OBEDIENCIA

Rom 1:5 para la o a la fe en todas las naciones
Rom 5:19 así .. por la o de uno, los muchos serán
Rom 6:16 sea del .. o sea de la o para justicia?
Rom 15:18 ha hecho .. para la o de los gentiles
Rom 16:19 vuestra o ha venido a ser notoria a
2Co 7:15 cuando se acuerda de la o de todos
2Co 9:13 glorifican a Dios por la o que profesáis
2Co 10:5 cautivo todo pensamiento a la o a Cristo
Phm 1:21 te he escrito confiando en tu o, sabiendo
Heb 5:8 Hijo, por lo que padeció aprendió la o
1Pe 1:22 purificado vuestras almas por la o a


hebreo sama, escuchar a alguien, obedecer; pehí­to, ser persuadido, Hch 5, 36, 37; Ro 2, 8; Gl 5, 7; y peitharjéo, someterse a la autoridad, Hch 5, 29-32; Ti 3, 1.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

La Biblia, por exhortación y mandamiento, requiere sumisión y obediencia a seis autoridades principales, a saber:
( 1 ) Los padres (Eph 6:1; Col 3:20);
( 2 ) maestros (Pro 5:12-13);
( 3 ) esposos (Eph 5:21-22, Eph 5:24; Col 3:18; Tit 2:5; 1Pe 3:1, 1Pe 3:5-6);
( 4 ) amos o patrones (Eph 6:5; Col 3:22; Tit 2:9; 1Pe 2:18);
( 5 ) el gobierno (Rom 13:1-2, Rom 13:5; Tit 3:1; 1Pe 2:13), y
( 6 ) Dios (Gen 26:5; Eph 5:24; Heb 5:9; Heb 12:9; Jam 4:7). Cuando exista un claro conflicto con respecto a la obediencia a la autoridad, los creyentes deben obedecer a Dios y no a los hombres (Act 5:29). La prueba suprema de la fe en Dios es la obediencia (1Sa 15:22; 1Sa 28:18); la Biblia a menudo liga a la obediencia con la fe (Gen 22:18; Rom 1:5; 1Pe 1:14). La obediencia de Jesús al Padre (Phi 2:8) es el ejemplo supremo para los creyentes los cuales están llamados a ser hijos obedientes (1Pe 1:14).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

A lo largo de la Biblia, la “obediencia” es la prueba suprema de la fe: Abraham en Gen 22:18, Saul en 1Sa 28:18, Mar 10:19, Rom 1:5, I Ped. 1:14.

Cristo obedeció.

– Al Padre: Mat 3:15, Mat 26:38-42, Luc 2:49, Luc 22:49, Jua 4:32-34, Jua 5:30, Jua 6:38, Jua 10:17-18, Jua 18:11, Jua 19:30.

– Obedeció hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!, Fi12Cr 2:8, Mat 26:39.

– Obedeció a José y Marí­a, Luc 2:51.

– A las autoridades, Mat 17:22-27.

Obediencia del Cristiano.

– A los planes de Dios: Mat 2:12, Mat 3:14, Mat 4:18-22, Mat 7:21-23, Mat 9:9, Mat 12:46-50, Mat 21:28-32, Mar 10:19, Luc 11:27-28, Jua 2:5, 18:10-I1.

– En el apostolado, Luc 5:1-11, Jua 21:4-8.

– A las autoridades del Estado, Ro.13.

1-7, 1Pe 2:13-17.

– A las autoridades de la Iglesia, Heb 13:17.

– Los hijos: “obedeced” a los padres, Col 3:20, Efe 6:4.

– A los “maridos”, Efe 5:23-33, T’.it:Efe 2:5.

– A los amos, Efe 6:5, Col 3:22, Tit 2:9.

Los ángeles se ocupan de la obediencia: Sal 103:20.

– Distintivo de los santos, 1Pe 1:2, 1Pe 1:14.

Cómo debe ser.

– Emanar del corazón, Deu 11:13, Rom 6:17, Heb 13:17.

– Espontánea, Sa118:84, Isa 1:19.

– Sin reservas, Jos 22:2-3.

– Sin desví­o, Deu 18:14.

– Constante, Fi12Cr 2:12.

– Como Cristo, Fi12Cr 2:5-8, Jua 15:10, Heb 5:8.

– Como la Virgen Maria: Luc 1:38, Luc 2:22-24.

– Como San José: Mat 1:19-25, Mat 2:13-14, Mat 2:19-23.

Bienes que resultan: Deu 11:27, Deu 11:14, Luc 11:28, Stg 1:25, Efe 6:4.

Castigos a los que rehúsan: Deu 28:15-63, Jos 5:6, Isa 1:20.

Libertad y Obediencia: Mat 8:18-22, Mat 8:16-22, Luc 1:38, Jua 1:40-41.

Jesús no obedeció algunas “leyes”: En Mc.2 y 3, varias veces.

– Perdonaba pecados, Mar 2:7.

– Comí­a y bebí­a con pecadores y publicanos, Mar 2:16.

– Sus discí­pulos no ayunaban,Mar 2:18.

– Recogí­an espigas en sábado, que no estaba permitido, Mar 2:23-24.

– Sanaba enfermos en sábado, ¿contra la Ley?, Mc.l:l-6, Jn.9.

Pedro y Juan tampoco en una ocasión: “Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres”, Hec 5:29.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Acto de cumplir con las órdenes o instrucciones de un superior. El término hebreo shama significa †œprestar oí­do, escuchar, oí­r†, pero en algunas ocasiones se traduce como †œobedecer† (†œAhora, pues, hijo mí­o, obedece a mi voz en lo que te mando† (Gen 27:8). La o. a Dios trae bendición (†œSi obedeciereis cuidadosamente a mis mandamientos … yo daré la lluvia…† [Deu 11:13-14]). Y la desobediencia produce maldición (†œY quedaréis pocos en número, en lugar de haber sido como las estrellas del cielo en multitud, por cuanto no obedecisteis a la voz de Jehová tu Dios† [Deu 28:62]. †œ¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y ví­ctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová?† [1Sa 15:22]). Dios envió juicio contra Jerusalén a causa de la desobediencia del pueblo (†œPorque dejaron mi ley … y no obedecieron a mi voz† [Jer 9:13]).

El ejemplo sublime de o. a Dios es nuestro Señor Jesucristo, quien †œestando en la condición de hombre, se humilló a sí­ mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz† (Flp 2:8). †œY aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la o.† (Heb 5:8). Esa o. perfecta hizo posible que muchos sean †œconstituidos justos† (Rom 5:19). Los creyentes han †œobedecido de corazón† a la predicación del evangelio (Rom 6:17; 2Co 9:13). Pedro llama a eso †œla o. a la verdad† (1Pe 1:22).
o. a Dios está por encima de cualquier otro deber (†œJuzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios† [Hch 4:19]). Dentro de ese marco, se debe obedecer a las autoridades (Tit 3:1), a los pastores (Heb 13:17), los hijos a sus padres (Efe 6:1), los empleados a sus patronos (Efe 6:5), etcétera.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

vet, La obediencia a Dios es uno de los deberes supremos de los hombres (Hch. 4:17), porque El es el Hacedor (Hch. 5:29; Sal. 95:6), y los hombres dependen de su bondad (Sal. 145; Hch. 14:17) y están sujetos a Su ley (Sal. 119). La obediencia a Dios-Cristo es debida también porque El nos ha redimido con Su sangre (1 Co. 6:20). La obediencia a Dios debe hacerse de corazón (1 Jn. 5:2-7), en todas las cosas y en todo lugar (Ro. 2:7; Gá. 6:9). La obediencia también se debe a los padres, y en este sentido se llama obediencia filial (Ex. 20:12; Ef. 6:1; Col. 3:20). Los cristianos prestan obediencia a los mandatarios y a las leyes (Ro. 13:1-5; Ti. 3:1) por causa de la conciencia.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[344]
Virtud que consiste en someterse por motivos religiosos a quienes tienen autoridad mandar. Como tal, es un valor no sólo en el orden religioso (por la fe, por votos y promesas, por deber de estado), sino también en el orden natural.

La obediencia como valor y virtud no debe ser identificada con la mera sumisión, realizada por coacción o sin una motivación suficientemente espiritual para ver en la dependencia sólo acatamiento, entrega a la jerarquí­a, servidumbre feudal.

Durante mucho tiempo en la ascética cristiana, por influencia de la espiritualidad jesuí­tica, se cultivó el ideal de la “obediencia ciega”, que se identificaba con frecuencia con el cumplimiento mecánico, absoluto y alejado de toda discusión. Con todo nunca fue ensalzada del todo la obediencia ciega e indiscutida, como para llegar a justificar como bueno el cumplimiento de normas contrarias a la moral. Ni siquiera en los ámbitos militares la llamada “obediencia debida” exime de responsabilidad, si versa sobre lo que no se ajusta a derecho o a conciencia.

Por eso se resaltó siempre, de una u otra forma, que la obediencia es siempre la expresión de fe, pues conduce a ver a Dios en el que tiene “derecho a mandar” y mueve a ejecutar los mandatos por algo más que por consideraciones terrenas.

Hoy, en las coordenadas de una nueva cultura más humanista y democrática, se prefiere hablar de “obediencia libre e inteligente”, en donde se valora sobre todo la finalidad y la intención más que la materialidad del mandato. Por eso se habla de obediencia corresponsable, personal, humana y se asumen los mandatos como cauces y no como leyes, como estí­mulos para el bien común y no como suplantación de las opciones propias por las ajenas. Por eso sin libertad de conciencia, sin discernimiento libre, sin referencia a la luz del Evangelio y a la rectitud no se puede hoy hablar de obediencia.

En este sentido hay que educar a los catequizandos, lo cual no está reñido con una enérgica demanda de austeridad, de humildad, de renuncia al propio gusto (no al propio juicio). La catequesis de la obediencia requiere hoy una notable adaptación pero también una inteligente planificación. Valores como el orden, la responsabilidad, el sentido del servicio a la comunidad, de disponibilidad, de la solidaridad debe ponerse como plataforma de la acción humana.

Los niños que no aprenden y no saben obedecer no se preparan para ser adultos responsables y equilibrados que luego sepan mandar. Y esto deben tenerlo en cuenta los padres, los maestros, los catequistas y todos los que trabajan en la noble tarea educadora.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

En griego, hypakoé, de akuó, que significa escuchar la voz de otro, como poniéndose debajo (hypo), sometiéndose, es decir, obedecer, mientras que el vocablo parakoé significa no querer escuchar, colocándose al margen, al lado (para), es decir, desobedecer. En sentido traslaticio se emplea para significar la actitud de los que abrazan la fe o de los que la rechazan (Mt 8,27; 18,17; Mc 1,27; 4,41; 5,36; Lc 8,25; 17,6). Obedecer traduce a veces el verbo peizáo (dejarse persuadir), de donde se pasa a la significación de someterse, obedecer, confiarse, seguir a uno, y apeizá (desobedecer, mostrarse rebelde o ser indócil); se emplea también en sentido religioso de obediencia o desobediencia a Dios, a la fe (Act 5,29.32; 26,19; Rom 2,8; 10,21; 11,30; Gá15,7; Lc 1,17). ->padre; fe; filiación.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

La relación de Jesús con el Padre es la fuente de luz que ilumina su vida, su pasión y su muerte. No se trata sólo de decir que Jesús elige valientemente entre la vida y la muerte, entre la alegrí­a y el dolor, que escoge el camino estrecho y dií­í­cil como camino testimonial. El elige, como Hijo, entre la continuación de una vida sin el Padre y la aceptación de la muerte con el Padre; y opta por la obediencia, la voluntad del Padre, elige estar con él hasta el fondo. El intenso y apasionado conocimiento que Jesús tiene del rostro del Padre, al que contempla constantemente, le hace comprender que si elige estar de parte del Padre, aunque eso conlleve dolor y muerte, para ser totalmente solidario con nosotros, hombres pecadores, su elección le llevará, a través del amor, a la plenitud de la resurrección. En esta perspectiva es como debemos interpretar cada una de nuestras opciones. Cuando el cristiano decide dar su vida —poniéndola al servicio de los demás, tomando su cruz, lavando los pies a los hermanos, aceptando las exigencias de una vida transformada por el evangelio en la familia, en la sociedad, en la escuela, en el trabajo, aceptando también los sufrimientos que eso conlleva, par ticipando incluso, a causa de su elección, en la soledad de Cristo en su pasión—, no lo hace porque le guste sufrir, sino porque ha descubierto el rostro del Padre y ha comprendido que la fuente de la vida está en la voluntad del Padre, aunque ésta indique un camino de sacrificio y entrega hasta la muerte.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

1. La alianza.- La alianza sugiere el modo de vivir plenamente la obediencia. La criatura que ha entrado en contacto directo con Dios obedece a su amor y a sus leyes.

Jesús, a través de su palabra de vida, propone de nuevo la autoridad-obediencia dentro del espí­ritu de la alianza, que él renueva perfeccionándola.

Toda su existencia tuvo como única intención uniformarse a la voluntad del Padre IJn 8,29. 16,32), hasta sentirse una sola cosa con él (Jn 10,30).

2. La comunidad primitiva.- La comunidad primitiva mantuvo su fe en la enseñanza caritativa del Señor Jesús. Aceptó la obligación de tender a vivir la obediencia de manera ideal como respuesta a la Palabra, como sumisión a la voluntad de Dios en Jesucristo, como participación-continuación de la obediencia de Cristo. La obediencia entra en la historia salví­fica sólo si es una manera de unirse a Dios en Cristo según las indicaciones de la nueva alianza.

3. Autoridad-obediencia en la comunidad eclesial.- La autoridad-obediencia en la comunidad eclesial están ancladas en Cristo (2 Tes 3,14), para llegar a Dios Padre (Hch 6,7. ,Roml,5, Tes 1,8). Este don del Espí­ritu, que capacita para obedecer a Dios en la propia intimidad, se comunica al alma a través de la participación en el misterio pascual, que prácticamente se verifica en la recepción de los sacramentos. En virtud del bautismo, el yo va adquiriendo lentamente una transformación radical; se convierte en un ser resucitado; se califica como espí­ritu: se hace uniforme con la vida caritativa; adquiere la capacidad de permanecer en unión de intimidad con el Señor.

4. El Vaticano II – El Vaticano II dice que la autoridad humana tiene que ser cada vez más transparente a la voluntad divina, de forma que la misma obediencia de los creyentes pueda expresarse y orientarse como sumisión inmediata a Dios Padre en Jesucristo. La autoridad-obediencia refleja la í­ndole escatológica de toda la vida cristiana (LG 42). “En los obispos, asistidos por los presbí­teros, está presente Jesucristo, sumo pontí­fice, en medio de los creyentes” (LG 21; CD 2). La jerarquí­a, al hacer presente a Cristo, no hace más que facilitar una auténtica obediencia cristiana entre los fieles, obediencia que puede definirse de esta manera: “ofrecer directamente a Dios la plena entrega de la propia voluntad como sacrificio de sí­ mismo” (PC 13). El Vaticano II, señalando una perspectiva ideal de la autoridad eclesial, no ha pretendido negar las posibles deformaciones de las situaciones existenciales autoritativas, Cristo está presente en la jerarquí­a, aunque sus titulares pueden ser intermediarios y representantes indignos.

El concilio es consciente de las limitaciones del hombre, incluso cuando está revestido de lo sagrado. El Vaticano II recomienda a todos los que ejercen la autoridad que “no apaguen el Espí­ritu” (LG 12) y que sean conscientes de que toda la comunidad tiene siempre necesidad de purificación (cf. LG 8. UR4 7).

El’ Vaticano II dirige un discurso análogo a los fieles sobre el deber de la obediencia. Recordando cómo tienen que vivir acatando inmediatamente al Señor, les recomienda que se preserven ante todo de la ilusión de estar iluminados de forma carismática y que no deben creerse autosuficientes en su caminar hacia el Señor Al mismo tiempo les invita a recordar que están en posesión de Cristo, evitando vivir en el servilismo a los superiores : ” Hermanos, vosotros habéis sido llamados a la libertad” (Gál 5,13).

El Vaticano II reconoce repetidas veces la vocación del cristiano a la libertad (LG 9. GS 39, 42): “Lleva a una libertad más madura a los hijos de Dios” (PO 15). La autoridad debe ejercerse como humilde servicio y no como dominio: “El que quiera ser grande entre vosotros, que se haga siervo vuestro” (Mt 20,26; Rom 11,13; LG 24, 27, 32). De manera semejante los cristianos son obedientes cuando, siguiendo el ejemplo de Cristo y hechos conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se consagran con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo (LG 4142).

La autoridad se confiere dentro del dinamismo pascual, con el empeño concreto de purificarse cada dí­a del propio egoí­smo radical y con la convicción de que así­ se ofrece a los demás a través del “servicio” a la redención de Cristo.

El cristiano sabe que la obediencia vivida como señaló el concilio no disminuye su dignidad personal, sino que la lleva a su desarrollo pleno, ya que acrecienta su libertad de hijo de Dios (cf. PC 14). El que obedece, posee la verdadera libertad, la paz, el gozo de quien cumple la voluntad de Dios. Y -añade la Escritura- da gozo también a Dios: “El Señor se alegrará… por ti, haciéndote feliz…, cuando obedezcas a la voz del Señor tu Dios, guardando sus mandamientos…” (Dt 30,9-10). “Si observáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he observado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea pleno” (Jn 1 5, 1 0- 1 1 ).

A.A. Tozzi

Bibl.: T Goffi, Obediencia, en NDE, 1002-1015: í­d., Obediencia y antonomí­a personal, Mensajero, Bilbao 1969: A, MUller, El problema de la obediencia en la iglesia, Taurus, Madrid 1970: R, Laurentin, La “contestación” en la iglesia, Taurus, Madrid 1970:AA. W , La obediencia en el cristianismo, en Concilium 159 (1980), número monográfico.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Obediencia según la Palabra – II. Obediencia en la primitiva experiencia eclesial – III. Obediencia evangélica inculturada – IV. Verificación histórica de la obediencia inculturada – V. Criterio preferencial entre las formas de obediencia – VI. La obediencia en la perspectiva del Vat. II – VII. Obediencia como redención de la autoridad según el Vat. II1 – VIII. Obediencia en la actual inculturación espiritual – IX. Recapitulación sobre la obediencia cristiana.

I. Obediencia según la Palabra
Dios se encuentra con los hombres en su vida cotidiana; lleva a cabo su historia de la salvación participando de su historia terrena. “¿Qué nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos a ella como lo está de nosotros Yahvé, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?” (Dt 4,7). Un Dios que habita cerca de los hijos de los hombres (Núm 35,34) establece con ellos múltiples y ricas relaciones; crea relaciones de autoridad-sumisión, de mando-obediencia, de superioridad-respeto. La adhesión humana a la voluntad divina se convierte en un momento privilegiado de la historia de la salvación; se constituye como signo de que se ha establecido una convivencia de amor con Dios salvador. La comunidad de los creyentes consigue su propia liberación en la medida en que sabe acoger y vivir en coloquio continuado en la intimidad vital con su Dios; en la proporción con que sabe expresar amor y obediencia a ese Dios.

La obediencia a Dios se hace posible solamente en virtud de un don divino, gracias a su voluntad salví­fica, por su gratuita benevolencia. En efecto, es un signo de su amor el hecho de que él manifieste su voluntad, que eleve a la criatura a mantener coloquio con él, que la haga capaz de vivir según su beneplácito. Dios salva al hacer a los hombres conscientes de su voluntad, al constituirlos capaces de obedecer a sus designios, al educarlos dentro de su historia de manera que sean respetuosos con él, al destinarlos a convivir en la intimidad de sus confidencias de amigo.

La alianza ha manifestado en la obediencia este nuevo rostro; la ha señalado como el don carismático ofrecido por Dios a los hombres; la ha propuesto como desposorio de intimidad entre Yahvé y su pueblo. “Entonces te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en la justicia y el derecho, en la benignidad y en el amor; te desposaré conmigo en la fidelidad y tú conocerás a Yahvé” (Os 2,21-22). La alianza sugiere el sentido y el modo de vivir la obediencia. Las criaturas, favorecidas por la amistad de Dios, tienen que amarlo a través de la conformidad con su voluntad; capacitadas para estar con él, tienen que saber “caminar ante la mirada de Yahvé”; llamadas a su intimidad, tienen que saber intuir sus deseos para cumplirlos. Los hombres tienen que practicar la obediencia como una manera de atestiguar que son una sola cosa con Dios, como un modo de conocer los pensamientos secretos del Omnipotente y realizarlos, como una expresión de estar en intimidad de amor con el Padre celestial (Gén 17,9; Ex 19,5s; Sal 119; 2 Mac 7,1-42).

La obediencia, por ser un modo de convivir en la intimidad de amistad con Dios, orienta a los hombres hacia una vida divina al modo de la vida de Dios; los capacita para una existencia de amor caritativo; los hace madurar hacia la participación en las relaciones intratrinitarias divinas. San Pablo precisaba que la obediencia cristiana está enea-minada hacia la libertad de los hijos de Dios: orienta a experimentar un vivir libre en el Espí­ritu de Cristo en comunión con el Padre (Gál 4,31; 2 Cor 3,17). La obediencia, en el espí­ritu de la alianza, es tender a vivir como Dios vive.

Si la revelación nos ha hecho conscientes del compromiso de obedecer a Dios para experimentar y atestiguar una vida libre en el amor divino, nos ha manifestado también que la voluntad divina en la existencia actual sólo puede captarse de ordinario a través de las vicisitudes y de las peripecias terrenas, mediante los intermediarios autoritativos humanos, escudriñando los signos de los tiempos. Unicamente en una futura era escatológica será posible captar la voluntad divina inmediatamente en Dios. Actualmente tendemos a ello a través de ciertos signos difundidos en la creación y mediante ciertos imperativos autoritativos humanos. Al presente los hombres, incluso cuando quieren obedecer a Dios, dan su adhesión a las autoridades que hacen sus veces; cuando quieren conformarse con los deseos divinos, intentan poner en práctica leyes formuladas por los hombres; cuando quieren mostrarse respetuosos con el plan divino, se someten a unos superiores terrenos. Los mismos israelitas sentí­an la necesidad de una palabra autoritativa que fuese humana. Decí­an a Moisés: “Háblanos tú y te escucharemos; pero que no nos hable Yahvé, para que no muramos” (Ex 20,19). Aunque en su actitud de observancia legal buscaban siempre el sentido recóndito de la voluntad divina, investigaban la manera de unirse al Omnipotente: “Mi corazón te habla y te busca mi rostro; es tu rostro, Yahvé, lo que yo busco” (Sal 27,8).

El pueblo elegido, educado en la religiosidad de los escribas y los fariseos, se habí­a convencido de la necesidad de mostrarse respetuoso con la ley de Moisés; procuraba practicar con esmero las numerosas prescripciones legales y rituales existentes; se comprometí­a a querer todo lo que le inculcaba la autoridad legitima. En este laudable intento de uniformarse con la ley se fue, sin embargo, abandonando lentamente y cayendo en un lamentable olvido; ya no buscaba unirse amorosamente con su Dios a través de la ley, sino que se detení­a en la materialidad de la prescripción legal. Los israelitas habí­an dejado de buscar el rostro de Dios, pues poní­an sus complacencias en el representante de su autoridad; no expresaban ya la intención de conocer la voluntad del Señor, pues les bastaba con escuchar los dictámenes preceptivos formulados en la torah; no se esforzaban ya en convivir en la intimidad del omnipotente Yahvé, porque consideraban suficiente vivir dentro del orden sancionado por la autoridad. En el primer puesto no estaba ya la relación inmediata con Dios, sino el cumplimiento literal de la ley. Dios vio entonces que los israelitas buscaban una seguridad humana: “Su corazón no era recto con él, y no eran leales a su alianza” (Sal 78,37). Comprendió que se sentí­an ricos con sus prescripciones legales, seguros de conquistar la salvación en virtud de sus propias obras conformes con la ley; no tení­an ya necesidad de suplicarle para que les manifestase su voluntad salví­fica.

Jesús, a través de su palabra y de su vida, vuelve a proponer la autoridad-obediencia dentro del espí­ritu de la alianza, que él renueva y perfecciona. Muestra que la obediencia debe tender a realizarse como vida í­ntima de amor con el Padre por encima de todo intermediario; como convivencia con Dios y en Dios. Toda su existencia tuvo como único intento uniformarse con la voluntad del Padre (Jn 8,29; 16,32), de manera que se sentí­a una sola cosa con él (Jn 10,30). La experiencia pascual de Cristo manifestó no sólo su adhesión a la voluntad divina, sino también un modo de convertirse en espí­ritu resucitado y de poder introducirse de esa forma en la vida divina de caridad (Jn 10,17-18), para conocer así­ la voluntad del Padre dentro de una intimidad confidencial.

La vida de obediencia de Cristo se ofrece como modelo para todos los hombres; obediente es el que participa del misterio pascual del Señor para ser hecho capaz de esta forma de convivir caritativamente con el Padre, y de aprender a conocer así­ sus deseos y vivirlos con amor respetuoso.

Jesús replanteó dentro del contexto de la nueva alianza no sólo la obediencia, sino también la misión de la autoridad. Prescribió que toda autoridad se esforzase en reflejar realmente la voluntad divina. Y este nuevo rostro de la autoridad es el que el mismo Cristo vivió entre los hombres; él quiso ser sacramento perfecto de la autoridad del Padre (Jn 13,13; Mt 28,18). Fue no tanto un representante de Dios Padre, cuanto el que pone en contacto inmediatamente con lo que el Padre desea: “Las palabras que os digo no las digo de mi cuenta, mas el Padre, que está en mí­, hace sus obras. Creedme que yo estoy en el Padre y el Padre en mi” (In 14,10-11). Para el Evangelio, la autoridad no hace las veces de Dios; no lo sustituye mandando según sus propios criterios humanos sobre los súbditos. La autoridad está llamada a poner en una convivencia inmediata al súbdito con Dios en el Espí­ritu de Cristo: “Tiene la misión de hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado” (GS 21); tiene la función de educar a los fieles para que se sepan poner a escuchar inmediatamente la voz del Padre.

II. La obediencia en la primitiva experiencia eclesial
Jesús, en su vida y en su Evangelio, puso de manifiesto el corazón de la obediencia perfecta; indicó el auténtico sentido profundo de la obediencia cristiana. Recordó que una observancia de los preceptos es cristiana sólo si tiende de alguna manera a adherirse a la palabra del Padre; precisó cuál es el criterio espiritual primario al valorar la autoridad y a los súbditos; recordó que no existe una obediencia evangélica si no expresa caridad hacia el Padre.

En la comunidad eclesial se procuró indicar y experimentar en qué medida era posible armonizar el espí­ritu evangélico de obediencia con la situación de creyentes implicados en asuntos terrenos, en la maraña de normas civiles y religiosas, sin tener nunca la posibilidad de encontrarse personalmente con el Señor. Si Jesús señaló la autoridad-obediencia en su perspectiva utópica de convivencia con el Padre, la Iglesia reestructuró esta indicación evangélica del Señor adaptándola a las situaciones históricas vividas por el pueblo creyente, pueblo enfrascado en los negocios de este siglo y privado de la intimidad cercana con el Señor. La comunidad de los creyentes debe comprometerse en medio de los problemas terrenos; debe estimular a practicar reglas y ordenaciones humanas; debe mostrar de qué manera y hasta qué punto ha de vivirse la enseñanza de su Señor.

¿Cómo interpretó y vivió la comunidad eclesial esta obediencia evangélica? En primer lugar, mantuvo su fe en la enseñanza del Señor sobre la caridad. Aceptó el deber de tender a vivir laobediencia de forma ideal como respuesta a la Palabra, como sumisión a la voluntad de Dios en Cristo, como participación-continuación de la obediencia del Señor. La obediencia entra en la historia salví­fica sólo si existe una manera de vincularse con Dios en Cristo según las indicaciones de la nueva alianza; si en cierto modo es expresión de una vida caritativa, que consiste en inaugurar en sí­ mismo una coparticipación de la vida divina trinitaria. Por eso la autoridad eclesial no se estructura como un oficio que se justifique en sí­ mismo, sino como epifaní­a de la autoridad de Dios en Cristo; como sacramento que pone al mismo superior en situación de escuchar inmediatamente al Espí­ritu; como carisma que Cristo emplea para la salvación de los hombres. La autoridad y la obediencia, en la comunidad eclesial, están ancladas en Cristo (2 Tes 3,14) para llegar a Dios Padre (He 6,7; Rom 1,5; 2 Tes 1,8).

Esta propuesta ideal evangélica de obediencia, que la Iglesia inculca fielmente entre los creyentes, no se declara realizable en virtud de un compromiso personal; no se propone ante todo como deber moral o ascético. Es siempre una situación que depende de cómo vive una persona en la vida caritativa, de cómo se inserta en el Cristo integral, de cómo es partí­cipe del reino del Padre, de cómo está pneumatizada en el yo de tal manera que sepa comulgar con los demás dentro del amor de Dios. Precisamente porque la autoridad-obediencia indica la manera de vincularse y vivir identificados con el querer í­ntimo de Dios en Cristo. ¿Acaso puede uno con su propio esfuerzo comprender “cuál es la anchura, la longitud, la altura y además la profundidad y conocer el amor de Cristo, que sobrepuja todo conocimiento” (Ef 3,18-19)? Para conocer los pensamientos del Padre y conformarse con ellos, es necesario ser transformado en nuestro propio yo y en nuestra propia vida, de manera que nos convirtamos en espí­ritu del mismo modo que Cristo resucitado. “Nadie conoce las cosas de Dios, sino el Espí­ritu de Dios” (1 Cor 2,11).

¿De qué manera se le comunica al alma este don del Espí­ritu, que capacita para obedecer a Dios en la propia intimidad? A través de la participación en el misterio pascual, que se verifica prácticamente en la recepción de los sacramentos. Ya en virtud del bautismo, el yo va adquiriendo lentamente una transformación radical; se convierte en un ser resucitado, se cualifica como espí­ritu. se hace uniforme con la vida divina caritativa, adquiere capacidad para estar en unión de intimidad con el Señor. Y a medida que el yo va siendo pneumatizado en virtud del misterio pascual del Señor, tiene la posibilidad de obedecer en sintoní­a con los deseos del Padre, según un espí­ritu caritativo, en unión con la voluntad divina. El misterio pascual de Cristo, comunicado al alma, confiere la capacidad o la posibilidad de realizar una obediencia cristiana según el espí­ritu filial del Señor Jesús. En este sentido, la espiritualidad tradicional ha afirmado que la obediencia con espí­ritu filial al Padre es posible al creyente sólo cuando éste se inscribe en la obediencia de Cristo Señor al Padre.

Como el creyente nunca en la tierra está transformado por completo en sentido pascual, no ha resucitado del todo, no está nunca totalmente pneumatizado, no posee jamás definitivamente la caridad completa, su obediencia está siempre fundamentalmente retenida por la voluntad de la autoridad mundana; si bien, por vivir en el Espí­ritu de Cristo, tiene que mostrar en cada uno de sus actos obedienciales cierta intención dirigida a Dios en Cristo; en cada una de sus adhesiones al superior terreno, tiene que saber remontarse al contacto personal con el Señor; en el cumplimiento de las disposiciones humanas, tiene que intentar descubrir el plan divino.

De hecho, entre los cristianos este empeño de obediencia cristiana se realizó de diversas maneras en su forma inicial. Podemos indicar algunas intenciones obedienciales que los mismos apóstoles sugerí­an a los fieles de la primitiva Iglesia. Unas veces les invitan a elevarse con el pensamiento y con el corazón al Señor Jesús, de manera que le obedezcan directamente a él como a Hijo del Altí­simo: “Sometemos todo entendimiento a la voluntad de Cristo” (2 Cor 10,5). Se deja de lado toda autoridad humana para poder encontrarse únicamente con la del Señor. Otras veces se parte del reconocimiento de la presencia válida del superior humano y de sus mandatos; se acogen con respeto esos preceptos terrenos, pero con espí­ritu de fe se los ve como si estuvieran dictados por Cristo, como si fueran preceptos utilizados por Dios para comunicarse a nosotros, como si el rostro del Señor se presentase bajo el del superiorterreno. “Las mujeres sean sumisas a sus maridos, como si fuese el Señor…; siervos, obedeced a vuestros amos temporales con temor y respeto, con sencillez de corazón, como a Cristo” (Ef 5,22; 6,5). En otras circunstancias se advierte a los fieles que tienen que permanecer dentro de una obediencia humana (inherente a la vida polí­tica, social o familiar), que puede valorarse de forma crí­tica según su radio de capacidad realizadora. Sin embargo, incluso en esta hipótesis, los cristianos son invitados a motivar su obediencia en el amor al Señor, a fin de seguir su ejemplo y atestiguar socialmente cómo obedece un discí­pulo de Cristo: “Vivid sujetos a toda autoridad humana por amor al Señor” (1 Pe 2,13).

Sucede también a veces que se propone como obligatoria la obediencia por ser virtud social; que se justifica por una exigencia de bien común, de orden público, de cooperación entre los hombres, como respeto a las jerarquí­as constituidas. Se advierte una ausencia de relación intencional explí­cita con Dios en Cristo. Pero incluso en esta hipótesis se acepta la obediencia en cuanto implí­citamente se la considera como virtuosa, ya que objetivamente puede referirse a los deberes exigidos por el orden providencial divino, puesto que Dios quiere que entre los hombres exista una autoridad con vistas al bien común. “Siervos, someteos con todo respeto a los amos, no sólo a los buenos e indulgentes, sino también a los violentos, pues agrada a Dios soportar por causa suya las vejaciones injustamente inferidas” (1 Pe 2,18s). Según las diversas situaciones sociales y eclesiales y el grado de formación espiritual de los individuos, se han sugerido en la comunidad eclesial diferentes modalidades de practicar la única obediencia cristiana evangélica.

III. Obediencia evangélica inculturada
La obediencia cristiana caritativa se va dibujando según modalidades no siempre conscientemente claras, entre otras cosas porque no aparece como una realidad distinta, como un don exclusivamente carismático. Está llamada a presentarse y a estructurarse en el interior y a través de la experiencia humana de las relaciones sociales y culturales existentes. Como la Palabra de Dios se comunica mediante palabras humanas, como el Hijo de Dios viene a convivir entre los hombres asumiendo la carne mortal, como la voluntad salví­fica del Padre en Cristo se expresa a través de la sacramentalidad de la Iglesia, como el amor caritativo del Espí­ritu se difunde a través de los modos humanos del amor, así­ también la obediencia caritativa en Cristo y con Cristo al Padre entre los hermanos se ofrece como fermento en el interior de las maneras humanas de obedecer.

La obediencia caritativa cristiana está llamada a encarnarse en los diversos rostros históricos culturales de la obediencia humana. Entre los hombres se alternan varias formas de humanismos; se establece una variada riqueza expresiva de modalidades autoritativas y de sumisión; se configuran nuevos aspectos en las relaciones sociales o jerárquicas; se dibuja una evolución histórica en los modos de vivir virtuosamente en la obediencia. Todo esto es un aspecto de lo humano que debe asumir la caridad evangélica para ofrecérselo redimido a los hombres. Cuando los cristianos asumen el estilo cultural del tiempo a propósito de las relaciones sociales de autoridad-sumisión y lo saben redimir testimoniando con ello un espí­ritu evangélico, desarrollan un carisma al servicio de la Iglesia. Es propio de la misión evangelizadora de la Iglesia asumir el humanismo cultural histórico, a fin de expresar en él y a través de él la fuerza renovadora del acontecimiento salvifico. De esta manera “se acomodará la vida cristiana a la í­ndole y al carácter de cada cultura y se incorporarán a la unidad católica las tradiciones particulares, con las cualidades propias de cada familia de pueblos, ilustradas con la luz del Evangelio” (AG 22).

La inculturación de la obediencia caritativa atestigua que el Señor es inagotablemente rico en su intimidad amorosa con el Padre y puede permitir a su Iglesia participar de sus bodas mí­sticas a través de las más diversas experiencias humanas. Y al mismo tiempo permite a la Iglesia denunciar crí­ticamente los modos culturales de autoridad-obediencia vividos en la sociedad actual, atestiguando proféticamente en ella que semejante experiencia cultural podrí­a o deberí­a vivirse de modo evangélico.

La inculturación demuestra a la Iglesia qug no puede detenerse en una misión evangelizadora que sea definitiva.

El mundo se encuentra en una continua renovación de su tensión humanista y la Iglesia es consciente de que su misión se desarrolla en jalones sucesivos, con paciente longanimidad, adhiriéndose con sentido realista a las situaciones históricas culturales, comprometiéndose con las visiones humanas para redimirlas, reviviendo en continuidad el misterio pascual del Señor.

Serí­a humana y cristianamente fatal encuadrar la vida de los fieles dentro de una ordenación fija en lo que respecta a la práctica virtuosa de la obediencia; eso serí­a alienar su disponibilidad de leer y valorar la experiencia espiritual en devenir, anular su creatividad cultural, imponer a los acontecimientos un sentido preconstituido, limitar la realidad a un sentido único, mostrar la espiritualidad cristiana reducida a una monotoní­a asfixiante. Ahora bien, la misma virtud cristiana de la obediencia está interesada en saber interpretar, leer y renovar la realidad concreta, en despertar la creatividad e inventiva, que suscitan continuamente nuevas formas de bien.

Por otra parte, históricamente la práctica de la obediencia cristiana no ha sido nunca concebida de una manera ahistórica, fuera de un contexto cultural concreto. Ha sido siempre el aspecto de un conjunto armonizado de valores existente en una época determinada, el reflejo de un determinado modo espiritual de vivir imperante en una iglesia particular. En general, se tiende a absolutizar el sentido de autoridad-obediencia tal como se ha comunicado durante la educación de la adolescencia. Por esta tendencia a absolutizar, siempre que cambia el contexto socio-cultural espiritual se suscitan crisis. Se tiende a pensar que se rechaza el principio mismo de autoridad-obediencia, y no solamente una de sus formas culturales. Ello también porque la comunidad eclesial no se muestra dispuesta y oportuna en testimoniar la actuación evangélica profética de la nueva forma de autoridad-obediencia. Y todo esto engendra una desorientación espiritual. No pocas veces la desobediencia o contestación juvenil es una repulsa de la inculturación anticuada con que se presenta la virtud de la obediencia, más que un sustraerse a una vida virtuosa obediente. Los nombres de las virtudes siguen sin variar, pero su contenido experimenta una continua modificación. El que ve las cosas desde fuera tiene laimpresión de que la vida espiritual es un sector terriblemente fijado de una vez para siempre, vinculado a unos valores detalladamente imposibles de superar. Pero lo cierto es que está profundamente sometida a un devenir sociocultural-eclesial.

IV. Verificación histórica de la obediencia inculturada
Para hacer concreto y convincente el discurso sobre la obediencia inculturada. será conveniente poner algunos ejemplos. Según la antigua sabidurí­a griega, el universo es un cosmos debidamente armonizado en sus partes con el todo, estructurado con gran arte, dirigido y basado en una voluntad divina. El hombre tiene que mostrarse obediente. conformándose con este orden estable. Lo que fundamenta la obediencia humana no es la antropologí­a sino la cosmologí­a. Los estoicos, en cambio, partiendo de la experiencia de los lí­mites y de los males existentes en el mundo, no aconsejan la inserción corpórea en la unidad del cosmos ni la contemplación bienaventurada de sus bellezas, sino la huida del ambiente de los sentidos y del cuerpo para refugiarse en un mundo totalmente distinto a través de la experiencia vivida del ápice del alma. La obediencia se presenta como ascesis del yo para introducirse en una atmósfera nueva, donde se une lo bello con lo bueno.

Para la Sagrada Escritura el cosmos yace en un estado imperfecto, y además en decadencia, debido al pecado del hombre. No se prescribe la obediencia para insertar la conducta humana en el orden universal ni para huir de él, sino para poner al hombre en comunión con Dios. Y puesto que la palabra revelada habla de una escucha inmediata y mediata de la voluntad divina, los cristianos han procurado ponerse en situación reverente al Espí­ritu de Dios de dos maneras fundamentales: directamente o mediante intermediarios.

En primer lugar, orientándose hacia la comunión inmediata con Dios, algunos creyentes han intentado purificar su propio yo a fin de capacitarlo para sintonizar con el Espí­ritu; así­ lo hicieron los carismáticos o pentecostales (cf 1 Cor 3,16; 6,19; LG 4). Otros han seguido a un director espiritual penumatizado, como en los tiempos monásticos de san Antonio abad, en los que el padre espiritual no ejercí­a una autoridad desde fuera, sino que ofrecí­a solamente el testimonio del Espí­ritu que actuaba en él. Otros constituyeron una fraternidad en la que se edificaban mutuamente para lograr todos juntos detectar y atestiguar las inspiraciones del Espí­ritu y constituir una koinoní­a o comunidad dócil a los carismas vividos entre hermanos; es lo que sucedió en la comunidad apostólica (He 4,32s), en el cenobitismo de Pacomio o en el programa primitivo monástico de san Francisco de Así­s. En la fraternidad se intenta trascender la autoridad humana; cada uno de los miembros, mediante una ascesis personal, se esfuerza en identificarse con el Espí­ritu, haciéndose “sacramento de filiación” O. Brianchaninov).

San Buenaventura intentó presentar la visión de la obediencia según el Espí­ritu de Cristo en una estructuración teológica. Considera que la perfección de la obediencia depende del grado de amor caritativo que le sirve de fundamento. La obediencia es perfecta en cuanto que expresa y se identifica con la caridad. En la proporción en que el alma se purifica pascualmente, en la medida en que se transforma en el Espí­ritu de Cristo, según el grado de participación en la vida divina caritativa, tiene también la posibilidad de intuir los deseos del Padre, de elevarse con obediencia inmediata hasta sus sentimientos y sus deseos. Esta concepción espiritual, basada en el acto de fe, más que detenerse en el superior que representa al Señor, intenta llegar directamente al Padre mediante el Espí­ritu de Cristo, aunque ordinariamente esto es posible sólo a través del diálogo con los hermanos (sobre todo con el superior) y al servicio del bien de la comunidad.

En la comunidad eclesial se ha vivido otra experiencia obediencial, la de no buscar la comunión inmediata con el Espí­ritu de Cristo, sino someterse “con espí­ritu de fe a los superiores que hacen las veces de Dios” (PC 14). Dios, en su orden providencial, se dirige a los seres más pequeños mediante intermediarios; se vale de personas constituidas en autoridad para coordinarlo todo según su orden providencial; manifiesta ordinariamente su voluntad a través de los superiores. La autoridad se convierte en un oficio, se institucionaliza, va asumiendo una configuración muy condicionada por el contexto cultural de los tiempos.

En el monasterio benedictino la autoridad-obediencia se establece dentro de los módulos feudales; se estructura según una modalidad altamente jerárquica, en la que “todo ha de ejecutarse con el consentimiento del abad” (Regla, 49), ya que “se va hacia Dios siguiendo las huellas de Cristo, obedeciendo” al abad (C. Marmion). Para san Ignacio de Loyola la perfección consiste en adherirse de la manera más completa al superior, teniendo “con él no sólo un mismo querer y no querer”, sino “sometiendo el propio juicio al de él”. “Haga cuenta que cada uno de los que viven en obediencia se debe dejar llevar y regir de la divina Providencia por medio del superior, como si fuere un cuerpo muerto, que se deja llevar adonde quiera y tratar como quiera, o como un bastón de hombre viejo, que sirve a quien lo tiene en cualquier sitio y para cualquier cosa”. Se puede llegar a la obediencia ciega; el alma, dejando aparte toda consideración prudencial humana, con sentimientos de fe se abandona al querer del superior (alieno judicio ambulare), sabiendo que en él se manifiesta la voluntad de Dios. Se sabe por la fe que el superior hace las veces del Señor, está “en lugar de Cristo”.

Lo mismo que san Buenaventura es el teólogo teórico más eminente sobre la obediencia como adhesión inmediata a Dios en Cristo, así­ lo es santo Tomás para la obediencia como adhesión a Dios mediante el precepto del superior. Para santo Tomás el criterio de la obediencia perfecta depende de la presencia del mandato y de su completa ejecución (S. Th. 11-11, q. 104, a. 4). La atención primera no se dirige tanto a superar el precepto humano para centrarse en la palabra del Señor, cuanto a considerar el modo de acoger y ejecutar el precepto. Esto puede hacerse con una doble modalidad de perfección; primeramente, ejecutando su contenido por estar mandado; no por su aspecto prudencial, sino por su forma imperativa (S. Th. 11-I1, q. 104, a. 2); entonces el obediente implí­citamente acata la autoridad en cuanto prescribe determinadas acciones; en segundo lugar, se puede expresar un ánimo obediente más perfecto todaví­a, cuando el súbdito se empeña en obedecer más allá del ámbito común; cuanto más extensivamente acepta uno ser súbdito, más perfecto es en la obediencia (S. Th. II-II, q. 104, a. 5, ad 3). El perfecto obediente se muestra dispuesto a dejarse mandar en todo por el superior, sin poner lí­mites a su competencia legí­tima. La perspectiva tomista no es propiamente la de la fe, sino una consideración teológica sobre el ejercicio de la obediencia como virtud moral. En consecuencia, santo Tomás pide que el súbdito proceda, incluso en la obediencia, valorando la bondad de lo que se le manda, asumiendo una responsabilidad crí­tica, expresando una presencia personal digna. “La persona, así­ como está obligada a proceder según su propio consejo en todas sus acciones, así­ también debe hacerlo en actitud de obedecer al superior” (S. Tb., II-II, q. 104, a. 1, ad 1). Santo Tomás intuí­a fácilmente que, al fundamentar la obediencia no en el Espí­ritu de Cristo, sino ante todo en el mandato de los superiores, se podí­a dar lugar a no pocos abusos: la autoridad puede sentir la tentación de imponer la adhesión a una visión inadecuada de valores subordinados a sus órdenes, de exigir la aceptación absoluta de unas propuestas de suyo contingentes, de obligar a tener como voluntad de Dios ciertos preceptos puramente humanos, de hacer aceptar como sagrada la orden existente impidiendo cualquier tipo de contestación y de evolución. El súbdito ha de ser un colaborador crí­ticamente responsable con la autoridad a fin de promocionar la verdad y el bien común.

San Francisco de Sales y santa Juana Francisca de Chanta] (+ 1641) buscan un nuevo perfeccionamiento de la concepción ética tomista sobre la obediencia. Para ellos la obediencia es perfecta cuando se muestra integrada en el fondo de su acto por un conjunto de virtudes, dado que la obediencia está destinada a completarse con las demás actitudes virtuosas de la persona. La obediencia no se configura aisladamente, sino sólo como momento de una vida enteramente virtuosa. El obediente consigue ser verdaderamente tal sólo si en el mismo acto de obediencia ejercita la piedad filial, el espí­ritu de caridad, el sentido de sacrificio, la prontitud de la adhesión, la docilidad prudente, la sagacidad eficiente, la humildad paciente y otras cualidades espirituales. No existe la persona virtuosamente obediente, sino que el obediente es virtuoso si es tal en sentido integral (principio de la totalidad virtuosa en dimensión personal). Si para santo Tomás la obediencia guarda relación con las demás virtudes, sobre todo porque éstas pueden ser objeto del precepto del superior (S. Th. II-II. q. 104, a. 2, ad 1), para san Francisco de Sales y santa Juana F. de Chantal la obediencia se constituye integrándose en el ejercicio de las demás virtudes.

La inculturación de la obediencia puede depender no solamente del contexto socio-polí­tico-eclesial o de una propia visión teológico-espiritual, sino también inconscientemente de predisposiciones personales de los espiritualistas, de sus estados psico-caracteriales, de los modos propios de vida ascética o de sus experiencias comunitarias. Puede resultar útil recordar algunos ejemplos. San Francisco de Así­s propuso al principio a su comunidad religiosa la observancia evangélica de la fraternidad; después de una amarga experiencia de convivencia religiosa comunitaria, impuso a los hermanos una obediencia eminentemente canónica; pasó de la forma evangélica de caridad a la estructuración legalista-eclesial.

Pedro de Bérulle (t 1629), profundamente consciente de su dignidad cardenalicia, acogió la concepción metafí­sica neoplatónica del Pseudo-Dionisio, que contempla una visión jerárquica del mundo espiritual. Según Bérulle, las gracias divinas trinitarias descienden sucesivamente sobre las almas a través de Cristo, la Virgen y el superior. Y el súbdito no puede remontarse hasta Dios para recibir sus gracias más que a través del superior. La acción de Dios se perfila mediante una gradación de unidades jerárquicas. “De este modo Dios, que es unidad, lo conduce todo a la unidad y por grados distintos de unidad viene y desciende hasta el hombre y el hombre va y sube hasta Dios y llega a disfrutar así­ de la unidad suprema y original de la divina esencia.

Carlos Condren (+ 1641) tiene la experiencia de su ser psicasténico, de su vida interior atormentada, de su existencia psí­quica y socialmente agitada. Partiendo del presupuesto de la nada de la criatura, propone la obediencia como un anonadamiento. “Cuando Dios hizo salir de sí­ a las criaturas, les dio un ser hecho de la nada y de este modo, al darles un ser formal y visible, el ser real y verdadero de esas cosas ha permanecido siempre en él (…]; lo que ahora vemos nosotros en las cosas creadas y en las criaturas no es su ser real y verdadero, ya que las cosas creadas y las criaturas no tienen en sí­ mismas su realidad”. El Espí­ritu, “al darse a los hombres, los aniquila en su misma donación; a tal punto ésta es santa y no puede tolerar nada creado, ni puede sufrir nada fuera de su pureza” (Carta inédita). Y así­, la obediencia vivida, como un renegar de sí­ mismo, es la única manera de acercarse hasta Dios.

V. Criterio preferencial entre las formas de obediencia
Si la obediencia ha tenido múltiples expresiones (de las que no hemos puesto más que unos breves ejemplos), si ha conocido una continua inculturación, si ha indicado diversas maneras de acatamiento del Espí­ritu, si ha considerado que era posible practicar la imitación de Cristo de formas distintas, si ha manifestado una comunidad eclesial caracterizada por formas carismáticas diferentes, ¿podrí­a establecerse una preferencia entre esas formas? ¿Se puede hacer una valoración crí­tica sobre el modo más evangélico de expresar la obediencia cristiana?
Quizá no sea conveniente expresar un juicio preferencial absoluto. Toda forma virtuosa de obediencia ha correspondido a un contexto socio-cultural determinado; ha querido indicar un kairós o gracia eclesial propia de una época determinada en la historia de la salvación; ha reflejado una etapa espiritual particular experimentada por la comunidad cristiana. Precisamente por esto, cuando se oye discutir la forma con que a uno lo han educado o con que ha vivido la obediencia de su vida pasada, no debe imaginarse que ha vivido una ascesis equivocada o malgastada. Tiene que pensar que se ha portado tal como lo exigí­a el propio tiempo salví­fico y eclesial. Por otra parte, los mismos que hoy son renovadores puede que se encuentren también, en una edad más avanzada, discutidos a causa de unas nuevas costumbres a propósito de la obediencia.

Lo que permanece como espiritualmente esencial es vivir con espí­ritu de fe-caridad la obediencia dominante; no detenerse en la red de la ley humana, sino remontarse a la unión í­ntima con el Señor Jesús; no pensar nunca que basta con respetar la voluntad del superior, sino intentar relacionarse con la voluntad del Padre. Si las relaciones humanas con la autoridad intermedia son imposibles de eliminar, cristianamente no está permitido olvidar la tensión hacia un contacto directo con el Padre en el Espí­ritu de Cristo. En la regla de la fraternidad de Taizé leemos: “Si esta regla hubiera de considerarse como un resultado final y nos dispensara de la continua búsqueda de los designios de Dios, de la caridad de Cristo, de la luz del Espí­ritu Santo, significarí­a entonces cargarse con un fardo inútil; mejor serí­a no haberla escrito nunca”.

VI. La obediencia en la perspectiva del Vat. II
La obediencia cristiana tiene una exigencia irrenunciable: que la autoridad humana sea cada vez más transparente a la voluntad divina, de forma que la misma obediencia de los creyentes pueda expresarse y orientarse como sumisión inmediata a Dios Padre en Cristo. Semejante perspectiva de la autoridad-obediencia refleja la í­ndole escatológica de toda la vida cristiana: desea ser una anticipación de la vida caritativa futura; quiere ser participación de la autoridad-obediencia que vive el Cristo Señor en el esplendor de su gloria (LG 42).

¿Cómo presenta el Vat. II la autoridad-obediencia? ¿Sabe poner de relieve la novedad evangélica de la virtud de la obediencia? El Vat. II recuerda la indicación esencial del evangelio cuando habla de la jerarquí­a eclesial: “En la persona de los obispos, a quienes asisten los presbí­teros, el Señor Jesucristo, Pontí­fice supremo, está presente en medio de los fieles” (LG 21; CD 2). La jerarquí­a, al hacer presente a Cristo, no hace más que facilitar una auténtica obediencia cristiana entre los fieles, obediencia que puede definirse de este modo: un ofrecer directamente “a Dios, como sacrificio de sí­ mismos, la plena entrega de su voluntad” (PC 14).

El Vat. II, al señalar una perspectiva ideal de la autoridad eclesial, no ha pretendido negar las posibles deformaciones de las situaciones existenciales autoritativas. Cristo está presente en la jerarquí­a, aun cuando sus titulares puedan ser intermediarios y representantes indignos. El concilio se muestra consciente de los lí­mites de lo humano, incluso cuando está revestido de carácter sagrado. La autoridad humana, por muy noblemente elevada que se encuentre, esconde en sí­ misma la tentación de lo demoniaco; a veces se expresa en la ambigüedad de desahogar sus ansias de poder; en sus mismos gestos de entrega puede cultivar la pretensión de poseer; en los mismos momentos de purificación ascética puede engañarse sobre la eficacia de su juicio inapelable. La autoridad, constituida para manifestar el Espí­ritu, puede quizá apartar en parte de él; instituida para liberar a los hombres a fin de que se abandonen con confianza en manos del Señor, los somete a veces a las estructuras terrenas y a su propia persona. Precisamente por esto el Vat. II recomienda a todos los que están constituidos en autoridad en la Iglesia que “no sofoquen el Espí­ritu” (LG 12) y que sean conscientes de que junto con toda la comunidad también ellos “están siempre necesitados de purificación” (LG 8; UR 4,7). “La Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas, que gimen con dolores de parto al presente” (LG 48).

El Vat. II dirige unas palabras análogas a los fieles sobre el deber de la obediencia. Recordando que tienen que vivir en una sumisión dirigida inmediatamente al Señor, les recomienda que se preserven sobre todo de la ilusión de estar iluminados de modo carismático y que no se crean autosuficientes en su caminar hacia el Señor. Al mismo tiempo, les invita a recordar que son posesión de Cristo, evitando vivir en el servilismo respecto a los superiores. La vida cristiana caritativa es esencialmente libre por ser vida de hijos de Dios, por estar impregnada de la espontaneidad del amor caritativo e injertada en Cristo liberador (PO 15). “Vosotros, en efecto, hermanos, fuisteis llamados a la libertad” (Gál 5,13). El Vat. II reconoce repetidas veces la vocación del cristiano a la libertad (LG 9; GS 39; 42), aunque luego ese cristiano se degrade fácilmente en actitudes de servilismo y de lisonja respecto a la persona de los superiores, o bien se incline a rechazar esa libertad por miedo a asumir responsabilidades personales, a tal punto que resulta casi artificioso aquel testimonio del concilio, de que la obediencia cristiana “conduce a la libertad más madura de los hijos de Dios” (PO 15).

El Vat. II no tiene la pretensión de establecer ya en la tierra una autoridad-obediencia exactamente al estilo de la caridad futura; no exige que se tenga tal fe en un poder, que se le mire como un espejo totalmente terso de la luz del Espí­ritu; ni sugiere a los fieles que se crean capaces de mantenerse dentro del querer de Dios sin necesidad de prescripciones terrenas; ni se imagina que los cristianos puedan vivir la obediencia con la plena libertad de los hijos de Dios que viven en la consumación del amor caritativo. El concilio se limita a sugerir el espí­ritu renovador evangélico, que lentamente debe imbuir las relaciones de autoridad-obediencia; quiere que en cierto modo se sepa enunciar proféticamente su futura forma caritativa; una iniciación cristiana de nuevas relaciones caritativas de autoridad-obediencia, que se traduce concretamente en la función de “servicio”.

La autoridad debe desempeñarse como un servicio y no como un dominio: “Aquel de entre vosotros que quiera ser grande, que sea vuestro servidor” (Mt 20,26s; Rom 11,13; LG 24.27,32). De manera semejante, los cristianos son obedientes siempre que, siguiendo el ejemplo de Cristo y haciéndose conformes a su imagen, obedientes en todo a la voluntad del Padre, se consagren con todo su ánimo a la gloria de Dios y al servicio del prójimo (LG 41-42). Concebir la autoridad y la obediencia como un servicio de cada uno a todos los demás y de todos a cada uno es definir esas actitudes como capacidad de hacer el bien como obsequio al Espí­ritu interior; es comunicar la caridad en las relaciones humanas, sintiéndose cada uno movido a sacrificarse por los demás a imitación de Cristo y por su gracia; es hacer que germine la auténtica libertad en las comunidades, ya que los miembros aprenden a dejarse iluminar ya vivir según los dones del Espí­ritu (1 In 2,26). El Vat. II ha indicado el fermento evangélico de servicio que debe introducirse y difundirse entre las experiencias humanas de autoridad y de obediencia, aunque es consciente de que no pocas veces ha estado ausente entre la autoridad y los súbditos. Estos bienes caritativos de la autoridad, de la obediencia, del servicio y de la libertad hay que brindarlos continuamente a los hombres y “después de haberlos propagado en la tierra, en el Espí­ritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal” (GS 39).

VII. Obediencia como redención de la autoridad según el Vat. II
Los estudios de psicologí­a y de sociologí­a están de acuerdo en presentar el poder como sometido a una radical ambigüedad, con una potencialidad contaminada por lo demoní­aco, con una tendencia a la prevaricación, imposible de eliminar. La autoridad, incluso cuando es conferida por el sacramento, permanece inclinada a extralimitarse en su misión de servicio. El sacramento incoa una potencialidad; genera el deber de realizarse progresivamente; no asegura una realización virtuosa. Por el sacramento, la autoridad se confiere dentro del dinamismo pascual, con el compromiso de purificarse cada vez más de su propio egoí­smo radical y con el convencimiento de ofrecerse continuamente a la redención de Cristo.

La autoridad se plantea en términos dialécticos. De ella hay que decir al mismo tiempo que habla en nombre de Cristo y que tiene que uniformarse con el Espí­ritu para poder expresarse en nombre de Cristo; que representa al Señor y que debe capacitarse para dirigir en nombre del Señor; que es Cristo en la tierra y que tiene que hacerse imagen viva y perfecta de Cristo. El error está en escoger o proponer uno solo de los dos elementos. Si nos detenemos exclusivamente en la identidad actual con Cristo Señor, se forja un absoluto que sabe a idolatrí­a; se desconoce que el mismo poder eclesial experimenta un continuo paso pascual del vivir según la carne al vivir según el Espí­ritu. Limitarse a considerar la autoridad como si fuera sólo un compromiso de conformarse con la autoridad de Cristo, es desconocer la fe, que nos impone el deber de descubrir a Cristo actualizado en su Iglesia (LG 20-21; CD 2).

De una manera análoga, también el acatamiento por parte del fiel de la autoridad eclesiástica se sitúa en una actitud dialéctica. En primer lugar, no hay que escandalizarse de la posible ambigüedad latente en la autoridad, buscando en ello el pretexto para sustraerse a la obediencia. En relación con la misma jerarquí­a eclesiástica, el Señor ha dejado al creyente dentro del contexto de no haber resucitado todaví­a definitivamente en Cristo, de no estar aún en disposición de mirarse con seguridad en la voluntad del Padre, sino de tener que adherirse a ella a través de la mediación eclesial. El presente no es un tiempo de posible unión total con el Señor, sino de un paso pascual hacia él por medio de la autoridad eclesial. De este modo, la misma obediencia caritativa del cristiano, en el acto mismo de adherirse al precepto del superior, está totalmente inmersa en el devenir purificativo pascual; se arraiga en la fe, ya que no goza con claridad de la palabra del Señor; se integra en la esperanza, ya que no se siente suficientemente iluminada por la luz del Espí­ritu [PC 14; Pablo VI, Evangelica testificatio: AAS 63 (1971) 510].

Al mismo tiempo, el fiel tiene la obligación de no habituarse a una autoridad eclesial situada en la ambigüedad; tiene que aguijonearla para que se convierta al Señor. Entre otras cosas, la jerarquí­a eclesiástica está llamada a atestiguar en el mundo cómo puede y debe ser redimido el poder difundido en las asambleas humanas. La autoridad eclesial, en relación con el mismo ejercicio del poder que se practica entre los hombres, tiene que saber suplicar a Dios lo mismo que hací­a Jesucristo: “Por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad” (Jn 17,19).

Al fiel se le ha confiado la salvación de la autoridad. Con respeto filial y con amor caritativo tiene que comprometerse a promover en la asamblea eclesial la presencia de una autoridad que corresponda lo mejor posible a la grandeza de Cristo. Se trata de una tarea inherente al estado mismo del cristiano. Un creyente es por vocación una persona que sigue a Cristo, que se conforma con él, que se convierte en una actualización de la misión del Señor en el dí­a de hoy. Esto supone que el cristiano, a medida que es redimido y hecho partí­cipe del cuerpo mí­stico del Señor, tiene que ser con Cristo y en Cristo un redentor. El cristiano ha sido salvado no para sí­, sino para los hermanos; no para una ventaja propia, sino para difundir la caridad entre los demás. Por esa vocación suya tiene el cometido de santificar filialmente a sus mismos superiores.

En conclusión, según el Vat. II el fiel tiene que asumir frente a la autoridad actitudes sumamente dialécticas; se muestra estabilizado en adhesión respetuosa al superior, pero al mismo tiempo intenta trascenderlo para vincularse inmediatamente al Padre en el Espí­ritu de Cristo; reconoce a la autoridad como gracia para remontarse al plan de Dios y llevarlo a cabo y, al mismo tiempo, se compromete a promoverla para hacerla menos alienada de los deseos de Dios; tiene fe en que en la jerarquí­a está presente el Señor, pero sabe también que el rostro de Dios en Cristo es inefable; se abandona a la obediencia como camino para adquirir la libertad cristiana, pero al mismo tiempo ha de comprometerse a ir más allá de la persona del superior para no caer en el servilismo.

VIII. La obediencia en la actual inculturación espiritual
Es tarea de la comunidad eclesial dedicarse a la evangelización, no sólo anunciando la palabra revelada, sino sobre todo intentando traducirla al lenguaje corriente, concretándola según los problemas actuales, expresándola según las culturas corrientes. En particular, a propósito de la autoridad-obediencia, la comunidad eclesial tiene el deber apostólico de indicar, bien la enseñanza revelada, bien cómo esta enseñanza está llamada a redimir y a expresar de una forma nueva las relaciones actualmente vigentes entre autoridad-obediencia. Las indicaciones conciliares sobre la obediencia eclesial no libran a esta virtud de la aventura de progresivas inculturaciones posteriores. El Vat. II se limitó a ofrecer algunos aspectos teológico-pastorales, que es preciso tener en cuenta en las experiencias sucesivas sobre la práctica de la obediencia.

La comunidad eclesial suele expresar la evangelización a través de palabras y de prácticas, interpretadas y vividas por dos grupos diversos de sus miembros: los laicos y los religiosos. Ellos ofrecen dos modos de vida cristiana llamados a integrarse entre sí­, y, juntos, señalan una catequesis eclesial menos incompleta. La praxis cristiana de la autoridad-obediencia entre los fieles y los religiosos se denomina carisma eclesial. En efecto, su experiencia no sólo tiene la finalidad de acoger y traducir en su propia existencia la enseñanza evangélica sobre la autoridad-obediencia, sino también la de proclamar a todos -creyentes y no creyentes- que la comunidad eclesial vive la enseñanza del Señor sobre la autoridad-obediencia, que la Iglesia es creí­ble por la verdad que profesa y practica, que es hermoso y provechoso vivir según el Espí­ritu, presente y operante en la Iglesia. Por eso la autoridad-obediencia han de vivirla la jerarquí­a eclesiástica, los laicos y los religiosos como servicio de la Iglesia, como apostolado entre los no creyentes, como modo insustituible de evangelización.

La autoridad-obediencia, vivida por los laicos y los religiosos, es necesariamente evangélica, aun cuando los laicos v los religiosos la ejerzan de diversa forma. El pluralismo de experiencias eclesiales de autoridad-obediencia (existentes entre las múltiples familias religiosas o entre los diversos grupos de laicos creyentes) se estructura y se armoniza como en un mosaico, para manifestar mejor la hermosura del rostro de la Iglesia. No hay que establecer comparaciones de preferencia entre estas experiencias cristianas, a no ser en cuanto que consigan de hecho expresar una mayor caridad, en cuanto que sepan atestiguar una más profunda reactualización de la presencia del Señor entre los hombres.

Si se quisiera presentar la obediencia cristiana inculturada en un sentido moderno, ¿cómo habrí­a que describirla? ¿Cuáles serí­an sus caracterí­sticas actuales permanentes? ¿Dentro de qué notas culturales y espirituales podrí­a expresarse hoy? El mundo actual se caracteriza por el establecimiento de unas nuevas costumbres: se ha pasado de una sociedad unitaria y jerárquica a otra pluralista, democrática y liberal; de una comunidad diferenciada a otra igualitaria; de la época de competencias universales a la de la especialización; de la estructura polí­tica monárquica a la de los órganos de gobierno; de una sociedad estable a otra dinámica. Si ayer los hombres se sentí­an fascinados ante perspectivas trascendentes ultraterrenas, hoy se va introduciendo una mentalidad marcadamente horizontal, que limita la culpa a la falta contra las exigencias sociales, respecto al bien que se debe a los demás, en relación con una sociedad futura que construir. Se trata de una “solidaridad sin Dios”: superación del egoí­smo, basada en una motivación social que pretende prescindir de una obediencia orientada a Dios. Además, el hombre moderno mira el cosmos no tanto como un orden sagrado, en el que insertarse y al que adherirse, cuanto como una energí­a escondida e inagotable que hay que aprovechar y reordenar, superando todas las resistencias nocivas. El hombre está llamado a ser sobre todo responsable, para dominar y transformar el mundo en provecho suyo y saber situarse en él como en una casa hecha a su propia medida.

Dada la cultura actual que hemos señalado, la comunidad eclesial tiene la misión de asumir todo lo que es válido en este nuevo estilo autoritativo, para redimirlo y atestiguarlo en su posible forma evangélica.-La asamblea creyente, en el contexto actual, es invitada ante todo a considerar la autoridad, más que como prerrogativa de una persona, como valor comunitario que se ha de vivir “en” y “para” la comunidad. Por parte cristiana habrá que testimoniar que la comunidad, jerarquizada en otras épocas, prefiere hoy presentarse como fraternidad caritativa. A través del mismo modo de ejercer la autoridad, hay que saber crear un contexto eclesial, que predisponga y favorezca una vida caritativa entre los fieles, que haga aflorar el deseo ardiente de instalarse en relaciones interpersonales al estilo de las relaciones trinitarias existentes en Dios. Por la presencia de la autoridad, los individuos tienen que sentirse llamados a una corresponsabilidad comunitaria que sea expresión de una riqueza carismática interior; han de ser promovidos a gozar de la gracia pentecostal en favor de un sentir propio en el Espí­ritu de Cristo; tienen que capacitarse para una madurez espiritual, de modo que puedan autodirigirse con vistas a un vivir comunitario. Por tanto, autoridad como servicio para educar cristianos adultos en Cristo, como formación y fraternidad caritativa.

En particular, cuando se trata de autoridad eclesial que haya de ejercerse entre los fieles laicos, ha de consentir en éstos la autonomí­a personal y polí­tica necesaria. Los laicos cristianos están llamados a hacer surgir de las realidades profanas, de los problemas vividos en el mundo, de los asuntos cotidianos, de las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, el sentido evangélico con iniciativas propias; tienen que dar testimonio de una fe ricamente responsabilizada. Pero todo esto no es posible si el creyente no testimonia autonomí­a personal, discernimiento prudencial propio, aportación creativa individual. No se tolera someterse a una obediencia cristiana que despersonalice al individuo, que lo sujete pasivamente. La experiencia cristiana debe saber mostrar que en la práctica es posible intuir y adherirse a la voluntad del Padre, descubrir la acción de Dios dentro de los acontecimientos humanos, escuchar al Espí­ritu de Cristo en medio de las situaciones terrenas. En sentido cristiano, parece más apropiado hablar de responsabilidad personal y colectiva que de autonomí­a. Un laico cristiano, más que autónomo en el significado estricto de la palabra, es corresponsable con los hermanos ante el Señor en su colaboración por establecer el reino de Dios. Si se distingue como contestatario, no es por independencia de juicio, ni por convicciones personales, sino para combatir cuanto impide la llegada del reino.

El testimonio de autonomí­a responsable se propone como misión eclesial obligada en la actualidad para todos los grupos laicos de perfección evangélica y de apostolado. Su servicio apostólico primordial consiste en ser comunitariamente testigos de una auténtica vida adulta en Cristo; en saber irradiar el sentido caritativo a través de una personalidad integrada con esplendor en todos sus valores humanos y cristianos. No se genera una desviación individualista, sino un afinamiento del sentido espiritual, ya que los laicos comprometidos en la perfección evangélica se sienten estimulados a ser cada vez más adultos, abiertos a la solidaridad comunitaria y entregados a la promoción de sus hermanos. El que ejerce entre ellos la autoridad se llama “responsable”, pues no se sitúa sobre el grupo. sino dentro del grupo; tiene la finalidad de estimular a la comunidad a autorreguiarse; está empeñado en hacer experimentar una fraternidad de integración mutua: es un estí­mulo para la colaboración comunitaria. Su poder autoritativo de decisión aparece solamente cuando falta la concordia autodisciplinada entre los miembros. Es verdad que esta colaboración sólo puede practicarse comunitariamente si se expresa y se vive como caridad fraterna, de manera que el grupo se parezca mucho a “una familia bien organizada en la que todos se quieren y todo resulta amable”.

La autoridad-obediencia, cuando es vivida actualmente como un carisma entre los religiosos, ¿qué mensaje evangélico pretende anunciar primordial-mente? ¿Qué verdad desea atestiguar en el mundo actual? Dada la cultura espiritual de nuestra época, en la que se indica como ejemplar a la persona adulta en Cristo, en la que se admira a los que asumen conscientemente la responsabilidad según el Espí­ritu del Señor, en la que uno se siente comprometido a atestiguar su propio carisma eclesial, se vislumbra la necesidad de que la espiritualidad consagrada sea vivida con un nuevo estilo. Bajo la influencia del nuevo contexto cultural, también el monje y el religioso desean presentarse, no ya como una persona sacrificada dentro de una obediencia sofocante sin iniciativas personales, no ya como el ejemplo del que camina guiado solamente por los demás. Quiere mostrar que en el convento se vive una obediencia que no limita la libertad ni la responsabilidad evangélicamente entendidas. “El súbdito no sacrifica su propia libertad. La falsa mitificación de la obediencia religiosa deberí­a desaparecer de la literatura ascética. El sacrifica su libertad lo mismo que la sacrifica cualquier otra persona (en el matrimonio, en los deberes sociales, etc.), y lo hace para realizar una vida libre, de dimensión comunitaria” (K. Rahner).

En particular, la comunidad religiosa está llamada a atestiguar el sentido de la caridad como fraternidad. El superior y los súbditos se comprometen a vivir juntos para integrarse fraternalmente en la búsqueda de la voluntad auténtica del Padre. Se corrigen mutuamente en sus propias angulosidades egoí­stas o de imposición para poder comprender juntos qué es lo que Dios quiere. Intentar hacer ver que la vida fraternal es maravillosa. “¡Qué bueno y sabroso es vivir juntos como hermanos! (in unumi”. Cuando existe la verdadera caridad fraterna, Dios está presente y comunica sus deseos salví­ficos. El convento, por vocación, es la “casa de la fraternidad evangélica”.

IX. Recapitulación sobre la obediencia cristiana
En una perspectiva cristiana, el creyente tiene que acoger a la autoridad como una invitación para descubrir la voluntad divina, como un camino para llegar a la comunión de intenciones con Dios en Jesucristo, como una llamada a contemplar detrás de una orden el rostro del Señor. Por esta exigencia de fe el cristiano deberí­a ir haciéndose poco a poco adulto en Cristo, sintiéndose cada vez más liberado de la exigencia de tener un guí­a humano; deberí­a intentar crecer en autonomí­a espiritualhacia el bien, sintiendo cada vez más superflua la acción autoritativa.

Para favorecer en los fieles su abandono en manos del Espí­ritu interior, el superior -y su actitud orientativa-deberí­a limitarse a atestiguar personalmente cómo se vive según el Espí­ritu de Cristo. En este sentido, podí­a afirmar el Señor: “Yo os he dado ejemplo, para que hagáis vosotros como yo hice” (Jn 13,15). Y san Pablo insistí­a: “Sed imitadores mí­os, como yo lo soy de Cristo” (1 Cor 11,1; cf Flp 3,17; 1 Tes 1,6). El abad Poimene, a un monje que le consultaba si tení­a que aceptar el cargo de superior entre los hermanos, respondió: “De ninguna forma. Sé para ellos un ejemplo, no un legislador” (PG 65, 363). El superior tiene que ser el que testimonia y educa sobre cómo hay que obedecer a Dios, cómo hay que vivir en espí­ritu de adhesión a la voluntad del Padre, cómo es preferible dejarse guiar por el Señor.

Puede ser que la comunidad no tenga una visión clara sobre lo que Dios quiere o que los súbditos no acojan la invitación a la vida ejemplar que testimonia el superior. En esa hipótesis es obligado el coloquio entre el superior y los súbditos, coloquio que enriquezca a las dos partes. La autoridad y los súbditos intercambian opiniones y se integran en un espí­ritu de escucha mutua para poder descubrir juntos la voluntad del Padre. Cuando ni siquiera a través del coloquio fraternal se logra aclarar de forma concorde la voluntad divina, el superior tiene que dictar lo que crea más oportuno para el bien espiritual de cada uno y de la comunidad. Estamos ante una obediencia que demuestra la fragilidad del espí­ritu humano, incluso cuando está comprometido a escuchar al Espí­ritu. Es que la obediencia evangélica en el Espí­ritu es una meta de perfección a la que deben tender todos los fieles, pero cuya posesión segura y total nadie tiene. Esta es propia de Cristo, y los creyentes la comparten en la medida en que la reciben como don del Señor. Todos los cristianos deberí­an suplicar: “Señor, concédeme poder obedecer según la forma de tu espí­ritu caritativo”.

T. Goffi
BIBL.-AA. VV.. La obediencia en el cristianismo, en “Concilium”, 159 (1980).-AA. VV., La autoridad en la Iglesia, en “Communio”, n. 5 (1980).-AA. VV., Madurez cristiana y comunión eclesial, en “Rev. de Espiritualidad”. 164 (1982).-Collins, S. Coraje y sumisión, Che, Tarrasa 1978.-GofTi, T. Obediencia y autonomí­a personal, Mensajero, Bilbao 1969.-Gutiérrez, L, Autoridad y obediencia en la vida religiosa, Inst. Teol. de Vida Religiosa, Madrid 1974.-Hausherr, 1, La obediencia religiosa. Teologí­a de la voluntad de Dios y obediencia, Mensajero, Bilbao 1968.-Metz, J. B, La fe, en la historia y en la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979.-Moreno, A, El Opus Dei. Anexo a una historia, Planeta, Barcelona 1977.-Müller, A, El problema de la obediencia en la Iglesia, Taurus, Madrid 1970.-Rahner, K, Marginales sobre la pobreza y la obediencia, Taurus, Madrid 1962.-Rueda, B. Redescubrir la obediencia, Inst. Teol. de Vida Religiosa, Madrid 1975.-Sólle, D, Imaginación y obediencia, Sí­gueme, Salamanca 1971.-Véase bibl. de las voces Consejos evangélicos y Contestación profética.

S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

Acción de cumplir la voluntad de quien manda o lo que está dispuesto en una ley o precepto, sea que la orden prescriba una determinada acción o la prohí­ba.
La idea de la obediencia se expresa en las Escrituras Hebreas con el verbo scha·má`, que significa básicamente †œoí­r† o †œescuchar†. Por lo tanto, en algunas ocasiones scha·má` se refiere simplemente a oí­r o percibir algo por el sentido del oí­do. (Gé 3:10; 21:26; 34:5.) Pero cuando lo que se habla expresa voluntad, deseo, instrucción o mandato, el sentido de este término hebreo es prestar atención u obedecer al que habla: Adán †˜escuchó†™ la voz de su esposa, es decir, accedió a su deseo de que también comiera del fruto prohibido (Gé 3:17; compárese con 21:12); José rehusó †˜escuchar†™ las proposiciones deshonestas de la esposa de Potifar (Gé 39:10); el rey Saúl temió al pueblo y †˜por eso obedeció (escuchó) su voz†™, y al hacerlo traspasó la orden de Dios (1Sa 15:24), y la promesa de Jehová a Abrahán concerniente a una descendencia se le concedió debido a que †œescuchó† (obedeció) la voz de Jehová y guardó sus mandamientos. (Gé 22:18; 26:4, 5; compárese con Heb 11:8; véase OíDO.)
Se usa la misma palabra hebrea para referirse a que Dios †œescucha† u †œoye† a los hombres. En este caso el término español †œobediencia† no encaja, ya que los hombres no pueden mandar a Dios, sino solo pedirle o suplicarle. Por todo esto, cuando Dios le dijo a Abrahán: †œTocante a Ismael te he oí­do†, en realidad le estaba diciendo que habí­a dado consideración a su solicitud, que actuarí­a de acuerdo con ella. (Gé 17:20.) De manera similar, Dios †œoyó† o contestó el llamamiento de ciertas personas en tiempos de dificultad o aflicción, y respondió a sus súplicas cuando juzgó conveniente mostrar misericordia. (Gé 16:11; 29:33; 21:17; Ex 3:7-9; compárese con Dt 1:45.)
Parecido al verbo hebreo scha·má`, el verbo griego hy·pa·kóu·o (el sustantivo correspondiente es hy·pa·ko·e) expresa la idea de obedecer, y significa literalmente †œoí­r desde abajo†, es decir: escuchar bajando la cabeza, escuchar con sumisión o atender (como en Hch 12:13). Otro verbo que transmite el sentido de obediencia es péi·tho, que significa †œpersuadir†. (Mt 27:20.) En las voces media y pasiva este verbo no solo significa †œser persuadido† (Lu 16:31), †œconfiar† (Mt 27:43) o †œcreer† (Hch 17:4), sino también †œhacer caso† (Hch 5:40) u †œobedecer† (Hch 5:36, 37). De esta palabra se deriva, entre otros términos, la forma negativa a·pei·thé·o, que significa †œno creer† (Hch 14:2; 19:9) o †œdesobedecer† (Jn 3:36).
Todo esto muestra que la obediencia, según se expresa en los idiomas originales de las Escrituras, depende primero de oí­r, es decir, recibir información o conocimiento (compárese con Lu 12:47, 48; 1Ti 1:13), y luego de someterse a la voluntad o deseo del que habla o expresa de otro modo tal voluntad o deseo. La sumisión depende, a su vez, de reconocer la autoridad de esa persona o el derecho de pedir o requerir la respuesta indicada, así­ como también del deseo o disposición del oyente para satisfacer la voluntad de dicha persona. Como se indica mediante las palabras griegas péi·tho y a·pei·thé·o, la creencia y la confianza también están incluidas en este concepto.

La obediencia a Dios es esencial para la vida. Dios tiene el derecho de exigir la obediencia de todas sus criaturas, que le deben obediencia absoluta como su Hacedor, la Fuente de la que se deriva y depende la vida. (Sl 95:6-8.) Debido a que es el Omnisciente y Todopoderoso Dios, lo que dice merece sumo respeto y atención. Como es propio, un padre humano espera que sus hijos lleven a cabo su palabra, y si un niño es lento en responder, el padre puede decir enfáticamente: †œ¿Me has oí­do?†. Con muchí­sima más razón, el Padre celestial requiere, con todo derecho, atención receptiva y respuesta a sus expresiones. (Compárese con Dt 21:18-21; Pr 4:1; Isa 64:8; 1Pe 1:14.)
No hay sustituto para la obediencia; no se puede conseguir el favor de Dios sin ella. Samuel le dijo al rey Saúl: †œ¿Se deleita tanto Jehová en ofrendas quemadas y sacrificios como en que se obedezca [forma de scha·má`] la voz de Jehová? ¡Mira! El obedecer [literalmente, †œescuchar†] es mejor que un sacrificio, el prestar atención que la grasa de carneros†. (1Sa 15:22.) No obedecer es rechazar la palabra de Jehová, demostrar que realmente no se cree, no se confí­a o no se tiene fe ni en esa palabra ni en su Fuente. Por lo tanto, el que desobedece no es diferente del que practica adivinación o utiliza í­dolos. (1Sa 15:23; compárese con Ro 6:16.) Las expresiones verbales de asentimiento no significan nada si la acción que se requiere no se lleva a cabo. Además, el no responder muestra descreimiento o falta de respeto a la fuente de la que provienen las instrucciones. (Mt 21:28-32.) Los que se quedan satisfechos tan solo con oí­r y aceptar mentalmente la verdad de Dios, pero no hacen lo que esta exige, se engañan a sí­ mismos con razonamiento falso y no reciben ninguna bendición. (Snt 1:22-25.) El Hijo de Dios aclaró que hasta los que hicieran cosas parecidas a las mandadas, pero de un modo o con un motivo incorrectos, nunca conseguirí­an entrar en el Reino, sino que se les rechazarí­a completamente. (Mt 7:15-23.)

La desobediencia debida al pecado innato. Dios informó al hombre desde el principio que la obediencia era básica, una cuestión de vida o muerte. (Gé 2:16, 17.) La misma regla aplica a los hijos celestiales de Dios. (1Pe 3:19, 20; Jud 6; Mt 25:41.) La desobediencia voluntaria del hombre perfecto Adán, como cabeza responsable de Eva y progenitor o fuente de vida de la familia humana, le acarreó el pecado y la muerte a toda su descendencia. (Ro 5:12, 19.) De modo que los hombres son por naturaleza †œhijos de la desobediencia† e †œhijos de la ira†, que no merecen el favor de Dios debido a que infringen Sus justas normas. No resistir esta inclinación inherente a la desobediencia lleva irremisiblemente a la destrucción. (Ef 2:2, 3; 5:6-11; compárese con Gál 6:7-9.)
Jehová Dios ha provisto misericordiosamente los medios para combatir el pecado innato y obtener el perdón de las malas acciones que se deben a la imperfección y no a la desobediencia voluntaria. Por medio de su espí­ritu santo, Dios suministra la fuerza que hace posible que el pecador se incline a la justicia y produzca buen fruto. (Gál 5:16-24; Tit 3:3-7.) El perdón de los pecados viene por medio de la fe en el sacrificio de rescate de Jesús, y esa fe es en sí­ misma una restricción para el mal y un estí­mulo para la obediencia. (1Pe 1:2.) Por ello Pablo se refiere a la †œobediencia [escuchar con sumisión] por fe†. (Ro 16:26; 1:16; compárese con Hch 6:7.) Romanos 10:16-21 muestra que la fe que sigue a lo oí­do produce obediencia y que el hecho de que el pueblo de Israel †˜fuera desobediente†™ (†˜fuera incrédulo†™ [forma de a·pei·thé·o]) se debió a su falta de fe. (Compárese con Heb 3:18, 19.) Como la fe verdadera es †œla expectativa segura de las cosas que se esperan† y †œla demostración evidente de realidades aunque no se contemplen†, y requiere creer que Dios existe y que es †œremunerador de los que le buscan solí­citamente†, los que tienen fe se sienten movidos a obedecer y confí­an con seguridad en las bendiciones que la obediencia reporta. (Heb 11:1, 6.)
De modo que Dios no ha comunicado al hombre simplemente una serie de mandatos estrictos como los de un dictador insensible. Dios no desea la clase de obediencia que se consigue de un animal cuando se le pone un freno (compárese con Snt 3:3; Sl 32:8, 9), ni una obediencia negligente u obligada, como la que incluso los demonios rindieron a Jesús y a sus discí­pulos (Mr 1:27; Lu 10:17, 20); El desea una obediencia impulsada por un corazón apreciativo. (Sl 112:1; 119:11, 112; Ro 6:17-19.) Por lo tanto, Jehová acompaña sus expresiones de voluntad y propósito con información útil que apela al sentido de justicia de la persona, a su amor y bondad, inteligencia, raciocinio y sabidurí­a. (Dt 10:12, 13; Lu 1:17; Ro 12:1, 2.) Los que tienen la actitud de corazón correcta obedecen impulsados por amor. (1Jn 5:2, 3; 2Jn 6.) Además, la veracidad y corrección del mensaje que transmiten los siervos de Dios persuade a los oyentes a obedecer, por lo que el apóstol Pedro habla de †œobediencia a la verdad con el cariño fraternal sin hipocresí­a como resultado†. (1Pe 1:22; compárese con Ro 2:8, 9; Gál 5:7, 8.)
Jehová tuvo gran paciencia con Israel y dijo que †˜madrugaba diariamente†™ y enviaba a sus profetas para exhortar y amonestar al pueblo, †˜extendiendo todo el dí­a sus manos hacia un pueblo que era desobediente y respondón†™, pero este siguió endureciendo su corazón como piedra de esmeril, rechazando con tozudez la disciplina. (Jer 7:23-28; 11:7, 8; Zac 7:12; Ro 10:21.) Aun antes de la venida del Mesí­as, los israelitas se esforzaron por establecer la justicia a su manera mediante las obras de la Ley. Su falta de fe y desobediencia a las instrucciones que Dios les dio mediante su Hijo les costó a la mayorí­a su lugar en el gobierno del Reino, y abrió el camino para que muchos no judí­os llegaran a ser parte de la nación escogida del Israel espiritual. (Ro 10:1-4; 11:13-23, 30-32.)
El temor saludable a Dios es fundamental para la obediencia. Reconoce que Dios es omnipotente y que de El nadie se puede mofar, pues paga a cada uno conforme a sus obras. (Compárese con Flp 2:12, 13; Gál 6:7, 8; Heb 5:7.) La desobediencia consciente a la voluntad revelada de Dios acarrea una †œcierta horrenda expectación de juicio†. (Heb 10:26-31.)
En las Escrituras se hallan muchos ejemplos alentadores de obediencia fiel en toda clase de circunstancias y situaciones y ante todo tipo de oposición. El ejemplo supremo es el del propio Hijo de Dios, quien †œse humilló y se hizo obediente hasta la muerte, sí­, muerte en un madero de tormento†. (Flp 2:8; Heb 5:8.) Su obediencia lo justificó, lo probó justo por sus propios méritos, y de este modo pudo suministrar un sacrificio perfecto para redimir a la humanidad del pecado y la muerte. (Ro 5:18-21.)

Obediencia a otros superiores. La posición del Hijo como el Rey nombrado de Dios requiere que todos le obedezcan. (Da 7:13, 14.) El es †œSiló† de la tribu de Judá, aquel †˜a quien pertenece la obediencia de los pueblos†™ (Gé 49:10); el profeta semejante a Moisés a quien toda alma tendrí­a que escuchar o serí­a destruida (Hch 3:22, 23), y el †œcaudillo y comandante a los grupos nacionales† (Isa 55:3, 4), que fue colocado †œmuy por encima de todo gobierno y autoridad y poder y señorí­o† (Ef 1:20, 21), y en el nombre de quien †˜se dobla toda rodilla†™ en reconocimiento de la autoridad que ha recibido de Dios. (Flp 2:9-11.) Es el Sumo Sacerdote cuyas instrucciones consiguen la curación y vida eterna para todos los que le escuchan con sumisión. (Heb 5:9, 10; Jn 3:36.) Como principal vocero de Dios, Jesús podí­a decir que la obediencia a sus dichos constituí­a el único fundamento sólido sobre el que las personas podí­an edificar sus esperanzas para el futuro. (Mt 7:24-27.) La obediencia prueba el amor que sus seguidores le tienen y emana de este. (Jn 14:23, 24; 15:10.) Como Dios ha hecho de su Hijo la figura clave en el cumplimiento de todos su propósitos (Ro 16:25-27), la vida depende de la obediencia a †œlas buenas nuevas acerca de nuestro Señor Jesús†, y esta obediencia implica hacer declaración pública de la fe en él. (2Te 1:8; Ro 10:8-10, 16; 1Pe 4:17.)
Como cabeza de la congregación cristiana, Cristo Jesús delega autoridad en otros, como hizo en el caso de los apóstoles. (2Co 10:8.) Estas personas transmiten las instrucciones del Cabeza de la congregación, por lo que es propio y necesario obedecerles (2Co 10:2-6; Flp 2:12; 2Te 3:4, 9-15), pues tales pastores espirituales †œestán velando por las almas de ustedes como los que han de rendir cuenta†. (Heb 13:17; 1Pe 5:2-6; compárese con 1Re 3:9.) A estos hombres responsables les regocija la obediencia voluntaria, como la de los cristianos romanos y filipenses, y como la de Filemón, a quien Pablo pudo decir: †œTe escribo, pues sé que harás aún más de las cosas que digo†. (Ro 16:19; Flp 2:12, 17; Flm 21.)

Obediencia a los padres y esposos. Los padres tienen el derecho natural dado por Dios de que sus hijos los obedezcan. (Pr 23:22.) La obediencia de Jacob a sus padres debió ser una de las razones por las que Jehová †˜amó a Jacob pero odió a Esaú†™. (Mal 1:2, 3; Gé 28:7.) Jesús se sometió de niño a sus padres terrestres. (Lu 2:51.) El apóstol Pablo aconseja a los hijos que sean †œobedientes a sus padres en todo†. Debe recordarse que la carta iba dirigida a cristianos, de modo que †œtodo† no incluye mandatos que puedan resultar en desobediencia a la palabra del Padre celestial, Jehová Dios, pues esto no serí­a †œagradable† al Señor. (Col 3:20; Ef 6:1.) La desobediencia a los padres no se considera asunto de poca importancia en las Escrituras, y bajo la Ley la desobediencia persistente se castigaba con la pena capital. (Dt 21:18-21; Pr 30:17; Ro 1:30, 32; 2Ti 3:2.)
La jefatura del varón también exige que las esposas sean obedientes a sus esposos †œen todo†, y se cita a Sara como ejemplo que imitar. (Ef 5:21-33; 1Pe 3:1-6.) Como en el caso anterior, la jefatura y la autoridad del esposo no son supremas, sino que van después de las de Dios y Cristo. (1Co 11:3.)

A amos y gobiernos. De igual manera, se exhorta a los esclavos a que obedezcan a sus amos †œen todo†, no para servir al ojo, sino como esclavos de Cristo, con temor de Jehová. (Col 3:22-25; Ef 6:5-8.) Aquellos esclavos que sufrí­an podí­an tomar como ejemplo a Cristo Jesús, como también podí­an hacer las esposas cristianas en circunstancias similares. (1Pe 2:18-25; 3:1.) La autoridad de sus amos era relativa, no absoluta; de modo que los esclavos cristianos podí­an obedecer †œen todo† lo que no estaba en conflicto con la voluntad y mandatos de Dios.
Finalmente, se debe dar obediencia a los gobiernos y autoridades terrestres (Tit 3:1), pues Dios les ha permitido existir e incluso rendir algunos servicios a su pueblo. De modo que los cristianos tienen que †˜pagar a César las cosas de César†™. (Mr 12:14-17.) La razón que los obliga a obedecer las leyes de César y a pagar los impuestos no es el temor a la †œespada† de castigo del César, sino la conciencia cristiana. (Ro 13:1-7.) Como la conciencia es el factor decisivo, la sumisión cristiana a los gobiernos obviamente se limita a todo lo que no contravenga la ley de Dios. Por esta razón, cuando los gobernantes ordenaron a los apóstoles que dejaran de llevar a cabo la comisión divina de predicar, estos respondieron sin paliativos: †œTenemos que obedecer a Dios como gobernante más bien que a los hombres†. (Hch 5:27-29, 32; 4:18-20.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

1. Problemática. Para el hombre moderno que cree en la autonomí­a, la o. aparece en gran parte sólo como un mal necesario, pero no como una virtud. Es decir, el hombre moderno entiende que sin cierta o. no son posibles la educación y la vida en común, pero quisiera ver reducida la o. a un mí­nimum, porque su meta es la más amplia autodeterminación posible. En semejante concepción este ideal sólo puede alcanzarse en la medida en que la o. se haga superflua.

Esa idea de la o. está en radical oposición con la convicción que procede de la filosofí­a helenista y especialmente del neoplatonismo, según la cual el hombre no llega a la consumación sino por la renuncia a la propia voluntad y por la entrega a la heteronomí­a de Dios y a la -> autoridad puesta por él. Sólo así­ la “dispersión” del hombre queda superada en el “recogimiento”. Por consiguiente la o. ideal seria aquella que ejecutara un mandato por amor al mandato mismo.

Rasgos de esta metafí­sica de la unidad vienen a expresarse en el lenguaje ascético de la literatura católica acerca de la o., p. ej., cuando la o. se entiende unilateralmente como renuncia a la propia voluntad, y la autodeterminación aparece como algo que de suyo separa de Dios. Entonces obedecer se presenta como mejor que mandar; y la o. “ciega”, que cumple el mandato por el mandato mismo, aparece como la forma ideal de la obediencia. Igualmente, la o. de los religiosos se considera ahí­ más perfecta que la de los laicos, pues aquéllos renuncian a la autodeterminación. De todos modos en esta cuestión hay que tener en cuenta cómo los clásicos de la teologí­a de la o. dan pie a esa concepción más por su lenguaje, procedente de diversas corriente filosóficas, que por sus doctrinas.

2. El concepto de o., tanto en los idiomas semí­ticos como en los indogermánicos, se deriva de la palabra “oí­r”, y significa siempre la disposición a escuchar las manifestaciones de los demás y a seguir su voluntad. En esta cuestión hay que distinguir claramente entre la prontitud para obedecer a Dios y para obedecer a los hombres, pues la prontitud para escuchar a Dios y seguir su voluntad debe ser absoluta, mientras que la disposición a obedecer a los hombres sólo puede ser condicionada.

La disposición a la obediencia se da connaturalmente por la necesidad instintiva de apoyarse en autoridades. Moralmente sólo tiene valor en la medida en que la subordinación a la autoridad se hace problemática para el que obedece y así­ se puede adoptar libremente una posición respecto de aquélla.

a) Desde el punto de vista de la historia de las religiones, la o. tiene importancia en los grados superiores de religiosidad, en los cuales la relación con Dios se realiza ya de una manera personal. Al principio se exige casi exclusivamente una o. cultual. En las religiones superiores la o. a Dios se encuentra en el centro de la conducta religiosa, pues se presenta como respuesta a la exigencia del “Santo” y como expresión de la subordinación a la voluntad de Dios, cuyos hijos, súbditos y criaturas son los hombres. Sin embargo, el empleo expreso de la categorí­a de la o. para interpretar la relación personal de dependencia del hombre respecto de Dios ha estado sometida a una intensa transformación histórica, pues esta categorí­a expresa dicha relación de una manera muy insuficiente y unilateral. Así­, en la historia de las religiones, la o. se considera principalmente como manifestación de la vida religiosa comunitaria, y por cierto en el sentido de una subordinación a las autoridades espirituales y jerárquicas, especialmente en los asuntos relativos al culto. Este aspecto adquiere su máxima configuración en el monacato de las religiones superiores, donde tiene importancia además la relación espiritual de hijo y discí­pulo respecto del superior.

Incluso dentro ya de las religiones reveladas la o. a Dios no siempre se distingue con precisión de la fe, de la humildad, del seguimiento, etc. Así­ tampoco es casual que Tomás de Aquino, al tratar de la o., tenga en cuenta sobre todo la o. a los hombres, la cuente entre las virtudes comunitarias, la considere como virtud parcial subordinada a la -> justicia, y resalte expresamente que la relación con Dios no puede reducirse a la o. y que ésta no es la virtud suprema (ST rs-sr q. 104s).

b) En el Antiguo Testamento la moralidad consiste esencialmente en la o. a la voluntad de Dios (Dt 1-4; Ecl 12, 13). La religión se manifiesta en la o. a la revelación de Dios en la palabra de la ley y de los profetas (Is 1, 2; cf. 1, 10; Jer 2, 4; 7, 21-28). Así­ se exige siempre que se guarden las instituciones y las prescripciones del Señor (Gén 17, 9; Ex 19, 5s; 24, 7s; Sal 119; 2 Mac 7, 1-42). Esta o. es la condición para el cumplimiento de las promesas de la alianza (p. ej., Ex 15, 26; Lev 20, 22ss; Dt 5, 32s; 6, 1; 8, 1; 28, 1-14 [15-69]). Por el contrario, sobre la desobediencia cae la amenaza de la maldición (Dt 28 ,15; Jer 11, 2ss). Es más, la esencia del -> pecado consiste en la desobediencia, como se ve en la narración del pecado original (Gén 3, 1-7). En cambio, el cumplimiento fiel de los mandamientos fortalece al pueblo y le preserva de la indigencia (Dt 6, 17s; 11, 8s; 28, 1s; Jos 1, 7s; Sal 119, 1; 128, 1). La o. tiene sus raí­ces en el temor de Dios (Dt 5, 29), que es el único Señor (Ex 20, 2; Jue 8, 23). Dios responde a la o. con su bondad (Is 1, 18s). Y ésta a su vez hace posible la o. por amor a Dios (Jos 22, 5; Sal 119), de manera que el amor a Dios consiste en el amor a la ley. Por eso la o. se valora más que el sacrificio (1 Sam 15, 22; Jer 7, 21ss).

En la época posterior al destierro en lugar de la relación inmediata de Dios con su pueblo aparece con más fuerza en primer plano el cumplimiento exacto de la letra de la ley. Ahora se considera la ley, ya no primariamente en relación con el conjunto del pueblo, sino con vistas al individuo (Prov 1, 33; Sal 128, 1). Además, el cuarto mandamiento del AT (Ex 20, 12) ocupa un amplio espacio (Prov 1, 8; 23, 22). La madrese presenta ahora como personalidad con pleno valor junto al padre, y se castiga severamente el incumplimiento del mandamiento relativo a los padres (Ex 21, 15ss).

c) En el Nuevo Testamento para determinar la relación del hombre con su creador y redentor ocupan el primer plano otras categorí­as distintas de la o., como el amor, la fe, etc. Sin embargo, reviste gran importancia el concepto de o. para interpretar nuestra relación con Dios. Así­, según los sinópticos, Jesús pone su vida totalmente bajo la obediencia a Dios (Mt 5, 17; 17, 24ss; 26, 39.42; Lc 2, 49), que se acredita asimismo y precisamente en la tentación (Mt 4, 1-11; Mc 8, 33). El obedece a sus padres y a las autoridades legí­timas con toda naturalidad (Lc 2, 51; Mt 17, 27). Siendo él mismo obediente a Dios, los demonios (Mc 1, 23ss; 5, 12), las enfermedades y hasta la muerte (Mc 5, 41) y la naturaleza le obedecen a él (Mt 8, 27) par). Jesús explica autoritativamente la ley de Dios para los hombres (Mt 5, 21-48; cf. 7, 21; Mc 3, 31ss), invita a su seguimiento y a la entrega voluntaria a él mismo (Mc 8, 34ss). La aceptación de su mensaje exige el cumplimiento de la voluntad de Dios en la tierra como se cumple aquélla en el cielo (Mt 6, 9-13). De este modo la o. de los cristianos queda libre de todo legalismo, actitud que predominaba entre los fariseos y que Jesús combatió durante toda su vida (cf., p. ej., Mc 2, 27; Lc 14, lss). Ahora la conciencia decide sobre el modo como hay que seguir la ley (Mt 15, 1-20), pues la relación personal con Dios se profundiza y concretó en el seguimiento de Jesús (Mt 6, 9ss; Mc 14, 36).

Especialmente según Juan, el amor a Dios se expresa y acredita en la o. a la voluntad divina (Jn 14, 31). Cristo no vino para hacer su voluntad, sino la voluntad de aquel que le envió (Jn 4, 34; 6, 38; 9, 4; 10, 18; 12, 49; 15, 10; 17, 4).

Pablo acentúa esta teologí­a de la o.: por la o. de Cristo el hombre es salvado de la desobediencia que vino al mundo por Adán (Rom 5, 19; cf. Gál 4, 4). Esa o. llega hasta la muerte de cruz (F1p 2, 8; cf. Heb 5, 8), de manera que según la carta a los Hebreos la vida de Cristo es un sacrificio de o. (Heb 10, 5-10; cf. 1 Sam 15-22). La salvación de Cristo se comunica a los hombres en la “o. de la fe” (Rom 1, 5; 10, 16; 2 Cor 7, 15; 2 Tes 1, 8), de modo que los cristianos son hombres de o. (Rom 2, 7; 2 Cor 9, 13; 10, 5) y Jesucristo es su única ley (1 Cor 9, 21). La o. a los hombres y a su orden responde a la voluntad de Dios, pues ellos participan de la autoridad divina (Rom 13, iss; cf. 1 Pe 2, 13ss). Esa o. se produce “en el Señor” (Ef 5, 22; 6, 1; 6, 5; Col 3, 18ss). Se resalta especialmente la o. debida en la familia (Ef 5, 22; Col 3, 18.20), la de los esclavos (Ef 6, 5; Col 3, 22; Tit 2, 9) y la que se debe al Estado (Rom 3, iss; Tit 3, 1; d. Mc 12, 13-17; 1 Pe 2, 13ss).

La concepción neotestamentaria acerca de los lí­mites de la obediencia se compendia en la formulación de los Hechos 5, 29: “Se ha de obedecer antes a Dios que a los hombres” (cf. Mt 12, 46ss; Mc 12, 17ss; Lc 2, 48; Jn 2, 4; Act 4, 19; 1 Pe 2, 17).

3. De acuerdo con el testimonio bí­blico, teológicamente hemos de entender por o. ante todo la decisión de cumplir en todo la voluntad de Dios, tal como se manifiesta en su ley. Como ser dotado de palabra y creado por la palabra divina, el hombre está destinado a oí­r a Dios, a quien él pertenece y debe obedecer en todo. En este sentido formal la obediencia es una -> virtud general y la base de todas las virtudes morales. Entendida de esta manera formal, la o. es siempre moralmente buena, pues hace que el hombre entre en sí­ mismo y es el origen de la actuación con -> libertad, que sólo llega a su consumación en la vinculación a los demás hombres y a Dios.

El problema de esta o. reside, sin embargo, en el aspecto de su contenido. ¿Cómo conoce el hombre cuál es la voluntad de Dios para él personalmente? La teologí­a moral trata de dar respuesta a esta cuestión en cuanto, partiendo del presupuesto de la -> voluntad salví­fica universal de Dios (en – salvación), analiza el encuentro personal del hombre con Dios en el – acto religioso y moral, en el que el hombre toma actitud en su -> conciencia ante la -> ley de Dios, ante la exigencia del -> amor al prójimo y, a través de éste, ante la del -> amor a Dios.

Dentro de este marco se plantea como problema especial la cuestión de hasta qué punto y en qué sentido una o. al hombre es compatible con la voluntad de Dios. Para responder a esta cuestión hay que partir de que el hombre, como ser dialogí­stico, sólo llega a sí­ mismo mediante el diálogo con los otros hombres. Pertenece a ellos y está referido a ellos; en consecuencia debe obedecerles en la medida en que sabe que sus disposiciones se hallan ordenadas al bien y a la salvación de la comunidad y de los individuos, pues en esta misma medida se expresa la voluntad de Dios en las disposiciones humanas. Ahora bien, la voluntad de Dios es nuestra perfección.

Estas disposiciones pueden darse por medio de una -> autoridad substitutiva o coordinadora, que tiene como fin la -educación o la colaboración de los hombres y, con ello, el desarrollo de sus posibilidades. Por consiguiente la o. ordenada ofrece a los hombres oportunidades cuyo descuido redunda en perjuicio del propio desarrollo. Por tanto la o. ordenada no es un mal necesario, sino una virtud. No exige la renuncia a sí­ mismo, sino que hace posible la propia realización, pues si el discí­pulo no se apoya en el educador aquél no alcanza su mismidad, y sin una coordinación de las actividades de los individuos para una labor común no llega a conseguirse el pleno desarrollo de las posibilidades del individuo. En esta cuestión hay que tener en cuenta cómo la o. al educador sólo reviste un sentido en la medida en que el educador es superior al alumno en virtud de su madurez. La o. a las autoridades coordinadoras se hace tanto más necesaria cuanto más complicadas son las exigencias de la colaboración, que por su parte posibilita una autorrealización más eficaz.

Como el obrar humano sólo es virtuoso en cuanto se produce libremente, en consecuencia el hombre, para prestar una o. justificada, debe haber conocido suficientemente que una disposición no contradice al propio bien y al de los otros. Naturalmente esto puede suceder de maneras muy distintas. Así­, p. ej., el niño, que no puede juzgar de la trascendencia de una disposición, sólo necesita saber que sus padres quieren lo mejor para él. Pero, naturalmente, la o. ideal no sólo es esta o. formal e implí­cita por el mandato mismo, sino también la que procede de la visión expresa de que lo mandado por su contenido está a servicio del hombre, aun cuando se den otras posibilidades de prestar tal servicio. Además, el mandato en cuanto tal ha de enjuiciarse en la situación del que obedece y bajo esa luz se le debe dar la respuesta adecuada. Lo cual significa que sólo se puede obedecer al hombre en la medida en que éste participa de la autoridad de Dios, pues la meta del hombre – aun cuando él tiene su fin en sí­ mismo y posee un valor absoluto – en definitiva es Dios. En consecuencia, según la visión cristiana, no existe una jerarquí­a de personas; solamente hay una jerarquí­a de funciones y de servicios correspondientes a ellas. Por tanto, el hombre nunca puede someterse a otro hombre en cuanto tal; su sumisión a otros hombres es legí­tima en la medida en que éstos sirven a un fin querido por Dios. En caso contrario la dignidad personal del que manda se pondrí­a por encima de la del que obedece, y así­ éste perderí­a su propia dignidad.

Como, además, las distintas autoridades humanas participan en diversa manera de la autoridad de Dios, la o. a ellas tiene también diversas formas. Así­ el hijo debe o. a los -> padres en el marco de su autoridad originaria, es decir, en cuanto le ayudan substitutivamente al desarrollo de su propia personalidad, y en el marco de su tarea de dirigir la -> familia, es decir, en la medida en que sus funciones están al servicio de la comunidad familiar. El alumno debe o. al maestro en tanto lo exige su tarea a servicio del proceso de incorporación del niño a la sociedad. Hay que obedecer al patrono en la medida de una realización adecuada del -> trabajo. El ciudadano debe o. al -> Estado en el marco de las -> leyes legí­timas, es decir, en tanto sus órganos se desenvuelven a servicio del -> bien común. La -> Iglesia puede exigir o. en cuanto la exige su ministerio santificador, docente y pastoral, que está a servicio de la salvación. A veces el individuo se obliga a una o. más amplia, bien sea por haber asumido un ministerio (-> oficios eclesiásticos), o bien por haber emitido, -> votos públicos. Esta o. a la Iglesia tiene siempre un aspecto misterioso, pues la Iglesia misma sólo puede entenderse partiendo del misterio de la revelación.

Por esta razón la o. a las diversas autoridades humanas no sólo es gradualmente diferente, sino que adquiere asimismo formas diversas de acuerdo con las diferentes funciones de las distintas autoridades, pues por la naturaleza de la cosa la vinculación de la propia voluntad a la de los “dirigentes” está estructurada de manera diferente en cada caso, según sea la situación. En esta cuestión es esencial que la vinculación por la o. se produzca con la mayor libertad posible, y que la o. se preste en la mayor medida posible con responsabilidad propia. Con ello la o. no se reduce, sino que se hace más personal.

Así­ se logra que la o. no signifique una renuncia a la propia voluntad, sino la perfecta orientación de la misma hacia las exigencias del propio perfeccionamiento, por el hecho de poner la propia voluntad al servicio de las exigencias de la -> comunidad y -> sociedad o del desarrollo de la personalidad de quien obedece, al que por su parte ha de servir el que manda.

La o. ascética o educativa al servicio del propio perfeccionamiento y la o. funcional al servicio de la comunidad no son actitudes opuestas, sino que se complementan: la o. ascética, educativa, es necesaria para realizar la o. funcional de la manera más perfecta posible; por otra parte, la o. funcional ejerce siempre un efecto educativo, ascético. Por tanto, según esto la o. en el seguimiento del Cristo crucificado nunca exige la renuncia a sí­ mismo en cuanto tal, sino solamente la renuncia que se justifica por las exigencias objetivas del amor.

La mayor parte de las discrepancias que se encuentran en la literatura católica acerca de la o. tienen su causa en que la relación entre la renuncia a sí­ mismo y la propia realización, entre la función educativa o ascética y la coordinadora, se considera como una oposición y no como una tensión polar. Esto se debe, por una parte, a que la relación entre la voluntad de Dios y los mandatos y leyes humanos se presenta con excesiva simplicidad en virtud de una visión parcial de la encarnación; se cree, en efecto, que los hombres, por su participación de la autoridad de Dios como persona, poseen una representación propia de Dios; en realidad esa participación es poseí­da de maneras diferentes por razón de la función y de la superioridad objetiva o personal. Y se debe, por otra parte, también a la virulencia de una imagen del hombre con matiz helenista, la cual considera como ideal de la conducta humana una vida desmundanizada, angélica, en lugar de cifrarlo en una actuación donde queden integradas la corporalidad y la espiritualidad (-> cuerpo).

De aquí­ se deduce, en lo referente al derecho y obligación de -> resistencia, que el hombre sólo puede obedecer a otros hombres en la medida en que conoce que una disposición es racional; por tanto, una o. simplemente ciega es indigna del hombre.

Sin embargo, la llamada o. ciega tiene cierta justificación por cuanto el individuo con frecuencia sólo puede conocer la legitimidad de su o., pero no el sentido del precepto, pues carece de competencia suficiente para enjuiciar lo mandado y, por otro lado, tiene fundamento suficiente para suponer en la autoridad que ordena la debida integridad y el conocimiento adecuado del asunto. Por tanto, en el marco de las funciones educativas, ascéticas y coordinadoras, con sus leyes inmanentes y objetivas, la o. por razón del precepto mismo es posible y racional, pues en este marco se exige la autoridad en cuanto tal.

Sin embargo, dada la importancia fundamental de la libertad para el hombre, también puede estar justificada una rebelión contra las autoridades, no sólo en el caso de una autoridad ilegí­tima o de preceptos particulares ilegí­timos, sino también dentro de lo que es legí­timo, cuando se trata de una discrepancia entre la conciencia concreta del que manda y la del subordinado conciencia, ética de situación [en -> ética, D]).

4. Por esto, la formación para la o. debe tener como objetivo, por una parte, el comunicar al hombre la más amplia visión posible del sentido de la o. Para ello hay que hacer comprensibles las diversas funciones de las autoridades humanas en su carácter de servicio y en su limitación, y a la vez hay que hacer consciente el valor de la vinculación de la libertad en la o., es decir, se debe poner de manifiesto cómo la vinculación por la o. y la libertad no se contradicen, sino que se condicionan mutuamente. Por otra parte, la formación debe ejercitar también en la vinculación eficaz de la libertad a la autoridad en cuanto tal, pues la virtud de la o. consiste en la vinculación ordenada (y, por lo tanto, “racional”) de la propia voluntad a la de la autoridad legí­tima.

De acuerdo con esto, el objetivo de la educación cristiana para la o. no es ni la autodeterminación del hombre, libre de toda vinculación, ni su renuncia a sí­ mismo en la o.; es, más bien, su propia realización por medio de la vinculación a las autoridadesque representan a Dios y, con ello, a la voluntad de Dios, única autoridad a la que corresponde una o. incondicional.

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Waldemar Molinski

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

La obediencia, lejos de ser una sujección que se soporta y una sumisión pasiva, es una libre adhesión al *designio de Dios todaví­a encerrado en el misterio, pero propuesto por la *palabra de la *fe, que permite por tanto al hombre hacer de su vida un *servicio de Dios y entrar en su gozo.

I. LA CREACIí“N OBEDECE A DIOS. En la *creación misma, fuera del hombre, aparece como un presentimiento de esta obediencia y de este *gozo. Que el Señor ponga un garfio a Behemot (Job 40,24) o divida a Rahab (Sal 89,11), es prueba de su dominio soberano: Que Jesús calme la tempestad o expulse a los *demonios es prueba de que, al igual que los demonios, “los vientos y el mar le obedecen” (Mt 8,27 p; Mc 1,27), y estos gestos de poder provocan un *temor religioso; pero lo que, más que el *silencio del universo que reconoce a su dueño, maravilla a la Biblia y la hace prorrumpir en *acciones de gracias, es el í­mpetu gozoso con que las criaturas acuden a la voz de Dios: “Los astros brillan… complacidos; él los llama y dicen: “Henos aquí­” y brillan con gozo para el que los creó” (Bar 3,34s; cf. Sal 104,4; Eclo 42,23; 43,13-26). Ante este ardor con que las más bellas de las criaturas cumplen la misión que Dios les asigna en el universo, la humanidad “encerrada en la desobediencia” (Rom 11.32) evoca inconsciente y dolorosamente lo que habrí­a debido ser su obediencia. y Dios le hace entrever y esperar lo que puede ser la obediencia espontánea y unánime de la creación liberada por la obediencia de su Hijo (Rom 8,19-22).

II. EL DRAMA DE LA DESOBEDIENCIA. 1. Ya en los orí­genes desobedece Adán a Dios, arrastrando en su rebelión a todos sus descendientes (Rom 5,19) y sujetando la creación a la vanidad (8,20). La rebelión de Adán muestra por contraste lo que es la obediencia y lo que Dios aguarda de ella: es la sumisión del hombre a la *voluntad de Dios, la ejecución de un mandamiento, cuyo sentido y cuyo precio no vemos nosotros, pero cuyo carácter de imperativo divino percibimos. Si Dios exige nuestra obediencia, es que tiene un designio que realizar, un universo que construir, y que necesita nuestra colaboración, nuestra adhesión en la fe. La fe no es la obediencia, sino su secreto; la obediencia es el signo y el fruto de la fe. Si Adán desobedece, es que olvidando la *palabra de Dios ha escuchado la voz de Eva y la del tentador (Gén 3,4ss).

2. Para salvar a la humanidad suscita Dios la fe de *Abraham, y para asegurarse de esta fe la hace pasar por la obediencia: “Deja tu paí­s” (Gén 12,1), “Camina en mi presencia y sé perfecto” (17,1), “Toma a tu hijo… ofrécelo en holocausto” (22, 2). Toda la existencia de Abraham reposa en la palabra de Dios, pero esta palabra le impone constantemente avanzar a ciegas y realizar gestos cuyo sentido no se le alcanza. De este modo la obediencia es para él una *prueba, una tentación de Dios (22,1), y para Dios un testimonio sin precio: “Tú no me has rehusado a tu hijo único” (22,16).

3. La alianza supone exactamente el mismo proceso “Todo lo que ha dicho Yahveh lo haremos, y obedeceremos”, responde Israel adhiriéndose al pacto que Dios le propone (Ex 24,71. La *alianza implica un tratado, la *ley. una serie de mandamientos e instituciones que encuadran la existencia de Israel y que están destinados ha hacerle vivir como *pueblo de Dios. Varias de estas disposiciones imponen deberes de obediencia a los hombres, para con los padres IDt 21,18-21). los reyes, los profetas, los sacerdotes (17,14-18. 22). Con frecuencia estos deberes están ya inscritos en la naturaleza del hombre, pero la palabra de Dios. incorporándolos a su alianza, hace de la sumisión del hombre una obediencia en la fe. Dado que la *fidelidad a la ley no es verdadera sino en la adhesión a la palabra y a la alianza de Dios, la obediencia a sus preceptos no es una sumisión de esclavos, sino un proceso de *amor. Ya el primer Decálogo opera el enlace: “…los que me aman y guardan mis mandamientos” (Ex 20,6; el Deuteronomio la reasume y la desarrolla (Dt 11,13-22): los salmos celebran en la ley el gran don de amor de Dios a los hombres y la fuente de una obediencia de amor (Sal 19,8-11: 119).

III. CRISTO, NUESTRA OBEDIENCIA. Pero nadie obedece a Dios. Israel es “una casa rebelde” (Ez 2,5), son “hijos rebelados” (Is 1,2); “gloriándose en su ley, deshonra a Dios infringiéndola” (Rom 2,23); no puede hacer valer superioridad alguna sobre el pagano, pues como él está incluido en la desobediencia” (3.10; 11,32). El hombre, *esclavo del *pecado, aunque desde el fondo de él mismo aspira a obedecer a Dios, es incapaz de hacerlo (7. 14). Para llegar a ello, para que halle “la ley en el fondo de su ser” (Jer 31,33), es preciso que Dios enví­e a su *siervo, que “todas las mañanas despierte [su] oí­do” Os 50.4) a fin de que pueda decir. “Heme aquí­ que vengo… a hacer tus voluntades” (Sal 40,7ss).

“Así­ como por la desobediencia de uno solo la multitud fue constituida pecadora, así­ por la obediencia de uno solo la multitud será constituida justa” (Rom 5,19). La obediencia de Jesucristo es nuestra salvación y por ella nos es dado volver a la obediencia a Dios. La vida de Jesucristo fue, desde “su entrada en el mundo” (Heb 10,5) y “hasta la muerte de cruz” (Flp 2,8), obediencia, es decir, adhesión a Dios a través de una serie de intermediarios: personajes, acontecimientos, instituciones, Escrituras de su pueblo, *autoridades humanas. Venido “para hacer no [su] voluntad. sino la voluntad del que [le] ha enviado” (Jn 6,38; Mt 26,39), pasa toda su vida en los deberes normales de la obediencia a los padres (Le 2.51), a las autoridades legí­timas (Mt 17,27). En su *pasión llega al colmo su obediencia, al entregarse sin resistir a poderes inhumanos e injustos, “haciendo a través de todos estos sufrimientos la experiencia de la obediencia” (Heb 5,8). haciendo de su muerte el *sacrificio más precioso a Dios, el de la obediencia (10.5-10; cf. ISa 15,22).

IV. LA OBEDIENCIA DEL CRISTIANO. Jesucristo, que por su obediencia fue constituido “el *Señor” (FIp 2,11). revestido de “todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18), tiene derecho a la obediencia de toda criatura. Por él, por la obediencia a su Evangelio y a la palabra de su *Iglesia (2Tes 3.14; Mt 10,40 p) alcanza el hombre a Dios en la fe (Act 6,7; Rom 1,5; 10,3; 2Tes 1,8). escapa a la desobediencia original y entra en el *misterio de la salvación: Jesucristo es la única *ley del cristiano (ICor 9,21). Esta ley comprende también la obediencia a las autoridades humanas legí­timas. padres (Col 3,20), maestros (3,22). esposos (3,18). poderes públicos. reconociendo en todas partes la “autoridad de Dios” (Rom 13,1-7). Pero como el cristiano no obedece nunca sino para *servir a Dios, es capaz, si es preciso, de enfrentarse con una orden injusta y “obedecer a Dios más que a los hombres” (Act 4,19).

-> Autoridad – Designio de Dios Enseñar – Fidelidad – Ley – Servir – Voluntad de Dios.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

El verbo heb. traducido “obedecer” es šāma˓ be, lit. “escuchar a”. El verbo que se usa en la LXX y en el NT es hypakouō (sustantivo, hypakoē; adjetivo, hypēkoos), un compuesto de akouō, que también significa “oír”. hypakouō significa literalmente “oir bajo”. El NT también usa eisakouō (1 Co. 14.21), lit. “oír hacia”, peithomai, y peitharjeō (Tit. 3.1). Estas dos últimas palabras expresan, respectivamente, las ideas de ceder a la persuasión y someterse a la autoridad. La idea de obediencia que sugiere este vocabulario es la de un oír que se lleva a cabo bajo la autoridad o la influencia del que habla, y que conduce hacia el cumplimiento de lo que dicha autoridad requiere.

Para que a una persona se le deba obediencia, ella tiene que: (a) tener el derecho de mandar, (b) poder hacer conocer lo que quiere que se haga. La obligación del hombre de obedecer a su Hacedor por lo tanto presupone: (a) el señorio de Dios, y (b) su revelación. El AT habitualmente describe la obediencia a Dios como la obediencia (el oír) ya sea a su voz (acentuando (b) o a sus mandamientos (suponiendo (b), y acentuando (a). La desobediencia se describe como el no oir la voz de Dios cuando habla (Sal. 81.11; Jer. 7.24–28).

Según la Escritura, Dios exige que su revelación sea tomada como regla para la vida toda del hombre. Así la obediencia a Dios es un concepto suficientemente amplio como para incluir la totalidad de la religión y la moralidad bíblicas. La Biblia es insistente en el hecho de que los actos externos y aislados de homenaje a Dios no pueden subsanar la falta de obediencia consecuente en el corazón y en la conducta (1 S. 15.22; cf. Jer. 7.22s).

La desobediencia de Adán, el primer hombre representativo, y la perfecta obediencia del segundo, Jesucristo, constituyen factores decisivos en el destino de todos. Cuando Adán ignoró la obediencia sumergió a la humanidad en la conciencia de culpa, la condenación, y la muerte (Ro. 5.19; 1 Co. 15.22). La inquebrantable obediencia de Cristo “hasta la muerte” (Fil. 2.8; cf. He. 5.8; 10.5–10) obtuvo justicia (aceptación para con Dios) y vida (comunión para con Dios) para todos los que creen en él (Ro. 5.15–19).

En la promulgación por Dios del pacto antiguo se daba realce a la obecbencia a sus requerimientos a fin de que el pueblo pudiese disfrutar de su favor (Ex. 19.5, etc.). En su promesa del nuevo pacto, empero, se dio realce a la obediencia como el don que él mismo les daba, a fin de que pudiesen disfrutar de su favor (Jer. 31.33; 32.40; cf. Ez. 36.26s; 37.23–26).

La fe en el evangelio, y en Jesucristo, es obediencia (Hch. 6.7; Ro. 6.17; He. 5.9; 1 P. 1.22), por cuanto Dios así lo manda (cf. Jn. 6.29; 1 Jn. 3.23). La incredulidad es desobediencia (Ro. 10.16; 2 Ts. 1.8; 1 P. 2.8; 3.1; 4.17). La vida de obediencia a Dios es fruto de la fe (cf. lo que se dice de Abraham, Gn. 22.18; He. 11.8, 17ss; Stg. 2.21ss).

La obediencia cristiana significa imitar a Dios en santidad (1 P. 1.15s), y a Cristo en humildad y amor (Jn. 13.14s, 34s; Fil. 2.5ss; Ef. 4.32–5.2). Nace de la gratitud por la gracia recibida (Ro. 12.1s), no del deseo de obtener mérito y de justificarse uno mismo a la vista de Dios. Más aun, el guardar la ley con dicho motivo no constituye obediencia a Dios, sino lo opuesto (Ro. 9.31–10.3). La obediencia a la autoridad divinamente establecida en la familia (Ef. 5.22; 6.1ss; cf. 2 Ti. 3.2), en la iglesia (Fil. 2.12; He. 13.17), y en el estado (Mt. 22.21; Ro. 13.1ss; 1 P. 2.13ss; Tit. 3.1), es parte de la obediencia del cristiano a Dios. Cuando hay conflicto, sin embargo, debemos estar dispuestos a desobedecer al hombre a fin de no desobedecer a Dios (cf. Hch. 5.29).

Bibliografía. W. Mundle, “Oír”, °DTNT, t(t). III, pp. 203–209; H. Schult, “Escuchar, oír”, °DTMAT, t(t). II, cols. 1221–1231; F. Alvarez, “Obediencia”, °EBDM, t(t). V, cols. 569–575; R. Schnackenburg, El testimonio moral del Nuevo Testamento, 1965; D. Bonhoeffer, El precio de la gracia, 1968; K. H. Schelkle, Teología del Nuevo Testamento, 1975, t(t). III, pp. 41–107.

W. Mundle, NIDNTT 2, pp. 172–180.

J.I.P.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

La obediencia (del latín Obêdire, “escuchar”, “Obeceder”) es el cumplir con un mandato o con un precepto. Aquí se ve no como un acto transitorio y aislado sino como una virtud o principio de una conducta correcta. Se dice entonces que es un hábito moral por el cual uno ejecuta una orden de un superior con el intento preciso de cumplir con lo acordado . Santo Tomás de Aquino considera la obligación de la obediencia como una consecuencia obvia de la subordinación establecida en el mundo por la ley natural y positiva. La idea de que subordinarse un hombre a otro es incompatible con la libertad humana –noción ésta que estuvo de moda en las enseñanzas religiosas y políticas del período posterior a la Reforma– la refuta Santo Tomás demostrando que dicha idea está en desacuerdo con la naturaleza constituida de las cosas, y con las prescripciones positivas de Dios Todopoderoso. Vale la pena notar que, mientras es posible discernir un aspecto general de obediencia en algunos actos de todas las virtudes, en lo que respecta a la obediencia en sí, la ejecución de algo que es un precepto está contemplado en este artículo como una virtud definitivamente especial. El elemento que la diferencia adecuadamente de otros buenos hábitos se encuentra en la última parte de la definición dada. Se enfatiza el hecho que uno no cumple solamente por cumplir, sino que lo hace con el fin de estar de acuerdo con la voluntad del que dio la orden. En otras palabras, es el homenaje brindado a la autoridad el cual la califica como una virtud diferente. Aunque la obediencia ocupa un lugar destacado entre las virtudes, no ocupa el lugar principal. Esta distinción pertenece a la fe, la esperanza y la caridad (q.v.) las que nos unen inmediatamente con Dios Todopoderoso. Entre las virtudes morales, la obediencia goza de una primacía de honor. La razón es que la mayor o menor excelencia de una virtud moral está dada por el mayor o menor valor del objeto al que se le está midiendo la importancia que el mismo tenga para nosotros respecto a Dios. Entre nuestras diferentes posesiones, ya sean bienes corporales o bienes espirituales, está claro que la voluntad humana es la más íntimamente personal y querida de todas ellas.

Por lo tanto, la obediencia que hace ceder al hombre la más preciada de las fuerzas de su alma individual por el bien hacia su Creador, es considerada la mayor de las virtudes morales. Considerando a quién vamos a obedecer, no puede haber duda de que estamos comprometidos antes que nada a brindar un servicio sin reservas a Dios Todopoderoso en todos Sus mandamientos. No puede haber ningún impedimento contra esta verdad en poner en yuxtaposición la inmutabilidad de la ley natural y una orden, tal como la dada a Abraham de matar a su hijo Isaac. La respuesta concluyente en este caso es que la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y la muerte era, bajo su dirección, la correcta en esa instancia particular de tener que matar a un ser humano inocente. Por otro lado, la obligación de obediencia a los superiores por debajo de Dios, tiene sus limitaciones. No estamos obligados a obedecer a un superior en un asunto que va más allá de su autoridad de mando. Por ejemplo, los padres, aunque están obligados más allá de toda duda con la sumisión de sus hijos hasta que llegan a cierta edad, no tienen derecho a obligarles a casarse. Ni puede tampoco un superior pedirnos obediencia en contraposición a las disposiciones de una autoridad superior.

De aquí se deduce que no podemos hacer caso a la petición de ningún poder humano, no importa cuán venerable o sobresaliente sea, si ello va en contra de las ordenanzas de Dios. Toda autoridad a la que respetamos tiene su origen en Él y no puede ser utilizada en Su contra. Lo que confiere a la obediencia su mérito especial es el reconocimiento de la autoridad de Dios ejercida en forma delegada a través de un agente humano. No es posible establecer una medida certera para determinar el grado de culpabilidad del pecado de la desobediencia. Visto formalmente como un desprecio deliberado hacia la autoridad, comprende un divorcio entre el alma y el principio sobrenatural de la caridad que equivale a un pecado grave. De hecho, hay que tomar en cuenta otras cosas como la mayor o menor advertencia del acto, el carácter importante o no de lo solicitado, la forma en que se pidió hacerlo, el derecho de la persona que lo ordenó. Por estas razones, frecuentemente este pecado será considerado venial.

Fuente: Delany, Joseph. “Obedience.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 11. New York: Robert Appleton Company, 1911.
http://www.newadvent.org/cathen/11181c.htm

Traducido por Dr. Raúl Toledo, El Salvador

Fuente: Enciclopedia Católica