PARAISO ORIGINAL

(-> creación, gracia). La Biblia comienza diciendo que Dios ha querido «colocar» a los hombres en un paraí­so, para que puedan vivir en gratuidad gozosa. Toda la historia posterior es un relato de la pérdida del paraí­so y de su descubrimiento final. El paraí­so escatológico, vinculado a los diversos tipos de mesianismo*, ha sido interpretado por el Nuevo Testamento como resurrección: para los cristianos el verdadero paraí­so es Jesús resucitado, la vida que vence a la muerte, la culminación de la esperanza. Aquí­ hablamos del paraí­so del Génesis.

(1) Dios plantador. Así­ dice el texto: «Y plantó Yahvé Elohim un paraí­so» para el Adam [hombre de barro de la estepa] allá en Oriente», en la tierra donde nace el sol y la existencia empieza (Gn 2,8-14). Según el relato de Gn 1, daba la impresión de que el mundo valí­a en sí­ mismo, aunque luego culminaba en los hombres. Ahora (Gn 2) lo primero que importa es el hombre, al que Dios-alfarero ha modelado del barro con su mano, dándole su aliento (Gn 2,7). Pues bien, ese hombre necesita un espacio para desplegar su propio ser y realizarse. Por eso, el mismo Dios que antes actuaba como alfarero del hombre viene a presentarse como creador-jardinero que le prepara cuidadosamente un lugar para que viva. No se dice cómo lo ha plantado, no tiene que decirse, aunque podemos suponer que lo ha hecho humedeciendo y regando la tierra con la lluvia y el agua de los rí­os, para que así­ el polvo de la tierra se volviera barro o humus cultivable, para que la estepa pueda ser jardí­n florido. El Dios alfarero se vuelve hortelano o jardinero. Ciertamente, el hombre ha brotado de la tierra seca de la estepa (adarnah), pero Dios ha hecho llover, le ha dado su aliento y le ha introducido en el jardí­n. En su entraña misteriosa, el hombre ya no es morador de desierto o montaña, ni salvaje del bosque o nómada del campo, ser perdido en los hielos o calores de la dura tierra, sino un cultivador de huerto, un viviente de cultura que cuida la tierra y goza de ella, un ser de ecologí­a. Frente a la estepa anterior (sin plantas ni agua) emerge un espacio donde la vida se expande en abundancia y crecen los árboles inmensos. Este es el huerto de los cuatro rí­os que definen los cuatro puntos cardinales, huerto de abundancia y belleza infinita, de oro y de piedras preciosas (cf. 2,10-14).

(2) Paraí­so para el hombre. Todo lo que el hombre puede desear lo posee este huerto que Dios planta y le ofrece para que lo cultive, como un parque ecológico extendido por el horizonte, sobre el arco de la tierra, a lo largo del creciente o media luna fértil que se abre desde los rí­os de Mesopotamia (Tigris y Eufrates) hasta el Nilo de Egipto, pasando por la franja verde de Siria, Fenicia y Palestina. Fuera del huerto sigue quedando la estepa, pero el hombre se encuentra resguardado, dentro de esta matriz o paraí­so de ternura y cercaní­a de vida abundosa. El hombre no es alguien perdido en el mundo, arrojado en la tierra, sino un ser de parque o jardí­n: un viviente cultivado que labora la tierra y goza de ella, en compañí­a de otros vivientes (animales), como irá diciendo el texto. Para descanso y gozo ha creado Dios al ser humano, para ponerle en el gan-jardí­n donde puede vivir y realizarse como humano. Frente a la dureza de la estepa anterior, sin plantas y sin agua (Gn 2,4-6), emerge la delicia de un lugar fecundo donde la vida se expande en abundancia. No sabemos si llueve, aunque puede suponerse que sí­, por los árboles que crecen, por los rí­os que lo cruzan, por su inmensa riqueza de oro y piedras preciosas. Todo lo que el hombre puede desear es el jardí­n: un parque ecológico extendido sin lí­mite sobre el espacio de la tierra… Fuera, muy lejos, sigue quedando la estepa.

(3) Plantas. Dios hizo brotar en el gan de Edén todos los árboles. Antes no habí­a hierba ni arbustos. Ahora crecen por doquier árboles de abundancia y de belleza. El texto dice expresamente que son nehmad, deseables a la vista. Adam, el ser humano, se define antes que nada por sus ojos: quiere ver y gozarse en lo que mira. Estos árboles del jardí­n sacian su ansia de felicidad y ternura: son objeto del deseo profundo de quien mira. Al mismo tiempo, ellos son buenos para comer. En Gn 1,10.12.18 se decí­a que Dios mismo miraba hacia las cosas, viendo que eran buenas. Ahora son los hombres los que miran y descubren que los árboles resultan deseablesbuenos, saciando así­ la urgencia de belleza y alimento que ellos tienen. Este es el jardí­n de la vida gratuita, que se expresa ante todo por la vitalidad constante de las plantas y los árboles. «Dios Hrzo brotar en el Edén todos los árboles»… ¿Cómo? El texto no lo dice, pero están allí­. Basta que miremos las tierras cultivadas, los huertos feraces que se extienden desde Caldea hasta Egipto. Estamos ante el primer milagro: que este mundo duro pueda convertirse en jardí­n de felicidad para los hombres, lugar donde crecen árboles y plantas (vegetales) de abundancia y belleza, deseables a la vista (nehmad) y apetecibles para la comida (tob). Los árboles son lo más propio del jardí­n: ellos sacian el ansia de felicidad y ternura, de gozo y belleza, siendo, al mismo tiempo, buenos para comer.

(4) Rí­os. Del jardí­n nacen cuatro rí­os grandes que riegan toda la tierra (Gn 2,10-14), de una forma fí­sica (evocan las corrientes de agua que conocen los lectores del texto) y simbólica (son los rí­os primigenios, condensación y origen de todas las aguas* buenas, dulces, fecundantes, de la tierra). El mito antiguo habí­a colocado el jardí­n de Dios en el origen de las aguas (de los dos o cuatro grandes «torrentes» de la tierra). El sí­mbolo bí­blico coloca al ser humano en ese origen. Quizá pudiéramos decir que en algún sentido el mismo Dios viene a mostrarse como fuente de aguas: sobre la tierra desierta del gran yermo ha suscitado Dios las corrientes de la vida, ofreciendo al ser humano su deleite (Edén). En la raí­z y origen de las aguas, allí­ donde la vida se hace fuente de abundancia, habita el hombre.

(5) Riqueza, belleza. El paraí­so es campo de riqueza, que se expresa sobre todo en las tierras de Havilá, que está hacia Arabia (Gn 2,11-12). De allí­ proceden los tesoros más apreciados: el oro bueno, signo de riqueza; el bedelio, que es un tipo de resina olorosa y curativa, como el ámbar; y también el ónix o piedra preciosa llamada shohatn, porque adorna y es bella, ofreciendo a los hombres color y dureza (cf. Mt 2,11: oro, incienso y mirra). El Edén viene a expresarse así­ como espacio de abundancia: lugar donde los hombres tienen todo aquello que desean, en gozo desbordante: la riqueza, el perfume, la belleza. Este es evidentemente un jardí­n ecológico, propio de contemplativos y vegetarianos: de seres que han nacido para disfrutar, saciando sus deseos de conocimiento (belleza de los árboles), comida (frutos) y riqueza (oro, piedras preciosas), pues el oro y las piedras pertenecen al plano del adorno, del arte gozoso, más que al comercio centrado en la lucha económica. Es un jardí­n simbólico, que expresa la condición imaginaria del hombre perfecto y que puede entenderse como sí­mbolo escatológico. Este es un huerto de riqueza, lugar de oro y piedras preciosas, campo de abundancia, casa donde los hombres tienen todo aquello que desean (comida, perfumes, belleza…). No hay aquí­ lugar para la muerte: no se matan animales, tampoco han de matarse o morir hombres. Aquí­ se supone que la vida permanece para siempre.

(6) La vida y el conocimiento. Hay en el jardí­n dos árboles distintos que condensan el misterio del hombre (cf. Gn 2,9). En la lí­nea de lo codiciable (nehmad) está el árbol del conocimiento del bien/mal; en la lí­nea de lo comestible, el de la vida. Ellos se alzan en el centro de este huerto humano, como signo de lo apetecible, de aquello que sostiene la existencia, abriendo al hombre hacia un nivel de trascendencia, en clave ecológica de gozo (árbol de vida) y de jus ticia o solidaridad moral (árbol del bien y el mal). La relación entre justicia y vida, desde el fondo común del don de Dios, constituye un elemento clave de la existencia humana, hasta la actualidad. Así­ descubrimos que el huerto de Edén se ha convertido en lugar donde los hombres deben decidirse; la riqueza del mundo es para ellos un principio de responsabilidad. De la estepa (polvo) nacimos y al polvo volveremos (cf. Gn 3,19), pero en el centro queda este huerto, paraí­so ecológico de vida y amor que Dios quiso (quiere) ofrecernos, en la fuente de los bosques y las aguas primordiales. A partir de estos árboles se definirá el sentido del hombre. Así­ los vemos allí­, en el centro del jardí­n, abriendo la vida a todo lo deseable y comestible: dirigiendo al ser humano hacia un nivel de trascendencia, en lí­nea de gozo y de plenitud.

(7) Una experiencia educativa. El Dios del paraí­so es ante todo un creador/educador. No ha querido (podido) suscitar un hombre ya acabado y realizado desde fuera, sino que le ha hecho capaz de hacerse (= educarse) a sí­ mismo, a través de una palabra afirmativa (¡puedes comer!) y negativa (¡no comas! cf. Gn 2,17). La prohibición viene a mostrarse como espacio de más alta afirmación, pues un hombre que sólo fuera afirmación se negarí­a a sí­ mismo, negando su identidad como ser creado. El hombre se educa a sí­ mismo desde el bien y el mal, que él no puede dominar y definir a su capricho, haciéndose así­ dueño exclusivo de todo lo que existe. Sólo en apertura a Dios (dentro de eso que llamamos diálogo de gracia) el hombre puede ir acogiendo lo que es bueno, recibiendo el regalo de una vida que le sobrepasa y superando el riesgo de una muerte que deriva de lo malo. Sobre ese doble espacio de bien/mal, muerte/vida, el hombre sólo puede realizarse plenamente si se abre a lo divino, si recibe el propio ser de un modo agradecido y de esa forma, en gratuidad, empieza a realizarlo. Desde su misma ausencia (no es dueño del bien/mal y de la vida) el hombre puede cultivar y cultiva una presencia superior, haciéndose en verdad humano, en relación de diálogo con algo que resulta más que humano (el don de gracia, lo divino). Las prohibiciones de Gn 2 no son capricho, tentación arbitraria de un Dios que tantea a los humanos para ver cómo responden. Quizá pudiéramos decir que ellas son prueba esencial de la persona, pues el hombre debe recibir su vida como gracia o se destruye. Por eso, la insistencia máxima del texto no está puesta en el pecado en cuanto crisis moral, sino como principio de destrucción: al cerrarse en sí­ (queriendo hacerse dueño del bien/mal) el hombre niega su vida, el don de Dios, y cae en manos de la muerte. Esto significa que el hombre se despliega en dos niveles. Por un lado es ser del mundo, hermano de los animales, en cí­rculo de muerte. Por otro es ser abierto al diálogo con Dios, en don de gracia. De esa forma supera el nivel de la muerte.

Cf. J. S. CROATTO, El hombre en el mundo. Creación y designio Estudio de Génesis 1:1-2:3, La Aurora, Buenos Aires 1974; E. DREWERMANN, Strukturen des Bósen I-III, Schonningh, Paderborn 1977; E. ELORDUY, El pecado original, Madrid 1977; J. ERRANDONEA, Edén y paraí­so. Fondo cidtural mesopotamio en el relato bí­blico de la creación, Marova, Madrid 1966; M. NAVARRO, Barro y aliento. Exégesis y antropologí­a de Gn 2-3, Paulinas, Madrid 1993; P. RICOEUR, Finitud y cidpabilidad, Taurus, Madrid 1969; E. J. VAN WOLDE, A Semiotic Analvsis of Génesis 2-3, SSN 25, Assen 1989.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra