PABLO

Act 7:58-28:31


Pablo (gr. Páulos; del lat. Paulus, un nombre romano que significa “pequeño”). El gran apóstol a los gentiles. En la Biblia se lo presenta como Saulo (gr. Sáulos, del heb. Shâzûl, “pedido [a Dios]”, o “prestado [a Dios]”; Act 7:58) y se lo menciona por ese nombre en la narración de Hechos hasta el cp 13:9. Ha habido bastante especulación acerca de por qué en medio de Hechos se comienza a llamar Pablo a Saulo, y de allí­ en adelante sólo se lo nombra como Pablo, excepto el relato que él mismo hace de su conversión (22:7, 13; 26:14). Una respuesta sencilla y plausible serí­a que él, como otros (Act 1:23; 13:1; Col 4:1 1; etc.), tuviera más de un nombre: un nombre hebreo, Saulo, y un nombre romano grecizado, Páulos o Pablo. Quizás usara el nombre hebreo en su hogar y en sus contactos con los judí­os, pero su nombre greco-romano estarí­a en armoní­a con la influencia y el ambiente helení­sticos de la ciudad donde nació, y con su envidiable estatus de ciudadano romano. Más tarde, cuando comenzó su obra entre los gentiles, era ventajoso para él que se lo conociera como Pablo. Es digno de notar que hasta Act_13 se menciona a Pablo sólo en relación con su contacto con los judí­os. Pero en ese capí­tulo comienzan sus actividades entre los gentiles, como también el uso de su nombre gentil, Pablo. I. Pablo, el hombre. 1. Antecedentes. Pablo fue hebreo por nacimiento, educación y sentimientos; tal es así­ que, a pesar de sus contactos tempranos con la cultura y las filosofí­as griega y romana, se pudo llamar “hebreo de hebreos” (Phi 3:5). Era de la tribu de Benjamí­n (Rom 11:1), y tal vez le pusieron el nombre por Saúl, el 1er rey de Israel, quien también era benjamita (1Sa 9:1, 2; Act 13:21). Poco se sabe de su familia. Su padre era un ciudadano romano (Act 22:28), y quizá fariseo (23:6). No se sabe cómo el padre obtuvo su ciudadaní­a romana, pero habí­a ciertos procedimientos mediante los cuales un destacado judí­o podí­a llegar a ser ciudadano romano. Presumiendo que la lograra de esa manera, entonces podemos suponer que Pablo procedí­a de una familia de cierta importancia. Tení­a por lo menos una hermana (23:16). En Rom 16:7 y 21 se refiere a varios hombres como sus “parientes”, pero este término (del gr. sunguenes) puede significar sencillamente “conciudadano”, de modo que no es seguro si realmente hace referencia a parientes de sangre. Pablo pudo haber sido desheredado por su familia cuando se convirtió al cristianismo (cf Phi 3:8), pero si fue así­, no lo menciona. Pablo nació en el Asia Menor, en la próspera metrópolis de Tarso (Act 21:39; fig 485), una ciudad notable por su filosofí­a, ciencia, educación y cultura; una cultura donde se mezclaban elementos griegos, romanos y judí­os. La fecha de su nacimiento no se puede determinar con precisión. De acuerdo con una tradición del s II d.C., la familia de Pablo habí­a vivido originalmente en Giscala de Galilea, pero la ciudad fue capturada por los romanos y los miembros de su familia llevados como esclavos a Tarso c 4 a.C., donde más tarde obtuvieron su libertad y la ciudadaní­a romana. Si es así­, Pablo nació después de esos acontecimientos, porque era romano de nacimiento (Act 22:28). Cuando aparece por 1a vez (7:58) se lo califica como “un joven” (gr. neaní­as). Sin embargo, este término, que se usaba para hombres que tuvieran entre 20 867 y 40 años de edad, poca ayuda nos ofrece para determinar la edad de Pablo. 2. Educación. Probablemente Pablo asistiera a una escuela en relación con la sinagoga de Tarso. En esta ciudad polí­glota aprendió no sólo el hebreo y la lengua que hablaba su pueblo, el arameo (Act 21:40; 22:2), sino también el griego (21:37) y tal vez el latí­n. También aprendió a hacer carpas o tiendas, quizá de su padre, con lo que más tarde se pudo sostener (Act 18:1, 3; cf 20:34; 1Co 4:12; 1Th 2:9; 2Th 3:8). Siendo joven fue a Jerusalén (Act 26:4) y se sentó a los pies del rabino y fariseo más renombrado de sus dí­as: Gamaliel (22:3; cf 5:34). Bajo su instrucción, Pablo fue enseñado “estrictamente conforme a la ley de nuestros padres” (22:3; cf 24:14), y como resultado vivió “conforme a la más rigurosa secta de nuestra religión”: los fariseos (26:5). Fue un estudiante tan brillante y un defensor tan ardiente de las doctrinas y tradiciones del judaí­smo que aventajaba a muchos de sus pares en el aprendizaje y el celo (Gá. 1:14); y en su odio fanático por los cristianos aventajó por lo menos a su maestro (Act 8:3; 9:1; cf 5:34-39). Puede haber poca duda de que los lí­deres de la nación judí­a esperaban grandes realizaciones de él. 3. Apariencia personal y salud. Parecerí­a que, aunque Pablo impresionaba intelectualmente, fí­sicamente no se destacaba. Sus enemigos dijeron de él que su “presencia corporal [era] débil, y la palabra menospreciable” (2 Co. 10:10). La tradición lo describe como un hombre bajo, un tanto jorobado y de piernas encorvadas (“chueco”). Parece haber sufrido de algún tipo de enfermedad crónica (2Co 12:7-10; Gá. 4:13); muchos creen que era una enfermedad relacionada con sus ojos, basando su conclusión en que generalmente dictaba sus cartas (2Th 3:17), menciona que escribí­a con letra grande (Gá. 6:11) y dice que los creyentes de Galacia estaban dispuestos a arrancarse los ojos para dárselos, si hubiese sido posible (4:15). Se han sugerido algunos otros males, pero la evidencia bí­blica es insuficiente para saber con precisión cuál fue “la espina en la carne” de Pablo. II. Pablo, el converso. 1. Primeros contactos con el cristianismo. El 1er contacto de Pablo con el cristianismo que se conoce tuvo relación con la muerte de Esteban. Algunos suponen que Pablo fue uno de los de Cilicia que, con otros, no pudo vencerlo en el debate (Act 6:9, 10; cf 21:39). Aparentemente no arrojó piedra alguna sobre Esteban, pero “consentí­a en su muerte” (8:1) y cuidó la ropa de los testigos (7:58). La acción de masas que resultó en el apedreamiento de Esteban señaló el comienzo del 1er perí­odo de persecución que devastó a la iglesia naciente; y Pablo, según parece, se destacó en esta persecución. En un arranque de odio fanático contra los cristianos (26:11), intensificado por una conciencia acusadora (v 14), los arrancaba de las casas donde los encontraba y los arrojaba a la cárcel (8:3); los castigaba en las sinagogas (22:19; 26:11) y daba su consentimiento para su muerte (22:4; 26:10). Pablo cumplió esta tarea primero en Jerusalén (8:1, 3; 26:10), pero luego siguió a los creyentes esparcidos hasta otras ciudades y los “perseguí­a sobremanera” (Act 8:4; 26:11; Gá. 1:13). 389. Muro de la ciudad de Damasco, cerca del sitio de escape de Pablo de la ciudad. La hilada de mamposterí­a más baja es muy antigua. 2. Su conversión. En una de esas campañas de persecución el curso de la vida de Pablo cambió completa y espectacularmente. Al oí­r que habí­a cristianos en Damasco, pidió cartas del sumo sacerdote -cartas de extradición- que lo autorizaran a arrestar y llevar a Jerusalén a cualquier cristiano que encontrase en dicha ciudad (Act 9:1, 2). Hay 3 informes de 868 la experiencia que tuvo en ese viaje (9:1-9; 22: 4-11; 26:9-18); el 1º está en 3ª persona, los otros 2 en 1ª persona (fueron contados por Pablo: uno a la multitud judí­a en Jerusalén; los otros, al rey Agripa y a su hermana Berenice). Mientras Pablo se acercaba a Damasco a mediodí­a con un grupo de hombres para ayudarlo en sus planes asesinos, lo rodeó una luz enceguecedora, más brillante que el Sol. Pablo y sus compañeros cayeron a tierra (26:14), y una voz, que se identificó como Jesús de Nazaret, le preguntó: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”, y añadió: “Dura cosa te es dar coces contra el aguijón”. Abrumado por esta manifestación del Cielo, preguntó qué debí­a hacer. La voz le ordenó ser testigo para Cristo entre los gentiles (vs 16, 17). Se le instruyó que entrara en Damasco, donde recibirí­a instrucción adicional. Entretanto, sus sorprendidos y atemorizados compañeros de viaje se habí­an levantado del suelo (9:7), pero no entendí­an lo que pasaba, porque aunque veí­an la luz y oí­an la voz, no podí­an comprender lo que ella decí­a (cf 9:7; 22:9). Al incorporarse, Pablo descubrió que estaba ciego. En esas condiciones, fue conducido por sus compañeros al hogar de un cierto Judas, en Damasco, donde estuvo 3 dí­as sin comer ni beber (Act 9:8, 9, 11). Mientras oraba, Jesús se le apareció en visión a un cristiano llamado Ananí­as y le indicó que fuera a la casa de Judas, en la calle llamada “la Derecha”, donde encontrarí­a a Pablo, quien habí­a recibido una visión acerca de su visita. Ananí­as, con todo respeto, le recordó a Jesús las persecuciones de Saulo, pero se le informó que el anterior perseguidor habí­a sido elegido por Dios (vs 11-16). Siguiendo las instrucciones, Ananí­as encontró a Saulo y al imponerle las manos recuperó la vista en forma inmediata, recibió el don del Espí­ritu Santo y fue bautizado (vs 17, 18; figs 148, 149). No se sabe cuánto tiempo permaneció en Damasco. El informe parece indicar que fue breve (v 19). Sabemos que allí­ se asoció con los cristianos. También, en armoní­a con su carácter -y para asombro de quienes lo conocí­an- comenzó a predicar en las sinagogas al Cristo que habí­a vilipendiado, pero que ahora adoraba (vs 19-21). Tan poderosa y convincente era su predicación que ninguno podí­a derrotar su lógica o negar su poder (v 22). 3. Preparación y comienzo de su predicación. En el relato de Hechos se omite el siguiente acontecimiento de la vida de Pablo, pero él lo menciona en Gálatas: allí­ cuenta que después de su conversión y su 1ª breve campaña de evangelización, se fue a Arabia* (Gá. 1:17) antes del viaje a Jerusalén (Act 9:26; Gá. 1:18). La región exacta identificada como Arabia es desconocida (aunque muy probablemente haya sido el paí­s de los nabateos*), y tampoco se sabe cuánto tiempo estuvo allí­. Este perí­odo de retiro le dio tiempo para meditar acerca del gran cambio que habí­a ocurrido en su vida, y la soledad le permitió reexaminar, con oración y cuidado, todo el fundamento de su nueva convicción a la luz de las Escrituras, y así­ afirmar para siempre su fe en Cristo y su evangelio. Después de este tiempo de aparente inactividad, regresó otra vez a Damasco (Gá. 1:17), donde se retoma la narración de Act_9 Parece que reanudó la predicación en las sinagogas con el mismo resultado de antes (v 22). En consecuencia, los judí­os hicieron planes para asesinarle (vs 23, 24). En este intento fueron apoyados por el gobernador de la ciudad, quien serví­a bajo el rey nabateo Aretas* (2Co 11:32, 33). Como éste gobernaba esa región, tal vez entre el 37 d.C. y c 54 d.C., el incidente debió haber ocurrido en algún momento dentro de ese perí­odo. Sin embargo, los soldados que vigilaban las puertas para impedir que escapara de la ciudad vieron frustrados sus propósitos, porque algunos creyentes bajaron a Pablo en una gran canasta desde una ventana de una casa construida sobre el muro, permitiéndole así­ escapar de sus enemigos (Act 9:25; 2Co 11:33; fig 389). 4. La visita a los apóstoles en Jerusalén. Habiéndosele terminado la oportunidad de trabajar en Damasco, Pablo se dirigió a Jerusalén. Ya habí­an pasado 3 años desde su conversión, pero hasta entonces no habí­a tenido contacto alguno con los dirigentes de la iglesia (Gá. 1:17, 18), hecho que más tarde ofreció como prueba de que su evangelio no se habí­a originado con los discí­pulos de Cristo sino con Cristo mismo (Gá. 1:10-12; cf 1Co 15:3-8). Su razón básica para ir allá era ver a Pedro (Gá. 1:18). Al llegar a la ciudad quiso unirse a Pedro y a los hermanos, pero pronto descubrió que 3 años no habí­an sido tiempo suficiente para borrar el recuerdo de su persecución anterior, o para eliminar las dudas y las sospechas (Act 9:26). La situación fue resuelta por Bernabé,* natural de Chipre, quien confió en el informe de Pablo acerca de su experiencia al contarlo a los demás en presencia del apóstol (v 27). Pablo demostró que su experiencia era genuina al predicar a Jesús en la ciudad de Jerusalén. Su lógica incontrovertible despertó la ira de ciertos judí­os helenistas que decidieron quitarle la vida (Act 9:29). En un informe 869 posterior de su experiencia (22:17-21), contó cómo Dios le habí­a aparecido en visión en el templo y, a pesar de sus protestas, le indicó que saliera de Jerusalén, porque los judí­os no recibirí­an su mensaje, y que serí­a enviado a los gentiles. Sus hermanos de inmediato lo acompañaron al puerto de Cesarea (9:30), a unos 85 km al noroeste de Jerusalén. Probablemente lo pusieron a bordo de un barco para asegurarse de que escaparí­a de sus enemigos. 5. En las regiones de Siria y Cilicia, y en Antioquí­a. De Jerusalén, donde habí­a estado 15 dí­as (Gá. 1:18), Pablo fue “a las regiones de Siria y de Cilicia” (v 21). Sus actividades durante los siguientes años no aparecen en las Escrituras. Bien podemos imaginar que estuvo activo en el ministerio en Tarso y las regiones circundantes (Act 11:25; Gá. 1:21-23). Habrí­a sido durante este perí­odo que tuvo las visiones referidas en 2Co 12:2-4, que, según el v 2, vio 14 años antes de escribir 2 Co. Esta epí­stola fue redactada c 57 d.C., lo que apuntarí­a al año 43 como la fecha de la visión. Pablo estuvo en Tarso o las regiones vecinas desde c 38 hasta el 44. Mientras estuvo en Cilicia, el cristianismo avanzó en otras áreas. Un interés creciente habí­a surgido en Antioquí­a de Siria, y Bernabé fue enviado desde Jerusalén para desarrollarlo (Act 11:19-24). Como vio que necesitaba ayuda, viajó a Tarso, encontró a Pablo y lo llevó consigo a Antioquí­a (vs 25, 26). Pablo y Bernabé trabajaron juntos por un año entero, con éxito notable. Mientras estaban en Antioquí­a, vinieron de Jerusalén ciertas personas con don profético (Act 11:27). Uno de ellos, Agabo, fue inspirado divinamente para predecir una hambruna mundial (v 28). Como resultado, los creyentes de Antioquí­a decidieron enviar ayuda a los cristianos de Judea, y para ello eligieron a Pablo y Bernabé (vs 29, 30). Habiendo cumplido su misión, regresaron a Antioquí­a trayendo consigo a Juan Marcos, sobrino de Bernabé (Act 12:25; cf Col 4:10). III. Pablo, el misionero al extranjero. Mientras estaba en Antioquí­a por 2ª vez, Pablo recibió un llamado que lo inició en sus grandes viajes misioneros hacia el Asia Menor y Europa, lo que le significó el tí­tulo de “apóstol a los gentiles”. Cuando algunos de los miembros de la iglesia estaban “ministrando… al Señor, y ayunando”, recibieron del Espí­ritu Santo la orden de apartar a Pablo y a Bernabé para una obra especial (Act 13:2). Así­ lo hicieron, con ayuno y oración; y luego, dirigidos por el Espí­ritu Santo, los apóstoles salieron para su 1er viaje misionero, acompañados por Juan Marcos (vs 3, 5). 1. Primer viaje misionero. Fueron a Seleucia, el puerto de Antioquí­a, a unos 25,5 km de la ciudad, y allí­ tomaron un barco para Chipre (Act 13:4). a. Chipre. Desembarcaron en Salamina (fig 442), en la costa oriental de la isla (Mapa XX, B-5; seguir la lí­nea roja hacia el oeste), y comenzaron a predicar en las sinagogas judí­as (Act 13:5) como era la costumbre de Pablo (cf 9:20; 17:1, 2; 18:4; etc.). Luego atravesaron Chipre de este a oeste y llegaron a la ciudad de Pafos (13:6), sede del procónsul o gobernador* romano de la isla, Sergio Paulo, un hombre prudente y de discernimiento (v 7), a quien frecuentaba un judí­o de nombre Barjesús o Elimas, que era un charlatán y mago (vs 6, 8). El gobernador oyó el informe de la predicación de Pablo y Bernabé y, deseando oí­r el evangelio, los llamó (v 7). Temeroso de perder la influencia que podí­a tener sobre el gobernador, Barjesús se opuso a los apóstoles en presencia de él (v 8), por lo cual Pablo (aquí­ se lo llama “Pablo” por 1ª vez). “lleno del Espí­ritu Santo” fijó sus ojos en el mago lo condenó duramente por representar mal a Dios y oponerse a él, y predijo que quedarí­a ciego temporariamente, lo que se cumplió al instante (Act 13:9-11). Este notable incidente convenció al gobernador de la verdad del evangelio y lo aceptó (v 12). b. Perge. Después de su estadí­a en Pafos. Pablo y su grupo se embarcaron hacia Perge (Act 13:13), una ciudad cerca de la costa del Asia Menor, en dirección noroeste de Pafos. Aquí­ Juan Marcos, sin duda desanimado por las dificultades y las penurias, los abandono y regresó a Jerusalén (v 13). c. Antioquí­a de Pisidia. Pablo y Bernabé continuaron hasta Antioquí­a de Pisidia (Act 13:14), una ciudad a unos 160 km al norte de Perge, en los montes Tauro. Invitado a hablar en la sinagoga el sábado, Pablo predicó acerca de la resurrección de Cristo (vs 15-41). El sermón impresionó tanto a los presentes que le pidieron que predicara a los gentiles el sábado siguiente (v 42). En esta ocasión “se juntó casi toda la ciudad” para escuchar el evangelio (v 44). Esto despertó los celos y la oposición de los judí­os (v 45); por ello Pablo declaró que, como ellos despreciaban la salvación, él predicarí­a a los gentiles (vs 46, 47; fig 24). No se sabe cuánto tiempo trabajaron Pablo y Bernabé en esta región. Pero fue lo suficiente como para que toda la zona que rodeaba la ciudad conociera el evangelio (Act 13:49). Su éxito despertó finalmente la activa oposición de los judí­os, quienes lograron que 870 los magistrados los expulsaran de la ciudad (v 50). d. Iconio, Listra y Derbe. A unos 130 km al este sudeste de Antioquí­a estaba lconio, el siguiente lugar donde trabajaron Pablo y Bernabé. Sus esfuerzos se vieron coronados por un gran éxito (Act 14:1), y predicaron en esa ciudad “mucho tiempo” apoyados por el testimonio de señales y prodigios milagrosos (v 3). Pero los judí­os que habí­an rechazado su mensaje consiguieron que muchos gentiles se volvieran contra Pablo y Bernabé, y dividieron la ciudad en 2 bandos (vs 2, 4). Finalmente hicieron planes de usar la violencia contra los apóstoles (v 5). Al saber de ello, huyeron a “Listra y Derbe, ciudades de Licaonia” (Act 14:6; cf Mat 10:23), a unos 37 km al sudsudoeste, y a 83 km al sudeste de Iconio, respectivamente. En Listra, Pablo sanó a un hombre que habí­a sido inválido toda su vida (Act 14:8-10). Este milagro llevó a los habitantes supersticiosos a creer -quizá por algún antiguo mito que describí­a a los dioses Zeus (Júpiter) y Hermes (Mercurio) en sus visitas a esa parte del mundo- que Bernabé y Pablo eran Júpiter y Mercurio (Act 14:11, 12). Se prepararon para ofrecerles sacrificio, y sólo con gran dificultad Pablo pudo convencerlos de que no lo hicieran (vs 13-18; fig 322). En Listra las labores de los apóstoles terminaron cuando los judí­os enemigos de Antioquí­a y de lconio soliviantaron a una multitud que apedreó a Pablo y lo arrastró fuera de la ciudad como muerto (Act 14:19). Conservado milagrosamente, se reanimó y entró de nuevo en la ciudad, pero salió de ella al dí­a siguiente, acompañado por Bernabé (v 20). Después Pablo y Bernabé trabajaron en Derbe, donde quizá permanecieron un tiempo, porque allí­ hicieron “muchos discí­pulos” (Act 14:20, 21; figs 159, 160). e. Regreso a Antioquí­a de Siria. Desde Derbe comenzaron a desandar su camino pasando por Listra, Iconio y Antioquí­a de Pisidia, donde visitaron las iglesias, fortalecieron a los creyentes y nombraron dirigentes en ellas (Act 14:21-23). También predicaron en Perge, donde Juan Marcos los habí­a abandonado al comienzo de su viaje (v 25). Sin duda, impacientes por regresar a su base en Antioquí­a de Siria, los apóstoles se embarcaron en el puerto de Atalia, a pocos kilómetros de Perge (Mapa XX, B-5, la lí­nea roja Nº 1 hacia el este). Al llegar a Antioquí­a contaron a la iglesia del éxito entre los gentiles (vs 25-27). Así­ terminó el 1er viaje misionero, que tal vez les llevó unos 2 años (c 45-47 d.C.). Pablo quedó en Antioquí­a por un tiempo (v 28), durante el cual, sin duda, siguió atrayendo a muchos gentiles hacia el cristianismo. 2. Los judaizantes y el Concilio de Jerusalén. Con el correr del tiempo surgió una crisis, que si no se resolví­a con prontitud retardarí­a grandemente la expansión del cristianismo entre los gentiles. Un grupo de judí­os cristianos de Judea visitó la iglesia de Antioquí­a y comenzó a enseñar que la circuncisión y la observancia de la ley de Moisés eran necesarias para la salvación (Act 15:1). Pablo y Bemabé, sin embargo, sostení­an que la circuncisión no era necesaria para los conversos gentiles. Como resultado, hubo una “discusión y contienda no pequeña” entre los 2 grupos (v 2). Finalmente, los creyentes decidieron que el asunto debí­a ser llevado ante los dirigentes de la iglesia de Jerusalén, y que Pablo y Bernabé y otros debí­an ir allá (v 2). Esta decisión habrí­a sido sugerida por Pablo, que más tarde dijo que habí­a recibido una revelación con respecto al tema, y que habí­a ido con Bernabé y Tito, un converso griego, a consultar a los dirigentes (Gá. 2:2, 3). Al llegar a Jerusalén, Pablo y la comitiva fueron recibidos cordialmente por los creyentes (Act 15:4). Contaron cómo Dios habí­a bendecido el trabajo entre los gentiles, pero que ciertos fariseos, miembros de la iglesia, pronto levantaron la cuestión de la necesidad de la circuncisión y de la observancia de la ley mosaica (v 5). En consecuencia, se convocó a un concilio para decidir la cuestión (v 6; probablemente el 49 d.C.). El terna se discutió extensamente, con Pedro, Bernabé y Pablo hablando contra la exigencia de imponer la ley ceremonial a los gentiles (v 7-12). Predominaron sus puntos de vista, y se decidió que los conversos gentiles no necesitaban circuncidarse o guardar la ley de Moisés. Sin embargo, se les pedirí­a que se abstuvieran de contaminarse con los í­dolos, de fornicación, de ahogado y de sangre (vs 13-21). Luego de haber completado su misión con éxito, Pablo y el resto de la delegación de Antioquí­a volvieron acompañados por hermanos comisionados para llevar cartas de la iglesia de Jerusalén. El resultado de la reunión fue recibido favorablemente por los creyentes de Antioquí­a (Act 15:22-31). Una vez más Pablo y Bernabé reanudaron su tarea de enseñar y predicar en Antioquí­a (Act 15:35). Es posible que el efecto del Concilio de Jerusalén, relatado en Gá. 2, ocurriera durante este tiempo. Pedro fue a visitar a los creyentes y, en armoní­a con el espí­ritu de la decisión del concilio, comió con los 871 gentiles, una práctica que era anatema para los judí­os. Sin embargo, cuando ciertos cristianos judaizantes llegaron a la ciudad, Pedro, tal vez temeroso de una repetición de la anterior disputa sobre el tema de la ley ceremonial, no siguió haciéndolo (Gá. 2:11, 12); en tal actitud fue acompañado por Bernabé y otros (v 13). Cuando Pablo lo supo, los reprendió severamente en público por su conducta (vs 14-21). La mente de Pablo se volvió ahora a las iglesias del Asia Menor. Le sugirió a Bernabé que volvieran a visitarlas (Act 15:36). Bernabé aceptó la idea, pero insistió en llevar consigo a Juan Marcos (v 37), lo que Pablo rechazó por cuanto Marcos los habí­a abandonado antes y no se podí­a confiar en él (v 38). Esta diferencia de opinión llegó a ser causa de una disputa que los hizo separarse: Pablo escogió a un nuevo compañero de viajes, Silas, mientras Bernabé tomó consigo a Marcos y se fue a Chipre (Act 15:39, 40). 3. Segundo viaje misionero. Pablo y Silas comenzaron lo que se denomina su 2a viaje misionero. Viajaron por tierra (Mapa XX, B-6/5, lí­nea roja Nº 2 hacia el oeste), visitando las iglesias de Siria y de Cilicia (Act 15:40, 41). Sin duda estuvieron con los creyentes de la ciudad originaria de Pablo, Tarso, en Cilicia. Al llegar a Derbe y Listra, Pablo encontró otro compañero de viaje: Timoteo,* un joven de buena reputación, de madre judí­a y padre griego (16:1-3). Desde Derbe y Listra, Pablo y los misioneros que lo acompañaban fueron “por las ciudades” informando a las iglesias de la decisión del Concilio de Jerusalén (Act 16:4). Estos decretos, que declaraban que a los gentiles no se les requerí­a la observancia de la ley ceremonial, sin duda tuvieron mucho que ver con el posterior crecimiento de la iglesia en esa región (v 5). a. Frigia y Galacia. Luego Pablo y sus compañeros viajaron “atravesando Frigia y la provincia de Galacia”* (Act 16:6). En ese tiempo, de acuerdo con el punto de vista de este Diccionario, se estableció la iglesia a la que dirigió su epí­stola a los Gálatas. En consecuencia, es en este viaje que Pablo fue afligido con la “enfermedad del cuerpo” mencionada en Gá. 4:13. Después hizo planes de emprender obra de evangelización en la región al oeste de Galacia, conocida en esa época como Asia* (Mapa XX, B-4), pero el Espí­ritu Santo le prohibió hacerlo (Act 16:6). En consecuencia, con sus compañeros se dirigió a Misia en el noroeste, para ir a la región de Bitinia (Mapa XX, A-4/5) y predicar allí­, pero el Espí­ritu también le cambio los planes (v 7). De modo que pasaron por alto Misia y Bitinia y siguieron su camino hasta que llegaron a la ciudad de Troas (Mapa XX, B-4), a orillas del Mar Egeo (v 8). b. El llamado a Macedonia. En Troas, Pablo entró en un campo nuevo y lleno de desafí­os. En una visión nocturna un hombre de Macedonia lo instó a llevar el evangelio a ese paí­s (Act 16:9). Inmediatamente él y sus compañeros se prepararon para responder al llamado, que reconocieron como procedente de Dios (v 10). Se embarcaron en un naví­o que partí­a para Neápolis, en Macedonia (Mapa XX, A-3), y llegaron al 2º dí­a (v 11); de allí­ siguieron a Filipos (v 12). c. Filipos. Aparentemente no habí­a sinagoga judí­a en Filipos (Mapa XX, A-3), pero al saber que existí­a cierto lugar para la oración fuera de la ciudad junto a un rí­o, Pablo y sus acompañantes fueron allí­ el sábado, y él predicó a un grupo de mujeres que estaban reunidas (Act 16:13). Como resultado, una dama de negocios, Lidia, media prosélita* del judaí­smo, se convirtió y, con toda su casa, fue bautizada. Desde entonces su hogar llegó a ser la sede de trabajo de Pablo y sus compañeros de ministerio (v 14). Pronto ocurrió un incidente que detuvo los esfuerzos de Pablo en Filipos. Una joven esclava, que supuestamente poseí­a capacidades sobrenaturales que eran usadas para ventaja económica de sus amos, comenzó a seguir a los misioneros gritando: “Estos hombres son siervos del Dios Altí­simo, quienes os anuncian el camino de salvación” (Act 16:16, 17). La molestia llegó a un punto en que el apóstol no pudo soportar más, de modo que en el nombre de Jesús expulsó al mal espí­ritu que la habí­a estado controlando (v 18). Como sus supuestas capacidades “proféticas” habí­an desaparecido, sus amos se vieron privados de los ingresos que ella les proporcionaba. Enojados contra Pablo y Silas, los arrastraron ante las autoridades civiles y los acusaron, como judí­os, de enseñar cosas contra las leyes de Roma (vs 19-21). Esto fue suficiente para agitar al populacho y a las autoridades contra ellos. Se los azotó severamente y se los puso en el cepo en una celda interior de la cárcel (vs 22-24; fig 222). A medianoche, mientras Pablo y Silas estaban orando y cantando himnos de alabanza, un terremoto repentino sacudió la cárcel, abrió las puertas y liberó de las cadenas a los presos (Act 16:25, 26), quizás al desprenderse de las paredes a las que estaban fijadas. El carcelero se despertó, y al ver las puertas abiertas pensó que los prisioneros, por los que 872 debí­a responder con su vida, habí­an escapado. Estaba a punto de suicidarse cuando la voz serena de Pablo le informó que ninguno habí­a huido (vs 27, 28). Convencido a esta altura de que los misioneros eran hombres de Dios, pidió luz y cayendo delante de ellos preguntó qué debí­a hacer para ser salvo. Pablo le habló de la fe en Cristo. Luego él tomó a los 2 apóstoles y los llevó a su casa, les curó las heridas, puso comida delante de ellos y reunió a su familia para escuchar su mensaje. Antes del amanecer, el carcelero y toda su familia fueron bautizados (Act 16:29-34). Cuando llegó la mañana, las autoridades civiles enviaron a algunos oficiales a la prisión para liberarlos (Act 16:35, 36). Pero Pablo rehusó abandonar la cárcel, afirmando que él y Silas, ciudadanos romanos, habí­an sido azotados y puestos en prisión ilegalmente. Por tanto, quienes los habí­an condenado y maltratado injustamente en público debí­an hacer la reparación públicamente. Al escuchar esto, el magistrado de la ciudad les pidió disculpas y les rogó que se fueran de la ciudad. Después de pasar por la casa de Lidia y saludar a los hermanos, los 2 misioneros abandonaron Filipos (vs 37-40). d. Tesalónica y Berea. Pablo y su grupo siguieron hacia el oeste (Mapa XX, A-3, lí­nea roja Nº 2 hacia el oeste), pasando por Anfí­posis y Apolonia, y llegaron a Tesalónica* (Act 17:1). La afirmación de que habí­a una sinagoga judí­a en esta última ciudad implica que no existí­a ninguna en las anteriores; tal vez esto explique por qué no se detuvieron en ellas. En Tesalónica, Pablo siguió su costumbre de predicar a Cristo en la sinagoga. Lo hizo durante 3 sábados sucesivos, y como resultado se convirtieron algunos judí­os, “y de los griegos piadosos gran número, y mujeres nobles no pocas” (vs 2-4). Parecerí­a que el apóstol siguió con su oficio de fabricar tiendas o carpas durante la semana (Act 18:3; 1Th 2:9; 2Th 3:8). Pero pronto comenzó a desarrollarse una situación que ya le resultaba familiar. Ciertos judí­os no creyentes, celosos del éxito de Pablo, agitaron toda la ciudad contra él y sus compañeros. La turba atacó la casa de un tal Jasón, donde habí­an estado alojados. Como no los encontraron, arrastraron a Jasón y a algunos de los creyentes ante las autoridades de la ciudad, acusándolos de perturbar la paz y de poner a Jesús como rival del César (Act 17:5-7), acusaciones que perturbaron a los ciudadanos y dirigentes de Tesalónica. En consecuencia, se obligó a Jasón y a los demás a pagar una fianza, tal vez como garantí­a de que mantendrí­an la paz, y luego fueron liberados (vs 8, 9); pero la situación tensa aconsejó que Pablo y Silas abandonaran la ciudad, y viajaron de noche a Berea* (v 10). Al llegar a Berea, el apóstol una vez más fue a la sinagoga a evangelizar a los judí­os. Los bereanos fueron “más nobles que los que estaban en Tesalónica”, porque recibieron la palabra de Pablo después de verificarla con las Escrituras (Act 17:11). En consecuencia, un grupo grande, incluyendo un número no especificado de mujeres griegas, se unió a la iglesia cristiana (v 12). Entretanto, la noticia del trabajo de Pablo en Berea llegó a Tesalónica y así­, no contentos de haberlo expulsado de ella, los judí­os de esa ciudad decidieron correrlo también de Berea. Fueron hasta allí­ y agitaron a la gente contra el apóstol. Los creyentes lo embarcaron de inmediato en un barco que salí­a para Atenas* (Mapa XX, B-3, la lí­nea roja Nº 2 hacia el sur), hacia donde fue acompañado por algunos creyentes bereanos. Sin embargo, Silas y Timoteo permanecieron en Berea (vs 13-15). e. Atenas. Parecerí­a, según Hechos, que Pablo no habrí­a tenido la intención de predicar en Atenas, sino sólo esperar la llegada de sus colaboradores. Sin embargo, no se menciona en Hechos que Silas y Timoteo se le unieran en esa ciudad, aunque 1Th 3:1-5 sugiere que Timoteo fue a Atenas, pero que fue enviado por Pablo inmediatamente a la iglesia de Tesalónica. De cualquier modo, la presencia de muchos í­dolos en la capital griega lo motivaron a la acción. De acuerdo con un antiguo informe, en los dí­as de Pablo allí­ habí­a más de 3.000 estatuas, la mayorí­a de las cuales tení­an relación con el culto pagano. Comenzó a predicar en la sinagoga y en el mercado o ágora (fig 53). Pronto consiguió la atención de ciertos filósofos griegos que, deseando conocer más de sus enseñanzas, lo llevaron al Areópago* (Act 17:16-22), o colina de Marte, en el centro cí­vico de la ciudad (fig 37). Su discurso, una porción del cual aparece en los vs 22-31, fue magistralmente adaptado al pensamiento de sus oyentes paganos, pero sólo consiguió que se burlaran de él (v 32). No obstante, tuvo éxito en ganar algunos conversos en esa ciudad (v 34). f. Corinto. Después de esa experiencia en Atenas, Pablo viajó solo hacia el oeste, a Corinto* (Act 18:1; Mapa XX, B-3). Allí­ se puso en contacto con Aquila y Priscila, judí­os que habí­an llegado hací­a poco de Italia, después del decreto del emperador Claudio que expulsaba de Roma a todos los judí­os (v 2). Como también eran fabricantes de tiendas, 873 Pablo se alojó con ellos y trabajó en su oficio (v 3). Muy probablemente el apóstol llegó a Corinto a comienzos del 51 d.C.; permaneció allí­ más de un año y 6 meses (Act 18:11, 18). Al comienzo trabajó con los judí­os en la sinagoga (v 4), como era su práctica al entrar en una ciudad nueva. Sin embargo, una vez más, cuando la mayorí­a de los judí­os se opuso y lo injurió, se apartó de ellos y comenzó a trabajar en forma directa por los gentiles (v 6). Como ya no podí­a predicar en la sinagoga, realizó sus reuniones en una casa contigua cuyo dueño adoraba a Dios (v 7). El evangelio produjo mucho fruto en esa ciudad, y entre los conversos estaba el dirigente de la sinagoga (v 8; fig 470). Entretanto, Silas y Timoteo llegaron con las animadoras noticias de la fidelidad de los tesalonicenses (Act 18:5; 1Th 3:6). Estas buenas nuevas inspiraron a Pablo a escribir su 1ª epí­stola a los Tesalonicenses, probablemente en el 51 d.C. Es la la epí­stola que se ha conservado. Más tarde, tal vez a fines del mismo año o a comienzos del año siguiente (52 d.C.), escribió 2 Ts. Véase Tesalonicenses, Epí­stolas a los. Por fin, la persecución activa que habí­a sido tan pronta en otras ciudades, comenzó también a amenazarles en Corinto. Sus enemigos judí­os lo acusaron ante Galión, el procónsul de Acaya, de enseñar una religión no legalmente reconocida por Roma. Sin embargo, Galión echó a los acusadores, rehusando inmiscuirse en un caso que él consideraba una disputa sobre la ley judí­a y no la ley romana. Al ver esto, la turba tomó al principal de la sinagoga y lo golpeó ante Galión (Act 18:12-17; fig 137). Después de un perí­odo no definido de tiempo, durante el cual parece que predicó sin oposición activa, Pablo se embarcó hacia Siria* (Mapa XX, B-3, lí­nea roja Nº 2 hacia el este), acompañado por Aquila y Priscila (Act 18:18). Se detuvo brevemente en Efeso y predicó en la sinagoga. Su mensaje fue recibido con alegrí­a por los oyentes, quienes tal vez fueran tanto gentiles como judí­os, y lo invitaron a quedarse más tiempo. Sin embargo, Pablo decidió seguir su viaje, prometiéndoles regresar si le era posible. Tomó un barco hacia Cesarea (Mapa XX, B-4/5, lí­nea roja Nº 2 hacia el sur y el este) dejando a Aquila y a Priscila en Efeso, sin duda para seguir la obra que él habí­a comenzado allí­. Desembarcó en Cesarea (fig 123), visitó brevemente Jerusalén para saludar a la iglesia y luego siguió hacia Antioquí­a, donde habí­a comenzado sus giras misioneras (vs 19-22). Así­ terminó su 2º viaje misionero, que duró aproximadamente 3 años, quizá desde algún momento del 49 d.C. hasta cerca del fin del 52 d.C. 4. Tercer viaje misionero. No se sabe la duración de la permanencia de Pablo en Antioquí­a después de su 2º viaje misionero. Es probable que haya sido de algunos meses, por lo menos, antes de partir para el 3º (Mapa XX, B-6; sí­gase la lí­nea roja Nº 3 hacia el oeste). Recorrió “por orden la región de Galacia y de Frigia, confirmando” a los miembros de las iglesias que habí­a establecido antes (Act 18:23). “Después de recorrer las regiones superiores vino a Efeso” (19: 1), que serí­a su centro de acción esta vez. a. Efeso. Allí­ (Mapa XX, B-4) encontró a 12 hombres que evidentemente recibieron instrucción de Apolos,* pero que no tení­an el pleno conocimiento del evangelio. Pablo los instruyó y, al rebautizarlos, recibieron el Espí­ritu Santo (Act 19:1-7). Por unos 3 meses predicó y razonó con la gente en la sinagoga. Luego, por causa de la oposición, se mudó con sus conversos a “la escuela de uno llamado Tiranno”, donde tení­an reuniones cada dí­a (vs 8, 9). Esta escuela fue su centro de operaciones por “dos años”, durante los cuales “todos los que habitaban en Asia” oyeron el evangelio (v 10). Se hicieron muchos milagros (vs 11, 12) y muchos se convirtieron, y la palabra “crecí­a y prevalecí­a poderosamente” (vs 18-20). Hacia el final de su estancia en Efeso, Pablo escribió 1 Co., quizás en la primavera del 57 a.C. En ella revelaba sus planes de visitar la iglesia ví­a Macedonia, después de permanecer en Efeso hasta Pentecostés (1Co 16:5-8; cf Act 19:21). Sin embargo, pronto surgieron circunstancias que apresuraron su partida del lugar: 1ª oposición habí­a estado creciendo y culminó poco después que despachara su carta (1Co 15:32). Esto ocurrió cuando el platero Demetrio, tal vez un destacado miembro del gremio de fabricantes de templetes en honor de la diosa Artemisa (Diana*), se preocupó bastante por la pérdida de las ventas de estatuillas porque muchos se hací­an cristianos. Por tanto, llamó a los artí­fices y les demostró cómo la predicación de Pablo contra la adoración de los í­dolos habí­a afectado su actividad, no sólo localmente, sino también en gran parte de la provincia de Asia. Además, les señaló que estaba minando el respeto por la diosa y su templo, “a quien venera toda Asia y el mundo entero” (Act 19:23-27). Los oyentes de Demetrio se enfurecieron y comenzaron a gritar: “¡Grande es Diana de los efesios!” Consiguieron agitar a toda la ciudad hasta la indignación. Buscando a alguien sobre quien descargar su ira, arrastraron a 2 de 874 los compañeros de viaje hasta el teatro (fig 174). Pablo decidió ir también, pero sus discí­pulos y algunos de sus prominentes amigos efesios se lo impidieron (vs 28-31). Finalmente el escribano consiguió calmar a la turba y dispersarla pací­ficamente (vs 32-41). Después de este tumulto, Pablo consideró oportuno dejar Efeso, donde habí­a pasado “tres años” (20:1, 31), quizá desde el 54 hasta el 57 d.C, Separándose de los creyentes, salió rumbo a Macedonia. Acerca de la posibilidad de una visita a Corinto durante su permanencia en Efeso, véase CBA 6: 831, 832, 918, 919. Véase Corintios, Epí­stolas a los. b. Macedonia y Corinto. Lucas, en Act_20, sólo ofrece un informe rápido de la visita a Macedonia y Acaya, pero en sus epí­stolas Pablo agrega algunos detalles más. Viajó desde Efeso a Troas* (Mapa XX, B-4, lí­nea roja Nº 3), donde su predicación fue recibida favorablemente. Allí­ el apóstol esperaba encontrar a Tito con un informe de la reacción de la iglesia de Corinto a su 1ª epí­stola, enviada poco antes, pero se chasqueó al no hallarlo. Entonces se apresuró a ir a Macedonia* (Mapa XX, A-3), mientras los creyentes de Corinto pesaban mucho en su alma (2Co 2:12, 13; cf 1:9). Vio a Tito y recibió noticias alentadoras de la iglesia (7:5-7). Muy animado por el informe, el apóstol escribió 2 Co., donde promete verlos (13:1, 2); evidentemente la envió con Tito (8:16, 17, 23). Luego Pablo fue hacia el sur (lí­nea roja Nº 3), hasta Grecia (Act 20:2), y visitó a los creyentes. Quedó en Corinto unos 3 meses y allí­ escribió las epí­stolas a los Romanos* y a los Gálatas* (v 3), c 58 d.C. c. Regreso ví­a Macedoní­a. Hizo planes de tomar un barco para Siria, pero cuando estaba por embarcarse se enteró de un complot de algunos enemigos judí­os para matarlo, tal vez a bordo. En consecuencia, cambió su propósito y fue por Macedonia, frustrando el complot de sus presuntos asesinos (20: 3). Viajó hacia el norte, quizá pasando por Berea y por Tesalónica* (Mapa XX, A-3; volviendo por la lí­nea roja Nº 3 hacia el norte y el noreste), hasta Filipos. Mientras varios de sus acompañantes cruzaron hasta Troas, Pablo y Lucas quedaron en Filipos durante la Pascua, y “pasados los dí­as de los panes sin levadura” navegaron para unirse a los demás (20:4-6). d. Troas y viaje a Palestina. Pablo pasó una semana en Troas. La tarde anterior a su partida hubo una reunión de despedida. Más o menos a medianoche un joven llamado Eutico, que estaba sentado en una ventana abierta de la sala del 3er piso en la que Pablo hablaba, se durmió y cayó al suelo, de donde fue levantado “muerto”. El apóstol se apresuró a bajar, lo abrazó y afirmó que estaba vivo, y el joven revivió (Act 20:7-10, 12). Regresando a la sala de reuniones, el grupo celebró la Cena del Señor, luego de lo cual siguieron conversando hasta el amanecer. Después se despidió y salió (v 11) para caminar unos 32 km hasta Assos, para tomar el barco en el que habí­a estado viajando, el cual navegaba alrededor de la pení­nsula (Mapa XX, B-4). Después de reunirse con sus compañeros, navegaron ví­a Mitilene, Jí­os y Samos hasta Mileto (vs 13-17), a unos 64 km al sur de Efeso* (Mapa XX, B-4; lí­nea roja Nº 3). A propósito habí­a dejado de esta ciudad, porque sin duda una detención allí­ habrí­a impedido que llegara a Jerusalén para Pentecostés, para lo cual faltaba poco. Pero envió un mensaje a los ancianos de la iglesia pidiéndoles que se reunieran con él en Mileto. El registro de este encuentro, durante el cual Pablo les advirtió contra las herejí­as y los exhortó a ser fieles, es uno de los pasajes más emotivos de Hechos (vs 18-35). Antes de salir, oró con sus visitantes, luego se despidió con lágrimas y siguió navegando (vs 36-38). Habiendo llegado finalmente, ví­a Cos y Rhodes (lí­nea roja Nº 3 hacia el sur y el este), a Pátara, ciudad de la costa de Lisia, Pablo y sus compañeros tomaron otro barco con el que finalmente llegaron a Tiro (Mapa XX, C-6; fig 513), en Fenicia (21:1-3). Allí­ se encontró con algunos creyentes, y permaneció con ellos una semana. Durante ese tiempo fue advertido por un profeta del peligro de ir a Jerusalén. Cuando llegó el momento de embarcarse otra vez, todo el grupo de creyentes lo acompañó a la playa. El barco de Pablo se detuvo luego en Tolemaida, donde pasaron un dí­a con los hermanos y después continuaron viaje, probablemente a pie, hasta Cesarea. Aquí­ se alojaron en casa de Felipe, el evangelista y diácono (Act 21:4-8; cf 6:5). En algún momento de su estadí­a en Cesarea, el profeta Agabo* predijo los malos resultados que seguirí­an a la visita a Jerusalén. Al escuchar esto, tanto los que acompañaban al apóstol como la iglesia de Cesarea lo instaron a no ir, pero él se mantuvo inflexible en su decisión (21: 10-14). Véase Primer dí­a de la semana. IV. Pablo, el prisionero. 1. Arresto de Pablo en Jerusalén. Cuando Pablo y su grupo llegaron a Jerusalén fueron recibidos alegremente por los cristianos del lugar. El informe que dio a los dirigentes de la iglesia, con respecto a la difusión del evangelio entre los gentiles, produjo gran regocijo. Sin embargo, 875 al mismo tiempo los lí­deres le contaron que circulaban informes de que estaba instando a los cristianos judí­os helenistas, como también a los conversos gentiles, a no seguir la circuncisión y las demás leyes de Moisés (Act 21:15-21). Este informe no era cierto y evidentemente era una invención de sus enemigos (cf 16:3; 18:18; 24:14; 25:8). No obstante sugerí­an que, con el fin de demostrar que las acusaciones eran falsas, Pablo se uniera a otros 4 judí­os cristianos que habí­an hecho un voto y se sometiera a un acto de purificación ceremonial en el templo, demostrando así­ públicamente que él no habí­a rechazado las leyes mosaicas. El apóstol aceptó la idea. Casi habí­a terminado el perí­odo de su voto cuando unos judí­os del Asia, quizá de visita en Jerusalén para Pentecostés, lo reconocieron y agitaron a la gente contra él acusándolo falsamente no sólo de predicar contra las costumbres e instituciones judí­as, sino también de contaminar el templo por llevar consigo a griego, (21:22-29). El informe de esta presunta profanación del templo se esparció rápidamente, atrayendo una multitud a los recintos sagrados (fig 500); queriendo matarlo, lo tomaron y lo sacaron del edificio. Entretanto, Claudio Lisias, el tribuno militar a cargo de la guarnición romana y estacionado evidentemente en la vecina Torre Antonia que dominaba el templo, oyó los disturbios (23:26). Rápidamente acudió con sus soldados para aplastar el movimiento. Al ver que el motivo se centraba en Pablo, lo arrestó y lo hizo encadenar. Después de esto, preguntó quién era el hombre y cuál era su crimen por haber provocado tanto tumulto. Como no pudo conseguir una respuesta de la turba, ordenó que el apóstol fuera escoltado hasta la fortaleza. Luego de haber sido conducido con dificultad en medio de la multitud airada, Pablo pudo convencer al comandante de que no era un criminal buscado por las autoridades romanas. Se le permitió hablar a la gente desde la escalinata que llevaba a la fortaleza (Act 21:30-40; figs 498, 499), desde donde les contó en lengua “hebrea”, es decir aramea,* la historia de su vida. Su audiencia lo escuchó en calma hasta que les dijo cómo Dios lo habí­a comisionado para predicar a los gentiles. Ante estas palabras, los judí­os comenzaron a gritar y exigieron su muerte. Por esto, el comandante que tal vez no entendí­a arameo y no sabí­a la razón por el repentino desorden, ordenó que Pablo fuera examinado con azotes. Mientras lo ataban, el apóstol reveló que era ciudadano romano, lo que lo salvó de la tortura. Al dí­a siguiente, Lisias quiso conocer plenamente la razón de los disturbios: reunió al Sanedrí­n y puso a Pablo ante él, para que esclareciera el problema (cp 22). El apóstol estuvo en presencia del Sanedrí­n sólo unos minutos para darse cuenta de que no se realizarí­a un juicio imparcial (23:1-5). Con astucia dividió al concilio afirmando que se lo llamaba al tribunal por creer, como fariseo, en la resurrección de los muertos. Los saduceos, que la negaban, comenzaron a pelear contra los fariseos. Así­, sin quererlo, éstos se vieron obligados a defenderlo. Tan grave fue la discusión que Lisias, temiendo que el apóstol fuera descuartizado en la refriega, envió a sus soldados para rescatarlo y llevarlo a la torre (vs 6-10). Esa noche, Pablo recibió la seguridad divina de que Dios lo estaba conduciendo y que testificarí­a en Roma, como él habí­a deseado (v 11). Al dí­a siguiente, su sobrino (v 16), informado de que un grupo de más de 40 personas se habí­an juramentado para asesinarle (vs 12-15), fue a la fortaleza para avisarle. El apóstol le pidió que le contara al mismo Lisias del plan. El comandante, al saber que le pedirí­an como pretexto que al dí­a siguiente presentara a Pablo otra vez ante el Sanedrí­n con el fin de dar oportunidad a los asesinos de matar al prisionero, ordenó de inmediato que con una fuerte escolta armada esa misma noche lo llevaran a Cesarea* (vs 17-24), capital romana de Judea. 2. Audiencias en Cesarea. En Cesarea Pablo fue entregado a Félix, el gobernador de Judea, con una carta de Lisias. Félix le interrogó y luego ordenó que fuera confinado en el pretorio* hasta que llegaran los acusadores judí­os desde Jerusalén (Act 23:25-35). Después de 5 dí­as, Ananí­as, el sumo sacerdote, acompañado con algunos ancianos y Tértulo, un orador profesional, se presentó y acusó al apóstol de sedición y de profanación del templo (24:1-9). Después que el acusado habló en defensa propia, Félix postergó la decisión hasta que se presentaran más evidencias. Entretanto, Pablo gozó de una buena medida de libertad (vs 10-23). Algún tiempo más tarde fue llevado otra vez ante Félix y su esposa judí­a, Drusila.* Parece que esta audiencia no tuvo carácter legal, y que sólo fue un pretexto para escuchar lo que el detenido tení­a para decir. En esta ocasión Pablo habló “de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero”, con el resultado de que la conciencia de Félix fue muy perturbada, aunque sólo temporariamente (vs 24, 25). Después de este evento, quedó en prisión 2 años, hasta que el gobernador fue reemplazado por Porcio Festo (vs 26, 27). Esto ocurrió por el 60 d.C. Casi tan pronto como éste asumió el cargo, 876 los judí­os le solicitaron que enviara a Pablo a Jerusalén para juzgarlo, con la intención de asesinarle en el camino. El gobernador rehusó hacerlo, pero los invitó a presentar en Cesarea sus acusaciones contra el apóstol. Así­ lo hicieron, pero sus cargos no tení­an fundamento. Festo le preguntó a Pablo si estaba dispuesto a ser juzgado en Jerusalén. Sin duda, considerando que una orden de reiniciar el juicio en Jerusalén equivaldrí­a a una sentencia de muerte, Pablo decidió invocar su derecho de ciudadano romano, y apeló a César (Nerón). La apelación fue aceptada, y tuvo que esperar la oportunidad de ser llevado a Roma, fuera del alcance de sus irritados conciudadanos (Act 25:1-12). Véase César 4. Poco después Herodes* Agripa II, rey de los territorios al norte y al este de Judea, vino con su hermana Berenice* a hacer una visita de cortesí­a a Festo, el nuevo gobernador de Judea. Este les relató la historia de Pablo, tras lo cual Agripa pidió escuchar al apóstol por sí­ mismo. Al dí­a siguiente fue llevado ante los gobernantes (25:13-27), y se le dio permiso de hablar. Describió sus antecedentes, su conversión al cristianismo y sus experiencias al ser perseguido por los judí­os. Cuando habló de Jesús y de su resurrección de los muertos, Festo declaró que el apóstol estaba loco. Sin embargo, Pablo apeló con poder a las convicciones del rey, pero sin éxito aparente. Después de su defensa, los gobernantes opinaron que el prisionero hubiera sido liberado si no hubiese apelado a César (Act 26:1-32). 3. Viaje a Roma. Hecha la decisión de enviar a Pablo a Roma por barco (quizás en el otoño del 60 d.C.), junto con otros prisioneros, fue puesto bajo la custodia de un centurión llamado Julio, encargado del viaje a la capital del imperio (Act 27:1). Durante el mismo, tuvo por lo menos 2 compañeros cristianos: Aristarco (v 2) y Lucas, el autor de Hechos, como se observa por el frecuente uso del “nosotros” en la narración. Poco después de la partida, el barco se detuvo en Sidón* (Mapa XX, C-6, lí­nea roja Nº 4). Allí­ Pablo, que fue bien tratado por el centurión, recibió permiso para conversar con los creyentes. De Sidón (fig 463) el barco navegó entre la isla de Chipre y tierra firme (Mapa XX, B-5), y finalmente llegó a Mira, en Licia (vs 3-5), donde todo el grupo tomó otro naví­o con rumbo a Italia (v 6), lo cual hací­a un total de 276 personas a bordo (v 37). Al salir de Mira tuvieron vientos contrarios, por lo que les llevó varios dí­as recorrer menos de 320 km hasta Gnido (Mapa XX, B-4). Al fin, el barco llegó a la isla de Creta (Mapa XX, B-3/4) y con dificultad navegaron hasta un lugar llamado Buenos Puertos (vs 7, 8). Allí­ debatieron un tiempo si debí­an seguir o no por causa de lo tardí­o de la estación. Pablo aconsejó no continuar, pero el piloto y el patrón de la nave querí­an seguir, por lo que el centurión siguió el deseo de éstos. Como Buenos Puertos no era un lugar adecuado para pasar el invierno, decidieron tratar de llegar a Fenice, más adelante en la costa de Creta (vs 9-12). En consecuencia, tan pronto como hubo viento favorable salieron de Buenos Puertos. Sin embargo, poco después se levantó una gran tempestad con un viento del este o del este noreste. Cuando encontraron un poco de reparo en la isleta Clauda (Cauda), consiguieron subir a bordo al bote, que hasta entonces habí­a sido remolcado. Al mismo tiempo, los marineros, temiendo que el barco naufragara, rodearon el casco con sogas para reforzarlo y arriaron las velas para determinar la velocidad con que eran arrastrados, porque tení­an miedo de que la nave fuera llevada a Sirte, los temidos bancos de arena cercanos a la costa norte de ífrica (Act 27:13-17; Mapa XX, C-2). Al dí­a siguiente, como la tormenta no amainaba, creyeron necesario aliviar el barco arrojando algo de la carga al mar (cf v 38). La tempestad duró varios dí­as hasta que perdieron toda esperanza (Act 27: 20). Más o menos por ese tiempo, Pablo recibió una visión en la que se le mostró que no se perderí­a ninguna vida y que él tendrí­a la oportunidad de estar ante el César. Contó este incidente a sus compañeros, exhortándoles a tener buen ánimo (vs 21-26). Por fin, una noche, 2 semanas después de iniciada la tormenta, los marineros sospecharon que estaban cerca de tierra. Los sondeos lo confirmaron, de modo que comenzaron a temer que la nave fuera arrojada sobre rocas. La anclaron y luego procuraron abandonarla secretamente en el bote que llevaban. Pablo advirtió que debí­an quedar en sus puestos si todos se querí­an salvar; de modo que los soldados cortaron las amarras del bote (vs 27 32). Mientras esperaban que se hiciera de dí­a para decidir qué hacer, Pablo los instó a que comieran, señalando que habí­an “ayunado” por 14 dí­as (vs 33, 34). Después que todos comieron, el barco anclado fue aliviado otra vez arrojando el trigo al mar (v 39). El amanecer reveló una tierra no familiar para los marineros, con una bahí­a. Decidieron tratar de llevar el naví­o hacia ella. Levaron las anclas, pero al llegar cerca de tierra encontraron un lugar de corrientes encontradas que arrojaron la nave sobre las rocas, donde varó. La popa se abrí­a por la violencia 877 de las olas. Los soldados, considerando que debí­an responder con su vida por la de sus prisioneros, querí­an matarlos para que no pudieran escapar. Sin embargo, el centurión, en un intento por salvar a Pablo no se lo permitió. En cambio, ordenó que todos intentaran llegar a la orilla como mejor pudieran, y todos llegaron a ella son seguridad (vs 39-44). La tierra era la isla de Malta, a unos 900 km de la isla de Clauda, la última tierra que habí­an visto. (Un análisis de este viaje y del naufragio se puede ver en CBA 6: 446 453.) Los habitantes de la isla de Malta (fig 331) fueron muy hospitalarios y procuraron satisfacer todas las necesidades de los náufragos. Mientras Pablo reuní­a combustible para hacer un fuego, fue mordido por una serpiente, por lo que los malteses supersticiosos pensaron que era un gran criminal que recibí­a el castigo por sus crí­menes. Como no sufriera ningún daño, creyeron en cambio que debí­a ser algún dios (Act 28: 1-6). Pablo y su grupo fueron invitados a ser huéspedes de Publio, el “hombre principal” de Malta, y quedaron con él 3 dí­as (v 7). Por las oraciones de Pablo, el padre de Publio fue sanado de disenteria.* Cuando la noticia circuló, muchos otros enfermos vinieron y fueron sanados. Esto estimuló a los isleños a traer muchos regalos a Pablo y sus compañeros. Finalmente, después de pasar 3 meses en la isla (v 11), el grupo de náufragos zarpó para Roma, probablemente en la primavera del 61 d.C., en un barco alejandrino que habí­a invernado allí­ (vs 8-11). Después de detenerse 3 dí­as en Siracusa, en la isla ahora llamada Sicilia, el barco salió rumbo a Regio, en el extremo sur de Italia, y luego continuó hasta Puteoli, que estaba a unos 370 km más al noroeste (Mapa XX, A-1). En Puteoli Pablo encontró a algunos cristianos, una evidencia de la difusión del evangelio en Italia (fig 419). Después de pasar una semana con ellos, los viajeros partieron hacia Roma. Entretanto, la noticia de la llegada de Pablo al paí­s lo habí­a precedido, de modo que grupos de creyentes salieron a su encuentro. Se encontraron con Pablo en el Foro de Apio y en Tres Tabernas (figs 227, 434), a unos 64 y 48 km, respectivamente, de Roma sobre la Ví­a Apia. El apóstol quedo muy agradecido y animado por esta recepción (vs 12-15). 4. Primer encarcelamiento en Roma. Al llegar a Roma, junto con los demás prisioneros, fue entregado al “prefecto militar” (Act 28:16), quizás el jefe de la guardia pretoriana (la guardia imperial con sede en Roma) a cargo de los prisioneros que apelaban al emperador. En ese tiempo, el cargo lo tení­a Burrus, un hombre de buenos principios, cuya influencia refrenadora habí­a ayudado a limitar los excesos del emperador Nerón. Pablo, tal vez por recomendación del centurión que lo habí­a escoltado desde Cesarea, recibió permiso para vivir en una casa con un soldado como guardián personal (v 16) al que estaba encadenado (Act 28:20; cf Eph 6:20; Col 4:18). Sin embargo, se deberí­a notar que se puede citar importante evidencia textual para la omisión de la cláusula “el centurión entregó los presos al prefecto militar” (véase CBA 6:457). Tres dí­as después de su llegada a Roma, Pablo invitó a los ancianos judí­os a visitarlo. Después de explicarles la razón de su prisión, se pusieron de acuerdo acerca de cuándo les expondrí­a las doctrinas cristianas. El dí­a señalado muchos vinieron a su alojamiento para escuchar mientras “les testificaba el reino de Dios”. Esta reunión duró el dí­a entero, durante el cual las verdades que predicaba se habrán debatido ampliamente. Al final de la reunión algunos creyeron, y otros, quizá la mayorí­a, no las aceptaron; no estuvieron “de acuerdo entre sí­”, por lo que citó de Isa 6:9 y 10, reprendiendo a los incrédulos por rehusar aceptar la luz que les habí­a llegado (Act 28:17-28). El libro de Hechos y el informe bí­blico terminan abruptamente con la afirmación de que Pablo, todaví­a preso, pudo vivir 2 años en una casa alquilada (fig 439), evidentemente con un guardia, y que los visitantes lo escuchaban predicarles de Cristo (vs 30, 31). 390. La mazmorra de la prisión Mamertina en Roma. De acuero con la tradición, en este lugar estuvo prisionero Pablo. Para el resto de la vida del apóstol dependemos de escasos datos que se encuentran en sus epí­stolas redactadas durante su 1er encarcelamiento en Roma, de declaraciones contenidas en otros escritos tempranos y de la tradición. De este 1er perí­odo son las epí­stolas a los Efesios, a los Filipenses, a los Colosenses y a Filemón. Estas revelan que la cárcel fue una experiencia difí­cil para el anciano apóstol (Eph 3:1; 6:20; Col 4:18; FLam_1, 9, 10). Por 878 Act 27:2 y Eph 6:21 sabemos que Lucas, Aristarco y Tí­quico fueron sus compañeros. También tuvo con él a Marcos, Justo, Epafras y Demas, tal vez sólo durante una parte del tiempo (Col 4:10-12, 14; cf 2 Tit 4:10). Epafrodito entregó la epí­stola de Pablo a los Filipenses (Phi 2:25-30). Tí­quico llevó la epí­stola a los Efesios (Eph 6:21, 22) y, acompañado por Onésimo, la epí­stola a los Colosenses (Col 4:7-9), y la que dirigió a Filemón, cristiano dueño de esclavos. Onésimo, el esclavo de Filemón que habí­a huido a Roma, habrí­a sido convertido por el apóstol en Roma (Col 4:9; FLam_10). De Phi 4:18 sabemos que los filipenses le enviaron regalos por medio de Epafrodito. 5. Absolución y actividades posteriores. Después de 2 años (tal vez en el 63 d.C.), Pablo fue juzgado por Nerón y absuelto. Las epí­stolas escritas durante este perí­odo de libertad, 1 Ti. y Tit., muestran que el apóstol realizó viajes misioneros después de su liberación. Clemente de Roma (La primera epí­stola de Clemente a los Corintios 5) dice que Pablo predicó tanto en el este como en el oeste. Como el apóstol habí­a hecho planes de ir a España (Rom 15:24, 28), es posible que visitara ese paí­s en este perí­odo; el Fragmento Muratoriano (c 190 d.C.) afirma que visitó España. Quizá también cumplió su propósito de visitar Filipos (Phi 2:24) y Colosas (FLam_22; cf Col 4:9; FLam_10). De 1 Tit 1:3 podemos concluir que fue a Macedonia y a Efeso. Aparentemente también visitó Creta (Tit. 1:5), y tal vez Corinto (2 Tit 4:20). También habrí­a pasado un invierno (tal vez el del 65 d.C.) en Nicópolis (Tit. 3:12), en la costa occidental de Grecia. 6. Segundo encarcelamiento en Roma; su muerte. La narración bí­blica guarda silencio con respecto a los eventos que llevaron al arresto final de Pablo. Bien pudo haber sido durante la cruel persecución de Nerón a los cristianos en esa época. El apóstol era un destacado lí­der entre ellos y, por tanto, un blanco natural para la sádica ferocidad del emperador. Se han sugerido Nicópolis, Efeso y Troas como posibles lugares del arresto, de los cuales Troas es el más plausible (2 Tit 4:13). Fue llevado a Roma, donde no recibió ninguno de los favores otorgados en su anterior encarcelamiento. De acuerdo con la tradición, se lo confinó en la cárcel Mamertina, en el foro romano, y fue encadenado (2:9) como un criminal común (fig 390). Se vio abandonado casi por todos (4:16; cf vs 11, 20). La última epí­stola que tenemos de Pablo, la de 2 Ti., fue escrita en esta época. Sin duda, cuando la escribió ya habí­a sido llevado a juicio una vez y se habí­a defendido a sí­ mismo (vs 16, 17). Aparentemente, esperaba pronto un 2º juicio, y preveí­a una sentencia capital (v 6). Sin embargo, animó a Timoteo a hacer todo el esfuerzo posible para visitarlo antes de su muerte (2 Tit 4:9, 21). Los autores cristianos tempranos son unánimes en la afirmación de que Pablo murió bajo Nerón en Roma. Su ejecución, que la tradición afirma que fue por decapitación en algún lugar de la Ví­a Ostia, habrí­a ocurrido no más tarde que el 68 d.C., porque Nerón murió ese año. Probablemente fue ejecutado entre el 66 y el 68 d.C. Las propias palabras del apóstol en 2 Tit 4:7 y 8 ofrecen un epitafio apropiado para su vida y resumen el propósito de ella: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel dí­a; y no sólo a mí­, sino también a todos los que aman su venida”. Así­ murió un hombre de capacidades y virtudes realmente destacadas. V. Pablo, su influencia. Como teólogo está entre los mayores de todos los tiempos, y entre los que desarrollaron los fundamentos sobre los que se construyeron las doctrinas del cristianismo. Fue un orador hábil (Act 17:22-31) y un escritor de prosa vigorosa, que a veces llega a ser poética (1Co_13). También un gran evangelizador y organizador. Sin embargo, a pesar de sus muchos dones y su elevada vocación, fue un hombre de gran humildad (1Co 15:9; Eph 3:8), deseoso de no ser carga para nadie (Act 20:34; 2Co 11:9; 1Th 2:9; 2Th 3:8). Se destacó como un predicador con un fuerte sentido del deber y del destino (Rom 1:14; 1Co 9:16, 17; Gá. 1:15, 16). Fue versátil (1Co 9:19-22; 10:33), optimista (1Co 1:4; 2Co 4:16-18; Phi 1:3-6; Col 1:3; 1Th 1:2), valeroso (Act 9:22-29; 13:45, 46; 20:22-24; etc.); poseyó un propósito definido (1Co 2:2; Phi 3:13), una mente serena (Phi 4:11, 12; 1 Tit 6:6-8), celo (Act 22:3; Gá. 1:14; Phi 3:6) y una fe inquebrantable (Rom 8:28, 38, 39; Gá. 2:20; 2 Tit 1:12).

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

llamado el Apóstol de los gentiles por ser el más importante de los misioneros y primer teólogo del cristianismo. Descendiente de Benjamí­n.

Nació en Tarso actualmente Turquí­a. Llamado inicialmente Saulo, pero como joven judí­o de la diáspora, escogió el nombre latino de P., por la similitud fonética de éste con el suyo. Al octavo dí­a fue circuncidado, según ordenaba la Ley, y se educó de acuerdo con la interpretación farisaica de la Ley.

Sus modelos de pensamiento reflejan una educación formal en la Ley que debió recibir en Jerusalén del famoso maestro Gamaliel el Viejo durante su preparación para convertirse en rabino. Estudió profundamente la Ley y defendió la ortodoxia judí­a, Ga 1, 14; Flp 3, 6, que lo llevó a perseguir a la naciente Iglesia cristiana por considerarla una secta hebrea contraria a la Ley que debí­a ser destruida, Ga 1, 13. Fue testigo de la lapidación de san Esteban, el primer mártir cristiano, incluso sostuvo los mantos de éste mientras se realizaba el sacrificio, Hch 7, 58.

En un viaje que realizaba a Damasco se convirtió al cristianismo, cuando al ver una gran luz, se cayó al suelo y tuvo una visión de Jesús, Hch 9, 1 ss. Lo llevaron de la mano a Damasco, donde pasó tres dí­as ciego, sin comer y sin beber. Fue Ananí­as a la casa donde estaba Saulo, le impuso las manos y le dijo que era enviado por el Señor Jesús, el mismo que se le habí­a aparecido en el camino por donde vení­a, para que recobrara la vista y se llenara del Espí­ritu Santo. Al instante cayeron de sus ojos unas como escamas, y recobró la visión; se levantó y fue bautizado. Tomó alimento y recobró las fuerzas. P. estaba convencido que el cristianismo era una llamada que Dios hací­a a todas las personas al margen de los requerimientos de la Ley judí­a, Gl 3, 28.

Sus grandes viajes misioneros le llevaron a Asia Menor Chipre, Macedonia y Grecia, que Lucas, Hch 13-12, agrupa en tres. En sus notas se puede identificar su preocupación por tres aspectos: Visitar territorios en los que no habí­a presencia de otros evangelistas cristianos, por eso su viaje al oeste hacia Hispania, Rm 1, 14 y 15, 24-28.

Estar presente frecuentemente en sus propias congregaciones cuando surgieran problemas. Realizó varios viajes a Corinto, o envió a Timoteo, 1 Co 4, 17; 16, 10. Otra vez viajó a Corinto desde Efeso, de donde envió su segunda carta a los fieles de Corinto, Hch 20 1 ss.

Estar al tanto de la entrega él mismo, del dinero recolectado en sus iglesias gentiles, para la Iglesia de Jerusalén.

Fue apresado probablemente, en el año 58 d. C., en Jerusalén y trasladado a Cesarea, pues al haber nacido en Tarso era ciudadano romano. Alegando sus derechos de romano pidió ser procesado por un tribunal imperial, por lo que fue embarcado con destino a Roma el año 60, Hch 21, 27 ss.

Presumiblemente durante la persecución de los cristianos iniciada por el emperador Nerón, entre los años 64 y 67, murió en el martirio. Según la tradición, fue decapitado conforme a su condición de ciudadano romano.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(gr., Paulos; lat., Paulis, pequeño). El gran apóstol de los gentiles.

Muchos de los sucesos de su conmovedora y agitada vida no han sido registrados (comparar 2Co 11:24-28).

Su nombre hebreo era Saulo (gr., Saulus) y este nombre se utiliza siempre en Hechos hasta su encuentro con Barjesús en Pafos (Act 13:9). Después de este incidente, siempre se lo llama Pablo en este libro.

Providencialmente, coincidieron en la vida del apóstol a los gentiles tres elementos de la vida del mundo de esa época: la cultura griega, la ciudadaní­a romana y la religión hebrea. Pablo nació a principios del siglo en la ajetreada ciudad grecorromana de Tarso. Esta ciudad era renombrada por su intercambio comercial y su manufactura de tejidos de pelo de cabra, y aquí­ el joven Saulo aprendió a fabricar tiendas (Act 18:3). Tení­a el privilegio adicional de ser ciudadano romano por nacimiento (Act 22:28). Pablo supo cómo utilizar esa ciudadaní­a como escudo contra la injusticia de los magistrados locales y para elevar la categorí­a social de la fe cristiana. Sus conexiones con los gentiles lo ayudaron mucho a zanjar el abismo entre los gentiles y los judí­os. Pero su fuerte legado judí­o era de capital importancia, porque resultó fundamental para lo que era y lo que llegó a ser. Pablo nunca se avergonzó de reconocerse como judí­o (Act 21:39; Act 22:3), estaba justamente orgulloso de su ascendencia judí­a (2Co 11:22) y conservaba un profundo y permanente amor por sus hermanos según la carne (Rom 9:1-2; Rom 10:1). Convertirse en cristiano, para él, no significaba separarse conscientemente de las esperanzas religiosas de su pueblo presentadas por el AT (Act 24:14-16; Act 26:6-7). Esta afinidad racial con los judí­os le permitió a Pablo comenzar su labor misionera con grandes ventajas en las sinagogas de cada ciudad, ya que allí­ contaba con la audiencia mejor preparada.

Uno de los Rollos del Mar Muerto de Hos 2:8-9, Hos 2:10-14, siglo I a. de J.C., con comentario (4Qp Hosa), hallado en la Cueva 4.Nacido de la sangre judí­a más pura (Phi 3:5), hijo de un fariseo (Act 23:6), Saulo mamó del judaí­smo ortodoxo. A la edad apropiada, quizá a los 13 años, fue enviado a Jerusalén y completó sus estudios con el famoso Gamaliel (Act 22:3; Act 26:4-5), siendo un alumno celoso y sobresaliente (Gal 1:14).

En su primera aparición en Hechos (Act 7:58), cuando probablemente tení­a por lo menos 30 años de edad, Pablo ya era un lí­der reconocido en el judaí­smo. Su activa oposición al cristianismo lo señalaba como lí­der natural de la persecución que comenzó luego de la muerte de Esteban (Act 7:58—Act 8:3; Act 9:1-2). Las persecuciones descriptas en Act 26:10-11 indican su fanática devoción al judaí­smo. Estaba convencido de que los creyentes eran herejes y que el honor del Señor demandaba su exterminio (Act 26:9). Actuaba en lo que luego confesarí­a como incredulidad (1Ti 1:13).

Cuando se aproximaba a Damasco, armado con la autoridad del sumo sacerdote, se produjo la crisis que transformó su vida. Sólo el reconocimiento de la intervención divina permite explicar este hecho (1Co 9:16-17; 1Co 15:10; Gal 1:15-16; Eph 3:7-9; 1Ti 1:12-16). El relato de Lucas (Hechos 9) es histórico y describe el suceso objetivamente, en tanto que las dos narraciones que hace Pablo (Hechos 22 y 26) hacen hincapié en aquellos aspectos que resultan apropiados para sus objetivos en cada ocasión. Más tarde, haciendo un repaso de su vida anterior, Pablo reconoció claramente cómo Dios habí­a estado preparándolo para su futura tarea (Gal 1:15-16).

El nuevo convertido comenzó inmediatamente a proclamar la deidad y condición mesiánica de Jesús en las sinagogas judí­as de Damasco, verdades que habí­an atrapado su alma (Act 9:20-22). Dado que el propósito de su venida no era secreto, su acción causó consternación entre los judí­os. La visita de Pablo a Arabia, mencionada en Gal 1:17, parece más apropiado ubicarla entre Act 9:22 y 23.

Luego de regresar a Damasco, su agresiva predicación hizo que debiera escapar de la furia asesina de los judí­os (Act 9:23-25; Gal 1:17; 2Co 11:32-33). Tres años después de su conversión, Pablo volvió a Jerusalén con la intención de conocer a Pedro (Gal 1:18). Los creyentes de Jerusalén lo miraban con frí­as sospechas, pero, con la ayuda de Bernabé, finalmente fue aceptado entre ellos (Act 9:26-28). Su valiente testimonio a los judí­os helenistas provocó amargas hostilidades y acortó su visita que duró sólo 15 dí­as (Gal 1:18). El Señor le indicó en una visión que partiera (Act 22:17-21), y él aceptó volver a su hogar en Tarso (Act 9:30) donde permaneció intrascendente por algunos años.

Gal 1:21-23 da a entender que hizo un cierto trabajo evangelí­stico allí­, pero no tenemos mayores detalles. Algunos creen que muchos de los acontecimientos registrados en 2Co 11:24-26 deben fecharse en este perí­odo.

Luego de la apertura de la puerta del evangelio hacia los gentiles en la casa de Cornelio, pronto se estableció una iglesia gentil en Antioquí­a de Siria. Bernabé, que habí­a sido enviado para supervisar el avivamiento, observó la necesidad de ayuda y, recordando el comisionamiento de Pablo a los gentiles, lo hizo venir a Antioquí­a. El agresivo ministerio de enseñanza de Pablo, que se desarrolló allí­ durante un año, produjo un profundo impacto en la ciudad con el resultado de que se comenzó a llamar cristianos a los discí­pulos (Act 11:20-26).

Unos profetas que estaban de visita en la ciudad le informaron a la iglesia de Antioquí­a de la hambruna que se acercaba, por lo cual los hermanos allí­ reunieron una ofrenda y la enviaron a los ancianos de Jerusalén por medio de Bernabé y Saulo (Act 11:27-30), constituyendo el motivo para la segunda visita de Pablo a esa ciudad desde su conversión. Algunos estudiosos creen que esta es la misma visita de la que se habla en Gal 2:1-10, pero Hechos 11 y 12 no ofrece señales de que en la iglesia existiera aún un conflicto tan serio sobre la circuncisión.

La obra de las misiones extranjeras entre los gentiles fue iniciada por la iglesia de Antioquí­a bajo la dirección del Espí­ritu Santo, con el enví­o de Bernabé y Saulo (Act 13:1-3).

El primer viaje misionero, iniciado aparentemente en la primavera del año 48 d. de J.C., comenzó con la obra entre los judí­os en Chipre. En Pafos, los esfuerzos por ganar la atención del procónsul Sergio Pablo chocaron con la decidida oposición del mago Elimas. Saulo expuso públicamente el carácter diabólico de Elimas, y el repentino juicio que cayó sobre éste hizo que el maravillado procónsul creyera (Act 13:4-12).

Luego de los acontecimientos en Pafos, Pablo fue reconocido como lí­der del grupo misionero. Al partir el grupo hacia Perge de Panfilia, en las costas del sur de Asia Menor, se comienza la tarea de llevar el evangelio a nuevas regiones.

Aquí­, el ayudante de ellos, Juan Marcos, sobrino de Bernabé (Col 4:10), los abandonó y volvió a Jerusalén, una decisión que Pablo consideró injustificada. Al llegar a Antioquí­a de Pisidia, situada en la provincia de Galacia, los misioneros hallaron una apertura inmediata en la sinagoga judí­a. El discurso de Pablo a un grupo compuesto de judí­os y de gentiles temerosos de Dios, el primero que se registra en Hechos, es transcripto en forma extensa por Lucas como representativo del ministerio del Apóstol en las sinagogas (Act 13:16-41). El mensaje caló hondo y la gente le pidió que predicara nuevamente el sábado siguiente. La gran multitud, compuesta principalmente por gentiles, que colmó la sinagoga en esta nueva reunión, provocó los celos y la feroz oposición de los lí­deres judí­os. Por consiguiente, Pablo anunció que se volví­a a los gentiles con su mensaje. Los gentiles eran mayorí­a en la iglesia que se estableció en Antioquí­a de Pisidia (Act 13:42-52).

La oposición instigada por los judí­os obligó a los misioneros a partir hacia Iconio, al sudeste de Antioquí­a, donde los resultados se duplicaron y comenzó una iglesia floreciente. Pablo y Bernabé, que debieron huir de una amenaza del apedreamiento en Iconio, fueron hacia el territorio de Licaonia, aun dentro de la provincia de Galacia, y comenzaron a trabajar en Listra, donde aparentemente no habí­a sinagoga. La sanidad de un hombre que sufrí­a de cojera congénita hizo que la gente quisiera ofrecer sacrificios a los misioneros, creyendo que eran dioses en forma humana. Pablo, horrorizado, protestó para evitarlo (Act 14:15, Act 14:17). Este hecho revela que el Apóstol también estuvo en contacto con paganos que no conocí­an la revelación del AT. Aparentemente, Timoteo se convirtió en esta época. Fanáticos agitadores provenientes de Antioquí­a e Iconio volvieron a los frustrados paganos en contra de los misioneros y, en el tumulto, Pablo fue apedreado. Arrastrado fuera de la ciudad, el Apóstol, inconsciente, fue dado por muerto, pero mientras los discí­pulos lo rodeaban recobró el sentido y volvió a la ciudad. Al dí­a siguiente pudo ir a la vecina Derbe. Luego de un fructí­fero y pací­fico ministerio allí­, los misioneros volvieron sobre sus pasos para instruir a los convertidos y organizarlos en iglesias con lí­deres responsables (Act 14:1-23).

Regresaron a Antioquí­a de Siria e informaron cómo Dios habí­a abierto a los gentiles la puerta de la fe (Act 14:27).

En el segundo viaje misionero, Pablo y Bernabé se separaron debido al profundo desacuerdo que habí­a entre ellos con respecto a Juan Marcos.

Bernabé navegó a Chipre con Marcos, en tanto Pablo eligió a Silas y volvió a visitar las iglesias de Galacia (Act 15:36-41). En Listra, Pablo hizo que el joven Timoteo se sumara al grupo, haciéndolo circuncidar para que pudiera trabajar con aceptación entre los judí­os. El Espí­ritu les impidió entrar en Asia y Bitinia, pero en Troas Pablo recibió un positivo llamado para ir a trabajar a Macedonia (Act 16:1-9).

El ministerio de predicación expositiva en la sinagoga de Tesalónica concluyó con las puertas de la misma cerradas para Pablo; aparentemente él habí­a ministrado con éxito a los gentiles allí­. Un disturbio instigado por los judí­os hizo que los misioneros debieran huir a Berea, donde tuvieron un ministerio muy fructí­fero. Cuando la obra allí­ fue interrumpida por agitadores venidos de Tesalónica, Silas y Timoteo se quedaron pero Pablo fue llevado a Atenas por algunos hermanos (Act 17:1-15).

Profundamente afligido por la idolatrí­a ateniense, Pablo predicó en la sinagoga y diariamente en la plaza del mercado. Esto llamó la atención de los filósofos atenienses, quienes le pidieron que hiciera una exposición formal de su enseñanza. Su aparición en el Areópago no fue un juicio formal. Su memorable discurso ante los filósofos paganos (Act 17:22-31) es una obra maestra de tacto, percepción y capacidad de sí­ntesis. Algunos se convirtieron, pero Pablo quedó decepcionado con el resultado de su misión a la culta, sofisticada y filosófica Atenas.

Por contraste, la obra en Corinto —una ciudad de comercio, riqueza, hacinamiento y terrible inmoralidad— resultó un verdadero éxito, extendiéndose por 18 meses (Act 18:1-17). Un exitoso trabajo realizado entre los gentiles resultó en la formación de una gran iglesia, la mayorí­a de cuyos miembros provení­an de los estratos más bajos de la sociedad (1Co 1:26).

Cuando salió de Corinto, Pablo llevó a Aquila y Priscila con él hasta Efeso, apresurándose luego a llegar a Judea. Aparentemente visitó Jerusalén y luego pasó algún tiempo en Antioquí­a (Act 18:18-22).

La salida de Pablo de Antioquí­a marca tradicionalmente el comienzo del tercer viaje misionero. Es conveniente conservar la designación clásica, aunque debemos recordar que a partir del segundo viaje misionero, Antioquí­a dejó de ser el centro de las actividades de Pablo.

Luego de fortalecer a los discí­pulos en la región de Galacia y Frigia, Pablo comenzó un fructí­fero ministerio en Efeso que duró casi tres años (Act 19:1-41; Act 20:31). Su trabajo en Efeso, una de las ciudades de mayor influencia en el este, colocó a Pablo en el corazón de la civilización grecorromana. Luego de tres meses de trabajo en la sinagoga, Pablo lanzó una obra gentil independiente, centrando su predicación diaria en la escuela de Tirano durante un perí­odo de dos años. El ministerio en Efeso se caracterizó por la enseñanza sistemática (Act 20:18-21), milagros extraordinarios (Act 19:11-12), una rotunda victoria sobre las artes mágicas (Act 19:13-19) y devastadores acometimientos a la adoración a Diana (Act 19:23-27). Miles de personas llegaban a Efeso por razones de negocios, religión o placer. Muchos de ellos entraron en contacto con el evangelio, se convirtieron, y llevaron el mensaje por toda la provincia (Act 19:10). Pero la obra también estuvo marcada por una constante y feroz oposición (Act 20:19; 1Co 15:32). El escándalo por motivos económicos provocado por Demetrio hizo que concluyera el ministerio de Pablo en Efeso (Act 19:23—Act 20:1).

En Efeso Pablo habí­a iniciado una colecta entre las iglesias gentiles para los santos en Judea (1Co 16:1-4). Dado que la entrega de la misma marcarí­a el fin de su obra en el este, Pablo estaba haciendo planes para visitar Roma (Act 19:21), con la intención de seguir desde allí­ a España (Rom 15:22-29).

Pablo fue hacia Jerusalén ví­a Macedonia (Act 20:3-6). En Troas pasó una noche muy activa y llena de acontecimientos (Act 20:7-12). Llamó a los ancianos de Efeso para que se reunieran con él en Mileto (Act 20:17-35). El viaje a Jerusalén estuvo marcado por repetidas advertencias a Pablo sobre lo que allí­ le esperaba (Act 21:1-16).

Aunque fue recibido cordialmente en Jerusalén por Santiago y los ancianos, la presencia de Pablo generó tensión en la iglesia porque se decí­a que él enseñaba a los judí­os de la dispersión a renegar de Moisés. Para neutralizar estos comentarios, los ancianos sugirieron a Pablo un plan para probar que no era contrario a que se cumpliera voluntariamente la ley (Act 21:17-25).

Este acto de reconciliación aparentemente satisfizo a los creyentes de Judea, pero provocó el arresto de Pablo. El Apóstol se procuró el permiso de dirigirse a los judí­os desde las gradas de la fortaleza (Act 21:37—Act 22:29).

Luego de ser informado de un complot para asesinar a Pablo, el tribuno decidió enviarlo a Cesarea fuertemente custodiado (Act 23:17-35).

El juicio ante Félix, en Cesarea, hizo ver claramente al gobernador que los cargos contra Pablo eran falsos, pero como no deseaba ponerse a los judí­os en contra, simplemente pospuso su decisión. Félix despidió al predicador, pero después de esto siguió haciéndolo comparecer ante él con frecuencia, esperando que Pablo recurriera al soborno para asegurar su libertad. Luego de dos años, Félix fue convocado a Roma y dejó a Pablo como prisionero sin condena (Act 24:1-27).

Con la llegada del nuevo gobernador, Festo, los lí­deres judí­os renovaron sus esfuerzos por lograr la condena de Pablo. Cuando Pablo comprendió que no podí­a esperar justicia del nuevo gobernador, apeló al César (Act 25:1-12). Cuando Herodes Agripa II y su hermana Berenice vinieron a visitar al nuevo gobernador, Festo conversó el caso de Pablo con Agripa, un reconocido experto en temas judí­os. Al dí­a siguiente, ante un público de la nobleza, Pablo presentó una magistral exposición de su situación y utilizó la ocasión para tratar de ganar a Agripa para Cristo. Incómodo por los esfuerzos de Pablo, Agripa dio por finalizada la audiencia, pero declaró francamente al gobernador que Pablo era inocente (Act 25:13—Act 26:32).

Pablo fue enviado a Roma, quizá en el otoño del año 60 d. de J.C., a cargo de un centurión llamado Julio. El trato que recibió en Roma fue benévolo: viví­a en una casa alquilada para él, con un soldado que lo vigilaba. Se le permití­a recibir a todos los que vinieran, por lo que pudo ejercer un importante ministerio en esta ciudad (Hechos 27 y 28). Las cartas carcelarias (Colosenses, Filemón, Efesios y Filipenses) son frutos perdurables de esta etapa.

Hay fuertes evidencias que permiten creer que el Apóstol fue liberado luego de dos años. La amistosa actitud del gobierno romano en Hechos lo apoya, las cartas escritas en prisión lo esperan, las cartas pastorales lo exigen y la tradición lo afirma. Luego de su liberación, quizá en la primavera del año 63, Pablo fue hacia el este, visitó Efeso, donde dejó a Timoteo y luego partió a Macedonia (1Ti 1:3). Dejó a Tito para completar la obra misionera en Creta y al escribirle menciona tener planes de pasar el invierno en Nicópolis (Tit 1:5; Tit 3:12). Después de ir a esta ciudad, quizá haya hecho la tradicional visita a España, y habrí­a estado trabajando allí­ cuando comenzó la persecución de los creyentes por parte de Nerón en el otoño del 64. Pablo volvió a ser prisionero en Roma, mantenido en estrecha vigilancia como un malhechor (2Ti 1:16-17; 2Ti 2:9). En su primera comparecencia ante la corte, escapó de una condena inmediata (2Ti 4:16-18), pero cuando escribe a Timoteo, ya no tiene esperanzas de ser liberado (2Ti 4:6-8). Fue ejecutado en Roma a fines del año 66 o comienzos del 67.

La tradición dice que fue decapitado en la Ví­a Ostiana.

El trabajo de Pablo dejó iglesias firmemente establecidas en centros estratégicos. Su visión lo llevó a seleccionar y capacitar obreros jóvenes y fuertes que continuaran el trabajo después de él. Pablo fue por sobre todas las cosas el supremo intérprete del evangelio de Jesucristo, que llegó al mundo de los gentiles por medio de su obra y de sus cartas. Estas epí­stolas escritas a varias iglesias son vitales para la teologí­a y la práctica cristianas.

Fí­sicamente, la apariencia de Pablo no era dominante (2Co 10:10).

Sufrió privaciones y padecimientos (2Co 11:23-27), y era especialmente afligido por un aguijón en la carne (2Co 12:7). Sólo pueden hacerse conjeturas sobre la naturaleza exacta de esta aflicción; la debilidad que sentí­a lo hací­a depender constantemente del poder de Dios (2Co 12:10; Phi 4:12-13).

Lo caracterizaban el nato ardor y celo por su obra, a la cual se entregó por completo. Era cálido y de corazón afectuoso; anhelaba y afianzaba amistades profundas. Era humilde, sincero y compasivo. Era un hombre religioso por naturaleza; ya sea como judí­o, pero mucho más como cristiano, su fe dominaba su vida y sus actividades. El secreto de su obra singular radicaba en su ferviente naturaleza, poseí­da y dotada de poder por el Cristo vivo.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(poco, pequeno, insignificante).

Su nombre hebreo era “Saulo”, por el que se le conocí­a hasta su encuentro con Barjesús, en Hch,13:9; después se le llama siempre “Pablo”: (San Pablo). Era frecuente que los judí­os en la diáspora tuvieran un nombre hebreo y otro romano.

– Judí­o benjamita: (Fi12Cr 3:5), nació en Tarso: (Hec 21:39), hijo de un fariseo: (Hec 23:6), heredó de su padre la ciudadaní­a romana: (Hec 22:28), educado en Jerusalén por Gamalie: (Hc,Hec 22:3, Hec 26:4-5), fabricante de carpas: (Hec 18:3). – Presenció el apedreamiento de Esteban: (Hec 7:58, Hec 26:4-5).

– Convertido en el camino a Damasco, a donde se dirigí­a persiguiendo a los cristianos para matarlos, Hch.9,22,26.

– Predicó en Damasco: (Hec 9:20-22).

– Se fue a Arabia, por 3 años, y volvió a Damasco: (Gal 1:17, Hec 9:23-25).

– Los cristianos de Jerusalén sospechaban de él, y fue enviado a Tarso, por 3 años: (Hec 9:26-30). Hasta que Bernabé lo llamó desde Antioquia, y junto con Bernabé llevó a Jerusalén una ofrenda por el hambre: (Hec 11:20-30).

– Primer viaje misionero, Hch.13,14: A Asia menor, con Bernabé y Marcos.

– Fue al Concilio de Jerusalén, Hch.l5-.

– Segundo viaje misionero a Asia menor, Macedonia y Grecia, Hch.15-18.

– Tercer viaje misionero, Hc.18-21.

– Arresto en Jerusalén, Hch.21-23.

– Encarcelado en Cesarea, Hc.23-26.

– Enviado a Roma: (cuarto viaje misionero), Hch.27-28.

– Encarcelado en Roma por 2 años, puesto en libertad, y encarcelado de nuevo: (Hec 28:30, 2 Tim.

– Muere en Roma el año 67, decapitado, porque como era ciudadano romano no lo podí­an crucificar, 2Ti 1:8, 2Ti 1:14.

– 8 sermones de Pablo en Hch.13 a 28.

– Escribió 14 Epí­stolas de la Biblia. Ver “Epistolas”.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

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Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Originalmente, el nombre del †œapóstol a los gentiles† (Rom 11:13), era Saulo. Nació en la ciudad de †¢Tarso, pero según una vieja tradición, su familia vení­a de Galilea. La ciudad de Tarso quedaba en el SE de Asia Menor, en lo que hoy es Turquí­a. En tiempos del Imperio Romano vino a ser capital de †¢Cilicia. En el año 59 a.C. fue gobernador de Tarso el renombrado Cicerón. Era famosa como ciudad de mucha cultura, pues funcionaba en ella una especie de universidad, al igual que en †¢Atenas y †¢Alejandrí­a, por lo cual P. en una ocasión dijo: †œYo de cierto soy hombre judí­o de Tarso, ciudadano de una ciudad no insignificante de Cilicia† (Hch 21:39).

No se conoce el año exacto de su nacimiento, pero algunos opinan que tuvo lugar en una fecha aproximada a la del nacimiento del Señor Jesús. Cuando †¢Esteban fue apedreado en el año 33 d.C., se dice que P. era †œun joven† (Hch 7:58). Se supone que su padre era un comerciante que habí­a obtenido la †¢ciudadaní­a romana por algún medio, que podí­a ser por ví­a de la adopción, o por méritos de guerra, o por servicios meritorios al estado, o sobornando a los funcionarios para obtener ese privilegio. De manera que P. heredó la ciudadaní­a romana, privilegio que reclamó en varias ocasiones (Hch 16:37; Hch 22:25; Hch 25:11). No se tienen noticias de su madre.

Su educación. Fue enviado a Jerusalén a estudiar, probablemente a los trece años de edad, siendo su maestro el famoso rabino †¢Gamaliel (Hch 22:3). No se sabe adónde fue cuando terminó sus estudios, pero parece que no estaba en Jerusalén en los dí­as en que el Señor Jesús fue crucificado, y regresó a dicha ciudad poco después de ese acontecimiento. El resultado de su educación puede apreciarse en sus propias palabras en Gal 1:14 (†œ… en el judaí­smo aventajaba a muchos de mis contemporáneos en mi nación, siendo mucho más celoso de las tradiciones de mis padres†). Aunque no se tienen datos especí­ficos de sus estudios de la cultura griega, en sus escritos es evidente que era un verdadero experto en ella. En varias ocasiones hace citas de autores clásicos griegos. En Hch 17:28 cita a Epiménides (†œPorque en él vivimos, y nos movemos, y somos†) y a Aratos (†œComo algunos de vuestros propios poetas también han dicho: Porque linaje suyo somos†). Epiménides fue un poeta cretense, autor de una legislación civil y religiosa para aquella isla (también citado en Tit 1:12). Las palabras de Aratos fueron tomadas de su obra Phaenomena. Esos conceptos, además, fueron repetidos por otros autores griegos, entre ellos el estoico Cleanto, en su Himno a Zeus. Su permanente interés por la lectura se demuestra en sus recomendaciones a †¢Timoteo: †œEntre tanto que voy, ocúpate en la lectura† (1Ti 4:13). No se sabe cuál era el contenido de los documentos que Pablo dejó †œen Troas en casa de Carpo†. Le pidió a Timoteo que le trajera †œlos libros, mayormente los pergaminos† (2Ti 4:13). El procurador †¢Festo, después de oí­r a P. predicar, le dijo: †œEstás loco, P.; las muchas letras te vuelven loco† (Hch 26:24). De manera que era evidente la amplia cultura del apóstol. Con todo, siguiendo lo que es tradición entre los judí­os, fue entrenado en un oficio: sabí­a hacer tiendas, lo cual le ayudarí­a luego en sus viajes misioneros (Hch 18:3).

La conversión de Saulo. La disputa de †¢Esteban se levantó entre unos miembros †œde la sinagoga llamada de los libertos, y de los de Cirene, de Alejandrí­a, de Cilicia y de Asia† (Hch 6:9). Es posible que P. fuera miembro de una sinagoga de los que eran de su provincia, Cilicia, y que como tal participara en la discusión. Lo cierto es que tomó parte en la posterior muerte del primer mártir cristiano (Hch 7:58; Hch 26:10) y enseguida se convirtió en un gran perseguidor de la iglesia. Estando en esos menesteres, iba camino a †¢Damasco cuando el Cristo resucitado se le apareció. Cegado por la experiencia, fue llevado a la ciudad, donde se dedicó a la oración. El Señor envió a †¢Ananí­as para instruirlo en la fe (Hch 9:1-19). Tras bautizarse, P. comenzó enseguida a predicar †œa Cristo en las sinagogas, diciendo que éste era el Hijo de Dios† (Hch 9:20).
probable que fuera en esta ocasión cuando decidió ir a †¢Arabia, pues escribiendo a los gálatas, dice: †œ… ni subí­ a Jerusalén a los que eran apóstoles antes que yo; sino que fui a Arabia, y volví­ de nuevo a Damasco. Después, pasados tres años, subí­ a Jerusalén…† (Gal 1:17-18). Nada sabemos del propósito de ese viaje ni a qué lugar especí­fico fue. La mención que P. hace en 2Co 11:32-33 (†œEn Damasco, el gobernador de la provincia del rey Aretas…†) hace pensar a algunos que P. estuvo en Petra, donde gobernaba este rey. Los judí­os de Damasco obtuvieron la cooperación de las autoridades, que †œguardaban las puertas de dí­a y de noche† (Hch 9:24), con el propósito de matarle. Para salvarle, †œlos discí­pulos … le bajaron por el muro, descolgándole en una canasta† (Hch 9:25). Se sabe que habí­a un arreglo especial de extradición entre †¢Aretas y el gobernador de Damasco para los casos de personajes que hubieran escapado de la justicia en Petra. Al parecer, esto fue tomado como excusa para la conspiración, porque las autoridades romanas condenaban a la crucifixión a los asesinos, lo cual poní­a en peligro, entonces, a los mismos conspiradores.
llegó a Jerusalén, los hermanos desconfiaban de él, hasta que †¢Bernabé †œlo trajo a los apóstoles† a quienes contó su experiencia (Hch 9:26-27). Así­, permaneció con Pedro unos quince dí­as. Después de esto regresó a su ciudad de Tarso, donde es posible que permaneciera unos ocho o diez años, pues no se tienen datos sobre esa etapa de su vida. No hay que dudar que tuviera problemas allí­ por causa de su fe, pues él dijo: †œDe los judí­os cinco veces he recibido cuarenta azotes menos uno† (2Co 11:24). ¿Cuándo y dónde fue esto? El libro de los Hchhos no nos dice nada sobre el particular. Por lo tanto, es posible que parte de esas malas experiencias las tuviera precisamente en su ciudad natal. También a la época en Tarso debe corresponder los naufragios a que hace referencia en 2Co 11:25 (†œ… tres veces he padecido naufragio; una noche y un dí­a he estado como náufrago en alta mar†), a menos que algunos de estos incidentes ocurrieran durante sus viajes misioneros y †¢Lucas no quiso registrarlos en los Hchhos, lo cual es dudoso.

Su fí­sico. Existe un documento del siglo II, titulado Los hechos de Pablo y de Tecla, que narra unos cuentos sobre P. Aunque esta obra fue considerada como espuria, es interesante anotar la descripción que hace de la apariencia fí­sica del apóstol. Dice que era una persona de estatura regular, medio calvo, de nariz puntiaguda y frente ceñuda. Que, además, tení­a las piernas torcidas o arqueadas. Esto coincide con lo que él dice de sí­ mismo (†œPorque a la verdad, dicen, las cartas son duras y fuertes; mas la presencia corporal débil† [2Co 10:10]). Lo de las piernas arqueadas es, según algunos, caracterí­stica de personas que habí­an recibido azotes en muchas ocasiones.

Sus experiencias mí­sticas. El apóstol dice en 2Co 12:2 lo siguiente: †œConozco a un hombre en Cristo, que hace catorce años (si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe) fue arrebatado hasta el tercer cielo†. Algunas personas especulan que P. andaba por los montes Taurus, donde incluso hay una gruta que es conocida con el nombre de †œGruta de San P.†. Y que probablemente allí­ recibió esta visión o traslado al tercer cielo. Lo cierto es que en varios de sus escritos, P. habla de revelaciones que recibió directamente del Señor, pero él se cuida de aclarar: †œY para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente, me fue dado un aguijón en la carne, un mensajero de Satanás que me abofetee† (2Co 12:7). En realidad, nadie sabe en qué consistí­a este †œaguijón†. Algunos pensaron que se trataba de una debilidad de tipo sexual. Otros que era algún tipo de enfermedad dolorosa y, además, que producí­a mala impresión a otros. Pero no hay datos seguros.

Antioquí­a. Como resultado del éxito de la predicación del evangelio en †¢Antioquí­a, la tercera ciudad del imperio, †¢Bernabé buscó a P. para que fuera a residir allí­. En esa ciudad P. pudo desarrollar un fructí­fero ministerio, junto a otros prominentes miembros de la iglesia antioqueña. Cuando un profeta de nombre †¢Agabo anunció †œque vendrí­a una gran hambre en toda la tierra habitada†, los hermanos de Antioquí­a decidieron †œenviar socorro† para los santos de Judea, dando †œcada uno conforme a lo que tení­a†. Los encargados de llevar esta ofrenda de amor fueron †œBernabé y … Saulo† (Hch 11:28-30). Al parecer, llevaron también con ellos a †¢Tito, un gentil, pues P. dice en Gal 2:1-3 : †œDespués, pasados catorce años, subí­ otra vez a Jerusalén con Bernabé, llevando conmigo a Tito†. P. aprovechó esta visita a Jerusalén para consultar con los principales lí­deres de la iglesia allí­ (†œPero subí­ según una revelación, y para no correr o haber corrido en vano, expuse en privado a los que tení­an cierta reputación el evangelio que predico entre los gentiles. Mas ni aun Tito, que estaba conmigo, con todo y ser griego, fue obligado a circuncidarse† [Gal 2:1-5]). Los resultados de esta consulta fueron la confirmación de que el evangelio que él predicaba era el mismo que anunciaban también los que habí­an conocido al Señor antes que él. Y el hecho de que Tito no fuera obligado a circuncidarse, dejaba en claro que los hermanos de Jerusalén estaban de acuerdo con la doctrina y la práctica que P. implantaba entre los gentiles.
dí­a, mientras oraba en el †¢templo, le †œsobrevino un éxtasis† y vio al Señor, que le decí­a: †œDate prisa, y sal prontamente de Jerusalén; porque no recibirán tu testimonio acerca de mí­…. Vé, porque yo te enviaré lejos a los gentiles† (Hch 22:17-21). Al narrarlo a los hermanos, éstos se dieron cuenta de que a P. le habí­a sido †œencomendado el evangelio de la incircuncisión, como a Pedro el de la circuncisión†, por lo cual le dieron a él y a Bernabé †œla diestra en señal de compañerismo, para que nosotros fuésemos a los gentiles, y ellos a la circuncisión. Solamente nos pidieron que nos acordásemos de los pobres† (Gal 2:7-10). Esto último fue, en efecto, la expresión del buen deseo de que se repitiera la acción que llevaron a cabo los hermanos de Antioquí­a.

Viaje misionero. De regreso en aquella ciudad, el †¢Espí­ritu Santo habló a los lí­deres de la iglesia, diciéndoles: †œApartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado† (Hch 13:1-2). Con el apoyo de los hermanos, salieron, pues hacia †¢Chipre, de donde era Bernabé, acompañados por †¢Juan Marcos †œde ayudante† (Hch 13:1-5). Como sabia estrategia, al llegar a un lugar P. buscaba †œlas sinagogas de los judí­os† y comenzaba allí­ a anunciar †œla palabra de Dios† (Hch 13:5). Después fueron a †¢Panfilia, en el S de la Anatolia, pero Juan Marcos decidió volver a Jerusalén. Ellos siguieron predicando por diversas ciudades, y lograron establecer grupos de cristianos en †¢Antioquí­a de Pisidia, †¢Iconio, †¢Listra, †¢Derbe y otros lugares. Entonces regresaron a Antioquí­a, de donde habí­an salido.

La controversia con los judaizantes. Su informe fue causa de mucho gozo para los hermanos. Pero encontraron que habí­an venido de Judea algunos hermanos que estaban enseñando que los creyentes tení­an que guardar la ley de Moisés. P. y Bernabé discutieron fuertemente con ellos, por lo cual †œse dispuso que subiesen … a Jerusalén … a los apóstoles y ancianos, para tratar esta cuestión† (Hch 15:2). Fue así­ como tuvo lugar lo que se conoce como el †¢Concilio de Jerusalén, cuyas decisiones dejaban libres a los creyentes gentiles de las exigencias de la ley de Moisés. La carta correspondiente fue llevada por P. y Bernabé a la iglesia en Antioquí­a, y causó gran alegrí­a entre los hermanos.

Más viajes misioneros. †œDespués de algunos dí­as†, P. y Bernabé decidieron volver a visitar a los hermanos en las ciudades donde habí­an predicado antes. Hubo entre ellos un desacuerdo. Bernabé querí­a llevar a Juan Marcos. P. se opuso. Finalmente, decidieron separarse. Bernabé fue a Chipre con Juan Marcos y Pablo partió hacia †¢Siria y Cilicia, acompañado por †¢Silas. En †¢Derbe conoció a †¢Timoteo y lo incorporó a su misión. Así­, viajaron por †œFrigia y la provincia de Galacia†, pero †œles fue prohibido por el Espí­ritu Santo hablar la palabra en Asia† (Hch 16:1-7). Lo mismo pasó cuando quisieron ir a †¢Bitinia. Fueron entonces a †¢Troas, donde P. tuvo una visión que le impulsó a viajar hacia †¢Macedonia. Así­ comenzó la predicación del evangelio en aquellas regiones, siendo alcanzadas las ciudades de †¢Filipos, †¢Tesalónica, †¢Berea, †¢Atenas, y †¢Corinto. De allí­ viajó a †¢éfeso y luego regresó a Antioquí­a tras pasar por †¢Cesarea. Luego volvió a viajar por †¢Galacia y Frigia, †œconfirmando a todos los discí­pulos† (Hch 18:23). Retornó a éfeso, esta vez para quedarse allí­ por un buen tiempo.

De regreso a Jerusalén. A estas alturas, P. planeaba volver a Jerusalén para luego ir a †¢Roma, por lo cual escribió una epí­stola a los hermanos de esta última ciudad diciéndoles de su propósito de pasar a visitarlos, rumbo a España ( †¢Romanos, Epí­stola a los). Librado a duras penas de un alboroto que se levantó en éfeso, se despidió de los hermanos y partió de nuevo para Macedonia, recorrió el paí­s, fue a Grecia de nuevo y luego decidió regresar a Jerusalén por la ví­a de Macedonia. Un grupo de hermanos le acompañó hasta Asia (Hch 20:1-4). Llegaron a †¢Troas, donde P. predicó y realizó el milagro de volver a la vida a un joven llamado †¢Eutico. Tras varias paradas obligadas en el viaje, llamó a los ancianos de éfeso a la ciudad de †¢Mileto. Se reunió con ellos y los exhortó. Luego viajaron hasta llegar a †¢Tiro, donde saludó a los hermanos. En Cesarea se hospedó en casa de †¢Felipe el evangelista. Allí­ recibieron la visita del profeta Agabo, quien profetizó que P. serí­a hecho prisionero en Jerusalén, pero el apóstol insistió en ir. Al llegar a la ciudad santa, presentó un informe a la iglesia. Pero cuando visitó el †¢templo, fue reconocido y se armó un alboroto que casi le cuesta la vida. El tribuno de una compañí­a romana le salvó de manos de la multitud. Aunque le fue permitido hablar a ésta, su mensaje lo que causó fue más alboroto. Al otro dí­a, pudo hablar delante de †œlos principales sacerdotes y a todo el concilio† (Hch 22:30). Los resultados fueron negativos. De manera que el tribuno decidió dejarle preso. En la cárcel, el Señor Jesús se le apareció de nuevo, dándole ánimo y diciéndole que irí­a a Roma.

Preso y enviado a Roma. P. tuvo que ser trasladado a †¢Cesarea bajo fuerte custodia, a fin de evitar una conspiración para matarle. Allí­ descendieron los lí­deres religiosos judí­os y le acusaron delante de †¢Félix el gobernador. El apóstol se defendió, pero Félix decidió dejarle preso. Dos años después, †¢Porcio Festo vino como sucesor de Félix. También ante éste volvieron a acusarle los lí­deres judí­os, hasta que P. decidió hacer uso de su derecho como ciudadano romano y apelar al †¢César. El rey †¢Agripa y su esposa Berenice, de visita en el lugar, quisieron oí­r a P. Tras su mensaje, Agripa dijo: †œPor poco me persuades a ser cristiano† (Hch 26:28).
, P. fue enviado a Roma en una embarcación, que naufragó en la isla de †¢Malta. Allí­ hizo varios milagros. Luego le embarcaron en una nave alejandrina que le llevó hasta †¢Puteoli, donde fue recibido por creyentes que le atendieron durante siete dí­as, tras los cuales fue a Roma.

¿Estuvo P. preso dos veces en Roma? El relato de †¢Lucas en el libro de los Hchhos no termina señalando la muerte del apóstol, sino que le deja en Roma †œdos años enteros en un casa alquilada, y recibí­a a todos los que a él vení­an, predicando el reino de Dios y enseñando acerca del Señor Jesucristo, abiertamente y sin impedimento† (Hch 28:30-31). La mayorí­a de los eruditos piensan que P. estuvo dos veces preso en Roma, y que se efectuó su primera liberación de la cárcel en el año 62 d.C. y su segunda prisión y muerte en el año 65 ó 67 d.C. Según esta tesis, entonces, el apóstol tuvo la oportunidad de viajar de nuevo predicando el evangelio, lo cual explica la tradición de que llegó hasta España. Por lo menos se sabe por ví­a de Clemente de Roma, quien lo escribió en el año 96 d.C., que el apóstol murió después de haber llegado †œhasta los lí­mites extremos de occidente†. Además, el famoso fragmento de Muratori ( †¢Canon del NT), señala que Lucas no pudo relatar en el libro de los Hchhos †œla prisión de Pedro y el viaje de Pablo cuando fue de Roma a España†. Muchos de los llamados padres de la iglesia dan también testimonio de esto. Esta tesis, por otra parte, ayuda a interpretar mejor ciertos pasajes, especialmente 2Ti 4:6-18, donde el apóstol presiente su muerte (†œ… yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano† [2Ti 4:6]). Se siente muy solo (†œSólo Lucas está conmigo…. En mi primera defensa ninguno estuvo a mi lado† [2Ti 4:11, 2Ti 4:16]). Se han hecho muchas especulaciones sobre cuál habrá sido el itinerario de P. durante esos tres o cuatro años que separan sus dos prisiones.

Su teologí­a. A través de sus cartas, que fueron escritas para atender a problemas especí­ficos que se presentaban en las distintas iglesias, se evidencia la importancia y la profundidad del pensamiento paulino. Cada carta tiene su propia manera de argumentación, usando el lenguaje adecuado para los asuntos que querí­a tratar. De su conjunto, podemos extraer las lí­neas generales de su pensamiento sobre la salvación, lo que nos indica cuál es su verdadero significado, y refuta las falsas concepciones que sobre la misma se presentaban en la época.

La ley y la gracia. Como apóstol que era de los gentiles, P. se preocupó por aclarar que lo que se consideraba como requerimientos de la ley judí­a no eran aplicables a los creyentes gentiles, insistiendo en la †¢justificación por medio de la fe. En sus escritos, sobre todo en †¢Romanos y †¢Gálatas, procura explicar cuál habí­a sido la función de la ley, enfatizando que toda ella habí­a sido cumplida por Jesucristo, especialmente con su muerte en expiación por los pecados del mundo. Los creyentes han muerto con Cristo. Por tanto, han muerto para la ley (†œPorque yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios† [Gal 2:19]). Esa muerte hace a los hombres libres de la ley. Los creyentes ya no están †œbajo la ley, sino bajo la gracia† (Rom 6:14). Con todo, las estipulaciones del AT debí­an ser tomadas muy en cuenta, sabiendo que †œestán escritas para amonestarnos a nosotros† (1Co 10:11). Siempre subrayaba a los creyentes que la fe en Cristo y la conversión tení­an por resultado una conducta de santidad.

La justificación por la fe. El apóstol hace énfasis en que toda la Biblia enseña que †œno hay justo, ni aun uno† (Rom 3:10). Fue necesario que Jesucristo, hombre perfecto, el justo por antonomasia, diera su vida en †¢expiación por los pecados de la humanidad, satisfaciendo así­ la justicia divina. Basado en ese hecho, Dios ofrece gratuitamente justificar a todos aquellos que creen en su Hijo, los que reconocen y aceptan que el sacrificio que él hizo fue en su particular favor. La justificación es, entonces, un don de Dios. Así­, †œaparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios … la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo … siendo justificados gratuitamente por su gracia† (Rom 3:21-25).

La reconciliación. Explica P. que el pecado del hombre le puso en situación de enemistad con Dios (†œPor cuanto la mente carnal es enemistad contra Dios† [Rom 8:7]). El Señor Jesús vino al mundo para hacer una obra de reconciliación entre los hombres y Dios (†œPorque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida† [Rom 5:10]). Dice que Dios ha dado a los creyentes †œel ministerio de la reconciliación†, que anuncia †œque Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo†. Y que ahora es †œcomo si Dios rogase por medio de nosotros…. Reconciliaos con Dios† (2Co 5:18-21). Esta reconciliación con Dios produce otra entre los seres humanos entre sí­. Para comenzar, la división entre judí­os y gentiles fue eliminada por el Señor Jesús en la cruz del Calvario (†œPorque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades … y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo† [Efe 2:14-18]).

La Iglesia. De especial significación fue el aporte de P. al entendimiento de lo que es la †¢iglesia. Explica que ella es †œla casa de Dios … la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad† (1Ti 3:15). Jesucristo es el fundamento de ella (1Co 3:11-12). él es su cabeza y ella es su cuerpo (Efe 1:22-23; Col 1:18). Esta figura se refuerza con otra: la iglesia es la esposa de Cristo (Efe 5:21-33). Dice que †œla multiforme sabidurí­a de Dios† es †œdada a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades en los lugares celestiales† (Efe 3:9-10). El propósito de Cristo es †œsantificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí­ mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha† (Efe 5:26-27).

Su escatologí­a. El apóstol habla frecuentemente de la segunda venida de Cristo. Decí­a que es †œpreciso que él reine† (1Co 15:25). Los tesalonicenses se habí­an convertido †œpara servir al Dios vivo y verdadero y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos† (1Te 1:9-10). Les animaba a estar preparados para †œla venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos† (1Te 3:13), porque †œel dí­a del Señor vendrá así­ como ladrón en la noche† (1Te 5:2). Con esto, indicaba, se completarí­a la redención, no sólo de los hombres, sino de toda la creación.

Su lucha contra los excesos. Por otra parte, tení­a que estar vigilante siempre a causa de los excesos que se producí­an en medios cristianos que interpretaban mal este significado escatológico de la salvación. Algunos, como en el caso de ciertos tesalonicenses, no veí­an la necesidad de trabajar (†œPorque también cuando estábamos con vosotros, os ordenábamos esto: Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma† [2Te 3:10-12]). Otros decí­an †œque la resurrección ya se efectuó† (2Ti 2:16-18). Habí­a que advertir contra los †œespí­ritus engañadores† que †œprohibirán casarse† (1Ti 4:1-3). Y así­ sucesivamente.
resumen, por éstas y muchas otras razones, se puede decir que P. fue el más grande expositor de la fe cristiana.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

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vet, (gr. “Paulos”, lat. “Paulus”, “pequeño”). El apóstol de los gentiles. (a) Origen y familia. Su nombre judí­o era Saulo (heb. “Shã’ûl”, gr. “Saulos”). A partir de la conversión de Sergio Paulo, procónsul de Chipre, Saulo recibe en Hechos el nombre de Pablo (“Paulos”; cfr. Hch. 13:9). En sus epí­stolas, el apóstol siempre se llama a sí­ mismo Pablo. Se ha venido a suponer, por parte de algunos, que eligió el nombre de Pablo debido a la conversión del procónsul. Se trata de una afirmación muy poco probable, y que no tiene en cuenta la manera en que Lucas introduce en los Hechos el nombre romano del apóstol; de hecho, lo emplea a partir del instante en que da comienzo entre los gentiles la obra de aquel a quien ellos conocí­an como Pablo. Lo más plausible es que ya desde el principio Pablo habrí­a tenido ambos nombres. Este era el caso con muchos otros judí­os, especialmente entre los de la Diáspora (Hch. 9:11; 21:39; 22:3). Era miembro de la tribu de Benjamí­n (Fil. 3:5). No se conoce con certeza la razón de que su familia se estableciera en Tarso. Una tradición muy antigua informa que salieron de Gischala, en Galilea, cuando los romanos se apoderaron de esta ciudad. Hubiera podido ser posible que en tiempos anteriores esta familia hubiera formado parte de una colonia que alguno de los reyes sirios estableciera en Tarso (cfr. Ramsay, “St. Paul the Traveler”, p. 31). Es posible también que la familia emigrara voluntariamente, por necesidades de la profesión de comercio, como era el caso con muchas otras familias judí­as. Los parientes de Pablo parecen haber sido numerosos e influyentes. En Ro. 16:7, 11, Pablo hace saludar a tres de sus parientes: dice de Andrónico y de Junias que son muy estimados entre los apóstoles y que fueron antes que él en Cristo. En Hch. 23:16 se nos informa que el hijo de la hermana de Pablo (que parece que residí­a en Jerusalén, posiblemente con su madre), denunció ante el tribuno el complot tramado contra su tí­o. Este episodio permite suponer que el joven estaba emparentado con alguna de las familias implicadas. Lo importante del papel de Pablo, a pesar de su juventud, durante el martirio de Esteban, apoya esta suposición. Es indudable que Pablo era ya miembro del sanedrí­n (Hch. 26:10), y el sumo sacerdote le encomendó la misión de que persiguiera a los cristianos (Hch. 9:1, 2; 22:5). Las mismas palabras del apóstol (Fil. 3:4-7) prueban que, siendo un personaje importante, y teniendo en el comienzo mismo de su carrera la perspectiva de honores y fortuna, no pertenecí­a precisamente a una familia oscura. Criado en la obediencia a la Ley y en la piedad judí­a tradicional, por cuanto su padre era un fariseo estricto (Hch. 23:6), Pablo poseí­a también, por nacimiento, la ciudadaní­a romana. No se sabe en virtud de qué fue concedido este derecho a uno de sus ascendientes, si como recompensa por servicios prestados al Estado, o como privilegio adquirido mediante el pago de una gran suma de dinero. Es posible que ello dé explicación del nombre latino de Pablo. En todo caso, su condición de ciudadano romano le fue de utilidad en su apostolado y le salvó la vida en más de una ocasión. (b) Formación moral e intelectual. Tarso, una de las capitales intelectuales de la época, era un foco de cultura griega. Estaba entonces de moda el estoicismo. Sin embargo, es muy poco probable que Pablo acudiera a escuelas griegas; sus padres, austeros judí­os, lo enviaron de joven a estudiar en Jerusalén. Los jóvenes judí­os aprendí­an una profesión, y Saulo hizo el aprendizaje de fabricación de tiendas (Hch. 18:3). Dice él (Hch. 22:3) que habí­a sido criado en Jerusalén, a donde tuvo que llegar muy joven. La educación recibida lo arraigó profundamente en las tradiciones del fariseí­smo. Fue instruido en el conocimiento preciso de la ley de sus padres (cfr. Hch. 22:3). Su maestro fue uno de los más célebres rabinos de su época, Gamaliel. Un discurso de Gamaliel (Hch. 5:34-39) convenció al sanedrí­n a no condenar a los apóstoles a muerte. Aunque era fariseo, el gran rabino no rechazaba del todo la cultura griega, y mostraba un espí­ritu tolerante. A sus pies, el joven Saulo no estudió solamente el AT, sino también las sutilezas de las interpretaciones rabí­nicas. Se lanzó ardorosamente dentro del seno del judaí­smo, animado de un excesivo celo por las tradiciones de sus padres (Gá. 1:14). Versado en la religión y en la cultura judí­as, sumamente dotado, miembro de una familia distinguida, el ferviente joven fariseo estaba preparado para grandes logros en el seno de su pueblo. (c) Saulo el perseguidor. Los falsos testigos que lapidaron a Esteban encargaron al joven Saulo que guardara sus ropas (Hch. 7:58). Si el papel de Saulo no tuvo un carácter oficial, el relato implica, no obstante, que el joven participó en el deliberado propósito de llevar a cabo aquella muerte (Hch. 8:1). Saulo fue seguramente uno de los judí­os helenistas mencionados en Hch. 6:9-14 como instigadores del martirio. Es evidente que Pablo ya aborrecí­a entonces a los adeptos de aquella nueva secta, menospreciando a su Mesí­as, y que los estimaba peligrosos tanto sobre el plano polí­tico como sobre el religioso. Lleno de un fanatismo firme y acerbo, estaba dispuesto a llevarlos a todos a la muerte. Acto seguido después de la muerte de Esteban, Saulo organizó la persecución contra los cristianos (Hch. 8:3; 22:4; 26:10, 11; 1 Co. 15:9; Gá. 1:13; Fil. 3; 1 Ti. 1:13). Su conciencia ofuscada lo llevó a actuar con el encarnizamiento de un inquisidor. No contento con actuar en Jerusalén, pidió cartas del sumo sacerdote para las sinagogas de Damasco, a fin de llevar presos a Jerusalén a los cristianos de origen judí­o ,a los que querí­a llevar cargados de cadenas (Hch. 9:1, 2).Los judí­os tení­an una gran autonomí­a en sus asuntos internos, con la autorización de los romanos. En Damasco, que estaba bajo el control de Aretas, rey de los nabateos, el gobernador era particularmente favorable hacia los judí­os (Hch. 9:23, 24; 2 Co. 11:32); así­, es totalmente plausible la intervención de Pablo en esta ciudad. El testimonio formal de Lucas, corroborado por el propio Pablo, revela que éste, hasta el mismo momento de su conversión, aborrecí­a a los cristianos, y creí­a estar sirviendo a Dios al perseguirlos. (d) La repentina conversión de Saulo en el camino de Damasco (Hch. 9:1-19). El perseguidor y sus compañeros siguieron, probablemente a caballo, el camino que iba de Galilea a Damasco, a través de regiones desérticas. Hacia el mediodí­a llegarí­an a las bellas campiñas irrigadas que rodeaban Damasco; el sol estaba en su cenit (Hch. 26:13). Repentinamente apareció en el cielo una luz fulgurante, empalideciendo la del sol, y los viajeros cayendo al suelo (Hch. 26:14). Pablo se quedó postrado, al parecer, en tanto que sus compañeros se levantaban (Hch. 9:7). Una voz saliendo del resplandor dijo en hebreo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces contra el aguijón” (Hch. 26:14). Saulo le dijo: “¿Quién eres, Señor? Y el Señor dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch. 26:15). “Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer” (Hch. 9:6; 22:10). Los compañeros de Pablo oyeron algo (Hch. 9:7), pero sólo él entendió lo que la voz decí­a (Hch. 22:9). La luz dejó ciego a Pablo. Así­, entró en Damasco conducido por la mano, y fue llevado a la casa de un cierto Judas (Hch. 9:11), donde estuvo tres dí­as sin

ver, y sin comer ni beber. Estuvo orando (Hch. 9:9, 11), tratando de comprender el significado de lo que le habí­a sucedido. Al tercer dí­a, el Señor ordenó a Ananí­as, cristiano de origen judí­o, que se dirigiera a Pablo y que le impusiera las manos para que recobrara la vista. Ananí­as dudaba, porque temí­a al perseguidor. El Señor le dio seguridades, revelándole que Pablo habí­a sido advertido por una visión, y Ananí­as obedeció. Saulo confesó su fe en el Señor Jesús, recobrando la vista y recibiendo el bautismo. Con su energí­a caracterí­stica, y para confusión de los judí­os, se puso de inmediato a proclamar en las sinagogas que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios (Hch. 9:10-22). En Hechos se dan tres relatos de esta conversión: el relato de Lucas (Hch. 9:3-22); el de Pablo a los judí­os (Hch. 22:1-16), y por último su testimonio ante Festo y Agripa (Hch. 26:1-20). Los tres registros concuerdan entre sí­, aunque cada uno de ellos remarca unos detalles que no aparecen en los otros. El narrador tiene en cada caso un propósito diferente. En las epí­stolas, Pablo hace frecuente alusión a su conversión, que él atribuye a la gracia y al poder de Dios (1 Co. 9:1, 16; 15:8-10; Gá. 1:12-16; Ef. 3:1-8; Fil. 3:5-7; 1 Ti. 1:12-16; 2 Ti. 1:9-11). Así­, los testimonios más convincentes dan prueba de esta conversión. Así­, es cierto que no sólo se dignó Jesús dirigir la palabra a Saulo, sino que se le apareció (Hch. 9:17, 27; 22:14; 26:16; 1 Co. 9:1). La forma de Su aparición no nos ha sido descrita, pero es evidente que fue gloriosa: el fariseo se dio cuenta de que el Crucificado era el Hijo de Dios. Habla de la “visión celestial” (Hch. 26:19), expresión esta que se menciona sólo en Lc. 1:22 y 24:23; y que describe una manifestación angélica y sobrenatural. La pretensión de que Pablo fuera el juguete de una ilusión es algo que carece de todo fundamento. Pero tampoco fue la sola aparición de Cristo lo que provocó su conversión. Esta se produjo evidentemente gracias a la obra del Espí­ritu en el corazón de Saulo, hecho por ello capaz de comprender y aceptar la verdad, que le habí­a sido revelada (cfr. en particular Gá. 1:15 ss.). En fin, Dios se sirvió de Ananí­as para poner al nuevo convertido en relación con la naciente iglesia. Las diversas teorí­as racionalistas que intentan explicar la conversión de Saulo sin tener en cuenta la intervención personal y sobrenatural de Cristo, esquivan el testimonio del apóstol. El declara que, hasta el momento mismo de su conversión, consideraba que era su deber perseguir a los cristianos para ser leal al judaí­smo. El afirma que su conversión se debió al poder y a la gracia soberana de Dios, que, sin saberlo el mismo Saulo, lo habí­a preparado para su tarea futura. Su condición de ciudadano romano, la educación rabí­nica que habí­a recibido, y sus dotes intelectuales, hací­an de él un instrumento calificado. Se cree, con razón, que Saulo, a pesar de su celo, no habí­a hallado en el judaí­smo la paz que su alma necesitaba (Ro. 7:7-25). Lo repentino de su conversión debió hacerle consciente de que la salvación se debe totalmente a la gracia de Dios manifestada en Cristo. Su misma experiencia religiosa contribuyó a hacer de él el gran intérprete del Evangelio, a proclamar que sólo por la fe personal en la obra expiatoria de Cristo justifica Dios al pecador. (e) Inicio de su vida cristiana. Desde su conversión, Saulo empezó a anunciar el Evangelio. Su carácter enérgico le llevaba a ello, así­ como la revelación de los propósitos de Dios, que lo llamaba al apostolado (Hch. 9:15; 26:16-20; Gá. 1:15, 16). Predicó a Cristo en las sinagogas de Damasco (Hch. 9:20-22). Los judí­os de la ciudad, apoyados por el gobernador, decidieron eliminar a Saulo (2 Co. 11:32). Los discí­pulos le salvaron la vida bajándolo de noche por el muro dentro de una canasta (Hch. 9:23-25; 2 Co. 11:33). En lugar de volver a Jerusalén, se dirigió a Arabia, y volvió después a Damasco (Gá. 1:17). Se desconoce el lugar de Arabia en el que estuvo Pablo, o el tiempo que se quedó, o lo que hiciera allí­; lo probable es que se diera a la meditación y a la oración en soledad. Tres años después de su conversión fue de Damasco a Jerusalén para conocer a Pedro (cfr. Gá. 1:18). Estuvo solamente quince dí­as en Jerusalén, y no vio a ningún otro apóstol, excepto a Jacobo, el hermano del Señor (Gá. 1:19). Lucas ofrece algunos detalles suplementarios (Hch. 9:26-29). Los cristianos de Jerusalén tení­an miedo de Pablo, y no creí­an que se hubiera convertido en discí­pulo de Cristo. Pero Bernabé, con la generosidad que le caracterizaba, presentó a Pablo a los apóstoles, y les relató su conversión y los sufrimientos que habí­a tenido que sufrir a causa de su cambio radical. El antiguo perseguidor anunciaba enérgicamente el Evangelio y querí­a convencer a los judí­os helenistas, sus amigos de otros dí­as (Hch. 9:26-29), que intentaron darle muerte. Por esta razón, los discí­pulos enviaron a Pablo a Cesarea, desde donde se dirigió a Tarso (Hch. 9:29, 30; Gá. 1:21). El Señor se le apareció en el Templo, en Jerusalén, y le reveló que su apostolado iba a tener lugar entre los paganos (Hch. 22:17-21). Hay exegetas que han pretendido que los pasajes de Hechos que relatan esta visita a Jerusalén no concuerdan con los de la Epí­stola a los Gálatas. Sin embargo, es fácil ver la armoní­a de ambos relatos. Es muy probable que Saulo, queriendo trabajar de acuerdo con los doce, quiso visitar a Pedro, que tení­a un lugar prominente. La desconfianza de los cristianos de Jerusalén con respecto al antiguo fariseo era bien natural; y el gesto de Bernabé, judí­o helenista como Pablo, está muy de acuerdo con su actitud posterior. Por otra parte, dos semanas transcurridas en Jerusalén fueron suficientes para el desarrollo de los hechos relatados en Hechos. La orden de partir que le dio el Señor a Saulo confirma la brevedad de esta visita (Hch. 22:18). El pasaje de Lucas, mencionando que Bernabé “lo trajo a los apóstoles”, no contradice en absoluto la afirmación de Gá. 1:18, 19, según la cual Saulo sólo vio a Pedro y a Santiago. Estas dos personas (el segundo recibe asimismo el nombre de “columna” Gá. 2:9) representaban en esta ocasión a todo el cuerpo apostólico. Este es el significado de la afirmación de Lucas en Hechos. En todo caso, Saulo y los dirigentes de la iglesia en Jerusalén comprendieron entonces con claridad que Cristo destinaba al nuevo discí­pulo a ser el apóstol de los gentiles. No parece que en este momento nadie se preocupara de la actitud que tomarí­an los convertidos provenientes del paganismo hacia la Ley de Moisés. Ni tampoco nadie podí­a suponer la importancia que tendrí­a la misión de Pablo, pero reconocieron el mandato que le habí­a sido dado. Conscientes de que su vida peligraba, los enviaron a Tarso (Hch. 9:30). (f) Saulo en Tarso y en Antioquí­a de Siria. Son escasos los datos acerca del comienzo de este perí­odo. Es probable que la estancia de Saulo en Tarso durara de 6 a 7 años (véase el apartado cronologí­a al final de este artí­culo [PABLO (III)]). Es indudable que el nuevo testigo llevó a cabo una obra misionera y que fundara las iglesias de Cilicia, mencionadas de manera incidental en Hch. 15:41. En Tarso seguramente se encontró frente a diversas corrientes intelectuales; ya se ha mencionado que la ciudad era un foco de la filosofí­a estoica. El encuentro del apóstol con los epicúreos y los estoicos en Atenas da evidencia de que conocí­a bien los sistemas de ambos (Hch. 17:18-19). Anunciando el evangelio en Tarso, es indudable que Pablo se atendrí­a a lo que el Señor le habí­a mostrado acerca del carácter de su ministerio. Algunos cristianos de origen judí­o-helenista, que habí­an sido ahuyentados de Jerusalén por la persecución que siguió al martirio de Esteban, llegaron a Antioquí­a de Siria, sobre el Orontes, al norte del Lí­bano. El gobernador romano de la provincia de Siria viví­a entonces en esta ciudad, que habí­a sido anteriormente la capital del reino de Siria. Antioquí­a contaba con más de medio millón de habitantes. Una de las principales ciudades del imperio, y centro comercial con una población muy mezclada, ejercí­a una poderosa influencia. Cerca de Palestina, y a las puertas del Asia Menor, y manteniendo relaciones comerciales y polí­ticas con todo el resto del imperio, esta ciudad constituí­a una base desde donde la nueva fe, destinada a separarse del judaí­smo, debí­a partir hacia todo el mundo. Los cristianos refugiados en Antioquí­a anunciaron el Evangelio “a los griegos” (Hch. 11:20). Hubo numerosas conversiones. Y así­ es como nació, en la metrópolis de Siria, una iglesia de cristianos salidos del paganismo. Cuando la iglesia en Jerusalén lo supo, enviaron a Bernabé a Antioquí­a. Con una hermosa grandeza de visión, se dio cuenta de que el Señor estaba otorgando Su bendición a la iglesia en Antioquí­a, aunque sus miembros no estuvieran circuncidados. Después, discerniendo indudablemente que el propósito de Dios era que Pablo fuera a Antioquí­a, fue a Tarso a buscar al antiguo perseguidor, y lo llevó a la capital, donde trabajó un año con él (Hch. 11:21-26). Es en Antioquí­a donde los discí­pulos recibieron por vez primera el nombre de “cristianos”, lo que demuestra el carácter no judí­o de esta comunidad. La aparición de una comunidad compuesta de cristianos surgidos del paganismo marca una gran etapa en la historia de la Iglesia. Este serí­a el punto de partida de las misiones de Pablo al mundo pagano. Un profeta de Jerusalén, Agabo, predijo a la asamblea que habrí­a un perí­odo de hambre (Hch. 11:27, 28). Los hermanos de Antioquí­a decidieron ayudar a los cristianos de Judea. Este testimonio de solidaridad demuestra que estos gentiles se sentí­an obligados hacia los que les habí­an transmitido la nueva fe. Su gesto revela asimismo que el Evangelio destruyó ya en su comienzo las barreras de razas y de clases. Bernabé y Saulo llevaron a los ancianos de la iglesia en Jerusalén los dones de los cristianos de Antioquí­a para los de Judea (Hch. 11:29, 30). Esta visita de Saulo a Jerusalén se sitúa probablemente alrededor del año 44 d.C., o algo después. La carta a los gálatas no la menciona, indudablemente porque Pablo no se encontró entonces con ninguno de los apóstoles. Hay exegetas que han tratado de identificar esta visita con la referida en Gá. 2:1-10, pero es evidente que este pasaje de Gálatas se refiere a otro viaje, posterior a la discusión acerca de la circuncisión de los gentiles. Y Lucas sitúa el inicio de esta controversia (Hch. 15:1, 2) en una época posterior al año 44. Pablo, escribiendo a los gálatas, sumariza las ocasiones en las que presentó su evangelio ante los apóstoles que habí­an sido antes que él, y que lo aprobaron. Según Lucas (Hch. 11:30), Pablo sólo se encontró en esta ocasión con los ancianos de la iglesia de Jerusalén, y se limitó a entregarles los fondos. El argumento de Pablo en Gá. 2:1-10 no exige la mención de una simple visita de caridad. El y Bernabé se volvieron a Antioquí­a junto con Juan, de sobrenombre Marcos (Hch. 12:25).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

A partir de un encuentro con Cristo

A Pablo y a sus escritos sólo se le puede comprender a partir de su encuentro con Cristo resucitado, en el camino de Damasco (cfr. Hech 9,1-19). Cuando él mismo cuenta su conversión, ofrece los datos principales de su vida y manifiesta sus actitudes fundamentales de adhesión incondicional a Cristo para hacerle conocer y amar (cfr. Hech 22,3-21; 26,9-20). Su biografí­a puede entresacarse de los datos ofrecidos por los Hechos de los Apóstoles y de sus trece cartas.

Desde su encuentro con el Señor, Pablo se siente destinado a la misión de anunciar a Cristo a todos los pueblos (“ad gentes”). Es la misión a que Jesús mismo le habí­a destinado “Este me es un instrumento de elección para que lleve mi nombre ante la gentes” (He 9,15). Y ésta es la vocación de que se glorí­a el mismo Pablo, como de una “gracia otorgada por Dios de ser para los gentiles ministro de Cristo Jesús” (Rom 15,15-16).

Se le ha llamado “el Apóstol” por antonomasia, porque se dedicó a “anunciar el evangelio allí­ donde el nombre de Cristo no era aún conocido” (Rom 15,20). Se presentaba como “apóstol por vocación, segregado para el evangelio de Dios” (Rom 1,1), “deudor de todos” (Rom 1,14) “urgido por la caridad” (2Cor 5,14), sin otra identidad y razón de ser que la que gastar la vida por el anuncio del evangelio (1Cor 9,16). Sus tres grandes viajes misioneros (entre los años 47-58 de nuestra era) terminarán con su encarcelamiento, primero en Palestina y luego en Roma, donde sufrió el martirio tal vez entre los año 60-63, bajo el emperador Nerón.

Los mismos contenidos del evangelio

Los contenidos básicos sobre el mensaje de Jesús son los mismos del evangelio Jesús, de la estirpe de David, “nacido de la mujer”, guiado por la fuerza del Espí­ritu, ha llevado a cumplimiento las promesas mesiánicas, demostrando su filiación divina por su muerte y resurrección, como Señor de la historia (cfr. Rom 1,1-5; 1Cor 15,3-4; Gal 4,4-7; Col 1,3-17) que ha de venir para juzgar a vivos y muertos (cfr. 1Tes 4-5; 2Tes 2). Pablo subraya la “sabidurí­a” o “la palabra de la cruz” (1Cor 1,18-31). Esos contenidos los expresará con elementos culturales de su formación anterior (hebrea, griega y latina). Muchos fragmentos parecen indicar himnos y doxologí­as usadas en las celebraciones litúrgicas. En sus escritos se pueden encontrar fácilmente las lí­neas básicas de su cristologí­a, pneumatologí­a, eclesiologí­a y escatologí­a, aunque algunos fragmentos son de difí­cil interpretación.

“Cristo vive”

Su cristocentrismo arranca de la fe en Cristo, “el Hijo de Dios” (Hech 9,20), “el Salvador” (Tit 1,3), quien “fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación” (Rom 4,25). Cristo “vive” (Hech 25,19) y habita en el creyente (cfr. Fil 1,21), comunicándole la fuerza del Espí­ritu que le hace hijo de Dios (cfr. Gal 4,4-7; Rom 8,14-17). La ley cristiana es la ley del amor, que es fuente de libertad, como verdad de donación (cfr. Gal 5,13-14) y “ví­nculo de perfección” (Col 3,14). Por el bautismo, el cristiano queda configurado con Cristo (cfr. Rom 6,1-5). Pablo vive de esta fe “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí­… vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí­ mismo por mí­” (Gal 2,20; cfr. Fil 1,21).

De su encuentro inicial con el Señor, Pablo aprende que Cristo vive en todo ser humano y, de modo especial, en la comunidad eclesial, a la que él describe como “cuerpo” o expresión de Cristo (cfr. 1Cor 12,26-27), “esposa” o consorte (cfr. Ef 5,25-27; 2Cor 11,2) y “madre” fecunda de Cristo (cfr. Gal 4,19.26). Por esto, su entrega apostólica tiene esta caracterí­stica de “completar” a Cristo por amor a su Iglesia (cfr. Col 1,24), y de preocuparse “por todas las Iglesias” (2Cor 11,28).

En la doctrina paulina, la vocación cristiana es elección en Cristo (cfr. Ef 1,3), para ser “gloria” o expresión suya por una vida santa (Ef 1,4-9), comprometida en la misión de “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1,10) y marcada con “el sello del Espí­ritu” (Ef 1,13). Es vida unida a la oblación de Cristo (cfr. Fil 2,5-11), por participar en el sacrificio eucarí­stico que hace presente la oblación del Señor, “hasta que vuelva” (cfr. 1Cor 11,23-26).

Referencias Apóstol, kerigma, misionero, modelos apostólicos.

Lectura de documentos RMi 61.

Bibliografí­a AA.VV., Pablo, vida, apostolado, escritos (Madrid, Studium, 1972); F. AMIOT, Ideas maestras de san Pablo (Salamanca, Sí­gueme, 1966); G. BARBAGLIO, Pablo de Tarso y los orí­genes cristianos (Salamanca, Sí­gueme, 1989); S. BENETTI, Pablo y su mensaje (Madrid, Paulinas, 1982); J.M. BOVER, Teologí­a de san Pablo ( BAC, Madrid, 1967); A. BRUNOT, Los escritos de san Pablo (Estella, Verbo Divino, 1982); L. CERFAUX, Jesucristo en San Pablo (Bilbao, Desclée, 1967); Idem, Itinerario espiritual de san Pablo (Barcelona, Herder, 1968); J. ESQUERDA BIFET, Pablo hoy (Madrid, Paulinas, 1984); J.A. FITZMYER, Teologí­a de San Pablo (Madrid, Cristiandad, 1975); J. HOLZNER, San Pablo, heraldo de Cristo (Barcelona, Herder, 1980); W. GARDINI, Pablo, un cristiano sin fronteras (Buenos Aires, Paulinas, 1979); ST. LYONNET, Apóstol de Jesucristo (Salamanca, Sí­gueme, 1966); F. PASTOR RAMOS, Pablo, un seducido por Cristo (Estella, Verbo Divino, 1993); J. SANCHEZ BOSCH, Nacido a tiempo (Barcelona, Claret, 1994).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN

Los conocimientos que tenemos de Pablo están en sus cartas y en los Hechos de los Apóstoles. Pablo era judí­o, natural de Tarso de Cilicia (Act 21, 39), de la tribu de Benjamí­n (Rom 11, 1), ciudadano romano de nacimiento (Act 22, 25-26). La personalidad de Pablo es de tal categorí­a, que con razón dijo San Juan Crisóstomo: “El futuro no conocerá otro Pablo”. Está catalogado, en la historia de la Iglesia, como “el primero después del Unico”, después de El, Jesucristo, el alfa y el omega, el principio y el fin de todo, el Unico. Pablo es, en efecto, el primero en todo.

El primero como fariseo, hijo de fariseos, riguroso cumplidor de las tradiciones paternas (Act 23, 6). El primero como ortodoxo, celador de Dios, defensor de la religión yahvista, perseguidor acérrimo de los cristianos, que eran para él unos contestatarios que escindí­an la única religión revelada, la única verdadera (Act 6, 9-10; 8, 1-3; 9, 1-2; 26, 10-12). El primer visionario del cristianismo: una visión en el camino de Damasco (Act 9, 3-30; 22, 5-6; 26, 12-20) le hizo dar un viraje rotundo en su vida; de perseguidor se hizo un converso definitivo; una visión de un alarmado y vacilante macedonio (Act 16, 9-12) le hizo dar un salto a Europa -la cultura de Occidente es tributaria eterna de esta singular visión-; y una visión en el tercer cielo (2 Cor 12, 1-4), intraducible a todo lenguajehumano, le colocó en la más alta disposición en que el hombre se puede colocar: la indiferencia no ya entre esto y lo otro, sino entre lo más definitivo: entre la vida y la muerte. El primer trabajador: Pablo es un obrero eventual, que se gana el pan de cada dí­a con su propio trabajo manual; aunque él defendí­a que el apóstol puede vivir de la función apostólica y ministerial, él prefiere vivir de su propio trabajo (Act 20, 33-35; 2 Tes 3, 7-12). El primer universitario: como buen fariseo, se formó en la cultura judí­a; a los quince años fue enviado a Jerusalén; en la escuela superior de Gamaliel fue alumno aventajado (Act 22, 3); llegó a ser “Doctor de la Ley”, Maestro de’ Israel. El primer sociólogo del cristianismo, que proclama la comunicación de bienes entre todos (1 Cor 16; 2 Cor 6, 9; Gál 2, 10). El primer hombre universal, que se hace todo para todos para ganarlos a todos (1 Cor 9, 19. 22); para él no habí­a ni judí­o ni gentil, ni bárbaro ni escita (Co13, 11); ante Dios todos somos iguales, debemos también serlo entre los hombres. Pablo soltó las amarras de la Iglesia -sujeta a la nación de origen- para que pudiera navegar por todos los puertos del mundo: la Iglesia de Jesucristo es católica (universal) gracias a Pablo. El primer apóstol: Pablo no es un apóstol, es “el apóstol”, infatigable apóstol, peregrino por todas las rutas del mundo conocido, viajero incansable, explorador de tierras nuevas hasta llegar a los extremos del mundo (Rom 15, 28; Act 1, 8) para predicar, el primero, la palabra de Dios; ahí­ están sus incansables y llenos de fatigas viajes apostólicos (Act 13-21). El primer teólogo: en San Pablo no hay una teologí­a sistemática; sus escritos son ocasionales; pero su doctrina, fundamentada, como idea dominadora, en que Jesucristo muerto y resucitado es nuestro salvador y mediador, contiene la esencia misma del cristianismo cuando hablamos de la teologí­a del N. T. estamos hablando implí­citamente de la teologí­a de Pablo. El primer prisionero de Cristo: Pablo estuvo varias veces preso por predicar el evangelio de la justicia y del amor (Act 16, 22-40; 22-28). Sus prisiones son para él el timbre de la mayor gloria; lejos de avergonzarse de ello, desea que le llamen “el prisionero” (Ef 3, 1; 4, 1; Flm 1). El primer escritor: ningún hagiógrafo fue tan prolifero como él; fue más predicador que nadie, pero también un buen manejador de la pluma y del estilete; ahí­ están sus primeras y grandes cartas (1 y 2 Tes; Rom; Gál; 1 y 2 Cor), las cartas escritas desde la prisión (Col, Ef, Flp, FIm) y sus cartas pastorales (1 y 2 Tim; Tit).

Dios le tení­a reservada una muerte gloriosa, que El suele reservar a sus más leales y fieles servidores; la vida de combate de Pablo se merecí­a una muerte así­. Entre finales del año 66 y principios del 67, Pablo cayó por última vez prisionero en Roma. La segunda carta a Timoteo, que escribe en la cárcel, nos da algunas noticias de su vida en prisión. Infunde una gran pena la lectura de esta carta. Pablo se encuentra solo. Le han abandonado todos. Unicamente tiene a su lado al fidelí­simo Lucas. Presiente que la muerte se le echa encima. Al poco tiempo se cumplen sus amargas previsiones. Se ve por segunda vez su causa, y Pablo escucha en plena sala del Castro Pretorio la sentencia capital. Al dí­a siguiente, Pablo es ajusticiado fuera de la ciudad. Un centurión, un piquete de pretorianos y un pobre viejo encadenado salen por la ví­a Ostiense. La última pena para un ciudadano romano era la decapitación, pero tení­a que ir precedida de la flagelación: Pablo fue desnudado, atado a un cepo y flagelado despiadadamente por un elex, hombre horrendo, despreciado por todos. A un golpe de espada rodó por el suelo la cabeza de Pablo. La tradición lo sitúa en Tre Fontane, cerca de San Pablo Extramuros.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

1. Conversión

(-> helenistas, Pedro, Santiago, resurrección). Pablo es el hombre mejor conocido de la Iglesia (y quizá de toda la historia judí­a y romana, entre el 30 y 70 d.C.). Algunos le toman como un impostor fanático, inventor del cristianismo organizado con una iglesia propia, en lí­nea de poder (en contra de Jesús). Otros le oponen a Pedro y a los representantes de la Iglesia jerárquica romana, tomándole como defensor de una libertad evangélica intimista (en lí­nea protestante). Ambas posturas tienen algo de verdad, pero son exageradas y acaban siendo falsas. Se llamaba Saúl o Saulo, como el primer rey israelita; pero más tarde cambió su nombre o puso un sobrenombre latino Pablo (Paulus, el Pequeño) con el que se le conoce.

(1) Fariseo celoso, convertido al Evangelio. Lo que dice de sí­ mismo resulta suficiente para conocer los rasgos principales de su vida. El no inventó el cristianismo, ni creó la Iglesia, sino que asumió el cristianismo de la Iglesia helenista, a cuyos partidarios habí­a perseguido, por pensar que destruí­an la unidad e identidad nacional del judaismo. Su historia está descrita en Hch 9-28, pero él mismo la ha narrado de un modo bien directo: “Ya conocéis mi conducta anterior en el judaismo, cómo perseguí­a con fuerza a la Iglesia de Dios y la asolaba. Y aventajaba en el judaismo a muchos de los contemporáneos de mi pueblo, siendo mucho más celoso de las tradiciones de mis padres. Pero cuando Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre y me llamó por su gracia, quiso revelar en mí­ a su Hijo, para que lo predicara entre los gentiles… no consulté con nadie el tema… sino que fui a Arabia y volví­ de nuevo a Damasco. Después, pasados tres años, subí­ a Jerusalén para ver a Pedro y permanecí­ con él quince dí­as; pero no vi a ninguno de los demás apóstoles, sino a Santiago” (Gal 1,13-19). Nada nos permite afirmar que se hallaba angustiado dentro del judaismo o que tení­a mala conciencia, sino todo lo contrario: “Yo podrí­a confiar en la carne. Si alguno cree tener de qué confiar en la carne, yo más: circuncidado al octavo dí­a, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamí­n, hebreo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la ley, irreprensible. Pero las cosas que para mí­ eran ganancia, las he considerado pérdida a causa de Cristo. Y aún más: Considero como pérdida todas las cosas, en comparación con lo incomparable que es conocer a Cristo Jesús mi Señor. Por su causa lo he perdido todo y lo tengo por basura, a fin de ganar a Cristo y de ser hallado en él; sin pretender una justicia mí­a, derivada de la Ley, sino la que es por la fe en Cristo, la justicia que proviene de Dios por la fe” (Flp 3,4-9). No tení­a problemas de conciencia, podí­a haberse mantenido en el judaismo, cuya “carne” (ley nacional) querí­a defender. Pero en el fondo de esa seguridad se escondí­a una inseguridad más grande, que se expresaba en la misma violencia con que perseguí­a a la Iglesia. En ese contexto se inscribe su experiencia de Jesús resucitado, que él presenta en forma de confesión pascual.

(2) Conocimiento de la Iglesia, confesión pascual. Pablo interpreta su encuentro con Jesús en forma de confesión pascual y la sitúa dentro de una lista más de “apariciones del resucitado”. Cristo se habí­a aparecido ya a otros (a Pedro, a los Doce, a quinientos hermanos, a Santiago, a todos los apóstoles). Pues bien, “al final de todos, como a un aborto, se me apareció también a mí­. Porque yo soy el más pequeño de los apóstoles, y no soy digno de llamarme apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy y su gracia en mí­ no ha sido en vano, sino que me he fatigado más que todos ellos, no yo sino la gracia de Dios conmigo. Sea yo, sean ellos, así­ predicamos, así­ cree mos” (1 Cor 15,8-11). Pablo ha interpretado su experiencia de Jesús a la luz de los testigos anteriores (Pedro, los Doce…) y, sobre todo, a la luz de todos los apóstoles entre los que se incluye. No comienza de la nada, sino que se introduce en un camino que ya existí­a, en un camino donde él también ha encontrado al Cristo, culminando la lista de apariciones anteriores. Nada nos permite suponer que todas fueran iguales: habrí­a en cada caso rasgos distintivos. Pero esos rasgos han pasado aquí­ a segundo plano; lo que importa es aquello que todas tienen en común: se les aparece Jesús resucitado. Eso significa que Pablo asume los momentos de la historia pascual precedente. Sabe de algún modo lo que han visto los otros testigos, especialmente “todos los apóstoles”, que son, sin duda, los misioneros helenistas*. Conoce lo que dicen (¡se les ha aparecido Jesús!). Sólo de esa forma puede interpretar e interpreta aquello que él ha visto y ha sentido “en el camino de Damasco” (cf. Hch 9). Eso significa que, antes de haberse convertido, él conocí­a de algún modo la experiencia pascual de los discí­pulos; sabí­a que ellos predicaban la presencia y poder de un Jesús resucitado a quien llamaban Cristo universal, culminación del judaismo. Precisamente por eso les odiaba y perseguí­a, pensando que su forma de entender al Cristo y su manera de extender el mesianismo a los gentiles destruí­a las bases y la esencia del pueblo israelita.

(3) El último de los apóstoles. Odiar es una forma invertida de conocer; perseguir es un modo contrario de amar. Odiando y persiguiendo al Cristo pascual de los primeros cristianos, Pablo estaba mostrando un gran interés por la Pascua. Podemos decir que, en el fondo, Jesús ya le habí­a transformado por dentro. Sin haberle visto, Pablo sabí­a que Jesús era fuente de unidad y salvación para todos los hombres, superando las fronteras de la nación sagrada de Israel. Precisamente por eso, desde sus principios de judí­o observante de una ley particular o nacional, le odiaba y perseguí­a al perseguir a sus apóstoles, entre los que se incluirá después, tras la experiencia pascual. Pero Pablo no se siente uno más. Sabe que Jesús le ha encargado una misión y tiene que cumplirla. Por eso se presenta, de manera muy significativa, como el último de todos (1 Cor 15,8). De esa forma cierra y culmina un proceso pascual que se hallaba todaví­a en camino. Habí­a empezado en Pedro, se habí­a expresado en los Doce, pero sólo ahora se completa y llega a su final, precisamente en Pablo: “Pues quien ha actuado en Pedro, para hacerle apóstol de los judí­os ha actuado también en mí­, para hacerme apóstol de los gentiles” (Gal 2,8). Mirada sólo en la lí­nea de Pedro, la pascua podí­a correr el peligro de cerrarse y formar una experiencia intrajudí­a. Pues bien, asumiendo y completando la visión y obra de Pedro, Pablo ha descubierto y expandido el carácter universal del evangelio de Jesús. Por eso cuenta su experiencia, por eso se defiende una y otra vez: “¿No soy apóstol?, ¿no he visto a Jesús, nuestro Señor?” (1 Cor 9,1). Lógicamente, desde su perspectiva de celoso fariseo, defensor de la identidad legal del judaismo, él debí­a haber perseguido a la iglesia de Jesús con todo celo, es decir, por fidelidad a la ley judí­a (Flp 3,6). Pues bien, el mismo Jesús a quien él perseguí­a en sus fieles le ha salido al encuentro: “Pero cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia se dignó revelarme a su Hijo para que yo lo anunciara a los paganos…” (Gal 1,11-17). Perseguí­a a los cristianos porque veneraban a un Mesí­as crucificado (un buen cristo no puede haber muerto de ese modo) y porque tení­an un mensaje universal (destruyendo el valor del judaismo como pueblo aparte, elegido y distinto). Pues bien, en un momento determinado, por un cambio interior muy profundo, Pablo vio que Dios le hablaba precisamente a través del mismo Cristo a quien él estaba persiguiendo. El no querí­a escuchar lo que ha escuchado y ver lo que ha visto, al menos en un sentido externo. El habí­a comenzado queriendo otra cosa, pero Dios le ha mostrado su rostro verdadero en Cristo. Ciertamente, influye en su visión todo lo que él sabe de Jesús a través de los cristianos. Pero él está absolutamente convencido de que el mismo Jesús ha salido a su encuentro y le ha llamado.

(4) El Cristo de Pablo. Es evidente que el Cristo que le llama es el mismo que ha llamado a Pedro y a los otros cristianos a quienes ha perseguido. Pero ahora ese Cristo viene a presentarse para él de un modo muy radical, como su propio Cristo, el Señor de su experiencia resucitada. Por eso se retira, iniciando en “Arabia” (en la actual Siria o Jordania) su nuevo camino. Ha sentido un cambio fuerte, una especie de convulsión interior, que ha transformado todas las coordenadas de su vida. Ha seguido luego un proceso largo de expansión y explicitación en el que ha ido verificando su nueva experiencia, pues “todas las cosas que eran para mí­ ganancia (fariseí­smo, ley…), las consideré pérdida por Cristo. Ciertamente, las considero todas como pérdida, a causa de la excelencia del conocimiento de Jesucristo, mi Señor, por el cual todas las cosas se me han vuelto pérdida y las considero como estiércol en orden a ganar a Cristo…” (Flp 2,7-9). Así­ ha cambiado su visión de Dios. Pablo habí­a considerado a los cristianos como blasfemos: decí­an que Dios se manifiesta en un crucificado; añadí­an que la alianza propia de Israel estaba superada, de manera que la gracia de Dios se extendí­a a todas las gentes, rompiendo así­ el cercado de la ley o muro sacral que defendí­a al judaismo. Pues bien, en un momento dado, Pablo advierte que esos cristianos tienen razón, que Dios se manifiesta precisamente en Cristo y, así­, Dios se le ha manifestado también a él, como el Dios de Jesucristo, transformando su visión del judaismo: ha descubierto que el Mesí­as es Hijo de Dios, siendo, al mismo tiempo, un hombre muerto y resucitado (Jesús de Nazaret). La verdad de Dios y la esperanza israelita ha culminado precisamente en Cristo. Eso significa que la ley de Israel ha terminado (ha cumplido su función). Eso significa, al mismo tiempo, que el Cristo de Israel es Salvador universal: hay que anunciar su misterio a todos los pueblos, para que lo conozcan y lo acepten. Conocer y aceptar a Jesús como Cristo universal, eso es la pascua (cf. Flp 3,2-11); ser conocido por Jesús, eso es la plenitud de la resurrección.

Cf. J. J. BARTOLOME, Pablo de Tarso. Una introducción a la vida y obra de un apóstol de Cristo, CCS, Madrid í997; J. BECKER, Pablo, el apóstol de los paganos, Sí­gueme, Salamanca 1996; G. BORNKAMM, Pablo de Tarso, Sí­gueme, Salamanca 1987; J. GNILKA, Pablo de Tarso: apóstol y testigo, Herder, Barcelona 1998; L. O. Kuss, San Pablo, Herder, Barcelona 1975; H. RIVAS, San Pablo. Su vida, sus cartas, su teologí­a, Lumen, Buenos Aires 2001.

PABLO
2. La Iglesia

(-> Iglesia, misión). Pablo habí­a cumplido fielmente los mandatos de la tradición judí­a, queriendo imponerlos por la fuerza sobre aquellos que dejaban de cumplirlos, imponiendo de esa forma su violencia contra aquellos que intentaban romper el judaismo. Pues bien, cuando descubre la razón de los perseguidos, da un giro a su vida, poniéndose al servicio de la misión universal del Cristo: haber conocido a Jesús (ser conocido por él) significa anunciar su salvación a los gentiles. (1) Conversión y vocación misionera. En sentido estricto, la “conversión” de Pablo ha de entenderse como misión: “Quiero que sepáis, hermanos, que mi evangelio no es de origen humano. Pues no lo recibí­ de humanos…, sino por revelación de Jesucristo. Porque habéis oí­do mi conducta antigua en el judaismo… Pero cuando el Dios, que me eligió desde el vientre de mi madre… quiso revelarme a su Hijo para que lo anuncie a los gentiles, no consulté con nadie, ni subí­ a Jerusalén, a los apóstoles anteriores, sino que fui a Arabia, y otra vez a Damasco” (cf. Gal 1,11-17). En el principio está una revelación de Dios, que recuerda las llamadas proféticas (cf. Is 6,1 -11; Jr 1) y la vocación de Jesús en su bautismo (Mc 1,9-11 par). Se trata de una revelación misionera, de manera que el mismo Dios de Jesucristo le encarga una tarea apostólica, haciéndole misionero de su Hijo entre las gentes. Sólo en un segundo momento, pasados tres años, “subí­ a Jerusalén para conversar con Cefas y estuve con él quince dí­as. Pero no vi a ningún otro de los apóstoles, sino a Santiago, el hermano del Señor” (Gal 1,18-19). Ciertamente quiere contrastar su experiencia con Cefas (= Pedro, Piedra), que es la referencia central de la Iglesia; pero no pide que le ordenen (que le hagan presbí­tero u obispo, en el sentido posterior de la palabra), sino que le acepten en la comunión de los que viven y anuncian el Evangelio, lo mismo que a Pedro*, lo mismo que a Santiago*. (2) Un lugar en la Iglesia. Pablo no ha negado la autoridad de Pedro (o de Santiago), ni habrí­a ido en contra lo de que Mt 16,1719 o Jn 21 dirán sobre Pedro tras su muerte. Más aún, en el momento de conflicto entre las varias tendencias de la Iglesia (cf. Gal 2,9), apeló a su comunión con “las columnas”, que eran San tiago, Pedro y Juan. Pero él habrí­a tomado (y tomó) la autoridad de esas columnas de Jerusalén como fuente de comunión, no de imposición de unos sobre otros. Por eso dialogó siempre con las demás iglesias (cf. Gal 2,1-14; 1 Cor 15,37), pero sin someterse a ellas, sin pensar que hubiera alguien (como Pedro o Santiago) que tuviera autoridad para decirle lo que debí­a hacer y predicar, ni la forma en que debí­a organizar sus comunidades, llena de riquí­simos ministerios* (cf. 1 Cor 12-14), aunque sin presbí­teros u obispos. La Iglesia era a su juicio un don de Cristo (su Cuerpo), una comunión de gratuidad, no un imperio gobernado por potestades superiores, siempre ambiguas (Rom 8,38; cf. Ef 6,12; Col 1,16; 2,15). Juzgó esencial mantener la comunión con Pedro y con Santiago, pero sin dominio de unos, ni sometimiento de otros. Desde aquí­ se entiende su visión de las iglesias. (3) Varias iglesias, una Iglesia. Pablo sabe que hay varias iglesias, fundadas sobre el testimonio pascual de Jesús resucitado (cf. 1 Cor 15,3-9). Ellas no nacen por sometimiento a la Ley (como supone un judaismo o cristianismo posterior), ni forman una oikumene definida por el Imperio romano y la cultura helenista, ni se fundan en un orden social o militar, ni en los dictados de una determinada raza superior, sino que expresan y expanden la gracia y comunión de Cristo, que se concretiza siempre en grupos de comunicación concreta de la vida. Pero, al mismo tiempo, hay una Iglesia universal, que no surge de la suma de iglesias particulares, sino por don común de Dios en Cristo. Esa Iglesia no se construye dictando una ley superior sobre todos (un código romano), ni aplicando una mejor economí­a o apelando a un ejército más fuerte o a una ciencia más certera, sino que brota de una experiencia de gratuidad que sólo puede darse y expandirse allí­ donde cada uno renuncia a su justicia y triunfo propio, para aceptar de forma amorosa la vida de los otros, sin que se distingan judí­o ni griego, varón ni mujer, esclavo ni libre (Gal 3,28). Los grandes imperios (Babilonia, Persia o Roma) habí­an logrado ciertas formas de unidad, pero en lí­nea de imposición o espada (cf. Rom 13,1-7). En contra de eso, Pablo presentó a la Iglesia como principio de universalidad por gracia. Nadie habí­a formulado así­ las cosas. (4) El amor, fuente de universalidad. Ciertamente, habí­a retóricas de unión mundial, de tipo filosófico, jerárquico y clasista (como en la Estoa o el platonismo), visiones imperiales que apelaban a la fuerza de las armas o a la superioridad de la cultura grecorromana (con sometimiento de esclavos y vencidos). También habí­a esperanzas de unificación profética de la humanidad (en el judaismo). Pero sólo Pablo propuso un camino concreto de unificación para todos los hombres desde la pequeñez y pobreza (desde Jesús crucificado), a través de la gratuidad, es decir, de la comunión no impositiva de los hombres. Todo lo que dijo Pablo se hallaba implí­cito en Jesús y en los cristianos helenistas anteriores, pero sólo él lo desarrolló de un modo consecuente, apareciendo así­ como promotor de la unidad humana. Esta es su grandeza, ésta la aportación que él pudo formular, porque era buen romano (hombre de ecumene) y buen griego (muy racional), siendo, al mismo tiempo, un buen judí­o (hombre profético), en la lí­nea de Jesús, Mesí­as de Dios crucificado y resucitado, que vincula por gracia a todos los hombres de la tierra. El amor de Cristo le llevó a crear iglesias o comunidades concretas donde hombres y mujeres de origen muy distinto fueran capaces de convivir y comunicarse, superando las barreras de tipo religioso y legal, económico y polí­tico, desde una gracia de amor que vincula a todos. Pablo y sus compañeros sabí­an que llegaba pronto, que estaba ya llegando, el cumplimiento de la espera, la comunión final de los salvados por el Cristo. Por eso, para acelerar el fin, fueron creando por doquier iglesias o comunidades muy concretas, donde los hombres de diverso origen podí­an empezar ya compartiendo su vida, en gesto de comunicación abierta a todos. Eran iglesias provisionales, hasta que llegara el futuro de la gracia en Cristo. Pero su mismo carácter provisional las hací­a duraderas, capaces de superar las divisiones de poder que habí­an defendido, entre otros, los sacerdotes judí­os y los soldados romanos. Nadie se habí­a atrevido a crear nada semejante, a no ser en teorí­a (como algunos estoicos). Pablo y sus compañeros lograron algo que antes habí­a sido imposible: judí­os y paganos podí­an unirse en Jesús (por la gracia de Jesús) sin tener que “convertirse” en el sentido externo (sin que el judí­o se hiciera romano, ni el ro mano judí­o). Unos y otros podí­an unirse en amor, por encima de las diferencias de origen, de raza o cultura. (5) Iglesia misionera. Animado por este convencimiento (¡llega el Reino!) y empeñado en crear comunidades donde pudieran compartir la vida judí­os y gentiles (hombres y mujeres), Pablo quiso llevar su misión* hasta Hispania (fin del mundo conocido) pasando por Jerusalén y Roma (cf. Rom 15). Es muy dudoso que llegara a Hispania, pero pasó a Jerusalén y los sacerdotes le prendieron como a enemigo de la singularidad judí­a. Estando en la cárcel (en Cesárea) tuvo ocasión de presentar su defensa ante el procurador romano y el reyezuelo Agripa, quien cerró la discusión diciendo: “¡Estás loco, Pablo! Tantas Escrituras han trastornado tu juicio” (Hch 26,24). Pero esa “locura” de Pablo fue más sabia que la sabidurí­a de los sacerdotes de Jerusalén y de los procuradores y reyes vasallos de Roma, ciudad adonde Pablo llegó (Hch 28), siendo ajusticiado, lo mismo que Pedro en torno al año 64 (dos años después de Santiago). Habí­a creado muchas iglesias “provisionales” que aún siguen existiendo; habí­a iniciado un camino de encuentro universal por el que seguimos caminando todaví­a, aunque con dificultades, pues nos cuesta aceptar su experiencia radical: sólo en libertad pueden unirse los hombres y mujeres, sólo por gracia pueden vincularse, siendo diferentes, desde la pequeñez y pobreza de Jesús resucitado. Sólo si nos dejamos contagiar por la “locura” de Pablo (cf. 1 Cor 1,23) podremos vencer desde Cristo la enfermedad mortal de un mundo amenazado por el capitalismo salvaje y el riesgo de la destrucción de este planeta.

Cf. A. BADIOU, San Pablo. La fundación del universalismo, Anthropos, Barcelona 1999; L. CERFAUX, La Iglesia en san Pablo, Desclée de Brouwer, Bilbao 1955; J. HUARTE OSACAR, Evangelio y Comunidad. Estudio de teologí­a patdina, San Esteban, Salamanca 1983; M. LEGIDO, La Iglesia del Señor. Un estudio de eclesiologí­a paulina, Universidad Pontificia, Salamanca 1978.

PABLO
3. Perseguidor y perseguido

(-> violencia). Pablo habí­a perseguido a los cristianos y Lucas ha situado su conversión en el contexto de la lucha de ciertos judí­os celosos contra Esteban y los otros helenistas (Hch 7,6869). En ese contexto podemos evocar algunos rasgos de su conversión y persecución consiguiente.

(1) Déla persecución a la conversión. Pablo, judí­o legalista, pensaba que ante el derecho de Dios cesan los derechos de los hombres: “Saulo, respirando aún amenazas de muerte contra los discí­pulos del Señor, fue a ver al Sumo Sacerdote y le pidió cartas para la sinagoga de Damasco, autorizándole a llevarse detenidos a Jerusalén a todos los que seguí­an aquel camino, hombres y mujeres. En el viaje, cerca ya de Damasco, de repente una luz celeste relampagueó en torno a él. Cayó a tierra y oyó una voz que le decí­a: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Preguntó el: ¿Quién eres, Señor? Respondió la voz: Soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch 9,1-6). Lucas ha narrado esta escena otras dos veces (cf. Hch 22,6-16; 26,12-18), destacando siempre la intervención de Dios, como afirma el mismo Pablo, cuando habla de ella en primera persona: “Dios quiso revelar en mí­ a su Hijo… Se me ha aparecido el Señor resucitado” (Gal 1,15-16; 1 Cor 15,7-9; cf. Flp 3,7ss). Dios se le manifiesta en Jesús como Señor y como perseguido. Para la conciencia anterior de Pablo, Jesús era un hombre fatí­dico y sus discí­pulos unos mentirosos. Pero las palabras que escucha, “soy Jesús a quien tú persigues”, le descubren la gloria rnesiánica del crucificado y su presencia salvadora en los creyentes, asociados a su propio sufrimiento. Este descubrimiento le hace abandonar su empeño de perseguidor y le identifica con aquellos a los que ha perseguido, cuya suerte tendrá que compartir como sigue diciendo el mismo Cristo: “Lc enseñaré cuánto tiene que sufrir por mí­” (Hch 9,16). La conversión de Pablo es la inversión de un perseguidor que desde ahora correrá siempre el peligro de ser perseguido.

(2) Los trabajos de Pablo. 2 Cor 11. La conversión de Pablo sucedió en tomo al año 34 d.C. y después dedicó casi treinta años a la expansión del Evangelio, en medio de grandes dificultades, exteriores e interiores, pues algunos de aquellos cristianos a quienes él habí­a ofrecido el mensaje de Cristo acabaron acusándole y diciendo que era un aprovechado y que su evangelio era falso. Ante esa acusación, para defender su mensaje, Pablo tiene que defenderse a sí­ mismo y lo hace en la segunda carta a los Corintios, escrita en torno al año 5557 d.C. “Son tantos los que presumen de tí­tulos humanos que también yo voy a presumir… Pues en lo que otro se atreva, y hablo neciamente, me atrevo yo también. ¡Que son Hebreos! También yo. ¡Que son linaje de Israel! También yo. ¡Que son descendientes de Abrahán! También yo. ¡Que sirven a Cristo! Voy a decir un desatino: yo más. Les gano en fatigas, les gano en cárceles, en palizas sin comparación y en peligros de muerte con mucho. Los judí­os me han azotado cinco veces, con los cuarenta golpes menos uno; tres veces he sido apaleado, una vez me han lapidado, he tenido tres naufragios y pasé una noche y un dí­a en el agua. ¡Cuántos viajes a pie, con peligros de rí­os, peligros de bandidos, peligros entre mi gente, peligros entre paganos, peligros en la ciudad, peligros en despoblados, peligros en el mar, peligros con los falsos hermanos, muerto de cansancio, sin dormir muchas noches, con hambre y sed, a menudo en ayunas, con frí­o y sin ropa! Y aparte de esas cosas externas, la carga de cada dí­a, la preocupación por todas las comunidades. ¿Quién enferma sin que yo enferme? ¿Quién cae sin que yo padezca fiebre?” (2 Cor 11,18-19.21-29). Pablo evoca varias clases de riesgos. Algunos parecen casuales y pertenecen a la misma condición del mensajero que atraviesa zona de peligro, mares agitados, tierras de dificultades. Pero hay otros que son claramente intencionados y provienen de una persecución anticristiana. (a) Los treinta y nueve azotes rituales eran el castigo con que el judaismo de la sinagoga castigaba a quienes rechazaban los principios de la vida israelita. Ciertamente la relación de Pablo con las gentes de su pueblo ha sido tensa y dolorosa; no cabe duda de que ha sido azotado, (b) Cuando dice que ha sido apaleado tres veces está aludiendo al castigo de azotes que imponí­a la autoridad romana (cf. Hch 16,22ss). Jurí­dicamente estaba prohibido azotar a ciudadanos romanos como Pablo, pero esa prohibición se pasaba muchas veces por alto. No parece que se pueda dudar seriamente de que Pablo ha recibido ese castigo, (c) Más difí­cil resulta concretar el fondo histórico de las palizas y la lapidación. Es probable que se trate de castigos recibidos en motines populares informales en los que Pablo se veí­a en vuelto con frecuencia, (d) El texto habla finalmente de cárceles, en plural, como aquella que aparece de forma simbólica en Hch 16,16-40. A las cárceles de Pablo aluden las cartas a los Filipenses y Filemón (a las que pueden añadirse Colosenses y Efesios).

(3) Estoy en la cárcel por cristiano. Flp 1,13. No sabemos exactamente cuál fue la causa, pero Pablo se encuentra encarcelado, probablemente en Efeso, pues sólo desde allí­ se explican sus contactos con Filipos y Colosas (carta a Filemón), las idas y venidas de sus auxiliares y el conjunto de la escena. Probablemente le han encarcelado porque su forma de obrar “atenta contra el orden y paz del imperio”. Quizá han intervenido judeocristianos recelosos. Lo cierto es que se encuentra preso en las dependencias imperiales (o en los bajos del palacio del gobernador), esperando una sentencia que presumiblemente será positiva, entre el 55 y el 58 d.C. En esta situación escribe su carta a los Filipenses y les dice que está en la cárcel por seguidor de Jesús, como han podido ver los servidores del palacio imperial y los cristianos de la ciudad, fortalecidos por su testimonio (Flp 1,1214). Así­ lo deben comprender los fieles de Filipos, a los que Pablo tiene presentes no sólo en su prisión, sino también en la “defensa y confirmación del Evangelio” (Flp 1,7). De manera sorprendente, su cárcel se ha vuelto signo misionero: “Quiero que sepáis, hermanos, que mis asuntos han servido para que se expanda más el Evangelio, de tal forma que mi encarcelamiento por causa de Cristo se ha hecho manifiesto en todo el pretorio y ante todos los restantes, de tal forma que la mayor parte de los hermanos en el Señor, confiados en mis cadenas, se atreven, sin miedo, a expandir con más fuerza la Palabra” (Flp 1,12-14). Su misma prisión, que podí­a ser un signo de fracaso, se ha convertido en argumento a favor del Evangelio, una señal discutida pero fuerte del poder de Cristo: “Unos proclaman al Mesí­as por envidia y antagonismo hacia mí­; actúan por rivalidad, jugando sucio, para hacer más penoso mi encarcelamiento. Otros predican con buena intención…” (Flp 1,15-17). No sabemos quiénes son los que actúan así­, quizá judeocristianos o cristianos de tendencia distinta, que quieren oponerse a la obra de Pablo encarcelado. Ciertamente, le hacen sufrir; pero más que su persona le importa el Evangelio (Flp 1,18-19). Desde ahí­ evalúa sus posibilidades: “Esta es mi expectación, ésta mi esperanza, de manera que en ningún caso saldré fracasado, dado que, viva o muera, lo mismo ahora que siempre, se manifestará públicamente en mí­ la grandeza de Cristo… ¿Qué elegir? No lo sé. Las dos cosas tiran de mí­: deseo morirme y estar con Cristo (y esto es con mucho lo mejor); sin embargo, quedarme en este mundo es más necesario por vosotros” (Flp 1,20.2324). Como hombre de Cristo, Pablo no tiene preferencias: se ha puesto en las manos del Señor y en ellas permanece. Ciertamente, quiere seguir misionando, pero también le atrae la muerte (estar con Cristo). En este contexto, utilizando un lenguaje litúrgico judí­o e interpretando el sacrificio de un modo simbólico, Pablo se presenta a sí­ mismo como una ví­ctima e incluye su sangre dentro del sacrificio cristiano, que se centra en la fe de los creyentes. Eso significa que tiene muy en cuenta la posibilidad de que le maten, de manera que su sangre vendrá a unirse al sacrificio litúrgico cristiano: “Aun suponiendo que mi sangre deba derramarse, rociando el sacrificio litúrgico de vuestra fe, yo sigo alegre y me asocio a vuestra alegrí­a; también vosotros, estad alegres y asociaos a mi alegrí­a” (Flp 2,18). Está dispuesto a morir, pero piensa que aún debe quedarse en el mundo con el fin de ayudar a los cristianos. Esto le lleva al convencimiento de que los jueces le absolverán: “Siento que me quedaré y estaré a vuestro lado, para que avancéis alegres en la fe, de modo que vuestro orgullo de cristianos rebose a causa mí­a, cuando me encuentre de nuevo entre vosotros” (Flp 1,25-26). No sabemos exactamente lo que pasó después, aunque al escribir esta carta Pablo esperaba obtener la libertad. Seguramente la obtuvo, de manera que pudo acabar su misión en oriente, subir a Jerusalén (colecta*) y culminar su tarea en Roma, como supone la carta a los Romanos (Rom 15) y como saben los capí­tulos finales del libro de los Hechos. Pero ésa fue también una misión llena de persecuciones.

Cf. E. COTHENET, Las cartas pastorales, CB 72, Verbo Divino, Estella 1991; J. JEREMíAS, Epí­stolas a Timoteo y a Tito, Fax, Madrid 1970; J. REUSS, 2 Timoteo, Herder, Barcelona 1970.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Quizás no ha habido, después de Jesucristo, ninguna figura tan decisiva para la formación y la difusión del cristianismo primitivo como la del apóstol Pablo. El Nuevo Testamento nos atestigua la presencia de dos nombres para indicar al apóstol de las gentes: Paulos (cf. Hch 13,9; Rom 1,1) y Saulos (cf Hch 7 58; 8,1). Mientras que el primer nombre lo utiliza sobre todo Pablo en sus propias cartas, el segundo se encuentra solamente en los Hechos de los Apóstoles. Esta doble denominación, difundida entra las familias judí­as de la diáspora, se debe quizás a la ciudadaní­a romana de la que gozaba la familia de Pablo, después de asentarse en la provincia de Cilicia. De este modo, por su ascendencia judí­a Pablo lleva el nombre del rey Saúl, el personaje más ilustre de su tribu, la de Benjamí­n (cf. Flp 3,5).

Las fuentes que permiten trazar un curriculum vitae de Pablo son sus mismas cartas y los Hechos de los Apóstoles, en donde él se convierte en el personaje principal, sobre todo a partir de Hch 13.

Por los Hechos sabemos que Pablo nació a comienzos de la era cristiana, en Tarso de Cilicia, “ciudad no ciertamente sin prestigio” (cf. Hch 21,39).

La importancia de Tarso, capital de Cilicia, puede señalarse tanto en el aspecto económico como en el cultural: el rí­o Cidno le permite una fácil navegación y por tanto un rico comercio; las escuelas de retórica y de filosofí­a la convierten en la cuna de famosos pensadores como Crisipo, Néstor, que será el preceptor de Cicerón, Atenodoro y sobre todo Hermógenes, maestro de retórica. Sin embargo, aunque nacido en Cilicia, Pablo vivió en Jerusalén desde su infancia, durante la cual asistió a la escuela de Gamaliel 1 (cf. Hch 22,3). Su profundo conocimiento del Antiguo Testamento, que maduró “a los pies de Gamaliel “, puede observarse ante todo en las argumentaciones “midrásicas” de su epistolario (cf. Gál 3,6-14. 4,21-5,1; Rom 9,1-36). Según dice eí­ mismo Pablo, recibió una formación rí­gida respecto a la religiosidad y la ley judí­a (cf. Gál 1,13- 14; Flp 3,6). De su juventud no sabemos más que el hecho de que, según Lucas, tomó parte en la lapidación de Esteban (Hch 7,58; 8,1). El encarnizamiento de Pablo contra la nueva “secta” que empezaba a formarse dentro del judaí­smo se vio interrumpido por el encuentro con Jesús resucitado en el camino de Damasco (cf Hch 9,1-19; 22,5-16; 26,9-18), Este encuentro representa el giro fundamental de la vida de Pablo, aun cuando él mismo lo describe, actualizando sobre todo la llamada profética de Jeremí­as, como una “vocación” más que como una “conversión” (cf. Gál 1,15-17. cf Jr 1,5). En la misma triple narración del encuentro con Jesucristo en el camino de Damasco, Lucas utiliza el vocabulario de la vocación más bien que el de la conversión.

Naturalmente, esto no significa que Pablo no tuviera, como todo creyente, necesidad de convertirse, sino que de todas formas esta “revelación” consiste en el reconocimiento de que Jesús es el Mesí­as, que de él se deriva la vida y el don del Espí­ritu. Por otra parte, pablo no tiene reparos en hablar de su “celo” por la Ley: Además, el cristianismo del siglo 1 sigue formando parte de esa gran madre que era el judaí­smo: Pablo no pasó de una religión a otra.

Finalmente, no tuvo tampoco que abandonar la Ley, considerándola como falsa; al contrario, reconoce que ” indepedientemente de la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios, atestiguada por la Ley y por los profetas” (Rom 3,21). Esta justicia de Dios consiste sobre todo en la salvación que se obtiene mediante la fe en Cristo. Los dos textos del Antiguo Testamento que confirman el valor de “la fe” en Cristo, sin la Ley misma, son también los dos fundamentos de toda la teologí­a paulina: Gn 15,6 (cf. Gál 3,6; Rom 4,3) y Hab 2,4 (cf. Gál 3,1 1; Rom 1,17).

Esta revelación representa el punto de partida y el centro de la acción misionera de Pablo que, a través de tres viajes, llega a las principales regiones del Imperio romano, fundando las comunidades cristianas de Galacia, Efeso y Colosas en Asia, de Tesalónica y Filipos en Macedonia, de Corinto en Acava. Los tres viajes misioneros se desarrollan entre finales de los años 40 (por el 47-49) y finales de los años 50 (57-58). Entre el 58 y los comienzos de los años 60 Pablo es llevado como prisionero a Roma para sufrir allí­ un proceso, ya que después de su encarcelamiento en Jerusalén habí­a apelado a sus derechos de ciudadano romano.

Casi seguramente sufrió el martirio bajo el emperador Nerón (60-63).

Durante sus permanencias proyectadas u obligadas, debido a la estación invernal, Pablo escribe sus cartas dirigidas a las comunidades fundadas durante sus viajes, excepto la carta a los Romanos, enviada a una comunidad no fundada por Pablo. Bajo su autoridad figuran 13 cartas que pueden subdividirse así­: las 7 “grandes cartas” (1 Tes, 1-2 Cor, Gál, Rom, Flp, Flm) a las que añadimos la 2 Tes, que según muchos resulta ser “pseudoepigráfica”, es decir, no de Pablo, aunque recoge la temática de la escatologí­a, trazada ya en 1 Tes: las cartas “eclesiológicas” – (Col, Ef) y las cartas “pastorales” (1-2 Tim, Tit). Además, la crí­tica contemporánea exegética confirma la no paternidad paulina de la Carta a los Hebreos, que por otra parte no es siquiera una carta, sino un discurso catequético.

Quizás convenga precisar que las cartas de Pablo, aunque responden a situaciones y problemas concretos que viven las comunidades cristianas, no se escribieron “a vuela pluma”. Al contrario, el estilo, el vocabulario, la concatenación argumentativa y el tipo de demostración revela unas iargas fases de reflexión y de maduración. Por otro lado, ¿cómo puede hablarse de improvisación en la carta a los Romanos, o bien en Gál 3-4; 1 Cor 1-4’2 Cor 10-13?
Lo que pasa es que la formación de la epistolografí­a clásica era más compleja que la contemporánea: en cada carta colaboraba un secretario, encargado de escribir a mano la carta, un cartero que llevaba la carta a los destinatarios y un lector que explicaba el contenido de la carta. Aunque estas funciones podí­a desempeñarlas el mismo personaje, lo cierto es que habí­a diversas fases de mediación en la comunicación epistolar. Debido a este itinerario sintético de la epistolografí­a clásica y paulina, que se serví­a de pergaminos o de papiros que, a su vez, sufrí­an un largo proceso de formación, se deduce también su función “litúrgica” o asamblearia: las cartas de Pablo no se enviaban para ser leí­das en particular por una persona, en su propia habitación, sino para ser leí­das y explicadas en una comunidad reunida para escucharlas. La importancia litúrgica de las cartas de Pablo se puede vislumbrar a través de las doxologí­as finales con que cierra las diversas secciones o cada una de las cartas (cf Rom 5,21; 16,25-27. Gál 6,18).

En el centro de la teologí­a paulina se encuentra el evangelio de Jesucristo, explicado de varias maneras, con diversas implicaciones para la fe. Así­, el anuncio evangélico de Gál está representado por el don de la filiación universal (cf. Gál 1,1 1-12; 3,6-7), mientras que en Rom corresponde más bien a la universal “imparcialidad divina” (cf Rom 1,16-17): y en 1-2 Cor consiste en la “sabidurí­a de la cruz” (cf. 1 Cor 1,18). Así­ pues, el acontecimiento unitario de la muerte y resurrección de Jesucristo representa el fundamento de la escatologí­a (cf 1 -2 Tes), de la eclesiologí­a (cf. Col, Ef), de la pneumatologí­a y de la ética paulina.

Quizá para Pablo el encuentro con Cristo se reveló más importante que un encuentro de visu con Jesús de Nazaret, durante un discurso en parábolas o un milagro: no hay nada tan importante como esto para quienes hoy están llamados a ” creer sin ver” .
A. Pitta

Bibl.: G. Barbaglio, Pablo de Tarso y los orí­genes cristianos. Sí­gueme, Salamanca 1989: F. Amiot, Las ideas maestras de san Pablo, Sí­gueme, Salamanca 1966: A. Brunot, Los escritos de san Pablo, Verbo Divino, Estella 1982: L, Cerfaux, Itinerario espiritual de san Pablo, Herder, Barcelona l 968: A. Fitzmyer Teologí­a de san Pablo, Cristiandad, Madrid 1975: F Pastor Ramos, Pablo, un seducido por Cristo. Verbo Divino, Estella l 993.

PACEM IN TERRIS

La Pacem in terris es una encí­clica de Juan XXIII, promulgada en 1963, que trata del problema de la paz como actuación de una polí­tica nacional e internacional, basada en los derechos de la persona e inspirada en las exigencias ineludibles de la justicia y de la libertad. Tras una breve introducción, dedicada a resaltar el ví­nculo tan estrecho que existe entre el orden del universo y el orden interior de los seres humanos, el papa articula su reflexión en cuatro partes. En la primera se enuncian los derechos y los deberes fundamentales del hombre, que tienen que constituir la base de la construcción de todo ordenamiento social; en la segunda se examinan los problemas que nacen de las relaciones entre los hombres y los poderes públicos en el ámbito de cada una de las comunidades polí­ticas; la tercera parte está dedicada a las relaciones entre las comunidades polí­ticas: la última, finalmente, tiene por objeto trazar los presupuestos para la construcción de una comunidad internacional.

La encí­clica, que se inserta en el cauce del Magisterio tradicional de la Iglesia, presenta algunos aspectos interesantes de novedad. Entre éstos el más significativo está constituido por la historización de la idea de paz a través del concepto de los derechos del hombre. La aceptación de estos derechos, en cuanto que se basan en la dignidad intrí­nseca del hombre, y su concreta promoción por parte de todos los pueblos del mundo es la condición fundamental para la realización de la paz en la tierra según los designios de Dios.

Reviste, además, especial importancia el tema de la comunidad mundial, que tiene su fundamento en una “necesidad de naturaleza” (nn. 98 y 125), de la que dimana el compromiso de todos los seres humanos de servir al “bien común universal” (nn. 98 y 125).

De esta manera la Pacem in terris relativiza el valor de los estados soberanos, insistiendo en la necesidad de que se abran a las exigencias de la comunidad internacional y subrayando la instancia del nacimiento de una autoridad polí­tica mundial, constituida de común acuerdo y dirigida a asegurar el respeto efectivo de los derechos del hombre para toda la familia humana (nn. 137-139).

G. Piana

Bibl.: Texto en MPC, 11, 737-772: AA, vv Comentarios a la “Pacem in terris” BAC Madrid 1963: A, F, Utz, La encí­clica de Juan XXIII Pacem in terris, Herder, Barcelona l 965.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO I. Elementos biográficos: 1. Fuentes; 2. Cronologí­a; 3. La conversión; 4. Hombre de tres culturas; 5. El mayor misionero cristiano; 6. Los rivales de Pablo. II. Las cartas. III. El evangelio de Pablo: 1. El proyecto salví­fico del Padre; 2. La obra de Cristo redentor; 3. “Salvados en la esperanza”; 4. La salvación mediante la fe; 5. El hombre, nueva criatura; 6. “Caminar según el espí­ritu”; 7. Los judí­os y los no cristianos; 8. El ministerio de los apóstoles. IV. Pablo y Jesús. V. Pablo en la Iglesia.

I. ELEMENTOS BIOGRíFICOS. 1. FUENTES. Para conocer a san Pablo disponemos de dos tipos de fuentes. En primer lugar, las cartas, en las que él mismo da noticias fragmentarias de sí­ mismo, de su origen, de su conversión, de sus fatigas apostólicas, de sus colaboradores y adversarios, de los itinerarios de su misión. Siete de ellas, es decir, la primera a los Tesalonicenses, la primera y la segunda a los Corintios, las dirigidas a los Gálatas, a los Romanos, a los Filipenses y a Filemón, consideradas unánimemente por los crí­ticos como escritas personalmente por él, recogen el timbre de su voz. De las otras, es decir, de la segunda a los Tesalonicenses, las dirigidas a los Efesios, a los Colosenses, las dos a Timoteo y la de Tito, muchos dudan de si hay que atribuirlas directamente a Pablo o a alguno de sus colaboradores y discí­pulos.

Junto a las cartas están los Hechos de los Apóstoles, en donde Pablo sucede a Pedro en la función de protagonista a partir del capí­tulo 13 hasta el fin. Es difí­cil poner en duda las noticias ofrecidas por los / Hechos sobre los sucesos vividos por Pablo; pero teniendo en cuenta el carácter literario y teológico de la obra, es cierto que han de someterse a un juicio de valoración; en particular, los crí­ticos desconfí­an del método concordista de combinar materialmente los datos de las dos fuentes. Escribe, por ejemplo, Bornkamm: “No es posible tomar sin reserva los Hechos como hilo conductor en el que insertar en cada ocasión las cartas como complementos o ilustraciones adecuadas, y tampoco es lí­cito llenar las lagunas que ofrecen las cartas sirviéndose indiscriminadamente de las abundantes noticias que pueden deducirse de los Hechos”.

2. CRONOLOGíA. Es bastante fácil trazar el cuadro general de la vida de Pablo. Nacido al comienzo de la era cristiana, por el año 35 d.C. se convierte y entra a formar parte de los seguidores de Cristo; sube varias veces a Jerusalén, donde se encuentra con Pedro y participa en el concilio de los apóstoles; una intensa actividad misionera lo convierte en peregrino por toda el área del Mediterráneo oriental, con estancias prolongadas en Antioquí­a de Siria, en Corinto, en Efeso yen Roma, donde muere mártir en tiempos de Nerón.

Resulta difí­cil, sin embargo, concretar cronológicamente los diversos episodios de su vida, sus viajes y su misma muerte, que algunos colocan a comienzos del imperio de Nerón y otros al final. El punto de referencia más seguro e importante para la biografí­a de Pablo es la inscripción de Delfos, de la que se deduce que el procónsul romano Galión residí­a en Corinto en el 50/51 (o todo lo más tarde en el 51/52); pues bien, Pablo se encontró con Galión en Corinto, bien al principio o bien al final del proconsulado. En todo caso, puede decirse que Pablo estaba en Corinto por el año 50. A partir de esta fecha se trabaja para ordenar cronológicamente la biografí­a de Pablo.

En los últimos años se ha discutido mucho el problema de la cronologí­a paulina, con hipótesis y resultados sorprendentes. Al no poder entrar en detalles, nos limitaremos a aludir aquí­ a dos esquemas cronológicos de su vida: el tradicional clásico, que se basa sobre todo en los Hechos de los Apóstoles, y el crí­tico, que destaca los datos ofrecidos por las cartas. El primero sigue el ritmo de la misión de Pablo en tres grandes viajes, pone el concilio de Jerusalén (año 49/ 50) después del primer viaje, la prisión en Cesarea en el “bienio” 58/60 y la de Roma en el bienio 60/ 62; el segundo arresto y la muerte se sitúan en el 64 o en e167. El segundo esquema pone el concilio de Jerusalén por el 50/51, después del segundo viaje misionero que llevó a Pablo a ,.Grecia; en el 52/55 la estancia en Efeso, en el 56 el arresto en Jerusalén, en el invierno 57/58 el viaje a Roma, en el 58/60 la residencia obligada en la capital del imperio y en el 60 el martirio bajo Nerón.

3. LA CONVERSIí“N. Tanto de los Hechos como de las cartas se deduce con claridad que Pablo fue un enemigo encarnizado de la comunidad cristiana. “Conocéis mi conducta anterior dentro del judaí­smo: con qué crueldad perseguí­a y trataba de aniquilar a la Iglesia de Dios”, confiesa él mismo en la carta a los Gálatas (1,13). Los Hechos indican: “Saulo asolaba la Iglesia; entraba en las casas, sacaba a rastras a hombres y mujeres y los metí­a en la cárcel” (8,1). Pero de ambas fuentes se deduce igualmente que en la vida de Pablo hubo un cataclismo repentino que lo transformó de perseguidor en apóstol y misionero. El autor de los Hechos presenta este acontecimiento en tres ocasiones: en el capí­tulo 9 tenemos el relato en tercera persona; en el capí­tulo 22 Pablo se refiere a él de forma autobiográfica, hablando a la turba hostil de Jerusalén; en el capí­tulo 26 el mismo Pablo lo refiere en su deposición ante Festo y Agripa. Las tres narraciones hablan con gran relieve de la cristofaní­a que tuvo lugar en el camino de Damasco, la conversación de Cristo con Pablo, la nueva percepción que Pablo tiene de Jesús de Nazaret y de sí­ mismo, la misión extraordinaria que se le confí­a entre los paganos, misión que marcó el gran giro del cristianismo naciente.

En las cartas Pablo vuelve sobre ello unas veces en tono apologético y otras en tono polémico, para defenderse contra los adversarios y para indicar el nuevo fundamento sobre el que se levanta su vida. Así­, en la primera carta a los Corintios: “Después de todo, como a uno que nace antes de tiempo, también se me apareció a mí­” (15,8); en la carta a los Gálatas, para reivindicar la investidura divina de su misión y el origen auténtico de su evangelio, dice: “Me llamó por su gracia y me dio a conocer a su Hijo para que yo lo anunciara entre los paganos” (1,15-16); en la carta a los Filipenses, en polémica contra los adversarios judaizantes y combatiendo el ideal de la autojustificación, escribe: “Yo mismo fui alcanzado por Cristo Jesús” (3,12). A pesar del carácter autobiográfico, tanto las tres narraciones de los Hechos como las tres referencias de las cartas aparecen sensiblemente teologizadas y reflejan una lectura retrospectiva del acontecimiento a la luz de toda la vida del apóstol y del camino de la Iglesia. Pero lejos de debilitar su valor histórico, todo ello revela el carácter cierto del suceso.

4. HOMBRE DE TRES CULTURAS. Pablo ha sido definido por A. Deissmann como “un cosmopolita”; en realidad, se entrelazan en su persona y en su obra tres mundos y tres culturas: judí­o de nacimiento y de religión, se expresa en la lengua y en las formas del helenismo, y es un ciudadano romano que se encuadra lealmente en el marco polí­tico-administrativo del imperio.

El judaí­smo lo marca indeleblemente desde su nacimiento. “Yo soy judí­o, ciudadano de Tarso”, declara al tribuno romano que le interroga cuando el arresto de Jerusalén (Heb 21:39), indicando de este modo que pertenece a la diáspora judí­a dispersa por el mundo helenizado. Frente a los detractores de Corinto que niegan su autoridad apostólica, reivindica polémicamente su ascendencia judí­a: ¿Son hebreos? También yo. ¿Son israelitas? También yo. ¿Del linaje de Abrahán? También yo”(2Co 11:22). Y a los Filipenses (2Co 3:5-6), insistiendo para resaltar el nuevo estado en que se encuentra después de haber sido aferrado por Cristo, les dice: “Fui circuncidado al octavo dí­a; soy del linaje de Israel; de la tribu de Benjamí­n; hebreo, hijo de hebreos y, por lo que a la ley se refiere, fariseo”. En la carta a los Romanos aparece la lúcida conciencia teológica de pertenecer por su origen al pueblo llamado por Dios para un designio de salvación en favor de toda la humanidad: “Quisiera ser objeto de maldición, separado incluso de Cristo, por el bien de mis hermanos, los de mi propia raza; son los israelitas, a los que Dios adoptó como hijos y a los que se apareció gloriosamente; de ellos es la alianza, la ley, el culto y las promesas; de ellos son también los patriarcas; de ellos procede Cristo en cuanto hombre” (2Co 9:3-5). Incluso en un pasaje se observa cierto orgullo separatista: “Nosotros somos judí­os de nacimiento y no pecadores paganos” (Gál 2:15).

Aun sintiéndose radicalmente convertido a Cristo, Pablo vive en un clima espiritual judí­o; cuando fija fechas o plazos de tiempo, lo hace en términos de calendario judí­o (cf lCor 16,8); en dos ocasiones los Hechos lo presentan comprometido con el voto de nazireato (Heb 18:18; Heb 21:17-26). La Biblia es su libro, que usa y maneja al estilo de los rabinos, siguiendo sus métodos de lectura y de interpretación (midrasim:cf 1Co 10:1-10). Los Hechos recogen la noticia de su “crecimiento” en Jerusalén y de su “formación” (pepaideuménos) “a los pies de Gamaliel, instruido en la fiel observancia de la ley de nuestros padres” (22,3). También se debe a la tradición judí­a el que aprendiera un oficio por motivos éticos y no meramente utilitarios, que en el caso de Pablo era el de “fabricante de tiendas” (skénopoiós), término genérico que se presta a diversas interpretaciones: tejedor de pelos de cabra para diversos usos, como el cilicium, así­ llamado por la región de Cilicia, de donde procedí­a, o bien curtidor de pieles para fabricar tiendas, etc.

Pero este judí­o era de lengua griega y natural de Tarso, “una ciudad no desconocida de Cilicia”, como él mismo la denomina con una litote llena de complacencia (Heb 21:39). Tarso, en el rí­o Cidno, se encontraba por aquella época en el apogeo de su esplendor de ciudad helenista y cosmopolita. Era una de las patrias del estoicismo. Pablo conoció ciertamente este tipo de pensamiento y logró asimilar ciertamente algunos de sus rasgos éticos, como el ideal de la autosuficiencia (cf Flp 4:11) o “autarquí­a”, y filosófico-religiosos, como la transparencia de Dios en el mundo (cf Rom 1:19-20).

Todo el marco de su actividad se coloca en un ambiente cultural helenista; utiliza el griego con desenvoltura y de forma personal; no le resultan extrañas ni las formas de la diatriba ni las figuras de la retórica contemporánea y se manifiesta lingüí­sticamente creativo: baste pensar en los verbos formados con una o varias preposiciones (cf Rom 5:20; Rom 8:26; 2Co 7:4), entre los que son tí­picos los compuestos con syn (= con) para indicar la simbiosis con sus colaboradores y sus amigos en la comunicación vital con Cristo, en la muerte, en la resurrección y en la gloria (cf Rom 6:4; Rom 8:17; Gál 2:19; Flp 3:10; Efe 2:6; Col 2:12; Col 3:1ss). No son raros los casos en que los vocablos utilizados en la cultura griega contemporánea se ven obligados bajo su pluma a expresar contenidos y significados nuevos, conformes con su pensamiento teológico; baste pensar en el ensanchamiento y en la transformación semántica que imprimió a ciertos términos clave, como carne (sárx) y espí­ritu (pneúma), pecado (hamartí­a) y salvación (sóterí­a), amor (agápé) y justicia (dikaiosyné), libertad (eleutherí­a) y esclavitud (doulótes). En particular, su pensamiento se ve solicitado por la situación existencial y cultural con que se encuentra, hasta el punto de que se puede hablar en él de una auténtica “inculturación” de la fe en contextos distintos del judeo-jerosolimitano en que habí­a nacido. Las dos cartas a los Corintios y las de los Efesios y Colosenses ofrecen a propósito de esto un testimonio claro y bien diferenciado.

Pero este personaje judí­o y griego se autopresenta en todas sus cartas con el nombre claramente latino de Pablo, que llevaba casi seguramente desde su nacimiento junto con el apelativo Saulo, que le habí­an impuesto sus padres en recuerdo del primer rey de la tribu de Benjamí­n. Hay que indicar que en la cristofaní­a de Damasco la voz misteriosa, según los Hechos, lo llama al estilo hebreo: “Sa’ul, Sa’ul”, (9,4). Las autoridades del imperio responden a sus ojos a una disposición divina: “pues la autoridad está al servicio de Dios para ayudarte a portarte bien”; por eso merecen respeto y obediencia “por un deber de conciencia” (Rom 13:4-5). Según el autor de los Hechos, Pablo trató serenamente con procónsules y procuradores romanos en Chipre, en Corinto, en Cesarea, y reivindicó en varias ocasiones las garantí­as jurí­dicas que le correspondí­an en virtud del derecho de ciudadaní­a romana que poseí­a por nacimiento (Heb 22:28). En sus programas misioneros figura Roma en la cumbre, como centro y base de una mayor evangelización, que habrí­a de llevarlo hasta España (Rom 15:22-24), en la parte occidental del Mediterráneo, después de haber recorrido el lado oriental. No se sabe con seguridad si se realizó aquel sueño, pero lo cierto es que escribió a los romanos la carta más densa, sí­ntesis de su evangelio, y que en Roma coronó su actividad con el martirio.

5. EL MAYOR MISIONERO CRISTIANO. El libro de los Hechos ofrece una narración ordenada de la obra misionera de Pablo. Se desarrolla preferentemente en aquella zona costera del Mediterráneo que Deissmann llama “la elipse del olivo”, y que toca las ciudades de Damasco, Tarso, Antioquí­a de Siria, Chipre y Anatolia sudoriental; vienen luego las ciudades de Filipos, Tesalónica, Berea, Atenas, Corinto, en Europa; Efeso, capital de la provincia romana de Asia, y Roma, capital del imperio.

Los datos de las cartas confirman este cuadro, aunque no permiten seguir todas sus lí­neas y anclarlas dentro del esquema de una triple expedición, tal como se dibuja en los Hechos.

Escogí­a intencionadamente las grandes aglomeraciones humanas de las ciudades más pobladas, sobre todo las que no habí­an sido tocadas aún por el evangelio, en donde intentaba hacer surgir al menos una pequeña comunidad cristiana, que estuviera animada y presidida por personas especialmente entregadas y generosas (cf 1Ts 5:12-13; 1Co 16:15-16). Todo hace pensar que la metodologí­a misionera de Pablo, a diferencia de los predicadores itinerantes de su época, buscaba a los pueblos más que a los individuos concretos; por esto parece realmente singular que Pablo no haya tomado nunca en consideración a una ciudad tan poblada y significativa como Alejandrí­a de Egipto. Desde el principio tiene conciencia de haber sido llamado a evangelizar a los gentiles (Gál 1:16), y esta vocación queda ratificada por Pedro y los apóstoles (Gál 2:9-10).

Su método de comunicar el evangelio se compendia en la palabra, en el ejemplo y en el amor: una palabra que no es simple transmisión verbal, sino que va impregnada del Espí­ritu y del poder de Dios, que interpela a los hombres por medio de sus enviados, “como si Dios exhortase por nosotros” (2Co 5:20). A la comunidad de Tesalónica escribe: “Al recibir la palabra de Dios que os predicamos, la abrazasteis no como palabra de hombre, sino como lo que es en verdad, la palabra de Dios, que permanece vitalmente activa en vosotros, los creyentes” (1Ts 2:13); en efecto, el evangelio es “poder de Dios para todo el que cree” (Rom 1:16).

La palabra se ve corroborada por la fuerza del “modelo humano, que tiene su origen en la humanidad de Cristo y por eso mismo es tan importante para Pablo”, como escribe Bonhoeffer en su Esquema para un ensayo, escrito en la cárcel. Puesto que el evangelio no es una teorí­a, sino un modo de existir, Pablo sabe que tiene que transmitirlo con su misma existencia, “en el ejercicio” de lo que lleva consigo. Los dos términos principales que se usan en este contexto son “modelo” e “imitador”: “Os suplico que sigáis mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo” (1Co 4:16; cf lTes 1,6; Flp 4:9; 2Ts 3:7).

Pero la palabra parte del amor y tiende a la “edificación”, es decir, a la construcción y al crecimiento espiritual de los individuos y de la comunidad. Pablo se lo recuerda repetidamente a los Tesalonicenses (1Ts 2:7-8.12), a los Corintios (2Co 4:15; 2Co 5:14; 2Co 6:21), a los Gálatas (2Co 4:15). Esa palabra se pronuncia con fidelidad y lealtad de espí­ritu ante Dios y los hombres (cf l Tes 2,1-12), con la franqueza (parrésí­a: 2Co 3:12; Flp 1:20; Efe 3:12) y la limpieza cristalina (eilikrí­neia) que corresponde a los ministros de la nueva alianza. Para poder llegar al corazón de sus interlocutores, Pablo sabe hacerse griego con los griegos, judí­o con los judí­os, “débil con los débiles”, “todo para todos”, servidor de todos “para ganarlos a todos” (1Co 9:22-23).

El contenido esencial de su mensaje es el de la “tradición” (parádosis) apostólica: Jesús de Nazaret muerto y resucitado por la salvación de todos los hombres (1Co 15:1-5). Nada se le puede quitar a esta “verdad del evangelio”, como tampoco se le puede añadir nada: “Si yo mismo o incluso un ángel del cielo os anuncia un evangelio distinto del que yo os anuncié, sea maldito” (Gál 1:6-8; Gál 2:5.14). Pero este mensaje exigí­a ser traducido en un estilo de vida que estuviera destinado a producir una “criatura nueva” (2Co 5:17); por eso Pablo se hace educador y pastor, y multiplica sus recursos.

Se han recogido y analizado las formas verbales que Pablo utiliza para describir su acción misionera: él “dice”, “evangeliza”, “anuncia”, “exhorta”, “ruega”, “desea”, “anima”, “conjura”, “amonesta”, “da instrucciones”, “ordena”, “dispone”, “enseña”, “da a conocer”, “persuade”, “conforta” (cf G. Barbaglio, o.c., 125) y no vacila en inculcar la apertura a todos los valores éticos de la tradición clásica: “Por lo demás, hermanos, considerad lo que hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de buena fama, de virtuoso, de laudable”(Flp 4:8). “Todo es vuestro -escribe a los corintios-; vosotros, de Cristo, y Cristo, de Dios” (lCor 3,22-23).

6. LOS RIVALES DE PABLO. Puede decirse que el campo misionero de Pablo se muestra siempre infestado de presencias molestas, que a menudo revelan el rostro de auténticos adversarios, con los que se ve obligado a medir apasionadamente sus fuerzas. ¿Quiénes son estos enemigos declarados de Pablo y en qué se le contraponen?
La mayor parte de los autores ve en ellos a los judeo-cristianos integristas, que le echaban en cara haber renegado de su herencia hebrea, al no imponer los dictámenes de la ley mosaica; por consiguiente, su pretendida autoridad apostólica carecerí­a de todo valor. Pero se advierte una gran variedad en este frente antipaulino. Las indicaciones que se sacan de la descripción que Pablo hace de ellos, y que para nosotros son la única fuente, autorizan a pensar que los adversarios que actuaban en Corinto no son los mismos que se nos presentan en la carta a los Gálatas, y que los que le contradicen en Galacia no coinciden con los de Filipos. Resulta difí­cil decir algo más.

La reacción de Pablo se verifica en el terreno de los principios y de la apologí­a personal. El lucha ante todo por “la verdad del evangelio” (Gál 2:5.14), esto es, que la salvación ha sido concedida a todos gratuitamente por Dios simplemente por la fe en Cristo muerto y resucitado, y luego defiende sin ambages su carisma apostólico: enviado directamente por Dios a los gentiles (Gál 1:1.15-16), legitimado lo mismo que los apóstoles por la aparición del resucitado (lCor 15,3ss), comprobado por la eficacia de su acción (lCor 9,1-2), reconocido por las “columnas” de la Iglesia de Jerusalén (Gál 2:9), es decir, por Pedro, Juan y Santiago; como si esto no bastase, se declara “judí­o” de claro linaje (Flp 3:5-6).

II. LAS CARTAS. Aunque no tuviéramos más que las cartas de Pablo, esto bastarí­a ya para colocarlo entre los grandes escritores de la antigüedad. Más que la cantidad, impresiona la inteligencia, la agudeza del pensamiento y la inmediatez existencial. Nacieron al servicio de la misión y son parte integrante de la misma. “Un fragmento de misión”, las llamó W. Wrede; por eso les viene muy bien aquella definición de la carta que da el escritor griego Demetrio, probablemente contemporáneo de Pablo: “la otra parte del diálogo” que se estableció ya antes con los destinatarios.

Hay 13 cartas que llevan en el encabezamiento el nombre de Pablo; y la catorce, la carta a los Hebreos, se le atribuyó ya en el siglo II, aunque no fue escrita por él, por más que el autor intenta discretamente ponerse en su lugar (cf 13,23-25). De las 13 cartas, hay siete que todos consideran auténticas de Pablo (1Tes, 1 y 2Cor; Gál; Rom; Flp y Flm); escritas entre los años 50 y 60, son los escritos más antiguos del cristianismo. En las otras cartas, la mayor parte de los crí­ticos se inclina a ver la mano de algún discí­pulo, si es que no se trata de un caso de pseudoepigrafí­a, según el uso en boga de aquella época.

Se las reúne en grupos determinados: se llama “principales” a las cuatro más amplias (Rom, 1 y 2Cor, Gál); “cartas de la cautividad” son las que -según su propio testimonio- fueron escritas en la cárcel (Flp, Ef, Col, Flm, 2Tim), y porque las cartas a Tito y Timoteo se caracterizan como un grupo autónomo y tratan temas relacionados con la práctica eclesial, suelen llamarse “cartas pastorales” [/ Colosenses; / Corintios I y II; / Efesios; / Filemón; / Filipenses; / Gálatas; / Hebreos; / Romanos; l Tesalonicenses I y II; / Timoteo; / Tito].

Después de A. Deissmann, que las confrontó con la gran cantidad de cartas en papiro descubiertas en Egipto, se plantea la cuestión de si son cartas reales o bien “epí­stolas”, es decir, cartas ficticias, como, por ejemplo, la de Horacio ad Pisones, de arte poetica. La carta sirve para el diálogo entre personas separadas, mientras que la epí­stola es un ejercicio literario, destinado al gran público.

Pues bien, no cabe duda de que en Pablo se trata de cartas auténticas, dirigidas a un destinatario concreto y no al público en general, motivadas por razones determinadas y que tocan cuestiones relacionadas con situaciones concretas, con comunicaciones y saludos personales. Pero incluso cuando trata temas de actualidad, lo hace con argumentaciones teológicas. Además, sus cartas contienen auténticas secciones doctrinales, que van más allá de las cuestiones contingentes: así­ 1Ts 4:13ss, donde a partir del caso concreto de los tesalonicenses pasa a tratar de la escatologí­a cristiana; lo mismo ocurre en lCor 10,13.15, en donde la situación de la comunidad da pie a consideraciones teológico-pastorales sobre la situación “exódica” de la vida cristiana, sobre la primací­a de la caridad (agápé) y sobre la esperanza en la resurrección.

Las cartas a los Gálatas y a los Romanos son tratados teológicos, pero conservan el carácter de verdaderas cartas dirigidas a las respectivas comunidades. Por tanto, se trata de cartas ocasionales, nacidas de la exigencia de la misión; pero al mismo tiempo de cartas pastorales y apostólicas, destinadas a construir la comunidad. Su módulo expositivo es ampliamente dialógico; a menudo presenta objeciones en boca de un presunto interlocutor o le dirige preguntas retóricas para tener la ocasión de presentar su respuesta (cf Rom 2:1.21; lCor 15,29-35). Es el estilo clásico de la diatriba, que se usaba en la tradición y en la praxis pedagógica cí­nico-estoica de aquella época. Impresiona a primera vista el uso frecuente de las antí­tesis y de las contraposiciones (luz-tinieblas, muerte-vida, esclavitud-libertad, pecado-justicia, perdición-salvación, carne-espí­ritu, debilidad-fuerza, viejo- nuevo, etcétera), señal de una personalidad vivaz, operativa y poco amiga de las medias tintas.

Es seguro que las comunidades leí­an estas cartas (cf 1Ts 5:27) y se las intercambiaban entre sí­ (cf Col 4:16). Cabe preguntarse si se ha perdido alguna de ellas; en lCor 5,9 Pablo habla de una misiva anterior, que no ha llegado hasta nosotros. Lo mismo hay que decir de la llamada “carta de las lágrimas”, citada en 2Co 2:4; pero hay motivos para pensar que algunas de las cartas que poseemos contienen y han unido entre sí­ varias cartas o fragmentos de cartas; en particular, la segunda carta a los Corintios es considerada por algunos, no sin fundamento, como una recopilación de varios escritos más breves enviados a la misma comunidad.

Debió comenzar muy pronto una colección de los escritos de Pablo. La segunda carta de Pedro atestigua la existencia, a finales del siglo I, de un corpus de cartas paulinas, que se compara con las otras Escrituras sagradas (es decir, las Escrituras judí­as, que habí­an hecho suyas los cristianos); se dice de ellas que tienen necesidad de una correcta interpretación para no caer en el error: “Tened en cuenta que la paciencia de nuestro Señor es nuestra salvación, como ya os lo escribió nuestro queridí­simo hermano Pablo, con la sabidurí­a que Dios le ha dado; de hecho, así­ lo expresa en todas las cartas cuando trata de este tema. Es cierto que en éstas se encuentran algunos puntos difí­ciles, que los ignorantes e inestables tergiversan para su propia perdición, lo mismo que hacen con el resto de la Sagrada Escritura” (2Co 3:15-16). No podemos saber quién fue el que promovió esta colección, a qué cartas se extendió y cuáles eran los fines que buscaba. A mitad del siglo II Marción definió por propia iniciativa un catálogo de Escrituras sagradas, con diez cartas de Pablo, excluidas las pastorales a Timoteo y a Tito.

El papiro 46, alrededor del año 200, recoge todaví­a diez cartas, incluida la de los Hebreos y excluidas Filemón y las pastorales. El llamado fragmento Muratoriano, alrededor del año 180, cataloga trece cartas, excluyendo la de los Hebreos. Los mártires de Scilium (180 d.C.), interrogados por el procónsul Saturnino sobre los libros que tení­an, responden: “Los libros y las cartas de Pablo, varón justo”. No es posible saber el número de cartas. Pero todas las cartas de Pablo, a excepción de la breve nota a Filemón, se encuentran citadas en Ireneo de Lyon, a finales del siglo II; esto hace suponer que Ireneo tuvo en sus manos una colección de las cartas del apóstol. Pero aquí­ se entra ya en la historia del “canon” [/ Escritura].

Los autógrafos de las cartas, escritas ciertamente en papiro, se han perdido irremediablemente; sin embargo, se poseen unas 5.000 copias manuscritas, es decir, un patrimonio excepcionalmente rico. Destacan entre ellas 10 papiros del siglo III, fragmentarios, que preceden a los grandes códices unciales completos, el Sinaí­tico y el Vaticano, del siglo iv. El manuscrito más antiguo y autorizado es el ya citado papiro 46 de la colección Chester Beatty, de alrededor del año 200, que nos ha llegado casi completo.

III. EL EVANGELIO DE PABLO. Hay mucho de verdad en la afirmación de Bultmann, según la cual la importancia histórica de Pablo consiste en el hecho de haber sido teólogo.

Sin embargo, Pablo no fue un pensador sistemático. Y, en todo caso, la forma fragmentaria y ocasional en que nos ha llegado su pensamiento no permite organizarlo por completo.

En cada una de las cartas, el patrimonio conceptual teológico, más que ilustrado, se presume; por ello no es extraño que desde hace más de un siglo los historiadores y los exegetas estén buscando los elementos constitutivos del “paulinismo”. A comienzos de este siglo los autores oscilaban entre la escuela de las religiones (Wrede, Bousset, Reitzenstein) y la escuela escatológica (A. Schweitzer), para las cuales Pablo serí­a el autor de un misterio o de un culto nuevo fuertemente influido por Grecia, o bien un soñador que aguardaba como próxima la llegada del Hijo del hombre.

Pero estas interpretaciones perdieron muy pronto su fascinación. Nacieron sucesivamente por parte católica intentos de exponer de forma sistemática el pensamiento de Pablo sobre la pauta de los manuales de teologí­a (Prat, Bonsirven), mientras que en la otra orilla se situaban otros autores, especialmente R. Bultmann y K. Barth, que situaban el núcleo central del pensamiento de Pablo en la contraposición entre la fe y la ley, refiriéndose a la polémica del apóstol contra sus adversarios judaizantes. Quizá se siga discutiendo todaví­a sobre la articulación interna del pensamiento de Pablo; pero entre tanto ha quedado claro que él se sitúa rigurosamente en un cuadro doctrinal propio ya del cristianismo primitivo, subrayando y desarrollando alguno de sus aspectos sobre la base de su experiencia personal y de su particular vocación apostólica.

Se ha discutido mucho sobre las relaciones de Pablo con el judaí­smo y sobre su distanciamiento del tronco de la tradición hebrea; es verdad que siguen existiendo concordancias fundamentales relativas al designio de Dios, a la alianza, a la fe, al mesianismo; pero se da una diferencia radical en el hecho de la fe en Jesucristo muerto y resucitado, que señala el fin de la “ley” (Rom 10:4) e inaugura una alianza universal, de la que todos pueden participar mediante la fe. Así­ pues, el marco del pensamiento paulino parece que puede trazarse de este modo: En un gran designio salví­fico, Dios ofrece la salvación a todos, judí­os y gentiles, en Jesucristo muerto y resucitado (que llamó a Pablo para ser apóstol de los gentiles). Los hombres se hacen partí­cipes de la salvación uniéndose a Cristo mediante la fe, muriendo con él al pecado y participando de la fuerza de su resurrección. Sin embargo, la salvación no es completa todaví­a hasta que él venga; entre tanto, el que está en Cristo ha sido liberado del poder del pecado y de la ley, se hace un hombre nuevo por obra del Espí­ritu y su conducta tiene que inspirarse en la nueva situación en que ha llegado a encontrarse por la llamada de Dios (cf E.P. Sanders, o.c., 549). Este parece ser el centro del pensamiento de Pablo, lo que él llama “su evangelio” (cf Rom 2:16; Rom 16:25; 2Co 4:3), que habrá que analizar en sus elementos particulares.

1. EL PROYECTO SALVíFICO DEL PADRE. En el comienzo de todo está el designio de salvación del Padre, inspirado en un amor eterno y comunicativo, el cual llama a todos los hombres a la gracia y a la gloria.

Con frecuencia recuerda Pablo en sus cartas esta iniciativa divina: “Dios os ha escogido desde el principio [o como primicias] para salvaros por la acción santificadora del Espí­ritu y la fe en la verdad. Precisamente para esto os llamó por nuestra predicación del evangelio, para que alcancéis la gloria de nuestro Señor Jesucristo”(2Ts 2:13-14). Como consecuencia de esta elección “desde el principio”, “ab aeterno”, Dios llama ahora en el tiempo. Otro pasaje declara que “Dios no nos ha destinado al castigo, sino a la adquisición de la salvación por nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros para que, vivos o muertos, vivamos siempre con él” (1Ts 5:9-19). Este “designio” (próthesis) salví­fico eterno se menciona con frecuencia en las cartas (Efe 1:9.11; Efe 3:11; Rom 8:28; Rom 9:11). Los grandes textos de Rom 5:8-11, Rom 5:8,28-30 y Efe 1:3-14 demuestran que todo procede del amor de Dios, el cual, mientras todaví­a éramos “enemigos” y “pecadores” (Rom 5:8.10), nos amó ya “en Cristo” (Rom 8:38), “en su Hijo querido” (Efe 1:6).

Junto con el amor fontal del Padre, san Pablo habla también de la sabidurí­a, del poder y de la justicia divina. En las dos doxologí­as de la carta a los Romanos se apela a la “profundidad de riqueza, de sabidurí­a y de ciencia de Dios” (Efe 11:33), “a Dios, el único sabio”(Efe 16:27), que manifestó el “/ misterio escondido durante siglos” relativo a la salvación de todo el género humano. En la tradición del AT la justicia salví­fica de Dios representa para la humanidad el bien supremo y la aurora de la salvación. San Pablo se incorpora a esta tradición hasta el punto de que para él el Dios que llama a la gracia y a la gloria es también el Dios que “justifica” (cf Gál 3:8; Rom 3:26.30; Rom 4:5; Rom 8:30.33). En esta obra de justificación salví­fica Cristo realiza la función esencial de mediador: “El es justo y es quien justifica al que tiene fe en Jesús” (Rom 3:26). Nosotros ahora “somos justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús” (Rom 3:24).

2. LA OBRA DE CRISTO REDENTOR. Veamos ahora más atentamente en qué consiste la obra mediadora de Cristo en el proyecto de la salvación llevado a cabo por el Padre.

Hay que señalar una vez más la actividad del Padre. Es él el que ha enviado al Hijo a nuestro mundo de pecadores para salvarlo (Gál 4:4; Rom 8:3), el que nos ha reconciliado consigo mediante Cristo (2Co 5:18), el que lo ha expuesto como un propiciatorio impregnado de su sangre (Rom 3:25) para justificar a los creyentes (Rom 3:26), el que lo ha resucitado de entre los muertos para nuestra justificación (Rom 4:25); todo procede de Dios, que nos ha amado mientras éramos todaví­a pecadores (Rom 5:8; Rom 8:35.39).

“Pero la insistencia con que Pablo subraya la iniciativa del Padre no debe de ninguna manera ofuscar el papel de Cristo y el puesto absolutamente central que tiene su persona en la mente del apóstol. Si Pablo declara que el Padre ha enviado al Hijo (Gál 4:6; Rom 8:3), que no lo perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros (Rom 8:32), afirma igualmente que Cristo se dio a sí­ mismo (Gál 1:4; ITim 2,6; Tit 2:14), se entregó por amor a nosotros (Gál 2:20; Efe 5:2. 25)” (S. Lyonnet).

Todo lo que se le atribuye al Padre, Pablo no vacila en atribuí­rselo también al Hijo, que vive y actúa en perfecta sintoní­a con el Padre. Pues bien, el acto por excelencia a través del cual Cristo llevó a cabo la salvación es para Pablo la muerte en la cruz, seguida de la resurrección. “Nosotros anunciamos a Cristo crucificado, escándalo para los judí­os y locura para los paganos, pero poder y sabidurí­a de Dios para los llamados, judí­os o griegos” (1Co 1:22-23); ahora todos “son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús, a quien Dios ha propuesto para que, mediante la fe, se obtenga por su sangre el perdón de los pecados” (Rom 3:24-25). “El nos ha obtenido con su sangre la redención, el perdón de los pecados” (Efe 1:7). Nos encontramos aquí­ con algunos vocablos y conceptos fundamentales de la soteriologí­a de Pablo; intentemos analizarlos brevemente.

Está en primer lugar el término apolytrosis, con el significado de “redención, rescate, liberación de”. Se ha sostenido (Deissmann) que hay que leer en esta palabra una reminiscencia del “precio del rescate” que, según el uso griego, se pagaba por la liberación de un esclavo, precio que el mismo esclavo podí­a pagar entregándolo a los sacerdotes de un templo. De esta manera el dios mismo adquirí­a el esclavo de manos de su propietario y le ofrecí­a en cambio la libertad. “Nada impide que Pablo se haya inspirado en esta práctica”, indica Lyonnet; pero la verdadera interpretación parece que hay que buscarla en otra parte, es decir, en el lenguaje y en las categorí­as de la versión griega de los LXX, en donde la gran redención consiste en la liberación de la esclavitud de Egipto y en la esperanza mesiánica, cuando Dios “redima a Israel de todos sus delitos” (Sal 130:7-8).

Estas categorí­as del AT se aplicaron a la obra de Cristo realizada en el Calvario. “Se entregó a sí­ mismo por nosotros para redimirnos (hina lytrósétai) y hacer de nosotros un pueblo escogido, limpio de todo pecado y dispuesto a hacer siempre el bien” (Tit 2:14). En los cristianos se realiza de forma mí­stica, pero realmente, lo mismo que experimentaron los hebreos en la liberación de Egipto.

También remite al contexto veterotestamentario el término “propiciatoria” (hilasterion) con que se presenta el acto redentor de Cristo en Rom 3:24-25, donde se dice literalmente: “Dios lo ha expuesto como propiciatorio en su sangre”, evocando el ritual de Lev 16:15-19 : el propiciatorio, una cubierta de oro colocada sobre el arca de la alianza en el santo de los santos, adornada por dos querubines, era el signo de la presencia divina, y en particular el lugar del perdón de Dios mediante la aspersión de la sangre del sacrificio que hací­a el sumo sacerdote en la fiesta del “gran dí­a de la expiación”. El apóstol ve realizarse en la cruz, rociada de la sangre de Cristo en el momento de su muerte, lo que significaba el ritual leví­tico, es decir, la comunión espiritual entre el pueblo y Dios mediante la ofrenda de su sangre. Según el ritual leví­tico, la comunión espiritual entre Dios y su pueblo, que habí­a quedado rota por el pecado, quedaba restaurada por la ofrenda de la sangre, que representa la vida del hombre (Lev 17:11). En esta misma perspectiva ve san Pablo la sangre en la cruz de Cristo.

Otra expresión soteriológica común en el vocabulario paulino es la compra y el precio. Esta imagen aparece en ICor 6,20; 7,23, y en Gál 3:13; Gál 4:5 : “Habéis sido comprados a gran precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo” (lCor 6,20). Esta “compra” evoca esencialmente la adquisición que Dios habí­a hecho de su pueblo en tiempos de la alianza (Exo 19:6) para llevar a cabo sus designios. Una vez más se trata de remitir al contexto veterotestamentario.

Es tí­picamente paulina la manera de entender la obra de Cristo como reconciliación. Este tema aparece principalmente en la segunda carta a los Corintios. Como siempre, la iniciativa parte de Dios; Jesús es su agente y su mediador; el hombre es su destinatario, que con ella queda í­ntimamente renovado y creado de nuevo: “El que está en Cristo es una criatura nueva; lo viejo ya pasó, y ha aparecido lo nuevo. Todo viene de Dios, que nos reconcilió con él por medio de Cristo, y nos confió el ministerio de la reconciliación. Pues Dios, por medio de Cristo, estaba reconciliando el mundo, no teniendo en cuenta sus pecados y haciéndonos a nosotros depositarios de la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortase por nosotros. En nombre de Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios” (2Co 5:17-20).

Un gran texto de la carta a los Efesios presenta la muerte de Cristo como holocausto (thysí­a), es decir, como sacrificio que al mismo tiempo es la expresión de su amor a los hombres: “(Cristo) nos amó y se entregó por nosotros a Dios como ofrenda y sacrificio de olor agradable” (Efe 5:2). Ya la tradición apostólica habí­a sancionado esta fórmula: “Cristo murió por nuestros pecados” (1Co 15:3). Pablo concibió esencialmente esta muerte como un acto supremo de obediencia y de amor. “A la desobediencia de Adán, origen de la condenación universal, él opone el acto de obediencia de Jesucristo, por medio del cual todos han sido justificados (Rom 5:19); y una vez más, en Flp 2:5-11, a la pretensión orgullosa y egoí­sta de Adán, Pablo parece oponer el misterio de la cruz como un misterio de obediencia y de amor, que tiene su cumplimiento más aún que su recompensa en la resurrección gloriosa (vv. 9-11)” (Lyonnet).

Un texto conciso y oscuro de la segunda carta a los Corintios parece ofrecer una nueva categorí­a, la de la expiación o satisfacción dada por otro en lugar de uno mismo: Dios, se dice, “al que no conoció pecado (o sea, Cristo) le hizo pecado en lugar nuestro, para que nosotros seamos en él justicia de Dios” (2Co 5:21). Cristo ha sido hecho pecado en cuanto que se hizo portador voluntario del pecado de los hombres para eliminarlo, con una alusión al pasaje de Isa 53:10, en donde el siervo del Señor ofrece su vida en expiación (‘asam) por los pecados de su pueblo, y en virtud de ello recibirá “en herencia multitudes y gente innumerable recibirá como botí­n”.

Un pasaje de la carta a Tito recoge en una fórmula muy densa los temas principales de la enseñanza paulina sobre la redención: Jesucristo “se entregó a sí­ mismo por nosotros, para redimirnos y hacer de nosotros un pueblo escogido, limpio de todo pecado y dispuesto a hacer siempre el bien” (Tit 2:13-14).

3. “SALVADOS EN LA ESPERANZA”. La redención que se adquiere en Jesucristo es para Pablo una salvación actual y presente, pero su cumplimiento se sigue esperando todaví­a. Sólo tendrá lugar con la resurrección de los cuerpos, cuando se alcance la manifestación gloriosa de Cristo, que después de haber triunfado sobre todas las manifestaciones hostiles, la última de las cuales será la muerte, entregará el reino en manos del Padre (lCor 15,25). “Porque en la esperanza fuimos salvados” (Rom 8:24). “Ahora vemos como por medio de un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara” (lCor 13,12). Lo mismo que él resucitó, también nosotros resucitaremos; más aún, en virtud de él también nosotros experimentaremos la gloria de la resurrección, ya que Cristo resucitó “como primicias de los que mueren” (lCor 15,12-20; cf Rom 8:11; lTes 4,14). Al hablar de resurrección no se habla de redención lejos del cuerpo, sino de redención del cuerpo, es decir, de la totalidad del sujeto humano.

Por esto “gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo” (Rom 8:23). Sin embargo, es cierto que Dios “nos ha salvado” ya (Tit 3:5), que nos ha resucitado y nos ha hecho revivir con Cristo (Efe 2:5-6) y nos salva del juicio futuro (Rom 5:9), en cuanto que nos ha sustraí­do de la esclavitud de Satanás y nos reconcilia consigo de manera que formemos un solo ser con Jesucristo (cf Gál 3:28); se trata de un estado ciertamente adquirido, pero cuya plenitud sólo se podrá alcanzar al final de los tiempos, precisamente en la manifestación de Cristo al final de la historia. Se ha hecho ya habitual en el lenguaje cristiano, después de O. Cullmann, expresar esta situación paradójica y estimulante del cristiano con las expresiones “ya”, pero “todaví­a no”.

Aquí­ hay que insertar el dinamismo de la esperanza, fundamental en la existencia cristiana, según san Pablo. “Y la esperanza no nos defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espí­ritu Santo que nos ha dado” (Rom 5:5; cf 8,16-18.31-39). El capí­tulo 8 de la carta a los Romanos da a la esperanza una dimensión coral y cósmica: “El que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por obra de su Espí­ritu, que habita en vosotros” (Rom 8:11). Más aún, “la creación está aguardando en anhelante espera la manifestación de los hijos de Dios, ya que la creación fue sometida al fracaso… con la esperanza de ser librada de la esclavitud de la destrucción para ser admitida a la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Rom 8:19-21).

Una célebre página de la constitución pastoral Gaudium et spes, del Vaticano II, ha puesto esta perspectiva escatológica en conexión clara con el progreso humano. Nos complace recoger aquí­ este texto entretejido todo él de reminiscencias paulinas: “Ignoramos el tiempo en que habrán de acabar la tierra y la humanidad y no sabemos cómo habrá de ser transformado el universo. Pasa ciertamente el aspecto de este mundo deformado por el pecado. Pero sabemos gracias a la revelación que Dios prepara una nueva morada y una tierra nueva en donde habita la justicia y cuya felicidad saciará sobreabundantemente todos los deseos de paz que surgen en el corazón de los hombres. Entonces, una vez vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo y lo que se sembró en la debilidad y en la corrupción se revestirá de incorrupción y, permaneciendo la caridad con sus frutos, toda aquella realidad que Dios creó precisamente para el hombre quedará libre de la esclavitud de la vanidad. Es verdad que se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí­ mismo. Sin embargo, la esperanza de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien estimular, la solicitud en el trabajo en relación con la tierra presente, en donde crece aquel cuerpo de la humanidad nueva que consigue ya ofrecer una cierta prefiguración de lo que habrá de ser el mundo nuevo. Por tanto, aunque se debe distinguir con todo esmero entre el progreso terreno y el desarrollo del reino de Dios, sin embargo, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, ese progreso es de gran importancia para el reino de Dios” (n. 39).

4. LA SALVACIí“N MEDIANTE LA FE. ¿Cómo se aplica y llega hasta el hombre la obra redentora de Cristo? En otras palabras, ¿cómo puede el hombre participar de los frutos de la salvación que ha llevado a cabo Jesucristo?
Tocamos aquí­ uno de los puntos centrales del pensamiento de san Pablo, por el que sufrió y combatió en contra de los judaizantes, que se empeñaban en imponer la ley mosaica. Mediante la t fe se llega a las fuentes de la salvación y de la redención. Por esto, el vocabulario pí­stis pisteúein está en la cima de la nomenclatura paulina; y la fe ocupa el puesto central de su evangelio.

Por medio de la fe el hombre consigue vivir a los ojos de Dios (Rom 1:17).

El tema de la fe ocupa toda la carta a los Gálatas, y sobre todo la carta a los Romanos. La fe es la respuesta personal del hombre a la iniciativa de Dios que sale a nuestro encuentro por medio de su palabra y de sus intervenciones salví­ficas (Rom 10:14s; Gál 1:11 s). “Creer” (pisteúein) significa aceptar como real y salví­fico el hecho de la resurrección de Jesús (Rom 4:24-25; Rom 10:9; 1Co 12:3; 1Co 15:1-19; 1Ts 4:14; Flp 2:8-11), mientras que el sustantivo “fe” (pí­stis) se utiliza en algunas ocasiones para indicar el contenido de la predicación apostólica(Rom 10:8; Gál 1:23; Efe 4:5; etc.). La salvación viene de la fe, y no de las 1 obras de la ley (Rom 3:20.28); pero la fe es activa en el amor y se difunde en frutos de caridad (Rom 8:14; lCor 6,9-11; Gál 5:25); en el exordio de la carta a los Tesalonicenses Pablo da gracias a Dios por “la actividad de vuestra fe” (lTes 1,3). No es el resultado de una reflexión humana, sino que es don de Dios (Efe 2:8-9) y ha sido producida gratuitamente en el hombre por el Espí­ritu Santo y por el poder de Dios (Rom 3:27; Rom 4:2-5; 1Co 12:3; 2Ts 2:13). Existencialmente es una entrega de sí­ mismo a Cristo, al que Dios ha resucitado (Rom 10:9), poniendo todo su ser en relación con Dios.

La carta a los Hebreos contiene una definición de la fe (Rom 10:38) y la ilustra con el ejemplo de los santos del AT (c. 11). Es conocimiento en el sentido bí­blico del término, en cuanto que se apodera de todo el ser e influye en su conducta [/ Enseñanza I-II]; supone una confianza absoluta en el Dios vivo y verdadero, un apoyo exclusivo en él y una obediencia total a su voluntad (Rom 1:5; Rom 6:17; 2Co 10:4; 1Ts 1:6; 2Ts 1:8). La fe hace experimentar en los corazones la obra de Dios (Rom 5:5). Afectando a todo el ser, es fidelidad en la prueba (1Co 16:13; F1p 1,29; Efe 6:16; Col 1:23; ITes 3,2s) y progreso continuo en el conocimiento de Dios, que se convierte en sabidurí­a y “superconocimiento” (epí­gnósis) (1Co 1:19s; 2Co 10:15; Efe 3:16-19; Flp 3:8-10). Unida a la esperanza y a la caridad en la gran trí­ada cristiana, la fe no cesará más que en el cielo (lCor 13,13). Ofrecida a todos sin distinción alguna de nación, de clase o de sexo, es suscitada por la palabra de los apóstoles y está a disposición de todo el mundo, aun cuando la fe no sea de todos (Rom 10:8.14-18; 2Ts 3:2).

En el itinerario hacia la salvación, la fe se expresa en el / bautismo, el cual se convierte en el acto sensible y significativo de acceso a la Iglesia. Aun cuando personalmente Pablo no parece dedicarse particularmente a administrar el rito bautismal (cf lCor 1,14-17), sin embargo su doctrina bautismal es clara y ofrece diversas explicaciones del acontecimiento. Unido a la fe, el bautismo hace participar de la muerte y de la resurrección de Jesús, sumergiendo, por así­ decirlo al catecúmeno en la muerte de Cristo para hacerlo partí­cipe de una vida nueva según el modelo del resucitado (Rom 6:3-5; Col 2:12; cf lPe 3,18-21). Es un baño de purificación (Efe 5:26), un sello (2Co 1:22; Efe 1:13; Efe 4:30), una iluminación (Efe 5:8-14; Heb 6:4), una circuncisión nueva que sustituye a la antigua (Col 2:11-13), un lavado de regeneración (Tit 3:5). Es signo de unidad de los creyentes, que son llamados a vivir la misma vida de Cristo (Efe 4:5; Gál 3:27).

Entre los medios de apropiación personal de la salvación hay que enumerar además claramente para Pablo la I eucaristí­a. La primera carta a los Corintios presenta la “cena del Señor” como “comunión” con el cuerpo y con la sangre de Cristo (1Co 10:16) y como principio de unidad de la Iglesia: “Puesto que sólo hay un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan” (1Co 10:17). La eucaristí­a es el “cáliz de la nueva alianza” (1Co 11:25), que sanciona la convocatoria del nuevo pueblo de Dios en camino hacia la patria celestial (cf lCor 10,3-4. 11-12).

5. EL HOMBRE, NUEVA CRIATURA. Consecuencia de la redención realizada por Cristo es la nueva antropologí­a que propone Pablo.

San Pablo no vacila en declarar que el que entra dentro del radio de acción de la salvación de Cristo mediante la fe se convierte en “una criatura nueva” (2Co 5:17; Gál 6:15), se reviste de Cristo (Gál 3:27), el hombre nuevo (Efe 4:24; Col 3:10), y adquiere la filiación adoptiva (Gál 4:5; Rom 8:15.23; Efe 1:5), pasando de este modo a ser heredero de las promesas de la gloria mesiánica (Rom 8:17). El que está “en Cristo” -y la fórmula “en Cristo” sigue siendo la definición de todo el existir cristiano, con una fuerte densidad de significado- recibe el Espí­ritu, que le da la liberación interior del pecado y de las prescripciones obligatorias de la ley (Rom 8:2-3; Gál 5:1).

En virtud del bautismo, el cristiano forma con sus hermanos un solo cuerpo, que es el “cuerpo de Cristo” (1Co 12:12ss; 1Co 12:27), un cuerpo del que Cristo es “cabeza” (Col 1:18; Col 2:19; Efe 4:15). “Porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; pues los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. No hay judí­o ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, sois descendencia de Abrahán, herederos según la promesa” (Gál 3:26-29). Los creyentes han sido trasladados “al reino de su Hijo querido” (Col 1:13; cf lTes 2,12) y tienen en perspectiva la heredad del reino (Efe 5:5). En un pasaje célebre, Pablo compendia al sujeto cristiano en la célebre trí­ada espí­ritu-alma-cuerpo: pneüma psyje-sóma (lTes 5,23).

6. “CAMINAR SEGÚN EL ESPíRITU”. Esta nueva forma de ser del hombre se traduce espontáneamente en una nueva forma de obrar, que surge de las raí­ces del ser renovado.

Toda la ética de san Pablo es una consecuencia de la nueva situación ontológica del cristiano. Por eso mismo, en algunas cartas, como Rom, Ef, Col, las indicaciones morales siguen a la parte doctrinal expositiva. El cristiano tiene que vivir de manera digna, en conformidad con la vocación a la que ha sido llamado (Efe 4:1; Col 1:10; ITes 2,12). “Si vivimos por el Espí­ritu, dejémonos conducir por el Espí­ritu” (Gál 5:25). Pues bien, “los frutos del Espí­ritu son: amor, alegrí­a, paz, generosidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia” (Gál 5:22). En la primera carta a los Corintios los desórdenes sexuales se condenan refiriéndose a la incorporación de los cristianos a Cristo y a la inhabitación del Espí­ritu Santo en ellos (lCor 6,15-20). La catequesis bautismal que se lee en el capí­tulo 6 de la carta a los Romanos parte de la experiencia de la inserción en Cristo mediante el bautismo (aoristo pasivo), para dar a continuación una exhortación en presente (imperativo, exhortativo), teniendo ante la mente una meta que habrá de alcanzarse tan sólo al final por medio de una donación divina (futuro): “Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo y morimos, para que así­ como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así­ también nosotros caminemos en nueva vida… Consideraos muertos al pecado… Entregaos a Dios como muertos que han vuelto a la vida… Si hemos llegado a ser una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección parecida” (Rom 6:4-13).

El Espí­ritu Santo, que es el Espí­ritu de Cristo, es la verdadera ley interior del cristiano para san Pablo, que ve cumplirse en la edad mesiánica el gran vaticinio de Jer 31:31-34 y de Eze 36:25-27 sobre la ley nueva escrita en los corazones y sobre el Espí­ritu como principio de acción interior (cf Rom 8:2; Heb 8:8-12; lTes 4,9; Gál 5:18.22-23). La gran trayectoria ética en la que nos introduce el Espí­ritu es la caridad, tema éste sobre el cual Pablo logró encontrar acentos e indicaciones nunca superadas; baste citar lCor 13. “Practicando sinceramente el amor, crezcamos en todos los sentidos hacia aquel que es la cabeza, Cristo. Por él, el cuerpo entero, trabado y unido por medio de todos sus ligamentos, según la actividad propia de cada miembro, crece y se desarrolla en el amor” (Efe 4:15-16). Junto con la caridad, la fe y la esperanza forman la gran trí­ada caracterí­stica de la vida cristiana, que informa interiormente toda su actividad (cf 1Ts 1:3; 1Co 13:33; Rom 5:1-5), modificando su estilo de acción y creando nuevas relaciones sociales entre patronos y esclavos (1Co 7:21-23; Flm 1:16), entre marido y mujer, entre padres e hijos (Col 3:18; Efe 5:22ss), entre ciudadanos privados e instituciones públicas (Rom 13:1-7; Rom 12:18), imprimiendo de este modo en las comunidades cristianas una función profética de prefiguración de una nueva humanidad y de un nuevo orden de cosas (cf Flp 2:15; Col 3:14-17).

7. Los JUDíOS Y LOS NO CRISTIANOS. En este punto cabe preguntarse cuál es, según san Pablo, la posición de los judí­os y de los no cristianos en lo que se refiere a la salvación, puesto que no comparten la fe en Jesucristo.

Este problema se ha convertido en un tema muy actual después del Vaticano II, pero puede decirse que estaba ya en el corazón de Pablo, el cual viví­a diariamente en contacto no sólo con sus hermanos de Israel, cerrados en su mayor parte a la fe cristiana, sino también con las turbas que encontraba en las ciudades grecorromanas, en donde el porcentaje de convertidos era tan pequeño que parecí­a inapreciable. Pablo toca expresamente este tema en su carta a los Romanos: “El (Dios) pagará a cada uno según sus obras: la vida eterna a los que, mediante la perseverancia en las buenas obras, buscan la gloria, el honor y la inmortalidad; pero a los egoí­stas, a los que rechazan la verdad y se entregan a la injusticia, un castigo implacable. Tribulación y angustia para todo el que obra el mal, tanto judí­o como griego; gloria, en cambio, honor y paz a todo el que obra bien, tanto judí­o como griego” (Rom 2:6-10). Y más adelante, en el mismo capí­tulo: “Cuando los paganos, que no tienen ley, practican de una manera natural lo que manda la ley, aunque no tengan ley, ellos mismos son su propia ley. Ellos muestran que llevan la ley escrita en sus corazones, según lo atestiguan su conciencia y sus pensamientos, que unas veces los acusan y otras los defienden, como se verá el dí­a en que juzgue Dios los secretos del hombre” (vv. 14-16). Su enseñanza es clara: todo ser humano, por naturaleza (physei), sea cual sea su origen, tiene la ley de Dios escrita en su corazón y, si la observa, recibe la justificación del Espí­ritu, puesto que “no es circuncisión lo que aparece exteriormente en la carne…, sino que la verdadera circuncisión es la del corazón, según el espí­ritu, no según la letra; cuya alabanza no viene de los hombres, sino de Dios” (Rom 2:28-29). Podemos preguntarnos cuál es este “dictamen de la ley” (érgon toú nómou) escrito en los corazones. ¿Cuáles son los actos dictados por el corazón que son útiles para la justificación y la salvación (cf Rom 12:26)? Refiriéndose al contexto del pensamiento de Pablo, que ve la quintaesencia de la ley condensada en el precepto del amor al prójimo (cf Rom 13:8-10; Gál 5:14), hay motivos suficientes para pensar que el “dictamen de la ley”, la “obra de la ley”, es el amor activo al prójimo, según la regla de oro que se encuentra en el NT (Mat 7:12), en el AT (Lev 19:18; Tob 4:15) y en todas las grandes religiones.

Más articulado y más lacerante es en Pablo el problema de los judí­os que no se han adherido a la fe en el Señor Jesús. Habla ampliamente de ellos en los capí­tulos 9-11 de la carta a los Romanos. “Tengo una tristeza inmensa y un profundo y continuo dolor. Quisiera ser objeto de maldición, separado incluso de Cristo, por el bien de mis hermanos, los de mi propia raza; son los israelitas, a los que Dios adoptó como hijos y a los que se apareció gloriosamente; de ellos es la alianza, la ley, el culto y las promesas; de ellos son también los patriarcas; de ellos procede Cristo en cuanto hombre, el que está por encima de todas las cosas y es Dios bendito por los siglos” (Rom 9:1-5). ¿Qué es lo que dice Pablo en sustancia de los judí­os? Ellos son la “primicia santa”, la “raí­z santa”, el “olivo bueno” en el que se han injertado los gentiles (Rom 11:16.24). Pues bien, la palabra de Dios no ha fallado (Rom 9:6), Dios no ha repudiado a su pueblo (Rom 11:1), son irrevocables los dones y la llamada divina (Rom 11:29). Esto significa que la antigua alianza no se ha abolido jamás y que se cumplirá el designio divino sobre su pueblo. Si su caí­da ha sido ocasión de salvación para los gentiles, “¡cuánto más lo será su conversión en masa!” (Rom 11:11-12).

Y viene aquí­ la misteriosa afirmación: su obcecación parcial proseguirá hasta que haya entrado la plenitud de las gentes: “entonces todo Israel se salvará… Pues así­ como vosotros en otro tiempo fuisteis desobedientes a Dios y ahora habéis conseguido misericordia por la desobediencia de ellos, así­ también ahora ellos han sido desobedientes, para que con ocasión de la misericordia que os ha concedido a vosotros también ellos alcancen misericordia” (Rom 11:26. 30-31).

8. EL MINISTERIO DE LOS APí“STOLES. La rendención y la salvación se les ofrecen a los hombres en la historia a través del ministerio de los apóstoles, “servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (ICor 4,1).

La Iglesia está llamada a comunicar a todos los hombres “la incalculable sabidurí­a de Dios”, y Pablo tiene la conciencia de haber sido llamado también él, “el más insignificante de todos los cristianos”, a evangelizar a los paganos…, a declarar el cumplimiento de este plan secreto, escondido desde todos los siglos en Dios, creador de todas las cosas” (Efe 3:9). Son múltiples y muy variadas las funciones confiadas a la Iglesia con esta finalidad. “El (Cristo) a unos constituyó apóstoles; a otros, profetas; a unos evangelistas, y a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los cristianos en la obra de su ministerio yen la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y al conocimiento completo del Hijo de Dios” (Efe 4:11-13). En el plan de Dios la salvación va ligada a la evangelización (cf I Tes 2,16), que se sirve de las Escrituras (Rom 16:25-26) para hacer nacer la fe en todas las gentes; pero la evangelización supone la actividad de los misioneros: “Por tanto, todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Ahora bien, ¿cómo van a invocar a aquel en quien no creen? ¿Cómo van a creer en él sino han oí­do hablar de él? ¿Y cómo van a oí­r hablar de él si nadie les predica? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?” (Rom 10:13-14).

En cuanto a Pablo, se ve acuciado por la urgencia de anunciar el evangelio: “elegido para predicar el evangelio de Dios” (Rom 1:1), poseí­do e impulsado por el amor de Cristo (2Co 5:14), creyó y por eso habla (2Co 4:13); la “necesidad” lo empuja: “¡ay de mí­ si no evangelizare!” (ICor 9,16). De aquí­ se deduce la importancia fundamental de la “palabra” del anuncio en orden a la difusión de la salvación (1Ts 1:5; 1Ts 2:1-12; ICor 2,1-5).

Depositarios de la “palabra de la reconciliación” (2Co 5:19), los apóstoles ejercen su ministerio en calidad de “colaboradores” de Dios (2Co 5:18; 2Co 6:1). En las cartas pastorales se imparten disposiciones para que la “palabra” transmita con fidelidad a las generaciones venideras hasta la llegada del Señor. En la segunda carta a Timoteo se lee: “Hijo mí­o, que la gracia de Cristo Jesús te haga fuerte; y las cosas que me oí­ste a mí­ ante muchos testigos, confí­alas a hombres leales, capaces de enseñárselas a otros” (2Ti 2:1-2; cf 4,1; Tit 1:9; ITim 3,2).

En subordinación a la “palabra”, también el bautismo y la cena del Señor anuncian y actualizan la muerte de Cristo, y los creyentes son llamados a tomar parte en ella para poder participar también de su resurrección (lCor 11,26; Rom 6:5).

Aunque las cartas de Pablo no ofrecen muchas indicaciones en este sentido, no cabe ninguna duda sobre la función soteriológica de estos actos sacramentales de la Iglesia primitiva.

IV. PABLO Y JESUS. La persona y la obra de Jesús dominan la vida y el pensamiento de Pablo, y tienen razón los crí­ticos que ven en la cristologí­a la “estructura fundamental” de su pensamiento. Sin embargo, se imponen aquí­ dos constataciones que desde hace más de un siglo estimulan el interés de los estudiosos. La primera es que Pablo no muestra gran interés por la biografí­a histórica de Jesús; su atención se concentra por entero en el doble acontecimiento de la muerte y resurrección. La segunda es que, mientras que Jesús anuncia la inminencia y la llegada del reino de Dios, Pablo predica que la muerte y la resurrección de Jesús son el acontecimiento capital de la historia y que en el Cristo muerto y resucitado Dios salva por su gracia a todos los hombres.

Estas dos constataciones merecen alguna consideración, mientras que tiene menor importancia el interrogante -al que de ordinario se responde negativamente- de si Pablo conoció a Jesús durante su vida terrena. No es posible deducirlo de la afirmación de 2Co 5:16 : “Si un tiempo conocimos a Cristo a lo humano, ahora ya no lo conocemos así­”. El escaso interés de Pablo por la biografí­a terrena de Jesús y la concentración de su reflexión en la muerte-resurrección indujeron a algunos crí­ticos como F. C. Baur y W. Wrede a contraponer a Pablo y a Jesús, haciendo de él el “segundo fundador del cristianismo”, aquel que habrí­a transformado el puro “mensaje moral” del evangelio en un culto mistérico.

A estas posiciones se adhirieron en el pasado algunos crí­ticos italianos, como Santangelo y Omodeo. De ellas depende F. Nietzsche en su violenta polémica antipaulina. Pero progresivamente la crí­tica se fue liberando de estas ideologí­as, ya con A. Schweitzer, W. Heitmüller y luego con R. Bultmann, para quien “lo decisivo que Jesús espera, para Pablo ya se ha cumplido”. Pablo ve como presente o como un presente ya incoado en el pasado lo que para Jesús es futuro. Los discí­pulos de Bultmann, entre ellos E. Kásemann y G. Bornkamm, perfeccionando sus investigaciones, han destacado la continuidad entre el anuncio de Jesús y la predicación de Pablo, subrayando que Jesús se presentó ya claramente a sí­ mismo como punto de encuentro entre los hombres y Dios (cf Luc 12:8-9; Luc 14:26) y tuvo conciencia de sí­ como Hijo de Dios (cf Mar 14:36), revelándose como superior a la ley (cf Mat 5:21ss) y con el poder de perdonar los pecados (Luc 11:20).

Si luego se tiene presente que entre la predicación “prepascual” de Jesús y la teologí­a de san Pablo tuvo lugar la muerte y la resurrección de Jesús, el don del Espí­ritu en pentecostés, la formulación del kerigma primitivo y la experiencia de la efusión del Espí­ritu también sobre los paganos (cf Heb 10:47-48), entonces la relación entre la cristologí­a implí­cita de Jesús y la explí­cita de Pablo aparece en términos de continuidad histórica sustancial. “El Cristo creí­do y proclamado por san Pablo no es distinto del Jesús que se manifestó en sus palabras y sus acciones… El acontecimiento nuevo de la resurrección, que separa a Jesús de Pablo y del cristianismo primitivo, no constituye solamente la explosión de las fuerzas del mundo nuevo en el resucitado, que se convirtió por ello en espí­ritu creador de vida (pneúma zóopoioún) (lCor 15,45), sino también la legitimación del poder divino y escatológico (exousí­a) de perdonar los pecados que reivindicaba el Jesús histórico (Mar 2:10) y que se encarnaba en el hecho de compartir la mesa con los pecadores (cf Mar 2:15-17; Luc 19:1-10). Por otra parte, se explica el desinterés de Pablo por todo lo que Jesús dijo e hizo. Privado de la experiencia de los discí­pulos históricos, convertido en cristiano y en apóstol en virtud de la “visión” del resucitado, inserto en el cristianismo de lengua griega de Siria, concentró toda su atención en la muerte y resurrección de Cristo, vértice de la revelación (apokalypsis) del Padre de Jesús. Le bastaba con mantener y con subrayar que el resucitado, visto con los ojos de la fe, es por identidad personal el Jesús de Nazaret que murió en la cruz” (G. Barbaglio, o. c., 250). En otras palabras entre el Jesús terreno y Pablo se colocan la muerte y la resurrección de Jesús, culminación de su vida y principio del mundo nuevo. La comunidad primitiva, al formular el anuncio evangélico, habí­a señalado en este punto el quicio del acontecimiento mesiánico y el cumplimiento del designio de Dios en favor de los hombres: Jesús murió “por nosotros”, por los impí­os”, “por nuestros pecados”, “por todos” (fórmulas hypér). Pablo se adueñó de esta fórmula (cf lCor 1,13; 11,24; 2Co 5:14.15.21; Gál 1:4; Gál 2:20; Gál 3:13; Rom 5:6-8; Rom 8:32; Rom 14:15; Col 1:24; Efe 5:2.25), apuntando según su genio hacia lo esencial y haciendo prácticamente de ella la base de toda su cristologí­a. De esta manera, entre Jesús y Pablo se sitúa como eslabón de enlace la comunidad cristiana primitiva, con la que el apóstol comparte la fe y la predicación, aun cuando su especial carisma y su vocación lo llevaron a desarrollar algunos aspectos propios.

V. PABLO EN LA IGLESIA. La presencia de Pablo en la Iglesia ha sido siempre estimulante, tal como resulta desde los mismos orí­genes cristianos. Ya hemos hablado de la segunda carta de Pedro, en donde éste se apoya en Pablo, reconociendo la autoridad (Efe 3:15-16) del “queridí­simo hermano”. Se observa una equiparación análoga con Pedro y la exaltación de la autoridad de ambos en la Primera carta a los Corintios, de Clemente Romano, y en la Carta a los Romanos, de Ignacio de Antioquí­a. Policarpo se refiere en repetidas ocasiones a Pablo en su Segunda carta a la Iglesia de Filipos, confesando que jamás será capaz de “aproximarse a la sabidurí­a del bienaventurado y glorioso Pablo”. La Epistula apostolorum, apócrifo escrito por los años 160-170, traza su apologí­a subrayando su investidura divina; la Carta a Diogneto muestra un profundo conocimiento y asimilación del pensamiento paulino; la Carta de Bernabé deja ver un conocimiento seguro de su enseñanza, mientras que en la Didajé no se observa ninguna alusión a Pablo. ¿Silencio intencional o casual? Hay razones para plantearse esta pregunta, ya que precisamente en el siglo II Pablo se encuentra en el centro de las grandes controversias cristianas, reivindicado o atacado por las corrientes marginales y heréticas.

Así­, a mediados del siglo II, Marción se apropió de él de forma maximalista, convirtiéndose en promotor de un paulinismo exasperado, que radicalizaba la antí­tesis evangelio-ley, contraponiéndolo a Pedro y a los demás apóstoles judaizantes.

Por este mismo perí­odo los gnósticos lo reivindicaban también para sí­, explotando algunas de sus expresiones, como “eones”, “pleroma”, “psí­quico-pneumático”, “gnosis”, “culto espiritual”, “bajada” a la tierra, “último Adán”, etc. En la orilla de enfrente otros grupos de judeocristianos marginales a la gran Iglesia, que reivindicaban la observancia de las prescripciones de la ley (ebionitas, elcesaí­tas, etc.) lo rechazan y lo excomulgan sin apelación, calificándolo -como las Pseudoclementinas- de “inimicus homo”, “inimicus ille homo”.

Contra los dos extremos del antipaulinismo de los judeo-cristianos y del paulinismo maximalista de Marción y de los gnósticos se alzó vigorosamente la voz de Ireneo de Lyon a finales del siglo n, demostrando la sintoní­a del apóstol con los evangelios, con los Hechos y con las Escrituras hebreas. He aquí­ cómo se expresa en la conclusión del libro IV del Adversus haereses: “Todaví­a hemos de añadir a las palabras del Señor las palabras de Pablo, examinar su pensamiento, exponer al apóstol, aclarar todo lo que ha recibido de otras interpretaciones por parte de los herejes, que no comprenden lo más mí­nimo de lo que dijo Pablo, mostrar la estupidez de su locura y demostrar, precisamente a partir de Pablo -de quien ellos sacan sus objeciones contra nosotros-, que son unos mentirosos, mientras que el apóstol, heraldo de la verdad, enseñó todas las cosas plenamente de acuerdo con la predicación de la verdad” (o.c., IV, 41,4).

Desde entonces Pablo continúa su presencia dinámica en la Iglesia. Sin él no podrí­a concebirse la teologí­a cristiana ni la historia misma del cristianismo. Baste pensar en el influjo que ha ejercido solamente su carta a los Romanos en la historia espiritual de Occidente.

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P. Rossano

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

(Pequeño; Chico).
Israelita de la tribu de Benjamí­n y apóstol de Jesucristo. (Ef 1:1; Flp 3:5.) Aunque quizás tení­a desde su infancia tanto el nombre hebreo Saulo como el romano Pablo (Hch 9:17; 2Pe 3:15), puede que escogiera llamarse por su nombre romano en vista de su comisión de declarar las buenas nuevas a los gentiles. (Hch 9:15; Gál 2:7, 8.)
Pablo nació en Tarso, importante ciudad de Cilicia. (Hch 21:39; 22:3.) Sus padres eran hebreos, probablemente de la rama farisaica del judaí­smo. (Hch 23:6; Flp 3:5.) Era ciudadano romano de nacimiento (Hch 22:28), tal vez porque a su padre se le habí­a concedido la ciudadaní­a por servicios prestados. Su padre debió enseñarle el oficio de hacer tiendas de campaña. (Hch 18:3.) Después recibió instrucción del sabio fariseo Gamaliel en Jerusalén, lo que da a entender que Pablo era de una familia importante. (Hch 22:3; 5:34.) Estaba versado por lo menos en los idiomas griego y hebreo. (Hch 21:37-40.) Cuando hizo sus viajes misionales no estaba casado (1Co 7:8); en Jerusalén viví­an una hermana y un sobrino suyos. (Hch 23:16-22.)
El apóstol Pablo tuvo el privilegio de escribir la mayor parte de los libros de las Escrituras Griegas Cristianas. Recibió visiones sobrenaturales (2Co 12:1-5), y habló muchas lenguas extranjeras mediante la acción del espí­ritu santo. (1Co 14:18.)

Persecución, conversión y comienzo de su ministerio. La primera vez que el registro bí­blico menciona a Saulo o Pablo hace referencia a él como el †œjoven† a cuyos pies dejaron sus prendas exteriores de vestir los falsos testigos que apedrearon al discí­pulo cristiano Esteban. (Hch 6:13; 7:58.) Pablo aprobó el asesinato de Esteban, y debido a su celo, mal dirigido por la tradición, inició una campaña de persecución violenta contra los seguidores de Cristo. Cuando se les iba a ejecutar, votaba en su contra; cuando se les juzgaba en las sinagogas, trataba de obligarlos a retractarse. Extendió su persecución a otras ciudades además de Jerusalén, y hasta consiguió autorización escrita del sumo sacerdote para buscar a los discí­pulos de Cristo incluso en Damasco (Siria), muy al N. y llevarlos atados a Jerusalén, probablemente para que el Sanedrí­n los juzgase. (Hch 8:1, 3; 9:1, 2; 26:10, 11; Gál 1:13, 14.)
Cuando se acercaba a Damasco, Cristo se le reveló en una luz brillante y lo comisionó para que le sirviera y fuera testigo de las cosas que habí­a visto y aún estaba por ver. Aunque los acompañantes de Pablo también cayeron al suelo debido a esta manifestación y oyeron el sonido de alguien que hablaba, solo Pablo entendió las palabras y fue cegado, por lo que se hizo necesario llevarlo de la mano hasta Damasco. (Hch 9:3-8; 22:6-11; 26:12-18.) Durante tres dí­as no comió ni bebió. Ya en Damasco, mientras oraba en la casa de cierto Judas, contempló en una visión al discí­pulo cristiano Ananí­as que iba y le devolví­a la vista. Cuando la visión se hizo realidad, Pablo fue bautizado, recibió espí­ritu santo, comió y cobró fuerzas. (Hch 9:9-19.)
En Hechos 9:20-25 se explica que Pablo pasó tiempo con los discí­pulos de Damasco e †œinmediatamente† empezó a predicar en las sinagogas de esa ciudad. Luego narra su actividad de predicar hasta que se vio obligado a dejar Damasco debido a un complot contra su vida. Por otro lado, la carta de Pablo a los Gálatas dice que después de su conversión fue a Arabia, para más tarde regresar a Damasco. (Gál 1:15-17.) No se sabe exactamente cuándo hizo este viaje a Arabia.
Puede que Pablo fuese a Arabia justo después de su conversión a fin de meditar sobre lo que Dios esperaba de él. En tal caso, el que Hechos diga que Pablo empezó su predicación †œinmediatamente† podrí­a significar que lo hizo tan pronto como regresó a Damasco y comenzó a asociarse con los discí­pulos. Por otro lado, Pablo se limita a decir en Gálatas 1:17 que no subió inmediatamente a Jerusalén y que el único lugar aparte de Damasco donde estuvo durante aquel perí­odo inicial fue Arabia. Por ello, el viaje a Arabia no tuvo por qué producirse inmediatamente después de su conversión. Quizás Pablo primero pasó algunos dí­as en Damasco y en seguida renunció públicamente a su anterior oposición a la congregación cristiana y expresó su fe en Cristo en las sinagogas. Tal vez hizo su viaje a Arabia (cuyo verdadero propósito no se revela) después de esos primeros dí­as, y cuando regresó, continuó su predicación en Damasco con tal fuerza que sus opositores quisieron darle muerte. En lugar de contradecirse, los dos relatos se complementan; la única duda es el orden exacto de los acontecimientos.
Cuando llegó a Jerusalén (quizás en 36 E.C.; es posible que los tres años mencionados en Gálatas 1:18 signifiquen parte de tres años), Pablo se encontró con que los hermanos no creí­an que fuese un discí­pulo de Jesús. Sin embargo, †œBernabé vino en socorro de él y lo condujo a los apóstoles†, al parecer Pedro y †œSantiago el hermano del Señor†. (A Santiago se le podí­a llamar apóstol aunque no era de los doce, porque lo era de la congregación de Jerusalén.) Pablo se quedó con Cefas (Pedro) por quince dí­as. Mientras estuvo en Jerusalén, habló intrépidamente en el nombre de Jesús. Cuando los hermanos se enteraron de que por esta causa los judí­os de habla griega intentaban matarlo, †œlo llevaron a Cesarea y lo enviaron a Tarso†. (Hch 9:26-30; Gál 1:18-21.)
Posiblemente alrededor del año 41 E.C., Pablo tuvo una visión sobrenatural tan real que no supo si habí­a sido arrebatado al †œtercer cielo† en el cuerpo o fuera del cuerpo. Al parecer, el †œtercer cielo† se refiere al grado superlativo de arrobamiento en el que tuvo la visión. (2Co 12:1-4.)
Más tarde, Bernabé llevó a Saulo de Tarso a Antioquí­a para que ayudara en la obra entre las personas de habla griega. Alrededor del año 46 E.C., después de un año de trabajo en Antioquí­a, la congregación envió a Pablo y a Bernabé a Jerusalén con una ministración de socorro para los hermanos de aquel lugar. (Hch 11:22-30.) Acompañados por Juan Marcos, regresaron a Antioquí­a. (Hch 12:25.) Después, el espí­ritu santo indicó que se apartara a Pablo y a Bernabé para una misión especial. (Hch 13:1, 2.)

Primer viaje misional. (MAPA, vol. 2, pág. 747.) Siguiendo la dirección del espí­ritu, Pablo empezó su primer viaje misional junto con Bernabé, y con Juan Marcos como servidor (c. 47-48 E.C.). Embarcaron en Seleucia, el puerto de Antioquí­a, y navegaron hacia Chipre. Comenzaron †œa publicar la palabra de Dios† en las sinagogas de Salamina, en la costa oriental de Chipre. Después de atravesar la isla, llegaron a Pafos, en la costa occidental. En este lugar, el hechicero Elimas procuró oponerse al testimonio que estaban dando al procónsul Sergio Paulo. Pablo hizo que se hiriese temporalmente con ceguera a Elimas. Atónito por lo que habí­a sucedido, Sergio Paulo se hizo creyente. (Hch 13:4-12.)
En Pafos, Pablo y sus compañeros zarparon hacia Asia Menor. Cuando llegaron a Perga, en la provincia romana de Panfilia, Juan Marcos regresó a Jerusalén. Pero Pablo y Bernabé se dirigieron hacia el N., a Antioquí­a de Pisidia. Aunque en esa ciudad hallaron gran interés, finalmente los echaron de ella por instigación de los judí­os. (Hch 13:13-50.) Sin desanimarse, viajaron hacia el SE., a Iconio, donde los judí­os también incitaron a las muchedumbres contra ellos. Enterados de que intentaban apedrearlos, Pablo y Bernabé huyeron a Listra, en la región de Licaonia. Después que Pablo sanó a un hombre cojo de nacimiento, el pueblo de Listra creyó que Pablo y Bernabé eran dioses que se habí­an encarnado. Pero, más tarde, unos judí­os de Iconio y de Antioquí­a de Pisidia volvieron a las muchedumbres en contra de Pablo y lograron que lo apedrearan, y, creyéndole muerto, arrastraran su cuerpo fuera de la ciudad. Sin embargo, cuando sus compañeros cristianos lo rodearon, Pablo se levantó y entró en Listra. Al dí­a siguiente, él y Bernabé partieron hacia Derbe. Después de hacer un buen número de discí­pulos en Derbe, regresaron a Listra, Iconio y Antioquí­a (de Pisidia), fortaleciendo y estimulando a los hermanos, al tiempo que hací­an nombramientos de ancianos para servir en las congregaciones formadas en estos lugares. Más tarde predicaron en Perga, y luego se embarcaron en el puerto de Atalia hacia Antioquí­a de Siria. (Hch 13:51–14:28.)

La cuestión de la circuncisión. Ciertos hombres de Judea fueron a Antioquí­a (alrededor del año 49 E.C.), y allí­ afirmaron que los que no eran judí­os tení­an que circuncidarse en conformidad con la ley mosaica para poder alcanzar la salvación. Pablo y Bernabé no estuvieron de acuerdo con esta proposición. No obstante, Pablo, aunque era un apóstol, no asumió la responsabilidad de zanjar el asunto por su propia autoridad. Acompañado de Bernabé, Tito y otros, fue a Jerusalén para plantear la cuestión ante los apóstoles y los ancianos de la congregación. Se decidió que no se requerí­a la circuncisión de los creyentes gentiles, aunque sí­ deberí­an mantenerse libres de idolatrí­a, comer y beber sangre e inmoralidad sexual. Además de preparar una carta en la que exponí­an esta decisión, los hermanos de la congregación de Jerusalén enviaron a Judas y Silas como sus representantes para aclarar el asunto en Antioquí­a. Además, en una consideración con Pedro (Cefas), Juan y el discí­pulo Santiago, se concordó en que Pablo y Bernabé continuaran predicando a los gentiles incircuncisos. (Hch 15:1-29; Gál 2:1-10.)
Algún tiempo después, Pedro fue personalmente a Antioquí­a de Siria y se asoció con los cristianos gentiles. Pero cuando llegaron ciertos judí­os de Jerusalén, Pedro, probablemente llevado por el temor a los hombres, se separó de los gentiles, obrando de este modo contra la dirección del espí­ritu, dirección que indicaba que las distinciones carnales no contaban para Dios. Incluso Bernabé se desvió. Una vez que se dio cuenta de esta situación, Pablo valerosamente censuró a Pedro delante de todos, ya que su comportamiento era perjudicial para el progreso del cristianismo. (Gál 2:11-14.)

Segundo viaje misional. (MAPA, vol. 2, pág. 747.) Posteriormente, Pablo y Bernabé planearon visitar a los hermanos en las ciudades donde habí­an predicado durante su primer viaje misional. Debido a que surgió una disputa entre ellos en cuanto a si deberí­an llevar consigo a Juan Marcos, en vista de que los habí­a abandonado durante su primer viaje, se separaron. Por lo tanto, Pablo escogió a Silas (Silvano), y pasando por Siria, entró en Asia Menor (c. 49-52 E.C.). En Listra invitó al joven Timoteo a que le acompañara, y lo circuncidó. (Hch 15:36–16:3.) Aunque la circuncisión no era un requisito cristiano, si Timoteo —en parte judí­o— hubiese permanecido incircunciso, es muy posible que los judí­os se hubiesen predispuesto en contra de la predicación de Pablo. Por lo tanto, al quitar este posible obstáculo, Pablo actuó en armoní­a con lo que más tarde escribió a los corintios: †œA los judí­os me hice como judí­o†. (1Co 9:20.)
Una noche, en Troas, junto al mar Egeo, Pablo tuvo una visión de un macedonio que le suplicaba: †œPasa a Macedonia y ayúdanos†. Llegó a la conclusión de que era la voluntad de Dios, por lo que él y sus compañeros misioneros, acompañados por el médico Lucas, zarparon hacia Macedonia, a Europa. En Filipos, la principal ciudad de Macedonia, Lidia y su casa se hicieron creyentes. El que Pablo hiciese que una muchacha perdiera sus poderes de predicción al expulsarle un demonio resultó en que se le encarcelara junto con Silas. No obstante, un terremoto los libertó, y el carcelero y su casa se hicieron cristianos. Pablo apeló a su ciudadaní­a romana y exigió que los magistrados civiles fueran personalmente para sacarlo a él y a Silas de la prisión. Después de animar a los hermanos, Pablo y sus compañeros viajaron a través de Anfí­polis y Apolonia hacia Tesalónica. Allí­ se formó una congregación de creyentes. Sin embargo, unos judí­os celosos levantaron una chusma contra Pablo. Por esta razón los hermanos lo enviaron con Silas a Berea. Muchos se hicieron creyentes en este lugar, pero las dificultades que provocaron los judí­os de Tesalónica obligaron a Pablo a partir. (Hch 16:8–17:14.)
Los hermanos llevaron al apóstol a Atenas. Su predicación en la plaza del mercado resultó en que se le condujera al Areópago. Impresionados por su defensa, Dionisio, uno de los jueces del tribunal del Areópago, y otros, abrazaron el cristianismo. (Hch 17:15-34.) Luego Pablo fue a Corinto, donde se alojó con un matrimonio judí­o, íquila y Priscila, y trabajó con ellos haciendo tiendas de campaña. Al parecer desde allí­ escribió sus dos cartas a los Tesalonicenses. Después de enseñar en Corinto por año y medio y formar una congregación, los judí­os lo acusaron ante Galión, que desestimó el caso. (Hch 18:1-17.) Más tarde, Pablo se embarcó hacia Cesarea e hizo escala en Efeso, donde predicó. Desde Cesarea †œsubió y saludó a la congregación†, refiriéndose sin duda a la de Jerusalén, y luego fue a Antioquí­a de Siria. (Hch 18:18-22.) Es posible que Pablo hubiese escrito su carta a los Gálatas antes desde Corinto o tal vez en ese tiempo desde Antioquí­a de Siria.

Tercer viaje misional. (MAPA, vol. 2, pág. 747.) Durante su tercer viaje misional (c. 52-56 E.C.), Pablo visitó de nuevo Efeso, donde trabajó por unos tres años. Desde allí­ escribió su primera carta a los Corintios, y al parecer envió a Tito para ayudar a estos cristianos. Después de que el platero Demetrio instigó un alboroto contra él, Pablo partió de Efeso y se dirigió a Macedonia. Allí­ escribió su segunda carta a los Corintios después de recibir noticias de Corinto por medio de Tito. Pablo recibió una contribución de los hermanos de Macedonia y Acaya para los cristianos necesitados de Jerusalén, y antes de abandonar Europa, escribió su carta a los Romanos. (Hch 19:1–20:4; Ro 15:25, 26; 2Co 2:12, 13; 7:5-7.)
De camino a Jerusalén, Pablo discursó en Troas y resucitó a Eutico, que habí­a sufrido un accidente mortal. También paró en Mileto, donde se encontró con los superintendentes de la congregación de Efeso, repasó el ministerio que habí­a efectuado en el distrito de Asia y los animó a imitar su ejemplo. (Hch 20:6-38.)

Detención. Según Pablo iba viajando, unos profetas cristianos predijeron que le esperaban cadenas en Jerusalén. (Hch 21:4-14; compárese con 20:22, 23.) Sus profecí­as se cumplieron. Mientras estaba en el templo para limpiarse ceremonialmente, algunos judí­os de Asia agitaron una chusma violenta contra él, pero los soldados romanos lo rescataron. (Hch 21:26-33.) Cuando subí­a las escaleras hacia el cuartel de los soldados, se le dio permiso para dirigir la palabra a los judí­os. Tan pronto como mencionó su comisión de predicar a los gentiles, volvió a estallar la violencia. (Hch 21:34–22:22.) Dentro del cuartel, en un esfuerzo por averiguar la naturaleza de su culpa, se preparó a Pablo para la flagelación. El apóstol evitó la flagelación alegando que era ciudadano romano. Al dí­a siguiente se sometió su caso al Sanedrí­n. Al parecer Pablo se dio cuenta de que no iba a recibir una audiencia imparcial, por lo que trató de enfrentar a fariseos y saduceos basando su juicio en la cuestión de la resurrección. Como creí­a en la resurrección y era †œhijo de fariseos†, se identificó a sí­ mismo como fariseo, con lo que consiguió enfrentar a los saduceos —que no creí­an en la resurrección— con los fariseos. (Hch 22:23–23:10.)
Una conspiración contra Pablo hizo necesario que lo trasladaran de Jerusalén a Cesarea. Unos dí­as después, el sumo sacerdote Ananí­as, algunos de los ancianos judí­os y el orador Tértulo fueron a Cesarea para presentar su caso contra Pablo ante el gobernador Félix, y lo acusaron de promover sedición e intentar profanar el templo. El apóstol mostró que las acusaciones de que era objeto no tení­an fundamento. Pero Félix buscaba un soborno, así­ que mantuvo a Pablo bajo custodia por dos años. Cuando Festo reemplazó a Félix, los judí­os volvieron a acusar a Pablo. La causa se vio de nuevo en Cesarea, y el apóstol apeló a César para evitar que el juicio pasara a Jerusalén. Más tarde, después de exponer los hechos ante el rey Herodes Agripa II, Pablo fue enviado a Roma (alrededor del 58 E.C.) junto con otros prisioneros. (Hch 23:12–27:1.)

Primer y segundo encierro en prisión en Roma. En el camino, Pablo y los que estaban con él naufragaron en la isla de Malta. Después de pasar allí­ el invierno, finalmente llegaron a Roma (MAPA, vol. 2, pág. 750), donde a Pablo se le permitió alquilar una casa para alojarse, aunque custodiado por un soldado. Poco después de su llegada, organizó una reunión con los hombres prominentes de los judí­os, algunos de los cuales se hicieron creyentes. Durante dos años, aproximadamente entre 59 y 61 E.C., el apóstol continuó predicando a todos los que iban a él. (Hch 27:2–28:31.) En ese tiempo también escribió sus cartas a los Efesios (4:1; 6:20), a los Filipenses (1:7, 12-14), a los Colosenses (4:18), a Filemón (vs. 9) y probablemente también a los Hebreos. (GRABADO, vol. 2, pág. 750.) Parece que César Nerón declaró a Pablo inocente y lo dejó en libertad. Es probable que Pablo reanudara su labor misional en asociación con Timoteo y Tito. Después de haber dejado a Timoteo en Efeso y a Tito en Creta, Pablo les escribió cartas relacionadas con sus responsabilidades, al parecer desde Macedonia. (1Ti 1:3; Tit 1:5.) No se sabe si antes de su última estancia en prisión en Roma el apóstol llegó hasta España. (Ro 15:24.) Durante esa reclusión (c. 65 E.C.) escribió su segunda carta a Timoteo, en la que dio a entender que su muerte era inminente. (2Ti 4:6-8.) Es probable que poco después Pablo sufriera una muerte de mártir durante el mandato de Nerón.

Un ejemplo digno de imitar. En vista de que siguió fielmente el ejemplo de Cristo, el apóstol Pablo pudo decir: †œHáganse imitadores de mí­†. (1Co 4:16; 11:1; Flp 3:17.) El estaba presto a seguir la dirección del espí­ritu de Dios. (Hch 13:2-5; 16:9, 10.) No era un vendedor ambulante de la Palabra de Dios, sino que hablaba movido por sinceridad. (2Co 2:17.) Aunque era una persona instruida, no intentó impresionar a otros con su habla (1Co 2:1-5) ni procuró agradar a los hombres. (Gál 1:10.) No insistió en sus derechos, sino que se adaptó a las personas a quienes predicó y tuvo cuidado de no hacer tropezar a otros. (1Co 9:19-26; 2Co 6:3.)
En el transcurso de su ministerio, Pablo se esforzó celosamente: viajó miles de kilómetros por mar y tierra y formó muchas congregaciones en Europa y Asia Menor. Por lo tanto, no necesitó cartas de recomendación escritas con tinta, sino que podí­a señalar a cartas vivas, personas que se habí­an hecho creyentes debido a su labor. (2Co 3:1-3.) No obstante, tuvo la humildad de reconocer que era un esclavo (Flp 1:1) que tení­a la obligación de declarar las buenas nuevas. (1Co 9:16.) No se atribuyó el mérito, sino que dio toda la honra a Dios como Aquel que habí­a sido responsable del crecimiento (1Co 3:5-9) y que le habí­a capacitado adecuadamente para el ministerio. (2Co 3:5, 6.) El apóstol tuvo en gran estima su ministerio, lo glorificó y reconoció que era una expresión de la misericordia de Dios y de su Hijo. (Ro 11:13; 2Co 4:1; 1Ti 1:12, 13.) Le escribió a Timoteo: †œLa razón por la cual se me mostró misericordia fue para que, por medio de mí­ como el caso más notable, Cristo Jesús demostrara toda su gran paciencia como muestra de los que van a cifrar su fe en él para vida eterna†. (1Ti 1:16.)
Debido a que habí­a perseguido a los cristianos, Pablo no se consideró digno de ser llamado apóstol y reconoció que lo era solo por la bondad inmerecida de Dios. Deseoso de que esta bondad inmerecida no se le hubiera extendido en vano, trabajó más que los otros apóstoles. No obstante, reconoció que pudo efectuar su ministerio solo por la bondad inmerecida de Dios. (1Co 15:9, 10.) Dijo: †œPara todas las cosas tengo la fuerza en virtud de aquel que me imparte poder†. (Flp 4:13.) Aguantó mucho y no se quejó. Cuando comparó sus propias experiencias con las de otros, pudo decir (c. 55 E.C.): †œEn labores, más abundantemente; en prisiones, más abundantemente; en golpes, con exceso; a punto de morir, frecuentemente. De los judí­os cinco veces recibí­ cuarenta golpes menos uno, tres veces fui golpeado con varas, una vez fui apedreado, tres veces experimenté naufragio, una noche y un dí­a los he pasado en lo profundo; en viajes a menudo, en peligros de rí­os, en peligros por parte de salteadores, en peligros por parte de mi propia raza, en peligros por parte de las naciones, en peligros en la ciudad, en peligros en el desierto, en peligros en el mar, en peligros entre falsos hermanos, en labor y afán, en noches sin dormir a menudo, en hambre y sed, en abstinencia de alimento muchas veces, en frí­o y desnudez. Además de esas cosas de carácter externo, hay lo que se me viene encima de dí­a en dí­a, la inquietud por todas las congregaciones†. (2Co 11:23-28; 6:4-10; 7:5.) Aparte de estas penalidades, y sobre todo con el paso de los años, tuvo que soportar la †œespina en la carne† (2Co 12:7), tal vez una afección en la vista o de algún otro tipo. (Véanse Hch 23:1-5; Gál 4:15; 6:11.)
Como humano imperfecto, Pablo experimentó un conflicto continuo entre la mente y la inclinación pecaminosa de la carne. (Ro 7:21-24.) Pero no cedió. Dijo: †œAporreo mi cuerpo y lo conduzco como a esclavo, para que, después de haber predicado a otros, yo mismo no llegue a ser desaprobado de algún modo†. (1Co 9:27.) Siempre tuvo presente el glorioso premio de la vida inmortal en los cielos. Consideró que todo sufrimiento carecí­a de importancia en comparación con la gloria que recibirí­a en recompensa por su fidelidad. (Ro 8:18; Flp 3:6-14.) Por consiguiente, pudo escribir poco antes de morir: †œHe peleado la excelente pelea, he corrido la carrera hasta terminarla, he observado la fe. De este tiempo en adelante me está reservada la corona de la justicia†. (2Ti 4:7, 8.)
Como era un apóstol inspirado, Pablo ejerció su autoridad para dar disposiciones y órdenes (1Co 14:37; 16:1; Col 4:10; 1Te 4:2, 11; compárese con 1Ti 4:11), pero prefirió apelar a los hermanos sobre la base del amor y suplicarles por †œlas compasiones de Dios† y por †œla apacibilidad y bondad del Cristo†. (Ro 12:1; 2Co 6:11-13; 8:8; 10:1; Flm 8, 9.) Fue amable con ellos, les tuvo tierno cariño y los exhortó y consoló como un padre. (1Te 2:7, 8, 11, 12.) Aunque tení­a el derecho de recibir apoyo material de los hermanos, prefirió trabajar con sus manos para no ser una carga costosa. (Hch 20:33-35; 1Co 9:18; 1Te 2:6, 9.) Como resultado, se forjó una estrecha relación de cariño fraternal entre Pablo y aquellos a quienes ministraba. Los superintendentes de la congregación de Efeso sintieron gran pesar y prorrumpieron en lágrimas al saber que posiblemente no contemplarí­an más su rostro. (Hch 20:37, 38.) Pablo estaba muy interesado en el bienestar espiritual de los compañeros cristianos y deseaba hacer cuanto pudiera para ayudarlos a conseguir su herencia celestial. (Ro 1:11; 15:15, 16; Col 2:1, 2.) Los recordaba continuamente en sus oraciones (Ro 1:8, 9; 2Co 13:7; Ef 3:14-19; Flp 1:3-5, 9-11; Col 1:3, 9-12; 1Te 1:2, 3; 2Te 1:3) y solicitaba que ellos también orasen por él. (Ro 15:30-32; 2Co 1:11.) La fe de sus compañeros cristianos fue una fuente de estí­mulo para él. (Ro 1:12.) Por otra parte, siempre defendió las normas justas y no dudó en corregir ni siquiera a otro apóstol cuyo proceder afectaba a las buenas nuevas. (1Co 5:1-13; Gál 2:11-14.)

¿Fue Pablo uno de los doce apóstoles?
Aunque Pablo estaba convencido de su condición de apóstol, y tení­a pruebas de ello, nunca se incluyó entre †œlos doce†. Antes del Pentecostés, la asamblea cristiana habí­a buscado un sustituto para el infiel Judas Iscariote, a instancias de la exhortación bí­blica de Pedro. Posiblemente por el voto de los miembros varones de la asamblea (Pedro se habí­a dirigido a los †œvarones, hermanos†; Hch 1:16), se escogió a dos discí­pulos como candidatos. Luego oraron a Jehová Dios (compárese Hch 1:24 con 1Sa 16:7; Hch 15:7, 8) para que El eligiera al que debí­a reemplazar al apóstol infiel. Después de su oración echaron suertes, y †œla suerte cayó sobre Matí­as†. (Hch 1:15-26; compárese con Pr 16:33.)
No hay razón para dudar de la elección divina de Matí­as. Pero también es cierto que una vez que Pablo se convirtió, gozó de gran relevancia y su trabajo excedió al de los demás apóstoles. (1Co 15:9, 10.) No obstante, no hay indicio alguno de que estuviese predestinado a un apostolado, de modo que Dios desoyera la oración de la congregación cristiana y mantuviese la vacante de Judas abierta hasta la conversión de Pablo, dejando así­ que la elección de Matí­as se convirtiese en un simple y arbitrario trámite del cuerpo apostólico. Por el contrario, hay pruebas bien fundadas de que la elección de Matí­as tuvo apoyo divino.
El derramamiento del espí­ritu santo en el Pentecostés confirió a los apóstoles poderes extraordinarios; únicamente se les ve a ellos imponiendo las manos sobre los recién bautizados e impartiendo los dones milagrosos del espí­ritu. (Véase APí“STOL [Dones milagrosos].) Si la elección de Matí­as no hubiese tenido el beneplácito de Dios, su incapacidad para hacer lo mismo que los demás apóstoles hubiese sido evidente, pero el registro bí­blico muestra lo contrario. Lucas, el escritor del libro de Hechos, fue compañero de viaje de Pablo y participó con él en algunas misiones, por lo que el libro debe reflejar y coincidir con los puntos de vista de Pablo. En él se narra la ocasión en la que †œlos doce† designaron a los siete hombres acreditados que se encargarí­an de la distribución de los alimentos. Esto ocurrió después del Pentecostés de 33 E.C., pero antes de la conversión de Pablo. Por consiguiente, en este caso en concreto se incluye a Matí­as entre †œlos doce†, y debió tomar parte en la imposición de las manos sobre los siete hombres a los que se designó. (Hch 6:1-6.)
Entonces, ¿cuál de los dos nombres —Matí­as o Pablo— figura entre las †œdoce piedras de fundamento† de la Nueva Jerusalén que Juan vio en la Revelación? (Rev 21:2, 14.) Según una lí­nea de razonamiento, podrí­a concluirse que es más probable que figure el de Pablo. El hizo una importante aportación a la congregación cristiana con su ministerio y en particular por haber escrito una gran parte de las Escrituras Griegas Cristianas (se le atribuyen catorce cartas). En este sentido, puede decirse que eclipsó a Matí­as, cuyo nombre no se vuelve a mencionar después del primer capí­tulo de Hechos.
No obstante, un análisis imparcial demostrarí­a que Pablo también eclipsó a muchos otros de los doce apóstoles, a algunos de los cuales rara vez se menciona, salvo en las listas apostólicas. Además, cuando Pablo se convirtió, la congregación cristiana, el Israel espiritual, ya habí­a sido establecida o fundada y llevaba aproximadamente un año o más de crecimiento. Por otra parte, Pablo escribió su primera carta canónica hacia el año 50 E.C. (véase TESALONICENSES, CARTAS A LOS), unos diecisiete años después de la colocación del fundamento de la nueva nación, el Israel espiritual, en 33 E.C. Estos hechos, junto con otros argumentos presentados con anterioridad en este artí­culo, aclaran esta cuestión. Parece razonable, por tanto, que la elección original que Dios hizo de Matí­as como aquel que habí­a de ocupar la vacante de Judas entre †œlos doce apóstoles del Cordero†, permaneció firme e inalterada por el nombramiento posterior de Pablo a un apostolado.
Entonces, ¿qué propósito tuvo el apostolado de Pablo? Jesús mismo habí­a indicado que tendrí­a una finalidad especial: Pablo serí­a un †˜apóstol [enviado] a las naciones†™, no un sustituto de Judas (Hch 9:4-6, 15), y así­ lo entendió el propio Pablo. (Gál 1:15, 16; 2:7, 8; Ro 1:5; 1Ti 2:7.) En consecuencia, no fue necesario contar con su apostolado para poner el fundamento del Israel espiritual en el Pentecostés de 33 E.C.

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: 1. Elementos biográficos: 1. Fuentes;†™ 2. Cronologí­a; 3. La conversión; 4. Hombre de tres culturas; 5. El mayor misionero cristiano; 6. Los rivales de Pablo. II. Las carias. III. El evangelio de Pablo: 1. El proyecto salví­fico del Padre; 2. La obra de Cristo redentor; 3. †œSalvados en la esperanza†; 4. La salvación mediante la fe; 5. El hombre, nueva criatura; 6. †œCaminar según el espí­ritu†; 7. Los judí­os y los no cristianos; 8. El ministerio de los apóstoles. IV. Pablo y Jesús. V. Pablo en la Iglesia.

1. ELEMENTOS BIOGRAFicoS.

1. Fuentes.
Para conocer a san Pablo disponemos de dos tipos de fuentes. En primer lugar, las cartas, en las que él mismo da noticias fragmentarias de sí­ mismo, de su origen, de su conversión, de sus fatigas apostólicas, de sus colaboradores y adversarios, de los itinerarios de su misión. Siete de ellas, es decir, la primera a los Tesalonicenses, la primera y la segunda a los Corintios, las dirigidas a los Gálatas, a los Romanos, a los Filipenses y a Filemón, consideradas unánimemente por los crí­ticos como escritas personalmente por él, recogen el timbre de su voz. De las otras, es decir, de la segunda a los Tesalonicenses, las dirigidas a los Efesios, a los Colosenses, las dos a Timoteo y la de Tito, muchos dudan de si hay que atribuirlas directamente a Pablo o a alguno de sus colaboradores y discí­pulos.
Junto a las cartas están los Hechos de los Apóstoles, en donde Pablo sucede a Pedro en la función de protagonista a partir del capí­tulo 13 hasta el fin. Es difí­cil poner en duda las noticias ofrecidas por los / Hechos sobre los sucesos vividos por Pablo; pero teniendo en cuenta el carácter literario y teológico de la obra, es cierto que han de someterse a un juicio de valoración; en particular, los crí­ticos desconfí­an del método con-cordista de combinar materialmente los datos de las dos fuentes. Escribe, por ejemplo, Bornkamm: †œNo es posible tomar sin reserva los Hechos como hilo conductor en el que insertar en cada ocasión las cartas como complementos o ilustraciones adecuadas, y tampoco es lí­cito llenar las lagunas que ofrecen las cartas sirviéndose indiscriminadamente de las abundantes noticias que pueden deducirse de los Hechos†™.
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2. Cronologí­a.
Es bastante fácil trazar el cuadro general de la vida de Pablo. Nacido al comienzo de la era cristiana, por el año 35 d.C. se convierte y entra a formar parte de los seguidores de Cristo; sube varias veces a Jerusalén, donde se encuentra con Pedro y participa en el concilio de los apóstoles; una intensa actividad misionera lo convierte en peregrino por toda el área del Mediterráneo oriental, con estancias prolongadas en Antioquí­a de Siria, en Corinto, en Efeso y en Roma, donde muere mártir en tiempos de Nerón.
Resulta difí­cil, sin embargo, concretar cronológicamente los diversos episodios de su vida, sus viajes y su misma muerte, que algunos colocan a comienzos del imperio de Nerón y otros al final. El punto de referencia más seguro e importante para la biografí­a de Pablo es la inscripción de Delfos, de la que se deduce que el procónsul romano Galión residí­a en Corinto en el 50/51 (o todo lo más tarde en el 51/52); pues bien, Pablo se encontró con Galión en Corinto, bien al principio o bien al final del proconsulado. En todo caso, puede decirse que Pablo estaba en Corinto por el año 50. A partir de esta fecha se trabaja para ordenar cronológicamente la biografí­a de Pablo.
En los últimos años se ha discutido mucho el problema de la cronologí­a paulina, con hipótesis y resultados sorprendentes. Al no poder entrar en detalles, nos limitaremos a aludir aquí­ a dos esquemas cronológicos de su vida: el tradicional clásico, que se basa sobre todo en los Hechos de los Apóstoles, y el crí­tico, que destaca los datos ofrecidos por las cartas. El primero sigue el ritmo de la misión de Pablo en tres grandes viajes, pone el concilio de Jerusalén (año 49/50) después del primer viaje, la prisión en Cesárea en el †œbienio† 58/60 y la de Roma en el bienio 60/ 62; el segundo arresto y la muerte se sitúan en el 64 o en el 67. El segundo esquema pone el concilio de Jeru-. salen por el 50/51, después del segundo viaje misionero que llevó a Pablo a Grecia; en el 52/55 la estancia en Efeso, en el 56 el arresto en Jerusalén, en el invierno 57/ 58 el viaje a Roma, en el 58/60 la residencia obligada en la capital del imperio y en el 60 el martirio bajo Nerón.
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3. La conversión.
Tanto de los Hechos como de las cartas se deduce con claridad que Pablo fue un enemigo encarnizado de la comunidad cristiana. †œConocéis mi conducta anterior dentro del judaismo: con qué crueldad perseguí­a y trataba de aniquilar a la Iglesia de Dios, confiesa él mismo en la carta a los Gálatas (1,13). Los Hechos indican: †œSaulo asolaba la Iglesia; entraba en las casas, sacaba a rastras a hombres y mujeres y los metí­a en la cárcel† (8,1). Pero de ambas fuentes se deduce igualmente que en la vida de Pablo hubo un cataclismo repentino que lo transformó de perseguidor en apóstol y misionero. El autor de los Hechos presenta este acontecimiento en tres ocasiones: en el capí­tulo 9 tenemos el relato en tercera persona; en el capí­tulo 22 Pablo se refiere a él de forma autobiográfica, hablando a la turba hostil de Jerusalén; en el capí­tulo 26 el mismo Pablo lo refiere en su deposición ante Festo y Agripa. Las tres narraciones hablan
con gran relieve de la cristofaní­a que tuvo lugar en el camino de Damasco, la conversación de Cristo con Pablo, la nueva percepción que Pablo tiene de Jesús de Nazaret y de sí­ mismo, la misión extraordinaria que se le confí­a entre los paganos, misión que marcó el gran giro del cristianismo naciente.
En las cartas Pablo vuelve sobre ello unas veces en tono apologético y otras en tono polémico, para defenderse contra los adversarios y para indicar el nuevo fundamento sobre el que se levanta su vida. Así­, en la primera carta a los Corintios: †œDespués de todo, como a uno que nace antes de tiempo, también se me apareció a mí­† (15,8); en la carta a los Gálatas, para reivindicar la investidura divina de su misión y el origen auténtico de su evangelio, dice: †œMe llamó por su gracia y me dio a conocer a su Hijo para que yo lo anunciara entre los paganos† (1,15-1 6); en la carta a los Filipenses, en polémica contra los adversarios judaizantes y combatiendo el ideal de la autojusti-ficación, escribe: †œYo mismo fui alcanzado por Cristo Jesús† (3,12). A pesar del carácter autobiográfico, tanto las tres narraciones de los Hechos como las tres referencias de las cartas aparecen sensiblemente teologizadas y reflejan una lectura retrospectiva del acontecimiento a la luz de toda la vida del apóstol y del camino de la Iglesia. Pero lejos de debilitar su valor histórico, todo ello revela el carácter cierto del suceso.
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4. Hombre de tres culturas.
Pablo ha sido definido por A. Deiss-mann como †œun cosmopolita†; en realidad, se entrelazan en su persona y en su obra tres mundos y tres culturas: judí­o de nacimiento y de religión, se expresa en la lengua y en las formas del helenismo, y es un ciudadano romano que se encuadra lealmente en el marco polí­tico-administrativo del imperio.
El judaismo lo marca indeleblemente desde su nacimiento. †œYo soy judí­o, ciudadano de Tarso†, declara al tribuno romano que le interroga cuando el arresto de Jerusalén (Hch 21,39), indicando de este modo que pertenece a la diáspora judí­a dispersa por el mundo helenizado. Frente a los detractores de Corinto que niegan su autoridad apostólica, reivindica polémicamente su ascendenciajudí­a: †œ,Son hebreos? También yo. ¿Son israelitas? También yo. ¿Del linaje de Abrahán? También yo† (2Co 11,22). Y a los Filipenses (3,5-6), insistiendo para resaltar el nuevo estado en que se encuentra después de haber sido aferrado por Cristo, les dice: †œFui circuncidado al octavo dí­a; soy del linaje de Israel; de la tribu de Benjamí­n; hebreo, hijo de hebreos y, por lo que a la ley se refiere, fariseo†. En la carta a los Romanos aparece la lúcida conciencia teológica de pertenecer por su origen al pueblo llamado por Dios para un designio de salvación en favor de toda la humanidad: †œQuisiera ser objeto de maldición, separado incluso de Cristo, por el bien de mis hermanos, los de mi propia raza; son los israelitas, a los que Dios adoptó como hijos y a los que se apareció gloriosamente; de ellos es la alianza, la ley, el culto y las promesas; de ellos son también los patriarcas; de ellos procede Cristo en cuanto hombre† (9,3-5). Incluso en un pasaje se observa cierto orgullo separatista: †œNosotros somos judí­os de nacimiento y no pecadores paganos† (Ga 2,15).
Aun sintiéndose radicalmente convertido a Cristo, Pablo vive en un clima espiritual judí­o; cuando fija fechas o plazos de tiempo, lo hace en términos de calendario judí­o (1Co 16,8); en dos ocasiones los Hechos lo presentan comprometido con el voto denazireato(He18,18;21,17-26). La Biblia es su libro, que usa y maneja al estilo de los rabinos, siguiendo sus métodos de lectura y de interpretación (midrasim:
ico 10,1-10). Los Hechos recogen la noticia de su †œcrecimiento† en Jerusalén y de su †œformación† (pepaideuménos) †œa los pies de Gamaliel, instruido en la fiel observancia de la ley de nuestros padres† (22,3). También se debe a la tradición judí­a el que aprendiera un oficio por motivos éticos y no meramente utilitarios, que en el caso de Pablo era el de †œfabricante de tiendas† (skenopoiós), término genérico que se presta a diversas interpretaciones: tejedor de pelos de cabra para diversos usos, como el cilicium, así­ llamado por la región de Cilicia, de donde procedí­a, o bien curtidor de pieles para fabricar tiendas, etc.
Pero este judí­o era de lengua griega y natural de Tarso, †œuna ciudad no desconocida de Cilicia†, como él mismo la denomina con una litote llena de complacencia (Hch 21,39). Tarso, en el rí­o Cidno, se encontraba por aquella época en el apogeo de su esplendor de ciudad helenista y cosmopolita. Era una de las patrias del estoicismo. Pablo conoció ciertamente este tipo de pensamiento y logró asimilar ciertamente algunos de sus rasgos éticos, como el ideal de la autosuficiencia (Flp 4, 11) o †œautarquí­a†, y filosófico-religiosos, como la transparencia de Dios en el mundo (Rm 1,19-20).
Todo el marco de su actividad se coloca en un ambiente cultural helenista; utiliza el griego con desenvoltura y de forma personal; no le resultan extrañas ni las formas de la diatriba ni las figuras de la retórica contemporánea y se manifiesta lingüí­sticamente creativo: baste pensaren los verbos formados con una o varias preposiciones (Rm 5,20; Rm 8,26; 2Co 7,4), entre los que son tí­picos los compuestos con syn (= con) para indicar la simbiosis con sus colaboradores y sus amigos en la comunicación vital con Cristo, en la muerte, en la resurrección y en la gloria (Rm 6,4; Rm 8,17; Ga 2,19; Flp 3,10; Ef 2,6; Col 2,12 3,lss). No son raros los casos en que los vocablos utilizados en la cultura griega contemporánea se ven obligados bajo su pluma a expresar contenidos y significados nuevos, conformes con su pensamiento teológico; baste pensar en el ensanchamiento y en la transformación semántica que imprimió a ciertos términos clave, como carne (sárx) y espí­ritu (pneúma), pecado (hamar-tí­a) y salvación (saterí­a), amor (ágape) y justicia (dikaiosy†™ne), libertad (eleutherí­a) y esclavitud (doulótes). En particular, su pensamiento se ve solicitado por la situación existencia! y cultural con que se encuentra, hasta el punto de que se puede hablar en él de una auténtica †œinculturación† de la fe en contextos distintos del judeo-jerosolimitano en que habí­a nacido. Las dos cartas a los Corintios y las de los Efesios y Colosenses ofrecen a propósito de esto un testimonio claro y bien diferenciado.
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Pero este personaje judí­o y griego se autopresentaen todas sus cartas con el nombre claramente latino de Pablo, que llevaba casi seguramente desde su nacimiento junto con el apelativo Saulo, queje habí­an impuesto sus padres en recuerdo del primer rey de la tribu de Benjamí­n. Hay que indicar que en la cristofaní­a de Damasco la voz misteriosa, según los Hechos† lo llama al estilo hebreo:
†œSa†™uI, Sa†™uI†, (9,4). Las autoridades del imperio responden a sus ojos a una disposición divina: †œpues la autoridad está al servicio de Dios para ayudarte a portarte bien†; por eso merecen respeto y obediencia †œpor un deber de conciencia† (Rm 13,4-5). Según el autor de los Hechos, Pablo trató serenamente con procónsules y procuradores romanos en Chipre, en Corinto, en Cesárea, y reivindicó en varias ocasiones las garantí­as jurí­dicas que le correspondí­an en virtud del derecho de ciudadaní­a romana que poseí­a por nacimiento (Hch 22,28). En sus programas misioneros figura Roma en la cumbre, como centro y base de una mayor evangelización, que habrí­a de llevarlo hasta España (Rm 15,22-24), en la parte occidental del Mediterráneo, después de haber recorrido el lado oriental. No se sabe con seguridad si se realizó aquel sueño, pero lo cierto es que escribió a los romanos la carta más densa, sí­ntesis de su evangelio, y que en Roma coronó su actividad con el martirio.
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5. El mayor misionero cristiano.
El libro de los Hechos ofrece una narración ordenada de la obra misionera de Pablo. Se desarrolla preferentemente en aquella zona costera del Mediterráneo que Deissmann llama †œla elipse del olivo†, y que toca las ciudades de Damasco, Tarso, An-tioquí­a de Siria, Chipre y Anatolia sudoriental; vienen luego las ciudades de Filipos, Tesalónica, Berea, Atenas, Corinto, en Europa; Efeso, capital de la provincia romana de Asia, y Roma, capital del imperio.
Los datos de las cartas confirman este cuadro, aunque no permiten seguir todas sus lí­neas y anclarlas dentro del esquema de una triple expedición, tal como se dibuja en los Hechos.
Escogí­a intencionadamente las grandes aglomeraciones humanas de las ciudades más pobladas, sobre todo las que no habí­an sido tocadas aún por el evangelio, en donde intentaba hacer surgir al menos una pequeña comunidad cristiana, que estuviera animada y presidida por personas especialmente entregadas ygenerosas(lTs 5,12-13; ico 16,15-16). Todo hace p&nsarque la metodologí­a misionera de Pablo, a diferencia de los predicadores itinerantes de su época, buscaba a los pueblos más que a los individuos concretos; por esto parece realmente singular que Pablo no haya tomado nunca en consideración a una ciudad tan poblada y significativa como Alejandrí­a de Egipto. Desde el principio tiene conciencia de haber sido llamado a evangelizar a los gentiles (Ga 1,16), y esta vocación queda ratificada por Pedro y los apóstoles (Ga 2,9-10).
Su método de comunicar el evangelio se compendia en la palabra, en el ejemplo y en el amor: una palabra que no es simple transmisión verbal, sino que va impregnada del Espí­ritu y del poder de Dios, que interpela a los hombres por medio de sus enviados, †œcomo si Dios exhortase por nosotros† (2Co 5,20). A la comunidad de Tesalónica escribe: †œAl recibir la palabra de Dios que os predicamos, la abrazasteis no como palabra de hombre, sino como lo que es en verdad, la palabra de Dios, que permanece vitalmente activa en vosotros, los creyentes† (lTs 2,13); en efecto, el evangelio es †œpoder de Dios para todo el que cree† (Rm 1,16).
La palabra se ve corroborada por la fuerza del †œmodelo humano, que tiene su origen en la humanidad de Cristo y por eso mismo es tan importante para Pablo†, como escribe Bonhoef-fer en su Esquema para un ensayo, escrito en la cárcel. Puesto que el evangelio no es una teorí­a, sino un modo de existir, Pablo sabe que tiene que transmitirlo con su misma existencia, †œen el ejercicio†de lo que lleva consigo. Los dos términos principales que se usan en este contexto son †œmodelo† e †œimitador†: †œOs suplico que sigáis mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo† (1Co 4,16; lTs 1,6; Flp 4,9; 2Ts 3,7).
Pero la palabra parte del amor y tiende a la †œedificación†, es decir, a la construcción y al crecimiento espiritual de los individuos y de la comunidad. Pablo se lo recuerda repetidamente a los Tesalonicenses (1 Tes 2,7-8.12), a los Corintios (2Co 4,15; 2Co 5,14; 2Co 6,21), a los Gálatas (4,15). Esa palabra se pronuncia con fidelidad y lealtad de espí­ritu ante Dios y los hombres (lTs 2,1-12), con la franqueza (parrésí­a: 2Co 3,12; Flp 1,20; Ef 3,12) y la limpieza cristalina (eilikrí­neia) que corresponde a los ministros de la nueva alianza. Para poder llegar al corazón de sus interlocutores, Pablo sabe hacerse griego con los griegos, judí­o con los judí­os, †œdébil con los débiles, †œtodo para todos†™, servidor de todos †œpara ganarlos a todos† (1Co 9,22-23).
El contenido esencial de su mensaje es el de la †œtradición† (parádosis) apostólica: Jesús de Nazaret muerto y resucitado por la salvación de todos los hombres (1Co 15,1-5). Nada se le puede quitar a esta †œverdad del evangelio†™, como tampoco se le puede añadir nada: †œSi yo mismo o incluso un ángel del cielo os anuncia un evangelio distinto del que yo os anuncié, sea maldito†™ (Ga 1,6-8; Ga 2,5; Ga 2,14). Pero este mensaje exigí­a ser traducido en un estilo de vida que estuviera destinado a producir una †œcriatura nueva† (2Co 5,17); por eso Pablo se hace educador y pastor, y multiplica sus recursos.
Se han recogido y analizado las formas verbales que Pablo utiliza para describir su acción misionera: él †œdice†, †œevangeliza†, †œanuncia†™, †œexhorta†, †œruega†™, †œdesea†™, †œanima†™, †œconjura†, †œamonesta†™, †œda instrucciones†™, †œordena†, †œdispone†™, †œenseña†, †œda a conocer†™, †˜persuade†™, †˜conforta†™ (cf G. Barbaglio, oc, 125) y no vacila en inculcar la apertura a todos los valores éticos de la tradición clásica: †œPor lo demás, hermanos, considerad lo que hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de buena fama, de virtuoso, de laudable† (Flp 4,8). †œTodo es vuestro-escribe a los corintios-; vosotros, de Cristo, y Cristo, de Dios† (1Co 3,22-23).
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6. Los rivales de Pablo.
Puede decirse que el campo misionero de Pablo se muestra siempre infestado de presencias molestas, que a menudo revelan el rostro de auténticos adversarios, con los que se ve obligado a medir apasionadamente sus fuerzas. ¿Quiénes son estos enemigos declarados de Pablo y en qué se le contraponen?
La mayor parte de los autores ve en ellos a los judeo-cristianos inte-gristas, que le echaban en cara haber renegado de su herencia hebrea, al no imponer los dictámenes de la ley mosaica; por consiguiente, su pretendida autoridad apostólica carecerí­a de todo valor. Pero se advierte una gran variedad en este frente antipaulino. Las indicaciones que se sacan de la descripción que Pablo hace de ellos, y que para nosotros son la única fuente, autorizan a pensar que los adversarios que actuaban en Co-rinto no son los mismos que se nos presentan en la carta a los Gálatas, y que los que le contradicen en Galacia no coinciden con los de Filipos. Resulta difí­cil decir algo más.
La reacción de Pablo se verifica en el terreno de los principios y de la apologí­a personal. El lucha ante todo por †œla verdad del evangelio† (Ga 2,5; Ga 2,14), esto es, que la salvación ha sido concedida a todos gratuitamente por Dios simplemente por la fe en Cristo muerto y resucitado, y luego defiende sin ambages su carisma apostólico: enviado directamente por Dios a los gentiles (Ga 1,1; Ga 1,15-16), legitimado lo mismo que los apóstoles por la aparición del resucitado (1Co 15,3ss), comprobado por la eficacia de su acción (1Co 9; ico 1-2), reconocido por las †œcolumnas† de la Iglesia de Jerusalén (Ga 2,9), es decir, por Pedro, Juan y Santiago; como si esto no bastase, se declara †œjudí­o† de claro linaje (Flp 3,5-6).
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II. LAS CARTAS.
Aunque no tuviéramos más que las cartas de Pablo, esto bastarí­a ya para colocarlo entre los grandes escritores de la antigüedad. Más que la cantidad, impresiona la inteligencia, la agudeza del pensamiento y la inmediatez exis-tencial. Nacieron al servicio de la misión y son parte integrante de la misma. †œUn fragmento de misión†™, las llamó W. Wrede; por eso les viene muy bien aquella definición de la carta que da el escritor griego Demetrio, probablemente contemporáneo de Pablo: †œla otra parte del diálogo† que se estableció ya antes con los destinatarios.
Hay 13 cartas que llevan en el encabezamiento el nombre de Pablo; y la catorce, la carta a los Hebreos, se le atribuyó ya en el siglo n, aunque no fue escrita por él, por más que el autor intenta discretamente ponerse en su lugar (cf 13,23-25). De las 13 cartas, hay siete que todos consideran auténticas de Pablo lTs 1 y 2Co; Gal; Rom; Ph y Phm); escritas entre los años 50 y 60, son los escritos más antiguos del cristianismo. En las otras cartas, la mayor parte de los crí­ticos se inclina a ver la mano de algún discí­pulo, si es que no se trata de un caso de pseudoepigra-fí­a, según el uso en boga de aquella época.

Se las reúne en grupos determinados: se llama †œprincipales† a las cuatro más amplias (Rm 1 y 2Co, Gal); †œcartas de la cautividad† son las que -según su propio testimonio- fueron escritas en la cárcel (Ph, Ep, Col, Phm, 2Tm), y porque las cartas a Tito y Timoteo se caracterizan como un grupo autónomo y tratan temas relacionados con la práctica eclesial, suelen llamarse †œcartas pastorales† [1 Colosenses; / Corintios 1 y II; / Efesios; / Filemón; / Fi-lipenses; / Gálatas; / Hebreos; / Romanos; / Tesalonicenses 1 y II; / Timoteo; / Tito].
Después de A. Deissmann, que las confrontó con la gran cantidad de cartas en papiro descubiertas en Egipto, se plantea la cuestión de si son cartas reales o bien †œepí­stDIAS†, es decir, cartas ficticias, como, por ejemplo, la de Horacio ad Pisones, de arte poética. La carta sirve para el diálogo entre personas separadas, mientras que la epí­stola es un ejercicio literario, destinado al gran público.
Pues bien, no cabe duda de que en Pablo se trata de cartas auténticas, dirigidas aun destinatario concreto y no al público en general, motivadas por razones determinadas y que tocan cuestiones relacionadas con situaciones concretas, con comunicaciones y saludos personales. Pero incluso cuando trata temas de actualidad, lo hace con argumentaciones teológicas. Además, sus cartas contienen auténticas secciones doctrinales, que van más allá de las cuestiones contingentes: así­ lTh 4,l3ss, donde a partir del caso concreto de los tesalonicenses pasa a tratar de la escatologí­a cristiana; lo mismo ocurre en ico 10,13.15, en donde la situación de la comunidad da pie a consideraciones teológico-pastorales sobre la situación †œexódica† de la vida cristiana, sobre la primací­a de la caridad (ágape) y sobre la esperanza en la resurrección.
Las cartas a los Gálatas y a los Romanos son tratados teológicos, pero conservan el carácter de verdaderas cartas dirigidas a las respectivas comunidades. Por tanto, se trata de cartas ocasionales, nacidas de la exigencia de la misión; pero al mismo tiempo de cartas pastorales y apostólicas, destinadas a construir la comunidad. Su módulo expositivo es ampliamente dialógico; a menudo presenta objeciones en boca de un presunto interlocutor o le dirige preguntas retóricas para tener la ocasión de presentar su respuesta (Rm 2,1; Rm 2,21; ico 15,29-35). Es el estilo clásico de la diatriba, que se usaba en la tradición y en la praxis pedagógica cí­nico-estoica de aquella época. Impresiona a primera vista el uso frecuente de las antí­tesis y de las contraposiciones (luz-tinieblas, muerte-vida, esclavitud-libertad, pecado-justicia, perdición-salvación, carne-espí­ritu, debilidad-fuerza, viejo- nuevo, etcétera), señal de una personalidad vivaz, operativa y poco amiga de las medias tintas.
Es seguro que las comunidades leí­an estas cartas (lTs 5,27) y se las intercambiaban entre sí­ (Col 4,16). Cabe preguntarse si se ha perdido alguna de ellas; en 1 Co 5,9 Pablo habla de una misiva anterior, que no ha llegado hasta nosotros. Lo mismo hay que decir de la llamada †œcarta de las lágrimas†, citada en 2Co 2,4; pero hay motivos para pensar que algunas de las cartas que poseemos contienen y han unido entre sí­ varias cartas o fragmentos de cartas; en particular, la segunda carta a los Corintios es considerada por algunos, no sin fundamento, como una recopilación de varios escritos más breves enviados a la misma comu n ¡dad.
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Debió comenzar muy pronto una colección de los escritos de Pablo. La segunda carta de Pedro atestigua la existencia, a finales del siglo i, de un corpus de cartas paulinas, que se compara con las otras Escrituras sagradas (es decir, las Escrituras judí­as, que habí­an hecho suyas los cristianos); se dice de ellas que tienen necesidad de una correcta interpretación para no caer en el error: †œTened en cuenta que la paciencia de nuestro Señor es nuestra salvación, como ya os lo escribió nuestro queridí­simo hermano Pablo, con la sabidurí­a que Dios le ha dado; de hecho, así­ lo expresa en todas las cartas cuando trata de este tema. Es cierto que en éstas se encuentran algunos puntos difí­ciles, que los ignorantes e inestables tergiversan para su propia perdición, lo mismo que hacen con el resto de la Sagrada Escritura† (3,15-1 6). No podemos saber quién fue el que promovió esta colección, a qué cartas se extendió y cuáles eran los fines que buscaba. A mitad del siglo II Marción definió por propia iniciativa un catálogo de Escrituras sagradas, con diez cartas de Pablo, excluidas las pastorales a Timoteo y a Tito.
El papiro 46, alrededor del año 200, recoge todaví­a diez cartas, incluida la de los Hebreos y excluidas Filemón y las pastorales. El llamado fragmento Muratoriano, alrededor del año 180, cataloga trece cartas, excluyendo la de los Hebreos. Los mártires de Scilium (180 d.C), interrogados por el procónsul Saturnino sobre los libros que tení­an, responden: †œLos libros y las cartas de Pablo, varón justo†. No es posible saber el número de cartas. Pero todas las cartas de Pablo, a excepción de la breve nota a Filemón, se encuentran citadas en Ireneo de Lyon, a finales del siglo II; esto hace suponer que Ireneo tuvo en sus manos una colección de las cartas del apóstol. Pero aquí­ se entra ya en la historia del †œcanon† [1 Escritura].
Los autógrafos de las cartas, escritas ciertamente en papiro, se han perdido irremediablemente; sin embargo, se poseen unas 5.000 copias manuscritas, es decir, un patrimonio excepcionalmente rico. Destacan entre ellas 10 papiros del siglo III, fragmentarios, que preceden a los grandes códices unciales completos, el Si-naí­tico y el Vaticano, del siglo IV. El manuscrito más antiguo y autorizado es el ya citado papiro 46 de la colección Chester Beatty, de alrededor del año 200, que nos ha llegado casi completo.
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III. EL EVANGELIO DE PABLO.
Hay mucho de verdad en la afirmación de Bultmann, según la cual la importancia histórica de Pablo consiste en el hecho de haber sido teólogo.
Sin embargo, Pablo no fue un pensador sistemático. Y, en todo caso, la forma fragmentaria y ocasional en que nos ha llegado su pensamiento no permite organizarlo por completo.
En cada una de las cartas, el patrimonio conceptual teológico, más que ilustrado, se presume; por ello no es extraño que desde hace más de un siglo los historiadores y los exegetas estén buscando los elementos constitutivos del †œpaulinismo†. A comienzos de este siglo los autores oscilaban entre la escuela de las religiones (Wrede, Bousset, Reitzenstein) y la escuela escatológica (A. Schweitzer), para las cuales Pablo serí­a el autor de un misterio o de un culto nuevo fuertemente influido por Grecia, o bien un soñador que aguardaba como próxima la llegada del Hijo del hombre.
Pero estas interpretaciones perdieron muy pronto su fascinación. Nacieron sucesivamente por parte católica intentos de exponer de forma sistemática el pensamiento de Pablo sobre la pauta de los manuales de teologí­a (Prat, Bonsirven), mientras que en la otra orilla se situaban otros autores, especialmente R. Bultmann y K. Barth, que situaban el núcleo central del pensamiento de Pablo en la contraposición entre la fe y la ley, refiriéndose a la polémica del apóstol contra sus adversarios judaizantes. Quizá se siga discutiendo todaví­a sobre la articulación interna del pensamiento de Pablo; pero entre tanto ha quedado claro que él se sitúa rigurosamente en un cuadro doctrinal propio ya del cristianismo primitivo, subrayando y desarrollando alguno de sus aspectos sobre la base de su experiencia personal y de su particular vocación apostólica.
Se ha discutido mucho sobre las relaciones de Pablo con el judaismo y sobre su distanciamiento del tronco de la tradición hebrea; es verdad que siguen existiendo concordancias fundamentales relativas al designio de Dios, a la alianza, a la fe, al mesianis-mo; pero se da una diferencia radical en el hecho de la fe en Jesucristo muerto y resucitado, que señala el fin de la †œley†™ (Rm 10,4) e inaugura una alianza universal, de la que todos pueden participar mediante la fe. Así­ pues, el marco del pensamiento paulino parece que puede trazarse de este modo: En un gran designio salví­fico, Dios ofrece la salvación a todos, judí­os y gentiles, en Jesucristo muerto y resucitado (que llamó a Pablo para ser apóstol de los gentiles). Los hombres se hacen partí­cipes de la salvación uniéndose a Cristo mediante la fe, muriendo con él al pecado y participando de la fuerza de su resurrección. Sin embargo, la salvación no es completa todaví­a hasta que él venga; entre tanto, el que está en Cristo ha sido liberado del poder del pecado y de la ley, se hace un hombre nuevo por obra del Espí­ritu y su conducta tiene que inspirarse en la nueva situación en que ha llegado a encontrarse por la llamada de Dios (cf E.P. San-ders, oc, 549). Este parece ser el centro del pensamiento de Pablo, lo que él llama †œsu evangelio† (Rm 2,16; Rm 16,25; 2Co 4,3), que habrá que analizar en sus elementos particulares.
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1. El proyecto salví­fico del Padre.
En el comienzo de todo está el designio de salvación del Padre, inspirado en un amor eterno y comunicativo, el cual llama a todos los hombres a la gracia y a la gloria.
Con frecuencia recuerda Pablo en sus cartas esta iniciativa divina: †œDios os ha escogido desde el principio [o como primicias] para salvaros por la acción santificadora del Espí­ritu y la fe en la verdad. Precisamente para esto os llamó por nuestra predicación del evangelio, para que alcancéis la gloria de nuestro Señor Jesucristo† (2 Tes 2,13-14). Como consecuencia de esta elección †œdesde el principio†™, †œab aeterno†™, Dios llama ahora en el tiempo. Otro pasaje declara que †œDios no nos ha destinado al castigo, sino a la adquisición de la salvación por nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros para que, vivos o muertos, vivamos siempre conél†(lTes 5,9-19). Este †œdesignio†™ (próthesis) salví­fico eterno se menciona con frecuencia en las cartas (Ef 1,9; Ef 1,11; Ef 3,11; Rm 8,28; Rm 9,11). Los grandes textos de Rom 5,8- 11, 8,28-30 y Ep 1,3-14 demuestran que todo procede del amor de Dios, el cual, mientras todaví­a éramos †œenemigos†™ y †œpecadores†™ (Rm 5,8; Rm 5,10), nos amó ya †œen Cristo† (Rm 8,38), †œen su Hijo querido†™ Ef 1,6).
Junto con el amor fontal del Padre, san Pablo habla también de la sabidurí­a, del poder y de la justicia divina. En las dos doxologí­as de la carta a los Romanos se apela a la †œprofundidad de riqueza, de sabidurí­a y de ciencia de Dios† (11,33), †œa Dios, el único sabio†™(16,27), que manifestó el †˜1 misterio escondido durante siglos† relativo a la salvación de todo el género humano. En la tradición del AT la justicia salví­fica de Dios representa para la humanidad el bien supremo y la aurora de la salvación. San Pablo se incorpora a esta tradición hasta el punto de que para él el Dios que llama a la gracia y a la gloria es también el Dios que †œjustifica†™ (Ga 3,8; Rm 3,26; Rm 3,30; Rm 4,5; Rm 8,30; Rm 8,33). En esta obra de justificación salví­fica Cristo realiza la función esencial de mediador: †œEl es justo y es quien justifica al que tiene fe en Jesús† (Rm 3,26). Nosotros ahora †œsomos justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús† (Rm 3,24).
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2. La obra de Cristo redentor.
Veamos ahora más atentamente en qué consiste la obra mediadora de Cristo en el proyecto de la salvación llevado a cabo por el Padre.
Hay que señalar una vez más la actividad del Padre. Es él el que ha enviado al Hijo a nuestro mundo de pecadores para salvarlo (Ga 4,4; Rm 8,3), el que nos ha reconciliado consigo mediante Cristo (2Co 5,18), el que lo ha expuesto como un propiciatorio impregnado de su sangre (Rom,3,25) para justificar a los creyentes (Rm 3,26), el que lo ha resucitado de entre los muertos para nuestra justificación (Rm 4,25); todo procede de Dios, que nos ha amado mientras éramos todaví­a pecadores (Rm 5,8; Rm 8,35; Rm 8,39
†œPero la insistencia con que Pablo subraya la iniciativa del Padre no debe de ninguna manera ofuscar el papel de Cristo y el puesto absolutamente central que tiene su persona en la mente del apóstol. Si Pablo declara que el Padre ha enviado al Hijo (Ga 4,6; Rm 8,3), que no lo perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros(Rm 8,32), afirma igualmente que Cristo se dio a sí­ mismo (Ga 1,4; lTm 2,6; Tt 2,14), se entregó por amor a nosotros (Ga 2,20; Ef 5,2; Ef 5,25)† (5. Lyonnet).
Todo lo que se le atribuye al Padre, Pablo no vacila en atribuí­rselo también al Hijo, que vive y actúa en perfecta sintoní­a con el Padre. Pues bien, el acto por excelencia a través del cual Cristo llevó a cabo la salvación es para Pablo la muerte en la cruz, seguida de la resurrección. †œNosotros anunciamos a Cristo crucificado, escándalo para los judí­os y locura para los paganos, pero poder y sabidurí­a de Dios para los llamados, judí­os o griegos† (1Co 1,22-23); ahora todos †œson justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús, a quien Dios ha propuesto para que, mediante la fe, se obtenga por su sangre el perdón de los pecados† (Rm 3,24-25). †œEl nos ha obtenido con su sangre la redención, el perdón de los pecados† (Ef 1,7). Nos encontramos aquí­ con algunos vocablos y conceptos fundamentales de la soteriologí­a de Pablo; intentemos analizarlos brevemente.
Está en primer lugar el término apolytrosis, con el significado de †œredención, rescate, liberación de†. Se ha sostenido (Deissmann) que hay que leer en esta palabra una reminiscencia del †œprecio del rescate† que, según el uso griego, se pagaba por la liberación de un esclavo, precio que el mismo esclavo podí­a pagar entregándolo a los sacerdotes de un templo. De esta manera el dios mismo adquirí­a el esclavo de manos de su propietario y le ofrecí­a en cambio la libertad. †œNada impide que Pablo se haya inspirado en esta práctica, indica Lyonnet; pero la verdadera interpretación parece que hay que buscarla en otra parte, es decir, en el lenguaje y en las categorí­as de la versión griega de los LXX, en donde la gran redención consiste en la liberación de la esclavitud de Egipto y en la esperanza mesiánica, cuando Dios †œredima a Israel de todos sus delitos† (Sal 130,7-8).
Estas categorí­as del AT se aplicaron a la obra de Cristo realizada en el Calvario. †œSe entregó a sí­ mismo por nosotros para redimirnos (hiña Iytróseí­a4†™y hacefde nosotros un pueblo escogido, limpio de todo pecado y dispuesto a hacer siempre el bien† (Tt 2,14). En los cristianos se realiza de forma mí­stica, pero realmente, lo mismo que experimentaron los hebreos en la liberación de Egipto.
También remite al contexto vete-rotestamentario el término †œpropiciatoria† (hilasterion) con que se presenta el acto redentor de Cristo en Rom 3,24-25, donde se dice literalmente: †œDios lo ha expuesto como propiciatorio en su sangre†™, evocando el ritual de Lev 16,15-19: el propiciatorio, una cubierta de oro colocada sobre el arca de la alianza en el santo de los santos, adornada por dos querubines, era el signo de la presencia divina, y en particular el lugar del perdón de Dios mediante la aspersión de la sangre del sacrificio que hací­a el sumo sacerdote en la fiesta del †œgran dí­a de la expiación. El apóstol ve realizarse en la cruz, rociada de la sangre de Cristo en el momento de su muerte, lo que significaba el ritual Leví­tico, es decir, la comunión espiritual entre el pueblo y Dios mediante la ofrenda de su sangre. Según el ritual Leví­tico, la comunión espiritual entre Dios y su pueblo, que habí­a quedado rota por el pecado, quedaba restaurada por la ofrenda de la sangre, que representa la vida del hombre (Lv 17,11). En esta misma perspectiva ve san Pablo la sangre en la cruz de Cristo.

Otra expresión soteriológica común en el vocabulario paulino es la compra y diprecio. Esta imagen aparece en ico 6,20; 7,23, y en Gal 3,13; 4,5: †œHabéis sido comprados a gran precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo† (1Co 6,20). Esta †œcompra† evoca esencialmente la adquisición que Dios habí­a hecho de su pueblo en tiempos de la alianza (Ex 19,6) para llevar a cabo sus designios. Una vez más se trata de remitir al contexto veterotestamentario.
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Es tí­picamente paulina la manera de entender la obra de Cristo como reconciliación. Este tema aparece principalmente en la segunda carta a los Corintios. Como siempre, la iniciativa parte de Dios; Jesús es su agente y su mediador; el hombre es su destinatario, que con ella queda í­ntimamente renovado y creado de nuevo: †œEl que está en Cristo es una criatura nueva; lo viejo ya pasó, y ha aparecido lo nuevo. Todo viene de Dios, que nos reconcilió con él por medio de Cristo, y nos confió el ministerio de la reconciliación. Pues Dios, por medio de Cristo, estaba reconciliando el mundo, no teniendo en cuenta sus pecados y haciéndonos a nosotros depositarios de la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortase por nosotros. En nombre de Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios†
2Co 5,17-20).
Un gran texto de la carta a los Efesios presenta la muerte de Cristo como holocausto (thysí­a), es decir, como sacrificio que al mismo tiempo es la expresión de su amor a los hombres: †œ(Cristo) nos amó y se entregó por nosotros a Dios como ofrenda y sacrificio de olor agradable† (Ef 5,2). Ya la tradición apostólica habí­a sancionado esta fórmula: †œCristo murió por nuestros pecados† (1Co 15,3). Pablo concibió esencialmente esta muerte como un acto supremo de obediencia y de amor. †œA la desobediencia de Adán, origen de la condenación universal, él opone el acto de obediencia de Jesucristo, por medio del cual todos han sido justificados (Rm 5,19); y una vez más, en Ph 2,5-1 1, a la pretensión orgullosa y egoí­sta de Adán, Pablo parece oponer el misterio de la cruz como un misterio de obediencia y de amor, que tiene su cumplimiento más aún que su recompensa en la resurrección gloriosa (vv. 9-1 1)† (Lyonnet).
Un texto conciso y oscuro de la segunda carta a los Corintios parece ofrecer una nueva categorí­a, la de la expiación o satisfacción dada por otro en lugar de uno mismo: Dios, se dice, †œal que no conoció pecado (o sea, Cristo) le hizo pecado en lugar nuestro, para que nosotros seamos en él justicia de Dios† (2Co 5,21). Cristo ha sido hecho pecado en cuanto que se hizo portador voluntario del pecado de los hombres para eliminarlo, con una alusión al pasaje de 1s53,10, en donde el siervo del Señor ofrece su vida en expiación (†˜asam) por los pecados de su pueblo, y en virtud de ello recibirá †œen herencia multitudes y gente innumerable recibirá como botí­n†.
Un pasaje de la carta a Tito recoge en una fórmula muy densa los temas principales de la enseñanza paulina sobre la redención: Jesucristo †œse entregó a sí­ mismo por nosotros, para redimirnos y hacer de nosotros un pueblo escogido, limpio de todo pecado y dispuesto a hacer siempre el bien† (Tt 2,13-14).
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3. †œSalvados en la esperanza†.
La redención que se adquiere en Jesucristo es para Pablo una salvación actual y presente, pero su cumplimiento se sigue esperando todaví­a. Sólo tendrá lugar con la resurrección de los cuerpos, cuando se alcance la manifestación gloriosa de Cristo, que después de haber triunfado sobre todas las manifestaciones hostiles, la última de las cuales será la muerte, entregará el reino en manos del Padre ico 15,25). †œPorque en la esperanza fuimos salvados† (Rom 8,24).
†œAhora vemos como por medio de un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara† (1Co 13,12). Lo mismo que él resucitó, también nosotros resucitaremos; más aún, en virtud de él también nosotros experimentaremos la gloria de la resurrección, ya que Cristo resucitó †œcomo primicias de los que mueren† ico 15,12-20; Rm 8,11 !Tes4,14). Al hablar de resurrección no se habla de redención lejos del cuerpo, sino de redención del cuerpo, es decir, de la totalidad del sujeto humano.
Por esto †œgemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo† (Rm 8,23). Sin embargo, es cierto que Dios †œnos ha salvado† ya (Tt 3,5), que nos ha resucitado y nos ha hecho revivir con Cristo (Ef 2,5-6) y nos salva del juicio futuro (Rm 5,9), en cuanto que nos ha sustraí­do de la esclavitud de Satanás y nos reconcilia consigo de manera que formemos un solo ser con Jesucristo (Ga 3,28); se trata de un estado ciertamente adquirido, pero cuya plenitud sólo se podrá alcanzar al final de los tiempos, precisamente en la manifestación de Cristo al final de la historia. Se ha hecho ya habitual en el lenguaje cristiano, después de O. Cullmann, expresar esta situación paradójica y estimulante del cristiano con las expresiones †œya†, pero †œtodaví­a no†.
Aquí­ hay que insertar el dinamismo de la esperanza, fundamental en la existencia cristiana, según san Pablo. †œY la esperanza no nos defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espí­ritu Santo que nos ha dado†™ (Rm 5,5 cf Rm 8,16-18; Rm 8,31-39). El capí­tulo 8 de la carta a los Romanos da a la esperanza una dimensión coral y cósmica: †œEl que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por obra de su Espí­ritu, que habita en vosotros† (Rm 8,11). Más aún, †œla creación está aguardando en anhelante espera la manifestación de los hijos de Dios, ya que la creación fue sometida al fracaso… con la esperanza de ser librada de la esclavitud de la destrucción para ser admitida a la libertad gloriosa de los hijos de Dios† (8,19-21).
Una célebre página de la constitución pastoral Gaudium et spes, del Vaticano II, ha puesto esta perspectiva escatológica en conexión clara con el progreso humano. Nos complace recoger aquí­ este texto entretejido todo él de reminiscencias paulinas: †œIgnoramos el tiempo en que habrán de acabar la tierra y la humanidad y no sabemos cómo habrá de ser transformado el universo. Pasa ciertamente el aspecto de este mundo deformado por el pecado. Pero sabemos gracias a la revelación que Dios prepara una nueva morada y una tierra nueva en donde habitaia justicia y cuya felicidad saciará sobreabundantemente todos los deseos de paz que surgen en el corazón de los hombres. Entonces, una vez vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo y lo que se sembró en la debilidad y en la corrupción se revestirá de incorrupción y, permaneciendo la caridad con sus frutos, toda aquella realidad que Dios creó precisamente para el hombre quedará libre de la esclavitud de la vanidad. Es verdad que se nos.advierte que de nada le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí­ mismo. Sin embargo, la esperanza de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien estimular, la solicitud en el trabajo en relación con la tierra presente, en donde crece aquel cuerpo de la humanidad nueva que consigue ya ofrecer una cierta prefiguración de lo que habrá de ser el mundo nuevo. Por tanto, aunque se debe distinguir con todo esmero entre el progreso terreno y el desarrollo del reino de Dios, sin embargo, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, ese progreso es de gran importancia para el reino de Dios† (n. 39).
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4. La salvación mediante la fe.
¿Cómo se aplica y llega hasta el hombre la obra redentora de Cristo? En otras palabras, ¿cómo puede el hombre participar de los frutos de la salvación que ha llevado a cabo Jesucristo?
Tocamos aquí­ uno de los puntos centrales del pensamiento de san Pablo, por el que sufrió y combatió en contra de los judaizantes, que se empeñaban en imponer la ley mosaica. Mediante la ¡fe se llega a las fuentes de la salvación y de la redención. Por esto, el vocabulario pí­stis-pisteúein está en la cima de la nomenclatura paulina; y la fe ocupa el puesto central de su evangelio.
Por medio de la fe el hombre consigue vivir a los ojos de Dios (Rm 1,17).
El tema de la fe ocupa toda la carta a los Gálatas, y sobre todo la carta a los Romanos. La fe es la respuesta personal del hombre a la iniciativa de Dios que sale a nuestro encuentro por medio de su palabra y de sus intervenciones salví­ficas (Rom 10,14s; Ga 1,1 Is). Creer(pisteúein) significa aceptar como real y salví­fico el hecho de la resurrección de Jesús (Rom4,24-25; 10,9; ico 12,3; ico 15, 1-19; 1 Ts 4,14; Flp 2,8-11), mientras que el sustantivo †œfe† (pí­stis) se utiliza en algunas ocasiones para indicar el contenido de la predicación apostó-lica(Rm 10,8; Ga 1,23; Ef 4,5 etc. ). La salvación viene de la fe, y no de las ¡ obras de la ley (Rm 3,20; Rm 3,28); pero la fe es activa en el amor y se difunde en frutos de caridad (Rm 8,14; ico 6,9-11; Ga 5,25); en el exordio de la carta a los Tesalonicenses Pablo da gracias a Dios por †œla actividad de vuestra fe† (lTs 1,3). No es el resultado de una reflexión humana, sino que es don de Dios (Ef 2,8-9) y ha sido producida gratuitamente en el hombre por el Espí­ritu Santo y por el poder de Dios (Rm 3,27; Rm 4,2-5; ico 12,3; 2Ts 2,13). Existencial-mente es una entrega de sí­ mismo a Cristo, al que Dios ha resucitado(Rm 10,9), poniendo todo su ser en relación con Dios.
La carta a los Hebreos contiene una definición de la fe (10,38) y la ilustra con el ejemplo de los santos del AT (c. 11). Es conocimiento en el sentido bí­blico del término, en cuanto que se apodera de todo el ser e influye en su conducta [1 Enseñanza 1-II]; supone una confianza absoluta en el Dios vivo y verdadero, un apoyo exclusivo en él y una obediencia total a su voluntad (Rm 1,5; Rm 6,17; 2Co 10,4; lTs 1,6; 2Ts 1,8). La fe hace experimentar en los corazones la obra de Dios (Rm 5,5). Afectando a todo el ser, es fidelidad en la prueba (1Co 16,13; Flp 1,29; Ef 6,16; Col 1,23 lTh 3,2s)y progreso continuo en el conocimiento de Dios, que se convierte en sabidurí­a y †œsupercono-cimiento†™ (epí­gnósis) (1Co 1,19s; 2Co 10,15; Ef 3,16-19; Flp 3,8-10). Unida a la esperanza y a la caridad en la gran trí­ada cristiana, la fe no cesará más que en el cielo (1Co 13,13). Ofrecida a todos sin distinción alguna de nación, de clase o de sexo, es suscitada por la palabra de los apóstoles y está a disposición de todo el mundo, aun cuando la fe no sea de todos Rm 10,8;Rm 10,14-18; 2Ts 3,2).

En el itinerario hacia la salvación, la fe se expresa en el / bautismo, el cual se convierte en el acto sensible y significativo de acceso a la Iglesia. Aun cuando personalmente Pablo no parece dedicarse particularmente a administrar el rito bautismal (1Co 1,14-17), sin embargo su doctrina bautismal es clara y ofrece diversas explicaciones del acontecimiento. Unido a la fe, el bautismo hace participar de la muerte y de la resurrección de Jesús, sumergiendo, por así­ decirlo al catecúmeno en la muerte de Cristo para hacerlo partí­cipe de una vida nueva según el modelo del resucitado (Rm 6,3-5; Col 2,12; IP 3,18-21). Es un baño de purificación (Ef 5,26), un sello (2Co 1,22; Ef 1,13; Ef 4,30), una iluminación (Ef 5,8-14 Heb6,4), una circuncisión nueva que sustituye a la antigua (Col 2,11-13), un lavado de regeneración (Tt 3,5 ). Es signo de unidad de los creyentes, que son llamados a vivir la misma vida de Cristo (Ef 4,5; Ga 3,27).
Entre los medios de apropiación personal de la salvación hay que enumerar además claramente para Pablo la / eucaristí­a. La primera carta a los Corintios presenta la †œcena del Señor† como †œcomunión†con el cuerpo y con la sangre de Cristo (1Co 10,16) y como principio de unidad de la Iglesia: †œPuesto que sólo hay un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan† (1Co 10,17). La eucaristí­a es el †œcáliz de la nueva alianza† (1Co 11,25), que sanciona la convocatoria del nuevo pueblo de Dios en camino hacia la patria celestial (1Co 10,3-4; ico 10,11-12).
2321 5. EL HOMBRE, NUEVA CRIATURA.
Consecuencia de la redención realizada por Cristo es la nueva antropologí­a que propone Pablo.
San Pablo no vacila en declarar que el que entra dentro del radio de acción de la salvación de Cristo mediante la fe se convierte en †œuna criatura nueva† (2Co 5,17; Ga 6,15), se reviste de Cristo (Ga 3,27), el hombre nuevo (Ef 4,24; Col 3,10), y adquiere la filiación adoptiva (Ga 4,5; Rm 8,15; Rm 8,23; Ef 1,5), pasando de este modo a ser heredero de las promesas delagloriamesiánica(Rom8,17). El que está †œen Cristo† -y la fórmula †œen Cristo† sigue siendo la definición de todo el existir cristiano, con una fuerte densidad de significado- recibe el Espí­ritu, que le da la liberación interior del pecado y de las prescripciones obligatorias de la ley (Rm 8,2-3; Ga 5,1).
En virtud del bautismo, el cristiano forma con sus hermanos un solo cuerpo, que es el †œcuerpo de Cristo† (1Co 12,l2ss; 12,27), un cuerpo del que Cristo es †œcabeza† (Col† 1,18; 2,19; Ef 4, 15). †œPorque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; pues los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. No hay judí­o ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, sois descendencia de Abrahán, herederos según la promesa† (Ga 3,26-29). Los creyentes han sido trasladados†al reino de su Hijo querido† (Col 1,13; ITs 2.12) y tienen en perspectiva la heredad del reino (Ef 5,5). En un pasaje célebre, Pablo compendia al sujeto cristiano en la célebre trí­ada espí­ritu-alma-cuerpo, pneúma-psyjé-sóma (ITs 5,23).
2322
6. †œCaminar según el Espí­ritu†.
Esta nueva forma de ser del hombre se traduce espontáneamente en una nueva forma de obrar, que surge de las raí­ces del ser renovado.
Toda la ética de san Pablo es una consecuencia de la nueva situación ontológica del cristiano. Por eso mismo, en algunas cartas, como Rom, Ep, Col, las indicaciones morales siguen a la parte doctrinal expositiva. El cristiano tiene que vivir de manera digna, en conformidad con la vocación ala que ha sido llamado (Ef4,I; Col 1,10; ITs 2,12). †œSi vivimos por el Espí­ritu, dejémonos conducir por el Espí­ritu† Ga 5,25). Pues bien, †œlos frutos del Espí­ritu son: amor, alegrí­a, paz, generosidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia† (Ga 5,22). En la primera carta a los Corintios los desórdenes sexuales se condenan refiriéndose a la incorporación de los cristianos a Cristo y a la inhabitación del Espí­ritu Santo en ellos (1Co 6, 15-20). La ca-tequesis bautismal que se lee en el capí­tulo 6 de la carta a los Romanos parte de la experiencia de la inserción en Cristo mediante el bautismo (aoristo pasivo), para dar a continuación una exhortación en presente (imperativo, exhortativo), teniendo ante la mente una meta que habrá de alcanzarse tan sólo al final por medio de una donación divina (futuro): †œPor el bautismo fuimos sepultados con Cristo y morimos, para que así­ como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así­ también nosotros caminemos en nueva vida… Consideraos muertos al pecado… Entregaos a Dios como muertos que han vuelto a la vida… Si hemos llegado a ser una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección parecida† (Rm 6,4-13).
El Espí­ritu Santo, que es el Espí­ritu de Cristo, es la verdadera ley interior del cristiano para san Pablo, que ve cumplirse en la edad mesiáni-ca el gran vaticinio de Jer 31,31-34 y de Ez 36,25-27 sobre la ley nueva escrita en los corazones y sobre el Espí­ritu como principio de acción interior (Rm 8,2; Hb 8,8-12; lTs 4,9; Ga 5,18; Ga 5,22-23). La gran trayectoria ética en la que nos introduce el Espí­ritu es la caridad, tema éste sobre el cual Pablo logró encontrar acentos e indicaciones nunca superadas; baste citar 1 Co 13. †œPracticando sinceramente el amor, crezcamos en todos los sentidos hacia aquel que es la cabeza, Cristo. Por él, el cuerpo entero, trabado y unido por medio de todos sus ligamentos, según la actividad propia de cada miembro, crece y se desarrolla en el amor† (Ef 4, 15-16).
Junto con la caridad, la fe y la esperanza forman la gran trí­ada caracterí­stica de la vida cristiana, que informa interiormente toda su actividad (lTs 1,3; ico 13,33; Rm 5,1-5), modificando su estilo de acción y creando nuevas relaciones sociales entre patronos y esclavos (1Co 7,21-23; FIm 16), entre marido y mujer, entre padres e hijos (Col 3,18 Ep 5,22ss), entre ciudadanos privados e instituciones públicas Rm 13,1-7; Rm 12,18), imprimiendo de este modo en las comunidades cristianas una función profética de prefiguración de una nueva humanidad y de un nuevo orden de cosas (Flp 2,15; Col 3,14-17),
2323 7. LOS JUDíOS Y LOS NO CRISTIANOS.
En este punto cabe preguntarse cuál es, según san Pablo, la posición de los judí­os y de los no cristianos en lo que se refiere a la salvación, puesto que no comparten la fe en Jesucristo.
Este problema se ha convertido en un tema muy actual después del Vaticano II, pero puede decirse que estaba ya en el corazón de Pablo, el cual viví­a diariamente en contacto no sólo con sus hermanos de Israel, cerrados en su mayor parte a la fe cristiana, sino también con las turbas que encontraba en las ciudades grecorromanas, en donde el porcentaje de convertidos era tan pequeño que parecí­a inapreciable. Pablo toca expresamente este tema en su carta a los Romanos: †œEl (Dios) pagará a cada uno según sus obras: la vida eterna a los que, mediante la perseverancia en las buenas obras, buscan la gloria, el honor y la inmortalidad; pero a los egoí­stas, a los que rechazan la verdad y se entregan a la injusticia, un castigo implacable. Tribulación y angustia para todo el que obra el mal, tanto judí­o como griego; gloria, en cambio, honor y paz a todo el que obra bien, tanto judí­o como griego† (Rm 2,6-10). Y más adelante, en el mismo capí­tulo: †œCuando los paganos, que no tienen ley, practican de una manera natural lo que manda la ley, aunque no tengan ley, ellos mismos son su propia ley. Ellos muestran que llevan la ley escrita en sus corazones, según lo atestiguan su conciencia y sus pensamientos, que unas veces los acusan y otras los defienden, como se verá el dí­a en que juzgue Dios los secretos del hombre† (vv. 14-16). Su enseñanza es clara: todo ser humano, por naturaleza (physei), sea cual sea su origen, tiene la ley de Dios escrita en su corazón y, si la observa, recibe la justificación del Espí­ritu, puesto que †œno es circuncisión lo que aparece exteriormen-te en la carne…, sino que la verdadera circuncisión es la del corazón, según el espí­ritu, no según la letra; cuya alabanza no viene de los hombres, sino de Dios† (Rm 2,28-29). Podemos preguntarnos cuál es este †œdictamen de la ley† (érgon toü nómou) escrito en los corazones. ¿Cuáles son los actos dictados por el corazón que son útiles para la justificación y la salvación (Rm 12,26)? Refiriéndose al contexto del pensamiento de Pablo, que ve la quintaesencia de la ley condensada en el precepto del amor al prójimo (Rm 13,8-10; Ga 5,14), hay motivos suficientes para pensar que el †œdictamen de la ley†, la †œobra de la ley†, es el amor activo al prójimo, según la regla de oro que se encuentra en el NT (Mt 7,12), en el AT(Lv 19,18; Tb 4,15) y en todas las grandes religiones.
Más articulado y más lacerante es en Pablo el problema de los judí­os que no se han adherido a la fe en el Señor Jesús. Habla ampliamente de ellos en los capí­tulos 9-1 1 de la carta a los Romanos. †œTengo una tristeza inmensa y un profundo y continuo dolor. Quisiera ser objeto de maldición, separado incluso de Cristo, por el bien de mis hermanos, los de mi propia raza; son los israelitas, a los que Dios adoptó como hijos y a los que se apareció gloriosamente; de ellos es la alianza, la ley, el culto y las promesas; de ellos son también los patriarcas; de ellos procede Cristo en cuanto hombre, el que está por encima de todas las cosas y es Dios bendito por los siglos†(Rm 9,1-5). ¿Qué es lo que dice Pablo en sustancia de los judí­os? Ellos son la †œprimicia santa†, la †œraí­z santa†, el †œolivo bueno† en el que se han injertado los gentiles Rm 11,16; Rm 11,24). Pues bien, la palabra de Dios no ha fallado (Rm 9,6), Dios no ha repudiado a su pueblo (Rm 11,1), son irrevocables los dones y la llamada divina (Rm 11,29). Esto significa que la antigua alianza no se ha abolido jamás y que se cumplirá el designio divino sobre su pueblo. Si su caí­da ha sido ocasión de salvación para los gentiles, †œicuánto más lo será su conversión en masa!† (Rm 11,11-12).
Y viene aquí­ la misteriosa afirmación: su obcecación parcial proseguirá hasta que haya entrado la plenitud de las gentes: †œentonces todo Israel se salvará… Pues así­ como vosotros en otro tiempo fuisteis desobedientes a Dios y ahora habéis conseguido misericordia por la desobediencia de ellos, así­ también ahora ellos han sido desobedientes, para que con ocasión de la misericordia que os ha concedido a vosotros también ellos alcancen riiisericordia† (Rm 11,26; Rm 11,30-31).
2324
8. El ministerio de los apóstoles.
La rendención y la salvación se les ofrecen a los hombres en la historia a través del ministerio de los apóstoles, †œservidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios† (1Co 4,1).
La Iglesia está llamada a comunicar a todos los hombres †˜la incalculable sabidurí­a de Dios†, y Pablo tiene la conciencia de haber sido llamado también él, †œel más insignificante de todos los cristianos†, a evangelizar a los paganos…, a declarar el cumplimiento de este plan secreto, escondido desde todos los siglos en Dios, creador de todas las cosas† (Ef 3,9). Son múltiples y muy variadas las funciones confiadas a la Iglesia con esta finalidad. †œEl (Cristo) a unos constituyó apóstoles; a otros, profetas; a unos evangelistas, y a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los cristianos en la obra de su ministerio y en la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y al conocimiento completo del Hijo de Dios† (Ef 4,1 ??). En el plan de Dios la salvación va ligada a la evangelización (lTs 2,16), que se sirve de las Escrituras (Rm 16,25-26) para hacer nacer la fe en todas las gentes; pero la evangelización supone la actividad de los misioneros: †œPor tanto, todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Ahora bien, ¿cómo van a invocar a aquel en quien no creen? ¿Cómo van a creer en él si no han oí­do hablar de él? ¿Y cómo van a oí­r hablar de él si nadie les predica? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?† (Rm 10,13-14).
En cuanto a Pablo, se ve acuciado por la urgencia de anunciar el evangelio: †œelegido para predicar el evangelio de Dios† (Rm 1,1), poseí­do e impulsado por el amor de Cristo (2Co 5,14), creyó y por eso habla (2Co 4,13); la †œnecesidad† lo empuja: †œiay de mí­ si nú evangelizare!† (1Co 9,16). De aquí­ se deduce la importancia fundamental de la †œpalabra† del anuncio en orden a la difusión de la salvación (lTs 1,5; lTs 2,1-12; ico 2,1-5).
Depositarios de la †œpalabra de la reconciliación† (2Co 5,19), los apóstoles ejercen su ministerio en calidad de †œcolaboradores† de Dios (2Co 5,18; 2Co 6,1). En las cartas pastorales se imparten disposiciones para que la †œpalabra† a transmita con fidelidad a las generaciones venideras hasta la llegada del Señor. En la segunda carta a Timoteo se lee: †œHiio Jçque la gracia de Cristo Jesús te haga fuerte; y las cosas que me oí­ste a mí­ ante muchos testigos, confí­alas a hombres leales, capaces de enseñárselas a otros† 2Tm 2,1-2 cf 2Tm 4,1; Tt 1,9 lTim3.2).
En subordinación a la †œpalabra†, también el bautismo y la cena del Señor anuncian y actualizan la muerte de Cristo, y los creyentes son llamados a tomar parte en ella para poder participar también de su resurrección (1Co 11,26; Rm 6,5).
Aunque las cartas de Pablo no ofrecen muchas indicaciones en este sentido, no cabe ninguna duda sobre la función soteriológica de estos actos sacramentales de la Iglesia primitiva.
2325
IV. PABLO Y JESUS.
La persona y la obra de Jesús dominan la vida y el pensamiento de Pablo, y tienen razón los crí­ticos que ven en la cristologí­a la †œestructura fundamental† de su pensamiento. Sin embargo, se imponen aquí­ dos constataciones que desde hace más de un siglo estimulan el interés de los estudiosos. La primera es que Pablo no muestra gran interés por la biografí­a histórica de Jesús; su atención se concentra por entero en el doble acontecimiento de la muerte y resurrección. La segunda es que, mientras que Jesús anuncia la inminencia y la llegada del reino de Dios, Pablo predica que la muerte y la resurrección de Jesús son el acontecimiento capital de la historia y que en el Cristo muerto y resucitado Dios salva por su gracia a todos los hombres.
Estas dos constataciones merecen alguna consideración, mientras que tiene menor importancia el interrogante -al que de ordinario se responde negativamente- de si Pablo conoció a Jesús durante su vida terrena. No es posible deducirlo de la afirmación de 2Co 5,16: †œSi un tiempo conocimos a Cristo a lo humano, ahora ya no lo conocemos así­†. El escaso interés de Pablo por la biografí­a terrena de Jesús y la concentración de su reflexión en la muerte-resurrección indujeron a algunos crí­ticos como F. C. Baur y W. Wrede a contraponer a Pablo y a Jesús, haciendo de él el †œsegundo fundador del cristianismo†, aquel que habrí­a transformado el puro †œmensaje moral† del evangelio en un culto mistérico.
A estas posiciones se adhirieron en el pasado algunos crí­ticos italianos, como Santangelo y Omodeo. De ellas depende F. Nietzsche en su violenta polémica antipaulina. Pero progresivamente la crí­tica se fue liberando de estas ideologí­as, ya con A. Schweitzer, W. Heitmüller y luego con R. Bultmann, para quien †œlo decisivo que Jesús espera, para Pablo ya se ha cumplido†. Pablo ve como presente o como un presente ya incoado en el pasado lo que para Jesús es futuro. Los discí­pulos de Bultmann, entre ellos E. Kásemann y G. Bornkamm, perfeccionando sus investigaciones, han destacado la continuidad entre el anuncio de Jesús y la predicación de Pablo, subrayando que Jesús se presentó ya claramente a sí­ mismo como punto de encuentro entre los hombres y Dios (Lc 12,8-9; Lc 14,26) y tuvo conciencia de sí­ como Hijo de Dios Mc 14,36), revelándose como superior a la ley (Mt 5,21 Ss) y con el poder de perdonar los pecados Lc 11,20).
Si luego se tiene presente que entre la predicación †œprepascual†™ de Jesús y la teologí­a de san Pablo tuvo lugar la muerte y la resurrección de Jesús, el don del Espí­ritu en pentecostés, la formulación del kerigma primitivo y la experiencia de la efusión del Espí­ritu también sobre los paganos (Hch 10,47-48), entonces la relación entre la cristologí­a implí­cita de Jesús y la explí­cita de Pablo aparece en términos de continuidad histórica sustancial. †œEl Cristo creí­do y proclamado por san Pablo no es distinto del Jesús que se manifestó en sus palabras y sus acciones… El acontecimiento nuevo de la resurrección, que separa a Jesús de Pablo y del cristianismo primitivo, no constituye solamente la explosión de las fuerzas del mundo nuevo en el resucitado, que se convirtió por ello en espí­ritu creador de vida (pneüma zoopoioún) (1Co 15,45), sino también la legitimación del poder divino y escatológico (exou-sí­a) de perdonar los pecados que reivindicaba el Jesús histórico (Mc 2,10) y que se encarnaba en el hecho de compartir la mesa con los pecadores (Mc 2,15-17; Lc 19,1-10). Por otra parte, se explica el desinterés de Pablo por todo lo que Jesús dijo e hizo. Privado de la experiencia de los discí­pulos históricos, convertido en cristiano y en apóstol en virtud de la †œvisión del resucitado, inserto en el cristianismo de lengua griega de Siria, concentró toda su atención en la muerte y resurrección de Cristo, vértice de la revelación (apokalypsis) del Padre de Jesús. Le bastaba con mantener y con subrayar que el resucitado, visto con los ojos de la fe, es por identidad personal el Jesús de Naza-ret que murió en la cruz (G. Barba-glio, o. c, 250). En otras palabras entre el Jesús terreno y Pablo se colocan la muerte y la resurrección de Jesús, culminación de su vida y principio del mundo nuevo. La comunidad primitiva, al formular el anuncio evangélico, habí­a señalado en este punto el quicio del acontecimiento mesiánico y el cumplimiento del designio de Dios en favor de los hombres: Jesús murió †œpor nosotros†™, por los impí­os†, †œpor nuestros pecados†™, †œpor todos† (fórmulas hypér). Pablo se adueñó de esta fórmula (1Co 1,13 ll,24;2Cor5,14. ico 15; ico 2,20; ico 3,13; Rm 5,6-8; Rm 8,32; Rm 14,15; Col 1,24; Ef 5,2; Ef 5,25), apuntando según su genio hacia lo esencial y haciendo prácticamente de ella la base de toda su cristologí­a. De esta manera, entre Jesús y Pablo se sitúa como eslabón de enlace la comunidad cristiana primitiva, con la que el apóstol comparte la fe y la predicación, aun cuando su especial carisma y su vocación lo llevaron a desarrollar algunos aspectos propios.
2326
V. PABLO EN LA IGLESIA.
La presencia de Pablo en la Iglesia ha sido siempre estimulante, tal como resulta desde los mismos orí­genes cristianos. Ya hemos hablado de la segunda carta de Pedro, en donde éste se apoya en Pablo, reconociendo la autoridad (3,15-1 6) del †œqueridí­simo hermano. Se observa una equiparación análoga con Pedro y la exaltación de la autoridad de ambos en la Primera carta a los Corintios, de Clemente Romano, y en la Carta a los Romanos, de Ignacio de Antioquí­a. Policarpo se refiere en repetidas ocasiones a Pablo en su Segunda carta a la Iglesia de Fiipos, confesando que jamás será capaz de †œaproximarse a la sabidurí­a del bienaventurado y glorioso Pablo†™. La Epistula aposto-Iorum, apócrifo escrito por los años 160- 170, traza su apologí­a subrayando su investidura divina; la Carta a Diogneto muestra un profundo conocimiento y asimilación del pensamiento paulino; la Carta de Bernabé deja ver un conocimiento seguro de su enseñanza, mientras que en la Di-dajé no se observa ninguna alusión a Pablo. ¿Silencio intencional o casual? Hay razones para plantearse esta pregunta, ya que precisamente en el siglo II Pablo se encuentra en el centro de las grandes controversias cristianas, reivindicado o atacado por las corrientes marginales y heréticas.
Así­, a mediados del siglo n, Mar-ción se apropió de él de forma maxi-malista, convirtiéndose en promotor de un paulinismo exasperado, que radicalizaba la antí­tesis evangelio-ley, contraponiéndolo a Pedro y a los demás apóstoles judaizantes.
Por este mismo perí­odo los gnósticos lo reivindicaban también para sí­, explotando algunas de sus expresiones, como †œeones†™, †œpleroma†™, †œpsí­quico-pneumático†™, †œgnosis, †œculto espiritual†™, †œbajada† a la tierra, †œúltimo Adán†™, etc. En la orilla de enfrente otros grupos de judeo-cristianos marginales a la gran Iglesia, que reivindicaban la observancia de las prescripciones de la ley (ebio-nitas, elcesaí­tas, etc.) lo rechazan y lo excomulgan sin apelación, calificándolo -como las Pseudoclementi-nas- de †œinimicus homo†™, †œinimicus ille homo. Contra los dos extremos del anti-paulinismo de los judeo-cristianos y del paulinismo maximalista de Marción y de los gnósticos se alzó vigorosamente la voz de Ireneo de Lyon a finales del siglo?, demostrando la sintoní­a del apóstol con los evangelios, con los Hechos y con las Escrituras hebreas. Ac aquí­ cómo se expresa en la conclusión del libro IV del Adversus haereses: †œTodaví­a hemos de añadir a las palabras del Señor las palabras de Pablo, examinar su pensamiento, exponer al apóstol, aclarar todo lo que ha recibido de otras interpretaciones por parte de los herejes, que no comprenden lo más mí­nimo de lo que dijo Pablo, mostrar la estupidez de su locura y demostrar, precisamente a partir de Pablo -de quien ellos sacan sus objeciones contra nosotros-, que son unos mentirosos, mientras que el apóstol, heraldo de la verdad, enseñó todas las cosas plenamente de acuerdo con la predicación de la verdad†™ (o.c, IV, 41,4).
Desde entonces Pablo continúa su presencia dinámica en la Iglesia. Sin él no podrí­a concebirse la teologí­a cristiana ni la historia misma del cristianismo. Baste pensaren el influjo que ha ejercido solamente su carta a los Romanos en la historia espiritual de Occidente.
2327
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P. Rossano
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Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

I. Vida

a. Fondo

Desde el nacimiento de Pablo hasta su aparición en Jerusalén como perseguidor de los cristianos hay poca información sobre su vida. Si bien era de la tribu de Benjamín, y miembro celoso del partido de los fariseos (Ro. 11.1; Fil. 3.5; Hch. 23.6), había nacido en Tarso como ciudadano romano (Hch. 16.37; 21.39; 22.25ss). Jerónimo cita una tradición según la cual los antepasados de Pablo eran oriundos de Galilea. No se sabe a ciencia cierta si emigraron a Tarso por razones comerciales o si fueron ubicados allí como colonos por algún gobernante sirio. El que fuesen ciudadanos sugiere que habían residido allí durante bastante tiempo.

Sir William Ramsay y otros han demostrado que Tarso era, indudablemente, “una ciudad no insignificante”. Era un centro de cultura, y en general los entendidos han supuesto que Pablo se vinculó con diversas filosofías y cultos religiosos gr. durante su juventud, pasada allí. Van Unnik ha cuestionado esta suposición. Sostiene que los textos pertinentes (Hch. 22.3; 26.4s) ubican a Pablo en Jerusalén desde que fue niño pequeño; Hch. 22.3 se ha de leer en secuencia: (i) nacido en Tarso; (ii) criado sobre las rodillas de su madre (anatethrammenos) en esta ciudad; (iii) educado a los pies de Raban *Gamaliel el viejo. Siendo “joven” (Hch. 7.58; Gá. 1.13s; 1 Co. 15.9) a Pablo se le dio autoridad oficial para dirigir la persecución de los cristianos, y como miembro del consejo de una sinagoga o del sanedrín “di mi voto” en contra de ellos (Hch. 26.10). A la luz de la educación de Pablo, y de la prominencia que adquirió tempranamente, podemos suponer que su familia era de ciertos medios, y de posición prominente; el acceso que su sobrino tuvo a los líderes de Jerusalén concuerda con esta impresión (Hch. 23.16, 20).

En cuanto a la apariencia personal de Pablo los relatos canónicos sugieren solamente que no se destacaba (1 Co. 2.3s; 2 Co. 10.10). Una descripción más gráfica, que Deissmann (p. 58) y Ramsay (CRE, pp. 31s) se inclinan a aceptar, aparece en la obra apócrifa Hechos de Pablo y Tecla: “Y vio venir a Pablo, hombre de pequeña estatura, cabello ralo, piernas torcidas, buen estado físico, cejas unidas, nariz más bien aguileña, lleno de gracia: porque algunas veces se lo veía como un hombre, y otras tenía el rostro de un ángel.”

b. Conversión y ministerio inicial

Si bien no hay pruebas de que Pablo hubiese estado en contacto con Jesús durante su ministerio terrenal (2 Co. 5.16 significa solamente “considerar desde un punto de vista humano”), sus parientes cristianos (cf. Ro. 16.7) y su experiencia en torno al martirio de Esteban (Hch. 8.1) tienen que haber hecho un impacto en él. La pregunta del Jesús glorificado en Hch. 26.14 lo hace suponer. El resultado del encuentro de Pablo con el Cristo resucitado ofrece amplia certidumbre de que se trataba de la experiencia de una mente sana; y puede interpretarse adecuadamente, como en efecto lo interpreta Lucas, solamente como un acto milagroso, que transformó al enemigo de Cristo en su apóstol. Los tres relatos de Hch. (caps. 9, 22, 26) dan testimonio no solamente de la significación de la conversión de Pablo para el tema de Lucas (cf. CBQ 15, 1953, pp. 315–338), sino también, como lo han sugerido J. Dupont y M. E. Thrall en la Festschrift dedicada a Bruce, su importancia esencial para la cristología de Pablo y para su propia interpretación de su ministerio a los gentiles. Cf. Kim, pp. 135–138, 170ss, 338.

Aparte de un intervalo en el desierto transjordano, Pablo pasó tres años después de su bautismo predicando en Damasco (Gá. 1.17; Hch. 9.19ss). Presionado por los judíos huyó a Jerusalén, donde Bernabé se aventuró a presentarlo a los líderes de los cristianos que, naturalmente, sospechaban de él. Su ministerio en Jerusalén duró apenas dos semanas, porque nuevamente ciertos judíos helenísticos procuraron matarlo. Para evitarlos, Pablo regresó a la ciudad donde había nacido, pasando allí un “período de silencio” de unos diez años. No cabe duda de que fueron de silencio para nosotros únicamente. Bernabé, al enterarse de sus trabajos, y recordando su primer encuentro con él, le pidió que fuese a Antioquía con él, para ayudarlo en la floreciente misión gentil (Gá. 1.17ss; Hch. 9.26ss; 11.20ss). Estos “cristianos”, como se los había apodado poco antes, comenzaron su propia obra misionera. Después de un año de notables bendiciones Pablo y Bernabé fueron enviados a visitar a los colegas de Judea, que estaban siendo azotados por el hambre.

c. Misión a Galacia—el concilio de Jerusalén—misión a Grecia

Al regresar de Jerusalén—alrededor del 46 d.C.—Pablo y Bernabé, comisionados por la iglesia en Antioquía, se embarcaron en un viaje evangelístico. Este viaje los llevó por la isla de Chipre y “el S de Galacia” (Hch. 13–14). Su estrategia, que se convirtió en el modelo adoptado por las misiones paulinas, consistía en predicar primero en la sinagoga. Algunos judíos y gentiles “temerosos de Dios” aceptaban el mensaje y se convertían en el núcleo de una asamblea local. Cuando el grueso de los judíos rechazaba el evangelio, a veces con violencia, el foco de la predicación se transfería a los gentiles (cf. Hch. 13.46s). A pesar de estos peligros, y de la defección de su ayudante, Juan Marcos, en Perge, la misión logró establecer un testimonio cristiano en Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra, Derbe, y posiblemente Perge.

Mientras tanto el ingreso de gentiles en la iglesia suscitó serios interrogantes relativos a sus relaciones con las leyes y costumbres judaicas. Un buen número de judíos creyentes insistía en que los gentiles debían circuncidarse, y que debían observar la Ley mosaica, si habían de ser recibidos en condiciones de igualdad en la comunidad cristiana. Al regresar a Antioquía (ca. 49 d.C.), Pablo, viendo en este movimiento judaizante una amenaza a la naturaleza misma del evangelio, expresó su oposición en términos sumamente claros. Primero, reprendió a Pedro públicamente (Gá. 2.14), después de que este último, a fin de evitar una ruptura con ciertos judaizantes, se había apartado de los cristianos gentiles. Segundo, al oír que la herejía judaizante estaba infectando las iglesias que acababa de establecer, Pablo escribió una punzante carta de advertencia a los gálatas en la que se defendía vigorosamente el credo paulino de la “salvación por gracia mediante la fe”.

Estos acontecimientos en Antioquía dieron lugar a la primera gran crisis teológica de la iglesia. A fin de resolver los problemas que ella planteaba, la iglesia en Antioquía mandó a Pablo y a Bernabé a conferenciar con “los apóstoles y los ancianos” de Jerusalén (ca. 50 d.C., Hch. 15). El concilio que se celebró juzgó que a los gentiles correspondía “no imponeros ninguna carga más” que la de abstenerse de lo sacrificado a ídolos, de carne con su sangre, de carne de animales estrangulados, y de la falta de castidad (o incesto). El efecto de esta decisión equivalía a apoyar el argumento de Pablo de que los gentiles no estaban de ningún modo obligados a guardar la ley mosaica. Las restricciones mencionadas parecen haber sido de aplicación local principalmente (cf. 1 Co. 8), y con el fin de suavizar las relaciones entre judíos y gentiles.

A raíz de diferencias con Bernabé (sobre si llevar nuevamente a Juan Marcos) Pablo invitó a un nuevo compañero, Silas, a acompañarlo en su segundo viaje misionero (Hch. 15.40–18.22). De Antioquía visitaron por tierra a las iglesias del “S de Galacia”, y en Listra agregaron al joven Timoteo al grupo. El Espíritu Santo les prohibió evangelizar el O, por lo que viajaron hacia el N, pasando por el “N de Galacia”, donde pueden haber hecho algunos conversos (cf. Hch. 16.6; 18.23). En Troas Pablo vio en visión un “varón macedonio” que lo llamaba. Así comenzó la evangelización de Grecia. En Macedonia se establecieron misiones en Filipos, Tesalónica, y Berea; en Acaya, o el S de Grecia, Atenas y Corinto fueron visitadas. En esta última ciudad Pablo permaneció casi dos años, fundando una comunidad cristiana que habría de ser fuente de gozo y de pruebas en el futuro. Por medio de sus colaboradores (Lucas, el médico, se unió al grupo en Troas), y por correspondencia (las epístolas a los tesalonicenses), se mantuvo en contacto también con las jóvenes iglesias de Macedonia, que luchaban por afianzarse. El Espíritu Santo movió a Pablo a volver la vista hacia la provincia de Asia, y dejó como grupo de avanzada a sus colegas corintios Priscila y Aquila. En un rápido viaje de retorno a Antioquía (vía Jerusalén) Pablo completó su “segundo viaje misionero” y, después de una permanencia final en Antioquía, se preparó para trasladar su base de operaciones al O de Éfeso.

d. El ministerio egeo

En muchos sentidos el ministerio egeo (ca. 53–58 d.C.; Hch. 18.23–20.38) fue el más importante de la vida de Pablo. La provincia de Asia, tan importante para la iglesia posterior, fue evangelizada; y se aseguraron los puestos de avanzada cristiana en Grecia. Durante esos años escribió las Cartas a los Corintios, la de Romanos, y quizá una o más de las epístolas desde la prisión (Ef., Fil., Col., Flm.), las que en la providencia de Dios habrían de integrar las Escrituras sagradas y autorizadas para todas las generaciones. Para el apóstol este fue un tiempo de triunfo y derrota, de proclamación del evangelio y de herejías amenazantes, de gozo y frustración, de actividad y de meditación en la prisión. El Cristo resucitado utilizó todas estas cosas para moldear a Pablo a su imagen, y para dar a conocer su palabra por medio de él a la iglesia.

De Antioquía Pablo viajó por tierra, por la conocida región de Galilea, a Éfeso. Allí se encontró con ciertos “discípulos”, entre ellos Apolos, que habían conocido a Juan el Bautista y, presumiblemente, a Jesús (Hch. 18.24ss). Sobre este fundamento creció la iglesia, y Dios realizó milagros tan extraordinarios que ciertos exorcistas judíos comenzaron, sin éxito, a usar el nombre de “Jesús, el que predica Pablo”. Pronto surgió la oposición provocada por los devotos de la diosa Artemisa (Diana), patrona de la ciudad; y Demetrio, próspero fabricante de ídolos, logró (por motivos que no eran precisamente piadosos) incitar al pueblo a provocar un tumulto. Evidentemente Pablo había hecho anteriormente varios viajes breves partiendo de Éfeso; aprovechó esta ocasión, unos tres años después de su llegada, para hacer una visita final a las iglesias en la zona del Egeo. A través de Troas llegó a Macedonia, donde escribió 2 Co., y, después de un tiempo, viajó hacia el S, a Corinto. Allí pasó el invierno y escribió la carta a los “Romanos” antes de volver sobre sus pasos a Mileto, puerto cerca de Éfeso. Luego de una emotiva despedida Pablo “ligado … en espíritu”, y bajo nubes amenazantes, partió por mar hacia Jerusalén, y a un arresto casi seguro. Esto no lo disuadió, porque Asia había sido conquistada y él tenía visiones con respecto a Roma.

e. El encarcelamiento en Cesarea y en Roma; muerte de Pablo

Pablo desembarcó en Cesarea y, con una ofrenda recogida para los pobres, llegó a Jerusalén en Pentecostés (Hch. 21.23s; cf. 1 Co. 16.3s; 2 Co. 9; Ro. 15.25ss). Aunque tuvo la precaución de observar los ritos del templo, peregrinos judíos de Éfeso, recordando al “apóstol a los gentiles”, lo acusaron de violar el templo, e incitaron a la multitud a provocar un tumulto. Fue arrestado, pero se le permitió dirigirse a la multitud, y más tarde al sanedrín.

A fin de que no fuese linchado, Pablo fue llevado a Cesarea, donde *Félix, el gobernador romano, lo encarceló por dos años (ca. 58–60 d.C., Hch. 23–26). Luego Festo, sucesor de Félix, insinuó que entregaría a Pablo a los judíos para que fuese juzgado. Sabiendo de antemano cuál sería el resultado de semejante “juicio”, Pablo, como ciudadano romano, apeló a César. Después de una conmovedora entrevista con el gobernador y sus invitados, el rey Agripa y Berenice, fue enviado bajo custodia a Roma. Así, bajo circunstancias probablemente imprevistas, el Cristo resucitado cumplió el sueño del apóstol y sus propias palabras dirigidas a Pablo: “Es necesario que testifiques también en Roma” (Hch. 23.11). El viaje por mar fue sumamente agitado y, después de un naufragio, Pablo pasó el invierno en Malta (ca. 61 d.C.). Llegó a Roma en la primavera y pasó los dos años siguientes bajo arresto domiciliario, “enseñando acerca del Señor Jesucristo, abiertamente y sin impedimento” (Hch. 28.31). Aquí termina el relato de Hechos, y el resto de la vida de Pablo tiene que armarse sobre la base de otras fuentes. (Un útil estudio sobre la época apostólica, y el lugar de Pablo en ella, puede verse en F. F. Bruce, New Testament History, 1969.)

Lo más probable es que Pablo haya sido puesto en libertad en el 63 d.C., y que haya visitado España y la región del Egeo antes de ser arrestado nuevamente y muerto a manos de Nerón (ca. 67 d.C.). 1 Clemente (5.5–7; 95 d.C.[?]), el canon muratorio (ca. 170 d.C.), y el apócrifo Hechos de Pedro (1.3; ra. 200 d.C.), de Vercelli, dan testimonio de un viaje a España; y las epístolas pastorales parecerían suponer un ministerio posterior a Hechos en el E. Hasta el final Pablo peleó la buena batalla, acabó la carrera, y guardó la fe. Su corona le espera (cf. 2 Ti. 4.7s).

II. Cronología

a. Reconstrucción general

El libro de Hechos, complementado con los datos de las epístolas y de fuentes judaicas y seculares, sigue sirviendo como el marco cronológico de la mayoría de los especialistas. Su compatibilidad esencial con la secuencia de la misión de Pablo, reconocible (en parte) en sus cartas, es evidente (cf. T. H. Campbell, JBL 74, 1955, pp. 80–87). Sin embargo, el carácter incompleto del mismo, y su vaguedad cronológica, aun en los períodos que trata, es algo que se acepta crecientemente; y existe una creciente disposición a interpolar (p. ej. un encarcelamiento efesio), en el marco mencionado, otros datos o recontrucciones. Las fechas fijas con la historia secular no son numerosas. La más segura es el proconsulado de Galión (cf. Hch. 18.12), que puede fijarse en el 51–52 (Deissmann) o 52–53 d.C. (Jackson y Lake; cf. K. Haacker, BZ 16, 1972, pp. 252–255). Si en Hch. 18.12 Galión había asumido su cargo recientemente (Deissmann), la estancia de Pablo en Corinto puede fecharse entre fines del 50 d.C. y el otoño del 52 d.C. Esto concuerda con la “reciente” expulsión de Priscila y Aquila de Roma (Hch. 18.2), que puede datarse ca. 50 d.C. (Ramsay, SPT, pp. 254). El ascenso de Festo (Hch. 24.27) se coloca frecuentemente en el 59 o 60 d.C. Pero la falta de indicios claros deja incierta la cuestión (cf. C. E. B. Cranfield, Romans, ICC, 1975, pp. 14s; Robinson, pp. 43–46).

Además de las tres fechas anteriores, la mención del rey Aretas de Nabatea (2 Co. 11.32), el hambre en Judea (Hch. 11.28), el viaje de Pablo a España, y su martirio en Roma bajo Nerón (Ro. 15.28; 1 Clemente 5; Eus., HE 2.25–3.1) proporcionan datos cronológicos menos específicos, como sigue. Primero, hay monedas de Damasco que indican la ocupación romana hasta el 33 d.C., pero entre 34 y 62 d.C. faltan; esto coloca un terminus a quo para la conversión de Pablo en el 31 d.C. (e.d. 34 d.C. menos 3; cf Gá 1.18; ICC sobre 2 Co 11.32). (Pero parecería que los nabateos asumieron el control cuando subió Calígula en 37 d.C.; cf. A. H. M. Jones, The Cities of the Eastern Roman Provinces2, 1971.) Segundo, Josefo (Ant. 20. 101) menciona una gran hambre ca. 44–48 a.C., que probablemente haya que ubicar en el 46 d.C. Tercero, por tradición la muerte de Pablo puede fecharse con alguna probabilidad en los últimos años de Nerón, ca. 67 d.C.

b. La relación entre Hechos y Gálatas

La única cronología plenamente satisfactoria es una que se obtiene de un consenso entre Hechos, las epístolas, y fuentes extrabíblicas. Un problema incesante para una síntesis de esta naturaleza ha sido la relación entre Hechos y Gálatas. La identificación de la visita de Pablo a Jerusalén en Gá 1.18 con Hch. 9.26ss raras veces se cuestiona; la segunda visita en Gá. 2.1 ss plantea el problema principal. Tres puntos de vista se sostienen en la actualidad: Gá. 2 equivale a Hch. 15, o a Hch. 11.27–30, o a Hch. 11 y 15. En el pasado el primer punto de vista recibió mayor aceptación (cf. E. de W. Burton, The Epistle to the Galatians, 1921, pp. 115ss), y sigue atrayendo a algunos comentaristas (cf. H. Schlier, An die Galater, 1951, pp. 66ss [en cast. Gálatas, 1975]; H. Ridderbos, Galatians, 1953, pp. 34s). Las siguientes objeciones, entre otras, han contribuido a minarlo: Gá. 2 describe una segunda visita y una reunión privada sin referencia a ningún documento; Hch. 15 es una tercera visita, que comprende un concilio público, y que culmina en un decreto oficial. Muchos eruditos consideran que es increíble que Gá. omitiera, en un contexto altamente pertinente, la mención del concilio apostólico y el decreto.

El segundo punto de vista, frecuentemente asociado con la teoría del S de Galacia, da nueva vigencia a una interpretación de Calvino, y resuelve una cantidad de estas objeciones. Hch. 11 es una segunda visita, por revelación, y está relacionada con los pobres (cf. Gá 2.1–2, 10); el concilio apostólico de Hch. 15 ocurre después de haberse escrito Gá., y por consiguiente, no está relacionado con el problema. Este punto de vista, propuesto en tiempos modernos por Ramsay (SPT, pp. 54ss) y apoyado últimamente por Bruce (BJRL 51, 1968–69, pp. 305ss; 54, 1971–72, pp. 66s), es, probablemente, el que prevalece entre los eruditos británicos (cf. C. S. C. Williams, The Acts of the Apostles, 1957, pp. 22ss).

Insatisfechos con ambas alternativas, la mayoría de los entendidos del continente europeo (p. ej. Goguel, Jeremias), seguidos por una cantidad de entendidos en Gran Bretaña y los Estados Unidos (p. ej. K. Lake, A. D. Nock), consideran Hch. 11 y 15 como relatos duplicados de Gá. 2, los que Lucas, valiéndose de ambas fuentes, no refundió (cf. Haenchen, pp. 64s, 377). A diferencia de Ramsay, Lake sostiene que si el problema de los judaizantes está resuelto en Hch. 11 (= Gá. 2), Hch. 15 resulta superfluo. Gá. 2.9, no obstante, describe, no un arreglo sino una aprobación privada y tácita del evangelio de Pablo, y es incidental al propósito de la visita que, como admite Lake, es “el cuidado de los pobres” (BC, 5, pp. 201s). Haenchen (p. 377) rechaza la aplicación “crucial” que hace Ramsay de Gá. 2.10 a la visita relacionada con el hambre. Es posible que tenga razón cuando identifica a los “pobres” con la misión gentil (Gá. 2.9), pero apenas si tiene la significación vital que él le atribuye. La reconstrucción de Ramsay, aun teniendo en cuenta algunos problemas exegéticos menores, sigue siendo la alternativa más probable. Básicamente el punto de vista que identifica a Hch. 11 y Hch. 15 surge de la igualación tradicional de Gá. 2 y Hch. 15, y también de una estimación excesivamente negativa del vínculo de Lucas con las fuentes primarias, y de su interpretación de las mismas. Dado que Gá. 2 = Hch. 11 ofrece “una evolución histórica perfectamente clara” (W. L. Knox, The Acts of the Apostles, 1948, pp. 49), el otro punto de vista resulta innecesariamente complejo. Otros puntos de vista sobre el problema los expresan T. W. Manson (BJRL 24, 1940, pp. 58–80), quien equipara a Gá. 2 con una visita anterior a Hch. 11, y M. Dibelius (Studies in Acts, 1956, pp. 100), cuya tendenz kritik excesiva niega a Hch. 11 y 15 todo derecho a la historicidad.

c. Una nueva reconstrucción

Convencido de que la estructura de Hch. no es fidedigna, John Knox (Chapters in a Life of Paul, 1950, pp. 74–88) ofrece una ingeniosa reconstrucción cronológica basada en los indicios que ofrecen las cartas. Un “período de silencio” de 14 años (33–47 d.C.) es imposible; por lo tanto, las actividades misioneras del apóstol, y algunas cartas, deben ubicarse mayormente entre la primera (38 d.C.; Gá 1.18) y la segunda (51 d.C.; Gá 2 = Hch. 15) visitas a Jerusalén. El último viaje termina con la visita relacionada con “el donativo” y el arresto (51–53 d.C.; Ro. 15.25; 1 Co. 16.3s). La razón por la cual un período de silencio (lo cual significa simplemente que no hay cartas que hayan perdurado, y que dicho período no entraba en el tema de Lucas) tenga que ser tan imposible es algo que no se percibe fácilmente; y la igualación tradicional de Hch. 15 y Gá. 2 también es susceptible de cuestionamiento. La fértil mente de Knox ha encontrado en esto más admiradores que seguidores, por cuanto “es difícil cambiar la tradición con imaginación (como la encontramos en Hch.) por imaginación (por razonable que ella sea) sin tradición” (Davies, TCERK, pp. 854). No obstante, se han hecho intentos adicionales de reconstruir la misión paulina exclusivamente sobre la base de las cartas. Cf. Kümmel, INT, pp. 253s; G. Lüdemann, Paulus der Heidenapostel, 1979.

III. Historia de la crítica

a. Evolución temprana

En un brillante estudio histórico Albert Schweitzer (Paul and his Interpreters; cf. tamb. Feine, Paulus, pp. 11–206; Ridderbos, Paul, 1976, pp. 13–43) rastrea la evolución de los estudios críticos en Alemania posteriores a la Reforma. Para los ortodoxos, las Escrituras eran a veces poco más que una mina de textos probatorios del credo; la exégesis se convirtió en sierva del dogma. El ss. XVIII vio una reacción por pietistas y racionalistas, quienes, cada cual para sus propios fines, procuraron distinguir entre la exégesis y las conclusiones de los credos. La exégesis filológica y la interpretación de la Escritura por la propia Escritura se hizo normativa para la interpretación científica.

Este curso de acción encuentra su expresión más importante, quizá, en J. S. Semler, quien, con J. D. Michaelis, orientaron el desenvolvimiento de la crítica histórico-literaria. Su “Prolegómenos” a la hermenéutica teológica, sus “Paráfrasis” de Ro. y Co., y otros escritos, insisten en que el NT es un documento temporalmente condicionado, en el que las referencias puramente culturales se han de distinguir y/o eliminar. La filología existe para servir a la crítica histórica. Las copias de las cartas de Pablo que poseemos tienen el formato de la “liturgia eclesiástica” y, por ello, tenemos que reconocer la posibilidad de que originalmente tuvieran un formato distinto. Específicamente, Semler piensa que Ro. 15 y 16; 2 Co. 9; 12.14–13.14 eran documentos separados, posteriormente incorporados en las epístolas más largas. Anticipándose a las conclusiones de F. C. Baur, Semler contrasta las ideas no judaicas de Pablo con el partido judeocristiano al que el mismo se oponía; las epístolas generales reflejan un esfuerzo por mediar en este conflicto. Sobre cuestiones de paternidad literaria apareció una tendencia en J. E. C. Schmidt (1805), quien, con fundamentos literarios, puso en duda la autenticidad de 1 Ti. y 2 Ts. Schleiermacher (1807), Eichhorn (1812), y De Wette (1826) plantearon dudas en torno a 2 Ti., Tit., y Ef.

b. La escuela de Tubinga

En la Alemania del ss. XIX la exégesis se transformó totalmente, pasando, de ser la “sierva del dogma”, a ser la “sierva de la filosofía científica (cf. Kümmel, Problems, pp. 130–143; S. Neill, The Interpretation of the New Testament, 1861–1961, 1964, pp. 10–28 [en cast. Interpretación del Nuevo Testamento, 1964]). De la mayor significación en relación con esto para los estudios paulinos fue F. C. Baur de Tubinga. No se conformó simplemente con poner a prueba la autenticidad de los documentos antiguos, práctica popular desde el renacimiento. La suya fue una “crítica positiva” que procuraba encontrar el verdadero marco y significado históricos de los documentos. En Symbolik und Mythologie, el libro por el que obtuvo su designación como profesor, reveló la tendencia de su pensamiento y de su futura obra con la declaración de que “sin filosofía la historia me parece invariablemente muerta y muda” (1. xi). En este asunto Baur encontró en la dialéctica hegeliana—que consideraba todo el movimiento histórico como una serie de tesis (propuesta), antítesis (reacción) y síntesis (= nueva tesis)—una clave adecuada para interpretar la historia de la era apostólica (cf. Ellis, Prophecy, pp. 86–89; Haenchen, pp. 15–24). Había sostenido antes (1831) que 1 Co. 1.12 describía un conflicto entre un cristianismo paulino-gentil y un cristianismo petrino-judaico. Posteriormente vio en Hch. y las espístolas paulinas más cortas, y en los opositores “gnósticos” de “las llamadas cartas pastorales” (1835) una etapa más avanzada del conflicto en el cual, en la lucha contra el gnosticismo, la “tesis” paulina y la “antítesis” petrina originales fueron finalmente resueltas hacia fines del ss. II en una “síntesis” católica primitiva. En esta “crítica de las tendencias” todos los escritos neotestamentarios que “tendían” a lograr un arreglo entre Pablo y los apóstoles originales fueron vistos como intentos tardíos de suponer retrospectivamente la existencia en el período apostólico de una unidad posterior. Después de las minuciosas operaciones quirúrgicas de Baur sólo quedaron cinco documentos neotestamentarios incuestionados como testigos del período apostólico. Aparte de Ap. todos eran paulinos: Ro., Co., y Gá. El análisis literario corriente en ese entoncs favorecía la reconstrucción de Baur, y a su vez, esta última acentuaba y confirmaba las sospechas de los críticos literarios más extremos. La escuela de Tubinga se convirtió rápidamente en factor dominante en la crítica neotestamentaria.

Valiéndose de la lógica de Baur, e incitado por el comentario de Bruno Bauer sobre Hechos (1850), una escuela ultra radical cuestionó la genuinidad de toda la literatura paulina. Primero, Hechos no conoce ninguna carta paulina, y su descripción sencilla del apóstol puede ser más primitiva que las cartas; desacuerdos, incluso dentro de Ro. y Gá., sugieren varias manos y una época posterior. Segundo, si el pensamiento paulino (paulinismo) equivale a la helenización del cristianismo, como pensaba Baur, ¿es posible que esto se lograra con tanta rapidez y por un solo hombre? ¿Podía el sentimiento antijudío o la elevada cristología de Pablo haberse desarrollado, en una iglesia con asiento en Palestina, tan pronto después de la muerte de Jesús? No; el conflicto mismo es la culminación de un largo proceso, y el paulinismo se ha de identificar con un partido gnóstico del ss. II que usó las “cartas” del apóstol como vehículo autorizado para difundir sus propias ideas. ¿Por qué cartas? Porque las cartas apostólicas ya ocupaban una posición de autoridad. ¿Por qué Pablo? Esto resulta imposible decirlo.

A pesar de toda su lógica los radicales sólo lograron convencerse a sí mismos. La mención de Pablo en 1 Clemente (95 d.C.[?]) e Ignacio (110 d.C.), el estado de abandono del paulinismo, y la falta de todo conflicto antijudaico en la literatura posapostólica resultaron fatales para su argumentación. La omisión en Hechos de actividad literaria paulina es un argumento (no muy fuerte) basado en el silencio. El resultado neto de la “escuela extrema de Tubinga” fue el de socavar la posición de Tubinga misma. Porque, dentro de la común suposición de que Pablo fue el helenizador del cristianismo, y de que Hegel proporcionó la clave para la historia, los radicales tenían el argumento más sólido.

El pensamiento de Baur se vio atacado por los conservadores (p. ej. J. C. K. von Hofmann) y los seguidores de Schleiermacher (p. ej. Ewald); quizás el golpe más cruel y efectivo provino de A. Ritschl, un ex discípulo. Tanto Ritschl como von Hofmann rechazaron la supuesta hostilidad entre Pablo y los discípulos originales. El énfasis que estos últimos ponían en la unidad de la enseñanza apostólica había de encontrar en el siglo siguiente renovada expresión en los escritos de P. Feine y A. Schlatter y en la teología kerigmática de C. H. Dodd. Una crítica literaria moderadora, aun entre los discípulos de Baur (p. ej. Pfleiderer), modificó la estimación de las epístolas paulinas genuinas, mejorándola notablemente. Aparte de las pastorales, la mayoría excluía sólo 2 Ts. y Ef., y su aceptación (p. ej. por Harnack, Jülicher) dejó de ser señal de conservadurismo.

Con sus presuposiciones literarias y filosóficas socavadas, la influencia de Tubinga languideció. No obstante, relacionando el análisis literario con una ingeniosa síntesis filosófica Baur, a quien Godet llamó un Semler “redivivo”, dominó la crítica neotestamentaria (como Semler nunca lo hizo) durante medio siglo. Además, si bien su propia exégesis dio muestras de poseer un sesgo filosófico inaceptable para los historiadores posteriores (y para todos los que estaban inscritos en una interpretación teísta de la historia), Baur dio realce a un enfoque histórico inductivo del cristianismo más primitivo, y liberó a la investigación de una tradición que se acercaba a buena parte de la información con las conclusiones ya tomadas. Por ello, todos los estudiosos pueden apreciar sus esfuerzos. Finalmente, debido a que la reconstrucción de Baur ponía claramente de relieve los problemas que se les plantearon a los historiadores de la era apostólica, en buena medida marcó el rumbo de los estudios futuros. ¿Cuál fue la relación entre Pablo y Jesús? ¿Qué influencia ejerció el pensamiento judaico y helenístico sobre la iglesia apostólica? ¿Cuáles son las presuposiciones filosóficas adecuadas para un estudio de los orígenes cristianos? La escuela de Tubinga murió, y no hay señales evidentes de una pronta resurrección. (El aliento que recibió de S. G. F. Brandon con The Fall of Jerusalem and the Christian Church, 1951, no parece haberle impartido vida.) Pero las fuerzas que le dieron nacimiento siguieron siendo fecundas y, para un cadáver, Tubinga mantuvo una notable familiaridad con las generaciones posteriores.

c. Contribución británica en el ss. XIX

Entendidos británicos (y norteamericanos) interactuaron con la reconstrucción de Tubinga; pero, con una o dos excepciones (p. ej. S. Davidson), no la encontraron persuasiva. De igual manera, el corpus paulino (menos He.) siguió encontrando aceptación. En los Estados Unidos algunos rechazaron las pastorales (p. ej. B. W. Bacon, A. C. McGiffert); Gran Bretaña, siguiendo a J. B. Lightfoot (Biblical Essays, 1904, pp. 397–410), generalment las aceptó, encuadradas en un marco posterior a Hechos. No obstante, con característica cautela, los eruditos británicos ejercieron influencia sobre la crítica futura, más de lo que generalmente se comprende, mediante una sólida exégesis histórica (p. ej., Lightfoot, Ramsay) y relacionando a Pablo con el pensamiento judío contemporáneo (p. ej. F. W. Farrar, H. St J. Thackeray). Al adherir W. M. Ramsay a la paternidad lucana de Hechos, luego de una exhaustiva investigación arqueológica e histórica, influyó marcadamente en la reconstrucción crítica de la vida de Pablo (cf. SPT, pp. 20ss; las conclusiones de W. K. Hobart relativas a The Medical Language of St Luke, 1882, se mantienen también, con limitaciones, como una contribución válida en esta área). Con la defensa de los especialistas alemanes Harnack y Deissmann esta conclusión se ha fortalecido, aunque algunos investigadores recientes, como Haenchen, han vuelto a argumentar en contra de la tradición.

d. Tendencias en el ss. XX

En el siglo actual la crítica literaria se ha centrado en: (i) un esfuerzo incesante por lograr una reconstrucción histórica general (cf. IV, inf.); (ii) la publicación del corpus paulino; (iii) la procedencia y la fecha de las cartas escritas en la prisión; (iv) la paternidad; y (v) otros asuntos relativos a epistolas individuales.

(i)     Reconstrucciones históricas. A pesar de la defunción de la escuela de Tubinga, su reconstrucción histórica, y algunas de sus manías literarias, se han seguido dando por supuestas en buena parte de los estudios críticos contemporáneos. Johannes Munck (pp. 70–77) ha objetado justamente que si han fracasado las conjeturas literarias, las conjeturas históricas dependientes deberían haberse revisado (“no bastaba con transferir el problema de los dos siglos a las tres décadas simplemente”; pp. 70). Munck mismo propone una revisión. (1) La iglesia de Jerusalén, e. d. los discípulos originales, así como Pablo, no tenía ningún interés en excluir o en “judaizar” a los gentiles. (2) Pablo estaba convencido de que primero había que ganar a los gentiles, y esta era la única diferencia que tenía con la iglesia de Jerusalén. Así, como el gran apóstol a los gentiles (Gá. 2.7), detiene al anticristo (2 Ts. 2.7), mediante la evangelización inaugura (representativamente) la “plenitud de los gentiles” (Ro. 11.25; 15.19) y, como acto escatológico decisivo, inicia la redención de Israel al provocarle celos (Ro. 11.11) cuando lleva la ofrenda de los “gentiles” a Jerusalén (Hch. 20.4; 1 Co. 16.3). El “No” de Israel se manifiesta en el arresto y la muerte de Pablo; pero Pablo muere, como lo hizo Jesús, sabiendo que Dios todavía ha de salvar a “todo Israel” en la plenitud del tiempo. Al interpretar el ministerio de Pablo dentro del marco de su llamado inicial, y de su escatología, Munck presta la debida atención a los énfasis críticos; al hacer un balance, su obra marca un adelanto constructivo.

Como F. C. Baur y W. Schmithals, E. E. Ellis (Prophecy, pp. 69ss, 78s, 104–128) también interpreta la misión de Pablo en función de su conflicto con los opositores: (1) Debido a que los hebraístas (= “los que eran de la circuncisión”, Hch. 11.2s; Gá. 2.12) y los helenistas de Hch. 6.1 tenían, respectivamente, una actitud estricta y una actitud relajada para con la ley ritual, cumplieron misiones más bien diferentes en la diáspora. (2) Allí una facción de los hebraístas, los judaizantes, procuraron imponer la circuncisión a los creyentes gentiles. Parecería que después del concilio de Jerusalén subordinaron sus intereses judaizantes a un triunfalismo jactancioso, a tendencias licenciosas, y a una afirmación de que la gnōsis divina se lograba mediante visiones de ángeles. (3) Procurando mantener la unidad de la iglesia, Pablo deliberó con dirigentes hebraístas (Gá. 2), colaboró con colegas hebraístas (Col. 4.11), y llevó ofrendas a la iglesia hebraísta de Jerusalén. (4) A diferencia de los opositores y sus simpatizantes, insistió en la justificación aparte de las obras, juntamente con el juzgamiento según las obras de la persona (Gá., Ro., pastorales), en el modelo cruciforme del ministerio cristiano (Co., Fil.), el carácter cristocéntrico de la gnōsis divina y de todos los carismas (Co., Col.) y, extensamente, en un orden eclesiástico que protegería a las congregaciones de los falsos maestros (pastorales).

(ii)     El corpus paulino. E. J. Goodspeed, alejándose de Harnack y de autoridades anteriores, llamó nuevamente la atención a la formación del corpus paulino. Conjeturó que, alrededor del 90 d.C., un admirador de Pablo en Éfeso publicó las cartas del apóstol (excepto las pastorales), y él mismo escribió Ef. a modo de “Introducción”. J. Knox (Philemon, pp. 98ss) llevó esta hipótesis algo más lejos e identificó a ese admirador con el esclavo Onémiso, y posteriormente obispo de Éfeso. Si bien recibió considerable aceptación (cf. C.L. Mitton, The Formation of the Pauline Corpus of Letters, 1955), para muchos la teoría no ha resultado persuasiva. (1) El texto exige algún destinatario, y la omisión primitiva de tales elementos indica una carta circular, poco adecuada para la introducción a un corpus. (2) Ef. nunca inicia ni termina el corpus paulino en ningún ms(s). antiguo. (3) Resulta sumamente dudoso que el contenido de Ef. pueda describirse adecuadamente como un resumen no paulino del pensamiento paulino. (4) G. Zuntz (pp. 14ss, 276–279), mientras reconoce la posibilidad de la existencia de una colección temprana anterior al corpus en Éfeso, encuentra que las pruebas textuales y de otra índole señalan el año 100 d.C. aprox., y “los métodos editoriales eruditos de Alejandría”. C. F. D. Moule dice que Lucas podría ser la persona que reunió las cartas de Pablo (BJRL 47, 1964–65, pp. 451s).

(iii)     Procedencia y fecha de las epístolas carcelarias. La procedencia de las cartas paulinas escritas desde la prisión (Ef., Fil., Col., Flm.), tradicionalmente asignadas a Roma, se ha convertido en asunto de creciente interés desde que G. S. Duncan, siguiendo a Lisco y Deissmann, las ubicó en Éfeso en su St Paul’s Ephesian Ministry (1929). Aun cuando Hch. no menciona ningún encarcelamiento en Éfeso, las cartas de Pablo lo insinúan (p. ej. 1 Co. 15.32; 2 Co. 1.8; 6.5; 11.23); también el escenario, los viajes, y los personajes de las cartas desde la prisión encajan mejor en Éfeso que en la distante Roma (cf. Flm. 22; Fil. 2.24 con Ro. 15.24ss; NTS 3, 1956–57, pp. 211–218). J. Knox (Philemon, pp. 33), Michaelis (pp. 205ss, 220), y en cuanto a Fil., Bruce (Acts, texto en inglés, pp. 341) y T. W. Manson (BJRL 22, 1939, pp. 182ss) se inclinan en favor de Duncan. C. H. Dodd (Studies, pp. 85–108) y Percy (pp. 473s) se oponen. (1) La tradición, aparte del prólogo de Marción, es unánime en favor de Roma, y es probable (aunque no segura) que ese sea el significado de Fil. 4.22. (2) Referencias tales como 1 Co. 15.32 se han de tomar metafóricamente. (3) La “teología evolucionada” de las epístolas del cautiverio sugiere la fecha romana tardía. Al hacer un balance, el origen efesio resulta atractivo y, por lo menos en el caso de Fil., puede llegar a constituir un adelanto permanente. Sin embargo, Reicke (en la Festschrift dedicada a Bruce) aboga por un origen cesareo y lo mismo J. A. T. Robinson (Redating the New Testament, 1976, pp. 60s).

(iv)      Tradicionalmente se ha considerado que la paternidad de las cartas de Pablo fue una empresa individual del apóstol. Siguiendo esta suposición se piensa que las cartas “auténticas” pueden identificarse en función de su vocabulario, estilo, lenguaje, y asuntos temáticos, y, sobre esta misma base, que las cartas pueden dividirse en secciones paulinas e “interpolaciones” (cf. Schweitzer, pp. 141–150; Schmithals, Gnosticism, pp. 302–325; J. C. O’Neill, Galatians, 1972; Romans, 1975).

Empero, el esfuerzo por determinar la paternidad sobre la base de criterios literarios ha sido cuestionado últimamente por varios factores. (1) Como lo demostró Otto Roller, el papel del amanuese en la tarea de escribir cartas incluía su influencia en cuanto al vocabulario y el estilo de la carta. La mano de tales secretarios está claramente presente en las cartas paulinas, incluso en la breve nota a Filemón (Ro. 16.22; Gá. 6.11; 2 Ts. 3.17; Flm. 19). (2) El papel de los corremitentes de algunas cartas no está enteramente claro pero, como lo ha observado H. Conzelmann (NTS 12, 1965–66, pp. 234n.; cf. Roller, pp. 153–187), probablemente comprendía alguna influencia en su composición. (3) Pablo trabajaba en el seno de un círculo de profetas y maestros (cf. Hch. 13.1; Ro. 16.21s; Col. 4.10–14), y la obra de dichos colegas se incorpora a veces en las cartas (cf. Ellis, Prophecy, pp. 25s, 213). Se refleja en las muchas partes preformadas que usa el apóstol—himnos (p. ej. Fil. 2.5–11; 1 Ti. 3.16), exposiciones (p. ej. 1 Co. 2.6–16; 2 Co. 6.14–7.1), y credos (p. ej. Ro. 1.3s; 1 Co. 15.3–7)—fenómeno ampliamente reconocido hoy, y demuestra que aun las cartas paulinas indisputadas no constituyen unidades literarias.

Pablo es el autor de las cartas que llevan su nombre en el sentido de que fueron escritas bajo su supervisión, y en parte por su mano o dictadas por él, y fueron enviadas bajo su autoridad. Pero no son, en conjunto, composiciones suyas exclusivamente, de comienzo a fin. Consecuentemente, los criterios literarios tradicionalmente empleados para determinar la paternidad paulina no pueden tener mucho peso en su forma presente, porque fueron concebidos hajo supuestos equivocados acerca de la praxis misionera paulina, y acerca del procedimiento empleado en la composición de las cartas.

(v)     Epístolas individuales. La atención de la crítica, en lo que se refiere a las cartas individuales, se ha desplazado, excepto en el caso de Ef. y las pastorales, de la paternidad a otros asuntos. (Véanse arts. individuales sobre las diversas epístolas.) Muchos entendidos británicos y norteamericanos favorecen una fecha temprana para Gálatas (ca. 49 d.C., desde Antioquía) y un destino al S de Galacia, e. d. a las iglesias fundadas por Pablo durante su primer viaje misionero. En el continente europeo sigue siendo popular el N de Galacia, e. d. la región étnica (Hch. 16.6; 18.23), y una cronología posterior a Hch. 15. El orden de 1 y 2 Tesalonicenses ha sido invertido por T. W. Manson. Diferencias técnicas y de estilo hicieron que Harnack supusiese que 2 Ts. fue escrita a los cristianos judíos pero es más probable que fuera dirigida a los colaboradores tesalonicenses de Pablo (Ellis, Prophecy, pp. 19ss). Munck (pp. 36ss; contrastar NIC), que sigue a Cullmann, identifica el poder restrictivo en 2 Ts. 2.6s con Pablo mismo.

La correspondencia corintia incluye, además de las epístolas canónicas, una carta anterior a 1 Co. (5.9), y una carta con “angustia del corazón” (cf, 2 Co. 2.4; 7.8), que algunos entendidos identifican con 2 Co. 6.14–7.1 y 2 Co. 10–13, respectivamente. C. K. Barrett (SecondCorinthians, 1973) y R. V. G. Tasker (TNTC) argumentan en favor de la unidad de nuestra segunda epístola. Un caso más plausible para la combinación de dos cartas aparece en Romanos, donde la doxología final aparece después de 14.23 y 15.33 en una cantidad de ms(s)., y los destinatarios de Ro. 1.7, 15 faltan en unos cuantos. De varias explicaciones, la que ha proporcionado T. W. Manson (pp. 225–241), entre otros, es bastante atractiva: Ro. 1–15 es una carta circular a la que se agregó el cap(s). 16, introducción preparada por Febe para los efesios, en la copia a Éfeso. No obstante, el punto de vista tradicional sigue recibiendo amplio apoyo (p. ej. C. E. B. Cranfield, ICC, 1975; K. P. Donfried, The Romans Debate, 1977).

Una “carta circular” parece indicarse en el caso de Efesios por: (1) la difusión de la práctica en el ss. I (cf. Zuntz, pp. 228), y (2) la necesidad de un destinatario, a pesar de la omisión en el manuscrito. Este parecer milita en contra de la teoría de Goodspeed de la introducción al corpus, pero deja abierto el criterio de Sanders (cf. F. L. Cross, inf.) de que Efesios no es una epístola sino el “testamento espiritual” de Pablo. También podría explicar el título “a los laodicenses”, que, según Tertuliano, Marción le dio a la carta (cf. Col. 4.16). E. Percy, M, Barth y A. van Roon han aportado los argumentos más recientes sobre la paternidad paulina; C. L. Mitton en Epistle to the Ephesians (1951) argumenta en contra. Un análisis a favor y en contra más popular aparece en el simposio de F. L. Cross, Studies in Ephesians (1956). “¿Qué es más probable?”, pregunta H. J. Cadbury (NTS 5, 1958–59, pp. 101), “el que un imitador de Pablo en el ss. I haya compuesto un escrito en un 90 ó 95% de conformidad con el estilo de Pablo, o que Pablo mismo haya escrito una carta apartándose en un 5 ó 10% de su estilo usual?” Con la creciente tendencia a admitir variedad en la expresión literaria y teológica paulinas, y una percepción diferente de la naturaleza de la paternidad (sup.) los argumentos contra el carácter genuino se vuelven menos convincentes; se debilitan aun más por los paralelos en los rollos del mar Muerto (cf. Flusser, pp. 263; Murphy-O’Connor, pp. 115–131, 159–178).

Fuera de Alemania la mayoría de los entendidos considera válidos los veredictos “no paulinos” del ss. XIX únicamente para las pastorales. (En años recientes la paternidad paulina de la Epístola a los Hebreos ha sido seriamente cuestionada solamente por el erudito católico romano William Leonard.) La opinión angloamericana (y también Schmithals, Gnostics) ha tendido a concordar con P. N. Harrison y su “hipótesis de los fragmentos”, e. d. fragmentos paulinos complementados y corregidos; la mayoría de los investigadores del continente europeo que rechazan las pastorales están a favor, con Kümmel (INT), de un autor paulinista posterior. El caso a favor de la genuinidad ha encontrado apoyo en la “hipótesis del secretario”, de Roller, e.d. de que las variaciones estilísticas surgen del amanuense de Pablo, para el cual algunos sugieren a Lucas (p. ej. C. F. D. Moule, BJRL 47, 1965, pp. 430–452); el criterio tradicional ha sido sostenido nuevamente por Spicq y Michaelis. La creciente insatisfacción con la hipótesis de Harrison, expresada, p. ej., en Guthrie (TNTC), Kelly y Metzger (ExpT 70, 1958–59, pp. 91ss), quizá represente una nueva aceptación general del criterio reinante (cf. EQ 32, pp. 151–161). Pero véase M. Dibelius y H. Conzelmann, The Pastoral Epistles, 1972. Véase tamb. *Timoteo y Tito, Epístolas a (IV).

IV. Pensamiento paulino

a. Fondo

El lugar destacado que la Reforma asignó a la justificación por la fe (Ro. 1.17) siguió siendo en los siglos posteriores el factor regulador de la interpretación de la doctrina de Pablo. Con el surgimiento de la crítica literaria la ausencia de este tema se convirtió en razón suficiente para sospechar o aun rechazar una carta “paulina”; y en el incipiente desarrollo del paulinismo, e. d. el sistema de pensamiento paulino, la “justicia” se entendió como la clave para conocer la mente de Pablo. (En el esbozo que sigue compárese especialmente Schweitzer, Interpreters.)

(i)     La doctrina paulina de la redención. L. Usteri (1824) y A. F. Daehne (1835) procuraron explicar todo el pensamiento paulino en función de la justicia imputada de Romanos (p. ej. 3.21ss). Por contraste, el racionalista H. E. G. Paulus, partiendo de textos que destacan la “nueva criatura” (“creación”, °vm mg) y la santificación (p. ej. 2 Co. 5.17; Ro. 8.29), insistió en que la justicia paulina es un concepto ético, moral; la fe en Jesús significaba en última instancia la fe de Jesús. Estas dos ideas y su relación mantuvieron su significancia a lo largo del ss. XIX.

F. C. Baur, dentro del marco del idealismo hegeliano, procuró al principio (1845) explicar a Pablo en función del Espíritu dado mediante la unión con Cristo por fe. Posteriormente, empero, Baur volvió al esquema de la Reforma, una presentación departamentalizada de las diversas doctrinas paulinas, sin ningún intento de verlas a partir de un concepto unificado. Este enfoque parcelario fue seguido por sucesivos escritores que ofrecieron minuciosas descripciones de la doctrina paulina, suponiendo inocentemente “que en la descripción poseían al mismo tiempo una explicación” (Schweitzer, Interpreters, pp. 36).

No obstante, algunos autores pugnaban por llegar al descubrimiento de un concepto unificatorio para el pensamiento paulino. R. A. Lipsius (1853) había reconocido dos puntos de vista en cuanto a la redención en Pablo: el jurídico (la justificación) y el ético (la “nuena creación”). Hermann Luedemann, en su libro The Anthropology of the Apostle Paul (1872), llegó a la conclusión de que ambos criterios sobre la redención en realidad descansaban sobre dos puntos de vista acerca de la naturaleza del hombre. En el punto de vista “judaico” inicial de Pablo (Gá.; Ro. 1–4) la redención era un veredicto jurídico de absolución; para el Pablo maduro (Ro. 5–8) se trataba de una transformación éticofisica de “carne” en “espíritu” mediante la comunión con el Espíritu Santo. La fuente de la primera idea estaba en la muerte de Cristo; la segunda, en su resurrección. Por otra parte, Richard Kabisch llegó a la conclusión de que la redención paulina significa esencialmente liberación del juicio venidero, y su significación, por lo tanto, había de encontrarse en la escatología del apóstol. El cristiano debe andar en novedad de vida para demostrar que realmente comparte la resurrección de Cristo. La vida y la muerte “espirituales” en el sentido religioso moderno, le son desconocidas a Pablo; ambos conceptos son, p. ej. en Ro. 6, siempre físicos; y la nueva vida es una unión mística con Cristo. Así, la liberación futura de los poderes satánicos se anticipa por la posesión del Espíritu Santo, quien manifiesta la nueva era en el presente, e insemina nuestro ser corporal con una sustancia supraterrena.

Tanto para Luedemann como para Kabisch: (1) La doctrina paulina de la redención emana de un único concepto fundamental. (2) Se trata de una redención física que debe entenderse en función de la antropología paulina. (3) Ser redimido significa compartir la muerte y la resurrección de Cristo, lo cual comprende la unión con Cristo, y la abolición de la “carne”. (4) Si bien es futura, esta redención nos llega en el presente por medio del Espíritu Santo.

Pero quedaban interrogantes. ¿En qué sentido pueden repetirse en el creyente la muerte y la resurrección de Cristo? ¿En qué sentido puede el cristiano ser “una nueva creación” y, sin embargo, aparecer, externamente, sin cambio? Albert Schweitzer, edificando sobre las interpretaciones de Luedemann y Kabisch, procuró contestar en la siguiente síntesis. (1) Pablo, como Jesús, interpretó la muerte y la resurrección de Jesús como algo escatológico, e. d. un acontecimiento del fin del mundo, que proporciona el reino de Dios y la vida de resurrección a todos los elegidos. (2) Pero el mundo no terminó, y los creyentes de hecho no entraron en la vida de resurrección; con el tiempo la separación temporal entre la resurrección de Cristo y la (anticipada) resurrección de los creyentes se convirtió en el problema principal de la enseñanza de Pablo. (3) Para responder a ella Pablo postula un “misticismo físico”: por los sacramentos el Espíritu Santo hace llegar en la época presente la resurrección de Cristo a las creyentes de la “última generación”. (4) Esta unión presente con Cristo en el Espíritu asegura al creyente la participación en la “resurrección mesiánica” en ocasión de la parusía.

(ii)     Escatología paulina. De esta manera, Schweitzer preparó la escena para las discusiones sobre la escatología paulina en el ss. XX. Fue un gran mérito suyo el que procuró entender el pensamiento de Pablo en función de un único concepto fundamental, el que reconoció la importancia central de la escatología y la antropología (judaica) en la doctrina de la redención del apóstol Pablo, y el que reconoció al Espíritu Santo y a la unión en Christō como la realización de la nueva era en el presente. Pero la interpretación que hizo Schweitzer de la escatología paulina como un recurso improvisado (y como un misticismo sacramental) es dudosa, cuando menos. Porque, como lo ha señalado la crítica hecha por Hamilton (pp. 50ss), el Cristo exaltado, y no la “demora” en la parusía, determina la escatología paulina. Además, si los esquemas de pensamiento paulinos son judaicos (como Schweitzer acertadamente reconoce), el misticismo sacramental es una explicación más bien torpe del realismo de la “nueva creación” en Cristo.

(iii)     Los esquemas intelectuales de Pablo. Además de la escatología como clave para el paulinismo, una cuestión íntimamente relacionada, y de importancia para el futuro, también tuvo su origen en el ss. XIX. ¿Son judaicos o helenísticos los esquemas intelectuales de Pablo? Kabisch y Schweitzer insistieron en que el pensamiento paulino era judaico en el fondo. Otros, siguiendo la reconstrucción paulina de F. C. Baur como el “helenizador del cristianismo”, interpretaron la antropología y la escatología paulinas desde la perspectiva de un dualismo platónico modificado. La antítesis entre “carne” y “espíritu” en Ro. 6–8 es un dualismo ético, y el “morir” y “resucitar” una transformación espiritual. Esto tiene sus raíces en un dualismo antropológico; así, en el futuro, la redención comprende la liberación del “alma” de su casa de barro. Pero Pablo también habla de la resurrección del hombre total de las garras de la muerte (1 Ts. 4; 1 Co. 15). Otto Pfleiderer (Paulinism, 1877, I, pp. 264) llega a la conclusión de que Pablo evidenciaba criterios judaicos y gr. simultáneamente, “lado a lado, sin pensamiento alguno acerca de su incompatibilidad esencial”. Al interpretar la escatología paulina en otro lugar (cf. Schweitzer, Interpreters, pp. 70) postula un desenvolvimiento que comienza en 1 Ts. 4, pasa por 1 Co. 15, hasta llegar a 2 Co. 5. La primera es simplemente escatología judaica de la resurrección; en 2 Co. 5 el creyente se traslada a los reinos celestiales al morir.

b. Origen de la religión de Pablo: el helenismo

Los estudios sobre el pensamiento paulino en el ss. XX se han dedicado principalmente a tres cuestiones. ¿Cuál es la relación entre Pablo y Jesús? ¿Cuáles son las fuentes del pensamiento paulino? ¿Cuál es el papel de la escatología según el pensamiento de Pablo?

(i)     La relación de Pablo con Jesús. La distinción planteada medio siglo antes entre justicia “jurídica” (Ro. 1–4) y “ética” (Ro. 5–8) había dado mucho fruto, y esta última se llegó a considerar como el concepto paulino central y decisivo. A. Deissmann (pp. 148ss) consideraba al “en Cristo” como una íntima comunión espiritual con Cristo, un misticismo cristológico; más frecuentemente el “misticismo” se interpretaba como una realidad sacramental basada en la escatología judaica (Schweitzer) o en los misterios paganos (J. Weiss, Earliest Christianity, 1959 (1937), 2, pp. 463s). Algo más tarde J. S. Stewart (A Man in Christ, 1935, pp. 150ss) reflejó esta tendencia en la erudición británica, considerando la unión con Cristo como el elemento central en el pensamiento de Pablo. Este énfasis tuvo importantes consecuencias para el curso de los estudios paulinos en el ss. XX.

El contraste entre el “Jesús liberal” y el Cristo de Pablo, que mora en el creyente y, no obstante, es trascendente promovió, al producirse el cambio de siglo, un torrente de libros sobre la relación entre Pablo y Jesús (cf. P. Feine, Paulus, pp. 158ss). El influyente Paulus (1905) de W. Wrede planteó la cuestión en los términos más crudos: Pablo no era realmente discípulo de Jesús; en realidad fue el segundo fundador del cristianismo. La piedad individual y la salvación futura del rabino Jesús se había transformado por el teólogo Pablo en una redención presente, mediante la muerte y resurrección de un cristo-dios. Las ideas de Pablo no podían, desde luego, aceptarse en su significado literal. Hacerlo sería, como lo expresó Weinel (St Paul, 1906, pp. 11) “sofocar las exigencias de la razón por amor al cristianismo, porque la razón repite constantemente … que la concepción moderna del mundo es la correcta”. No obstante, la tarea del historiador subsistió. Si las doctrinas de Pablo no surgieron de la mente de Jesús, ¿de dónde salieron?

(ii)     Fuentes del pensamiento paulino. F. C. Baur procuró explicar el pensamiento de Pablo en el contexto de las controversias eclesiásticas: Pablo fue el campeón de la libertad gentil. Para Schweitzer el origen del pensamiento paulino estaba en su peculiar problema escatológico, forjado en la caldera mental del judaísmo tardío. Sin embargo, la naciente escuela de la “Historia de la religión” (Religionsgeschichte) no encontró pruebas para afincar el misticismo sacramental de Pablo en el judaísmo. Mientras reconocía el problema escatológico, edificó sobre el Pablo “gentil” de Baur, y llevó a cabo una nueva y compleja reconstrucción de la era apostólica. Representaba al paulinismo en el marco de las religiones de misterio orientales-helenísticas. Los misterios hablaban, como lo hacía Pablo, de un dios que moría y se levantaba, de “Señor”, de redención sacramental, de “misterios”, gnōsis y “espíritu”. Como niño en Tarso, y más tarde como misionero, el apóstol estuvo sometido a las influencias de dichas ideas, y ellas ejercieron un profundo influjo en su teología. Schweitzer (Interpreters, pp. 179–236), H. A. A. Kennedy, G. Wagner y J. G. Machen (pp. 255–290) sometieron esta reconstrucción a una crítica minuciosa, señalando que, al ignorar el fondo veterotestamentario-judaico de los paralelos (que según Kennedy demostró son muy plausibles) y la fecha tardía de sus fuentes, la teoría paulina reflejaba debilidad en su metodología. (cf. tamb. R.E. Brown, The Semitic Background of the Term ‘Mystery’ …, 1968). La contribución principal de la escuela de la historia de la religión fue la de plantear la importante cuestión de la relación teológica de Pablo con el mundo religioso gentil. La reconstrucción de la “religión de misterio” no alcanzó una aprobación generalizada, pero envuelto en un vestido gnóstico más reciente sus esquemas generales siguen siendo enérgicamente defendidos.

Los paralelos con la religión de misterio palidecieron; no obstante, quedó la fuerte convicción de que el pensamiento paulino estaba sustancialmente imbuido de ideas del mundo griego. R. Bultmann (1910) había mostrado la afinidad del estilo literario de Pablo con la diatriba estoica. Otros consideraban la doctrina de Pablo del “cuerpo corporativo” (cf. W. L. Knox, Gentiles, pp. 160ss), su teología natural en Ro. 1 (cf. Hch. 17), y su concepto de la conciencia (E. Norden, Agnostos Theos, 1913), como si estuviesen arraigados en el estoicismo. Lo inadecuado de estas conclusiones fue señalado, respectivamente, por E. Best (pp. 83ss), B. Gaertner (pp. 133–169) y C. A. Pierce (pp. 16ss). Gaertner sostiene que la “teología natural” de Pablo es profundamente judaica-veterotestamentaria; empero, Pierce (pp. 22ss, 57ss) llega a la conclusion de que el NT adopta en el caso de “conciencia” un uso general incorporado del pensamiento popular griego.

Para determinar la relación de Pablo con el pensamiento religioso pagano, el aspecto que actualmente recibe más atención es el gnosticismo. Este movimiento religioso-filosófico propiciaba un dualismo metafísico, la liberación de la carga de la “materia” mediante un don y un poder divinos de gnōsis, e. d. un conocimiento especial de Dios, y ángeles mediadores para asistir a la persona en la salvación. Hace mucho tiempo J. B. Lightfoot (Colossians and Philemon, 1886, py. 71–111) detectó elementos gnósticos en la herejía colosense. A comienzos del ss. XX Bousset y J. Weiss (op. cit., 2, pp. 650s) insistieron en que aspectos del propio pensamiento de Pablo se situaban en esa dirección. R. Bultmann y su alumno W. Schmithals se han convertido en los principales representantes forjadores de la reconstrucción de Bousset en la actualidad. Sobre la base de consideraciones existencialistas Bultmann nuevamente hizo de la “justificación” un tema paulino central, si bien estaba lejos de ser un retorno a Baur o a los reformados; por las mismas razones a la antropología paulina se le dio una exhaustiva exposición (Theology 1, pp. 190–227). Pero la verdadera clave para entender cómo ve Bultmann el paulinismo radica en el hecho de que afirma el pensamiento paulino en un judaísmo y cristianismo sincretistas. A partir de dicho fondo Pablo obtuvo una cantidad de conceptos, p. ej. la redención sacramental y el dualismo ético, elementos gnósticos o de tendencia gnóstica en alguna medida (Theology 1, pp. 63ss, 124ss, 151–188). Si bien Pablo se opuso a los gnósticos, p. ej. en Colosas, en este proceso modificó no sólo su terminología sino también sus conceptos, particularmente su cristología (el Jesús Mesías se convierte en Señor celestial; cf. Bousset) y su cosmogonía (el mundo controlado por demonios es redimido por un hombre celestial; cf. W. L. Knox, Gentiles, pp. 220ss; pero véase G. B. Caird, Principalities and Powers, 1956; W. Foerster, TDNT 2, pp. 566–574).

Schweitzer (Interpreters, pp. 231) advirtió que un paulinismo “helenizado” no era sino un punto intermedio que debía llevar sus conclusiones incluso hasta la génesis del cristianismo. Su predicción se cumplió acabadamente con el descubrimiento en 1947 de los rollos del mar Muerto, con su dualismo ético y la importancia que dichos documentos le asignan al “conocimiento”. Los rollos fueron motivo de turbación para la reconstrucción de Bultmann, porque “pregnóstico” fue la máxima identificación que se aventuraron a proclamarlos la mayor parte de los entendidos. Además, hay pocos motivos para creer que Pablo reflejara, p. ej., “una doctrina gnóstica temprana acerca de la venida de un redentor, especialmente teniendo en cuenta que no hay pruebas de que existía tal doctrina” (R. M. Grant, Gnosticism, pp. 69; cf. pp. 39–69; R. McL. Wilson, pp. 27s, 57s). Casi todo lo demás que Bultmann decidió atribuir a influencias gnósticas sufrió de la misma manera, como consecuencia de dichas censuras cronológicas. Grant, volviendo la mirada hacia Schweitzer, interpreta el gnosticismo como surgido del fracaso de la esperanza apocalíptica; a diferencia de Schweitzer, Grant ve a Pablo como un hombre cuyo mundo espiritual se encuentra ubicado en algún punto entre la apocalíptica judaica y el gnosticismo plenamente evolucionado del ss. II (p. 158). Grant ve esta última tendencia en la interpretación que hace Pablo de la resurrección de Cristo como una victoria escatológica llevada a cabo sobre los poderes cósmicos. Más cautelosamente, R. McL. Wilson, en un valioso juicio (The Gnostic Problem, 1958, pp. 75–80, 108, 261), llega a la conclusión de que Pablo adopta tanto una cosmogonía como una terminología contemporáneas sólo con el fin de oponerse al gnosticismo e interpretar la autoridad de Jesús sobre los “poderes” (gnósticos); el apóstol rechaza la interpretación gnostizante. No obstante, J. Dupont (Gnosis: La Connaissance Religieuse dans les Épîtres de Saint Paul², 1960) y Ellis (Prophecy, pp. 45–62) sostienen que la gnōsis paulina es estrictamente judaico-veterotestamentaria.

Todas las reconstrucciones “griegas” de Pablo tienen su raíz en la interpretación de Baur, según la cual el apóstol aparece como el exponente del cristianismo gentil. Cuando W. Wrede y otros reconocieron el carácter redentor-escatológico del pensamiento paulino, el apóstol quedó ubicado en oposición, no sólo al cristianismo judaico, sino también al Jesús “liberal”. Mas, como Schweitzer y otros lo habían demostrado, el Jesús “liberal” no era el Jesús de los evangelios. Bultmann (Theology 1, pp. 23, 30ss) aceptó al Jesús “apocalíptico” de Schweitzer pero insistió en que la demanda divina de una decisión por parte del hombre, y no el camuflaje apocalíptico, constituía la esencia de la escatología de Jesús. Ese Hijo del hombre sufriente, resucitado y venidero, era, en realidad, un cuadro “mitologizado”, fruto de la cristología “helenizada” posterior. La mente de Pablo se mantuvo muy distante de la mente del Jesús terreno o de sus primeros discípulos. La estimación que se tenga del paulinismo está íntimamente ligada, por lo tanto, a la estimación que se tenía del cuadro que de Jesús presentan los evangelios.

Una cantidad de investigadores intermediarios, siguiendo el ejemplo de B. Weiss, ven el “desarrollo” como la clave para el pensamiento de Pablo. En vista de que la esperanza de la parusía se desvanecía, la antropología y la escatología de Pablo se desplazan hacia un dualismo platónico (Dodd), y su cosmogonía hacia el gnosticismo (R. M. Grant).

En su actual formato religionsgeschichtliche la interpretación de Pablo en función de ideas religiosas paganas está expuesta a una cantidad de críticas. Hay una tendencia a convertir paralelos en influencias e influencias en fuentes. Algunas de sus “fuentes” para el pensamiento paulino provienen de un período considerablemente posterior a la vida del apóstol. (El Pablo de Bultmann puede tener una relación más casual con el “Pablo” gnóstico de la escuela extrema de Tubinga). Además, su investigación histórica se ha visto a veces comprometida por una cosmovisión inadecuada. Por ejemplo, Bultmann, como Weinel, ve el mundo natural como una “unidad autosubsistente inmune a la interferencia de los poderes sobrenaturales” (Kerygma and Myth, eds. H. W. Bartsch, 1953, pp. 7; cf. pp. 5–8, 216, 222).

Tal vez los interrogantes fundamentales sean estos: ¿Se entiende mejor el paulinismo como una amalgama, reunida aquí y allá, o como la expansión y aplicación de una tradición central arraigada en la mente de Jesucristo y en la iglesia de los primeros tiempos? ¿Se entiende mejor el pensamiento de Pablo dentro de un sincretismo religioso, o dentro del contexto del judaísmo y la iglesia primitiva? ¿Comienza en Pablo y el cristianismo prepaulino la “gnostización” del pensamiento cristiano (Bultmann), o en los opositores y conversos rebeldes de Pablo? ¿Surge la misma como consecuencia de un fracaso de la escatología primitiva en Pablo (Grant), o de una falta de comprensión de ella (y de Pablo) en sus iglesias? Cf. Ellis, Prophecy, pp. 45–62, 101–115.

c. El origen de la religión de Pablo: el judaísmo

(i)     El vínculo de Pablo con la iglesia de los primeros años. Tanto Ritschl como von Hofmann habían sostenido, contra Baur, la unidad de la enseñanza de Pablo con la de la iglesia de los primeros años. A. Resch, en el debate sobre “Jesús o Pablo”, sostuvo este punto de vista. En su exhaustiva investigación de Der Paulinismos und die Logia Jesu (1904) llegó a la conclusión de que las palabras de Jesús constituían la principal fuente del pensamiento paulino. ¿No podría, empero, ser más bien Pablo la fuente de los evangelios sinópticos? La investigación de varios autores (p. ej. Dungan; F. F. Bruce, BJRL 56, 1973–74, pp. 317–835) ha justificado la prioridad argumentada por Resch.

C. H. Dodd (Preaching, pp. 56) estableció que un kerygma, e. d. una proclamación de lo esencial del evangelio constituía la base tanto de los evangelios como de Pablo, “una tradición contemporánea de la iglesia misma”. El mismo escritor (According to the Scriptures, 1952, pp. 108ss), tomando como base la obra Testimonies, de Rendel Harris (1916, 1920), encontró “una infraestructura de teología neotestamentaria” a la que era deudor Pablo, y cuyo origen señalaba a Cristo mismo. E. E. Ellis, luego de examinar los principios hermenéuticos de Paul’s Use of the Old Testament (pp. 97s, 107–112; id., Prophecy, pass.), sugirió que alguna tradición exegética común (prepaulina) debe haber tenido su origen en “profetas” de la iglesia original. E. Lohmeyer (Kyrios Jesus, 1928) interpreta Fil. 2.5ss como un primitivo himno cristiano que probablemente se originó en círculos arm. (cf. L. Cerfaux, pp. 283ss; R. P. Martin, Carmen Christi, 1967; E. G. Selwyn, First Epistle of St Peter, 1946, pp. 365–369, 458–466). En forma similar, R. Carrington demostró el carácter prepaulino del Catecismo cristiano primitivo (1940).

O. Cullmann (“Tradition”, pp. 69–99), K. H. Rengstorf (TDNT 1, pp. 413–443), H. Riesenfeld (The Gospel Tradition, 1969, pp. 1–29), y B. Gerhardsson proponen una base lógica para esta comprensión de los orígenes cristianos. El concepto neotestamentario de apóstol tiene un origen similar al de la šālı̂aḥ rabínica, un agente autorizado equivalente al remitente mismo. Los apóstoles daban testimonio de una tradición o paradosis, que les fue dada por Cristo. “Pero como no todo le ha sido revelado a cada apóstol individualmente, cada uno de ellos tiene que pasar su testimonio primero a los demás (Gá. 1.18; 1 Co. 15.11), y sólo la paradosis total, a la que todos los apóstoles contribuyen, constituye la paradosis de Cristo” (Cullmann, “Tradition”, pp. 73). Así, como “apóstol” el mensaje de Pablo se define en función de lo que él ha recibido: su catequesis, kerygma, y la “tradición” más amplia deben estar arraigados en la iglesia original y, en última instancia, en las enseñanzas de Jesús, lo cual ha sido corroborado por los estudios críticos. Esta enseñanza de Jesús parece haber incluido no solamente instrucción moral o advertencias apocalípticas, sino también exposición bíblica (Ellis, Prophecy, pp. 240–253) y una síntesis teológica creadora, que contemplaba un ministerio posterior a la resurrección por parte de los discípulos (cf. J. Jeremias, Jesus’ Promise to the Nations, 1958 [en cast. Jesús, promesa a los paganos, 1974]). En el caso de que estos escritores tengan razón la dicotomía entre Pablo y la iglesia judaica primitiva, que se ha propuesto desde Baur hasta Bultmann, tendrá que ser abandonada por tratarse de una suposición inaceptable.

(ii)     El trasfondo paulino. Para comprender a un escritor parecería que corresponde darle prioridad al ambiente al cual apela, y al que presumiblemente pertenece. Al interpretar los conceptos paulinos no son las categorías del gnosticismo del ss. II (por fácil que resulte “incorporarlas retrospectivamente”) sino las categorías del judaísmo rabínico/apocalíptico del ss. I las que exigen la atención prioritaria del historiador crítico.

La naturaleza del judaísmo del ss. I es compleja, y resulta fácil excederse o definir incorrectamente el contraste entre lo “sincretista” y lo “ortodoxo”, términos que no deben tomarse como equivalentes a “helenista” y “hebraísta”, o a “diaspora” y “palestiniano” (cf. Hch. 6.1; Ellis, Prophecy, pp. 106s, 125s, 245ss; Davies, pp. 1–8). No obstante, hay un cuerpo considerable de investigación que relaciona el pensamiento de Pablo, el fariseo “hebreo de hebreos” (Fil. 3.5), con el rabinismo y apocalipticismo palestinianos antes que con un judaísmo sincretista. Van Unnik ha destacado la probabilidad, cuando menos, de que la primera juventud de Pablo no haya transcurrido en Tarso sino en Jerusalén. Por cierto que Pablo utilizó la Septuaginta, pero esa traducción ha sido encontrada ahora entre los RMM. Predicó a los de la diaspora, y puede haber conocido el judaísmo sincretista ejemplificado por Filón. Con la dudosa excepción de la Sabiduría de Salomón, su relación con la literatura de la diaspora no es directa, y probablemente refleja sólo tradiciones que ambas tenían en común. Sus relaciones más significativas se encuentran en otra dirección. W. D. Davies y otros han demostrado que Qumrán y el judaísmo rabínico conforman el fondo de muchos conceptos paulinos anteriormente rotulados “helenísticos”. De igual manera, la forma literaria de la exposición bíblica de Pablo concuerda con los modelos rabínicos. Los RMM han confirmado de modo notable el carácter judaico tanto del trasfondo paulino como del neotestamentario. (cf. Bruce, Qumran Texts, pp. 66–77; Flusser; M. Black, The Scrolls and Christian Origins, 1961; Ellis, Prophecy, pp. 35, 57ss, 213–220; Murphy-O’Connor.)

(iii)     Conceptos paulinos específicos. Pasando a conceptos paulinos específicos, la antropología y la naturaleza de la relación “en Cristo” han adquirido importancia central desde los días de F. C. Baur. Se reconoce ampliamente hoy que Pablo ve al hombre en un marco judaico-veterotestamentario y no en el dualismo platónico del mundo helenístico (cf. * Vida; Bultmann, Theology, 1, pp. 209s; Cullmann, Immortality, pp. 28–39; J. A. T. Robinson, The Body, 1952). El “cuerpo (corporativo) de Cristo” también se entiende mejor no en función de una mitología gnóstica (Käsemann), ni de una metáfora estoica (W. L. Knox), sino como el concepto judaico-veterotestamentario de la solidaridad corporativa. Davies (Judaism, pp. 53ss) ha relacionado el pensamiento de Pablo aquí con las especulaciones rabínicas sobre el cuerpo de Adán. En Man in Community (1958) R. P. Shedd encuentra, correctamente, la base lógica final de Pablo en el realismo de los esquemas intelectuales semíticos, como se aplican al Mesías y a su pueblo (cf. J. A. T. Robinson, The Body, 1953, pp. 56ss; Kümmel, Man; J. deFraine, Adam and the Family of Man, 1965, pp. 245–270; Ellis, Prophecy, pp. 170ss). R. Gundry (pp. 228–241) se queda corto y no llega a este realismo al interpretar el concepto metafóricamente. D. R. G. Owen, en Body and Soul (1956), ofrece una reveladora comparación de la antropología bíblica con el criterio científico moderno del hombre. El estudio de D. Cox (Jung and St Paul, 1959) procura definir en otras áreas la pertinencia de Pablo para la fe y la práctica actuales.

El que la escatología de Pablo esté arraigada en conceptos judaicos o griegos es cuestión de renovados debates. La importancia de esta cuestión para el paulinismo exige que se le preste una medida de atención detallada, lo cual hacemos a continuación.

d. La esencia escatológica del pensamiento paulino

La obra, muy bien escrita, de C. A. A. Scott, Christianity according to Saint Paul (1927), en contraste con la interpretación escatológica de Albert Schweitzer, considera que la salvación es el concepto fundamental del paulinismo. ¿Pero cuál es el factor determinante de la naturaleza de la teología paulina de la redención expresada en el “ya pero todavía no”? No comprendiendo el verdadero interrogante de Schweitzer, Scott no llegó a proponer realmente una alternativa: encontró un tema para describir a Pablo, no una clave para explicarlo. (cf. tamb. modos cristológicos de encarar la cuestión, p. ej. L. Cerfaux, Christ in the Theology of St Paul, 1959.) Schweitzer puede no haber formulado el problema, o la solución, en forma satisfactoria; pero su identificación del concepto clave sigue siendo válida.

(i)     Los criterios de Schweitzer y Dodd. Hasta hace poco la discusión de la escatología neotestamentaria giraba en torno a los criterios de Schweitzer y C. H. Dodd. (Para Bultmann, la escatología no tiene nada que ver con el futuro o con la historia; es la esfera de la vida existencial. Como F. C. Baur, Bultmann usa lenguaje neotestamentario para cubrir una imponente filosofía de la religión; la exégesis se convierte en sierva del existencialismo. Cf. N. Q. Hamilton, The Holy Spirit and Eschatology in Paul, 1957, pp. 41–90, para una lúcida recapitulación y crítica de la escatología de Schweitzer, Dodd y Bultmann.) Schweitzer sostenía que el concepto paulino del “en Christō” había surgido del fracaso del reino de Dios, e. d. el fin del mundo, que no se hizo realidad al morir y resucitar Cristo. Oponiéndose a Schweitzer, Dodd sostenía que en la muerte de Cristo se hizo presente efectivamente “el siglo venidero”; la escatología se “realizó” en la medida en que se iba a producir en la historia. El creyente ya participa del reino (p. ej. Col. 1.13), y al morir entra plenamente en el reino eterno, e. d. el reino escatológico. La escatología, por consiguiente, no se refiere a un acontecimiento del fin del mundo; al modo platónico se ha de entender “espacialmente” mas que temporalmente, como la eternidad por oposición al tiempo. ¿Cómo, entonces, se ha de explicar la anticipación por Pablo de una futura parusía? Creyendo que se trataba de un resabio de un judaísmo apocalíptico (y muy ajeno al mensaje central de Jesús), Dodd se vuelve hacia Pfleiderer en busca de una respuesta: en 1 Ts. 4 Pablo tiene una escatología estrictamente judaica pero en 1 Co. 15 la modifica con el concepto de un cuerpo “espiritual”; 2 Co. 5, que luego ubica al creyente en el cielo al morir, expresa el parecer del Pablo maduro (y “griego”). La obra Jesus and His Coming (1958, pp. 160ss), de J. A. T. Robinson, es esencialmente una elaboración de la tesis de Dodd.

Dodd tuvo el gran mérito de ver, como no lo hizo Schweitzer, el significado esencial, para el pensamiento neotestamentario (y para la pertinencia del evangelio en el mundo actual), del aspecto “realizado” del reino de Dios. Pero al adoptar un punto de vista platónico y no bíblico del tiempo, Dodd no le hizo justicia al carácter futurista y temporal de la redención escatológica. Además, su organización de la escatología paulina comprendía un dualismo antropológico no paulino y, en parte, reflejaba falta de comprensión de los textos. Tanto Schweitzer como Dodd hicieron intentos admirables por lograr una interpretación global de la escatología neotestamentaria. Si bien “futurista o realizado” se ha reconocido actualmente como una alternativa inadecuada, los aportes de Schweitzer y Dodd siguen siendo hitos fundamentales en la tarea investigativa.

Las importantes monografías de W. G. Kümmel (Promise and Fulfilment, 1957, pp. 141–155; y NTS 5, 1958–59, pp. 113–126) argumentaban en forma convincente que tanto la escatología “presente” como la “futura” están igualmente y permanentemente arraigadas en las enseñanzas de Jesús y de Pablo. Las publicaciones más significativas de Oscar Cullmann, Christ and Time (1951) y Salvation in History (1967), contrastaban la idea platónica de redención, e.d. de escapar al “círculo” del tiempo al morir, con el concepto bíblico de que la redención está unida a la resurrección en el tiempo “lineal” futuro, e. d. en el momento de la parusía. Estas obras, más una apreciación adecuada de la antropología judaico-veterotestamentaria de Pablo, y del concepto semítico de la solidaridad corporativa, proporcionan un fundamento adecuado para entender la escatología de Pablo, y de esta forma su doctrina total de la redención.

(ii)     La preeminencia de una teología de la redención. Desde la Reforma la investigación histórica ha reconocido que la teología paulina es sobre todo teología de la redención. El ss. XIX fue testigo de un creciente énfasis en la presente “unión con Cristo” (más bien que la justicia imputada) como el aspecto central de esta redención. Desde Albert Schweitzer dos puntos focales escatológicos, la muerte y resurrección de Cristo y la parusía, se han reconocido como la clave del significado de la “unión con Cristo”.

En su muerte y resurrección Jesucristo derrotó para siempre los “poderes” de la antigua era: el pecado, la muerte y los demoníacos “gobernadores de las tinieblas” (Ef. 6.12; Col. 2.15). Ahora los cristianos serían crucificados, resucitados, glorificados, y ubicados a la diestra de Dios con Cristo (Gá. 2.20; Ef. 2.5s). “En Cristo” los cristianos han entrado en la era de la resurrección; la solidaridad con el primer Adán en el pecado y la muerte ha sido remplazada por la solidaridad con el Adán escatológico en la justicia y la vida inmortal (* Vida).

Esta redención corporativa en y con Jesucristo, esta realidad de la ”nueva era”, en la que ingresa el creyente mediante la conversión (cf. Ro. 6), encuentra su realización individual en el presente y en el futuro (cf. Ellis, NTS 6, 1959–60, pp. 211–216). En la vida presente significa una transformación, mediante el Espíritu que mora en el creyente (primicias de la nueva vida de resurrección, Ro. 8.23; 2 Co. 5.5), de la ética personal (Col. 2.20; 3.1, 9s, 12) y de la cosmovisión total de la persona (Ro. 12.1ss). Sin embargo, en medio de su renovación moral y psicológica, el creyente sigue, como ser mortal, sometido a la muerte de conformidad con las exigencias de la era antigua. Pero esto también se ha de entender no ya en función del “en Adán”, sino como parte de la realidad “en Cristo”;porque “abundan en nosotros las aflicciones de Cristo” (2 Co. 1.5; cf. Fil. 3.10; Col. 1.24), y los cristianos que mueren han dormido “en Cristo” (1 Ts. 4.14; cf. Fil. 2.17; 2 Ti. 4.6). La realización individual de las aflicciones de Cristo no es, desde luego, un mecanismo de autorredención; más bien, significa ser identificado con Cristo “en la semejanza de su muerte” (Ro. 6.5). La “semejanza de su resurrección” espera su realización en la parusía, cuando el creyente individual, resucitado a vida inmortal, será “hecho conforme a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos” (Ro. 8.29; cf. 1 Co. 15.53ss).

Así, la redención paulina no es una liberación “espiritual” que culmina en el escape del “alma” al morir (Dodd); es una redención física que culmina en la liberación de todo el hombre en la parusía (Cullmann). Se debe entender, no en función de un dualismo platónico, sino en el marco de una perspectiva judaico-veterotestamentaria del hombre como ser unificado, y como ser que vive no como individuo aislado sino en “solidaridades corporativas”. El futuro que se ha hecho presente en la resurrección de Jesucristo es un futuro que el creyente realiza ahora sólo corporativamente, como “cuerpo de Cristo”. Sin embargo, en la parusía la fe se convertirá en vista, “ausente” será “presente”, y las solidaridades de la nueva era se realizarán individualmente en toda su gloria, tanto en el hombre como en todo el orden creado (Ro. 8.19–21). Esta es la esperanza viva del corazón de Pablo; es, también, el significado de su teología.

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E.E.E.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico