua-éxodo.
2. Los SINí“PTICOS. En los Sinópticos, si se prescinde del evangelio de la infancia en Lc, toda la actividad de Jesús, desde el punto de vista literario y teológico, está orientada hacia la única pascua referida por ellos, la de su muerte, meta y cumplimiento de toda su actuación y de la historia salví­fica entera.
En ellos la cena de despedida, en cuyo marco se instituyó la eucaristí­a como culto central de la nueva comunidad, aparece como una verdadera cena pascual. Comoquiera que se hayan desarrollado los hechos en el aspecto cronológico, desde el punto de vista teológico la última cena, celebrada la noche anterior a la liberación en la sangre de Cristo, está bajo el signo de la pascua y constituye el memorial de la nueva pascua.

Es evidente, sobre todo en el evangelio de Mateo, pero también en la primera parte de los Hechos, la tipologí­a del éxodo, en cuanto que se presenta a Jesús como el nuevo Moisés (Heb 3:22), dador de la ley nueva, jefe y liberador del nuevo pueblo de Dios (Heb 7:35).

3. LA CARTA A LOS HEBREOS. Es el escrito que, más que ningún otro, ha sufrido el influjo del AT. El autor profundiza en el significado teológico de la obra de Cristo evocando el sacrificio de la alianza sobre el Sinaí­ (Heb 9:20; Heb 10:29, etc.). A tal fin se vale sobre todo de la comparación tipológica con el sacrificio del kippur (Heb 9:12-28; Heb 13:11-12), pero recurre también a la tipologí­a de la pascua. Jesús no es sólo el sumo sacerdote, sino que, en cuanto mediador de la nueva alianza (Heb 8:6; Heb 12:24) y guí­a hacia la gloria y hacia la salvación (Heb 2:10), es también el nuevo Moisés (Heb 3:3-6) que conduce al nuevo Israel al descanso (,13), al servicio del Dios vivo (Heb 9:14) y a la Sión de los tiempos últimos (Heb 12:22). Su sangre no es sólo la de la expiación y la alianza, sino también la sangre de la pascua: lleva a cabo la liberación, y se la compara con la sangre de Abel, el justo, el primer mártir, que, según el libro de los Jubileos (4,2) y los targumim palestinenses a Gén 4:3, fue derramada precisamente con ocasión de una pascua.

4. 1 PEDRO. En la primera carta de Pedro se señala a Jesús como el “cordero sin tacha ni defecto”, cuya sangre libera a los cristianos (Gén 1:18-19). Esta imagen pascual adquiere tanto más valor cuanto que forma y contenido de la carta hacen pensar en una liturgia pascual, si no es bautismal, con himnos bautismales, parénesis a los neófitos, elementos de la profesión de fe. Sea de ello lo que fuere, no se puede negar que muchos motivos de la 1 Pe se volverán a encontrar en las catequesis bautismales y en las homilí­as pascuales de los padres en los siglos siguientes.

Además, la tipologí­a de la pascua del éxodo está bastante desarrollada: en cuanto extranjeros (1,1), los cristianos, como antaño los israelitas, son librados de la esclavitud mediante la sangre del cordero (1,18-19); ceñidos los lomos (1,13), y después de haber depuesto toda impureza (2,1), también ellos pasan de las tinieblas a la luz esplendorosa de Dios (2,9); también ellos se han convertido de la idolatrí­a para llegar a ser sacerdocio real y pueblo elegido (2,9). Imágenes y conceptos todos ellos provenientes del vocabulario de la salvación pascual.

5. JUAN Y EL APOCALIPSIS. Un paso ulterior en este proceso de pascualización de la existencia de Jesús lo da Juan al poner bajo el signo de la pascua todo el misterio de Cristo en su realización histórica, en su prolongación sacramental, en su prefiguración tipológica.

En el relato de Juan destacan tres pascuas de los judí­os: la primera (2,13) se distingue por la purificación del templo con el anuncio del santuario definitivo que será el cuerpo resucitado de Cristo (2,14-22), y el coloquio con Nicodemo sobre el bautismo como baño de renacimiento en el Espí­ritu (3,1-21). En el marco de la segunda (6,4) tiene lugar la multiplicación de los panes (6,1-15) y el discurso eucarí­stico relacionado con ella (6,26-71). La tercera es la de la muerte (11,55; 12,1; 13,1; 19,14), la hora de Jesús. En efecto, como para los Sinópticos, también para Juan Jesús quiso consciente y deliberadamente morir con ocasión de la pascua, y por eso aplazó repetidas veces su detención (cf sobre todo 11,54.57). El cuarto evangelio atribuye valor teológico a esta coincidencia: la muerte de Jesús no es sólo la pascua-paso de este mundo al Padre; Jesús es el verdadero cordero que muere sobre la cruz a la misma hora en que en el templo cercano se inmolan los corderos, a los que no se debí­a quebrar ningún hueso (cf Exo 12:46; Núm 9:12, con Jua 19:33-36).

En lí­nea con esta perspectiva tienen carácter pascual también las expresiones cúltico-sacramentales del evangelio de Juan. Los discursos sobre el bautismo y la eucaristí­a, como se ha visto, están relacionados con una pascua judí­a; y en una pascua brotan, del cordero pascual de la nueva alianza muerto en la cruz, sangre y agua (Jua 19:34), alusión al bautismo y a la eucaristí­a; los sacramentos cristianos, cuyo eje constituyen éstos, descienden por ví­a directa del costado del cordero pascual, que lleva a cumplimiento todos los tipos y las prefiguraciones antiguas.

Juan ilustra el significado teológico del acontecimiento salví­fico del NT con la tipologí­a de la pascua del éxodo. Todas las funciones salví­ficas y todos los bienes de salvación contenidos en el éxodo se recapitulan en la persona y en la obra de Jesús: cordero pascual que da la salvación (19,34-36), signo salví­fico alzado sobre la cruz (3,14), más grande que Moisés (1,17), mediador único (1,18), maná (6,35), agua vivificante (7,37), luz (8,12), vida, camino y verdad (14,6), él es el bien omnicomprensivo del nuevo éxodo.

Además, se reconoce el influjo del libro del Exodo sobre la estructura del cuarto evangelio. Sorprendentes paralelos con la última parte de la Sabidurí­a (10,1-19,22), particularmente respecto a la narración de los siete milagros, vistos como signos y contrapuestos a las plagas de Egipto, probarí­an que “el evangelista procede en la redacción de su evangelio de una haggadah pascual cristiana que representa la actividad taumatúrgica de Jesús según el modelo de una haggadah pascual judí­a deducida del libro de la Sabidurí­a”.

En fin, toda la escena del Apocalipsis está dominada por Cristo, el crucificado resucitado en figura de Cordero. La imagen, aun admitiendo que por el uso estereotipado haya perdido algo de su fuerza originaria, evoca inmediatamente la pascua. Los efectos de su sangre corresponden a los de la sangre de la pascua: precio del rescate, del que depende la liberación (1,5; 5,9); medio de salvación, en cuanto que purifica (7,14) y garantiza la victoria sobre el exterminador (12,11).

El mismo Cordero constituye el centro de la liturgia celeste que refleja la liturgia eucarí­stica en las comunidades protocristianas del Asia Menor. Así­ también tienen carácter destacadamente cultual los numerosos himnos que celebran el sacrificio y la victoria del Cordero (5,9-10.13; 7,10-11, etc.).

El carácter pascual del Cordero y de la liturgia lo confirma la tipologí­a del éxodo, base del Apocalipsis: los males del fin de los tiempos repiten las plagas de Egipto (8,7-8.12; 9,3; 16,3.10); la iglesia, como nuevo pueblo de las doce tribus (7,4-8), atraviesa el mar cantando el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero (15,3), y es conducida por Dios sobre alas de águila al desierto (12,14) para llegar ala Jerusalén celeste (21,1.2.9; 22,17).

Se puede concluir, pues, con N. Füglister que el NT considera la obra salví­fica de Jesús como un acontecimiento pascual; la liturgia que prolonga y actualiza este acontecimiento realizado de una vez para siempre tiene también carácter pascual; tanto el acontecimiento salví­fico como el culto cristiano que lo actualiza se explican teológicamente recurriendo a la interpretación tipológica de los acontecimientos vinculados a la pascua del éxodo “.

IV. El misterio pascual en la iglesia
1. LA CELEBRACIí“N DEL MISTERIO PASCUAL. Se tiene noticia de una celebración anual de la pascua en la iglesia, a parte del texto bastante discutido de 1Co 5:7-8, interpretado por algunos como el primer testimonio de una pascua cristiana 29, hacia la mitad del s. u con la Epistula Apostolorum. Según este escrito, en coincidencia con la celebración pascual entre los judí­os, los cristianos velan hasta el canto del gallo, ciertamente leyendo las Escrituras, entre las que debí­a de ocupar un puesto considerable Ex 12 -como se deduce de las homilí­as pascuales del s. u , y luego se hace memoria de Cristo consumiendo el agape y bebiendo el cáliz, hasta el dí­a en que Cristo volverá con sus santos (Ep. Apost. [rec. copta] 15: TU 43 [Schmidt], Leipzig 1919, 5357).

Sin embargo, como sabemos por Eusebio de Cesarea, una controversia de no leve entidad vino a turbar la celebración pascual desde sus comienzos: mientras las comunidades asiáticas, que componí­an juntas la cronologí­a sinóptica y la teologí­a de Juan, en el intento quizá de subrayar la continuidad entre la pascua antigua y la del NT, la celebraban la noche del 14 de nisán, las comunidades occidentales aguardaban para romper el ayuno a la noche del sábado posterior al plenilunio, acentuando así­ la novedad cristiana, que ve en la resurrección el momento decisivo del acontecimiento pascual. Sólo la intervención conciliadora de Ireneo, que disuadió al fogoso Ví­ctor de Roma de excomulgar a las iglesias de Asia, las cuales no se decidí­an a ajustarse a la praxis de las otras iglesias, impidió que la controversia desembocase en el primer cisma de la iglesia (Eusebio, Historia eccles. 5,23-25: GCS, Eusebius 2, 1,488-498). Tanto en un caso como en el otro, si bien con diversa acentuación, la pascua celebraba la bien-aventurada pasión de Cristo como misterio que comprende toda la historia salví­fica, misterio en el que los fieles participan con el bautismo y sobre todo con la eucaristí­a.

Se produce una evolución al comienzo del s. iii en Alejandrí­a, por obra sobre todo de Clemente Alejandrino y de Orí­genes. Este corrige la etimologí­a, habitual en aquel tiempo, que pretendí­a explicar pascua como pasión, más bien que como paso, y, reanudando la concepción propia del judaí­smo helení­stico representado por Filón, interpreta tal paso en sentido moral y espiritual. El influjo de Orí­genes será dominante a lo largo de los ss. lv y v, y determinará el desplazamiento del centro focal de la liturgia pascual de Ex 12 a Ex 14-15, de la inmolación del cordero a la travesí­a del mar de los Juncos, por lo que sacramento pascual por excelencia no será ya la eucaristí­a, sino el bautismo. Valga por todos el ejemplo de Ambrosio, quien más que ningún otro en Occidente está bajo el influjo del gran Alejandrino: “¿Qué hay más oportuno a propósito del paso del mar Rojo por parte del pueblo hebreo que hablar del bautismo?” (De sacr. 1, 4,12; CSEL 73, 20) ”
La concepción origeniana será divulgada, con alguna rectificación, en Occidente por otro estudioso de los textos originales de la Escritura: Jerónimo. Pero corresponderá a Agustí­n efectuar lo que R. Cantalamessa llama la sí­ntesis entre el alma asiática y el alma alejandrina de la pascua occidental “. Pascua es paso, pero paso del Señor, que a través de la pasión llega a la vida conduciendo hacia ella a cuantos creen en la resurrección (Tract. in ev. Ioh. 55,1: CCL 36,363-364). Se perpetúa en la iglesia a dos niveles y con dos ritmos diversos: uno anual, representado por la fiesta de pascua; el otro semanal, e incluso diario (Sermo 220 in vig. paschae: PL 38,1089), constituido por la celebración eucarí­stica. Por lo que “no debemos considerar los dí­as de la pascua tan fuera de lo ordinario que descuidemos la memoria de la pasión y de la resurrección que hacemos cuando nos alimentamos cada dí­a con su cuerpo y su sangre” (Sermo Wilmart 9,2, Morin, Misc. Aug. 1, Roma 1930, 693). Sin embargo, la participación diaria en la eucaristí­a no hace inútil la celebración anual de la pascua. En efecto, ésta “tiene el poder de evocar de nuevo ante la mente con más claridad, suscitar mayor fervor y alegrar más intensamente, por el hecho de que, retornando a distancia de un año, nos representa por así­ decir visualmente el recuerdo del acontecimiento” (ib).

Esta aclaración de Agustí­n estaba facilitada por la decisión del concilio de Nicea de distinguir netamente, incluso desde el punto de vista cronológico, la celebración de la pascua cristiana respecto de la judí­a. La liberación o independización de aquélla y la polémica antijudí­a que de ahí­ se siguió, llevaron a un desarrollo de la celebración semanal de la pascua, es decir, de la eucaristí­a, por lo que celebrar la pascua sólo una vez al año se convirtió en sinónimo de ser judí­o: “La cuaresma se hace una sola vez al año; la pascua, en cambio, tres veces por semana, alguna vez incluso cuatro veces o, más bien, cada vez que se quiere. En efecto, la pascua no consiste en el ayuno, sino en la oblación y en la inmolación que se hace en cada sinaxis… La pascua consiste en anunciar la muerte del Señor. Por eso el sacrificio que ofrecemos hoy, el realizado ayer y el que se hace cada dí­a es exactamente el mismo que aconteció aquel dí­a de la semana; en nada era aquél más santo que éste; en nada es éste menos digno que aquél, sino único e idéntico, igualmente tremendo y salví­fico”: así­ se expresa Juan Crisóstomo contra los judí­os (Adv. Iud. 3,4: PG 48, 867).

Entre tanto, sin embargo, se habí­a producido una notable expansión de la celebración pascual. La vigilia pascual de los comienzos, que se tení­a el 14 de nisán (en Asia) o el domingo siguiente (en las iglesias occidentales), precedida de uno o pocos dí­as de ayuno, se dilata en cincuenta dí­as vividos como un único dí­a de alegrí­a pascual (cf Tertuliano, De orat. 23,2: CCL 1,267). De la vigilia se va hacia el triduo pascual (viernes, sábado, domingo), interpretado como memoria de la muerte, sepultura y resurrección (cf Orí­genes, In exod. hom. 5,2: GCS, Orí­genes 6,186) o como recapitulación de la semana de la creación: creación del hombre, descanso de Dios, inauguración del tiempo definitivo (cf Ps.-Crisóstomo, Hora. in sana. pascha 7,4: SC 48,115). El ayuno se extiende hacia atrás por un tiempo de cuarenta dí­as, y a la pentekosté corresponde así­ la tessarakosté o cuaresma, de la que se tienen los primeros testimonios seguros en Atanasio, en la carta festiva del 334 (Ep. fest. 6, 13: PG 26,1389B), consagrada sobre todo al retiro bautismal de los catecúmenos. Dentro de la cincuentena se destacan durante el s. iv el dí­a quincuagésimo y el cuadragésimo, consagrados respectivamente a la venida del Espí­ritu Santo y a la ascensión. Y en el siglo siguiente, junto a la octava de semanas que constituyen pentecostés y dentro de ellas, surge una octava simple de pascua, durante la cual los obispos completan la mistagogia de los neófitos.

Las causas principales de esta dilatación parecen haber sido la atención creciente a la humanidad de Jesús, lugar de la revelación y de la realización del designio salví­fico, que llevó a la creación de suntuosas basí­licas en los lugares en que se habí­an desarrollado los diferentes episodios de la vida de Jesús, a la celebración historizada de tales episodios (cf Egeria, Itinerarium 35-42: CCL 175,78-85) y a la multiplicación de las peregrinaciones a tierra santa, que tuvo como consecuencia la difusión de la exuberante liturgia jerosolimitana por las diferentes regiones de la cristiandad; la polémica antiarriana, que llevaba a subrayar la consustancialidad del Verbo (institutición de las fiestas de navidad y de epifaní­a, cuyo objeto fue sustraí­do a la celebración pascual, y atención a la resurrección mientras que se difumina la pasión); y, quizá también, el deseo de penetrar en los diversos aspectos del misterio de Cristo, cuya riqueza era difí­cil captar en una única celebración. El resultado de este proceso de historización y de la consiguiente expansión de la celebración pascual fue la fragmentación del misterio de Cristo en momentos y fiestas diversas, considerados como episodios y momentos autónomos del único misterio. De todos modos, esto sucederá fuera de la época patrí­stica, que, en su conjunto, no pierde casi nunca de vista la unidad del misterio y mantiene el equilibrio entre los distintos elementos.

En todo caso, todo esto repercutió en la pérdida de intensidad de la vigilia y en la fragmentación del misterio pascual en menor medida que el nacimiento de un segundo triduo que partí­a en dos vertientes la pascua cristiana: la vertiente de la pasión (jueves, viernes y sábado) y la vertiente de la resurrección (domingo, lunes y martes in albis). Al triduo de la pasión se contrapone el triduo de la resurrección.

El jueves, antes considerado dí­a conclusivo de la cuaresma y solemnizado en muchas iglesias incluso con una triple celebración (reconciliación de los penitentes, misa crismal y conmemoración de la institución de la eucaristí­a como rito memorial de la pascua histórica), se incluye en el triduo sacro, quitando de él el domingo. En el Misal de Pí­o V la separación será tan neta que entre la celebración de la vigilia anticipada a la mañana del sábado (de la vigilia ha desaparecido hasta el nombre) y la misa in dominica resurrectionis se inserta todo el ordo missae.

No quedaba sino añadir una vigilia con ayuno y una octava a pentecostés (ss. vt-vil) y, en fin, los dí­as penitenciales de las rogaciones (s. vui) para vaciar por completo el misterio pascual.

Corresponderá al movimiento litúrgico que desembocará en el Vat. II recomponer la unidad del misterio pascual, afirmando que “en cada circunstancia del ciclo anual es el misterio de salvación en su integridad el que se encuentra ante los ojos de la iglesia y de cada cristiano””.

Pí­o XII iniciará la restauración del triduo pascual trasladando a la noche la vigilia, y a una hora que corresponde a la verdad histórica las celebraciones del jueves y viernes santo, y tratando de poner orden entre los diferentes elementos.

Pero será la renovación litúrgica del Vat. II la que llevará a término la reforma poniendo el triduo pascual, que culmina en la vigilia nocturna, “madre de todas las vigilias”, como vértice de todo el año litúrgico (Normas universales sobre el año litúrgico y sobre el calendario 21), reconstituyendo la unidad de la sagrada cincuentena, considerada como un gran domingo (ib, 22), poniendo orden en la estructura y entre los diferentes elementos rituales y eucológicos de la celebración y de los domingos del tiempo pascual, y sobre todo ofreciendo, aunque no siempre con la necesaria coherencia, los motivos teológicos (cf la idea de incluir en el triduo la misa vespertina del jueves santo; la conservación de las especies eucarí­sticas y la consiguiente adoración, si bien privada, durante el viernes, dí­a en que la iglesia se ha visto privada de su esposo; el mantenimiento de la comunión en este dí­a rigurosamente alitúrgico, contrariamente a la antigua tradición romana y a la praxis universalmente existente en Oriente; la supresión de la venerable lectura de Ex 12 de la vigilia pascual). El triduo pascual, con la vigilia en la que la iglesia espera velando el paso liberador del Señor resucitado que en el sacramento anticipa su advenimiento, vuelve a obtener así­ en el año litúrgico el puesto que ocupa el domingo en la semana, y el tiempo pascual vuelve a ser el laetissimum spatium del tiempo de Tertuliano (De oral. 23,2: CCL 1,272; De bapt. 19,2: ib, 294).

La reforma litúrgica del Vat. II irá todaví­a más lejos, afirmando que no sólo en el domingo y en las diversas celebraciones del misterio de Cristo, sino también en las memorias de los santos e incluso en la liturgia de las Horas, en no menor medida que en los sacramentos que tienen su centro en el bautismo y en la eucaristí­a, se celebra en su unidad y globalidad el misterio pascual (OGLH 13). En efecto, la liturgia de las Horas extiende a las diversas horas del dí­a las prerrogativas del misterio eucarí­stico, centro y cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana: la alabanza y la acción de gracias, la memoria de los misterios de la salvación, las súplicas y la pregustación de la gloria celeste (OGLH 12).

2. LA COMUNIDAD CELEBRANTE. La comunidad que celebra el misterio pascual cristiano, como la del AT, se presenta bajo un doble aspecto. Es ante todo la pequeña comunidad convival ligada a un lugar: en el cristianismo de los orí­genes se celebraba la cena “partiendo el pan en las casas” (kat oikon), y en las casa se anunciaba el alegre mensaje de la salvación pascual en forma de haggadah (la misma locución se encuentra en Heb 2:46; Heb 5:42, y Exo 12:3). Y la LG 25, desarrollando lo que ya habí­a afirmado la SC 42, explica que las iglesias locales en las que se celebra la eucaristí­a, aunque sean pequeñas, pobres y estén dispersas, son como una concentración y una epifaní­a de la iglesia, una, santa, católica y apostólica. En efecto, el culto celebrado en ellas atañe al mismo tiempo a toda la iglesia, que precisamente a través del acontecimiento pascual celebrado en la liturgia se ha convertido en el nuevo Israel, y por la celebración es continuamente rejuvenecida, renovada y edificada en templo santo del Señor (cf SC 2). Como explica la misma constitución litúrgica, las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de toda la iglesia, que es sacramento de unidad, es decir, pueblo santo reunido y ordenado bajo la guí­a de los obispos. Por eso tales acciones pertenecen a todo el cuerpo de la iglesia, lo manifiestan y lo implican (SC 26). Razón por la cual, permaneciendo firme la naturaleza pública y social de cualquier celebración litúrgica, siempre es de preferir la celebración comunitaria, sobre todo por lo que se refiere a la eucaristí­a y a los demás sacramentos (SC 27). Particularmente, la eucaristí­a, en cuanto centro de toda la vida de la iglesia local y universal (OGMR 1), congrega a todo el pueblo de Dios en torno al sacerdote que preside la celebración del memorial de la pascua como representante de Cristo (OGMR 7) “.

Como en el AT la celebración de la pascua era privilegio y deber de todo circunciso, así­ la plena, consciente y activa participación en las acciones litúrgicas es requerida por la naturaleza misma de la celebración litúrgica, asamblea en cuyo centro, como muestra el Apocalipsis, está el Cordero, Cristo crucificado y resucitado, objeto de la contemplación, de la alabanza, de la acción de gracias y de la súplica al Padre; y en virtud del bautismo es derecho y deber, con modalidades diferenciadas (SC 26b-28), de todo miembro del pueblo cristiano, estirpe elegida, sacerdocio regio, pueblo rescatado (SC 14).

Sin embargo, también en el cristiano, para celebrar la pascua, se requiere, como afirma el NT y la tradición eclesial (1Co 11:28; Didajé 14,1), una purificación previa de los pecados, purificación y reconciliación que se obtiene en virtud de la pascua misma celebrada en la eucaristí­a, que presenta a Dios el memorial del único y perfecto sacrificio de Cristo'”.

3. EL -> MEMORIAL DE LA PASCUA. La celebración del misterio pascual ha tomado de la pascua antigua la estructura memorial. La obra de redención y santificación realizada por Dios en Cristo ha traí­do una condición perenne de salvación y una perfección de culto que sigue estando presente en la iglesia y en los fieles. Pero ésta debe ser actualizada continuamente para no ser olvidada y volverse ineficaz. Esto sucede en cada celebración litúrgica, que, como la celebración de la eucaristí­a, es esencialmente una anamnesis de la pascua (Luc 22:19; 1Co 11:24-25). Se trata ciertamente de un memorial subjetivo, en cuanto que los fieles, anunciando la muerte del Señor (1Co 11:26), hacen presente de nuevo el paso histórico de Cristo de este mundo al Padre “haciendo el bien y sanando a los posesos del demonio” (Heb 10:38), y se consolidan en la fe, esperanza y caridad. Pero el memorial es sobre todo objetivo: la celebración se realiza porque el Padre se acuerda de Cristo y de los cristianos. Y él, acordándose, se hace presente, actualiza, aplica y continúa en el cuerpo la obra realizada en Cristo cabeza.

Esto sucede en la celebración eucarí­stica, en la que, a través de los sí­mbolos del pan y del vino convivales, el creyente entra en comunión con el Cordero inmolado y glorificado, y mediante su sangre es insertado cada vez de nuevo en la nueva y eterna alianza concluida y sellada en el acontecimiento irrepetible de su muerte y resurrección; pero también en el baño bautismal, prefigurado, según la Escritura y la liturgia, en el paso de los padres a través del mar, y que, según Rom 6:3-5 y Col 2:12, sume al creyente en la muerte y resurrección de Cristo; en la confirmación, que mediante la unción y la imposición de manos lo hace partí­cipe del Espí­ritu septiforme que consagró a Cristo para el anuncio de la salvación y para el sacrificio, y que fue comunicado por él a su iglesia el dí­a de pentecostés como fruto y realizador de la pascua; en el sacramento de la reconciliación y de la unción, que en virtud del mismo Espí­ritu creador y renovador permiten al creyente participar en la victoria pascual de Cristo sobre el pecado, sobre sus consecuencias y manifestaciones; en el sacramento del orden, en el que el Espí­ritu Santo de la pascua sigue y seguirá consagrando a un bautizado para el servicio del pueblo de Dios como signo visible de Cristo pastor, que ha dado la vida por su rebaño; y en el sacramento del matrimonio, por el que el amor de un hombre y una mujer creyentes se hace signo visible de la alianza nupcial entre Cristo y la iglesia estipulada con la sangre del Cordero. En las fiestas del año litúrgico, que bajo perspectivas y puntos de vista diversos hacen de nuevo presente el misterio pascual en su totalidad, y en la liturgia de las Horas -en la que el pueblo sacerdotal se une y se hace voz del sumo sacerdote, el cual “en los dí­as de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podí­a salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado, y con la oblación perfecta del ara de la cruz…; y después de resucitar de entre los muertos vive para siempre y ruega por nosotros” (OGLH 4), y la iglesia, unida a Cristo, su esposo, canta las alabanzas de Dios (OGLH 15)- es siempre el memorial de la pascua el que se lleva a efecto en la iglesia.

Al memorial, en su doble aspecto subjetivo y objetivo, se ordena la liturgia de la palabra (lecturas bí­blicas y homilí­a en la celebración de la eucaristí­a, de los sacramentos y de la liturgia de las Horas), cuya función no es sólo recordar a los fieles lo que Dios realizó por ellos en el pasado e instruirlos sobre las consecuencias que de la intervención divina derivan para sus existencias, sino sobre todo proclamar lo que Dios realiza en el hoy por los suyos que lo esperan. En la liturgia de la palabra Dios, que ha hablado muchas veces a los padres por medio de los profetas y en Cristo muerto y resucitado ha pronunciado su palabra definitiva, habla a su pueblo y manifiesta el misterio de la redención y de la salvación pascual, ofreciéndole el alimento espiritual, o sea, la palabra que es espí­ritu y vida (OGMR 33); y Cristo, el crucificado resucitado, presente en su palabra, anuncia el evangelio (OGMR 9), es decir, proclama el alegre anuncio de lo que, sobre la base de la historia salví­fica pasada, realiza él aquí­ y ahora por el sacramento en la iglesia reunida en su nombre.
Y del memorial brotan la alabanza y la acción de gracias rebosante de alegrí­a por las maravillas realizadas por él en el misterio pascual (MR, pref. domin. I), y la súplica confiada en que Dios querrá llevar a cumplimiento en favor de todo el cuerpo cuanto ha obrado ya en la cabeza, para que el cuerpo se convierta en Cristo en un sacrificio perenne grato al Padre (pleg. euc. III), a fin de que los hijos de Dios dispersos por doquier obtengan con Cristo ascendido al cielo la herencia eterna de su reino, donde con todas las criaturas, libres ya de la corrupción del pecado y de la muerte, canten su gloria (pleg. euc. IV), y los hombres de toda estirpe y de toda lengua se reunan en el convite de la unidad perfecta en el mundo nuevo donde reina la plenitud de la paz (pleg. euc. de la reconc. II).

Por tanto, como la pascua judí­a, también la liturgia cristiana, que se funda en ella y la prolonga, es tridimensional: memorial de una acción salví­fica pasada que se realizó de una vez para siempre; actualización de la salvación obrada por aquélla; visión anticipadora de su posesión plena, que todaví­a debe venir.

Como la celebración pascual del AT, también la cristiana fue instituida y celebrada por primera vez la noche anterior al acontecimiento pascual y con vistas a él, para permanecer vinculada con él por siempre. Pero como en el judaí­smo, al memorial de la pascua se han superpuesto otros acontecimientos de la historia salví­fica, interpretados como momentos de la pascua que abarca toda la historia de la salvación. Según los padres, la pascua de Cristo, que aconteció el 25 de marzo con ocasión del equinoccio y del plenilunio de primavera, resume incluso cronológicamente la creación del mundo y del hombre y la encarnación del Verbo (cf Ps.-Cipriano, De paschae comput.: PL 4,964; Agustí­n, De Trin. 4,5: PL 42,894). Y ya en el NT la pascua se convierte en clave de lectura de los acontecimientos de la historia de la iglesia, entendidos también como acontecimientos pascuales. Así­, la narración de la liberación prodigiosa de Pedro en los dí­as de los ácimos (Heb 12:3-4) es rica en alusiones pascuales. Más aún, según la Epistula Apostolorum 15 (TU 43, 53-57), el apóstol se ve liberado de la prisión para poder tomar parte junto con los otros apóstoles en la celebración nocturna de la pascua. Por eso, junto a la pascua -como demuestra la liturgia de la palabra de la vigilia pascual, con las lecturas que narran toda la historia salví­fica desde la creación hasta la pascua del éxodo y hasta la muerte y resurrección de Cristo, que en el bautismo y en la eucaristí­a se realizan para el cristiano; como demuestran las diversas anáforas eucarí­sticas de las diferentes iglesias y las grandes plegarias que recogen su estructura (consagración del crisma y bendición de los óleos santos, bendición del agua bautismal, ordenaciones, bendición nupcial y de las ví­rgenes, dedicación de la iglesia y del altar, etc.)-, se han acogido en el memorial litúrgico otros acontecimientos salví­ficos: los diferentes misterios de Cristo, las acciones divinas en el AT e incluso el sacrificio de los mártires y el testimonio de los santos.

Del mismo modo, también la salvación futura en el cristianismo se concibe como acontecimiento pascual. Según Lactancio, la pascua se celebra velando por razón de la parusí­a de nuestro rey y Dios; en efecto, en una noche pascual obtendrá él la soberaní­a sobre el mundo (Div. inst. 7, 19,3: CSEL 19,645). También Jerónimo relaciona el uso de las iglesias de no despedir a la multitud antes de medianoche en la vigilia pascual con la creencia rabí­nica de que Cristo vendrá a medianoche, como el Señor “pasó de largo” en Egipto (Hom. in Matth. 25,6: PL 26,184); y en el Exsultet de la vigilia la iglesia ruega que Cristo, estrella de la mañana, en su venida gloriosa encuentre encendido el cirio que ilumina la noche pascual.

Por lo demás, ya para el NT Jesús fue inmolado en una pascua como cordero y quedó constituido Mesí­as; sin embargo, el cumplimiento escatológico está en espera de la plenificación final. También él se llevará a cabo en analogí­a con el esquema de la pascua del éxodo: después de los dolores del parto, descritos en conexión con los sufrimientos y las plagas de Egipto (Apo 16:1ss; Luc 21:9ss), comparecerá el Mesí­as, sea como Logos que juzga (cf Sab 18:15-16, en conexión con Apo 19:13-16), sea en la persona del esposo (cf Mat 25:1-13; Apo 22:17), para juzgar a los impí­os al modo de los egipcios y conducir a la fiesta, en la mitad de la noche (Mat 25:6, leí­do a la luz de Exo 12:29), a los suyos, que esperan y velan con las cinturas ceñidas (Luc 22:35, leí­do a la luz de Exo 12:11; cf 1Pe 1:13; Efe 6:14).

La esperanza del futuro tiene su ámbito vital en la celebración litúrgica, y sobre todo en el convite pascual, en que se anuncia la muerte del Señor hasta que venga (1Co 11:26), se implora insistentemente esta venida (1Co 16:26; Apo 22:17-20) y a la vez se anticipa y se pregusta.

4. MISTERIO PASCUAL Y EXISTENCIA CRISTIANA. El NT funda la vocación cristiana, que es llamada al culto sacrificial pneumático a Dios (Rom 12:1; 1Pe 2:5), en el acontecimiento pascual en que participan los creyentes merced a la liturgia. Ellos se han acercado “a la montaña de Sión, a la ciudad del Dios viviente, la Jerusalén celeste, a mirí­adas de ángeles, a la asamblea festiva” (Heb 12:22-23) gracias al sacrificio de Cristo y a su sangre, que purifica la conciencia de las obras muertas para servir al Dios viviente (Heb 9:14). El sacerdocio universal de los fieles deriva de la acción salví­fica de Cristo, cordero que los ha rescatado con su sangre (1Pe 2:5.9; Apo 1:6; Apo 5:9). Así­ como en el AT el fin de toda la obra salví­fica fue desde el comienzo el servicio cultual, y la sangre del cordero mezclada, según los rabinos, con la de la circuncisión, además de valor apotropaico, tuvo valor de expiación y de consagración, así­ toda la moral y espiritualidad cristiana resultan estar fundadas en el misterio pascual. Según el NT y según la mistagogí­a de los padres, consiste en realizar en la vida diaria la muerte y resurrección de Cristo, que se ha realizado en ellos sacramentalmente en la inmersión y emersión bautismal, y de la que ellos se alimentan en el convite pascual renunciando cada dí­a al pecado para vivir en novedad y libertad (Rom 6:3-11); haciendo morir en sí­ mismos cuanto pertenece todaví­a al mundo cerrado e inclinado sobre sí­ mismo y sobre el propio pasado (fornicación, falsedad, apetito desordenado, idolatrí­a, ira, malignidad) y buscando las cosas de arriba (Col 3:1-9), los cielos nuevos y la tierra nueva que Dios prepara para ellos, no sin ellos (2Pe 3:13; Apo 21:1); renovándose continuamente en la justicia yen la santidad; revistiéndose de los sentimientos de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia: los sentimientos del hombre nuevo, Cristo, a cuya imagen deben configurarse cada vez más (Efe 4:24; Col 3:10-12); guardando celosamente la libertad con que él los ha hecho libres (Gál 5:1).

La vida cristiana aparece así­ marcada por el ya y todaví­a no, que caracteriza el acontecimiento de la salvación pascual y su celebración en la liturgia, por lo que se la puede definir como una liturgia pascual celebrada en la existencia: mantener despierta la memoria de Cristo, que padeció por ellos dejándoles un ejemplo para que caminen en pos de él (1Pe 2:21); y, por tanto, desembarazarse de la vieja levadura de la malicia y de la perversidad (1Co 5:6), vivir como forasteros y peregrinos (1Pe 2:11), en vela para captar los signos del paso liberador de Dios, con las lámparas encendidas y prontos a acoger a Cristo, que viene como juez, esposo y salvador (Luc 12:35 y par.) y a dar a quien la pida razón de la esperanza que hay en ellos (1Pe 3:15), cantando las obras maravillosas de aquel que los ha llamado de las tinieblas a su luz admirable (1Pe 2:9).

Así­ se puede decir que la existencia cristiana consiste en realizar en la vida el misterio celebrado en los sacramentos (colecta del viernes de la octava de pascua), en hacer pasar a la vida lo que se ha recibido por la fe (colecta del lunes de la octava de pascua) a la espera de que se cumpla la bienaventurada esperanza y venga el salvador Jesucristo.

[-> Misterio; -> Memorial].

P. Sorci

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D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

SUMARIO:
I. Dolor y muerte:
1. El problema del dolor humano;
2. La muerte que redime todo dolor;
3. El autotestimomo de la fe en la cruz. (W. Kern).
II. Resurrección:
1. La afirmación;
2. Los orí­genes de la fe pascual;
3. La revelación pascual;
4. Justificación de la fe pascual.

(G. O’Collins).

I. Dolor y muerte
Aunque los dos términos “dolor y muerte” se podrí­an entender y tratar como simple progresión de una misma cosa, aquí­ hay que oponer ambos conceptos, o mejor realidades, en contrapunto, como dolor de los hombres y muerte de Jesús. El dolor humano es la pregunta; la respuesta será la muerte del hombre crucificado e hijo de Dios.
I. EL PROBLEMA DEL DOLOR HUMANO. a) El dolor como hecho. Que existe un inmenso dolor y males sin cuento en el mundo es algo tan manifiesto que casi está de más hablar de ello. El amor entre dos seres humanos puede convertirse en aversión y odio capaces de conducir al homicidio o al asesinato. Entre pueblos enteros, a consecuencia de desavenencias largo tiempo reprimidas, se producen enemistades que desencadenan guerras devastadoras. Muchos hombres inocentes, como la mujer que en un bombardeo nocturno pierde a sus hijos, se hacen la pregunta de Job: “¿Por qué?” Particularmente subleva el dolor inmerecido, y por tanto injustificado, de niños atormentados hasta la tortura; sufrimiento calificado de “mal absoluto” (cf. la discusión entre M. Choche en L’homme et son prochain, Parí­s 1956, 145-148, y F. Heidsieck en “Revue de l’enseignement philos.” 9 [1958] 2-7). Esto puso en labios de Dostoievski, en Los hermanos Karamazov, un grito de protesta contra el mundo y su creador: “¿Qué puede reparar aquí­ el infierno, cuando ya el niño es atormentado hasta morir?… Por eso me apresuro a retrasar mi billete de entrada (en el mundo)”. Camus lo hací­a suyo: “Hasta la muerte me negaré a amar una creación en la que los niños son martirizados” (La peste). Piensa él que “el sufrimiento de los niños le impide creer a cualquiera”:(El hombre en rebeldí­a).
b) Del problema de la teodicea al “ateí­smo preocupado”. El problema del mal en él mundo lo situó Pierre Bayle (Dictionnaire, 1695-1697) en la moderna encrucijada de los dos supuestos en que se basa: la antigua convicción de que el mundo está gobernado por un Dios omnipotente, omnisciente y absolutamente bueno, y la nueva pretensión de la razón humana de juzgar crí­ticamente sus resultados. Leibniz, en 1710, resumió la dificuitad así­ indicada en la fórmula reivindicativa “Teodicea”, justificación de Dios (cf Rom 3,4s, y Sal 51,6). Su intento se convirtió en el modelo del optimismo filosófico: el Dios perfecto sólo pudo crear un mundo perfecto; a.pesar del “mal metafisico”, inherente a la finitud del inundó, que es la raí­z del mal fí­sico y moral, considerado en conjunto, es el mejor de los mundos posibles; aunque no entendamos el cómo, es seguro a priori que es así­. La época siguiente produjo una inundación de apologí­as que, tanto en el libro de la naturaleza como incluso en la producción alpina de leche y queso (A. Kyburtz, 1753), únicamente descubrí­an posibles huellas de la sabidurí­a de Dios creador. (“Teodicea” fue más tarde el tí­tulo del tratado escolástico sobre la doctrina filosófica de Dios). El cambio de la mentalidad optimista al pesimismo lo marcó el gran terremoto de Lisboa (Voltairé escribió el Poéme sur le désastre de Lisbonne, 1756, y la sátira Candide ou l’óptimisme, 1761). Según Hume (Dialogues concerning Natural Religión, 1779,-cc. 10-I1), el curso del mundo no ofrece ningún punto de apoyo para concluir la existencia de un Dios al que le importarí­an algo la suerte o la desdicha de sus criaturas. Schopenhauer (Die Welt als Wille und Vorstellung, §§ 57-59, y complementos, § 46) es el polo opuesto de Leibniz: en todos los rincones y esquinas, fracasos; este mundo es el peor posible, y sólo podrí­a surgir una ciega irracionalidad. E.v. Hartmann (Zur Geschichte und Begründung des Pesimismus, 1880, 67) atenúa algo este pesimismo radical y afirma “el signo negativo del balance del placer en el mundo”; la inexistencia del mundo es preferible a su existencia. J,P. Sartre y A. Camus intentan compaginar el nihilismo de sus pesimistas teorí­as, inauguradas optimistamente por Nietzsche; con una vida a pesar de todo digna de vivirse en la práctica. El fracaso de los intentos de la teodicea, registrado a partir de Lisboa; va generalmente de la mano del agnosticismo o del ateí­smo explí­cito. Precisamente cuando éste no se muestra militante ni con pretensiones pseudocientí­ficas como el virulento “materialismo dialéctico” hasta hace poco, sino que como “ateí­smo preocupado” (K. Rahner), sólo decepcionado y resignado, invoca la variopinta experiencia del dolor humano, resulta, según se verá, teóricamente irrefutable. Ya en el siglo pasado la figura del joven poeta Georg Büchner, en el drama Dantons Tod III, 4, llamaba al dolor humano la “roca del ateí­smo”.

c) ¿Monismo? ¿Dualismo?Tampoco ninguna de estas dos visiones del mundo solucionan el problema, por decirlo así­, con un golpe de mano ontológico. Miradas de cerca, resultan ser siempre variantes del optimismo y del pesimismo. Kant, que, según Goethe, “mancilló su manto de filósofo” de la manera más incongruente, se atuvo todaví­a a la doctrina del “mal radical” de la naturaleza humana imposible de desarraigar. En cambio, el idealismo alemán mediatizó moní­sticamente todo lo negativo en primer lugar el pecado original del hombre, y lo absorbió en el necesario proceso evolutivo juntamente de Dios, el mundo y el hombre: significa y realiza la apertura a la conciencia de sí­, la configuración del mundo y el progreso cultural. De la manera más impresionante ha expuesto Hegel en detalle cómo el espí­ritu se manifiesta como una necesidad esencial, alienándose en lo otro más distante de sí­ mismo: en el mundo material, en la conciencia finita de un individuo particular (Jesús de Nazaret) y en una muerte infamante (en la cruz del Gólgota), para, precisamente así­, en la comunidad universal del espí­ritu, que representan los filósofos, llegar a la realidad consciente de sí­. El mal no es más que un momento del gran todo, que es absorbido, y por tanto se desvanece. Cura las heridas que hace, como la lanza del Grial.

El dualismo, que aparece ante todo en la historia de las religiones, está, al menos en apariencia, más cerca de la realidad y tiene más fuerza persuasoria. Donde más intensamente se expresa es en el mazdeí­smo y en el parsismo, que arrancan. en Zaratustra (hacia el 600 a.C.): de los espí­ritus mellizos nacidos dei dios originario Ahura Mazda, el uno se decidió por el bien, la verdad, la claridad, y el otro por la fuerza contraria del mal, etcétera, y también cada hombre ha de hacer lo mismo; pero al final del mundo Ahura Mazda establecerá su reino sempiterno para los buenos (y, en consecuencia, el pesimismo es, al fin, positivamente eliminado). Sin embargo, una concepción posterior contrapone Ahriman, el señor de las tinieblas, como igualmente increado y originario, al señor del reino de la luz.

Para el maniqueí­smo (desde el siglo III d.C.), el tipo de gnosis dualista radical, mundo y hombre como mezcla anormal del espí­ritu divino bueno y de la materia corporal mala, se encuentran en estado absolutamente malo mientras estos principios no vuelvan a separarse. El orfismo y los pitagóricos, así­ como también los platonismos, que interpretaron unilateralmente a su maestro, se adelantaron.
Se encuentran reminiscencias, por ejemplo, en el teósofo alemán Jakob Bdhme (hacia el 1600) y en el Schelling tardí­o, que admiten una división originaria en el Dios único entre el principio luminoso y bueno del amor y .el tenebroso y malo de la ira. El dualismo quiere librar al Dios bueno (aspecto divino) de la responsabilidad del mal y de su permisión, que parece cruel, dividiendo el poder divino. Que una supresión -y por tanto eliminación- de la omnipotencia es lo que menos desacredita a Dios, es una opinión ampliamente difundida hoy también entre ciertos teólogos.

d) Intenta de cuestionar el nihilismo. Precisamente la posición que sostiene de la manera más general y sistemática la negación de todo lo positivo en el mundo, la presencia de sentido y razón puede, según parece, ofrecer una indicación más. “Nihilismo” era a finales del siglo XVIII en Alemania una designación bastante frecuente de corrientes intelectuales consideradas destructivas; por la misma época apareció en Francia la palabra “nihiliste” para indicar “al que no cree en nada, al que no se interesa por nada” (cf L.S. MEREIER, Neologie ou vocabulaire de mots nouveaux, 1801). F.W. Jacobi, en 1798, designa como nihilismo un idealismo que sucumbe al peligro de separar la revelación cristiana de su origen, el Jesús terreno. Este empleo de la palabra estaba objetivamente cerca, aunque Jacobi lo ignoraba, de “nichilianista”, término con el que en el latí­n medieval se designaba a teólogos que tení­an en poco a la naturaleza de Cristo, e incluso en nada, porque no poseí­a independencia propia.

También se defendió la teorí­a de que el cristianismo, con su doctrina de la creación del mundo “ex nihilo”, fue el primero en preparar el nihilismo, y que a la “creatio” corresponde el concepto opuesto de la “annihilatio” posible para Dios “potentia absoluta”. El significado hoy radicalmente negativo lo tiene el concepto nihilismo, ante todo en Nietzsche y Heidegger; sin embargo, ambos lo contemplan como un estadio transitorio -necesario- hacia una visión y una valoración nueva y positiva del hombre y del mundo.

Comenzamos la discusión del nihilismo con la reflexión, a primera vista trivial, de que “la nada” sólo se puede describir como lo que no es de ningún modo. La necesidad de expresarse y de pensar así­ parece darse en todos los términos y conceptos, también en los más especí­ficamente negativos. Ya la forma lingüí­stica de muchas experiencias negativas hace referencia a lo positivo que le sirve de base: des-orden, in-oportuno, di-sonancia…; también la queja resignada a menudo escuchada de que todo es absurdo sólo puede entenderse desde una precomprensión de “sentido”. Los conceptos negativos, o como dice la lógica formal privativos (como ceguera, idiotez), sólo se pueden pensar en relación con lo que mediante ellos se niega total o parcialmente (p. ej., la vista, la inteligencia); son anticonceptos secundarios. No sólo se trata de hábitos de hablar o de pensar que hay que explicar psicológicamente, sino de la situación objetiva, de la lógica de la realidad. Tomás de Aquino (De pot:, 7,5; S.Th. II-II, q. 122, ad 1) dice no sólo que la “comprensión de la negación se basa siempre en afirmaciones”, sino además: “La afirmación por su naturaleza es anterior a la negación”. Y ya Aristóteles (cf Analytica post. I, 25; 86b, 34-46; Eth. Nic. III, 7;111,3b-8) resumí­a ambas cosas así­: “Por la afirmación se conoce la negación, y la afirmación es anterior, lo mismo que el ser es antes que el no ser”. Y lapidariamente afirma el mismo Aristóteles: “Mas donde está el no, está también el sí­”.

Un ejemplo lo explica claramente: ¿Qué se supone en la realidad misma, en la constitución y función real del cuerpo humano, para que podamos padecer la enfermedad? Estar enfermo es un hecho anormal, una manifestación de deficiencia, de carencia, de excrecencia; se sitúa con causas y efectos por debajo o también por encima de un estado normal, al que llamamos salud (p.ej., la temperatura del cuerpo por encima o por debajo de 36-37 grados). Sólo cuando se aparta del estado normal, la enfermedad es duradera, dolorosa, molesta, destructora; pues, ¿qué es lo que perturba o destruye? Sólo por eso existe la enfermedad. Es posible que alguien esté siempre enfermo desde su nacimiento; pero aun entonces está enfermo sólo porque de suyo, por la organización de la naturaleza que está en la base de su estado defectuoso, deberí­a y podrí­a estar sano. Sin esta disposición fundamental para la salud y la exigencia en ella fundada, serí­a imposible no sólo hablar y pensar en la enfermedad, sino que lo serí­a en realidad innatura rerum.

En la misma dirección apuntan ciertos experimentos lí­mites imaginables, que aquí­ no podemos exponer en detalle. El supuesto del absurdo absoluto del mundo es él mismo absurdo; si todo fuera absurdo, no lo serí­a nada. ¿Por qué -si es que existe un porqué- llegan los hombres a preferir la muerte a la vida? ¿Por qué la vida no ha satisfecho las esperanzas que en ella habí­an puesto? ¿Por qué anhelaban y buscaban mucha, demasiada vida? ¿Por qué somos envidiosos y celosos, resentidos sobre cualquier cosa respecto a alguien? ¿Acaso porque nuestra naturaleza tiende a adueñarse de todo sin limitaciones?

Como resultado de estas reflexiones digamos: en la experiencia de lo absurdo hay una exigencia siempre más profunda de sentido. Esta no garantiza sin más la realidad del cumplimiento de sentido, pero sí­ su posibilidad intrí­nseca y real. Por tanto, el cumplimiento de la exigencia de sentido no debe ser incondicionalmente real o hacerse alguna vez real; sin embargo, la exigencia misma de sentido es absolutamente real. Es una exigencia real de un posible sentido. Quiere esto decir que el nihilismo más radical no tiene nunca la última palabra; se puede y se debe ir más allá de él, detrás de él.

Este resultado lo confirma A. Camus (1913-1960), el cual es considerado como el pensador existencialista del absurdo: “No existe un nihilismo total. Apenas se dice que algo es absurdo, se expone algo que tiene sentido: Rechazar todo sentido del mundo significa suprimir todo juicio de valor. Pero la vida es en sí­ juicio de valor…” (L’eté, Parí­s 1954, 134). “No es posible eliminar absolutamente los juicios de valor. ¡Con ello se niega el absurdo?” Y: “Es imposible que el hombre se desespere totalmente” (Diario, enero de 1942, marzo de 1951). Podrí­an multiplicarse los testimonios literarios, filosóficos y teológicos de este tipo.

e) No hay solución teórica al problema de la teodicea. El intento de superar el nihilismo radical como instancia última de interpretación de la existencia humana puede que sea lógicamente irreprochable; que tenga gran importancia existencial para el hombre ante el destino de dolor del mundo y de la propia vida, ciertamente hay que ponerlo en duda. Pero análogo escepticismo parece que conviene ante la respuesta de la tradición-cristiana, seguramente mucho más positiva.

Estas posiciones, que san Agustí­n fijó en el siglo v, siguen teniendo validez:
– El mal, por su estructura, es sólo una carencia secundaria, un defecto, “privatio boni”.

– Hay que distinguir del mal fí­sico (como la enfermedad y el error) el mal moral, el mal propiamente dicho (violencia, mentira…). Las catástrofes naturales, por estimular la inventiva, pueden ser un trampolí­n de la evolución cultural (¿pero justifica el sufrimiento la muerte de sus ví­ctimas?)
– Dios no puede querer el mal en sí­; eso repugnarí­a a su santidad, únicamente puede permitirlo, en el sentido de no querer impedirlo. (La permisión, a pesar de muchas contradicciones, es un concepto auxiliar irrenunciable):
– Mas ¿por qué? También la mera permisión debe tener un fundamento; y la razón de ello, basada en la providencia de Dios, es el bien mayor indirectamente ligado al mal.

Con esto llegamos al punto esencial de la dificultad. El abuso más inhumano de la libertad humana, por la forma y el grado, le da a la pregunta del porqué su incisividad última. A menudo se responde que Dios respeta justamente la libertad del hombre de decidirse por el bien o por el mal. Y por eso el mundo está así­. Pero el Dios que ha creado con su omnipotencia y sabidurí­a infinitas el mundo por un amor excesivo, ¿no pudo disponer de otra forma y mejor su curso, y no puede guiar los corazones de los hombres de modo que, sin perjuicio de su libertad, e incluso con libertad mayor, tiendan al bien y únicamente a él? ¿Por qué entonces existe el mal? ¿Por qué lo permite Dios? Se puede comprender entonces, quizá, que haya teólogos que prefieran entender a Dios limitado en su potencia en vez de como “padre” en apariencia malévolo o que mira con indiferencia el dolor de sus hijos. No es que no quiera impedir el mal; es que no podrí­a. Pero también esta solución deja sin resolver, en definitiva, el problema de la teodicea, igual que cuanto podemos decir los hombres sobre él.

2. LA MUERTE QUE REDIME TODO DOLOR. a) Prólogo filosófico: la muerte, ¿una promesa de vida? En cierto sentido, del todo brutal, la muerte es el fin de la vida del hombre en la tierra. Como fin definitivo de un camino de la vida terrena, es lo que más se teme; es el supremo mal fí­sico. ¿La muerte únicamente cierra la puerta de la vida o abre también una mirada esperanzadora a una vida nueva?

Todos los hombres deben morir. Además, la muerte ensombrece y entristece la vida humana entera; la vida es una única “enfermedad mortal”, según S. Kierkegaard; se podrí­a hablar de universalidad extensiva e intensiva de la muerte. En la muerte se reúne todo; no queda ya ningún espacio; parece que no deja nada abierto. De ahí­ que echemos una última mirada a la vida del fallecido después del sepelio para describirla; de ahí­, quizá, la pelí­cula de la vida que pasa velozmente en fracciones de tiempo ante la mirada interior de la ví­ctima de un accidente. La vida parece hundirse en el abismo del no ser. La muerte, que nos lo quita todo, nos quita a nosotros mismos; lo que queda durante algún tiempo se pudre o desaparece. ¿Adónde nos lleva la muerte -en sentido figurado- con ella? ¿A la nada? Esto nos aterra a los hombres. El miedo a la muerte es el miedo más elemental. Y lo que inexorablemente lo agudiza es, al contrario que en el animal, la conciencia del hombre de su finitud y caducidad. La muerte “devora la inmanencia de la existencia” (B. WELTE, Heilsverstúndnis, Friburgo 1966, 132). Esto es lo que constituye el carácter negativo (dan ganas de decir absoluto) de la muerte y es el comienzo de su superación.

Porque la muerte “aniquila” todo para todos, es el caso más radical de lí­mite. Por eso está aquí­ indicado echar una mirada a la dialéctica del lí­mite. J,G. Fichte afirma: “En cuanto que el yo está limitado, llega sólo al lí­mite, En cuanto que se pone como lí­mite, llega al lí­mite mismo en cuanto tal” (WW I, 347). Y G.W.F. Hegel sobre todo (WW VIII, 159; en particular X, 44; cf 41; IV; 153; XV, 184) advierte: “Algo es conocido o, mejor, sentido como lí­mite; como carencia, cuando al mismo tiempo está más allá de él”. “Ya el hecho de conocer el lí­mite es una prueba de que estamos más allá de él, de que no somos limitados” (WW VIII,159; X, 44; cf también IV, 53; X 41; XV, 184). La ley fundamental de la experiencia del lí­mite igual a la superación del mismo abarca todos los modos de lo finito y lo limitado. “Nada es tan contingente y casual que no tenga en sí­ algo de necesidad” (S, Th. I, q. $6; a. 3). Para la dialéctica objetiva, lo objetivo está contenido en sí­ en lo relativo (Lenin, en el estudio sobre Hegel), No hay nada tan provisional que no lleve en sí­ un brote de definitivo. Nada es enteramente necio; en ello se esconde una chispa de inteligencia. Nada es sólo pregunta; comienza ya a responder (Aristóteles: “El hallazgo de las aporí­as es la solución” [Eth. Nich. VII, 4]; B. WELTE, Heilsverstilndnis, 131). Nada es tan manipulable y explotable que no le quede un destello de indisponibilidad. En resumen, nada es totalmente mundano, humano, únicamente limitado y finito. Y nada es tan mortal que no contenga algo de vida.

Justamente la negatividad de la muerte, por su carácter universal, es impulsada más allá de sí­ misma, más allá de su negación. Abre a lo distinto de ella, al sí­, al ocaso, a lo caduco, a la vida más allá de la muerte. Pues el hecho de que la muerte “le permita conocer al Desein esta negatividad” supone “que se comprende en orden a la positividad de su, ser…, de ser plenamente, …que para el Desein se trata de ser o no ser…, de ser plenitud, de ser salvación ….Su no implica siempre un proyecto de salvación que todo ser se traza siempre” (B. WELTE, Heilsverstündnis, 127140). Como consecuencia de la negatividad y universalidad de la muerte parece anunciarse la trascendentalidad de su autosuperación como tendencia, como exigencia.

Lo dicho hasta aquí­ parece aceptable. Incluso la reflexión que acabamos de hacer sobre la muerte es abstracta (igual que la pregunta sobre el nihilismo).. Ni siquiera es suficiente la referencia al cielo y al infierno para justificar a Dios satisfactoriamente ante el tribunal de la humanidad. Si no basta para la teodicea, para la `justicia de Dios”, lo que dicen los hombres, ¿qué hace Dios?

b) La muerte en cruz de Jesús como paroxismo de la pasión de la humanidad. A la esperanza de que la cruz de Jesús proyecte luz sobre la historia del sufrimiento humano se opone inicialmente un gran “videtur quod non”. Lo cierto parece exactamente lo contrario. La crucifixión es la forma más ignominiosa de ejecución que el mundo ha conocido. ¿Y puede la muerte en cruz de un hombre fundamentar y obtener la fe redentora y la salvación eterna para todos los hombres? Esta paradoja da que pensar.

– El escándalo de la cruz. De los celtas a los indios, los criminales eran clavados en cruz y ofrecidos a los dioses en sacrificio. Entre los persas y los fenicios (en el norte de Africa) se reservaba la crucifixión para los crí­menes más graves de Estado y para la alta traición. Como reos contra el Estado eran crucificados también elementos rebeldes en provincias romanas, por ejemplo en Judea. En su mayorí­a procedí­an de los estratos inferiores del pueblo, a los que era preciso reprimir por el bien público. A la mezcolanza de esclavos de Roma se les podí­a mantener a raya “non sine metu” (cf TíCITO, Annales 14,44,3): Se hací­a un proceso sumario: el emperador Domiciano, hacia el año 90 d.C., mandó decapitar a un escritor por las caricaturas de uno de sus libros y los infelices esclavos del escritor fueron crucificados. En la crucifixión los verdugos podí­an dar rienda suelta a su albedrí­o y su sadismo.; ello satisfací­a el ansia de venganza y la crueldad de los dominadores y del populacho. Lo más temible era el tiempo que se permanecí­a colgado del “árbol funesto”. El joven César debió ser bastante compasivo al ordenar estrangular a unos piratas cautivos antes de crucificarlos. La pública exhibición del crucificado desnudo se consideraba el oprobio supremo, que sellaba su manifiesta eliminación social y su reprobación religiosa. Ningún escritor de la antigüedad se detuvo mucho en describir el hecho cruel. Los relatos de la pasión de los evangelios son los más detallados. En las novelas griegas y latinas la cruz representa la peor amenaza del héroe, que lleva la tensión a su momento culminante; pero en realidad el héroe no puede sufrir de modo alguno esa muerte ignominiosa; es salvado oportunamente por un “deus ex machina”. Para Cicerón (cf el Discurso contra Varrón, 5,66, 169; 5,64,165; 5,62, 162), la cruz es “el castigo más duro y supremo de los esclavos”, “la ejecución más cruel y abominable”; lanza invectivas contra “esta peste”. Flavio Josefo sentencia: “La muerte más infame” (De bello Jud. 7,203).

– La cruz de Jesús, centro de la fe cristiana. Desde el principio, la cristiandad reconoció la cruz de Jesús como base y centro de su fe. Pablo se habí­a propuesto ante la comunidad de Corinto “no saber otra cosa que a Jesucristo, y éste crucificado” (1Cor 2,2). Se sabe enviado a predicar el mensaje de salvación; pero de forma “que no se vací­e la cruz de Cristo”, es decir, que no se pierda su fuerza o significado (1Cor 1,17). Los dos primeros capí­tulos de la primera carta a los Corintios (1Cor 1,17-2,9) no son más que magní­ficos testimonios del significado fundamental y hasta central que la “palabra de la cruz” (ho logos tou staurou: 1Cor 1,18). tiene para Pablo. Pero ya “mucho antes de Pablo las reflexiones teológicas y las confesiones litúrgicas subrayaron la muerte de Jesús como acontecimiento salví­fico”; el mismo Pablo lo demuestra, pues “admite las distintas variantes de este anuncio”, es. decir, la interpretación de la muerte en cruz de Jesús como sustitución vicaria, reconciliación, rescate y también como expiación y sacrificio (cf E. KíSEMANN, Die HeiIsbe déutung des Todes Jesu be¡ Paulus, en H. `CONZELMANN, Zur Bedeutung des Todes Jesu, Gütersloh 1967, 11 34). A este respecto, Pablo afirma ocasionalmente de manera del todo explí­cita que él “transmite lo que ha recibido”; por tanto, que continúa el anuncio de tradiciones más antiguas (en particular 1Cor 15,3-5; cf 11,23-26); y la forma de comunicarlo lo pone de manifiesto (Rom 4,25; 8,34; 2Cor 5,13;13,4). En el himno a Cristo que incorpora a la carta a los Filipenses (2,6-11), Pablo subrayó de su propia mano la suprema humillación de Jesús, el cual “se hizo obediente hasta la muerte”, añadiendo la expresión “y muerte de cruz” (v. 8). Que Jesús mismo atribuyera anticipadamente un significado salví­fico a su muerte lo han puesto en duda algunos exegetas en los últimos decenios; pero los recientes estudios crí­ticos sostienen con buenas razones que Jesús en la última cena con sus discí­pulos les ofreció el pan y el vino como su cuerpo que es entregado y como su sangre que es derramada por ellos y por “muchos” (lo que significa por todos; cf Mc 14,22-24; Mt 26,26-28; Lc 22,19-21; 1Cor 11,23-26).

– La paradoja inherente a la fe en la cruz. Que la muerte miserable de un hombre en el patí­bulo de la cruz, con la cual el que así­ acaba es estigmatizado como reo de culpa capital; que semejante muerte sea para todos los hombres el origen de la vida eterna, de la comunión bienaventurada con Dios y por tanto la razón de su salvación y el centro de su fe, es algo que contradice absolutamente toda verosimilitud y toda posible expectativa humana. ¿Se le puede exigir esta paradoja a un hombre que no quiera renunciar a su razón en cuestión de religión? Los adversarios de Jesús que se encontraban al pie de la cruz en el Gólgota le gritaban que bajara de ella y creerí­an en su mesianidad. Aquello era un escarnio cruel; sin embargo, la pretensión tení­a un núcleo de verdad: que un ajusticiado sea en la cruz un mesí­as es algo monstruoso e inaudito.

Los primeros cristianos debieron sentirlo también así­ al principio. En ninguna parte, hasta finales del siglo II, se encuentra una representación del crucificado relativa a Jesús, prescindiendo del crucifijo en plan de escarnio del Palatino de Roma, un grafito de un muro del palacio imperial: de dos trazos en forma de T pende un hombrecito con cabeza de asno. Otro le está contemplando. La inscripción reza: “Alexamenos ora a su Dios”. Tertuliano (cf Adv. Marc. 3,18; CChr 1, 531), hacia el año 200, da esta razón: “Hubo que ocultar en imágenes el misterio de la cruz en la antigua predicación; pues si se lo hubiera anunciado abiertamente, se hubiera convertido en un escándalo mayor”. Ya hacia el 150 Justino se siente acosado por los crí­ticos: “En esto -explica- estriba nuestra locura: que atribuimos el segundo puesto después del Dios inmutable y eterno a un hombre crucificado”; y hace que un judí­o pida una prueba de que el mesí­as “será crucificado y habrá de tener una muerte tan infame e ignominiosa, considerada maldita por la ley”, pues esto nos resulta inconcebible (cf 1 Apologia 13,4; Dial. c. Tryph. 90,1).

El islam no quiso hacer morir en la cruz a Jesús, a quien tiene, junto con Moisés y Mahoma, por un gran profeta; en su lugar habrí­an ajusticiado a otro hombre (Corán 4,157-159). A semejantes construcciones de salvación recurrieron ya las doctrinas erróneas cristianas del siglo II: según el docetismo -de dokein = parecer- Jesús sólo tení­a un cuerpo aparente; según Marción, la crucifixión afectó sólo al cuerpo de Jesús, no a él mismo propiamente. De la época moderna, si prescindimos de Goethe (“A mí­ quieres hacerme Dios, a semejante lastimosa imagen pendiente del madero’, menos conocido es lo que dice Hegel: “Se suplica al que pende de la cruz. Con esta monstruosa asociación han luchado durante muchos siglos millones de almas que buscaban a Dios, y les ha torturado”. Y: “Según nuestras costumbres, esta nueva religión habrí­a de hacer de lo que antes era una cruz, a saber: el patí­bulo, lo que es ahora, su bandera” (cf Theologisehe Jugenschriften, 1798/99, 335). Nietzsche, en Más allá del bien y del mal (46), llamaba a la fe en Cristo, que Pablo estilizó sumamente; “lo más absurdo”. Los modernos, con su insensibilidad a cualquier terminologí­a cristiana, no perciben ya lo superlativamente horripilante que encerraba para el paladar antiguo la fórmula paradójica “Dios en la cruz”. Hasta ahora no ha existido nunca ni en ninguna parte una osadí­a semejante en invertir algo tan horrible como esta fórmula; ella prometí­a una inversión de todos los valores antiguos. La fe en Dios crucificado “se asemeja de manera terrible a un suicidio permanente de la razón” (46). Nietzsche, uno de los crí­ticos más implacables del cristianismo, comprendió con toda agudeza el absurdo que supone la fe en la cruz para los increyentes.

También, y justamente Pablo de Tarso -el primero y hasta ahora (¿y siempre?) el más grande teólogo del cristianismo, a quien debemos los primeros escritos del NT-, expuso sin miramientos para él y para nosotros lo “más absurdo” que puede haber en el evangelio -¡la alegre y buena nueva!- de la cruz, para la impresión y la experiencia (cf 1 Cor 1,17b-25). Según esto, la cruz de Jesús es escándalo para los judí­os, que piden señales del poder de Dios, como en la salida de Egipto; y es necedad, desatino (moria) para los griegos, que buscan la sabidurí­a razonable del mundo. Sin embargo, para el que “no desvirtúa la cruz de Cristo” (v. 17b), sino que la abraza en su dura paradoja, la palabra de la cruz (v. 18), rechazada como escándalo, puede ser prometedora. El escándalo que pierde se vuelve entonces salví­fico. Para los que se salvan por creer, la cruz no es impotencia y necedad, sino fuerza y sabidurí­a de Dios. Pues -otra paradoja prodigiosa-: “La locura de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios más fuerte que los hombres” (v. 25).

– La incomprensibilidad de Dios o la credibilidad de lo increí­ble. La paradoja de la teologí­a paulina deja sin aliento. Para el que cree en la cruz como acontecimiento salví­fico, el pensamiento desfallece. La pasión de Jesús llega a su punto culminante, que es un anonadamiento absoluto, cuando el crucificado grita su abandono por Dios: “Dios mí­o, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34; Mt 27,46). La expresión refleja el estremecimiento de la pregunta y la queja de Job; en ella resuena la pasión de la humanidad entera. Expresa del modo más intenso la contradicción del hecho de la cruz: el. abandonado por Dios se abandona a Dios. Llama al que no está allí­.

La paradoja de la fe en la cruz está encerrada en esas pocas palabras que grita: por una parte, Jesús parece sucumbir a la muerte con este grito no sólo en el cuerpo, sino también en el alma; por otra, el grito es una confesión única del Dios definitivamente incomprensible. Reconoce al ser divino de Dios; da testimonio y sella este reconocimiento con la muerte. Dios es y debe ser en su divinidad -de lo contrario, no serí­a Dios, sino sólo. semejante a nosotros- el incomprensible para nosotros. Y como la fe, según Heb 11,1, es “la garantí­a de las cosas que se esperan, la prueba de aquellas que no se ven”, quizá en lo que parece increí­ble por su contradicción única e insuperable: “el crucificado es el salvador del mundo”; esto podrí­a suscitar una oculta y profunda credibilidad. Decidirse a creer en la paradoja de la cruz -y el cristianismo subsiste o se hunde en esa fe- es un reto que enfrenta con la incomprensibilidad de Dios. No nos quedamos en el “credo quia absurdum” de Tertuliano.

3. EL AUTOTESTIMONIO DE LA FE EN LA CRUZ. a) ¿Qué ha hecho Dios? Los hombres no encontramos desde nosotros ninguna respuesta satisfactoria a la pregunta sobre el dolor humano. La respuesta de Dios es la entrega de su Hijo a la muerte, y muerte de cruz. Con ello no se resuelve teóricamente el problema de la teodicea, pero se redime en la práctica el sufrimiento del mundo. Se redime el sufrimiento y el dolor, a su modo igualmente atormentador, del sufrimiento.

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único…, no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16; cf Un 4,9). Pablo dice lo mismo en la carta a los Romanos (8,32): “El que no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará gratuitamente con él todas las cosas?” Su eco nos llega desde Ambrosio: “Para salvar al esclavo entregó al Hijo” (cf el Exultet de la liturgia de la vigilia pascual), hasta Kierkegaard: “El que perdonó al primogénito de Abrahán y sólo probó la fe del patriarca, no perdonó a su Hijo unigénito” (Diario, 13-9-1839). Dios no impuso a Jesús contra su voluntad el suplicio de la cruz, sino que éste aceptó voluntariamente el sufrimiento (cf Jn 10,17-18). Tampoco los que le dieron muerte fueron determinados y movidos a ello por Dios; obraron por su propia voluntad, supuestamente buena (cf Lc 23,34), pero de hecho, objetivamente mala. Dios permite el mal, o sea, la muerte de un inocente, por un bien mayor, que no procede del mal como causa, sino que, con ocasión de un hecho malo, como conditio sine qua non, brota de otra fuente. ¿Qué es en la muerte de Jesús en cruz “el bien mayor” y cuál es su fuente?

b) La revelación del amor que perdona. La parábola de Jesús sobre el padre compasivo (Lc 15,11-32) nos sugiere el sentido del misterio de la cruz. El padre consiente que el hijo menor, que disipará parte de su herencia con prostitutas, se aleje y caiga en la miseria, la culpa, el arrepentimiento. Hubiera podido impedirlo. Pero el hijo obligado a permanecer en casa, ¿no hubiera reaccionado con incomprensión y protestas, quizá durante toda la vida? Por eso el padre consiente en el extraví­o del hijo. Mas cuando el hijo perdido, maltratado por el destino, vuelve, el padre sale a su encuentro con un amor incontenible. Cuán sorprendente y casi asombrosamente magnánimo es su proceder lo pone de manifiesto su antitipo, el hijo mayor, que alardea de justicia en la dureza de su corazón. La falta del hijo menor es el supuesto para la revelación del amor paterno en su nueva cualidad de amor que perdona, que libra del dolor y de la culpa.

Las crisis y catástrofes entre hombres que se quieren actualizan la parábola bí­blica. Un matrimonio fracasa; la amistad es traicionada. Puede que entonces “se acabe todo”. Pero puede también que se aguante con paciencia la situación y que se supere; que, mediante la reconciliación y el perdón, la comprensión mutua y el lazo recí­proco adquieran una nueva profundidad e interioridad. Aplicado a la dimensión superior de los sucesos actuales del mundo: pueblos que durante decenios se han visto forzados a vivir sin libertad bajo regí­menes totalitarios experimentan lo que significa la libertad con nueva intensidad gracias a un cambio revolucionario, y es posible que esa experiencia mueva también a otras regiones a un cambio de la situación polí­tica.

Que la muerte en cruz de Jesús es la revelación de un amor de Dios que no se podí­a esperar, ni siquiera sospechar, lo dice también Pablo de la manera más contundente: “Dios mostró su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5,8). Dios obra por amor. Mejor, “Dios es amor” (IJn 4,16). “Dios como amor pende totalmente de la cruz” (Simone Weil). Por eso puede decirse que “el ser divino de Dios hay que comprenderlo desde el hecho de esta muerte” (E. JÜNGEL, Ünterwegs zur Sache, Munich 1972, 119) y que la cruz es, en definitiva, “la única definición posible de Dios y del hombre” (W. KASPER, Zukunft aus dem Glaube, Mainz 1978, 55ss). Según esto, la autodefinición de Dios es: amor crucificado. Lo incomprensible del amor ya no es la definición más vací­a, sino la más plena, de lo indefinible. J.A. Móhler dice de Dios que “su manifestación tiene lugar bajo la forma del sacrificarse por los pecados del mundo” (Symbolik, MainzViena 1833, 287). Gregorio de Nisa (siglo iv) explica la posibilidad del sufrimiento divino: “Que la naturaleza omnipotente fuera capaz de descender hasta la bajeza del hombre muestra su poder más que grandes milagros superiores a la naturaleza… El descendimiento de Dios a la bajeza es un cierto exceso de poder, para el cual no existe ningún obstáculo que se le oponga en la naturaleza… La grandeza se manifiesta en la bajeza, y sin embargo no se rebaja con ello la grandeza” (Oratio catechetica 24: PG 45,64).

Dios se despoja de su omnipotencia en la impotencia del que muere en la cruz, abandonado de los hombres y de Dios. Con ello nos manifiesta a los hombres no el poder del amor que sorprende triunfalmente, sino el que atrae y se impone por la solidaridad en el dolor. Dios se inclina hacia el hombre como “Dios en forma de esclavo” (S. Kierkegaard); su omnipotencia se convierte en omnidebilidad (G. Marcel). Jesús mismo interpreta su kénosis de la cruz (cf Flp 2,7) mediante la entrega eucarí­stica: “Mi cuerpo por vosotros, mi sangre por todos”. Ella es la prueba comprensiblemente incomprensible de su amor. El amor crucificado supera infinitamente al amor omnipotente de Dios en la creación.

c) La muerte de Dios. Es importante en nuestro contexto y en la fe cristiana no ver la cruz aislada, sólo como el hecho de la muerte del Gólgota extremadamente cruel, sino relacionada con su “lado interno” teológico, la resurrección de Jesús de la muerte. Sólo esto es el “misterio pascual” total y único.

Ya en el primer escrito del NT, la primera carta a los Tesalonicenses (4,4), escrita hacia el año 50, condensa Pablo la confesión fundamental de la fe cristiana en estas breves palabras: “Creemos que Jesús murió y resucitó” (cf 2Cor 15,5, con la adición “por nosotros’. Incluso cuando parece que Pablo habla sólo de la muerte (1 Tes 1,10; Rom 3,25; 5,6.8; 14,15; 1Cor 8,11; Gál 2,21; cf Le 24,26; Jn 3,16), la anuncia como muerte “por nosotros”; por tanto, incluye su acción salví­fica universal y eterna. La predicación misionera de la Iglesia primitiva la transmiten los Hechos de los Apóstoles en diversas redacciones, que tienen en común esta doble estructura polar: al Jesús que vosotros habéis clavado en la cruz, Dios lo ha resucitado de entre los muertos (He 2,23s; 3,13s; 4,10; 5,30s; 10,3443;13,27-29). También la primera carta de Pedro interpreta la afirmación fundamental: “Dios lo resucitó de entre los muertos” (1,21), así­: “Cristo murió una vez por los pecados, el justo por los injustos, con el fin de llevarlos a Dios; sufrió la muerte corporal, pero fue devuelto a la vida en Espí­ritu” (3,18; cf 3,21s).

Es significativo que “una cristologí­a prepaulina, conservada en los himnos cristianos primitivos, presente ya el encumbramiento celeste de Jesús como consecuencia de la cruz” (KíSEMANN, Die Reilsbedeutung des Todes Jesu bel Paulus, 30). Ello manifiesta nuevamente lo estrecha e indisolublemente que se relacionan con el acontecimiento del viernes santo los hechos de la resurrección, la ascensión al cielo de Jesús y el enví­o del Espí­ritu, presentados por los Hechos de los Apóstoles de Lucas en el lapso de cincuenta dí­as: como el acontecimiento pascual de la muerte y resurrección. Y sólo desde la experiencia de los discí­pulos con el Señor resucitado fue posible entender y creer la muerte en cruz de Jesús en la dimensión profunda de su significado eterno para todos los hombres (cf Mc 8,31; 9,31; 10,34: “y después de tres dí­as resucitará”).

La muerte de la que el amor omnipotente de Dios resucitó al crucificado a nueva vida es la muerte de la muerte. La muerte, que ejerce el poder ineluctable y definitivo sobre el destino terreno del hombre y que por ello difunde el miedo más grande, representa a todas las “potencias y dominaciones” que hacen sufrir al hombre. El NT las conoce con diversos nombres. Según Pablo, Jesucristo nos ha liberado de la ley, el pecado, la carne y (cf 1Cor 15) la muerte. Sobre esto hay afirmaciones asombrosas: “Cristo nos ha rescatado de la maldición de la ley, haciéndose maldición por nosotros, como está escrito (Dt 21,23): `Maldito sea el que pende del madero”‘. “Al que no conoció el pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros…” (2Cor 5 21). “La ley del Espí­ritu, que da la vida en Cristo Jesús, me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Rom 8,2). Con una expresión mí­tica dice san Pablo que los “prí­ncipes de este mundo” no conocieron la sabidurí­a de Dios oculta en Jesús, “pues si lo hubieran entendido no habrí­an crucificado al Señor de la gloria” (ICor 2,8). Y, análogamente, la concepción de Justino (cf Apol. I, 54-60; PG 6,408-420), que no es sólo mí­tica, según la cual las potencias del mal instigaron a la crucifixión sin sospechar que, precisamente con el sacrificio de su muerte, Jesús les iba a arrebatar su botí­n, las almas de los hombres. En realidad,-fueron -así­ se los puede llamar- los poderes ideológicos y polí­tico-religiosos de su tiempo los que llevaron a Jesús a la cruz: el ansia de poder y de riqueza de los saduceos, la justicia de la ley de los fariseos, el fanatismo libertador de los zelotas… La victoria de aquellas fuerzas fue en realidad una derrota. La muerte del inocente, al que ellos juntamente con Pilato ejecutaron, desenmascaró sus tendencias de muerte. Porque la fuerza divina de vida y de amor inmanente en el Hijo de Dios y del hombre crucificado padeció la muerte y la superó por dentro, pudo Agustí­n condensar la transformación que conmueve al mundo del aspecto exterior e interior del acontecimiento de la cruz; de la cruz en resurrección, de la muerte en vida, en esta fórmula: morte occissus mortem occidit (muerto por la muerte, mata a la muerte). Las “potestades” o ideologí­as fueron la muerte de Jesús, Cristo es la muerte de las potestades.

– El ser más profundo del hombre y la solidaridad humana. “Ecce homo”. Con esta exclamación se refirió el pagano Pilato al coronado de espinas, testimoniando así­ la humanidad de la “Palabra de la cruz”. Es éste el tí­tulo más cristiano de todos, porque es la confesión más profundamente humana. En el crucificado, la vida humana es llevada a su lí­mite extremo, en el que no queda más que la existencia desnuda, e incluso a la pérdida de la vida. Sin embargo, el Dios que se identifica con el crucificado -porque en él se hizo hombre- entra en el lugar del sufrimiento y de la aniquilación de los hombres (en los campos de concentración del nacionalsocialismo o en los Gulag soviéticos); él se hace uno con la identidad de que han sido privados. En lo profundo del ser humano, que la muerte de Jesús en cruz ha puesto al descubierto, se comprende el hombre como el que puede sufrir. No tiene que hacerse el grande y fuerte; puede ser pequeño y débil. Siente con Pablo: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte”, pues “el poder de Dios triunfa en la flaqueza” (del hombre). Por eso “no presumiré de mí­, sino de mis flaquezas”. También Jesús “fue crucificado en su debilidad, pero ahora vive por el poder de Dios”. Pablo sabe lo que significa “llevar siempre la muerte de Jesús en nuestro cuerpo” (cf 2Cor 12,10.9.5; 13,4; 4,10). Los evangelios exigen tomar diariamente la cruz; en esto consiste seguir a Jesús. La muerte de Jesús es escuela de vida cristiana. Ante el crucificado estoy preparado a dejar que Dios sea Dios, y el hombre puede permanecer hombre.

La fe en la cruz no induce a la pasividad ante el dolor, o incluso al gozo masoquista del mismo. Todo lo negativo hay que soportarlo con paciencia; pero, en la medida de nuestras fuerzas, hay que superarlo también activamente con una solidaridad humana universal. La palabra de vida “con Cristo”, que Pablo presenta con múltiples variantes (morir con, vivir con, crucificado con, sepultado con, resucitado con y conglorificado) apunta a la promesa “por nosotros”: por nosotros los hombres, por todos los hombres sin excepción. Jesús es el hombre para los innumerables hermanos. Su sangre “grita más alto que la sangre de Abel” (Heb 12,24); no pidiendo venganza, sino reconciliación. Así­ grita la muerte de cruz desde lo más profundo de su ser pidiendo resurrección (l Misterio pascual, II). La resurrección de uno y de todos. Que los hombres tengamos vida, y en abundancia (Jn 10,10.17); para eso dio Jesús su vida. Si la existencia humana, como decí­a la antigua ascética, es una “continua mortificatio”, una muerte continua a todas las cosas o, expresado de una manera moderna, “una experiencia de muerte en pequeñas dosis”, el motivo decisivo de ello es el amor consecuente y solidario del prójimo, que lleva consigo múltiples conflictos, compromisos y renuncias y, en ciertas circunstancias, como hoy en América Latina y en otras partes, no rara vez el sacrificio de la vida. La cruz de Jesús planta en la historia del mundo la enseña de la solidaridad universal. “En la cruz tiene sus manos extendidas para abarcar los lí­mites del orbe” (Cirilo de Jerusalén, XIII, Catequesis 28: PG 33,805).

– Reflexión final teológico-fundamental. La fe en la paradoja de la cruz representa una exigencia enorme e insuperable para la capacidad de creer de los hombres; hasta el punto de que puede, y al principio debe, parecer un argumento decisivo contra la credibilidad del evangelio. Nosotros lo hemos seguido, intentando demostrar que es uno, quizá incluso el argumento, en favor de la revelación cristiana.

La más profunda autocomprensión del hombre y su relación de compromiso por la libertad, la justicia y la paz con el mundo en nada encuentran tanta motivación y estí­mulo como en el Dios del crucifijo. Seguramente tampoco la religión, el cristianismo, la Iglesia y la teologí­a están inmunes de la ideologización y el endiosamiento; incluso su perversión es la peor posible (corruptio optimi pessima; cf las guerras de religión). Sin embargo, ningún aspecto divino de las religiones humanas se opone tanto como el Dios del amor crucificado a que la Iglesia abuse de él para su pseudolegitimación como fin propio o para obtener cualquier clase de posición de poder. El no es un Dios para dí­as festivos, que flota triunfalista sobre el mundo rodeado de resplandor y de gloria. Es el Dios de la vida de cada dí­a y de sus pequeños y a veces grandes sufrimientos y alegrí­as. Por eso se puede decir con la teóloga D. Sálle: “La interpretación más exacta de la existencia humana… es la cruz de Cristo. También esa frase contiene la pretensión de absoluto del cristianismo, pero no la contiene en forma autoritaria y exigente” (Atheistisch an Gott glauben, Olten 1969, 88).

Para el método de la rama teológica de la teologí­a fundamental se sigue que los criterios “externos” de credibilidad de los milagros obrados por Jesús, y como coronamiento suyo la experiencia de la resurrección de que Jesús vive, permanecen siendo irrenunciables. Pero corresponde mayor importancia de la que antes se le daba por principio (cf DS 3016) y de hecho a la verdad interna del evangelio: de lo que Jesús comunicó no sólo de palabra, sino que lo propuso con su vida y con su muerte. De ello es un ejemplo el destino de su muerte, que padeció por nosotros los hombres. ¿O es un ejemplo?

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W. Kern

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental