PADRES

Una palabra propia del NT, que se utiliza en plural (goneis, padre y madre). Los hijos debí­an honrar a su padre y a su madre (Exo 20:12) y obedecerles y respetarlos (Lev 19:3; Deu 5:16). El hijo que no lo hiciera podrí­a ser castigado con la muerte (Deu 21:18-21). Esta misma alta consideración se espera de los hijos en el NT (Eph 6:1; Col 3:20). Los padres debí­an amar a sus hijos, cuidarlos y proveerles lo necesario, y no provocarlos a ira (2Co 12:14; Eph 6:4; Col 3:21).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

tip, LEYE

vet, El quinto mandamiento ordena que los hijos honren a sus padres, y une una bendición peculiar a la observancia de este deber (Ex 20:12; Dt. 5:16; Ef. 6:1, 2). Los padres deben criar a sus hijos en la reverencia a Dios, y no irritarlos (Gn. 18:19; Dt. 6:7; Ef. 6:1, 2). La ley de Moisés ordenaba la muerte de todo el que maldijera a su padre o a su madre (Ex. 21:15, 17; Lv. 20:9; Dt. 27:16). Los casos extremos de rebelión, de disolución u otros excesos, podí­an ser sometidos por los padres a los ancianos, que debí­an entonces juzgar al hijo y que, si era culpable, era ejecutado (Dt. 21:18 21). Así­, la ley de Moisés limitaba el poder de los padres. La ley romana llamada de Las Doce Tablas otorgaba al padre el derecho de vida y muerte sobre sus hijos, que podí­a también reducir a la esclavitud. La ley mosaica reservaba el ejercicio del derecho de vida y de muerte a un cuerpo judicial. Entre los israelitas, la costumbre permití­a que un pobre vendiera su hija como esclava, pero la ley de Moisés precisaba y salvaguardaba los derechos de esta hija (Ex. 21:7-11). La costumbre autorizaba además a que el acreedor se apoderase del deudor insolvente, de su mujer, y de sus hijos, para reducirlos a la esclavitud (2 R. 4:1; Neh. 5:5; Is. 50:1; Mt. 18:25).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[344]
Progenitores con los cuales la naturaleza une a los hombres, de forma que la ruptura entre padres e hijos, por parte de unos o de otros, es la más radical perturbación de la naturaleza humana. Pero no sólo se basa la paternidad y la filiación en la naturaleza. Además hay una palabra revelada al respecto.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. familia, matrimonio)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

La responsabilidad educativa requiere la puesta en juego de la libertad humana y exige preparación, formación, confrontación, esfuerzo. Si es verdad que nos convertimos en padres en el momento del nacimiento de los hijos, también lo es que nos hacemos verdaderamente padres dí­a a dí­a; es más, empezamos a ser padres aun antes del nacimiento de los hijos, de alguna manera aun antes del matrimonio. Ya en el perí­odo del noviazgo, podemos y debemos prepararnos para la tarea educativa y el conocimiento de las opciones que eso conlleva. Esta formación tiene que continuar luego permanentemente mediante la escucha, la confrontación con la experiencia de otros, la profundización en algunos temas educativos muy concretos —en los casos difí­ciles, también el recurso a consultas especializadas en nuestros consultorios y centros de asistencia a la familia—, participando incluso en “escuelas para padres”. Por tanto, nos vamos haciendo padres del mismo modo que nos vamos haciendo cada vez más conscientes y competentes en todas las demás responsabilidades de la vida. También los obispos se convierten en obispos el dí­a de su ordenación, pero luego tienen que aprender cada dí­a a ser obispos, por eso es importante el intercambio de experiencias, la confrontación de iniciativas, etc. Por tanto, esto es algo que ocurre a todos los niveles de responsabilidad, y es muy hermoso que se produzca ante todo en esa primera célula de responsabilidad social que es la familia, en la que la confrontación, y también una especie de escuela para padres, puede alentar y consolar, puede abrir los horizontes, quitar la ansiedad de ciertos callejones sin salida, de caminos demasiado oscuros, devolver la serenidad y la confianza.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

I. Dignidad de los padres
1. Por la procreación de un hijo los padres actualizan su capacidad de participación en la fuerza creadora de Dios de manera humana, es decir, análoga, pero no obstante en forma singular. Los padres quedan perfeccionados por su paternidad, pues el hijo concebido, con su propia vida, abre las profundidades del corazón y la fuente de donde mana el amor paternal y el maternal (cf. G. SIEWERTH, Metaphysik der Kindheit, [Ei 1957]). En su unión los padres tienen la capacidad de participar en la fuerza creadora de Dios, quien, como fuente de toda vida, posibilita en último término toda vida nueva. Con ello los padres asumen no sólo la responsabilidad de continuar la vida con prudencia y amor, a imagen del Dios que en su sabidurí­a nos creó por amor, sino también el deber de cuidar de sus hijos. Así­ como Dios lleva su -> creación a la consumación por el hecho de ordenar todo lo infrahumano al hombre, así­ como él por su providencia y autocomunicación en la revelación y la gracia, ordenadas a la Iglesia, hace al hombre capaz de autodeterminación adulta por la configuración de la tierra y por la decisión sobre su propia salvación, del mismo modo los padres deben educar a sus hijos para que sepan disponer, en el marco de sus necesidades, de los bienes de este mundo, para que su corporalidad les sea útil con sus posibilidades, y para que ellos, en virtud de la -> educación de los p. y de la Iglesia y la sociedad, que complementan la acción de los p., lleguen a una plena y libre responsabilidad.

2. Por la paternidad los p. participan, pues, de la -> autoridad originaria de Dios, “de la cual recibe su nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3, 15). Esta autoridad tiene un carácter singular y precede a cualquier otra. Es ante todo fruto de un cuidado real de los padres y, como lo muestra el influjo muy limitado de otras autoridades, p. ej., la de la escuela y la de la Iglesia, en general es mayor que todas las demás autoridades. Por eso, Tomás de Aquino, p. ej., de tal forma puede considerar a los p. como principio natural y total de la existencia del hijo, que ve en éste una “parte del padre” y designa la familia como su “espiritual seno materno” (cf. III Sent. dist. 4 q. 2 a. 1 ad 4).

Con ello los p. poseen una autoridad subjetiva y objetiva, una autoridad personal y oficial fundamentada en su superioridad personal y en su cometido educador. El ejercicio de la autoridad paterna, en virtud de su esencia, debe ser una irradiación del amor misericordioso y protector, mientras que en la autoridad oficial se trata primaria e inmediatamente de la corrección, de lo institucional, y sólo mediatamente de lo personal. Esto indica que los p. son una autoridad primaria, en contraposición a las autoridades secundarias de la Iglesia y del Estado, cuyas funciones están prefiguradas tipológicamente en la autoridad de aquéllos.

La responsabilidad de los p. deriva de que ellos dan la vida al hijo, el cual llega al mundo como un ser que necesita ayuda y que depende de un amor protector. Los hijos no sólo dependen de los p. en su existencia, en virtud de la procreación, sino que también reciben de ellos sus disposiciones hereditarias; los p. condeterminan decisivamente su desarrollo posterior y, concretamente, por las influencias prenatales y postnatales, a las que el niño está expuesto sin que los p. puedan evitarlo. Los hijos tienen necesidad de sus padres para mantenerse y poderse desarrollar como hombres. Necesitan especialmente el ejemplo religioso, porque la -> fe sólo puede ser promovida por el testimonio creyente y por la eliminación de los obstáculos que la dificulten, y porque, debido a la pecabilidad y limitación del hombre, siempre está en peligro y no se puede imponer por sí­ misma.

Es tarea de los p. en primer lugar preocuparse de todo lo que el hijo necesita, precisamente porque ellos le dieron la vida. Si los p. hacen esto con amor, el hijo se vuelve espontáneamente hacia ellos en espera de apoyo para la propia conservación y de dirección para la apertura al mundo y a los demás hombres. La relación del creador con la criatura es así­ el prototipo supremo de la relación entre p. e hijo. En ésta se realiza aquella relación de supraordenación y subordinación que se da constitutivamente en todo proceso educativo.

El fundamento de la autoridad de los p. sobre sus hijos es, según esto, la dependencia de los hijos respecto de sus padres. Su contenido está determinado por la necesidad de ayuda de los hijos frente a los padres. En consecuencia éstos tienen ante todo una autoridad sustitucional de tipo tutelar sobre sus hijos, es decir, con su autónoma actuación paterna deben tender a que sus hijos, en el marco de lo posible, se hagan independientes. A esto se añade luego, en cuanto la familia como sociedad necesita una “distribución de poderes y oficios”, una correspondiente autoridad de ordenación y, por consiguiente, de oficio. Pero lo especí­fico de la autoridad de los p. consiste precisamente en el cuidado tutelar de los menores de edad. Por ello los derechos y los deberes de los p. van tan lejos como lo requiere el cuidado para que los hijos se desarrollen hasta alcanzar la mayorí­a de edad. A esto se añaden secundariamente los derechos y deberes que resultan de una convivencia ordenada en la -> familia. En cuanto, por motivos justificados, estas funciones paternas son asumidas por padres adoptivos, también pasan a éstos los derechos y deberes paternos, en la medida en que ellos pasan a ocupar el lugar de los padres.

De esa función paternal de cuidado se deriva luego el derecho de los p. al respeto y cuidado por parte de sus hijos mayores de edad, en la medida en que aquéllos lo precisan y, por su comportamiento con los hijos, tienen tí­tulo legí­timo para exigirlo.

3. Estos derechos y deberes de los p., fundados en el orden de la creación, quedan elevados en el orden de la gracia. Por la ordenación de todos los hombres a la -> salvación (voluntad salví­fica de Dios), de una parte, y por la ordenación del matrimonio a la participación por la gracia en la unidad gratuita de Dios con la humanidad redimida, de otra parte, la relación de los p. con sus hijos queda determinada sobrenaturalmente de tal modo que aquéllos tienen el cometido de disponer a éstos, en el marco de sus posibilidades, para la salvación sobrenatural. Los p. reciben para ello la necesaria gracia de estado en cuanto no rechazan la llamada que Dios les dirige. Esta dimensión sobrenatural de los derechos y deberes de los p. encuentra su expresión sacramental en el -> bautismo y en el sacramento del -> matrimonio. Por tanto los p., en virtud de la universal voluntad salví­fica de Dios, tienen el deber de educar religiosamente a sus hijos en el sentido de esa voluntad salví­fica, y en consecuencia, apoyándose en la promesa de Dios, pueden contar con la gracia correspondiente para cumplir con estos deberes de su estado. Pero, a diferencia de la vida natural, los p. no pueden dar la vida sobrenatural, sino sólo disponer a ella. El autor de la -> gracia y de la justificación es solamente Dios.

Ante nuestra llamada a la salvación sobrenatural, los deberes y derechos de los p. reciben un peso cuya importancia sólo puede entenderse totalmente en la fe. Por esto no se puede esperar que los infieles comprendan tan conscientemente como los creyentes la seriedad de la responsabilidad paterna, especialmente en lo que se refiere a la religión.

4. Puesto que en los dos p. se da la misma relación de origen con sus hijos, en consecuencia ambos tienen las mismas obligaciones y los mismos derechos en el ejercicio de sus funciones paternas. Ahora bien, como los p. participan de distinta manera en la generación, el cuidado y la educación de sus hijos, es obvia una cierta división de cometidos en el ejercicio de los derechos y deberes paternos. Sin embargo, esta división de cometidos entre hombre y mujer sólo en una extensión limitada y difí­cilmente determinable, se deriva de la “esencia” de la paternidad y la maternidad; y, además, depende de la función especí­fica del estado que al padre y a la madre corresponde en una sociedad determinada, estando sometida, como la sociedad misma, a cambios según las épocas.

Si la división de tareas no se produce espontáneamente o por un acuerdo, los p. como socios iguales han de tomar las decisiones necesarias. Si no se Logra un acuerdo, no hay derecho preferente en ninguna de las partes, puesto que los deberes y derechos de los p. resultan inmediatamente de su dignidad como p., y en consecuencia son derechos y deberes fundamentales e inalienables. En este caso las sociedades superiores de la Iglesia y del Estado deberán intervenir según las reglas del principio de -* subsidiariedad, protegiendo y ayudando. Una superioridad del hombre, o sea, una ordenación jerárquica, sólo puede reconocerse en la comunidad doméstica y familiar. El hombre es el representante de la unidad en la familia y en la sociedad. En esto la mujer está subordinada a 61 (-> matrimonio; Ef 5, 21-33; Col 3, 18ss; 1 Pe 3, 1); pero los derechos fundamentales personales, y también el derecho inalienable de cuidar según la propia conciencia de la educación de los hijos, quedan aquí­ intactos. De ahí­ que, p. ej., hayamos de rechazar un derecho unilateral del padre en la determinación de la religión de sus hijos, y hemos de rechazarlo basándonos en la esencia de la equiparación de derechos de los p., así­ como en la esencia de la libertad religiosa y de conciencia (-> tolerancia).

Ahora bien, aunque los derechos y los deberes se corresponden mutuamente, sin embargo los deberes no son suprimidos cuando un cónyuge pierde sus derechos por no cumplir con la obligación de educar a los hijos. Pero una infracción de este deber de conciencia no puede suponerse sin más, sino que debe demostrarse. En el caso de conciencia errónea con relación a la educación religiosa, a causa de la libertad religiosa no se puede recurrir a la coacción, a no ser que el Estado se vea legitimado para ello por las necesidades urgentes del bien común o por su deber tutelar frente al individuo. La Iglesia, de acuerdo con su misión, ha de conseguir la educación en la fe mediante resortes exclusivamente espirituales y, en ciertos casos, podrá imponer sanciones de orden igualmente espiritual.

Si un cónyuge pierde su derecho de educar, su deber sigue existiendo. Esto puede ser importante, p. ej., en el caso de hijos ilegí­timos o de una separación matrimonial.

II. Derechos y deberes de los padres
Puesto que los p., en virtud de su paternidad, por un lado participan de la fuerza creadora de Dios y, por otro, originan una relación de dependencia de sus hijos frente a ellos, los derechos y deberes de los padres (roborados en el CIC, can. 1113) implican los siguientes cometidos y exigencias:
1. Deberes de los padres
a) La aceptación responsable de la paternidad. Esto significa que los p. sólo pueden engendrar un hijo cuando tengan la esperanza justificada de poder educarlo y hacerlo crecer de una manera humanamente digna. Para ello el marco natural y querido por Dios es la – familia. Por esto mismo hemos de considerar ilí­cita la generación fuera del matrimonio. Se puede decir que, a causa de la dependencia de los hijos respecto de los p. y la familia, el engendrar fuera del matrimonio serí­a una injusticia mayor que el empleo de métodos anticonceptivos para el control de la -> natalidad, puesto que éstos normalmente no tienen consecuencias nocivas de tanto alcance como un nacimiento ilegí­timo. Bajo esa perspectiva también hemos de oponernos a que un padre engendre un hijo si sabe que él ha de morir pronto, pues el hijo en la medida de lo posible tiene derecho a que lo eduque también el padre.

La cuestión de cuántos hijos se pueden educar de una manera humanamente digna en el matrimonio, depende de muchos factores que varí­an en cada caso y que atañen a la situación individual de los p. y a la familia, de manera que sólo los p. mismos pueden determinar cuándo es posible aceptar la responsabilidad de engendrar una nueva vida (cf. concilio Vaticano II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy, n.° 50ss). Pero la Iglesia y la sociedad pueden prestar una valiosa ayuda en la formación de la conciencia. En particular se prestará especial atención a las condiciones (también a las hereditarias) de salud de los p., a las necesidades de los hermanos ya existentes; pero en ciertas circunstancias se atenderá también a puntos de vista polí­ticos de la población y a la situación económica y social, p. ej., el problema de la vivienda, las obligaciones profesionales, etc.

b) Del hecho de la generación se deriva además la obligación de hacer que los hijos crezcan en forma humanamente digna, cuidando de su cuerpo, de su alimentación, de su vestido, de su salud, etc. Esto significa que los p. sólo pueden tener los hijos que puedan alimentar, y obran mal si no dan los medios adecuados a sus hijos. A este respecto los p. no han de exigirse a sí­ mismos limitaciones mayores, pero tampoco menores, que las impuestas a sus hijos, teniendo en cuenta debidamente las necesidades individuales de cada uno de los miembros de la familia. El deber de cuidar que los p. tienen incluye también el esfuerzo encaminado a que sus hijos, llegado el momento, puedan fundar su propio hogar.

c) Además de esto, los p. tienen especial obligación de educar a los hijos según su mejor ciencia y conciencia para su bienestar espiritual, pues el desarrollo humanamente digno de la personalidad de los hijos es el más alto deber de su cuidado y amor, y ellos, en virtud de su posición, son los representantes inmediatos de Dios ante sus hijos, ciertamente en un sentido análogo. Así­ los p. tienen absolutamente el deber de preocuparse por una formación de sus hijos que corresponda a las capacidades de éstos y a las posibilidades de aquéllos. Cuando los hijos son menores de edad, los p. deben mantenerles alejados de peligros morales, siempre que por su falta de madurez no puedan enfrentarse a ellos, y deben fomentar su capacidad moral de decisión y apoyarla en lo bueno. Por consiguiente, ha de buscarse el equilibrio oportuno en la tensión entre protección e iniciativa personal.

En este contexto tiene un papel especial el deber de la educación religiosa, el cual se deriva de que el hijo está ordenado a la religión como a la más alta perfección del hombre. No es suficiente que el hijo aborde las cuestiones religiosas por primera vez cuando sea capaz de una decisión adulta, puesto que según las leyes de nuestra alma y de la exigencia de Dios en orden a la unión con él, que se revela paulatinamente en ellas, la educación religiosa debe empezar lo más pronto posible. Hay que familiarizar al niño con los problemas religiosos importantes y se debe influir religiosamente en él.

Evidentemente, los p. sólo pueden dar la educación religiosa en el marco de sus posibilidades; pero, a causa de su importancia, aquélla debe tener la más amplia extensión posible. En esto los p. cumplen sus deberes de educación religiosa cuando siguen sinceramente su -> conciencia formada, pues así­ realizan la ordenación a Dios de sí­ mismos y de sus hijos. Los p. que contra la convicción de su -> conciencia permiten o incluso fomentan una educación religiosa de sus hijos yerran gravemente, sea cual sea la confesión a que pertenezcan. A este respecto, en los matrimonios de disparidad de religión o de religión mixta pueden presentarse problemas tan grandes que la Iglesia ha decidido prohibir en general tales matrimonios. La dispensa de esa prohibición está reservada a las autoridades competentes y, por lo menos en los casos normales, depende la promesa de las cautelas exigidas (cf. la Instrucción dada por la Congregación de la doctrina de la fe, del 18-3-1966). De todos modos puede ponerse en tela de juicio la oportunidad de tales disposiciones legales en nuestro tiempo; pues, en nuestra actitud actual ante el matrimonio y la fe, el forzar las decisiones religiosas de conciencia a través de medidas legales fácilmente puede repercutir en perjuicio de la deseada educación religiosa, la cual hoy más que nunca depende del compromiso personal de los p. en materia de fe. Y, en personas no muy vinculadas a la Iglesia, precisamente ese compromiso puede perjudicarse más que fomentarse en la actualidad mediante el legalismo.

d) Los p., en sus derechos y deberes de educación, no pueden delegar sin un motivo proporcionado; así­, p. ej., no pueden enviar a sus hijos por mera comodidad a un internado, puesto que su responsabilidad deriva de su relación de origen y es inalienable, de modo que les obliga a asumirla por sí­ mismos. Además, los lazos que surgen de la relación de padres-hijo no pueden sustituirse fácilmente, como lo muestran, p. ej., las experiencias con huérfanos en los orfanatos.

De aquí­ resulta también la obligación correspondiente de influir en que los representantes de los derechos paternos cumplan su cometido representativo en verdadera conformidad con la voluntad de los padres. En consecuencia serí­a un abuso del derecho de los p. el que instituciones eclesiásticas o estatales se atribuyeran precipitadamente la representación de la voluntad de éstos sin estar sostenidas por las correspondientes “comunidades de padres” (Thielicke). Más bien las instituciones deben preocuparse de que en la configuración de la educación institucional se tenga suficientemente en cuenta, bajo el aspecto objetivo y el personal, la colaboración de los padres. De todos modos, es importante que se mantenga el equilibrio en la tensión entre la intervención de los p. y la competencia pedagógica de los maestros; pues, de lo contrario, la influencia unilateral de los p. o de la institución repercutirí­a en perjuicio del niño. De aquí­ se deduce que el influjo institucional en los p. sólo es ventajoso en tanto proceda de una auténtica responsabilidad de los mismos, y que una formación planificada de los p. es un aspecto urgente de la formación de adultos.

e) Si los padres descuidan sus deberes pueden ser obligados a su cumplimiento. Por ej., pueden ser obligados, en el marco de las posibilidades propias de su estado, a procurar que sus hijos capacitados reciban una formación más completa.

Si por motivos ajenos a su responsabilidad no están en situación de cumplir con sus deberes de p., las instancias subsidiarias han de abrirles el camino para ello y además, crear los servicios adecuados para los hijos. Así­, p. ej., la escuela puede actuar subsidiariamente en la ilustración y la educación sexuales cuando la casa paterna claudica en este campo y, de no hacerlo, se derivarí­an desventajas para los hijos. Pero la escuela tiene el deber de procurar con todas sus fuerzas que sean los p. mismos los que puedan tomar en sus manos esta educación (pedagogí­a sexual, en -> sexualidad).

2. Derechos de los padres
A los deberes de los p. corresponden sus derechos.

a) El hombre tiene un derecho inalienable al matrimonio y a la procreación, siempre que pueda aceptar la responsabilidad de fundar una familia. Esto significa que ni la Iglesia ni el Estado pueden establecer impedimentos arbitrarios para el matrimonio ni incitar o forzar a la limitación del número de hijos; sólo pueden hacerse en la medida en que sea necesaria para cumplir sus propios cometidos, puesto que el derecho al matrimonio es absoluto, aunque limitado. Sus lí­mites están en el derecho propio de los hijos y de las sociedades superiores.

b) Puesto que el derecho a casarse es inalienable aunque puede renunciarse al ejercicio del mismo, también existe el derecho a un salario familiar justo, con tal no se descuiden culpablemente los deberes de la formación y del trabajo propios. La modalidad de este salario familiar puede variar según el sistema económico y social; pero está fuera de duda que la retribución familiar es un derecho de los padres. Esto se deriva no sólo de la dignidad de la persona, sino también del servicio que los p. prestan a la sociedad con la crianza y educación de sus hijos. Lo dicho implica que se peca contra la justicia distributiva cuando a p. responsables se les impone un nivel de vida social y económico inferior al de un matrimonio sin hijos. Debido a los esfuerzos superiores de un matrimonio con hijos, es comprensible que éste goce de un nivel de vida más alto que el de un matrimonio sin hijos, sobre todo cuando ese matrimonio sin hijos no se destaca en algún otro ámbito por sus servicios sociales.

c) Finalmente, al deber de educación de los p. corresponde el derecho de educación, de manera que en el marco de sus posibilidades y cometidos ellos pueden determinar por sí­ mismos la forma y el contenido de la educación de los hijos. Sólo así­ pueden cumplir adecuadamente su deber de conciencia. De aquí­ se desprende que, incluso en las tareas educativas que los p. no pueden desempeñar por sí­ mismos, éstos deben participar lo más ampliamente posible, pues sólo así­ se respeta suficientemente su derecho originario. Por tanto, los cometidos educativos que trascienden la educación paterna deben realizarse siempre tomando en consideración los derechos de los padres. Según esto el derecho de los p. exige que las tareas educativas que no se fundan en la delegación de los mismos, sino que resultan de la misión propia de la Iglesia y del Estado, en la medida de lo posible deben realizarse de acuerdo con la voluntad de los padres. Un desprecio infundado de la voluntad de los p. en la educación es una infracción de los derechos fundamentales del hombre.

Por consiguiente, el Estado sólo puede coaccionar y reglamentar en la educación en tanto eso sea incondicionalmente necesario para el desempeño de su misión. La Iglesia también puede intervenir, pero sólo subsidiariamente, en la educación religiosa de los niños; y debe reservarse aquellos cometidos que no están al alcance de los p. o que ellos no desempeñan. En consecuencia es insostenible un monopolio escolar, si bien éste puede tolerarse cuando en la enseñanza general se concede espacio suficiente a los intereses particulares y justificados de los p., o sea, cuando la uniformidad se alcance con libertad y el bien común haga incondicionalmente necesaria una enseñanza general uniforme.

El derecho de los p. se refiere de manera muy especial a la determinación de la educación religiosa de los hijos, pues para que ésta se desarrolle connaturalmente han de fundamentarla los padres. Eso se desprende negativamente de que ni el Estado ni la Iglesia pueden darla autónomamente; no el Estado, pues a causa del derecho de libertad religiosa y de su ordenación al bien común temporal de los hombres debe permanecer neutral en lo relativo a la concepción del mundo; ni puede darla la Iglesia a causa de su misión salví­fica, puesto que la educación religiosa ha de incluirse en la educación integral de los niños y la Iglesia no está llamada a esta educación integral. La Iglesia debe dar solamente la educación religiosa, y esto en la medida en que el hombre por sí­ mismo o por sus tutores se abra voluntariamente a ella, puesto que la revelación debe ser aceptada en una fe moralmente legí­tima. Aquí­ hay que pensar especialmente: cuanto más tierna sea la edad de los niños, tanto más necesario es que la educación religiosa esté incluida en la educación total, si aquélla ha de ser efectiva; pues, realmente, cuanto más pequeño es el niño, tanto más depende de un cuidado total y unitario. A la inversa, en la medida en que los niños crecen, éstos han de ser guiados hacia una decisión sobre su propia fe por confrontación con otras convicciones.

Positivamente, el derecho de educación religiosa que tienen los p. deriva de su relación de origen con los hijos y de la responsabilidad para con ellos que de ahí­ brota, responsabilidad que no pueden asumir ni la Iglesia ni el Estado, puesto que la responsabilidad de estas instituciones se limita a sus cometidos especí­ficos. Así­ ni la Iglesia ni el Estado pueden impedir la educación religiosa que los p. deseen. Y tampoco pueden negar su ayuda cuando los p. quieren educar a sus hijos según sus convicciones religiosas, siempre que esa ayuda sea posible. Por ej., en circunstancias normales, no sólo no debe impedirse la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, sino que, por el contrario, debe fomentarse; pero sin intromisión en la libertad, de la proclamación religiosa.

d) Los derechos de los p. deben hacerse valer guardando debidamente el amor al prójimo, de manera que la reclamación de los propios derechos no repercuta en perjuicio de los derechos de los otros padres. Puede darse este caso, p. ej., cuando a una forma de escuela en sf justificada se le da una preferencia que no le corresponde, en detrimento de las posibilidades de desarrollo de otros niños. Puede tener efecto una preferencia unilateral por la enseñanza general del Estado, así­ como el aferrarse unilateralmente al derecho de la enseñanza confesional, si con esto se hace imposible la atención a otras necesidades escolares.

III. Lí­mites de los deberes y derechos de los padres
Los deberes y los derechos de los p. están en correlación, inmediatamente, con los derechos y deberes de los hijos y, mediatamente, con los derechos y deberes de otros, como las sociedades supra ordenadas de la Iglesia y del Estado, por un lado, y la escuela, los parientes, etc., por otro, que también tienen una relación originaria de responsabilidad para con los niños. En consecuencia los deberes y derechos de los p. deben delimitarse frente a los derechos y deberes de los otros. El fundamento interno de la limitación de la responsabilidad de los p. está, evidentemente en que los p. poseen una autoridad originaria meramente derivada y, en consecuencia, limitada.

1. La autoridad de los p. encuentra sus lí­mites en el derecho de los hijos, puesto que éstos no son propiedad suya, sino socios suyos que fundamentalmente tienen los mismos derechos y, sin duda alguna, tienen también todos los derechos inalienables del hombre. El grado de dependencia de los hijos respecto de los p. determina la medida de sus deberes frente a ellos; y el grado de su independencia determina sus deberes.

Así­ deben -> obediencia a los p. según el grado de su minorí­a de edad y de su dependencia familiar; pero los padres por su parte sólo tienen derecho a la obediencia en cuanto los hijos no pueden ni deben cargar con la responsabilidad de sus acciones.

Por eso no deben los p. limitar o determinar la voluntad de los hijos más de lo necesario para el bien rectamente entendido de éstos. Lo dicho tiene validez especialmente para cosas tan importantes como la elección de profesión, el contraer matrimonio, etc.; pero también para cosas de menor importancia, como la moda, etc. La coacción fí­sica sólo puede emplearse en cuanto sea necesaria para la defensa propia o en interés urgente del hijo. Especialmente en asuntos religiosos debe respetarse en la mayor medida posible la libertad del hijo, poniéndolo en situación de decidirse, puesto que la educación religiosa sólo es posible como formación de la -> conciencia; de otro modo no se fomenta sino que se impide el desarrollo de una religiosidad auténtica. Pero los p. son, naturalmente, los consejeros natos de sus hijos; y están llamados a oponerse en forma adecuada cuando los hijos infringen los mandamientos de Dios.

2. La Iglesia y el Estado tienen en el ámbito de su misión un derecho propio sobre los hijos, especialmente en cuestiones de educación, pues en primer lugar los p. solos no están en situación de proporcionar al hijo todo el cuidado que requiere. Por ello deben ser apoyados aquí­ subsidiaria y mediatamente por sociedades supraordenadas, especialmente por el Estado y la Iglesia. De ahí­ se derivan los derechos correspondientes para los que ayudan. Esto significa, p. ej., que el Estado puede obligar en el marco de lo necesario a la asistencia escolar. Mas para no sobrepasar este marco, la Iglesia, p. ej., confí­a a los p. en la medida de lo posible la preparación para que en tiempo oportuno el hijo reciba la primera comunión (cf. CIC can. 854 S 4).

En segundo lugar la Iglesia y el Estado para el desempeño de sus funciones propias tienen un derecho originario, natural o sobrenatural, a influir sobre los niños. Así­, p. ej., el Estado puede urgir una obligación escolar que corresponda a las necesidades del tiempo y de la cultura, así­ como un nivel adecuado de formación de los alumnos, sin que infrinja por ello los derechos de los p., siempre que dentro de las necesarias medidas coactivas deje la máxima libertad posible. De manera semejante la Iglesia puede exigir una participación adecuada en la enseñanza de la religión, y los p. obran injustamente si prohí­ben a sus hijos esa participación. Pero, a diferencia del Estado, la Iglesia sólo puede imponer sus derechos con medios morales.

3. También la escuela, los parientes, etc., tienen un derecho sobre los niños, el cual limita el derecho de los p., en cuanto desempeñan cometidos no delegados, sino independientes con relación a los niños. Este es el caso cuando, p. ej., en la escuela el maestro desempeña su propio cometido educativo de integrar a los alumnos en una sociedad más amplia. Esa tarea implica una responsabilidad que se deriva no sólo de la delegación de cometidos educativos por parte de los p. y del Estado, sino también de la función especí­fica del maestro que sólo él puede realizar. Lo mismo debe decirse de cuantos cuidan de los niños en una forma en que nadie más puede hacerlo en virtud de una relación de autoridad, la cual es siempre una especie de relación de origen.

4. Según lo dicho, los derechos y deberes de los p. deben distinguirse claramente de los derechos y deberes de otros, aunque no puede establecerse una separación entre los primeros y los segundos, pues todos se fundamentan en la personalidad indivisible del niño con sus diversas relaciones. Lo que corresponde a esta personalidad a priori sólo puede determinarse formalmente; el contenido ha de determinarse a posteriori, puesto que depende siempre de las tomas de posición personales y variables, así­ como de las necesidades que de ahí­ se derivan para el niño.

A esto se añade que también varí­an las funciones y los derechos de aquéllos que están en relación con el niño. De ello resulta que las exigencias concretas de la responsabilidad de los p. deben determinarse siempre de nuevo y que no pueden describirse de una vez para siempre.

Sin embargo, como regla general, por ser formal, puede establecerse la siguiente: la relación tensa de los derechos y deberes de los p. con los de otras personas responsables ha de armonizarse siempre de tal modo que los derechos sobre el niño se limiten lo más posible y se extiendan tanto como sea necesario, pues de otro modo la autoridad sobre el niño, que está al servicio de éste, se convierte en una manipulación, y con ello la posición del hombre como sujeto se convierte en una posición de objeto. La fuerza y la coacción sobre alguien sólo están justificadas en aras del propio desarrollo y conservación de aquél sobre quien se ejerce la coacción o de quien la ejerce.

Solamente teniendo en cuenta este pensamiento se aprecia, de forma debida en su extensión y en sus lí­mites, la responsabilidad de los padres.

Puesto que el derecho de los p. debido a las circunstancias variables está sometido a un cambio histórico, ha de ser configurado por el derecho positivo. Pero éste no debe establecerse independientemente de los distintos portadores de la jurisdicción. Más bien, mediante una regulación amistosa han de buscarse compromisos razonables entre todos los interesados, pues ni los p., ni la Iglesia, ni el Estado, ni nadie más tiene la competencia suprema sobre el niño. Lo que todos tienen es una sola responsabilidad común; y a su vez cada uno posee una competencia originaria.

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Waldemar Molinskl

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Eclesiásticamente, los padres son aquellos que nos han precedido en la fe y, por lo tanto, son capaces de instruirnos en ella. En este sentido se habla de los ministros y obispos como padres. Sin embargo, en forma más precisa, el término se ha aplicado a los primeros escritores cristianos de reconocida eminencia. Ya en el cuarto siglo se usó el término con los maestros de épocas precedentes, y luego todos los teólogos sobresalientes de por lo menos los primeros seis siglos han llegado a ser reconocidos como padres. Éste es el uso normal del término hoy día, aunque, algunas veces, la era patrística se amplía e incluso los protestantes hablan de los padres de la Reforma.

La cuestión que surge es cómo un autor determinado puede ser reconocido como un padre. La mera sobrevivencia de su obra no es suficiente, ya que muchas obras heréticas han llegado hasta nosotros junto con otras obras de incalculable valor. Se han sugerido cuatro características principales como cualidades necesarias: primero, ortodoxia sustancial; segundo, santidad de vida; tercero, aprobación unánime; y cuarto, antigüedad. Se entiende que los padres pueden errar en algunos puntos, como un resultado inevitable ante los muchos desacuerdos, pero aún pueden ser contados como padres, en la medida que satisfagan los requisitos necesarios (cf. especialmente los casos de Orígenes y Tertuliano).

Pueden darse varias respuestas a la cuestión de la autoridad patrística. Desde el punto de vista del catolicismo romano, los padres son infalibles en donde muestran un consentimiento unánime. Por lo demás, ellos pueden errar, pero siempre deben leerse con respeto. Los protestantes insisten naturalmente que los padres deben sujetarse también a la norma suprema de la Escritura, de modo que sus declaraciones o interpretaciones puedan servir para llamar al rechazo, la corrección o la ampliación. Por otra parte, ellos merecen seria consideración como aquellos que nos han precedido en la fe y han hecho un serio intento de expresar las verdades bíblicas y apostólicas. De este modo, su posición es de valor, sus opiniones demandan un estudio cuidadoso, y deben desecharse únicamente por razones muy valederas, constituyendo su trabajo un desafío para nosotros a la vez que el nuestro para ellos.

No es tan fácil hacer una lista de los padres, ni lo es tampoco su clasificación, excepto, quizá en los términos de la amplia distinción entre griegos y latinos. Mención especial puede hacerse de los padres que vienen inmediatamente después del período posapóstolico, quienes nos han proporcionado nuestra primera literatura cristiana aparte del NT. La escuela de Alejandría (Clemente y Orígenes), a fines del segundo siglo y a comienzos del tercero, merece destacarse en escritores tales como Ireneo, Tertuliano, Hipólito y Cipriano. El siglo cuarto, en el que ya se citaba a los padres, nos proporciona algunos de los más grandes de todos los hombres tales como Atanasio, Hilario, Basilio, Gregorio Nacianceno, Ambrosio, Gregorio de Nisa, Agustín, Crisóstomo y Jerónimo. Entre otros que pueden mencionarse están los Cirilos, Teodoro, los dos papas León I y Gregorio I, y, en el mismo término de la era patrística, Juan de Damasco e Isidoro de Sevilla. Pero estos únicamente conforman una selección de la gran compañía de escritores de un frente amplio y complejo que dio a la iglesia sus primeros magníficos intentos en la teología. Véase también Alejandría, Escuela de, y Antioquía, Escuela de.

Geoffrey W. Bromiley

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (445). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

(Lat. parere, engendrar)

Contenido

  • 1 Deberes de los padres hacia los hijos
  • 2 Bajo la Cristiandad
  • 3 Los deberes de los hijos de los hijos hacia los padres
  • 4 Bibliografía

Deberes de los padres hacia los hijos

En el antiguo mundo pagano, con la concesión debida para el funcionamiento de la ley natural, el amor y la reverencia fueron reemplazadas por la autoridad y el miedo. La jurisprudencia romana, al menos durante un tiempo, exageró el poder paterno hasta el extremo de la propiedad, pero no enfatizó sobre sus deberes. Su dominio sobre los hijos no era menor que sobre sus esclavos. Poseía un derecho indiscutible de vida y muerte; podía venderlos como esclavos y disponer de cualquier propiedad que ellos hubieran adquirido. Compatible con esta idea general, estaban extendidos el aborto, el infanticidio y el abandono. Las leyes parecían contemplar estos crímenes como faltas veniales y eran en gran modo inoperantes en estas cuestiones.

En consecuencia, la observancia filial implicada en la antigua pietas no siempre se traducía en afecto. Esta primitiva condición fue modificada por los decretos de los últimos emperadores. Alejandro Severo limitó el derecho del padre para matar a un hijo adulto, mientras Diocleciano hizo ilegal para los padres vender a sus hijos.

Bajo la Cristiandad

Bajo la Cristiandad los padres no son meros depositarios de derechos y deberes exigidos por su naturaleza, sino que son considerados como representantes del propio Dios, de quien “procede toda paternidad”, y encuentran en esta capacidad la manera de unir amor y respeto, así como la mejor motivación de una confiada obediencia por parte de los hijos.

El primer deber de padres hacia sus hijos es amarlos. La naturaleza inculca esto claramente, y es usual describir como antinaturales a los padres en que falta este afecto. Aquí la ofensa es contra una virtud distinta que los teólogos llaman pietas, que concierne a la conducta recíproca de padres e hijos. Por tanto las circunstancias de esta relación íntima deben hacerse saber en la confesión cuando se trata de pecados de este tipo. En el caso de graves daños causados por los padres a sus hijos, además del pecado contra la justicia se añade una malicia completamente diferente derivada del parentesco. Esta virtud, interpretando el mandato de la ley natural, también les exige a los padres que cuiden diligentemente de la crianza apropiada de sus hijos, es decir, de mantener su bienestar corporal, mental, y espiritual. Esto incluso en el supuesto de que los hijos sean ilegítimos. Son culpables de pecado grave los padres que tratan a sus hijos con tal crueldad que delata que su conducta está inspirada por el odio, o quienes, con pleno conocimiento, los azoten o muestren una notable e irrazonable preferencia de un hijo sobre otro. Los padres se comprometen a ayudar a sus hijos de un modo correspondiente con su condición social hasta que estos últimos puedan sostenerse por sí mismos. La madre se compromete a no hacer nada que perjudique la vida o el desarrollo apropiado de su niño nonato, y después del nacimiento criarlo, bajo pena de pecado venial, ella misma, a menos que haya alguna excusa adecuada.

Un padre que está ocioso o es un derrochador, de modo que deja a su familia sin un sustento digno, es culpable de pecado grave. Los padres deben cuidar de que sus hijos obtengan al menos una educación elemental. Están obligados con un especial énfasis a procurar el bienestar espiritual de sus hijos, darle un buen ejemplo y corregir sus errores. La doctrina de la Iglesia es que el derecho y el deber de educar a su propia descendencia residen natural y principalmente en los padres. Es su tarea más importante; de hecho entendida en su sentido pleno, no se clasifica como una obligación. En cuanto significa instrucción en las ramas más elementales de conocimiento humano, es en muchos casos idéntica con la obligación de cuidar la elección de una escuela para los niños.

En general, los padres no pueden con una conciencia segura enviar a sus niños a las escuelas no-católicas, si éstas son sectarias o laicistas. Esta afirmación admite excepciones en el caso dónde hay graves razones para permitir a los niños católicos frecuentar estas escuelas y donde los peligros que puedan existir para su fe o moral estén, por otros medios, neutralizados o sean remotos. El juez en estos casos, tanto para la suficiencia de las razones alegadas como para los medios empleados para valorar los riesos que puedan existir es, en los Estados Unidos, el obispo de cada diócesis. La asistencia a las escuelas no-católicas de los niños católicos es algo que, por graves motivos y con las debidas precauciones, puede tolerarse, no aprobarse. En cualquier caso los padres deben atender cuidadosamente a la instrucción religiosa del niño.

Acerca de la educación superior, los padres tienen el claro deber de vigilar que la fe de sus hijos no sea puesta en peligro por su marcha a insitutos y universidades no-católicas. En ausencia de legislación positiva, para que los padres puedan consentir que sus hijos asistan a institutos y universidades no-católicas, debe haber una causa grave, y los peligros que pueden amenazar la fe o la moral deben ser alejados con los remedios convenientes. Este último requisito es obviamente el más importante. El fracaso de errar en el primero, con tal de que se hubieran tomado fielmente los medios para obedecer el segundo, no obligaría al confesor a negar la absolución a los padres. Esta es una indudable y, bajo circunstancias ordinarias, inalienable autoridad que deben ejercer los padres. La magnitud de esta cuestión deberá ser determinada por la ley positiva. En los casos en que es necesario elegir uno de los padres en lugar del otro como custodio de los niños, la norma de preferencia legal en los Estados Unidos es que los niños se confían al cargo del padre. Hay, sin embargo, una creciente disposición a favor de la madre. Los padres tienen el derecho para administrar el castigo a sus hijos delincuentes. La omisión de castigar adecuadamente puede ser una ofensa seria ante Dios.

Los deberes de los hijos de los hijos hacia los padres

Los niños tienen una triple obligación de amor, reverencia y obediencia hacia sus padres. Esto se deduce de la virtud que Sto. Tomás llama pietas, y para la que la expresión equivalente más cercana es “observancia obediente”. Como la religión nos obliga a rendir culto a Dios, hay una virtud distinta de todas las otras que nos inculca la actitud que debemos mantener hacia los padres, en cuanto que ellos, en un sentido secundario, son el principios de nuestro ser, y su regulación. La violación de esta obligación está por consiguiente reputada como pecado grave a menos que la pequeñez de la materia involucrada haga la ofensa venial. De las obligaciones referidas, el amor y la reverencia están en vigor durante la vida de los padres. La obediencia cesa cuando los hijos salen de la autoridad paterna. El deber de amor de padres, fuertemente unido a la conciencia por la ley natural, está enfatizado expresamente por la ley positiva de Dios. El cuarto Mandamiento, “Honrarás a tu padre y a tu madre”, se interpreta universalmente no sólo para significar respeto y sumisión, sino también la acogida y la manifestación de afecto que merecen por parte de sus hijos.

Aquellos hijos que habitualmente muestran hacia sus padres una conducta inhumana, son culpables de pecado grave, o quienes les niegan el socorro en grave necesidad, corporal o espiritual, o quienes rechazan llevar a cabo las disposiciones de su última voluntad y testamento tanto como sea posible. No es meramente el comportamiento externo el que tiene cuidarse. El sentimiento de afecto interior debe estar profundamente arraigado. El concepto cristiano de que los padres son delegados de Dios, lleva con él la inferencia de que serán tratados con un peculiar respeto. Los hijos que golpean a sus padres incurren en pecado grave o incluso si levanta sus manos para hacerlo, o aquellos que les dan motivos fundados de un gran sufrimiento. Lo mismo se dice de aquéllos que enfurecen a sus padres, que los maldicen o los ultrajan, o se niegan a reconocerlos.

Además de la relación paternal y la dignidad hay que tener en cuenta su autoridad. Los hijos, en tanto cuanto permanecen bajo su yugo, deben obedecer. Esto no significa, según la enseñanza de Sto. Tomás (II-II, Q. civ, a. 2, ad lum), que deben hacer lo que se les ordena porque sea agradable, es bastante que estén dispuestos a hacer lo que se les manda. Esta obligación afecta a todas estas materias y aquéllas que constituyen el cuidado apropiado de la descendencia. Los padres no tienen poder para ordenar que sus hijos hagan lo que es pecado, ni pueden imponerles contra su voluntad cualquier profesión particular en la vida. Los teólogos encuentran su criterio para determinar la gravedad del pecado de desobediencia escrutando la orden dada así como la materia a la que concierne. Dicen que la ofensa será considerada como mortal cuando la comunicación de la voluntad paterna tiene forma de un mandato dado seriamente y no meramente un consejo o exhortación. Además requieren que este mandato debe tener relación con algo importante.

No hay un regla clara y rápida para calibrar la gravedad de la materia en que una infracción del deber de obediencia se convierte en pecado mortal. Los moralistas declaran que esta valoración debe hacerse con buen sentido por personas sensatas. Agregan que, en general, cuando un acto de desobediencia es calculado para dañar gravemente a los padres, o interferir seriamente en la disciplina doméstica, o poner en riesgo el bienestar temporal o espiritual de los mismos hijos, será considerado un pecado mortal. Cuando la cosa, para cuya actuación u omisión el padre emite la orden, ya está afectada, bajo pena de pecado grave, por la ley natural o positiva, la ignorancia de la orden paterna no implica un pecado distinto de desobediencia que requiera una imputación separada en la confesión. La razón es que se asume que el mandato es el mismo en ambos casos. Un ejemplo, en este caso, sería la desobediencia de la orden dado por un padre a un hijo para que asista a Misa el Domingo, algo que éste ya tiene obligación de hacer.

Se desligan los hijos del mando paternal cuando llegan a su mayoría de edad o se emancipan legalmente. En los Estados Unidos esto último puede hacerse por escrito o por medio de ciertos hechos que las leyes interpretan como manifestación suficiente del consentimiento de los padres.

Bibliografía

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JOSEPH F. DELANY.

Transcrito por Douglas J. Alfarero
Dedicado al Inmaculado Corazón de la Bienaventurada Virgen María
Traducido por Quique Sancho.
A mis padres: Ramón y Amparo

Fuente: Enciclopedia Católica