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Ciencia, técnica o práctica de convivencia social mediante criterios legales o usos tradicionales en torno a la vida de la ciudad (polis, en griego)
Lo normal en la política es defender diversas formas o tipos de pensamiento que agrupa a parte (partidos) de los ciudadanos, los cuales defienden sus opiniones, programas o proyectos y gobiernan los que son más apoyados por los demás mediante sistemas democrácticos y electivos.
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
La «política» se refiere a todo cuanto dice relación con la «polis», es decir, la «ciudad» (sociedad, Estado). Puede ser la acción política en sí misma, el estudio sobre la política, las diversas opiniones o escuelas sobre la política, los «partidos» políticos, el significado de la sociedad, el arte de gobernar… Tanto en la acción como en la reflexión y praxis concreta, se busca la relación entre la sociedad y el Estado, entre la persona y la comunidad humana, sin excluir los principios éticos o morales que deben regir cualquier sector de la vida social. El hombre, en el actuar político, se educa para construir la paz. Todo poder y estructura política está al servicio de la persona y del bien común.
Los principios morales que orientan toda la vida humana, llegan a los problemas concretos de la política, pero sólo en su dimensión fundamental, respetando las opciones técnicas (siempre que éstas respeten los derechos fundamentales). Una «libertad» a ultranza del individuo («liberalismo» radical), por encima de toda norma moral y prescindiendo de la justicia social, va en contra de la naturaleza social de la humanidad.
Hay que evitar tanto el integrismo de no respetar la autonomía de la cosas creadas, como el absentismo de excluir los principios morales de la actuación política y social. El concepto de política dependerá el concepto y proyecto de hombre o de persona humana, así como del concepto y proyecto de sociedad. Debe prevalecer siempre la justicia y el bien común.
Las diversas «escuelas» políticas parten de un concepto de hombre, respetando su libertad, igualdad y fraternidad. El tono de una escuela puede favorecer un aspecto u otro la persona o la comunidad. Las tendencias oscilan, con variedad de matices, entre dos polos capitalismo liberal (acentuando los derechos de la persona), socialismo marxista (acentuando los derechos de la sociedad o del Estado). Los «partidos» políticos intentan inspirarse en una escuela, para pasar al terreno práctico, dentro de una crítica y colaboración constructiva. La táctica de absolutización propia o de destrucción de los demás, es antipolítica. No se pueden anteponer los intereses de un partido al bien general de la comunidad.
Todo cristiano (como todo ciudadano), según las peculiaridades de su propia vocación, tiene el derecho y el deber de actuar en política, también con la aportación de su «voto» y de otros servicios del bien común. En nombre propio y no en nombre de la Iglesia, también puede colaborar en cualquier partido político, siempre que en él se respete la libertad de conciencia y los demás derechos fundamentales. Propiamente no existen partidos políticos confesionales, salvo que se ciñeran a principios fundamentales y no condicionaran la religión a una opción técnica y opinable. Toda autoridad y acción políticca debe respetar el campo de la religión y de la conciencia.
El cristianismo aporta en la política la perspectiva de fe, que respeta siempre la naturaleza y las realidades creadas. La persona humana es imagen de Dios en Cristo; la comunidad o sociedad humana está llamada a reflejar la comunión trinitaria. Esta visión trascendente se inserta plenamente en la inmanencia, respetando las diversas opciones opinables, instando a la justicia, la solidaridad y el amor preferencial por los pobres. El cristiano, insertado en la política, asume responsablemente las derivaciones morales, personales, familiares, sociales y apostólicas.
Referencias Capitalismo, conciencia, democracia, derechos humanos, hombre, justicia, liberación, libertad, marxismo, moral, persona, promoción humana, socialismo, sociedad, solidaridad.
Lectura de documentos GS 36, 42, 73-76; PO 6; AA 14; CA 47; CFL 40; CEC 2234-2257.
Bibliografía AA.VV., El Magisterio Pontificio contemporáneo ( BAC, Madrid, 1991) II (orden sociopolítico); AA.VV., Los cristianos y el Estado (Bilbao, Mensajero, 1969); F. BLOT, Teología de las realidades políticas (Salamanca, Sígueme, 1974); C. BOFF, Teología de la política (Salamanca, Sígueme, 1980); (Comisión Permanente de la Conferencia episcopal Española) Los cristianos en la vida pública (Madrid, EDICE, 1986); M.D. CHENU, Los cristianos y la acción temporal (Barcelona, Estela, 1968); A. DESQUEYRAT, M. HALBECQ, Doctrina política de la Iglesia (Bilbao, Desclée, 1965); O.H. Von GABLENTZ, Introducción a la ciencia política (Barcelona, Herder, 1974); M. HATTCH, Política, en Sacramentum Mundi (Barcelona, Herder, 1972ss) 494-499; A. MANARANCHE, Actitudes cristianas en política (Madrid, SM, 1978); P. POUPARD, Política y religión, en Diccionario de las Religiones (Barcelona, Herder, 1987) 1417-1420; H. PRETTO, Política, en Diccionario Teológico de la Vida Consagrada (Madrid, Pub. Claretianas, 1989) 1362-1393; M. USEROS, Cristianos en la vida política (Salamanca, Sígueme, 1971).
(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)
Fuente: Diccionario de Evangelización
->Situación
FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001
Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret
La Biblia en su conjunto puede presentarse como libro de la transformación de la política, desde el testimonio más antiguo de la federación* de tribus de Israel hasta las formulaciones de Jesús y de los primeros cristianos, que aparecen como perseguidos por el poder político del césar. En el centro de ella encontramos las transformaciones políticas de Israel, que se establece como monarquía* y más tarde como comunidad del templo*, para venir a convertirse en federación* de sinagogas. Al final de ella encontramos la tierra nueva y el cielo nuevo, entendidos como transformación social y personal de la humanidad. No existe en todo Occidente un libro que haya planteado de un modo tan intenso los valores y riesgos de la política. Conforme a la visión de conjunto del Nuevo Testamento, la política cristiana no está dirigida ya por el denario del césar (necesario en un plano), sino por las «cosas de Dios», es decir, por la experiencia de una comunicación gratuita entre los hom bres. San Pablo (Rom 12-13) deja abierto el camino para una posible participación de los cristianos en la vida política del Estado* (cosa que el Apocalipsis rechazaría en principio), pero indicando que los cristianos en cuanto tales no pueden apelar a la espada, sino al amor gratuito y a la comunión de vida.
Cf. A. González, Reinado de Dios e Imperio. Ensayo de Teología social, Panorama 2, Sal Terrae, Santander 2003.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra
¿Realmente merece la pena comprometerse activamente en política?071 Quisiera dar una respuesta quizá un tanto atrevida, pero radical. Si no llegamos a tener una visión contemplativa de la política, difícilmente conseguiremos dar una respuesta de valor absoluto a nuestra pregunta. Daremos respuestas de utilidad, de conveniencia, de necesidad, de urgencia, pero nunca de un valor absoluto; nunca daremos una respuesta que nos sostenga en los momentos más difíciles de este compromiso político, lleno de ambigüedades y de trampas. Es preciso tener una visión muy elevada, es decir, una visión contemplativa, de la política. Se puede sacar, por ejemplo, del libro del Apocalipsis, o de la Carta a los Efesios o de la Carta a los Colosenses. Podríamos expresar así nuestra pregunta: ¿hacia dónde tiende la acción política, entendida como dinámica constructiva de una sociedad y no solamente como el arte de mantenerse en equilibrio? La respuesta es la siguiente: la acción política tiende hacia la unidad del género humano. Es en esta tendencia donde la acción política adquiere su valor definitivo y decisivo. Y la unidad del género humano es un valor teológico, porque es el reflejo histórico de la Jerusalén de Dios, de la ciudad hacia la cual se dirige toda la historia de la salvación, y es una transcripción histórica, imperfecta pero válida, de la comunión trinitaria de las Personas divinas. Por tanto, se trata de una respuesta que contempla el misterio trinitario de la Trinidad, misterio que se manifiesta en la Iglesia celestial y terrenal, y que proyecta una sombra válida de sí mismo en la unidad de todos los hombres, en la unidad del género humano, entendida como fin último de toda acción política. La unidad planetaria —sombra histórica de la ciudad de Dios hacia la que tiende la historia de la salvación, y reflejo histórico de la comunión trinitaria de las Personas divinas— es una realidad seria, es un valor que vale la pena perseguir y que siempre debemos tener en nuestro corazón.
Carlo María Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997
Fuente: Diccionario Espiritual
El término política hace referencia a dos realidades distintas, pero relacionadas entre sí: la teoría del Estado y el arte o la ciencia de gobernar. La política como teoría del Estado se fijó, ya a partir de Aristóteles, una doble tarea: la de describir la forma de un Estado ideal y la de determinar la forma del Estado mejor posible teniendo en cuenta las circunstancias concretas.
En realidad, la política siguió o bien el camino de la utopía en la descripción del Estado perfecto, según el ejemplo de la República de Platón, o bien el camino más realista de los modos y maneras de mejorar la forma del Estado. Pero estas dos funciones no siempre se distinguen con facilidad, y de hecho se han confundido con frecuencia. La política, como teoría del Estado, ha sido muchas veces una teoría del Estado como fuerza; éste es realmente el significado de toda divinización del Estado. La política, como arte o ciencia del Gobierno, corresponde a lo que Aristóteles considera como la tercera función de la política: » Una tercera rama de nuestro estudio es la que considera de qué modo surgió un Gobierno y de qué modo, después de surgir, puede conservarse durante el mayor tiempo posible » (Aristóteles, política , 1V, 1,1288b 27). Y ésta es la ciencia o arte política a la que nos referimos de ordinario en el discurso común. Refiriéndose a este concepto, Kant afirma: «Aunque la máxima «la honradez es la mejor política» implica una teoría que por desgracia la práctica se encarna muchas veces de desmentir, sin embargo la máxima igualmente teórica «la honradez es mejor que toda política» está por encima de toda objeción e incluso es la condición indispensable de la política» (Um ewigen Frieden, Apéndice 1). Y Hegel, por otro lado, escribía: » En otros tiempos se discutió mucho sobre la antítesis entre la moral y la política y sobre la exigencia de que la segunda esté en conformidad con la primera. A este propósito conviene solamente señalar en general que el bien de un Estado tiene un estatuto totalmente distinto del bien del individuo, y que la substancia ética, el Estado, tiene su existencia, es decir su derecho, inmediatamente en una existencia no abstracta, sino concreta, y que sólo esta existencia concreta, no ya una de las muchas proposiciones generales, consideradas como preceptos morales, puede ser principio de su obrar y de su comportamiento. Más aún, la visión del presunto error que debe tener siempre la política en esta presunta antítesis se basa todavía en la superficialidad de las concepciones de la moralidad, de la naturaleza del Estado y de sus relaciones desde el punto de vista moral» (Filosofía del derecho, § 337). Esta tesis de Hegel no es más que la confirmación del principio del maquiavelismo. Lo que Hegel llama la existencia del Estado no es más que la realidad efectiva de Maquiavelo, que la política debería tener siempre presente.
Aunque Hegel declaraba superada la antítesis entre política y moral, el contraste entre las dos exigencias sigue estando vivo en la política y en la conciencia común, y las formas de equilibrio que se han alcanzado siguen siendo provisionales e inestables. La crisis política en que se debaten actualmente las sociedades de Occidente es sobre todo una crisis moral, una crisis de los valores y de las exigencias éticas colectivas a las que debería obedecer toda política para obtener de nuevo su dignidad y el consenso de todos. La política es sinónimo de poder: y el poder (todo poder) es insensato en sí mismo, encontrando sentido solamente en ser promoción y garantía del bien colectivo. La única justificación del poder político consiste en estar al servicio de la colectividad, y no va de unos intereses corporativos. Acertadamente dice R. Guardini que «el poder está esperando ser dirigido» y sólo puede tener la dirección justa – en relación con el bien común. La «gran política», es decir, la que responde a la » demanda política » de la sociedad en su conjunto, consiste en hacer que prevalezcan los intereses generales sobre los particulares y que sean preferidos los más débiles. y marginados en nombre del principio de solidaridad.
Hoy es difícil hacer política en el sentido indicado, La sociedad se muestra fragmentada, dividida por intereses corporativos : la política se convierte en instrumento de mediación entre los diversos intereses en juego, en vez de trazar soluciones globales que superen las visiones particularistas y elitistas. La crisis de los sistemas democráticos de Occidente está en la incapacidad de decidir según el bien común. «Las demandas que se elevan de la sociedad no se examinan a veces según criterios de justicia y de moralidad, sino más bien según la fuerza electoral o financiera de los grupos que las sostienen.., De aquí se deriva la incapacidad creciente de encuadrar los intereses particulares en una visión coherente del bien común. En efecto, éste no es la simple suma de los intereses particulares, sino que implica su valoración y composición hecha sobre la base de una jerarquía de valores equilibrada y en último análisis, de una comprensión exacta de la dignidad y de los derechos de la persona» (Centesimus annus 47). La enseñanza social de la Iglesia cualifica a la actividad política como «forma eminente, aunque no única, del servicio al prójimo»; recuerda el deber de participar en la política como solicitud inteligente y amorosa por la ciudad del hombre: apela insistentemente a la unidad de los católicos en la política, no va para confesionalizar la política, sinó para moralizar la política en relación con los valores basados en la dignidad de la persona y en sus derechos.
L. Lorenzetti
Bibl.: L, Lorenzetti, Política. en DTI, III, 831-861: M, Hattch, Política, en SM, Y 494499: H. E. Pretto, Política, en DTVC, i3621393; O. Massing, Política. en CFF III, 90) 1 ); O, H, von Gablentz, Introducción a la ciencia política, Herder Barcelona )974: B. Spinoza, Tratado teológico-político, Sígueme, Salamanca 1976.
PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995
Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico
SUMARIO: I. Aspectos teóricos: 1. Fe y política: a) Una relación dialéctica, b) El contexto secularizado. c) La «teología política»; 2. Perspectivas de una espiritualidad política: a) Tensión escatológica. b) Atención a la persona. c) Compromiso y contemplación – II. Aspectos operativos: 1. Sujeto de la actividad política: 2. Naturaleza y caracteres de la actividad política: 3. Finalidad de la actividad política: 4. Estructura de la actividad política; 5. Campo de iniciativa de la actividad política; 6. La espiritualidad política como problema cristiano.
I. Aspectos teóricos
La atención que la espiritualidad cristiana presta a la dimensión «política» de la existencia humana ha venido desarrollándose a través de una serie de etapas sucesivas, relacionadas tanto con la evolución del significado antropológico y socio-cultural de la política como con el progreso de la metodología.
El hecho político ha ocupado siempre en la historia del cristianismo una posición relevante; pero sobre todo en el aspecto institucional, puesto que en el pasado se consideraba a la Iglesia como un poder político autónomo o muchas veces en competencia con los demás poderes, y no se la contemplaba en la perspectiva de un análisis y de una interpretación del sentido que la política tiene como escenario de la autorrealización humana y. por lo tanto, de actuación del plan salvífico cristiano. Por ello el discurso político se relegaba. dentro del cuadro de la reflexión teológica, al ámbito de la eclesiología y del derecho canónico público, donde el problema de fondo era el de las relaciones entre la Iglesia y el Estado; en cambio, se dejaba a la teología moral el cometido de delinear algunos modelos de comportamiento individual para transferirlos a la actividad política, entendida como participación en la construcción de la ciudad secular.
La espiritualidad que salía a flote de esta forma de enfocar la problemática política no podía caracterizarse sino por un acento individualista, por un corte prevalentemente negativo y, en consecuencia, moralístico. Se trataba, en otras palabras, de una espiritualidad del hombre político, en la que preponderaba el aspecto subjetivo (opus operantis) y, por consiguiente, se dejaba en la sombra el aspecto objetivo (opus operatum), es decir, el contenido y el fin de la política.
A determinar este tipo de planteamiento ha contribuido sin duda la visión espiritualista de la salvación (salvación del alma), que nacía de una interpretación negativa del mundo y de la historia, y la concepción intimista y privatizada de la vida cristiana, que se desarrolló a partir de principios de la época moderna. En este contexto se explica la acentuación del ideal monástico como modelo casi exclusivo de la espiritualidad cristiana; modelo que debía producirse en todos los estados de vida, sin prestar la debida atención a las características peculiares de cada situación y, por tanto, a la diversas modalidades de encarnación del mensaje evangélico.
1. FE Y POLíTICA – Hasta los años cincuenta de nuestro siglo no comienza a abrirse camino la reflexión temática y positiva en torno a la realidad política como uno de los ámbitos en los que puede y debe vivirse la existencia cristiana. Los motivos de esta evolución se encuentran, por una parte, en la toma de conciencia de la «politización» esencial de la realidad determinada por el progreso tecnológico y por la complicación de las instituciones, y, por otra, en la adquisición de una concepción comunitaria e histórica del acontecimiento cristiano.
a) Una relación dialéctica. Aflora así la necesidad de una mediación de la fe en la política considerada como lugar de auténtica promoción humana. Es decir, se intuye que si la fe y la política fueran extrañas entre sí. se vaciaría de contenido histórico al cristianismo. La verdad cristiana, en efecto, concierne a los hombres, que viven en la historia real y que en ella y a través de ella van madurando sus opciones de liberación.
Es cierto que la fe nos garantiza que el reino de Dios, es decir, la liberación integral del hombre, tendrá lugar como un don del Padre en Cristo al final de los tiempos. Pero simultáneamente nos hace reconocer que la historia tiene una vinculación con ese reino: incluso es en ella donde el reino se va edificando ya, En este sentido, la fe, al intervenir en el centro mismo de la realidad política, actúa como un poder crítico y como una oferta utópica. «Aguardando un reino en el que la humanidad queda radicalmente renovada (la fe), vislumbra en toda situación humana interior a la historia la anticipación prefigurativa de aquella ciudad del futuro absoluto, reconociendo también todo el peso que todavía hay en ella. Más aún, sirve para criticar de una forma decisiva la misma suficiencia de la política. Indudablemente, la política es totalizante: es una asunción general de todas las actividades humanas, incluso las que a veces se califican de privadas, bajo el punto de vista de la ciudad que se está haciendo. Pero su punto de vista no es único. Ni siquiera es último, al menos si tenemos en cuenta la fe. que espera el reino de los cielos. En cada etapa de la historia, incluso en la última etapa, en la que, por hipótesis, la humanidad se realizaría por fin humanamente, la fe puede saludar con alborozo cualquier bosquejo más o menos logrado de lo que tiene que pasar, pero proclamando siempre que ese bosquejo no es todavía la consumación. No ya solamente porque puede todavía encontrarse en él la injusticia, la violencia o el odio -todo eso que en lenguaje religioso se llama pecado-, sino mucho más profundamente porque la misma justicia humana, la paz y la fraternidad no son aún el fin ni son tampoco la última etapa no histórica de la historia de los hombres, sino solamente la penúltima»‘.
De esta forma se establece una relación dialéctica entre fe y política, que no pueden identificarse. La fe interroga incansablemente a la acción política y la acción política interroga a la fe, la despierta y la proporciona, en cierto sentido, la materia de la que debe nutrirse.
b) El contexto secularizado. La exigencia de mediación entre fe y política surge, por otra parte, en un momento histórico en que, gracias al proceso de secularización en marcha, el hombre piensa ya que el campo de la política es de su exclusiva competencia y de su dominio y que a él únicamente concierne el lograr que la sociedad pueda existir humanamente. De esta manera, mientras que, por una parte, va afirmándose la no neutralidad del Evangelio en orden a la promoción humana global y, consecuentemente, también al compromiso político, por otra, se afianza -y con toda justicia- la convicción de que el análisis racional que permite captar la situación histórica de la humanidad, no es una simple deducción hecha sobre la base del Evangelio y de sus exigencias. I .a fe no proporciona al creyente indicaciones precisas, sino que éste tendrá que descubrirlas y seleccionarlas por sí solo. Por el contrario, la fe le recuerda su responsabilidad de hombre adulto, que, como tal, debe ser capaz de adoptar decisiones y realizar opciones. La política exige. por lo tanto, para ser eficaz. el análisis de las formas existentes de poder y de las fuerzas económicas y sociales que actúan en una determinada situación; pero, sobre todo, la intervención de una instancia crítica y la elaboración de un proyecto alternativo, que, para evitar el riesgo de lo episódico y de la confusión, debe recurrir a la ideología.
La toma de conciencia de la autonomía y del carácter laico del hecho político concurre de esta forma a liberar la presencia de los creyentes y de la Iglesia en la política de la tentación del integrismo y a hacer que se robustezca, incluso en el ámbito de la comunidad cristiana, un pluralismo de opciones, aunque esto no significa que todas sean equivalentes ni eficaces y significativas. Por otra parte, «la garantía del integrismo no está al margen de la fe, sino en el interior de la experiencia misma de la fe. Lo que ha hecho asumir a la Iglesia unas posiciones integristas no es el haber comprometido la fe en lo concreto de las diversas situaciones, sino el haber comprometido otras cosas distintas de la misma fe. Por esto la primera condición para superar el integrismo nos parece que consiste en una reestructuración de la vida de la comunidad, en el sentido de una efectiva conversión a la lógica de la fe».
El integrismo y la falta consiguiente de respeto a la diversidad de las opciones políticas de los creyentes son, de hecho, el resultado de la tentación de reducir el mensaje cristiano a una ideología social o a un proyecto político concreto o incluso de hacer de la comunidad cristiana una comunidad sociológica que, como tal, se comprometa directamente en la historia a elaborar soluciones técnicas para la liberación humana, afirmándose como una alternativa frente a otros grupos o movimientos históricos. Es, en definitiva, la expresión más radical del rechazo de la irrenunciable lección de la secularización, que postula el respeto de la «mundanidad» en su autonomía original y estructural.
e) La «teología política». Una ulterior clarificación de las relaciones entre fe y política se ha venido abriendo camino en el período postconciliar a consecuencia de la explosión de la llamada «teología política». Esta ha producido un viraje decisivo en el ámbito de la investigación teológica cristiana. Se ha pasado realmente, y con toda decisión, de una reflexión temática y categorial en torno al hecho político, considerado como uno de los momentos de la existencia cristiana, a una asunción trascendental de la politización de la realidad como «lugar teológico», es decir, como punto de partida para una reinterpretación global del mensaje cristiano.
Efectivamente, la teología política no es tan sólo «una disciplina teológica añadida, que se ocupa por principio de las cuestiones que atañen a la política o a la responsabilidad éticosocial de los creyentes». sino que es una auténtica «hermenéutica política». Esto no significa que «la teología debe cambiar ahora su propio objeto material por el de la politología. Precisamente con este error la generación pasada quiso atribuir falsamente a la teología existencial un cambio de temática, afirmando que `solamente entonces’ hablaría del hombre. No se trata tampoco de un programa político concreto que se desarrolle a partir de la fe o de cualquier otro tipo de `evangelio social’, en el que la praxis devorará simplemente a la teoría. No existe una solución específicamente cristiana de los problemas mundiales, sobre la cual la teología política debiera desarrollar una teoría. Por el contrario, la teología política es hermenéutica teológica que, en la delimitación frente a una teología ontológica, tiene abierto un horizonte de interpretación en el que la política se entiende como el ámbito comprensivo y decisivo en el que se debe transformar en praxis la verdad cristiana».
La precomprensión de la que ella parte es la preocupación por la vida auténtica de todos los hombres en términos de libertad y, por lo tanto, de liberación. Esto no significa que deba silenciarse la cuestión de la existencia individual ni que ella se considere como elemento accidental, sino únicamente que esta cuestión puede obtener respuesta bajo las condiciones sociales y en el contexto de las esperanzas políticas. La subjetividad entra como elemento de una comprensión social más amplia políticamente mediada, ya que esta última constituye el horizonte fundamental del discurso teológico, si bien tal precomprensión debe ser posteriormente criticada y modificada en su impacto con el mensaje de la revelación. El presupuesto de esta precomprensión «política», en un contexto de cambio y de mutación social como el nuestro, es la crítica de la ideología, entendida no como único criterio válido de la teología, pero sí como correctivo necesario de las afirmaciones teológicas, que son cuestionadas en sus implicaciones sociales, inconscientes en su mayoría. Si la crítica de la ideología se transformara en instancia ante la cual debiera justificarse la teología, la sociedad se convertiría entonces en criterio absoluto y la teología mostraría su inutilidad. Pero la teología política se limita a servirse de la crítica de la ideología en cuanto ayuda para liberar la sustancia del Evangelio de sus deformaciones. Se convierte en un instrumento de la autocrítica de la teología, con cuya ayuda se puede liberar el kerygma de las fijaciones y de las rigideces sistemáticas y destructivas. De esta forma la teología política supera la teología existencial, que aplica el método histórico-crítico a los textos de la revelación para determinar el Sitz im Leben, pero que no lo utiliza para someter a crítica las condiciones de la propia precomprensión y las condiciones de la autocomprensión que se origina en el encuentro con el Evangelio. Tal desmitificación debe integrarse. por tanto. en la desideologización de la historia, de la tradición, de la precomprensión y de la autocomprensión.
El problema hermenéutica fundamental de la teología es entonces el de la relación entre teoría y praxis, entre concepción de la fe y acción social. La comprensión de la verdad exige, en efecto, la atención a la praxis como su lugar fundamental. «La unidad entre teoría y praxis caracteriza a la verdad que debe producirse y es al mismo tiempo el supremo criterio de la razón, puesto que en el ámbito de la alienación ya deberían llamarse racionales todos los esfuerzos que tienden a producir laverdad; la razón es el acceso a la verdad futura»‘
En definitiva, las funciones de la teología política son, pues: crítica de la teología o proyección de modelos de innovación a la luz del esquema teoría-praxis que aparece en el mensaje de Cristo, en su comportamiento y sobre todo en su muerte y resurrección.
2. PERSPECTIVAS DE UNA ESPIRITUALIDAD POLíTICA – En el marco de las reflexiones que acabamos de hacer, la espiritualidad cristiana asume una connotación política esencial que la cualifica profundamente; es decir, se transforma esencialmente en «espiritualidad política». en el sentido de que el compromiso histórico de liberación humana, a todos los niveles, es una dimensión fundamental de la existencia espiritual del cristiano en cualquier estado de vida. Pues, como hombre, el cristiano debe participar con todos en el empeño por humanizar el mundo, sin pretender creerse en posesión de una terapia definitiva o de unas soluciones que poder ofrecer, sino luchando en solidaridad con los demás seres humanos. Y esto puede decirse con tanta mayor razón en nuestros días en que, al crecer las posibilidades concretas de dominar el mundo y sus energías inextinguibles, la responsabilidad humana alcanza un nivel más elevado, porque las decisiones positivas y negativas inciden más ampliamente en la comunidad humana actual y futura.
Evidentemente, esto exige un gran esfuerzo de imaginación anticipativa, que no debe separarse de una sana racionalidad. «En ninguna otra época como en la nuestra -ha escrito Pablo VI- ha sido tan explícita la apelación a la imaginación social. Necesitamos dedicar a ello unos esfuerzos de inventiva y unas sumas tan ingentes como las que se dedican a los armamentos o a las empresas tecnológicas. Si el hombre se deja vencer y no prevé a tiempo el planteamiento de las nuevas cuestiones sociales, éstas vendrán a ser excesivamente graves para que pueda esperarse una solución pacífica de las mismas» (Octogesima adveniens, 19).
Ahora bien, la cuestión que sigue abierta es la siguiente: ¿Se pueden rastrear en el contexto del compromiso político, que afecta a todos los hombres, algunas líneas o algunas orientaciones específicas que cualifiquen la presencia del cristiano y que sirvan, por lo tanto,de connotación profunda de su existencia espiritual? Y, si es posible, ¿cuáles son sus caracteres esenciales?
a) Tensión escatológica. Ante todo. es importante subrayar la función de emergencia utópica [>Utopía] que la dimensión escatológica de la fe ejerce frente al hecho político. Sin duda, la política implica la utilización de la ideología como instrumento de análisis de la realidad y de intervención en ella. Mas para que la ideología no venga a ser totalizante y, a fin de cuentas, totalitaria, es necesario que se mantenga constantemente abierta a un horizonte utópico, al que pueda el hombre constantemente hacer referencia. La escatología tiene precisamente esta misión irrenunciable, que asume en nombre del «todavía no» de la promesa de Dios, que nunca podrá agotarse totalmente dentro de las vicisitudes terrestres. Esto significa que para el cristiano la política no resuelve de por sí todo lo humano, ni constituye para el hombre una regla suprema. Si es cierto que todo pasa por la mediación política -las mismas relaciones interpersonales no quedan exceptuadas-, también es cierto que la política no lo es todo.
El cristiano debe, pues, recuperar tina función exquisitamente profética [>Contestación profética; >Profetas], la de leer la realidad según la apertura de ésta a la verdad anunciada en la cruz y en la resurrección de Cristo. En cierto sentido, precisamente lo que trasciende la dimensión de cuanto comúnmente se entiende por político es lo que constituye el factor específico de la presencia histórica del creyente: la gratuidad, el perdón, la pobreza de quien se entrega radicalmente siguiendo el ejemplo de Cristo. Los cristianos no tienen otra cosa que decir y que testimoniar como propia sino estos valores, participando con los demás hombres en la construcción de un mundo distinto. «El verdadero profeta es realmente un pobre y un impotente en sentido evangélico; libre y despojado de todo, no tiene nada que perder y pone al servicio de los demás la fuerza de su energía moral, anuncia una liberación radical, defiende a los oprimidos, critica todo sistema y pronuncia palabras que son acogidas como propias por aquellos que buscan la verdadera justicia y la fraternidad’. Como tal, debe ser consciente de que el Evangelio no es una metodología de emancipación y que lapobreza y el sufrimiento no son solamente un objeto que hay que eliminar, sino más bien una realidad de la que hay que hacerse cargo, igual que el siervo paciente. En este sentido, el testimonio político del cristiano debe convertirse en vida ron los pobres por un camino de redención radical que vive el esfuerzo de la liberación en la posesión de una esperanza que ya es salvación, aunque traspasada por el desengaño y el gemido de la criatura que espera y lucha.
b) Atención a la persona. En segundo lugar, el creyente debe asumir el análisis y la praxis histórica con una sensibilidad y atención más profundas hacia la persona, derivadas de la percepción del «misterio» encerrado en la historia de una presencia iniciadora de la historia de la redención, la cual es más que liberación de una esclavitud objetiva situada fuera de nosotros mismos. «La finalidad del mundo hacia Dios pasa toda ella a través del hombre. El mundo recibe del hombre su destino; por el hombre, llamado al diálogo de comunión personal con Dios, la creación está ordenada a la relación del hombre con Dios y queda integrada en ella… La creación tiende a participar en la espiritualidad del hombre, a actuarla y expresarla. En lo más profundo de sí misma, aspira a pasar de un `mundo-para-el-hombre’ a un `mundo-del-hombre’, humanizado y espiritualizado por la acción del hombre, elevado a cumplimiento y expresión de su espíritu».
Esta pasión por el hombre como persona, que no reduce la política a un proceso estructural anónimo, es, ante todo. la consecuencia de la dimensión escatológica de la fe. «Frente a los diversos sistemas políticos -ha escrito J. B. Metz-, hoy día la Iglesia debe repetir incesantemente, de una forma crítica y liberadora, que la historia en su conjunto está sujeta a la `promesa escatológica’ de Dios… Con su `promesa escatológica’, frente a toda concepción abstracta del progreso y frente a todo ideal humanitario y abstracto, la Iglesia echa por tierra los intentos de considerar al individuo actual como material o medio para la construcción de un futuro tecnológico totalmente planificado. Ella se alza contra el intento de considerar al individuo sólo en función de una evolución social dirigida por la técnica».
Pero la raíz última de esta actitud y el modelo de referencia permanente es el amor personal y universal de Dios, revelado definitivamente en Cristo como donación total de sí mismo y, por lo tanto, como la expresión más profunda del misterio trinitario. Ahora bien, «el amor como comunión cristiana no es ya un principio abstracto, sino la participación en un acto personal de Dios, que tiene su punto culminante en Cristo; un acto que, por lo demás, tiene en su profundidad a la misma sociedad trinitaria y en su amplitud el amor de Dios por el mundo entero» .
c) Compromiso y contemplación. Por último, la acción política no tiene sentido para el cristiano si no está constantemente orientada y sostenida por la contemplación. El fundamento del compromiso en el mundo radica para el creyente en la contemplación del misterio de Dios, es decir, del compromiso absoluto y de la acción absoluta de Dios por el mundo. En esta acción total estamos nosotros también involucrados y, por lo tanto, asociados a ella. La praxis de Dios «urge» al cristiano a entregarse a su propia praxis; puesto que él ha ofrecido su vida por nosotros, también nosotros debemos ofrecer nuestra vida por los hermanos (1 Jn 3,16).
El encuentro-servicio con el hombre, cuando es auténtico, es contemplativo y convierte al cristiano en un contemplativo en la acción [Contemplación]. Esto supone, evidentemente, el encuentro con Cristo en oración como punto de partida para un correcto planteamiento del propio ser en la historia; supone la aceptación del misterio pascual como lógica de la vida; supone, sobre todo, la confrontación en la Iglesia de las propias posiciones políticas delante de la palabra de Dios y de la Eucaristía, para alimentar en la fe [>Creyente] el propio esfuerzo de servicio al hombre y a sus exigencias más auténticas.
Tensión escatológica, pasión por el hombre como persona concreta e histórica y dimensión contemplativa de la vida son los tres elementos irrenunciables que deben caracterizar el compromiso político del cristiano y que constituyen, por lo tanto, la estructura básica de una auténtica «espiritualidad política». En la medida en que los creyentes sepan testimoniar concretamente estos valores con fidelidad al hombre y en comunión con cuantos buscan la justicia, su presencia en la historia no dejará deser una invitación y una provocación para hacer el mundo más fraterno y más humano.
G. Piana
II. Aspectos operativos
La espiritualidad de la política es aquella actividad interior del espíritu humano que da sentido y que, por tanto, marca un fin a la acción política; es la elevación de la actividad política desde la pura exigencia de ordenamiento y organización de la vida asociada mediante funciones directivas o a través de aportaciones espontáneas, hasta un nivel de actividad a la que se asignan fines relativos a la calidad de la vida, la fraternidad, el servicio al prójimo, la estructuración de la sociedad, según criterios y formas que hagan fácilmente solucionables los problemas existenciales de los individuos y su promoción humana, entendida como aumento de la capacidad de entender la propia vida, de discernir su función, de poner a disposición de los demás las propias facultades, disponibilidades y recursos, y de mejorar la vida en general.
La espiritualidad política tiene su primer fundamento en la distinción entre ideales políticos y medios. Esta distinción es necesaria para evitar que una tensión espiritual sea considerada por sí misma como capaz de expresar una acción eficiente, aunque no vaya acompañada de competencia operativa; para no elevar a la dignidad de fin lo que es simplemente un medio y, al mismo tiempo, para integrar en el plano de la espiritualidad la dimensión instrumental indispensable de que consta una actividad política completa y eficaz.
El carácter de la espiritualidad política se define, además, mediante el análisis y la individuación: 1) del sujeto de la actividad política; 2) de la naturaleza y de los caracteres de la actividad misma; 3) de su finalidad; 4) de su estructura; 5) de los campos de iniciativa en que se desarrolla; 6) de los problemas con aspectos de carácter moral.
1. SUJETO DE LA ACTIVIDAD POLíTICA – El concepto de actividad política que dominó en la época de investigación histórica y filosófica y que está presente en cierta medida también en nuestros días, tiende a restringir el campo en que ésta se lleva a cabo, y merece el título de actividad de gobierno. Según este concepto, el sujeto de la actividad política sería solamente quien espera ejercer una actividad gubernativa y se interesa directamente por el Estado, considerado como un ente que mira por el bien de la comunidad que gobierna, pero que al mismo tiempo está por encima de ella.
Durante el renacimiento la investigación filosófica sobre la actividad política comenzó a considerar tal la actividad consistente en saber vivir en la comunidad de los hombres y que, por lo tanto, se sale de los límites del compromiso de los «políticos» en sentido estricto.
Pero esta ampliación del campo de la actividad política quedó limitada a la investigación filosófica, que continuaba considerando exclusivamente como sujeto político a aquel que se dedicaba a la práctica concerniente al Estado como ente y a la práctica de gobierno.
Fueron las grandes revoluciones democráticas de los ss. XVIII y xiX, y, sobre todo, el fermento cristiano que se manifestó en nuestros tiempos, las que reclarnaron una distinción entre actividad política específica -objeto de la ciencia política- y política como actividad del espíritu, que es materia de investigación de la filosofía y que, por abarcar la actividad política en su integridad y serdad, y determinar la forma y el momento universal del hacer del hombre, tiene como sujeto a todos los seres humanos en cuanto miembros de la comunidad.
Según la ciencia política, son hechos políticos únicamente aquellos que presentan las características dominantes de la autoridad, la soberanía y el poder, mientras que son sujetos de la política los entes dotados de estos caracteres, es decir, los Estados y los individuos que desarrollan actividades relacionadas con estos entes.
Pero la filosofía de la política, al desarrollar y completar tal concepto, demuestra que autoridad, soberanía y poder -y el Estado mismo en cuanto definido y constituido por tales prerrogativas- están siempre presentes en todo individuo en cuanto «socius», es decir. en cuanto que concurre con los demás individuos a tejer la vida de relación en la que él vive y se realiza.
El Estado es una institución creada por los hombres, y su misma realidad es la realidad de las voluntades de los individuos, que la hacen operativa y efectiva. El Estado es un proceso de acciones individuales históricamente condicionadas. El Estado, en otros términos, se reduce a una acción política.
Pero, desde un punto de vista general, «política» es toda acción individual, puesto que político es por su naturaleza, como ha explicado Aristóteles, el hombre que nace, vive y se desarrolla siempre en una comunidad (familia, tribu, ciudad, estado, etc.) y que no puede subsistir por sí solo, por lo cual se determina en todas sus acciones por referencia a la situación histórica, que es precisamente social y política.
Por lo tanto, el carácter esencial de la acción humana es su vertiente política. El que lo político sea el carácter de toda acción individual humana es un hecho objetivo que se muestra operante aun en el caso de que el individuo no asuma este principio a nivel consciente.
El valor político de la acción humana asume todo su relieve cuando se vive in interiore homine, cuando se desvela a la conciencia, cuando se convierte en patrimonio del espíritu y cuando la espiritualidad de los sujetos individuales que actúan políticamente llega a penetrar en la actividad de la comunidad en su conjunto.
En las sociedades de hoy, la espiritualidad de la actividad humana como actividad política se encuentra en intenso desarrollo por el crecimiento de la conciencia política del hombre, por el desarrollo de la participación, por la exigencia de dar a la función personal todo el peso que le corresponde y por su sensibilidad ante los problemas comunitarios.
Por ello han hecho crisis las concepciones idealistas y aristocráticas de la sociedad y las interpretaciones autoritarias y dictatoriales (hijas y derivaciones de aquéllas); si bien, a pesar de este progreso conceptual y práctico, muchas de las sociedades modernas se han estructurado todavía sobre la base de la distinción entre quien es responsable directo de la actividad política y quien recibe de los gobernantes el beneficio (verdadero o presunto) de esta actividad.
2. NATURALEZA Y CARACTERES DE LA ACTIVIDAD POLíTICA – La naturaleza y los caracteres de la actividad política son objeto de una investigación filosófica que abarca todo el abanico de la historia y ha tenido por objeto la relación entre política y moral.
Las respuestas han sido diferentes, pero se refieren casi exclusivamente también en este caso a aquella actividad política que tiene como protagonista al hombre de estado.
La individuación de la naturaleza y del carácter de la política, que es indispensable para fundamentar la espiritualidad del hombre político, se refiere. por el contrario, en este ámbito a la actividad política de la que es sujeto quien forma parte de la comunidad, prescindiendo de la cualidad, del nivel y de la presencia misma de responsabilidades oficiales.
La afirmación de que la política tiene una peculiaridad que le es propia ha llevado frecuentemente a la investigación especulativa a afirmar que la política es distinta de la moral. El camino abierto por Maquiavelo, que afirmó el carácter «propio» de la política, pero sin negar que ésta deba someterse también a la regla moral, lo recorrieron también de manera incorrecta intérpretes sucesivos y continuadores de su pensamiento, quienes llegaron a afirmar que el fin de la política debe buscarse según las reglas de la política, a la cual le es extraña la relación con la moral.
Sin embargo, el nudo gordiano del problema no radica ya actualmente en afirmar o no afirmar la separación entre política y moral. Hoy, aun constatando que existe una peculiaridad de la acción política con sus reglas y normas -correspondientes en cierto modo al aspecto técnico y científico que también es propio de toda actividad humana-, nadie se atrevería ya a negar desde un punto de vista especulativo que los fines de la política deben responder a reglas morales, es decir, a lo que habitualmente viene definido como bien común.
La verdadera gran dificultad del problema es la concretización de la regla moral que, proporcionando el fin de la política, represente auténticamente al bien común. Es en esta concretización donde tiene lugar la divergencia de las filosofías políticas y donde se producen las desviaciones peligrosas de la separación entre política y moral y de la identificación entre política y moral, errores que inexorablemente llevan a los Estados absolutistas, que se autoconstituyen en fuentes de la moral social, e incluso muchas veces de la moral privada.
Una solución correcta del problema es afirmar el carácter «propio» de la política, al mismo tiempo que su relación con la moral, y definir el «momento humano» en el que debe intervenir la mediación entre política y moral. El punto clave es, por lo tanto, el de la mediación, que no puede dejarse al Estado como expresión máxima de la actividad política organizada (para no caer en la desviación del Estado ético). ni tampoco a fuerzas ideológicas, filosóficas y religiosas extrañas al Estado (para no dar pie a interferencias deformantes), ni desorganizadamente a la iniciativa exclusiva de los individuos (para no desembocar en la anarquía), sino que debe ser el resultado de una convergencia armónica de responsabilidad personal de los individuos, de estímulos y compromisos procedentes de movimientos religiosos, culturales, ideológicos, de una función de salvaguardia de las libertades y de síntesis de todas las aportaciones, ejercida por el Estado y controlada democráticamente por la sociedad.
La mediación entre política y moral es la función espiritual desarrollada por el hombre político, armonizando las distintas responsabilidades mencionadas. Ella representa, por un lado, la verdadera fuente de espiritualidad para la actividad política y, por otro, la única forma correcta y constructiva de resolver en la práctica el conflicto siempre vivo entre política y moral, que hasta el presente sólo ha encontrado soluciones fáciles en el plano teórico.
3. FINALIDAD DE LA ACTIVIDAD POLíTICA – La concretización de la finalidad de la actividad política pasa por la definición de los ámbitos de la sociedad política y de la sociedad civil.
La constitución del Estado moderno, primero bajo el estímulo democrático e igualitario de la revolución francesa y después a través de realizaciones llevadas a cabo por élites iluministas o intelectuales de inspiración hegeliana, ha tenido lugar a través de un proceso que ha creado el Estado como entidad al margen de la sociedad civil o incluso como una propiedad perteneciente a grupos absolutistas-corporativos. Este fenómeno, que ha reproducido en formas diversas el clasismo feudal, ha construido un Estado como expresión abstracta de la sociedad civil, porque era expresión concreta y, por lo tanto, política, únicamente de aquella parte minoritaria de la sociedad que por sus bienes o su «saber» se había adueñado de la estructura y había formado el andamiaje burocrático de la misma sociedad, regulándola a través de las leyes y los fines que le eran propios.
De esta forma se llegó a la distinción, o incluso separación, entre sociedad política y sociedad civil. Este Estado administraba de hecho a un «ciudadano abstracto». ya que todo componente de la sociedad era valorado como objeto, por encima del cual se colocaba al Estado con sus poderes de naturaleza absolutista (rey, burocracia y aparatos de poder); por lo tanto, era considerado únicamente como fuente de deberes y no como sujeto de problemas personales concretos y existenciales, o sea como sujeto activo y constitutivo, a cuyo servicio debía ponerse el Estado.
Así pues. la esencia del Estado decimonónico es la persona privada, mientras que la esencia del Estado democrático, fundado sobre la participación consciente de todos los ciudadanos, es precisamente el conjunto de los problemas singulares y concretos de cada persona, a cuya solución debe orientarse la estructura del Estado.
Por esta razón, en el Estado democrático y participativo coinciden la sociedad civil y la sociedad política. Los elementos formales que dan vida a esta coincidencia son el sufragio universal, la valoración oficial de todas las aportaciones espontáneas, la proliferación de estructuras organizativas autónomas y periféricas que permiten la participación responsabilizada y activa en el «gobierno»; el elemento sustancial que anima a esta coincidencia es el interés, que cada vez con mayor intensidad ocupa el centro de la actividad pública, representado por el bien común, entendido como bien que afecta de forma directa y se aplica a toda persona particular, en cuanto sujeto de derechos además que de deberes.
4. ESTRUCTURA DE LA ACTIVIDAD POLíTICA – La actividad política se realiza mediante la afirmación de una voluntad que para realizarse debe ser capaz de traducirse en hechos. El poder de realizar, o más simplemente el «poder», representa la estructura a través de la cual adquiere forma la actividad política y con la cual se da un significado, definiendo la calidad de la relación por el fin que pretende alcanzar.
El acto político es siempre un acto de poder, sea cual sea el nivel en que se ejecute. Es un poder el del ciudadano que participa con el voto en las opciones de su comunidad y en la formación de las instituciones estatales (parlamentos, gobiernos); y por esa razón se dice que el poder reside en el pueblo. Es un poder el del ciudadano que se autodisciplina en sus costumbres, en sus actitudes, en las relaciones sociales y en el consumo, contribuyendo a dar una fisonomía moral, una ordenación económica y una orientación política a la comunidad. Poder político es el de los grupos espontáneos, que expresan una voluntad y, manifestándose a través de una presión ideológica, involucran a los ciudadanos en su propuesta, forzando a reconsideraciones y muchas veces a adoptar decisiones. Pero donde el poder se revela más claramente como estructura fundamental del acto político es en aquellas instituciones y en aquellas fases organizativas que por su función y representatividad concentran en sí mismas mayores, posibilidades de intervención en las opciones que afectan a la comunidad y frecuentemente en modificar la calidad de las reglas y de la organización.
El Estado con todos sus mecanismos ha sido siempre considerado por antonomasia como el momento más elevado del poder, e incluso muchas veces como el único momento, según las concepciones sobre las que se ha organizado sucesivamente la sociedad.
El modo de concebir el poder caracteriza, por tanto, a la actividad política y representa el humus por el que se califica y se define la espiritualidad de quien lleva a cabo esta actividad. Las razones del poder radican en el espíritu del hombre con unas raíces que alimentan la personalidad misma: en consecuencia, la relación con el poder, por nacer de la actitud personal de todo individuo, es el elemento que confiere una calificación positiva o negativa a la actividad política.
Los efectos del ejercicio del poder como instrumento de la actividad política son ellos mismos consecuentemente positivos o negativos, según sea el significado que asignen al poder de los agentes políticos.
Los efectos políticos se dan cuando la actividad política es abordada no sólo con la necesaria competencia, sino también con una visión del poder concebido como instrumento tendente a cambiar el ambiente para modificar la calidad de la vida humana, para crear premisas y condiciones de relaciones interpersonales que permitan a todos los individuos la realización de la personalidad. El poder y su ejercicio son considerados en este caso como una forma de prestar servicio al prójimo, ya que constituyen el único medio del que disponen los hombres para organizar su propia convivencia, para resolver con una fórmula de mediación sus contrastes fundamentales y para ordenar la actividad a una evolución constante y humana.
Esta es la única interpretación conceptual y operativa que caracteriza al ejercicio del poder en un sentido humano, porque sólo de esta manera son posibles, por una parte, la dedicación altruista y la tensión misionera requeridas por el poder, y, por otra, el desprendimiento simultáneo y continuo derivado de la conciencia de que la autoridad con que se ejerce el poder reside en el pueblo que delega, del cual no solamente nace el mandato de utilizar los medios, sino también el de interpretar los fines tal como son buscados, elaborados e indicados por la base.
Sólo con esta interpretación del poder se pueden dar también respuestas decisivas y satisfactorias al problema de la relación entre autoridad y comunidad, eliminando el riesgo de que la autoridad. que va unida al ejercicio del poder, sea concebida como una prerrogativa personal y exclusiva, en lugar de ser ejercida y vivida como un poder cuyo origen y gestión residen en la comunidad y en los individuos particulares. Bajo este punto de vista, encuentran además ciertas posibilidades de solución, o al menos posibles mediaciones, los continuos conflictos históricos que inevitablemente se dan entre exigencia de libertad y necesidad de autoridad.
Hay, sin embargo, un modo de ejercer el poder que, por nacer de interpretaciones erróneas sobre la relación entre sociedad y autoridad y de desviaciones psicológicas individuales o colectivas, resulta desconcertante para quien lo ejerce y produce efectos negativos para toda la comunidad sobre la que es ejercido.
Las desviaciones personales nacen de la capacidad oculta que posee el poder de alimentar el orgullo y los instintos de predominio -frecuentemente inhumanos-, hasta llevar a traicionar la confianza del poder que le da origen, a la búsqueda violenta de la autoridad incluso contra la voluntad de los ciudadanos y al ejercicio de la magistratura pública por intereses privados contra los intereses generales y contra el bien común.
La deformación ideológica del ejercicio del poder tiene frecuentemente efectos catastróficos para la sociedad y es fuente de conflictos históricos. El poder, en efecto, crea fácilmente y por su misma naturaleza -en el momento en que dejan de ser suficientemente fuertes las defensas del espíritu- una ilusión de absoluto y se defiende con justificaciones que asumen una apariencia doctrinaria y filosófica, que tienden a interpretar globalmente al hombre y pretenden resolver el problema de su felicidad sustituyendo los mensajes liberadores, que no pueden depender, ni siquiera indirectamente. de un instrumento político. Esta desviación ideológica se verifica en las sociedades teocráticas, donde la religión es también regla e instrumento de gobierno; y más gravemente aún se concreta en aquella sociedad y en aquellos Estados en los que, conseguida la emancipación de la política respecto a la religión, se cae después en la aberración del querer sustituir la religión con la política, atribuyendo a ésta absolutamente el cometido de asignar los fines del hombre y de la sociedad con la pretensión de ofrecer en exclusiva metas de felicidad y de realización humana completas.
5. CAMPO DE INICIATIVA DE LA ACTIVIDAD POLíTICA – El campo peculiar en que se desarrolla la actividad política es, en sentido lato, la sociedad, con el fin de lograr una organización adecuada para las finalidades e ideales que la misma sociedad se marca; pero especialmente lo son las estructuras o instituciones de tal organización.
Las instituciones son los instrumentos indispensables para mantener en la sociedad un modelo de convivencia y, al mismo tiempo, son parte integrante del modelo de sociedad y elementos fundamentales para la realización de los valores que inspiran a dicha sociedad en el plano concreto de las realizaciones interpersonales, interclasistas e intercomunitarias.
El modo de resolver la relación entre valores e instituciones, que más apropiadamente se puede indicar como la relación entre valores ideales y valores históricos -donde los valores históricos coinciden con las instituciones-, se encuentra en la base de la actividad política y de su elevación a momento espiritual. que solamente es significativo si la interpretación de tal relación es correcta y equilibrada.
Los errores en que a lo largo de la historia han incurrido los políticos, y siguen incurriendo aún con facilidad, en la forma de interpretar y vivir esta relación -su consideración especulativa es reciente. así como su consiguiente elevación a nivel de conciencia-son dos y de carácter opuesto.
Uno de ellos consiste en la tendencia a fundamentar los valores que caracterizan a una sociedad sobre la preferencia del individuo, considerando esta preferencia como la única base concreta capaz de dar un significado al valor. En este caso, los valores son referidos a las instituciones históricas concretas que cada vez se constituyen, y son asumidos como valores históricos a nivel de índice absoluto (o absorbente) de referencia de la actividad política.
El otro error deriva de la posibilidad de que la afirmación de trascendencia de los valores ideales respecto al hombre sea origen de desviaciones, cuando lleve a situar el valor ideal en un mundo superior separado del nuestro y existente por su cuenta. En realidad. los valores ideales se encuentran dentro del hombre; ejercen una labor profunda en su intimidad para hacerlo digno de su importancia y determinante en la vida y en la historia. El valor ideal es válido en la medida en que se convierte en un valor histórico realizado en instituciones, comportamientos y modos de ser conformes al grado de desarrollo de la conciencia colectiva.
Los valores «ideales», como son la justicia, la libertad, la caridad, la verdad, se disipan y se destruyen tanto si se mantienen como meros momentos trascendentes no concretizados en la historia como si se consideran sólo y exclusivamente como modos de ser históricos, tendentes a fijarse más que a evolucionar. En ambos casos existe una identificación entre valores ideales y valores históricos, es decir, entre valores e instituciones, la cual abre paso al inmovilismo, al conservadurismo y muchas veces al fanatismo, pero que, en conclusión, impide que la actividad política comprenda esa relación particular que es el valor.
La actividad política que se desarrolla fuera de esta problemática no puede llegar al nivel de compromiso espiritual, porque es un simple moverse mecánicamente, capaz a lo sumo de satisfa
6. LA ESPIRITUALIDAD POLíTICA COMO PROBLEMA DEL CRISTIANO – Se puede afirmar que una espiritualidad impregna la actividad de todo individuo que honesta y vocacionalmente actúa en el campo político. prescindiendo de las motivaciones filosóficas o de la presencia o ausencia de motivaciones religiosas. Lo «específico» político es, como tal, eminentemente espiritual y creador de espiritualidad. Incluso si se vive como humanismo, es decir, como actividad que tiene por destino al hombre (todo hombre) y su felicidad, puede crear una tensión religiosa hasta en aquel que rechaza la adhesión formal a una religión.
Una fe religiosa tiene, ciertamente, el poder de añadir a esta base humana y laica de espiritualidad un suplemento significativo, que es tanto mayor cuanto más se fundamenta sobre el amor el mensaje religioso que mueve e inspira y cuanto más pide una realización plena del ser mediante la entrega a los demás (es decir, mediante un acto eminentemente «político» o, mejor, mediante el acto que más que ningún otro es consumadamente político, ya que la «polis» es la asociación de aquellos «otros» a quienes se destina la propia actividad y dedicación).
El mensaje cristiano representa. en este sentido, una cumbre espiritual incluso para la actividad política. Es más, considerando desde una vertiente distinta el problema, se convierte en un filón de espiritualidad cuando transforma en acto «político» todas las diversas formas en que puede vivirse la fe.
El objeto de la fe religiosa y de la actividad política coinciden por tener ambos como fin y efecto propios la liberación del hombre de todo vínculo que limite el cumplimiento del destino terreno intrínseco a toda persona particular.
Una fe metapolítica ofrece, además, al político las luces necesarias para proyectar su acción en una perspectiva de evolución de la realidad terrena (sin limitarse necesariamente a este aspecto). en la que desemboca y se consuma el devenir humano.
Una «fe» que nace y se apoya en un mensaje superador de la limitación del tiempo y del espacio ofrece, por lo tanto, sugerencias y estímulos importantes para aumentar lar utopía, entendida como intento de la imaginación de superar lo existente y de inventar medios y modelos idóneos para salir de las condiciones sociales en que el hombre encuentra dificultades y obstáculos a su propia realización. El discurso sobre la utopía no ha de entenderse como un expediente intelectual o psicológico para lograr una conciliación entre el momento religioso y el momento político -a veces artificialmente contrapuestos cuando se supone un contraste entre compromiso de fe (relación con Dios) y compromiso político (relación con el prójimo)-, sino que hay que acogerlo como el único campo que en las tensiones modernas se revela paradójicamente realista por la mediación que lleva a cabo entre fe y realidad histórica, y ha de meditarse el valor auténtico que asume para quien fundamenta su fe y su actividad en el mensaje cristiano.
Efectivamente, el punto de máxima tensión espiritual en la actividad política -ya sea cuando es responsabilidad oficial en las instituciones, ya cuando es función espontánea en las iniciativas extrainstitucionales- se consigue cuando se toma conciencia de que los hombres han sido investidos de la misión de concretizar y realizar su propio destino. con la certeza de que este cometido consiste en continuar la creación incompleta, con la conciencia de que los hombres son elevados en toda actividad humana, principalmente en la política. al nivel de colaboradores del Creador.
Este cometido de continuar la creación se funda para el cristiano en dos compromisos indispensables para que la actividad política sea vivida espiritualmente en el ámbito humano y religioso del desarrollo del designio creador. El primer compromiso es el de cambiar el mundo en sentido estructural, porque la creación es invención de cosas nuevas y no hay ninguna posibilidad de participar en ella si nos quedamos quietos e inmóviles. Una actividad política que espiritualmente se eleve a la categoría de colaboración creadora no puede menos de ser una búsqueda apasionada y, por así decirlo, científica de cuanto falta a la organización social actual, a fin de que todo ser humano encuentre las condiciones adecuadas para realizar cumplidamente el designio creador personal, que quedó depositado como una semilla en la existencia del hombre. El segundo compromiso se funda en la convicción de que la creación tiene un origen sagrado y que, por lo tanto, quien se siente asociado a ella está también comprometido a sacralizar el mundo, es decir, que también está asociado a la consagración del mundo. El mundo, sagrado en su origen pero libre en su desarrollo, destinado a ser consagrado por obra del hombre, está representado por «la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado ciertamente bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación» (GS 2).
A la actividad política específicamente tal y a toda otra actividad humana que ostente una dimensión política, cuando se ejerce a la luz de la fe cristiana, se le ha confiado esta obra de consagración del orden temporal. Orden temporal con «valor propio que Dios ha puesto en él» son «los bienes de la vida y de la familia, la cultura, la economía, las artes y las profesiones, las instituciones de la comunidad política, las relaciones internacionales, así como su evolución y progreso» (AA 7).
En este orden temporal, los cristianos que se dedican a la actividad pública deben estar presentes para «llenar de espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad» (AA 13). Si, por una parte, este compromiso es inseparable de una profesión de fe y de la voluntad de infundir una fuerte espiritualidad a la acción, puede, por otra, prestarse al riesgo de deformarse en peligrosos absolutismos e integrismos. La estructura de la actividad política reclama, en efecto, rigurosas condiciones y atenciones para que la espiritualidad se desarrolle con características auténticas y objetivas, respetuosas y humanas, y no caiga en posibles confusiones que nos lleven a considerar la propia verdad como la verdad que hay que «imponer» a todos.
Así pues, la política, por su naturaleza peculiar, puede ofrecer instrumentos para la liberación del hombre y contribuir válidamente a buscar los fines y los modelos de la sociedad, pero no puede ofrecer -aunque la actividad sea desarrollada por agentes que se inspiren en principios religiosos- la liberación integral, que solamente puede procederdel mensaje religioso, el cual tiene su ámbito propio donde manifestarse y debe gozar de libertad suficiente para expresarse sin pretender inmiscuirse en la iniciativa directa del agente político.
El Vat. II. cuando afirma que el cristiano debe dedicarse a la consagración del mundo mediante la coherencia de su vida con la fe, por medio de la caridad fraterna, que participa de la condición de vida de los demás, por medio de la plena conciencia de la parte que le corresponde en la edificación de la sociedad cristiana (AA 13), reconoce implícitamente que el mensaje religioso debe transmitirse a las instituciones y a las costumbres, pero sin constituir un aspecto peculiar y específico de la actividad política, aunque dejando claras y transparentes en la actividad del político cristiano las fuentes de su inspiración, de su comportamiento y de su programa de acción.
En una de las últimas cartas escritas en agosto de 1954, cuando ya había sido atacado por la enfermedad que le conduciría a la muerte, Alcide De Gasperi escribía estas palabras: «Lo que sobre todo nos debemos transmitir unos a otros es el sentido del servicio al prójimo tal como nos lo ha indicado el Señor, traduciéndolo y realizándolo en las formas más amplias de solidaridad humana, sin vanagloriarnos de la inspiración profunda que nos mueve y actuando de forma que la elocuencia de los hechos `deje traslucir’ la fuente de nuestro humanitarismo y de nuestra socialidad».
En este pensamiento de A. De Gasperi, además de la defensa de la peculiaridad de la esfera política y la exaltación de la inspiración cristiana como fuente de la espiritualidad política, está claramente presente la invitación a los cristianos para que penetren en la historia como protagonistas y plasmadores de la sociedad humana, actuando como innovadores en el sentido de la justicia y de la libertad. También está presente en ellas una invitación a tomar de la religión el contenido profético e innovador de los orígenes, y no aquellos contenidos que entorpecen la religión a medida que ésta se vincula a la estructura político-social de la sociedad en que se desarrolla y se perpetúa, alejándose del momento de su origen.
Los fundadores del humanismo ateo han creído ver en toda forma religiosa una renuncia a actuar en la historia. Por lo tanto, un compromiso fuertemente caracterizado de los cristianos en la historia para cualificar la evolución de ésta con la construcción de una sociedad en la que el modelo de organización se mida por el criterio del hombre como persona concreta, con necesidades y problemas existencialmente individuales, tiene la facultad de volver a situar para todos la religión entre las fuentes más verdaderas y más humanas de una evolución de la historia en sentido humanitario. A la actividad política de los cristianos, especialmente a la cualidad espiritual de esta actividad, compete, por tanto, el cometido histórico, no de forma exclusiva pero sí preferente, de volver a reconciliar en la conciencia de los hombres a las dos ciudades, la divina y la humana, que si justamente son distintas por la diversa peculiaridad del momento operativo y del fin inmediato, se han visto laceradas de forma antinatural por los acontecimientos históricos en la vida interior de los hombres o, por lo menos. de una buena parte de ellos.
A. Giordano
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987
Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad
SUMARIO: I. La política en el AT: 1. Las vicisitudes históricas de Israel; 2. Las instituciones políticas; 3. Los modelos políticos; 4. Los profetas y la política; 5. La distinción entre religión y política. II. La política en el NT: 1. La situación política en tiempos de Jesús; 2. La actividad de Jesús; 3. El episodio del tributo; 4. Pablo y la política; 5. Los otros textos neotestamentarios sobre la política; 6. ¿Existe una concepción de la política en el NT?
I. LA POLíTICA EN EL AT. 1. LAS VICISITUDES HISTí“RICAS DE ISRAEL. Un exposición sintética (y absolutamente nueva para un Diccionario de teología bíblica) del tema de la política en el AT y en el NT no puede pretender, como es lógico, ser completa, sino que tiene que limitarse necesariamente a los que parecen ser los aspectos más significativos y característicos de este tema. Así pues, distinguimos la exposición del AT de la del NT. Y trazamos en primer lugar las líneas fundamentales de la historia política de Israel hasta la época de Jesús y del NT.
Esta historia comienza probablemente con la emigración de un clan de origen semita, guiado por / Abrahán, desde las estepas semidesérticas de Siria hasta la región más fértil de Canaán. Esta emigración, de la que ignoramos tanto las motivaciones económicas concretas como las circunstancias históricas más concretas todavía, está probablemente relacionada con una reforma religiosa dentro del clan, que asentó las primeras bases de la futura fe monoteísta de Israel. La época de los patriarcas, cuya fisonomía histórica nos es imposible reconstruir con detalle, es de todas formas la época en que se va dibujando progresivamente la creencia hebrea en el Dios de Abrahán, de Isaac y de / Jacob. Esta época concluye con la emigración de algunos clanes a Egipto, que quizá pueda relacionarse con los movimientos de pueblos hacia el delta del Nilo en el siglo XVIII, o con otros acontecimientos de origen similar en el siglo xiv a. C.
Después de un período de tiempo difícil de determinar, al final del cual los hebreos, inicialmente bien acogidos en Egipto, acabaron cayendo en una especie de semiesclavitud, tiene lugar la salida de Egipto, el / éxodo, bajo la guía de / Moisés. Este éxodo, que tuvo lugar en el siglo xiii a.C., y debido ciertamente a diversas circunstancias históricas, va también indisolublemente unido a una profunda experiencia religiosa, a una revelación, por así decirlo, de aquel / Dios de los padres que los israelitas llamarán en adelante Yhwh. Durante el éxodo (los cuarenta años convencionales de la tradición), en la península del Sinaí, las diversas tribus de Israel refuerzan su unión con un vínculo que es sobre todo religioso y que encuentra su expresión en el pacto de / alianza entre Yhwh y el pueblo, que tiene en la t ley mosaica su carta fundamental.
Al final del éxodo se sitúa el asentamiento en la tierra de Canaán. Es difícil establecer si esto fue el resultado de una rápida conquista militar o el efecto de una penetración cultural progresiva. De todas formas, lo más importante es que, una vez asentado en Canaán, Israel aparece como una confederación de tribus cuyo vínculo principal está constituido por la fe común, aunque no exclusiva todavía, en Yhwh. Toda la época llamada de los / jueces (alrededor de los siglos xn y xI a.C.) está marcada por el proceso de sedentarización de las tribus nómadas y por las relaciones unas veces pacíficas y otras conflictiva con las poblaciones locales. También la religión de Israel comienza a conocer aquella tensión constante entre el deseo de asemejarse a los paganos y la invitación a conservar su propia identidad, de la que estará llena toda la historia posterior.
Con la llegada de la monarquía (en torno al año 1000 a.C.) Israel se convierte por primera vez en un Estado. Saúl, / David y Salomón pueden ser considerados como los artífices, más o menos idealizados por la tradición, de esta transformación fundamental que pone a Israel en el mismo plano que a los reinos limítrofes. Ellos dotaron a la nación de un ejército permanente, escogieron la plaza fuerte de / Jerusalén como capital, le dieron, finalmente, una administración eficiente. La organización de tipo confederal de las tribus fue cediendo el paso lentamente a la centralización monárquica. En este proceso de centralización tiene un papel esencial la construcción del templo de Jerusalén, destinado a sustituir con el tiempo a todos los demás santuarios locales y a ser el único lugar de culto de todas las tribus de Israel, en donde se celebra el señorío de un Dios que no tolera otros dioses a su lado.
Pero el esplendor de la monarquía duró poco. Ya después de la muerte de Salomón el reino se dividió en dos: Israel al norte y Judá al sur. Y los dos Estados se encontraron muy pronto envueltos en la política expansionista de los grandes imperios de Asiria y de Babilonia. En medio de conflictos interinos, primero Israel y luego Judá cayeron bajo la dominación extranjera. Los siglos IX, VIII y VII a.C. son la época de los grandes profetas [/ Profecía], los cuales participaron personalmente en las peripecias políticas de los dos reinos y contribuyeron de forma decisiva a la afirmación de la fe monoteísta del pueblo hebreo. Esta época se cierra el año 586 con la tragedia nacional de la conquista de Jerusalén por parte de Nabucodonosor y la deportación de gran parte de los hebreos del reino de Judá a Babilonia.
En el 538, con el edicto de liberación de Ciro, comienza la repatriación de los desterrados a Jerusalén y se emprende el proceso de organización de lo que se llama ordinariamente el J judaísmo. Los hebreos no reconquistan la libertad, pero la benevolencia del dominador persa les permite comenzar la reconstrucción política y social del país. Sobre todo les permite la reconstrucción del templo de Jerusalén, en torno al cual vuelve a constituirse la unidad religiosa de la nación. Las reformas legislativas de Nehemías y de Esdras llevan a término este difícil proceso. Aunque permaneciendo bajo el dominio extranjero, Israel conserva una cierta autonomía, bajo la forma política de una teocracia gobernada por la casta de los sacerdotes del templo y protegida por el «seto de la ley» mosaica.
A comienzos del siglo II, es decir, bajo el dominio griego de los sucesores de Alejandro, se abre la última fase de la historia de Israel. La política de helenización del país que llevan a cabo los soberanos seléucidas y que apoya la aristocracia local en tiempos de Antíoco IV Epífanes rompe el equilibrio entre el régimen teocrático y la dominación extranjera. Estalla la guerra de liberación nacional, que nos narran en tono de epopeya los libros de los / Macabeos, al final de la cual toma el poder político la dinastía de los asmoneos. Los judíos viven por última vez el sueño de la libertad y de la independencia. Aunque los asmoneos no pueden presumir de ninguna ascendencia davídica, se restablece el régimen monárquico. Pero, una vez más, por poco tiempo. Sin profundas raíces en el pueblo y destrozada en su interior por luchas familiares, la monarquía asmonea decae rápidamente. Llamado por los mismos asmoneos para dirimir sus conflictos, el general romano Pompeyo entra en el año 63 a.C. en Jerusalén y poñe fin para siempre a la independencia del país.
2. LAS INSTITUCIONES POLíTICAS. Este esbozo tan rápido muestra sobre todo una cosa: que el pueblo de Israel, lo mismo que no tuvo gran importancia por sus empresas históricas, tampoco la tuvo por sus instituciones políticas. Los hebreos no conocieron la forma, ni por tanto la civilización, de las ciudades-estados, como los griegos, ni la del gran imperio universal, como los asirios y los babilonios. En su origen, y por mucho tiempo, ni siquiera constituyeron un Estado. Todavía en el momento de su asentamiento en el país de Canaán formaban simplemente una confederación de doce tribus, consciente sin duda de los vínculos que la mantenían unida, sobre todo en el plano religioso, pero sin órganos de gobierno y privada de eficacia política. La situación cambia de pronto con la institución de la monarquía por parte de Saúl. Entonces la federación israelita se erige finalmente en Estado y se convierte concretamente en un Estado nacional, lo mismo que los reinos colindantes de Trasjordania, con un ejército estable y una administración central. Este Estado se refuerza y comienza a expansionarse con David y Salomón, intentando constituirse en un imperio al estilo del egipcio, con empresas comerciales y cierto lustre cultural. Durante algunos siglos, con diversa fortuna, se mantuvo la monarquía a pesar de la división que había tenido lugar entre el reino de Israel al norte y el reino de Judá al sur. Pero tampoco la institución monárquica asumió nunca una fisonomía precisa y definitiva. Ya la monarquía de David y Salomón es distinta de la de Saúl, bien sea por el dualismo que comenzaba a aparecer entre Israel y Judá, bien por el carácter supranacional de su Estado. Después de la muerte de Salomón, Israel y Judá forman dos reinos nacionales diversos, con una concepción del Estado igualmente diversa. Pero la misma monarquía de David y Salomón, con todo su esplendor y a pesar de haber sido idealizada por la tradición, no es, en definitiva, más que un paréntesis entre la antigua organización confederal de las tribus y el régimen teocrático de la comunidad posterior al destierro. En efecto, la caída de Jerusalén marca el final de las instituciones políticas de Israel. Judea será en adelante parte integrante de los imperios babilonio, persa, tolemaico y seléucida. No es ya un Estado, sino más bien, dentro de los límites de la autonomía religiosa y cultural que le dejan, una comunidad religiosa, dirigida por la ley mosaica, bajo el gobierno de los sacerdotes: un régimen teocrático.
Así pues, no hay una única concepción israelita del Estado. La federación de las doce tribus, la monarquía de Saúl, de David y de Salomón, los reinos de Israel y de Judá, la organización de la comunidad posexílica constituyen otras tantas formas políticas diversas. Puede incluso decirse que no ha habido nunca una concepción israelita del Estado. Ni la federación de las doce tribus ni la organización de la comunidad posexílica constituían un Estado. Lo constituía sin duda la monarquía; pero también su modelo, como es sabido, fue discutido algunas veces. El AT conoce realmente una tradición favorable a la monarquía, que encuentra expresión en 1Sa 9:1-10, en todos los pasajes que exaltan a David, desde la famosa profecía de Natán (2Sa 7:8-16), y en todos los textos del mesianismo real, desde los / Salmos hasta / Isaías. Pero recuerda también una tradición hostil a la monarquía, que aparece en 1Sa 8:1-22, en las invectivas de algunos profetas como / Oseas y / Ezequiel y en las condenas del redactor de los libros de los / Reyes.
Todo esto tiene, en definitiva, una motivación profunda. El elemento común que subyace a estas diversas concepciones es uno solo: la teocracia, por la que Israel es el pueblo de Dios y no tiene más Señor que a él. Como dice el sema`, la oración sacada de Deu 6:4 que constituye la base más fuerte de la espiritualidad hebrea y la inspiración de muchos movimientos políticos, «el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo». Es verdad que esta formulación rigurosamente monoteísta de la fe religiosa de Israel es el resultado de una larga historia, que se cierra solamente en la época monárquica. Pero la conciencia de que el vínculo que lo une es de naturaleza religiosa es todavía más antigua. En efecto, antes de ser una comunidad política, Israel es y siguió siendo siempre una comunidad religiosa. Es la religión la que mantuvo unidas a las tribus asentadas en la tierra de Canaán, como es también la religión la que unió a los desterrados que habían vuelto a Jerusalén desde Babilonia. E igualmente la religión constituyó el motivo de cohesión profunda en el período de la monarquía, a pesar de la división de los reinos. En esta perspectiva hay que juzgar las diversas formas de organización política por su grado de fidelidad al pacto de la alianza establecido entre Yhwh y su pueblo. El Estado asimismo sigue siendo un elemento secundario, del que Israel puede prescindir, y de hecho prescindió, al menos durante una gran parte de su historia. En resumen, la política no tiene una autonomía real, sino que ha de juzgarse constantemente desde el punto de vista de la religión. A partir por lo menos de la época monárquica, la medida para juzgarla nos la dan algunas ideas fundamentales que constituyen el núcleo de la fe de Israel. Podemos resumirlas en las ideas de / pueblo, de / liberación y de promesa.
3. Los MODELOS POLíTICOS. Lo fundamental para la concepción política de Israel, como por otra parte para toda su visión del mundo tal como aparece en esa reconsideración profunda de su historia que son los textos del AT, es ante todo su conciencia de ser un pueblo, y más concretamente el pueblo de Dios. Israel no es solamente un pueblo entre los demás pueblos, sino un pueblo que se distingue de todos ellos por la relación particular que lo une con Dios. Efectivamente, entre todos los pueblos de la tierra -y todos ellos están bajo la soberanía de Yhwh-, Yhwh ha escogido a Israel como su pueblo particular: `am segullah mikkol-haammin (Exo 19:5; Deu 14:2): «pueblo propio entre todos los pueblos». Esta conciencia de su propia diversidad respecto a todos los demás pueblos por la relación especial que mantiene con Dios, está presente en todo el AT y encontrará una expresión lingüística particularmente característica en la versión de los Setenta, donde -de una forma no perfectamente constante, pero absolutamente dominante- se define a Israel como laós y a todos los demás pueblos como éthné (p.ej., en los pasajes anteriormente citados, que se traducen en griego como laósperioúsios apó pántón tón ethnón). Laós que en tanto es tal, es decir, distinto de los éthné, en cuanto que es precisamente laós toú theoú, pueblo que pertenece a Dios.
Esta conciencia nació históricamente, o por lo menos estuvo ligada tradicionalmente, con la experiencia de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto. En el acto soberano con que Dios «extendió su mano», «su brazo poderoso»(Exo 7:5; Deu 4:34) para liberar a Israel de la esclavitud de Egipto es donde se constituyó, según la tradición, la conciencia de Israel de ser un pueblo, y precisamente el pueblo de Dios. Según esta tradición, en los orígenes de la conciencia histórica, y por tanto política, de Israel no está un obrar humano cualquiera, sino el obrar mismo de Dios. Y más concretamente, «en el comienzo de la historia del pueblo de Israel está, por consiguiente, su liberación de la esclavitud extranjera, considerada inequívocamente como acción de Dios, gracias a la cual se hizo posible su formación nacional» (Strathmann, laós, 107). La conciencia histórico-política de Israel está relacionada, por tanto, de manera inseparable con su pertenencia a Dios y con su libertad del extranjero.
Pero esta conciencia es inseparable también de la revelación del Sinaí. Es allí donde, según la tradición, a través del pacto de alianza estipulado con Yhwh, Israel recibió la ley, y por consiguiente el ordenamiento jurídico, que lo constituyó definitivamente como pueblo de Dios. El concepto de alianza (berit) es igualmente fundamental para comprender la conciencia política de Israel. Sólo si permanece fiel al pacto establecido con Dios; sólo si conserva la obediencia a su ley, Israel es verdaderamente el pueblo de Dios. Como dice con toda claridad el pasaje del Exodo citado más arriba, sólo «si escucháis atentamente mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi especial propiedad entre todos los pueblos» (Exo 19:5). La fidelidad de Dios a su pueblo va unida a la fidelidad del pueblo a Dios. En la observancia de los mandamientos se realiza plenamente la relación particular entre Israel y su Dios, y por tanto la realidad histórico-política de Israel.
Esta realidad histórico-política no es entonces, ni lo será nunca, perfecta; pero encontrará su actuación definitiva en un futuro escatológico. A pesar de las continuas infidelidades de su pueblo, Dios no lo abandonará, sino que, por el contrario, realizará para él una era de paz y felicidad. El don de la ley va acompañado de la formulación de la promesa. Y Dios no falla nunca a sus promesas. Israel gozará al final de los tiempos de la bienaventuranza perfecta con su Dios, en un reino mesiánico de paz y de justicia. Es decir, un reino en el que Israel será libre para siempre de la opresión extranjera y en donde reinarán íntegramente la paz y la justicia social. Realidad escatológica definitiva, que corresponderá realizar a un elegido de Dios: el mesías, el hijo de David [/ Mesianismo].
Destacan de este modo claramente algunas de las características fundamentales de la concepción política de Israel. Es evidente en primer lugar el fundamento religioso de la conciencia histórica de Israel. A diferencia de los demás pueblos, el vínculo que une entre sí a los hebreos y que hace de todos ellos un pueblo no es de naturaleza cultural, social o política, sino de naturaleza religiosa. Es la fe en Yhwh la que establece la unidad de Israel. Antes de ser una comunidad política, Israel es, por tanto, una comunidad religiosa. Pero es precisamente esta fe la que, por otra parte, exige determinados comportamientos e indica consiguientemente modelos políticos y sociales. El Dios de la Biblia, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, pretende la fidelidad más absoluta de su pueblo. Y esta fidelidad no se agota en las formas legales del culto, sino que exige una pertenencia exclusiva a Yhwh y un cumplimiento riguroso de su voluntad. La religión de Israel es religión de la obediencia y de la ley. Precisamente la ley tiene la tarea de recordar incesantemente a los hebreos la fidelidad que deben a los compromisos asumidos con Dios en la alianza del Sinaí: el rechazo intransigente de los dioses extranjeros, reconociendo el señorío único de Dios, y el respeto constante del hombre, reconociendo el valor de la vida humana. Ello supone en el plano político el rechazo de todo compromiso con las civilizaciones extranjeras, y en el plano social la práctica rigurosa de la justicia entre el pueblo. Son éstos los modelos políticos a los que está obligado Israel: una vez más, en realidad, se trata de modelos religiosos, que constituyen la verdadera medida de juicio de todos los modelos políticos.
4. Los PROFETAS Y LA POLíTICA. En relación con estos modelos religiosos, es decir, con este conjunto de valores y de creencias de la tradición, es donde hay que colocar y comprender el mensaje de los profetas [/ Profecía I,5-7]. Los profetas les parecieron muchas veces a sus contemporáneos hombres turbulentos, y todavía hoy son juzgados como políticos revolucionarios. En realidad, su mensaje es esencialmente religioso, hasta el punto de aparecer muchas veces culturalmente bárbaro y políticamente reaccionario; como cuando, por ejemplo, Samuel le echa en cara a Saúl el haberse negado a adoptar el uso tradicional del anatema (lSam 15), o cuando Gad se opone al censo ordenado por David por ir contra su religión (2Sam 24,I0ss). Quizá sea necesario distinguir entre los profetas de los siglos IX a.C. y los del siglo VIII y VII a.C., entre los profetas del reino del norte y los del reino del sur, entre Elías y Eliseo y / Amós y / Oseas, y entre éstos e / Isaías y / Jeremías. Y, naturalmente, son numerosas las diferencias que existen entre las diversas figuras particulares.
Sin embargo, algunos aspectos pueden con toda razón considerarse comunes a todas las figuras proféticas. Los profetas no son adivinos que conocen de antemano el futuro, aun cuando alguno de ellos pudo haber tenido poderes excepcionales de este tipo, sino hombres profundamente comprometidos en las peripecias de la historia. Están efectivamente ligados a la situación política del momento. Los más antiguos, Natán, Elías, Eliseo, intervienen en algunos episodios particulares de la historia de su tiempo: los trabajos forzados de Salomón, la muerte de Urías, el templo de Baal o el asesinato de Nabot. Expresan sobre todo su protesta contra la prevaricación del poder monárquico. En cambio, los más recientes, Amós, Oseas, Isaías, Jeremías, están involucrados en la tragedia nacional del pueblo, primero en tiempo de los asirios y luego de los babilonios. Han de tomar posición sobre las opciones fundamentales de la política nacional y sobre los motivos más profundos que las inspiran. En las situaciones concretas de la historia es donde se arraiga de todas formas el compromiso profético por la l «justicia». Yen estas situaciones los profetas expresaron unas posiciones y unas convicciones políticamente diversas y discutibles. Algunos de ellos mostraron una intuición política excepcional, consiguiendo percibir la situación con una clarividencia desconocida para sus contemporáneos; otros, por el contrario, mostraron una capacidad política limitada, inferior a la de sus adversarios. Pero incluso en este caso, y quizá precisamente por eso, se pone de manifiesto con especial claridad el valor del mensaje profético.
El profeta no discute en el plan político, no argumenta con medidas políticas, no aconseja soluciones políticas. El punto de vista en que se sitúa es únicamente religioso: el derecho de Yhwh y la fidelidad de su pueblo. Por eso mismo su proyecto no quiere limitarse a la propuesta de un modelo político que sea más adecuado a la situación contingente, sino que contiene un juicio radical sobre todos los modelos políticos a la luz de la fe de Israel. Efectivamente, las desgracias de Israel no dependen de errores políticos, sino de su desobediencia a la voluntad de Dios. La superación de estas desgracias no se obtiene, por tanto, con diversas opciones políticas, con una mayor habilidad política, sino con el retorno a la fidelidad a Yhwh. Los profetas no invitan al rey y al pueblo a una valoración más aguda y más profunda de los hechos, sino simple y radicalmente a la conversión.
Cuando Amós, por ejemplo, anuncia de antemano el fin de la nación de Israel, tiene ciertamente ante sus ojos, como todos los demás, la amenaza del poder de Asiria. En efecto, no era necesaria una revelación especial o una intuición política para afirmar que se cernía sobre Israel la nube de la derrota y de la deportación. Por el contrario, bastaba con mirar alrededor para darse cuenta de que aquélla había sido ya la suerte de otros pueblos que lindaban con Israel. Pero no es ésta para el profeta la raíz profunda de la catástrofe de Israel. Si el pueblo muere, muere en realidad por sus pecados, no por la acción del enemigo. Y el pecado que resume todos los demás pecados es para él la injusticia social, que clama venganza a los ojos de Dios (Amó 5:10-12; Amó 8:4-6).
Cuando Oseas predice a Israel la deportación a tierras extranjeras, no son consideraciones de política realista las que se lo sugieren, sino su convencimiento de que el pueblo ha traicionado a Dios. Y si les reprocha a los hombres políticos su afán de buscar alianzas con alguna de las grandes potencias, es solamente porque está convencido de que Israel debe tener confianza solamente en Dios: «Efraín se mezcla con las gentes vecinas, se ha hecho como una torta a la que no se dio la vuelta. Los extranjeros devoran su fuerza sin que él se dé cuenta; se ha llenado de canas, pero él no lo ha notado. La arrogancia de Israel testifica contra él, pero no vuelven al Señor, su Dios; a pesar de ello, no le buscan» (Ose 7:8-10).
Y cuando Isaías le desaconseja a Acaz todo compromiso con los asirios, no lo hace porque lo muevan consideraciones políticas mejores. La política justa era en el fondo la de Acaz, como lo probaría la supervivencia, aunque precaria, de Judá en la alianza con los asirios. Pero el mensaje de Isaías es que la salvación viene solamente de Yhwh. Judá no debe tomar ninguna decisión política, sino que ha de fiarse solamente de Yhwh. En Efraín puede ser que mande Samaria, y en Samaria el hijo de Romelías, pero en la capital de Judá, en Jerusalén, el rey es Yhwh; y Yhwh protege a la ciudad como su santuario (Isa 7:1-9).
Por consiguiente, los profetas no son simples figuras políticas, sino grandes figuras religiosas. Su importancia y su significado más profundo no está en las soluciones o en los modelos políticos que proponen, y que muchas veces eran más frágiles y más discutibles que los de sus adversarios, sino en los principios religiosos que afirman y que fueron los que hicieron más pura y universal la religión de Israel. También se puede afirmar que su crítica apasionada de las prevaricaciones del poder dio realmente paso a un proceso de desacralización y de laicización de la política, de fundamentación de la política en el respeto al hombre. Pero puesto que también esta lucha por el hombre se desarrolla por completo dentro de la visión de fe de Israel, el mensaje de los profetas pertenece a la fe, no a la política, aun cuando fuera la política la que les ofreció la situación peculiar para su intervención. Mejor aún, se trata del rechazo del realismo de la política en nombre del radicalismo de la fe, y por tanto de una invitación a los creyentes a mirar más allá de las mezquinas razones de la política para descubrir las razones más altas y exigentes de la fe. Y es ésta la herencia principal de los profetas que se transmitió al NT.
5. LA DISTINCIí“N ENTRE RELIGIí“N Y POLíTICA. Sin embargo, también en el AT existe un principio de aquella distinción entre la religión y la política, y más exactamente de aquella despolitización de la religión, por un lado, y de aquella desacralización de la política, por otro, que serán típicas del NT.
Hay realmente dos líneas de pensamiento que de alguna manera anuncian esta distinción. La primera está presente, como ya hemos señalado, en el mensaje de los profetas, sobre todo en conexión con la tragedia nacional de la deportación del 586 a.C. En este contexto, por ejemplo, es donde Ezequiel reflexiona sobre el concepto tradicional de alianza, aportándole una vigorosa espiritualización. El conserva la esperanza mesiánica, y más concretamente la esperanza mesiánica de un nuevo David (34,23-24; 37,24-25). Pero esta alianza tiene ahora para él un carácter exclusivamente religioso; más aún, propiamente litúrgico y sacramental. En efecto, lleva consigo la efusión del Espíritu y la transformación del corazón: «Os rociaré con agua pura y os purificaré de todas vuestras inmundicias y de todos vuestros ídolos. Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; quitaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis preceptos, observando y guardando mis leyes» (36,25-27).
Se hace entonces más evidente la necesidad, advertida ya hacía tiempo, de liberar la religión de la política, el sacerdocio del soberano. Si ya en Ezequiel, en la imagen de la futura Jerusalén, aparece una primera distinción entre el templo y el palacio, en el Proto-Zacarías [/ Zacarías III], en la organización de la nueva comunidad, se afirma con toda claridad la separación entre el reino y el sacerdocio. El sumo sacerdote Josué y el gobernador político Zorobabel «son los ungidos que están ante el Señor de toda la tierra» (4,14). Hay, por consiguiente, dos coronas, una que corresponde ya ahora al gobierno sacerdotal; la otra, reservada al cumplimiento de las esperanzas davídicas (6,11-13). Es una primera despolitización de la religión, que encuentra una expresión más clara todavía en las grandes profecías mesiánicas del Trito-Isaías (cc. 56-66), centradas también ellas en una nueva alianza de carácter puramente religioso [/ Isaías IV].
A esta despolitización de la religión la acompaña una desacralización de la política, que se expresa principalmente en la laicización de la figura del monarca. También este proceso, como ya hemos visto, había comenzado con la actividad de los profetas, e incluso antes del destierro. Su vehemente crítica contra la monarquía presupone ya realmente una concepción más «laica» de la política, una reducción de la figura del soberano a proporciones puramente mundanas, es decir, una especie de «desmitización» de la política. Pero aún es más importante la relectura de los antiguos salmos reales (2; 72; 89; 110) por parte del judaísmo del período posexílico [I Salmos IV, 6]. En efecto, esta relectura es la mejor prueba de un proceso constante de espiritualización de estos salmos, que se aparta de su perspectiva real original, para adentrarse en una perspectiva más decididamente mesiánica. Es decir, el carácter sacral no se percibe ya como inherente a la función pública del rey, sino como el elemento específico de una función mesiánica espiritual.
La otra línea de pensamiento que prepara la distinción entre la religión y la política está constituida por aquella reflexión sapiencial que, tras surgir probablemente en la edad de Salomón y haber sido recogida y transmitida durante siglos por los escribas, confluyó principalmente en los cinco libros de los / Proverbios. de / Job, del / Qohélet, del / Sirácida y de la / Sabiduría. Naturalmente, es difícil hablar de una reflexión que, por extenderse durante cerca de nueve siglos, conoce acentuaciones y matices muy distintos, desde el optimismo moderado del libro de los Proverbios hasta el pesimismo radical del Qohélet. En realidad, resulta peligroso considerar como un fenómeno unitario la / sabiduría de Israel. Sin embargo, se advierten algunas constantes en lo que se refiere a nuestro tema específico. En esta reflexión, definida como una especie de arte de bien vivir, como «un conocimiento enteramente práctico de las leyes de la vida y del mundo basado en la experiencia» humana de la existencia, que se distingue y se distancia radicalmente de la teología tradicional de Israel basada en las intervenciones de Dios en la historia, se ve a la política de una forma absolutamente desencantada, y por tanto sustancialmente «laica». Los sabios no manifiestan ninguna ilusión particular en lo que atañe al poder; no dan pábulo a ninguna esperanza «mesiánica» en lo que respecta al soberano. Es verdad que el ordenamiento social es aceptado sin demasiadas discusiones y que los gobernantes políticos tienen pleno derecho a ser respetados (Pro 16:14-15; Pro 19:12; Pro 20:2; Qo 8,2-5); los escribas que escribieron estas reflexiones sapienciales pertenecen de hecho a una clase culta, para la que la estructura social y política existente es en cierto sentido obvia, está fuera de discusión. Pero el terreno de la política es puramente mundano, lleno como está de incertidumbres y de contradicciones; por eso en el libro de los Proverbios es importante la tarea del sabio que, como consejero, orienta la política del soberano hacia la justicia, la misericordia, la ayuda a los pobres. O es incluso el terreno de la miseria y de los fallos, en el que hasta las más decantadas experiencias (como la de Salomón) resultan a la postre decepcionantes, hasta el punto de que en el libro de Qohélet se sugiere un alejamiento radical de toda forma de experiencia política.
De esta manera, a pesar de la diversidad, e incluso a veces la heterogeneidad innegable, de los diversos textos y de las diversas tradiciones, la concepción de la política del AT aparece caracterizada por dos tendencias fundamentales, que volverán a encontrarse de forma todavía más explícita en el NT. En efecto, por un lado, la consideración de la política desde un punto de vista exquisitamente religioso, que es típica sobre todo de la predicación profética, afirma la subordinación radical de la política a la fe, y por tanto el derecho y el deber de una crítica de las desviaciones y las aberraciones de la política en nombre y a partir de las grandes ideas religiosas de Israel: el señorío único de Yhwh sobre su pueblo y la obediencia exclusiva a su voluntad. Por otro lado, sin embargo, esta visión más «laica» de la política, que aparece ya en los profetas y en la relectura de los salmos, y que la reflexión sapiencial lleva a unas consecuencias a veces extremas, es una confirmación ulterior de que el AT no considera normativo ningún modelo político, sino que afirma, por el contrario, la relatividad sustancial de todas las instituciones y opciones políticas. Y son estas dos tendencias las que constituyen la herencia más significativa que transmitió al NT.
II. LA POLíTICA EN EL NT. 1. LA SITUACIí“N POLíTICA EN TIEMPOS DE JESÚS. Antes de analizar el pensamiento del NT sobre la política y sobre el Estado, detengámonos unos momentos a considerar la situación política en los tiempos en que vivió Jesús.
En la época de Jesús (es decir, en torno al año 30 de nuestra era), la dinastía de los asmoneos, descendientes de la gloriosa familia de los Macabeos, había desaparecido hacía tiempo. El año 63 a.C., llamado por los mismos asmoneos, el general romano Pompeyo había llegado a Jerusalén y había puesto fin para siempre a la independencia del país. Sin embargo, los romanos no les quitaron inmediatamente a los judíos su autonomía. En un primer tiempo prefirieron dejar al asmoneo Hircano no solamente el sumo sacerdocio, sino además el gobierno del país, de manera que no quedó todavía formalmente abolida la teocracia judía. Más tarde, el temor de los partidos les movió a confiar más bien ese gobierno al idumeo Herodes, que era un extranjero y no representaba por tanto al pueblo de Israel. La teocracia quedaba por tanto abolida, y los judíos volvieron a sentir todo el peso de la opresión extranjera. De todas formas, parece ser que durante el gobierno de Herodes (37-4 a.C.) la situación del país se mantuvo bastante tranquila. Efectivamente, Herodes eliminó a toda la vieja aristocracia de tendencias saduceas y de orientación filoasmonea, creando otra aristocracia, igualmente saducea, pero enteramente doblegada a su voluntad. Mitigó la hostilidad farisea a su política de helenización del país manteniendo un respeto sustancial de la ley judía y reconstruyendo espléndidamente el templo de Jerusalén. Consiguió además frenar los impulsos de las capas populares, usando en parte con ellos mano de hierro, y ofreciéndoles por otro subsidios económicos y puestos de trabajo.
Pero con la muerte de Herodes cambió por completo la situación. Sus sucesores no tuvieron ni su fuerza ni su capacidad política. Su reino fue dividido en tres partes (Judea y Samaria para Arquelao, Galilea y Perea para Antipas, las regiones nordorientales para Filipo) y estallaron tumultos casi por todas partes en el territorio judío. Y estos tumultos tienen ya el carácter de sublevaciones político-mesiánicas. De todas formas, el giro decisivo parece ser que se dio con la reducción de Judea y Samaría a provincia romana el año 6 d.C. Según el historiador judío Flavio Josefo, fue en esta ocasión cuando, ante el censo de la población que habían ordenado los romanos para introducir en la nueva provincia el tributum capitis, estalló la sublevación capitaneada por el famoso Judas de Gamala, llamado el Galileo, y se formó aquel partido de oposición al gobierno romano que durante la guerra judía del 66-73 d.C. estaría representado sobre todo por los «sicarios», grupo éste que Josefo nos presenta como de origen y de tendencias fariseas, pero caracterizado por un particular amor a la libertad y cuya doctrina se resumía en una interpretación radical del primer mandamiento, que les impedía reconocer al lado de Yhwh a ningún señor mortal (Bellum judaicum 2,118; Antiquitates judaicae 18,23).
Hoy ciertamente los historiadores se muestran mucho más cautos que en el pasado tanto a la hora de establecer una continuidad precisa entre el grupo de Judas y el partido de los sicarios como a la hora de afirmar que desde el año 6 al 66 Palestina fuera sede continuamente de motines antirromanos. Es sobre todo desde el 44 d.C., es decir, desde la reducción definitiva de toda Palestina bajo el gobierno de los procuradores romanos, cuando la situación del país se vuelve incandescente. Por consiguiente, precisamente el período del Bautista y de Jesús no aparece caracterizado por grandes tumultos, aun cuando el gobierno de Pilato sobre Judea y sobre Samaria es recordado en las fuentes (Filón de Alejandría, Flavio Josefo) como particularmente duro. No obstante, parece innegable que la situación político-social era sumamente precaria y que el fuego seguía vivo bajo las cenizas. Si algunas tendencias recientes, como la de S.G.F. Brandon, que subrayan los movimientos de resistencia antirromana haciendo de Palestina en la época de Jesús todo un fermento revolucionario, no encuentran suficiente apoyo en las fuentes, otras tendencias opuestas, como la de H. Guevara, que minimizan las tensiones políticas del tiempo de Jesús, viendo en él un período de paz y tranquilidad, resultan igualmente discutibles. La época de Jesús no puede definirse como revolucionaria en el sentido estricto de la palabra, pero vive sin duda tensiones políticas y sociales muy fuertes, de las que surgirán, después del 44 d.C., los verdaderos grupos de la resistencia antirromana. Conviene tener todo esto en cuenta cuando se toca el problema de la actitud asumida por Jesús respecto a las orientaciones políticas de sus connacionales.
Estas orientaciones eran fundamentalmente tres: la de la aristocracia, formada por los sumos sacerdotes, por los ancianos y los escribas, de tendencia prevalentemente saducea, pero que correspondía además a los jefes de los fariseos, era claramente filorromana, y por tanto hostil a cualquier forma de mesianismo y de rebelión; la de las clases medias de la población, ampliamente influidas por la espiritualidad farisea, celosas de su propia autonomía nacional y religiosa, pero bastante resignadas ante el dominio extranjero, más bien hostiles a la política herodiana de helenización del país que al gobierno romano, y el de las capas populares, ampliamente impregnadas de esperanzas mesiánicas de liberación politica y social y abiertas consiguientemente a las influencias de los grupos más extremistas, como el de Judas Galileo y el de los llamados sicarios, dispuestos además a tomar las armas contra el gobierno romano. Con todas ellas hay que medir la actitud de Jesús.
2. LA ACTIVIDAD DE JESÚS. La presentación más común de Jesús entre los exegetas del NT hace de él al redentor espiritual del mundo, y de su mensaje un mensaje «puramente religioso». La predicación de Jesús no habría tenido nada que ver con las esperanzas políticas de su tiempo y de su pueblo. Tan sólo un error judicial, debido además a la mala fe de las autoridades judías, habría llevado a su condena a muerte en la cruz por parte de Pilato como un pretendiente mesiánico-real, y por tanto como un rebelde político. Las mismas pretensiones mesiánicas por parte de Jesús habrían sido más bien implícitas e indirectas que explícitas y directas, basadas más en acciones y en comportamientos dotados de «autoridad» que en el uso abierto del término «mesías». Jesús habría evitado conscientemente su presentación como mesías (incluso algunos piensan que ni siquiera llegó a concebirse a sí mismo como mesías), para definirse solamente como Hijo del hombre [/ Mesianismo III, 2-4].
Ciertos autores de los últimos años, reaccionando contra esta posición y recogiendo intuiciones y sugerencias que ya había avanzado H.S. Reimarus a finales del siglo xviii, y más tarde R. Eisler en los años treinta de nuestro siglo, han ofrecido un cuadro completamente distinto de las relaciones de Jesús con los grupos políticos judíos. Recordemos solamente dos tesis que han tenido una cierta fortuna: la de O. Cullmann, que considera la predicación de Jesús como ampliamente influida por la presencia de lo que él define como «el problema zelote», pero que distingue con toda claridad la postura de Jesús frente a Roma de la de dichos zelotes; y la de S.G.F. Brandon, que subraya más aún que Cullmann la influencia de los grupos de resistencia antirromana, a los que también él llama genéricamente zelotes, sobre el pensamiento de Jesús, haciendo incluso de él una especie de patriota al estilo de Judas el Galileo. Estas tesis han sido justamente refutadas por los estudiosos, y yo mismo creo haber demostrado que Jesús no puede de ninguna forma ser considerado como un rebelde político. Toda su acción (absolutamente no violenta) y toda su predicación (íel sermón de la montaña!) se mueven realmente en una dirección y presentan unas características absolutamente distintas de las de los movimientos de liberación de Palestina contra los romanos (movimientos constituidos no tanto por los zelotes cuanto más bien por los sicarios).
Sin embargo, es difícil aislar por completo la actividad y la predicación de Jesús de la situación política de Palestina que acabamos de describir. Lo que lo impide no es tanto el hecho, importante a pesar de todo, de la condenación de Jesús por parte de Pilato como rebelde político, tantas veces explotado por los que presentan a un Jesús revolucionario y que puede fácilmente explicarse en el contexto administrativo de la época cuanto el carácter mismo de la actividad de Jesús.
Lo cierto es que Jesús apareció en la escena de Palestina poco después del Bautista, vinculando expresamente su predicación a la de Juan. Y aunque no hay ningún elemento que nos permita hacer del Bautista solamente un rebelde político, Flavio Josefo dice explícitamente que Juan había reunido a su alrededor a muchos seguidores y que su muerte no se debió solamente a los celos de Herodíades, como indica el evangelio de Marcos (6,17-29), sino al miedo que sentía Herodes Antipas de que surgieran tumultos populares (Antiq. jud. 18,118-119). Nos encontramos, evidentemente, ante la reanudación de una forma de profetismo, en la que confluían elementos escatológicos y mesiánicos, y que suscitaba consiguientemente expectativas políticas y sociales.
Pero, sobre todo, la predicación misma de Jesús contenía elementos de importancia política considerable. Jesús predicaba la llegada inminente del / reino de Dios. Ahora bien, la idea del reino de Dios no tenía la connotación fuertemente espiritualista e individualista que, sobre la base de una interpretación discutible del famoso pasaje de Lev 17:21 («el reino de Dios está dentro de vosotros»), le atribuía en el siglo pasado la teología protestante liberal, y que todavía hoy le atribuye cierta mentalidad católica. El reino de Dios era para todos los judíos la soberanía de Dios, la realeza de Dios. Y la llegada del reino significaba la intervención soberana y definitiva de Dios en la historia para establecer su señorío y realizar la salvación de Israel. Un señorío y una salvación que no eran puramente espirituales, sino que comprendían el final del dominio extranjero, la desaparición de las injusticias sociales y la realización de un reinado de paz y prosperidad. Por mucho que Jesús rechazase toda interpretación política de su misión y de su persona, negándose, por ejemplo, a que lo hicieran rey (Jua 6:15), la predicación del reino de Dios por su parte no podía menos de despertar en los oyentes esperanzas de liberación política y de redención social.
Por otra parte, esta predicación se dirigía sobre todo a los pobres. Ellos eran los destinatarios privilegiados de la buena noticia del reino; para ellos precisamente esta predicación era una buena noticia. Y hay que entender a los pobres no en el sentido puramente espiritualista de una cierta apologética posterior, sino en el sentido más real y material de oprimidos, explotados, marginados, en el plano social incluso antes que en el económico. La opción preferencial por los pobres es en la acción de Jesús un dato real, imposible de eliminar, el cual, aunque basado en una concreta convicción teológica, tenía evidentes consecuencias políticas. La salvación (el «reino») que anunciaba Jesús iba dirigida sobre todo a los pobres. Finalmente, esta salvación no sólo era anunciada por Jesús, sino traída por él. En las curaciones y en los exorcismos, que constituyen la parte más significativa de su actividad milagrosa, los pobres la experimentaban como ya ahora presente. Lo mismo que cuando Jesús compartía su mesa con ellos -lo cual constituía el elemento más escandaloso de la conducta de Jesús (Mar 2:16 : «¿Por qué come con publicanos y pecadores?»)-, los pecadores la sentían como actuando ya ahora. Así pues, la salvación no era simplemente una promesa, más o menos inminente, sino que en la acción y en la predicación de Jesús Dios se cuidaba ya materialmente de sus pobres [/ Pobreza].
Pero Jesús no era tan sólo un profeta que anunciaba la llegada inminente del reino, sino además un maestro que enseñaba la ley. Y por la manera de impartirla, esa enseñanza tenía igualmente profundas resonancias sociales. En primer lugar, Jesús atacaba aquella concepción ritualista de lo sagrado, aquella separación de lo puro y de lo impuro que era característica de la espiritualidad farisaica. Al afirmar, por ejemplo, que «nada que entra de fuera puede manchar al hombre; lo que sale de dentro es lo que puede manchar al hombre» (Mar 7:15), Jesús ponía en discusión toda la legislación farisea sobre la pureza y superaba de golpe la distinción -fundamental para toda la antigüedad- entre lo sagrado y lo profano, sometiendo por entero la pureza ritual a la pureza moral. Jesús introducía además un elemento de ruptura evidente con la espiritualidad judía cuando se arrogaba el poder de juzgar él mismo a la ley. Las violaciones del sábado, es decir, de aquella norma que constituía el centro de la moral judía, eran evidentemente un rechazo de toda concepción formalista de la ley; rechazo que encuentra su formulación particularmente incisiva en la otra frase de Jesús: «El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado» (Mar 2:27), en donde no se hace ya que la moralidad dependa de la observancia formal de las normas legales, sino de la obediencia auténtica a la voluntad de Dios. Y estas actitudes se traducían finalmente en aquella preferencia por las capas sociales moralmente menos aceptadas de la población (los pobres, los publicanos y los pecadores) de que antes hablamos y que a los ambientes bienpensantes de la época (sobre todo los fariseos y los saduceos) les parecía simplemente escandalosa. En efecto, en esta preferencia quedaba cuestionada el alma misma de la moral judía de la ley: la superioridad del hombre «religioso» sobre el hombre «irreligioso», del «justo» sobre el «pecador», con consecuencias sumamente peligrosas para la integridad religioso-nacional del judaísmo, que fueron ciertamente percibidas con toda claridad por los adversarios de Jesús.
Todo esto invita a ser especialmente prudentes a la hora de definir la predicación de Jesús como «puramente religiosa». Es verdad que Jesús no hizo suyas las esperanzas políticas de su pueblo, que no se adhirió a los grupos de resistencia antirromana, que incluso rechazó claramente todo recurso a la violencia. Por eso podemos decir que su predicación era «esencialmente religiosa». Pero las consecuencias políticas y sociales de su anuncio del reino y de su enseñanza de la ley eran ciertamente de tal categoría que preocuparon a las autoridades judías de su tiempo y están entre las causas no secundarias de su condena a muerte por parte del sanedrín.
3. EL EPISODIO DEL TRIBUTO. La predicación de Jesús, aun siendo «esencialmente religiosa», tiene por tanto graves implicaciones políticas y sociales. Pero hay además en los evangelios un episodio en el que Jesús toma posición directamente sobre el problema del Estado; es el episodio tan conocido del pago del tributo: «Le enviaron entonces algunos fariseos y herodianos para cazarlo en alguna palabra. Llegaron y le dijeron: `Maestro, sabemos que eres sincero y que no te importa nada el qué dirán, porque no tienes respetos humanos y enseñas de verdad el camino de Dios. ¿Es lícito pagar el impuesto al César o no? ¿Lo debemos dar o no?’ Jesús, conociendo su hipocresía, les dijo: `¿Por qué me tentáis? Traedme una moneda, que la vea’. Se la llevaron, y les dijo: `¿De quién es esta efigie y esta inscripción?’ Respondieron: `Del César’. El les dijo: `Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’. Y quedaron admirados ante esta respuesta» (Mar 12:13-17).
La interpretación del episodio no parece a primera vista que plantee graves problemas. Según la explicación corriente, las palabras de Jesús no hacen más que sancionar la distinción entre la esfera religiosa y política, la separación de las obligaciones con la Iglesia de las obligaciones con el Estado; obligaciones que la conciencia del creyente y su puesta en práctica está llamada luego a coordinar entre sí.
Esta explicación, aunque es sustancialmente justa, requiere, sin embargo, algunas precisiones de cierta importancia. En primer lugar, considera las cosas más bien en la óptica de los evangelistas o incluso de la Iglesia posterior que en la del mismo Jesús. En efecto, soslaya demasiado fácilmente el hecho de que en la época de Jesús no se puede hablar todavía de relaciones entre la Iglesia y el Estado, y que Jesús fue invitado a pronunciarse sobre un problema concreto, no a enunciar un principio abstracto. Los fariseos y los herodianos (enviados probablemente por el sanedrín) desean saber si es lícito pagar tributo al César, no cuáles tienen que ser las relaciones entre la Iglesia y el imperio. El problema es religioso y político al mismo tiempo. Consiste en saber si es lícito al judío rigurosamente monoteísta el pago de un tributo que implica el reconocimiento de la soberanía imperial. Un problema, como ya hemos visto, que advertían de manera especialmente aguda aquellos seguidores de Judas de Gamala que denominamos sicarios.
En segundo lugar, afirmar que en la respuesta de Jesús está contenida la distinción entre la esfera religiosa y la política es algo que no da razón todavía de los matices contenidos en dicha respuesta. ¿Afirma Jesús realmente el perfecto paralelismo entre las dos esferas de la realidad, en una actitud de absoluta positividad para con el Estado, o bien subordina de manera radical los deberes para con el emperador a los deberes para con Dios? En efecto, hay algunos autores, entre los que hay que recordar sobre todo a E. Stauffer y a J.D.M. Derrett, según los cuales las palabras de Jesús contienen el reconocimiento explícito del derecho del Estado a exigir tributos, ya que es ésta precisamente la voluntad de Dios. En efecto, Jesús no se limita a decir: «dad», «pagad» (dóte), sino que dice: «devolved», «restituid» (apódote). Por consiguiente, afirma Stauffer, «el pago del tributo no constituye solamente… una necesidad maldita, sino un deber y una obligación moral»; «pagar el impuesto imperial es cumplir la voluntad histórica de Dios». El problema, añade Derrett, no se refiere solamente al cobro del tributo, sino a los derechos del rey en general. Obedecer a las órdenes del rey es obedecer a los mandamientos de Dios.
Pero, dejando aparte el hecho de que es discutible, como hemos visto, que Jesús haga aquí una afirmación de alcance tan general, en sus palabras no se encuentra tanto un paralelismo, sino más bien una antítesis entre las dos esferas de la realidad. Como han recogido muy bien otros autores, Jesús no dice simplemente: «Dadle al César estas cosas, y esas otras dádselas a Dios», sino: «Lo que es del César dádselo al César, pero lo que es de Dios dádselo a Dios». Sus palabras no han de entenderse «como una especie de juicio de Salomón que fijaría claramente, en un espíritu de conciliación, las fronteras entre los terrenos político y religioso» (G. Bornkamm, Jesús de Nazaret, Sígueme, Salamanca 1977, 129). Hay más bien una especie de concesión en la primera parte de la respuesta, mientras que con la segunda se abren de pronto nuevos horizontes. En realidad, Jesús parece mostrarse bastante indiferente ante el problema de los deberes para con el César que le planteaban sus adversarios, puesto que lo que realmente le preocupa es el problema de los deberes para con Dios. Jesús no afirma tanto la legitimidad moral del poder político como el carácter absoluto que tienen las pretensiones de Dios.
Pero de esta manera (y es ésta la última observación que hemos de hacer) la respuesta de Jesús supera además los límites del contexto histórico de la época para asumir, en definitiva, precisamente aquel significado más amplio que vieron en ella los evangelistas y la antigua Iglesia. Esa respuesta pone fin a toda forma de teocracia, tanto judía como pagana. Efectivamente, por un lado, al distinguir entre el problema del pago del tributo al César y el de la fidelidad de Israel a Dios, Jesús «secularizó» el poder imperial, privándolo de su fundamento religioso. Pagar el tributo no es un acto de idolatría, ya que lo que con aquel acto se le da al emperador es el respeto, no el culto, la moneda solamente y no todo el hombre. Por otro lado, al separar la venida del reino de Dios de la restitución de la libertad a Israel, Jesús «espiritualizó» la soberanía de Dios, liberándola de toda conexión y compromiso con las esperanzas políticas del pueblo judío. El restablecimiento de la libertad de Israel por la que combaten los sicarios no tiene nada que ver con la llegada del reino de Dios que predica Jesús.
4. PABLO Y LA POLíTICA. Si es ésta la interpretación más atinada que hemos de dar a las palabras de Jesús, no podemos entonces soslayar esta otra pregunta: ¿Permaneció / Pablo fiel a las enseñanzas del maestro? ¿No se alejó de una forma significativa de la posición de Jesús tanto en su comportamiento como en sus escritos, representando por ello una orientación distinta en cuanto a la política? El problema surge en primer lugar debido a la formación espiritual y a la expericencia cultural de Pablo, tan distintas de las de Jesús. Si Jesús es un judío de Palestina, que no traspasó nunca -a no ser de forma esporádica- los límites geográficos de Palestina, ni tuvo jamás ningún contacto directo con el poder político romano hasta su muerte, Pablo es, por el contrario, un judío de la diáspora, que tuvo una formación cultural de tipo helenista y que mantuvo frecuentes contactos con las autoridades políticas romanas, incluso como ciudadano romano. Nacido en Tarso, Cilicia, y ciudadano romano, Pablo manifiesta necesariamente una posición en lo que atañe a la política distinta de la de los judíos de Palestina, siempre desconfiados de Roma y periódicamente sacudidos por actitudes antirromanas; la actitud de Pablo es la propia del judaísmo helenista, abierto a la comprensión de la cultura griega y sustancialmente leal al poder romano. Y toda la vida de Pablo, desde sus frecuentes relaciones con los diversos magistrados romanos que nos recuerdan los Hechos de los Apóstoles hasta su famoso recurso a la apelación del César sobre la base de su ciudadanía romana, atestigua esta orientación positiva tan distinta de la de Jesús frente al imperio.
Pero el problema no consiste únicamente en la distinta orientación de fondo de Jesús y de Pablo. Hay además un pasaje famoso de Pablo que ha sido interpretado por los diversos autores como si expresase una concepción de la política y del Estado profundamente distinta de la de Jesús; es el pasaje de Rom 13:1ss: «Que cada uno se someta a las autoridades que están en el poder, porque no hay autoridad que no venga de Dios; y las que hay han sido puestas por Dios. Así que el que se opone a la autoridad, se opone al orden puesto por Dios…» Resulta difícil no reconocer que el contenido y más todavía el tono de estas afirmaciones son diversos de los de la respuesta de Jesús a la pregunta sobre el tributo. Y no es posible liberarse de esta dificultad sosteniendo que esas palabras no tienen que interpretarse como reflexiones generales sobre el tema del Estado, sino que constituyen solamente unas indicaciones concretas y contingentes que da Pablo a la pequeña comunidad de Roma en su situación particular. Al contrario, no puede haber ninguna duda de que las formulaciones de Pablo tienen aquí un carácter general, y que expresan, por consiguiente, unos principios generales. Y estos principios son sumamente claros. Cada uno tiene que prestar obediencia a las autoridades que están sobre él, puesto que no hay ninguna autoridad que no provenga de Dios, sino que todas, por el mero hecho de existir, están ordenadas por Dios. Por el mero hecho de existir, y no por el modo con que se presentan. Esto significa que a la autoridad se le debe obediencia de una manera totalmente independiente de la configuración concreta que ella asume históricamente, así como del hecho de que la autoridad misma sea buena o mala, cristiana o pagana. Lo cual no quiere decir, por otra parte, que haya que obedecer siempre a la autoridad, sea lo que sea lo que ordene, puesto que incluso para Pablo es evidente lo que dice Pedro en los Hechos de los Apóstoles: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Heb 5:29). Lo que Pablo quiere decir es que se le debe obediencia a la autoridad, sea cual fuere su forma y su naturaleza concreta, ya que el poder político, querido por Dios, está al servicio de Dios (Heb 13:4).
Así pues, las afirmaciones de Pablo son muy claras y muy fuertes. Pero tienen un segundo aspecto que no hay que soslayar y que no resulta menos importante, a saber: que el poder ha sido dado por Dios a las exousíai, a las autoridades, para una finalidad específica, que Pablo define genéricamente como «el bien», tó agathón (Rom 13:3). La misión del Estado es en realidad mantener la paz, garantizar el desarrollo tranquilo y ordenado de la vida común (ITim 2,2), no ya salvar el alma del hombre, ni tampoco hacer al hombre bueno y feliz. Por consiguiente, al Estado, al poder político, no se le debe amor, sino temor; no adoración sino, respeto, y, más concretamente, no culto, sino tributos (Rom 13:7). Así pues, el Estado tiene que seguir actuando en su propio ámbito, que es puramente terreno. No es ni tiene que ser nunca «Iglesia». Y esto es algo que nos lleva a ulteriores consideraciones.
5. Los OTROS TEXTOS NEOTESTAMENTARIOS SOBRE LA POLíTICA. A pesar de toda su riqueza, la afirmación más decisiva de Pablo sobre el problema de la política y del Estado desde el punto de vista teológico no es la de Rom 13:1ss. Por encima de ella hay otra, que es la siguiente: el Estado por excelencia no es el que existe en la tierra, sino el que está escondido en los cielos; la ciudadanía en la que cada uno de los seres humanos encuentra su plena realización no es la terrena, sino la celestial; por eso mismo la salvación no se deriva de la pertenencia a la comunidad política, sino a la religiosa. «Nuestra patria (griego, políteuma, ciudadanía) está en los cielos, de donde esperamos al salvador y Señor Jesucristo» (Flp 3:20). Lo que constituye el fundamento último de la existencia es la ciudadanía (políteuma) celestial, en la que el creyente está ya inserto desde ahora mediante su pertenencia a la comunidad cristiana. Este mismo pensamiento aparece en la carta a los Hebreos, en donde el autor afirma: «Porque no tenemos aquí abajo la ciudad (pólin) permanente, sino que buscamos la futura» (Heb 13:14). La participación en la comunidad política no es un dato último y definitivo, sino relativo y provisional. Lo que realmente da fundamento a la existencia del hombre es su participación en la ciudad celestial, que ha comenzado ya en esta tierra con la participación en la comunidad cristiana.
Estas afirmaciones están preñadas de consecuencias en lo que se refiere a la actitud concreta que es preciso asumir ante la comunidad política. Observamos en primer lugar un hecho que es de enorme importancia para comprender con exactitud la concepción neotestamentaria de la política. En estas perícopas, como en otros muchos pasajes análogos del NT, se expresa lo que podríamos definir sin más una «conciencia política» real, y bastante fuerte. Efectivamente, los primeros cristianos, aunque sabían perfectamente que tenían diversos orígenes étnicos y que no constituían por tanto una nación, no solamente hicieron propia la convicción judía de ser un pueblo, viendo en la Iglesia a la auténtica heredera de Israel y transfiriendo consiguientemente a ella la noción y el término de pueblo de Dios, sino que a esta noción y a este término les dieron una acentuación consciente e insistente. En efecto, no es ciertamente una casualidad el hecho de que el NT recurra tan frecuentemente a un vocabulario de naturaleza política y que en los dos pasajes anteriormente mencionados aparezcan en particular los términos pólis y políteuma. Al contrario, en este uso se expresa la convicción cristiana de constituir realmente una comunidad política o, para usar la fórmula precedente, la conciencia política real de los primeros cristianos. Esta conciencia política, sin embargo, es radicalmente diversa, y hasta fuertemente polémica, respecto a la conciencia pagana. De las afirmaciones antes recordadas se deriva realmente un comportamiento frente al Estado y frente a la vida política en general que puede definirse como de reserva, de separación, de prevención. En cuanto miembros de la comunidad cristiana, que anticipa ya en esta tierra a la comunidad celestial, los creyentes se sienten y se conciben como extraños a la comunidad política. No tienen una patria, como los demás ciudadanos, sino que viven en las respectivas ciudades como peregrinos y extranjeros (Heb 11:9.13; 1Pe 1:1; 1Pe 1:17; 1Pe 2:11). Y que estas consecuencias no se quedaron en algo meramente teórico, sino que se vivieron también en la práctica, lo demuestra de forma evidente la historia de la Iglesia de los dos primeros siglos, de la que sabemos que la acusación principal que se dirigió contra los cristianos, y que resume todas las demás, es precisamente la de mostrarse extraños a la vida de la ciudad.
Si a todo esto añadimos la invitación de Pablo a los cristianos de Corinto a no acudir a la justicia civil, sino a procurar resolver precisamente sus conflictos dentro mismo de la Iglesia (1Co 6:1 ss), y aquella otra exhortación más general a mantener con el «mundo» una actitud de reserva «escatológica» (1Co 7:26-32 : «En estos tiempos difíciles en que vivimos es mejor quedarse como se está… Por tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyesen; los que gozan del mundo, como si no disfrutasen; porque este mundo que contemplamos está para acabar»), podemos comprender quizá qué enorme novedad constituía el pensamiento cristiano sobre la política respecto al pensamiento pagano. La vida del ciudadano no se agota ya en el ámbito de la pólis, sino que encuentra su realización auténtica en la comunidad celestial. Por eso mismo han quedado superadas las leyes de la pólis y como suspendidas por las leyes de la ciudad celestial. La libertad no es ya la participación en la vida política, sino que se convierte en pertenencia al Señor Jesucristo, a la comunidad de los salvados por él, en la que se han superado y han quedado en suspenso las normas de la vida política. Y el Estado no puede ya presentar ninguna pretensión de que los súbditos le pertenezcan de manera exclusiva y primordial.
Pero precisamente esto, como es sabido, es lo que siguió ocurriendo. El imperio romano no podía aceptar esta drástica relativización de su autoridad, esta secularización radical de su poder, que de esta forma quedaba privado de todo fundamento religioso. Y siguió pretendiendo el amor junto con el temor, la veneración junto con el respeto, la persona humana junto con la moneda. Esto ocurrió de manera especialmente evidente y clamorosa en la imposición a los ciudadanos del culto imperial. Pero de manera más sutil, aunque menos evidente, sucedió siempre que el Estado, negándose a aceptar sus límites, pretendió de alguna manera la posesión de sus ciudadanos. Es éste el cuadro que nos ofrece el famoso capítulo 13 del / Apocalipsis sobre la bestia que viene del mar y la bestia que viene de la tierra. Los exegetas experimentaron siempre grandes dificultades para poner de acuerdo las imágenes dramáticas de este texto de Juan con las exhortaciones a la lealtad que leíamos en la carta a los Romanos o también en la respuesta de Jesús a la pregunta sobre el tributo. No cabe duda de que este texto está muy lejos del pensamiento de Pablo. No refleja ya, evidentemente, la experiencia cristiana de la aequitas romana, sino la de la persecución imperial. Pero precisamente esta distinta experiencia nos ayuda a comprender el significado de la protesta. El Estado del Apocalipsis es el Estado que,, negándose a reconocer sus propios límites, se convierte en un Estado absoluto y totalitario, en un Estado que pretende nuevamente darse un fundamento religioso (Apo 13:5-7 : «Le dieron [a la bestia] una boca que profería palabras arrogantes y blasfemias, y poder para hacerlo durante cuarenta y dos meses. Abrió su boca para blasfemar contra Dios, contra su nombre, contra su santuario y contra los que habitan en el cielo. Y le permitieron hacer la guerra a los santos y vencerlos; le dieron poder sobre toda raza, pueblo, lengua y nación»). Parodia suprema y caricatura demoníaca del poder: el poder que se convierte en bestia, que pone su marca sobre todos sus súbditos y que pretende que le rindan culto (Apo 13:11-12.16-17): «Vi otra bestia que subía de la tierra; tenía dos cuernos, como los de un cordero, pero hablaba como un dragón. Ella ejerce el poder de la primera bestia en su presencia y hace que la tierra y sus habitantes adoren a la primera bestia, cuya llaga mortal había sido curada… Hizo que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, recibieran una marca en la mano derecha o en la frente, de forma que ninguno pudiera comprar o vender si no había sido marcado con el nombre de la bestia o con la cifra de su nombre»). Por eso mismo la protesta del Apocalipsis no se dirige contra cualquier forma de Estado, sino contra aquel Estado que se convierte de nuevo en Iglesia.
6. ¿EXISTE UNA CONCEPCIí“N DE LA POLíTICA EN EL NT? Como conclusión de todo este discurso es justo preguntarse: ¿Existe una concepción de la política en el NT?
La primera respuesta es negativa. En el NT no existe una doctrina, es decir, una elaboración compleja y orgánica de pensamientos sobre la política y sobre el Estado, como tampoco existe esa doctrina en el AT. Lo que se encuentra en él, por el contrario, es un conjunto de afirmaciones más o menos condicionadas por la realidad histórica en la que fueron formuladas. Sin embargo, estas afirmaciones pueden fácilmente reducirse a una unidad y constituir en su conjunto un núcleo fundamental de doctrina sobre la política y sobre el Estado.
En la base de todas las formulaciones del NT está la respuesta de Jesús a la pregunta sobre el tributo. Si nuestra interpretación es exacta, no contiene simplemente la distinción entre la religión y la política, ni tampoco solamente la afirmación de la legitimidad del poder político, sino la indicación de las funciones específicas y de los límites insuperables de ese poder. El imperio tiene derecho a exigir el tributo; por tanto, el pago del tributo es ciertamente lícito, ya que el cobro de impuestos forma parte de la naturaleza y de las funciones propias del Estado, que son puramente terrenas. El reconocimiento de la soberanía imperial, que se expresa en el pago del tributo, no tiene nada de específicamente religioso, ni puede, por consiguiente, tener nada de idolátrico. Es simplemente el reconocimiento de la función puramente secular que debe desempeñar el poder político. Pero esto significa precisamente que el Estado no tiene ninguna función, y por tanto ninguna misión, religiosa o salvífica. La salvación viene de Dios, no del César. Y el poder político no tiene ninguna posibilidad de contribuir a la realización de esta salvación.
Las otras afirmaciones del NT sobre el problema de la política y del Estado se mueven todas ellas en esta dirección. Es verdad que el pasaje de Pablo sobre la obediencia debida a las autoridades suena distinto a primera vista. Pablo no tiene aquí el problema de Jesús de remitir ante todo a sus interlocutores a sus obligaciones fundamentales para con Dios, subrayando para ello el carácter puramente relativo del poder político. Frente a posibles tendencias anárquicas de los cristianos helenistas, a Pablo le interesa, por el contrario, afirmar que el poder político, sea el que sea, se justifica por el mero hecho de existir y que tiene por tanto derecho a la obediencia, prescindiendo de su naturaleza, sea ella pagana o cristiana, tolerante o intolerante. En todo esto juega también evidentemente la formación cultural de Pablo, así como tienen un peso indiscutible sus experiencias personales. Pero, además, en ese pasaje se afirma con claridad la naturaleza del poder político, y por consiguiente los límites a los que está sometido. La autoridad viene de Dios, pero está puesta para el «bien», no para la salvación; exige un tributo, pero no la adoración. También en ese pasaje el Estado se presenta como algo puramente terreno, con tareas meramente seculares.
Efectivamente, Pablo sabe muy bien, y lo reitera con fuerza en la carta a los Filipenses, que para el creyente la verdadera ciudadanía, el verdadero Estado, no está aquí, sino en los cielos. La posición del cristiano ante el Estado, y por tanto ante la política, es una posición de reserva, de cautela. Aunque vive en una comunidad política y está por ello obligado a obedecer a la autoridad política, el cristiano sigue viviendo fundamentalmente en una condición de «peregrino», de extranjero, respecto a su patria. En efecto, pertenece ya desde ahora a otra patria, y solamente de ella espera la salvación. Es la misma relativización de la política y del Estado la que está presente en la respuesta de Jesús, ya que «la figura de este mundo pasa». La política y el Estado no tienen ninguna posibilidad de situarse como elemento constitutivo, y por tanto definitivo, de la existencia, esto es, de darse un fundamento religioso, salvífico, según la concepción difundida de la antigüedad, tanto judía como pagana.
Realmente, el poder político tiene todavía esta posibilidad, y la ejerce de hecho todavía. El NT conoce muy bien, en el Apocalipsis, la pretensión del poder político de constituir el fundamento último de la existencia. Pero ésta es precisamente la suprema tentación, que se convierte en la suprema caricatura, del poder, el cual, superados los límites infranqueables que Dios le ha prescrito, se convierte entonces en absoluto, en totalitario; en una palabra, se convierte en «señor» sobre los ciudadanos. Y esto ocurre no solamente cuando el poder político pretende expresamente el culto, pidiendo no sólo el honor, sino la adoración, sino también cuando el Estado pretende que los ciudadanos agoten su vida completamente en su ámbito. Entonces el Estado entra inevitablemente en conflicto con la conciencia de los creyentes, que no conoce más señorío que el de Cristo.
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G. Jossa
P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, San Pablo, Madrid 1990
Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica
TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Conceptos generales.
II. Política y moral.
III. El anuncio evangélico sobre lo político.
IV. Los problemas de la moral política en el pasado y en el presente del pensamiento cristiano.
V. Los deberes del ciudadano.
I. Conceptos generales
El término política puede indicar muchas cosas. Aquí consideramos dos significados suficientemente precisos: D Una estructura presente en un grupo con la función de regular y coordinar las diversas finalidades y funciones dé sus miembros (individuos o asociados) del grupo, y el modo de funcionar de esta estructura. 0 La actividad encaminada a determinar los criterios o valores básicos de reglamentación de la vida global del grupo, las finalidades primarias e intermedias que hay que perseguir, los instrumentos para su consecución.
Este doble significado coincide con los dos grandes problemas que la tradición moral cristiana ha debatido siempre: el problema de la justificación del poder político y el problema del bien común. Estos dos problemas han tenido soluciones diversas en las varias épocas y en las varias Iglesias; aludiremos a ello a continuación.
Mas este doble significado da lugar a dos tipos diversos de ciencia política, es decir, de estudio sistemático de la realidad política. El La ciencia o doctrina política, en efecto, puede estudiar cómo nace y cómo funciona una estructura política dada; puede también establecer confrontaciones entre estructuras políticas diversas y ver si existen denominadores comunes que permitan una concepción universal de la política; finalmente, puede estudiar los cambios estructurales que pueden producir consecuencias en la vida del grupo y de cada uno de sus miembros. En todo este ámbito de estudio, la ciencia política no produce juicios valorativos. Describe lo existente o recomienda cambios en el caso en que se quieran obtener ciertos fines, pero sin emitir juicios sobre los fines mismos. 0 En la realidad, sin embargo, cada paso de la ciencia política nace con el fin de valorar lo existente, ya sea para justificarlo, ya para mejorarlo. La reflexión política adquiere así casi siempre una connotación ética. Toda reflexión sistemática sobre la realidad política está en la práctica ligada a una cierta concepción de lo que es el bien para una convivencia organizada de seres y de grupos humanos. Y este bien puede referirse tanto al modo de organizar la convivencia como a las finalidades que la organización intenta perseguir. Toda reflexión sobre estos dos puntos (el modo de convivencia y los fines de la convivencia) implica necesariamente una valoración moral. Sin un cierto criterio valorativo no se puede valorar nada. Etica y política son, pues, dos términos difíciles de disociar.
Así pues, un primer problema al que la moral teológica no puede sustraerse es el de valorar, o bien ofrecer criterios valorativos generales, sobre los modos de estructurar una convivencia y las finalidades que la convivencia estructurada persigue [l abajo, IV]. Pero hay un segundo problema: cuáles son los deberes morales del individuo derivados precisamente del hecho de vivir dentro de una determinada estructura política[/ abajo, V]. Si la tradición moral cristiana conoce bien el primer problema (o, mejor, áreas de problemas), la tradición de los manuales de teología moral conoce poco y mal el segundo problema: de ordinario se lo resuelve expeditivamente con el precepto de obedecer a las autoridades legítimas, precepto que conoce muy pocas excepciones.
Antes de afrontar estos dos ámbitos de problemas, es preciso estudiar preventivamente, ya sea la experiencia humana acerca de la relación entre moral y política [/abajo, II], ya la luz que el evangelio nos ofrece al respecto [/abajo, III].
II. Política y moral
La estructura política en su existir y en su actuar es siempre de algún modo ejercicio de poder del hombre sobre el hombre. Ahora bien, el poder dentro de un grupo se puede ejercer sólo de dos modos: por consentimiento de los miembros o por coacción sobre los miembros del grupo. En otras palabras, un hombre obedece a otro hombre o por amor o por fuerza. O existe un convencimiento común de la bondad de una estructura y de su actividad, o es preciso el uso constante de la fuerza (física) y de la amenaza. Pero en el segundo caso el poder político será siempre únicamente ejercicio de dominio por parte de quien tiene más fuerza, y estará continuamente expuesto en principio al intento de conquista por parte de quien considera que es más fuerte.
Así ha ocurrido a menudo en el pasado y sigue ocurriendo en el presente. En tiempos de nuestro Señor, en el área cultural mediterránea el poder político estaba estrictamente relacionado con el hecho religioso a través de alguna conexión o descendencia entre el emperador (o el rey o el jefe del pueblo) y la divinidad. Ello daba una motivación absoluta y ética a la obediencia debida al poder. Contra esta identificación de la obediencia política con la religiosa y moral se alzaron los sofistas; apelando a una moral religiosa capaz de juzgar el poder político, se alzó Antígona (o mejor Sófocles). Pero la mentalidad difundida era la descrita: la fundamentación última del poder político está en la divinidad.
La idea misma de / ley natural nació de la exigencia de una ley capaz de juzgar las leyes humanas: la función originaria de la ley natural fue precisamente legitimar la crítica de las leyes y de los poderes humanos basándose en una norma independiente de valoración de lo que es bueno para los miembros del grupo. Con esto se habían echado las bases de un poder no justificado por la pura fuerza, sino por su consonancia con las necesidades y con las expectativas razonables de los individuos y del grupo. Justamente la ley natural fue lo que constituyó la posibilidad lógica de un poder político fundado en el consenso.
Ahora bien, la ley natural a principios de la época moderna (ss. xvxvi) está estrechamente ligada a la visión de una societas christiana teóricamente coincidente con la societas humana. Cuando en el siglo xvit se intentó fundar una política libre de la teología, se replanteó el problema de una política que no fuese pura fuerza: el consentimiento respecto a una ley eterna capaz de medir las leyes humanas fue sustituido por la idea del contrato o pacto social. El deber de obediencia se deriva del deber de observar un pacto que, en teoría, explícita o tácitamente, hacen todos los miembros de un grupo entre sí y/ o con el soberano. El poder se ejercita así basándose en una lealtad (concepto sobre el que habremos de volver / abajo, IV, 2, y V, 4). No podemos discutir los diversos modelos propuestos por ese pacto: en todo caso, todos se inspiran en Th. Hobbes o en J. Locke.
Es importante notar que el pacto no tiene contenidos arbitrarios, sino que se basa en el reconocimiento y la tutela de los derechos naturales de los individuos. Reconocer que todo individuo es portador de derechos anteriormente a su ingreso en sociedad es un acontecimiento muy relevante para la historia de la experiencia político-social de la humanidad. Pero en la época considerada estaba lleno de ambigüedades, y en parte lo sigue estando hoy. Queda en pie que la sociedad civil nace para el bien de los ciudadanos. Mas esto puede querer decir cosas muy diversas, aun permaneciendo firme el anclaje de la política en la moral: sin un cierto consenso, no necesariamente religioso, no se gobierna, sino que se oprime. Mas ¿es concebible una moral o un sistema de valores absolutos compartido libremente por todos los miembros de un grupo?
La problemática que nació en el siglo xvit es hoy muy discutida y puede reducirse a unos pocos modelosbase con muchas variantes. O Cada ciudadano ha de buscar por sí mismo su bien; cometido del poder político es no impedir que cada uno pueda hacerlo. El pacto es un pacto de no agresión; los derechos reconocidos son derechos de libertad. Función del poder es maximizar el bienestar global de la sociedad civil dentro del respeto de los derechos fundamentales de libertad considerados como esencia de todo bienestar posible. O Función del poder es asegurar a los ciudadanos particulares el máximo posible de bienes: los bienes en cuestión son los que en un cierto momento cierto cuerpo social reconoce como deseables por un consenso recíproco común. La posibilidad del consenso está ligada a los derechos de libertad (de manifestación del pensamiento). O Función del poder es asegurar a todos y a cada uno, además de la libertad esencial, también un mínimo (el máximo mínimo posible en una situación concreta) de algunos bienes estimados necesarios para asegurar una igualdad básica y un ejercicio concreto de la libertad.
El primer modelo representa el contrato originario de J. Locke; se trata de un contractualismo sin preocupación alguna de justicia distributiva, con un contenido sólo negativo (como el Estado-policía, tutor de la vida y de la libertad de los ciudadanos). El segundo modelo es una variante del primero, al que añade una función económica de maximización de la riqueza global de la sociedad: representa la doctrina utilitarista, ligada a las doctrinas económicas de tipo liberal (el máximo de riqueza global se consigue cuando cada uno persigue su propio interés). -El tercero y cuarto modelo representan un moderno contractualismo, no carente de preocupación redistributiva. Sólo que en el tercer modelo los bienes que hay que garantizar y los criterios de redistribución han de determinarse en cada momento por el mismo cuerpo social (se podría hablar de un contractualismo moderno puro). En cambio, en el cuarto se acepta una base de necesidades ya dadas, sobre las cuales surge el contrato: nacen problemas de determinación a priori de necesidades, de urgencias, de prioridades. Estamos muy cerca de una doctrina del derecho natural.
Mientras que en todos estos modelos los derechos de libertad (derechos de no ser impedidos) son la única base ética de la política (los dos primeros modelos) o condicionan a sí la ulterior preocupación ética distributiva (tercero y cuarto modelo), puede concebirse un modelo en el cual una igualdad fundamental en la satisfacción de las necesidades esenciales pueda limitar también el ejercicio de la libertad en sus diversas formas. Este es en sustancia el elemento común a los modelos marxistas, lo cual explica la importancia de la teoría de las necesidades en este área de pensamiento. Este tipo de modelo puede adquirir importancia histórica donde las condiciones materiales (en especial analfabetismo, desnutrición, vida en los límites de la supervivencia) hacen concretamente imposible el ejercicio de cualquier libertad. El elemento consentimiento es debilitado o eliminado del todo. Pero sería absurdo mantener este modelo donde en concreto no puede existir un consenso razonable e informado.
Como es claro, toda teoría política que no sea puramente descriptiva no puede prescindir de un cierto supuesto ético, tampoco en nuestros días. La preferencia por este o el otro modelo podrá derivar, ya sea de los supuestos éticos diversos, ya de valoraciones diversas sobre el modo de perseguir un mismo supuesto. Está claro también que no existe una teoría política absoluta, sino una continua elaboración humana del ,problema de una convivencia que pueda llamarse humana. La tensión entre igualdad de libertad e igualdad de recursos está en el fondo en la raíz de todo el debate actual en materia de teoría política.
La contribución más importante a este debate se debe en tiempos recientes a J. Rawls. De su obra A Theory of Justice (1960) ha surgido una serie de importantes debates y propuestas, que hacen del todo actual hoy, acaso como nunca en los últimos siglos, la cuestión de la relación entre moral y política.
III. El anuncio evangélico sobre lo político
Prescindimos aquí del problema global del anuncio bíblico sobre el hecho social [!Doctrina social de la Iglesia]. Nos limitamos al problema preciso de cuál es la palabra de Dios acerca del modo y las finalidades del gobierno de la polis y a las funciones de quien está a su frente.
En el AT, tanto los varios códigos como los anuncios proféticos están siempre estrechamente ligados a la historia de la polis que fue el pueblo elegido. Es tarea difícil discernir, más allá de dichos o hechos ligados a lo contingente, una constante lógica que pueda constituirse como palabra de Dios también para nosotros. En todo caso es importante el aspecto crítico respecto al político existente en cada momento, y éste es el aspecto profético. Nos limitamos aquí a indicar que la crítica profética a lo político parte siempre de una concepción de la justicia de Dios y de la concepción correlativa de la paz; es decir, lo político se mide por un ideal que constituye la meta final no sólo del pueblo hebreo, sino también de la familia humana. Así hay que leer la figura del rey-mesías. Las cosas más importantes que los jefes del pueblo debían hacer -la justicia (hecha al pobre), la misericordia, la fidelidad- y que el Señor reprochará no haber hecho (Mat 23:23) son elementos prácticamente estereotipados del anuncio profético, especialmente en Amós, Isaías y Jeremías. A1 llegar el mesías, los gobernantes gobernarán conforme al derecho: serán la defensa del pobre; la justicia de Dios descenderá a la tierra, y fruto de la justicia será la paz (Is 32). El rey que no hace justicia al huérfano, a la viuda, al extranjero, será castigado porque ha abandonado a Dios, no conoce a Dios (Jer 22:3-9.15-16).
En el anuncio neotestamentario, desvinculado de situaciones contingentes de la historia política del pueblo elegido y proyectado hacia todas las gentes durante todo el tiempo hasta el fin de los tiempos, se pueden distinguir dos temas: 0 el tema del reino opuesto a los reinos, y que funciona como instancia crítica sobre ellos; O el tema de la actitud del creyente respecto a la autoridad pública (problema de la obediencia-desobediencia).
El tema del reino es ciertamente central en los evangelios. Se lo presenta deliberadamente en continuidad con el tema veterotestamenlario y como superación suya en unavisión de plenitud final en la eternidad de Dios. Existe relación de continuidad y discontinuidad entre lapolis humana en la historia y la Jerusalén celeste en la eternidad. Jesús es ya el rey mesías y mucho más: es el eterno presente en la historia. Su reino no es de este mundo (Jua 18:36-37), lo que no indica que su reino esté en el más allá, sino que está construido de acuerdo con una lógica diversa de la de Pilato. No es un reino que se afirme con las armas (cf Jua 18:11-12), sino con el testimonio por la verdad. Y la verdad que Jesús atestigua muriendo indefenso y orando por sus perseguidores es un Dios que es don de sí. De esta manera es llevada a sus consecuencias extremas y a su esencia eterna la lógica de la justicia de Dios, de su benevolencia y misericordia que caracteriza el anuncio profético. «Los jefes de las naciones… las tiranizan y los grandes las oprimen con su poderío. Entre vosotros no debe ser así, sino que si alguno de vosotros quiere ser grande, que sea vuestro servidor… de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir…» (Mat 20:26-28 y par.): ésta es la lógica del reino que entra en la historia de la polis humana como evangelio anunciado a los pobres. Cuando Pedro quiere disuadir a Jesús de que vaya a dejarse matar, Jesús le llama «satanás», el opositor, el anti-Dios, porque no razona según Dios, sino según los hombres (Mat 16:22-23). Cometido de la comunidad de los creyentes será introducir esta lógica en la historia de la humanidad = `como el Padre me envió, así os envío yo a vosotros» (Jua 20:21)conscientes de que esta batalla pacífica durará hasta el último día (cf GS 37).
Existe, pues, una meta para la historia de la humanidad: «Dominus finis est humanae historiae» (GS 45), meta que en su plenitud será don de Dios, pero que es ya llamada y juicio para el desarrollo histórico de la comunidad humana. Tal parece ser el nexo entre política y moral a la luz del evangelio. Se le puede describir como un doble compromiso: 0 negativamente, el compromiso en contra de todo estado de cosas opresivo (III Sínodo de los obispos), es decir, en contra de toda forma de dominio del hombre sobre el hombre; 0 positivamente, el compromiso por una fraternidad universal (GS 92), es decir, por una corresponsabilidad y solidaridad de horizonte planetario, abierto también a la humanidad de mañana.
Esta meta -y los dos compromisos que la traducen como tarea-juzga a los reinos terrenos. En la época de Jesús y de la Iglesia primitiva era cometido esencial desdivinizar los reinos terrenos, cuyo poder apelaba siempre a la divinidad. El emperador, el reino, cualquier reino no es Dios. Si es necesario que la humanidad esté de algún modo organizada en estructuras políticas y que los cristianos colaboren sinceramente en esta obra, el poder y la actividad política permanecen siempre bajo el juicio de estas finalidades que hay que perseguir. Esta afirmación fundamental de que el César no es Dios es probablemente el fin del dicho de Mat 22:21. En esta lógica global se puede decir que el anuncio evangélico no es político, en el sentido de que no propone un reino histórico alternativo a los reinos existentes; en cambio, es político en el sentido de que propone una medida valorativa y una dirección a seguir para los reinos terrenos.
Plenamente coherente con este anuncio de la política como estructura y actividad es el anuncio de la actitud del cristiano respecto al poder político. Dadas las condiciones de la época, no se planteaba directamente el problema moral derivado de una corresponsabilidad del individuo en las elecciones del poder; el individuo no participaba normalmente en la determinación de las estructuras políticas o de las finalidades y medios de la actividad política. El problema moral concreto se reducía, en relación con nuestros días, al problema de la legitimación del poder político y de la consiguiente desobediencia al mismo.
En el NT encontramos pasajes que piden la obediencia y pasajes que piden o implican la desobediencia. El texto básico es quizá Rom 13:1-7 : «Que cada uno se someta a las autoridades que están en el poder, porque no hay autoridad que no venga de Dios; y los que hay han sido puestos por Dios. Así que el que se opone a la autoridad se opone al orden puesto por Dios…» Prescindiendo de las incertidumbres e inexactitudes de la traducción, el texto ha pasado por una compleja historia interpretativa, a la cual aludiremos luego. Sin embargo es seguro que aquí se impone al cristiano el deber moral de obediencia con un fuerte límite: la autoridad «está al servicio de Dios para ayudarte a portarte bien… y está al servicio de Dios para castigar al delincuente». Si la autoridad premiase a los malos y castigase a los buenos, ¿estaría todavía al servicio de Dios, y en consecuencia habría que obedecer?
La misma exhortación a la sumisión y a la obediencia se encuentra en Tit 3:1 y en I Pe 2,13-17, siempre «por razones de conciencia» o «por amor del Señor»: ambas expresiones son equivalentes y legitiman la pretensión de obediencia justamente porque y en la medida en que la autoridad está al servicio de Dios. Así 1Ti 2:1-2 exhorta a orar por las autoridades que tienen la obligación de permitir un vida tranquila. Y el mismo texto de Mat 22:21 indica idéntica lógica. Existe, pues, un deber general de obediencia, que, sin embargo, no carece de limitaciones.
Nace así también el deber de desobediencia, y quizá también de rebelión inerme: los apóstoles desobedecen alegremente a las órdenes de la autoridad y, amonestados siguen desobedeciendo (Heb 5:41-42); Jesús es condenado a morir por la autoridad constituida, y lo mismo debemos saber arriesgar también nosotros, porque «el discípulo no es más que el maestro» (Luc 21:12-13); y los cristianos serán perseguidos por reyes y gobernantes a causa de su fidelidad al Señor (Luc 21:12-12 y par.; pero también Mt 5,10-I1). Así como por amor al Señor se debe obedecer, por amor al Señor se debe también desobedecer. El deber último es siempre el amor del Señor, y siempre será necesario un discernimiento (Rom 12:2; Flp 1:9) que relativiza el deber general de obediencia e impone una severa reflexión antes de considerar obligada la desobediencia: ésta no es nunca lícita, pero en situaciones particulares es obligada.
Existe, pues, una profunda coherencia en el anuncio neotestamentario, coherencia que relaciona el problema moral de las elecciones políticas y el problema moral de la actitud del cristiano frente a la autoridad política.
IV. Los problemas de la moral política en el pasado y en el presente del pensamiento cristiano
El dato neotestamentario se refleja fielmente en san Agustín y en santo Tomás.
«Remota igitur iustitia, quid sunt regna nisi magna latrocinia?», se pregunta san Agustín (De civ. Deu 1:4, Deu 1:4): el poder político cuando no persigue la justicia es piratería. Existe, pues; una finalidad, suprimida la cual el poder pierde su misma justificación, y con ella también su vigencia en la conciencia del individuo. Luteró interpretará «remota iustitia» no como hipotético (si no hay justicia…), sino como descriptivo de un hecho general (dado que no hay justicia…); consiguientemente interpretará Rom 13:1-7 como deber absoluto de obediencia incluso al poder injusto. No procede así toda la tradición católica, que se basa en la doctrina de santo Tomás (principalmente en la S. Th., I-II, qq. 90,95,96,97).
1) Para santo Tomás, el que tiene la obligación de perseguir un fin es también el titular de la elección de los medios; siendo el fin de la política el bien común del cuerpo social, es el cuerpo social el que es titular del fin, y por tanto también de los medios para conseguirlo (I-II, q. 90, a. 3, ad 3, y q. 97, a. 3, ad 3). En su raíz, pues, el poder político pertenece al cuerpo mismo social, que podrá o deberá transferirlo a personas o grupos para que lo ejerciten, pero que queda como su último responsable. No tiene mucho interés la forma (democrática, oligárquica o monárquica) preferible en cada momento; el interés dominante lo tiene el hecho de que el poder persiga de la mejor manera el bien común. Esta es la única justificación del poder político, una justificación que llamaremos ex parte finis.
En cuanto a la obediencia de las leyes positivas humanas, la doctrina tomista es muy sencilla y consecuente (q. 92, a. 1, y q. 96, a. 4): existe el deber de conciencia de obedecer a las leyes civiles, que hay que presumir que no son radicalmente injustas. Cuando una ley (en el sentido amplio de todo mandato de la autoridad legítima) impone al individuo un comportamiento inmoral, se la debe desobedecer; cuando una ley es injusta sólo por ser contraria al bien común, pierde su vigencia moral, dado que va contra la finalidad que la justifica; sin embargo puede ocurrir que el bien común se ponga en mayor peligro con la inobservancia de la ley (que podría romper el orden o la paz del cuerpo social) que no con su observancia. En tal caso también esa ley deberá ser obedecida, no por vigencia propia, sino por el bien común (II-II, qq. 42 y 104).
Sobre este sencillo esquema elaboró la segunda escolástica, y en especial F. Suárez, la teoría completa de la resistencia al tirano: tanto contra el que usurpa sin título el poder político (tyrannus tituli) como contra el que ejercita el poder en contra del bien común (tyrannus regiminis). A nosotros nos interesa el segundo caso, en el que se teoriza la legitimidad de la resistencia pasiva, activa, activa armada: la resistencia activa armada puede ejercerse en casos extremos, nunca por el particular, sino por el cuerpo social en su conjunto, y se configura como ! legítima defensa del cuerpo social contra un agresor injusto. Tal, en efecto, ha de considerarse (como ya para san Agustín) el poder político que obra globalmente en contra del bien común; pues tal poder carece de legitimación, y el ir en contra del bien común lo constituye en agresor del cuerpo social.
Este capítulo de la moral política, elaborado entre santo Tomás y F. Suárez, ha llegado sustancialmente inalterado hasta el magisterio social actual de la Iglesia. Pío XI (carta apostólica Nos es muy conocida, 1937) recoge la doctrina de la resistencia armada; Juan XXIII (enc. Pacen in terris, 1963, parte II) recoge la doctrina de la justificación del poder ex parte finis, dando una interpretación autorizada (como magisterio auténtico no definitorio) de Rom 13:1-7; Pablo VI y Juan Pablo II recogerán (sin teorizarlo) el tema de la revolución de los oprimidos en casos extremos.
Sin embargo, la doctrina ha conocido un paréntesis que va desde el gran miedo nacido de la revolución francesa, acentuado por los movimientos revolucionarios europeos del siglo xix, hasta Pío XI, arriba citado. La doctrina de los veteres auctores es conscientemente modificada (V. Cathrein); el poder es contemplado como dado directamente por Dios, y no a través del cuerpo social. Este podrá eventual, aunque no necesariamente, designar un titular del poder, pero nunca constituirlo como tal. Las consecuencias son similares a las de origen luterano: la justificación del poder ex parte finis se desvanece, y se perfila una justificación ex parte originis. La doctrina, presente en casi todos los manuales de filosofía social católica entre mediados del siglo xix y mediados del siglo xx, es llamada teoría de la designación, en contraposición a la doctrina tradicional, llamada teoría de la transferencia. Huellas evidentes de esta distorsión las tenemos en la encíclica Quod apostolici muneris, de León XIII (1878), con referencia explícita a la majestad sagrada de los soberanos y a la interpretación más rígida de Rom 13:1-7. Esto explica una mentalidad todavía hoy corriente en los eclesiásticos menos jóvenes; sin embargo, la doctrina pacíficamente aceptada a nivel teórico es la de la gran tradición tomista y católica, compartida generalmente por las Iglesias reformadas.
2) Junto al problema moral de la justificación del poder político, tiene una historia notable también el problema de la determinación del bien común. Hacemos sólo algunas referencias al concepto cristiano de bien común en los tiempos más recientes. En la tradición menos reciente, en una visión de filosofía social perenne y en una época de soberanos absolutos «iluminados» por pensadores católicos, el bien común era determinado desde lo alto por el connubio filósofo-soberano. Sólo a finales del siglo pasado surge la necesidad de precisar el concepto: todo individuo tiene el derecho y el deber de perseguir directe per se su felicidad, tanto terrena como eterna. Fin del poder es crear, organizando las fuerzas de todos, aquel complejo de condiciones que hagan posible a todos los ciudadanos esa prosecución. Estas condiciones son de dos tipos: condiciones jurídicas o estructurales, que garanticen la libertad de la prosecución y la paridad frente a la ley (fruitio ordinis iuridici); condiciones concretas de disponibilidad para todos de bienes materiales y espirituales, que permitan de hecho la posibilidad de tal prosecución (sufficiens copia bonorum).
No escapa la sorprendente coincidencia con la problemática éticopolítica contemporánea expuesta /arriba, II. Por desgracia, el concepto de bien común que hemos expuesto en la formulación ejemplar de V. Cathrein y recogido por GS (parte II, c. IV), no ha tenido mucha fortuna práctica, sobre todo debido a la concepción predominante del derecho de t propiedad. Pero es indudable que tenía grandes méritos, tanto al contraponerse a estatalismos excesivos como al anticipar aquellos derechos del hombre de carácter económico-social que sólo después de la segunda guerra mundial se están juntando a los clásicos derechos de libertad.
– Pero esta concepción del bien común experimenta hoy algunas grandes limitaciones. Desaparecido el cuadro de una sana filosofía (o filosofía neoescolástica), en cuya definición del bien común nació, y habiéndole sucedido una pluralidad de visiones del mundo, de la historia, del hombre, de lo que es una vida buena, ¿es todavía posible obtener un consenso respecto a finalidades globales por parte de un cuerpo social compuesto, un consenso que legitime el poder? ¿Y pueda proponerse un modelo de sociedad y de finalidades de carácter universal? La misma GS, que recoge la definición de V. Cathrein, rehúsa identificar la Iglesia con cualquier cultura; es más, las varias voces de la humanidad y las distintas culturas enriquecen a la misma Iglesia (nn. 44 y 58).
Se puede pensar en un consentimiento general de todo el cuerpo social respecto a las reglas del juego: el que va a votar, con ello acepta la regla de la mayoría y consiente en respetar sus decisiones, aunque sus preferencias personales resulten minoritarias. Pero así ocurre a menudo que todo grupo (partido) que se presenta a las elecciones busca sobre todo el consenso, y no el consenso en torno a una, línea política precisa; esta búsqueda de consenso puede ser una pura búsqueda de poder, con lo cual el poder se convierte en fin de sí mismo. No se busca el poder para promover el bien común, sino sólo el bien del grupo, que podrá servirse del poder. La política, como estructura y como finalidad, se reduce a la lucha entre grupos de intereses en contraste, una lucha en la que vence el que tiene mejores instrumentos, no mejores finalidades en la búsqueda del consenso.
Por otra parte parece difícil o imposible en un cuerpo social denominado pluralista obtener un verdadero consentimiento respecto a finalidades, es decir, respecto al bien común y al modo concreto de realizarlo lo mejor posible. El problema que se plantea hoy gravemente a la reflexión ético-política, cristiana o no, es justamente éste: el respeto de las ideas de los individuos (o de grupos ideológicos intermedios), ¿debe conducir inevitablemente a una política entendida como guerra de intereses en contraste? Y hemos de recordar que esa guerra por el consenso a toda costa la gana generalmente el que tiene más poder económico. Sólo a través de los medios de información el individuo puede obtener los conocimientos necesarios para una elección libre y razonable; ahora bien, el control de los media o está en manos del poder político gobernante o en manos del poder económico.
Así pues el mero consenso sobre las reglas del juego parece que conduce inevitablemente a una guerra entre poderes e intereses. Pero es concebible consentir en las reglas del juego en orden a intereses comunes y que hay que perseguir en común; éstos pueden coexistir con diferentes visiones del mundo y del hombre. El tema de los /derechos del hombre tal como se han configurado recientemente en la Declaración (1948) y en los «Covenants»(1966) de la ONU y en la ulterior Declaración de Helsinki (1975) puede constituir una plataforma común de finalidades, respecto a la cual se ha verificado ya una amplia convergencia de tradiciones y escuelas culturales, religiosas y filosóficas diversas.
También en una sociedad llamada pluralista puede imaginarse un consenso respecto a valores, manteniendo el disentimiento -y la dinámica política en la que se está a las reglas del juego- sobre diversas escalas de prioridad o de urgencia de valores (o intereses comunes reconocidos como tales), y sobre el mejor modo de perseguirlos.
Esta es ciertamente la actitud que se le pide al cristiano y que los cristianos proponen a todos los hombres de buena voluntad. Teológicamente es cierto que en todo ser humano está presente la llamada de Dios a la caridad, incluso «en quien no conoce aún a su autor» (GS 92). La aspiración al fin de toda opresión del hombre sobre el hombre y a una solidaridad universal son frutos de la aceptación, consciente o no, de esa llamada divina. Así pues, la postura cristiana en materia ético-política está (o debería estar) ligada siempre a un consenso básico que no esté vinculado meramente a las reglas del juego, es decir, a la aceptación de la política como puro choque de intereses individuales; está ligada a una concepción fundamentalmente «distributiva» de la justicia en constante dialéctica -y que no puede resolverse de una vez por todas- con los derechos fundamentales de libertad.
– La concepción católica usual de bien común tiene otro límite intrínseco: ha nacido en una visión de la humanidad dividida en Estados soberanos, legitimado cada uno para perseguir autónomamente su propio bien común. Hoy, sin embargo, la humanidad vive en condiciones diversas, que no permiten esta prosecución fraccionada del bien común. Existe de hecho una interconexión a nivel económico planetario, que puede hacer de una elección económica de un Estado o de personas privadas una catástrofe para otros Estados; existe una comunidad de riesgos que hace de toda catástrofe natural o de toda guerra una tragedia para toda la humanidad; existe una comunidad científica mundial que tiende a superar todos los límites del Estado.
Si existe todo esto, y otras situaciones similares a las descritas, la aceptación misma de la pura idea de «derechos del hombre» impone pensar en el bien común a nivel planetario; por eso con razón GS 78 introduce el concepto de bien común del género humano. Su prosecución debe prevalecer sobre el bien común de cada Estado; por tanto, cada ser humano deberá tener una lealtad hacia sus conciudadanos y su patria; pero en lo que es esencial deberá tener otra lealtad: la lealtad a la familia humana y a cada uno de sus miembros. Esta doble lealtad debería en el futuro rediseñar la concepción de bien común y establecer una severa condición al consenso y a la justificación en que se fundan el poder y la actividad política. Es concebible, y para nosotros obligada, una desobediencia civil al poder político en nombre de exigencias supremas de la familia humana.
V. Los deberes del ciudadano
En un pasado todavía reciente, el deber moral del ciudadano era uno solo: obedecer a las leyes. Este deber subsiste como deber grave de conciencia: sólo la observancia de las leyes permite la prosecución del bien común global de una comunidad dentro de una realidad social tan compleja como es el Estado contemporáneo. La sola idea tradicional de leges mere poenales ha de rechazarse; la raíz del deber de obediencia es el amor al prójimo y al Señor. Sin embargo subsiste, y con frecuencia se olvida, el límite indicado claramente por santo Tomás acerca de las leyes injustas [!arriba, IV, 1]. Este límite hay que extenderlo por los motivos que acabamos de anunciar a las leyes injustas respecto a la familia humana, al menos en lo que es esencial para la subsistencia de la misma y de cada uno de sus miembros.
Pero a medida que de hecho se ha extendido a cada uno de los ciudadanos la posibilidad de incidir en las finalidades globales y en cada una de las elecciones del poder político, esta posibilidad se convierte inmediatamente en un deber. Por eso junto al deber de obediencia hay que colocar hoy, con igual gravedad de conciencia, el deber de /participación. En todo Estado dotado de un nivel suficiente de alfabetización es posible alguna forma de participación, yen general está prevista por el ordenamiento jurídico. La democracia representativa de partidos de la -tradición occidental es considerada por muchos como el mejor sistema para asegurar la participación, pero no es ciertamente perfecto niel único existente. En general existe el deber cuando se da una posibilidad aunque sea débil. Si es un deber perseguir el bien común obedeciendo alas leyes, será igualmente obligado perseguirlo mejorando las leyes y las estructuras; freilte a la comunidad-Estado y al poder político que la gobierna, el ciudadano tiene, pues, siempre y simultáneamente el deber de fidelidad y de intervención crítica.
Esto se traduce en una serie de preceptos particulares, que podrán variar de una situación a otra, de un ordenamiento a otro, de una tradición a otra, pero que se pueden agrupar generalmente en los puntos siguientes:
1. EL DEBER DE /INFORMACIí“N.
Sin informarse sobre los problemas de una comunidad (un Estado) y sobre los problemas principales déla familia humana, no es posible participación alguna. Por eso cada uno tiene el deber de adquirir, dentro de los límites de lo posible, todas las informaciones relevantes para formarse un juicio propio sobre las finalidades perseguidas y sobre el modo de perseguirlas por parte del poder político. La escuela obligatoria, sea estatal o privada, debería proporcionar los instrumentos para adquirir y elaborar informaciones de esta clase; esto no ocurre en general, pero no por ello el individuo está dispensado de hacer lo que pueda; en resumen, es un deber ocuparse de política en el sentido arriba indicado. No siendo nunca neutrales los medios de ! comunicación social, será preciso recurrir a informaciones de diversa fuente. Es peligroso el hombre que lee un solo periódico o que escucha sólo las voces del partido predilecto.
2. EL DEBER DE MANIFESTACIí“N. La información deberá transformarse en valoración. Este paso debería ocurrir en la comunidad: manifestar las propias valoraciones es un servicio de caridad con los demás y suscita un control crítico por parte de los otros. Estar enteramente ausente de los debates en los cuales se forma una opinión pública es o considerarse infalible o desentenderse del todo. Es un error pensar, en nuestras sociedades de democracia parlamentaria, que la única intervención útil sobre las opciones políticas es el voto. El voto debe madurar en la libertad y en una discusión informada, en la que todo ciudadano ha de ser no sólo espectador pasivo. Además, el voto es sólo una adhesión a una línea de principio que abarca todas las cuestiones. Hay muchas cuestiones particulares, también de gran importancia, respecto a las cuales uno puede disentir de las elecciones del partido por el que vota; sólo a través de la presión de una opinión pública se puede intentar modificar una opción particular. Mediante el voto nadie se casa con un partido, aceptando acríticamente todas las opciones subsiguientes.
3. EL DEBER DE VOTO. Donde existe alguna forma de voto libre como expresión máxima del consenso, el voto es un deber muy grave. El voto debe ser según conciencia, es decir, debe reflejar las convicciones libres e informadas del individuo sobre cuál puede ser la mejor línea política general para un cierto pueblo en un momento preciso. Cada situación histórica y social presenta ciertas urgencias y posibilidades que jamás son idénticas; y cada ciudadano, basándose en su información y valoración, deberá plantearse cada vez el único problema del bien común de un pueblo (y de la familia humana) en aquella determinada situación. Ni interés privado, ni lealtad a un partido, ni cualquier otra consideración puede prevalecer sobre este problema central.
4. EL DEBER DE CONTESTACIóN. Indicamos con ese término el deber de oponerse por todos los medios previstos por el sistema a líneas políticas o a elecciones particulares que se estimen directamente contrarias al bien común, pero igualmente al sistema mismo, es decir, a la estructura política de la que forma parte. Normalmente un ordenamiento jurídico prevé formas de modificación de sí mismo; dentro de estos limites, la contestación es ejercicio de aquella lealtad a la que uno se obliga con cualquier acto de participación en la vida de la comunidad.
Mas cuando, después de un atento estudio, se estima que el bien común está seria y globalmente comprometido, entonces la contestación podrá asumir formas antijurídicas: la resistencia pasiva, y en los casos más graves activa, forma parte de toda la tradición moral católica. Nosotros pensamos, a diferencia del dato tradicional, que la resistencia (o la contestación antijurídica) no es tanto un derecho cuanto más bien un deber de legítima defensa del cuerpo social al que pertenecemos; un acto de lealtad a él, aunque parezca desleal con el poder político o con su estructura. En casos del todo excepcionales podrá suceder que los supremos intereses de la familia humana y la lealtad fundamental hacia ella deban prevalecer también sobre los legítimos intereses del Estado particular al que se pertenece y a la lealtad debida al mismo.
Nótese, finalmente, que, si se mantiene el principio general de la legítima defensa incluso violenta -licet vim vi repellere-, entonces no se ve cómo este principio no deba valer, en el ámbito riguroso de las condiciones que lo definen, también para los casos extremos, y de otra manera irresolubles, en los cuales es debida la resistencia activa. Existen muchos modos de resistencia activa no violenta; mas cuando -se dan las condiciones que hacen obligada una resistencia activa, -no son eficaces, o en todo caso practicables, modos de resistencia activa no violenta, -se acepta el principio tradicional del vim vi repellere aunque sólo sea para situaciones-limite, entonces no se ve cómo se puede razonablemente negar el derecho del cuerpo social y el deber para los miembros particulares de resistencia activa incluso armada. Si cae una sola de las tres condiciones predichas, es obvio que subsiste el derecho y el deber de resistencia activa no violenta.
Concluimos diciendo que, a la luz del evangelio, los deberes del ciudadano son deberes de obediencia y participación leal, pero siempre como modo histórico de amor al prójimo y de «servicio de Dios» (Rom 13:4).
[/Doctrina social de la Iglesia; /Estado y ciudadano; /Participación; /Poder; /Político; /Sistemas políticos].
BIBL.: ARANGURENJ.L., Etica ypolítica, Guadarrama, Madrid 19687; Aquinas, Selected Political Writings (texto latino y traducción inglesa), edited with an introduction by A.P. D’ENTREVES, Blackwell, Oxford 1959; CATHREIN V., Philosophia moralis, Herder, Friburgo-Barcelona 1895, 195920; CULLMAN O., El Fstado en el NT, Taurus, Madrid 1971; ID, Jesús y los revolucionarios de su tiempo, Studium, Madrid 1971; DAHL ROBERT A., Curso de sociología y de política, Fontanella, Barcelona 1968; DANIELS N. (ed.), Reading Rawls, Blackwell, Oxford 1975; DE LA TORRE J., Cristianos en la sociedad política, Narcea, Madrid 1982; GARC(A ESTEBANEz E., El bien común y la moral política, Herder, Barcelona 1970; GUEVARA H., Ambiente político del pueblo judío en tiempos de Jesús, Cristiandad, Madrid 1985; LuHMANN N. y otros, Etica e Política, F. Angel¡, Milán 1984; ID, Fe y racionalidad en los sistemas, Editora Nacional, Madrid 1982; MARARSEH., Teoríapolítica, Universidad de Valencia, 1980; MARITAINJ., Cristianesimo e democrazia. l diritti dell úomo e la legge naturale, Comunitá, Milán 1953; MATE R., Mística y política, Verbo Divino, Estella 1990; RAWLS J., Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Econó*lica, Madrid 1979 (original inglés, 1972); RUBIO CARRACEDO J., Paradigmas de política, Anthropos, Barcelona 1990; UTz A. y VON GALEN B., Concepción cristiana de la democracia pluralista (colección de documentos pontificios en lengua original desde el s. xvi hasta hoy), Herder, Barcelona 1978; VECA S., Una filosofía pubblica, Feltrinelli, Milán 1986; WALZER M. Obligations: Essays on Disobedience, War and Citizenship, Harvard University Press, Cambridge Mass, 1970; WELTY E., Catecismo social, 3 vols., Herder, Barcelona 1963.
E. Chiavacci
Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teología moral, Paulinas, Madrid,1992
Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral
Sumario: 1. La política en eIAT: 1. Las vicisitudes históricas de Israel; 2. Las instituciones políticas; 3. Los modelos políticos; 4. Los profetas y la política; 5. La distinción entre religión y política. II. La política en el NT: 1. La situación política en tiempos de Jesús; 2. La actividad de Jesús; 3. El episodio del tributo; 4. Pablo y la política; 5. Los otros textos neotestamentarios sobre la política; 6. ¿Existe una concepción de la política en el NT?
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1. LA POLITICA EN EL AT.
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1. Las vicisitudes históricas de Israel.
Un exposición sintética (y absolutamente nueva para un Diccionario de teología bíblica) del tema de la política en el AT y en el NT no puede pretender, como es lógico, ser completa, sino que tiene que limitarse necesariamente a los que parecen ser los aspectos más significativos y característicos de este tema. Así pues, distinguimos la exposición del AT de la del NT. Y trazamos en primer lugar las líneas fundamentales de la historia política de Israel hasta la época de Jesús y del NT.
Esta historia comienza probablemente con la emigración de un clan de origen semita, guiado por / Abrahán, desde las estepas semidesérticas de Siria hasta la región más fértil de Canaán. Esta emigración, de la que ignoramos tanto las motivaciones económicas concretas como las circunstancias históricas más concretas todavía, está probablemente relacionada con una reforma religiosa dentro del clan, que asentó las primeras bases de la futura fe monoteísta de Israel. La época de los patriarcas, cuya fisonomía histórica nos es imposible reconstruir con detalle, es de todas formas la época en que se va dibujando progresivamente la creencia hebrea en el Dios de Abrahán, de Isaac y de / Jacob. Esta época concluye con la emigración de algunos clanes a Egipto, que quizá pueda relacionarse con los movimientos de pueblos hacia el delta del Nilo en el siglo xvín, o con otros acontecimientos de origen similar en el siglo xiv
a.C.
Después de un período de tiempo difícil de determinar, al final del cual los hebreos, inicialmente bien acogidos en Egipto, acabaron cayendo en una especie de semiesclavitud, tiene lugar la salida de Egipto, el / éxodo, bajo la guía de / Moisés. Este éxodo, que tuvo lugar en el siglo xm a.C, y debido ciertamente a diversas circunstancias históricas, va también indisolublemente unido a una profunda experiencia religiosa, a una revelación, por así decirlo, de aquel ¡ Dios de los padres que los israelitas llamarán en adelante Yhwh: Durante el éxodo (los cuarenta años convencionales de la tradición), en la península del Si-naí, las diversas tribus de Israel refuerzan su unión con un vínculo que es sobre todo religioso y que encuentra su expresión en el pacto de ¡ alianza entre Yhwh y el pueblo, que tiene en la ¡ley mosaica su carta fundamental.
Al final del éxodo se sitúa el asentamiento en la tierra de Canaán. Es difícil establecer si esto fue el resultado de una rápida conquista militar o el efecto de una penetración cultural progresiva. De todas formas, lo más importante es que, una vez asentado en Canaán, Israel aparece como una confederación de tribus cuyo vínculo principal está constituido por la fe común, aunque no exclusiva todavía, en Yhwh. Toda la época llamada de los ¡jueces (alrededor de los siglos xii y xi a.C.) está marcada por el proceso de sedentarización de las tribus nómadas y por las relaciones unas veces pacíficas y otras conflicti-va con las poblaciones locales. También la religión de Israel comienza a conocer aquella tensión constante entre el deseo de asemejarse a los paganos y la invitación a conservar su propia identidad, de la que estará llena toda la historia posterior.
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Con la llegada de la monarquía (en torno al año 1000 a.C.) Israel se convierte por primera vez en un Estado. Saúl, ¡ David y Salomón pueden ser considerados como los artífices, más o menos idealizados por la tradición, de esta transformación fundamental que pone a Israel en el mismo plano que a los reinos limítrofes. Ellos dotaron a la nación de un ejército permanente, escogieron la plaza fuerte de ¡ Jerusalén como capital, le dieron, finalmente, una administración eficiente. La organización de tipo confederal de las tribus fue cediendo el paso lentamente a la centralización monárquica. En este proceso de centralización tiene un papel esencial la construcción del templo de Jerusalén, destinado a sustituir con el tiempo a todos los demás santuarios locales y a ser el único lugar de culto de todas las tribus de Israel, en donde se celebra el señorío de un Dios que no tolera otros dioses a su lado.
Pero el esplendor de la monarquía duró poco. Ya después de la muerte de Salomón el reino se dividió en dos: Israel al norte y Judá al sur. Y los dos Estados se encontraron muy pronto envueltos en la política expansionista de los grandes imperios de Asiría y de Babilonia. En medio de conflictos interinos, primero Israel y luego Judá cayeron bajo la dominación extranjera. Los siglos ix, vm y vn a.C. son la época de los grandes profetas [1 Profecía], los cuales participaron personalmente en las peripecias políticas de los dos reinos y contribuyeron de forma decisiva a la afirmación de la fe monoteísta del pueblo hebreo. Esta época se cierra el año 586 con la tragedia nacional de la conquista de Jerusalén por parte de Nabucodonosory la deportación de gran parte de los hebreos del reino de Judá a Babilonia.
En el 538, con el edicto de liberación de Ciro, comienza la repatriación de los desterrados a Jerusalén y se emprende el proceso de organización de lo que se llama ordinariamente el /judaismo. Los hebreos no reconquistan la libertad, pero la benevolencia del dominador persa les permite comenzar la reconstrucción política y social del país. Sobre todo les permite la reconstrucción del templo de Jerusalén, en torno al cual vuelve a constituirse la unidad religiosa de la nación. Las reformas legislativas de Nehemías y de Esdras llevan a término este difícil proceso. Aunque permaneciendo bajo el dominio extranjero, Israel conserva una cierta autonomía, bajo la forma política de una teocracia gobernada por la casta de los sacerdotes del templo y protegida por el †œseto de la ley†™ mosaica.
A comienzos del siglo II, es decir, bajo el dominio griego de los sucesores de Alejandro, se abre la última fase de la historia de Israel. La política de helenización del país que llevan a cabo los soberanos seléucidas y que apoya la aristocracia local en tiempos de Antíoco IV Epífanes rompe el equilibrio entre el régimen teocrático y la dominación extranjera. Estalla la guerra de liberación nacional, que nos narran en tono de epopeya los libros de los ¡ Macabeos, al final de la cual toma el poder político la dinastía de los asmoneos. Los judíos viven por última vez el sueño de la libertad y de la independencia. Aunque los asmoneos no pueden presumir de ninguna ascendencia daví-dica, se restablece el régimen monárquico. Pero, una vez más, por poco tiempo. Sin profundas raíces en el pueblo y destrozada en su interior por luchas familiares, la monarquía asmonea decae rápidamente. Llamado por los mismos asmoneos para dirimir sus conflictos, el general romano Pompeyo entra en el año 63 a.C. en Jerusalén y pone fin para siempre a la independencia del país.
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2. Las instituciones políticas.
Este esbozo tan rápido muestra sobre todo una cosa: que el pueblo de Israel, lo mismo que no tuvo gran importancia por sus empresas históricas, tampoco la tuvo por sus instituciones políticas. Los hebreos no conocieron la forma, ni por tanto la civilización, de las ciudades-estados, como los griegos, ni la del gran imperio universal, como los asidos y los babilonios. En su origen, y por mucho tiempo, ni siquiera constituyeron un Estado. Todavía en el momento de su asentamiento en el país de Ca-naán formaban simplemente una confederación de doce tribus, consciente sin duda de los vínculos que la mantenían unida, sobre todo en el plano religioso, pero sin órganos de gobierno y privada de eficacia política. La situación cambia de pronto con la institución de la monarquía por parte de Saúl. Entonces la federación israelita se erige finalmente en Estado y se convierte concretamente en un Estado nacional, lo mismo que los reinos colindantes de Trasjordania, con un ejército estable y una administración central.
Este Estado se refuerza y comienza a expansionarse con David y Salomón, intentando constituirse en un imperio al estilo del egipcio, con empresas comerciales y cierto lustre cultural. Durante algunos siglos, con diversa fortuna, se mantuvo la monarquía a pesar de la división que había tenido lugar entre el reino de Israel al norte y el reino de Judá al sur. Pero tampoco la institución monárquica asumió nunca una fisonomía precisa y definitiva. Ya la monarquía de David y Salomón es distinta de la de Saúl, bien sea por el dualismo que comenzaba a aparecer entre Israel y Judá, bien por el carácter supranacional de su Estado. Después de la muerte de Salomón, Israel y Judá forman dos reinos nacionales diversos, con una concepción del Estado igualmente diversa. Pero la misma monarquía de David y Salomón, con todo su esplendor y a pesar de haber sido idealizada por la tradición, no es, en definitiva, más que un paréntesis entre la antigua organización confederal de las tribus y el Tégimen teocrático de la comunidad posterior al destierro. En efecto, la caída de Jerusalén marca el final de las instituciones políticas de Israel. Judea será en adelante parte integrante de los imperios babilonio, persa, tolemaico y seléuci-da. No es ya un Estado, sino más bien, dentro de los límites de la autonomía religiosa y cultural que le dejan, una comunidad religiosa, dirigida por la ley mosaica, bajo el gobierno de los sacerdotes: un régimen teocrático.
Así pues, no hay una única concepción israelita del Estado. La federación de las doce tribus, la monarquía de Saúl, de David y de Salomón, los reinos de Israel y de Judá, la organización de la comunidad posexí-lica constituyen otras tantas formas políticas diversas. Puede incluso decirse que no ha habido nunca una concepción israelita del Estado. Ni la federación de las doce tribus ni la organización de la comunidad pos-exílica constituían un Estado. Lo constituía sin duda la monarquía; pero también su modelo, como es sabido, fue discutido algunas veces. El AT conoce realmente una tradición favorable a la monarquía, que encuentra expresión en lSam9,1-1O, en todos los pasajes que exaltan a David, desde la famosa profecía de Natán (2S 7,8-16), y en todos los textos del mesianismo real, desde los / Salmos hasta/Isaías. Pero recuerda también una tradición hostil a la monarquía, que aparece en 1S 8,1-22, en las invectivas de algunos profetas como / Oseas y / Ezequiel y en las condenas del redactor de los libros de los / Reyes.
Todo esto tiene, en definitiva, una motivación profunda. El elemento común que subyace a estas diversas concepciones es uno solo: la teocracia, por la que Israel es el pueblo de Dios y no tiene más Señor que a él.
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Como dice el serna†™, la oración sacada de Dt 6,4 que constituye la base más fuerte de la espiritualidad hebrea y la inspiración de muchos movimientos políticos, †œel Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo†. Es verdad que esta formulación rigurosamente monoteísta de la fe religiosa de Israel es el resultado de una larga historia, que se cierra solamente en la época monárquica. Pero la conciencia de que el vínculo que lo une es de naturaleza religiosa es todavía más antigua. En efecto, antes de ser una comunidad política, Israel es y siguió siendo siempre una comunidad religiosa. Es la religión la que mantuvo unidas a las tribus asentadas en la tierra de Canaán, como es también la religión la que unió a los desterrados que habían vuelto a Jerusalén desde Babilonia. ? igualmente la religión constituyó el motivo de cohesión profunda en el periodo de la monarquía, a pesar de la división de los reinos. En esta perspectiva hay que juzgar las diversas formas de organización política por su grado de fidelidad al pacto de la alianza establecido entre Yhwh y su pueblo. El Estado asimismo sigue siendo un elemento secundario, del que Israel puede prescindir, y de hecho prescindió, al menos durante una gran parte de su historia. En resumen, la política no tiene una autonomía real, sino que ha de juzgarse constantemente desde el punto de vista de la religión. A partir por lo menos de la época monárquica, la medida para juzgarla nos la dan algunas ideas fundamentales que constituyen el núcleo de la fe de Israel. Podemos resumirlas en las ideas de / pueblo, de / liberación y de promesa.
2593 3. LOS MODELOS POLíTicoS.
Lo fundamental para la concepción política de Israel, como por otra parte para toda su visión del mundo tal como aparece en esa reconsideración profunda de su historia que son los textos del AT, es ante todo su conciencia de ser un pueblo, y más concretamente el pueblo de Dios. Israel no es solamente un pueblo entre los demás pueblos, sino un pueblo que se distingue de todos ellos por la relación particular que lo une con Dios. Efectivamente, entre todos los pueblos de la tierra -y todos ellos están bajo la soberanía de Yhwh-, Yhwh ha escogido a Israel como su pueblo particular: †˜am segullah mikkol-ha-†™ammin (Ex 19,5; Dt 14,2): †œpueblo propio entre todos los pueblos. Esta conciencia de su propia diversidad respecto a todos los demás pueblos por la relación especial que mantiene con Dios, está presente en todo el AT y encontrará una expresión lingüística particularmente característica en la versión de los Setenta, donde -de una forma no perfectamente constante, pero absolutamente dominante- se define a Israel como Iaós y a todos los demás pueblos como éthné (p.ej., en los pasajes anteriormente citados, que se traducen en griego como Iaósperioúsios apópántón ton ethnón). Laós que en tanto es tal, es decir, distinto de los éthné, en cuanto que es precisamente Iaós toü íheoü, pueblo que pertenece a Dios.
Esta conciencia nació históricamente, o por lo menos estuvo ligada tradicionalmente, con la experiencia de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto. En el acto soberano con que Dios †œextendió su mano, †œsu brazo poderoso (Ex 7,5; Dt 4,34) para liberar a Israel de la esclavitud de Egipto es donde se constituyó, según la tradición, la conciencia de Israel de ser un pueblo, y precisamente el pueblo de Dios. Según esta tradición, en los orígenes de la conciencia histórica, y por tanto política, de Israel no está un obrar humano cualquiera, sino el obrar mismo de Dios. Y más concretamente, †œen el comienzo de la historia del pueblo de Israel está, por consiguiente, su liberación de la esclavitud extranjera, considerada inequívocamente como acción de Dios, gracias a la cual se hizo posible su formación nacional (Strathmann, Iaós, 107). La conciencia histórico-política de Israel está relacionada, por tanto, de manera inseparable con su pertenencia a Dios y con su libertad del extranjero.
Pero esta conciencia es inseparable también de la revelación del Sináí. Es allí donde, según la tradición, a través del pacto de alianza estipulado con Yhwh, Israel recibió la ley, y por consiguiente el ordenamiento jurídico, que lo constituyó definitivamente como pueblo de Dios. El concepto de alianza (berit) es igualmente fundamental para comprender la conciencia política de Israel. Sólo si permanece fiel al pacto establecido con Dios; sólo si conserva la obediencia a su ley, Israel es verdaderamente el pueblo de Dios. Como dice con toda claridad el pasaje del Exodo citado más arriba, sólo †œsi escucháis atentamente mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi especial propiedad entre todos los pueblos† (Ex 19,5). La fidelidad de Dios a su pueblo va unida a la fidelidad del pueblo a Dios. En la observancia de los mandamientos se realiza plenamente la relación particular entre Israel y su Dios, y por tanto la realidad histórico-política de Israel.
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Esta realidad histórico-política no es entonces, ni lo será nunca, perfecta; pero encontrará su actuación definitiva en un futuro escatológico. A pesar de las continuas infidelidades de su pueblo, Dios no lo abandonará, sino que, por el contrario, realizará para él una era de paz y felicidad. El don de la ley va acompañado de la formulación de la promesa. Y Dios no falla nunca a sus promesas. Israel gozará al final de los tiempos de la bienaventuranza perfecta con su Dios, en un reino mesiánico de paz y de justicia. Es decir, un reino en el que Israel será libre para siempre de la opresión extranjera y en donde reinarán íntegramente la paz y la justicia social. Realidad escatológica definitiva, que corresponderá realizar a un elegido de Dios: el mesías, el hijo de David [1 Mesianismo].
Destacan de este modo claramente algunas de las características fundamentales de la concepción política de Israel. Es evidente en primer lugar el fundamento religioso de la conciencia histórica de Israel. A diferencia de los demás pueblos, el vínculo que une entre sí a los hebreos y que hace de todos ellos un pueblo no es de naturaleza cultural, social o política, sino de naturaleza religiosa. Es la fe en Yhwh la que establece la unidad de Israel. Antes de ser una comunidad política, Israel es, por tanto, una comunidad religiosa. Pero es precisamente esta fe la que, por otra parte, exige determinados comportamientos e indica consiguientemente modelos políticos y sociales. El Dios de la Biblia, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, pretende la fidelidad más absoluta de su pueblo. Y esta fidelidad no se agota en las formas legales del culto, sino que exige una pertenencia exclusiva a Yhwh y un cumplimiento riguroso de su voluntad. La religión de Israel es religión de la obedienciay de la ley. Precisamente la ley tiene la tarea de recordar incesantemente a los hebreos la fidelidad que deben a los compromisos asumidos con Dios en la alianza del Sinaí: el rechazo intransigente de los dioses extranjeros, reconociendo el señorío único de Dios, y el respeto constante del hombre, reconociendo el valor de la vida humana. Ello supone en el plano político el rechazo de todo compromiso con las civilizaciones extranjeras, y en el plano social la práctica rigurosa de la justicia entre el pueblo. Son éstos los modelos políticos a los que está obligado Israel: una vez más, en realidad, se trata de modelos religiosos, que constituyen la verdadera medida de juicio de todos los modelos políticos.
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4. LOS PROFETAS Y LA POLíTICA.
En relación con estos modelos religiosos, es decir, con este conjunto de valores y de creencias de la tradición, es: donde hay que colocar y comprender el mensaje de los profetas [/Profecía 1,5-7]. Los profetas les parecieron muchas veces a sus contemporáneos hombres turbulentos, y todavía hoy son juzgados como políticos revolucionarios. En realidad, su mensaje es esencialmente religioso, hasta el punto de aparecer muchas veces culturalmente bárbaro y políticamente reaccionario; como cuando, por ejemplo, Samuel le echa en cara a Saúl el haberse negado a adoptar el uso tradicional del anatema (IS 15 ), o cuando Gad se opone al censo ordenado por David por ir contra su religión (2S 24,lOss). Quizá sea necesario distinguir entre los profetas de los siglos IX a.C. y los del siglo vni y vil a.C, entre los profetas del reino del norte y los del reino del sur, entre Elias y Elíseo y ¡ Amos y ¡ Oseas, y entre éstos e ¡Isaías y ¡ Jeremías. Y, naturalmente, son numerosas las diferencias que existen entre las diversas figuras particulares.
Sin embargo, algunos aspectos pueden con toda razón considerarse comunes a todas las figuras proféticas. Los profetas no son adivinos que conocen de antemano el futuro, aun cuando alguno de ellos pudo haber tenido poderes excepcionales de este tipo, sino hombres profundamente comprometidos en las peripecias de la historia. Están efectivamente ligados a la situación política del momento. Los más antiguos, Natán, Elias, Elíseo, intervienen en algunos episodios particulares de la historia de su tiempo: los trabajos forzados de Salomón, la muerte de Urías, el templo de Baal o el asesinato de Na-bot. Expresan sobre todo su protesta contra la prevaricación del poder monárquico. En cambio, los más recientes, Amos, Oseas, Isaías, Jeremías, están involucrados en la tragedia nacional del pueblo, primero en tiempo de los asirios y luego de los babilonios. Han de tomar posición sobre las opciones fundamentales de la política nacional y sobre los motivos más profundos que las inspiran. En las situaciones concretas de la historia es donde se arraiga de todas formas el compromiso profético por la ¡ justicia. Y en estas situaciones los profetas expresaron unas posiciones y unas convicciones políticamente diversas y discutibles. Algunos de ellos mostraron una intuición política excepcional, consiguiendo percibir la situación con una clarividencia desconocida para sus contemporáneos; otros, por el contrario, mostraron una capacidad política limitada, inferior a la de sus adversarios. Pero incluso en este caso, y quizá precisamente por eso, se pone de manifiesto con especial claridad el valor del mensaje profético.
El profeta no discute en el plan político, no argumenta con medidas políticas, no aconseja soluciones políticas. EL punto de vista en que se sitúa es únicamente religioso: el derecho de Yhwh y la fidelidad de su pueblo. Por eso mismo su proyecto no quiere limitarse a la propuesta de un modelo político que sea más adecuado a la situación contingente, sino que contiene un juicio radical sobre todos los modelos políticos a la luz de la fe de Israel. Efectivamente, las desgracias de Israel no dependen de errores políticos, sino de su desobediencia a la voluntad de Dios. La superación de estas desgracias no se obtiene, por tanto, con diversas opciones políticas, con una mayor habilidad política, sino con el retorno a la fidelidad a Yhwh. Los profetas no invitan al rey y al pueblo a una valoración más aguda y más profunda de los hechos, sino simple y radicalmente a la conversión.
Cuando Amos, por ejemplo, anuncia de antemano el fin de la nación de Israel, tiene ciertamente ante sus ojos, como todos los demás, la amenaza del poder de Asiría. En efecto, no era necesaria una revelación especial o una intuición política para afirmar que se cernía sobre Israel la nube de la derrota y de la deportación. Por el contrario, bastaba con mirar alrededor para darse cuenta de que aquélla había sido ya la suerte de otros pueblos que lindaban con Israel. Pero no es ésta para el profeta la raíz profunda de la catástrofe de Israel. Si el pueblo muere, muere en realidad por sus pecados, no por la acción del enemigo. Y el pecado que resume todos los demás pecados es para él la injusticia social, que dama venganza a los ojos de Dios (Am 5,10-12; Am 8,4-6).
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Cuando Oseas predice a Israel la deportación a tierras extranjeras, no son consideraciones de política realista las que se lo sugieren, sino su convencimiento de que el pueblo ha traicionado a Dios. Y si les reprocha a los hombres políticos su afán de buscar alianzas con alguna de las grandes potencias, es solamente porque está convencido de que Israel debe tener confianza solamente en Dios: †œEfraín se mezcla con las gentes vecinas, se ha hecho como una torta a la que no se dio la vuelta. Los extranjeros devoran su fuerza sin que él se dé cuenta; se ha llenado de canas, pero él no lo ha notado. La arrogancia de Israel testifica contra él, pero no vuelven al Señor, su Dios; a pesar de ello, no le buscan†™ (Os 7,8-10).
Y cuando Isaías le desaconseja a Acaz todo compromiso con los asirios, no lo hace porque lo muevan consideraciones políticas mejores. La política justa era en el fondo la de Acaz, como lo probaría la supervivencia, aunque precaria, de Judá en la alianza con los asirios. Pero el mensaje de Isaías es que la salvación viene solamente de Yhwh. Judá no debe tomar ninguna decisión política, sino que ha de fiarse solamente de Yhwh. En Efraín puede ser que mande†™ Samaría, y en Samaría el hijo de Romelías, pero en la capital de Judá, en Jerusalén, el rey es Yhwh; y Yhwh protege a la ciudad como su santuario (Is 7,1-9).
Por consiguiente, los profetas no son simples figuras políticas, sino grandes figuras religiosas. Su importancia y su significado más profundo no está en las soluciones o en los modelos políticos que proponen, y que muchas veces eran más frágiles y más discutibles que los de sus adversarios, sino en los principios religiosos que afirman y que fueron los que hicieron más pura y universal la religión de Israel. También se puede afirmar que su crítica apasionada de las prevaricaciones del poder dio realmente paso a un proceso de de-sacralización y de laicización de la política, de fundamentación de la política en el respeto al hombre. Pero puesto que también esta lucha por el hombre se desarrolla por completo dentro de la visión de fe de Israel, el mensaje de los profetas pertenece a la fe, no a la política, aun cuando fuera la política la que les ofreció la situación peculiar para su intervención. Mejor aún, se trata del rechazo del realismo de la política en nombre del radicalismo de la fe, y por tanto de una invitación a los creyentes a mirar más allá de las mezquinas razones de la política para descubrir las razones más altas y exigentes de la fe. Y es ésta la herencia principal de los profetas que se transmitió al NT.
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5. La distinción entre religión y política.
Sin embargo, también en el AT existe un principio de aquella distinción entre la religión y la política, y más exactamente de aquella despolitización de la religión, por un lado, y de aquella desacraliza-ción de la política, por otro, que serán típicas del NT.
Hay realmente dos líneas de pensamiento que de alguna manera anuncian esta distinción. La primera está presente, como ya hemos señalado, en el mensaje de los profetas, sobre todo en conexión con la tragedia nacional de la deportación del 586 a.C. En este contexto, por ejemplo, es donde Ezequiel reflexiona sobre el concepto tradicional de alianza, aportándole una vigorosa espiritualización. El conserva la esperanza mesiánica, y más concretamente la esperanza mesiánica de un nuevo David (34,23-24; 37,24-25). Pero esta alianza tiene ahora para él un carácter exclusivamente religioso; más aún, propiamente litúrgico y sacramental. En efecto, lleva consigo la efusión del Espíritu y la transformación del corazón: †œOs rociaré con agua pura y os purificaré de todas vuestras inmundicias y de todos vuestros ídolos. Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; quitaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis preceptos, observando y guardando mis leyes† (36,25-27).
Se hace entonces más evidente la necesidad, advertida ya hacía tiempo, de liberar la religión de la política, el sacerdocio del soberano. Si ya en Ezequiel, en la imagen de la futura Jerusalén, aparece una primera distinción entre el templo y el palacio, en el Proto-Zacarías [1 Zacarías III], en la organización de la nueva comunidad, se afirma con toda claridad la separación entre el reino y el sacerdocio. El sumo sacerdote Josué y el gobernador político Zorobabel †œson los ungidos que están ante el Señor de toda la tierra† (4,14). Hay, por consiguiente, dos coronas, una que corresponde ya ahora al gobierno sacerdotal; la otra,. reservada al cumplimiento de las esperanzas davídicas (6,11-13). Es una primera despolitización de la religión, que encuentra una expresión más clara todavía en las grandes profecías mesiánicas del TritoIsaías (cc. 56-66), centradas también ellas en una nueva alianza de carácter puramente religioso [/lsaías
IV].
A esta despolitización de la religión la acompaña una desacraliza-ción de la política, que se expresa principalmente en la laicización de la figura del monarca. También este proceso, como ya hemos visto, había comenzado con la actividad de los profetas, e incluso antes del destierro. Su vehemente crítica contra la monarquía presupone ya realmente una concepción más †œlaica de la política, una reducción de la figura del soberano a proporciones puramente mundanas, es decir, una especie de †œdesmitización†™ de la política. Pero aún es más importante la relectura de los antiguos salmos reales (2; 72; 89; 110) por parte del judaismo del período posexílico [1 Salmos IV, 6]. En efecto, esta relectura es la mejor prueba de un proceso constante de espiritualización de estos salmos, que se aparta de su perspectiva real original, para adentrarse en una perspectiva más decididamente mesiánica. Es decir, el carácter sacral no se percibe ya como inherente a la función pública del rey, sino como el elemento específico de una función mesiánica espiritual..
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La otra línea de pensamiento que prepara la distinción entre la religión y la política está constituida por aquella reflexión sapiencial que, tras surgir probablemente en la edad de Salomón y haber sido recogida y transmitida durante siglos por los escribas, confluyó principalmente en los cinco libros de los / Proverbios, de / Jb, del / Qohélet, del / Siráci-da y de la / Sabiduría. Naturalmente, es difícil hablar de una reflexión que, por extenderse durante cerca de nueve siglos, conoce acentuaciones y matices muy distintos, desde el optimismo moderado del libro de los Proverbios ; hasta el pesimismo radical del Qohélet. En realidad, resulta peligroso considerar como un fenómeno unitario la / sabiduría de Israel. Sin embargo, se advierten algunas constantes en lo que se refiere a nuestro tema específico. En esta reflexión, definida como una especie de arte de bien vivir, como †œun conocimiento enteramente práctico de las leyes de la vida y del mundo basado en la experiencia† humana de la existencia, que se distingue y se distancia radicalmente de la teología tradicional de Israel basada en las intervenciones de Dios en la historia, se ve a la política de una forma absolutamente desencantada, y por tanto sus-tancialmente †œlaica†. Los sabios no manifiestan ninguna ilusión particular en lo que atañe al poder; no dan pábulo a ninguna esperanza †œmesiánica† en lo que respecta al soberano.
Es verdad que el ordenamiento social es aceptado sin demasiadas discusiones y que los gobernantes políticos tienen pleno derecho a ser respetados (Pr 16,14-15; Pr 19,12; Pr 20,2; Qo 8,2-5); los escribas que escribieron estas reflexiones sapienciales pertenecen de hecho a una clase culta, para la que la estructura social y política existente es en cierto sentido obvia, está fuera de discusión. Pero el terreno de la política es puramente mundano, lleno como está de incertidum-bres y de contradicciones; por eso en el libro de los Proverbios es importante la tarea del sabio que, como consejero, orienta la política del soberano hacia la justicia, la misericordia, la ayuda a los pobres. O es incluso el terreno de la miseria y de los fallos, en el que hasta las más decantadas experiencias (como la de Salomón) resultan a la postre decepcionantes, hasta el punto de que en el libro de Qohélet se sugiere un alejamiento radical de toda forma de experiencia política.
De esta manera, a pesar de la diversidad, e incluso a veces la heterogeneidad innegable, de los diversos textos y de las diversas tradiciones, la concepción de la política del AT aparece caracterizada por dos tendencias fundamentales, que volverán a encontrarse de forma todavía más explícita en el NT. En efecto, por un lado, la consideración de la política desde un punto de vista exquisitamente religioso, que es típica sobre todo de la predicación profética, afirma la subordinación radical de la política a la fe, y por tanto el derecho y el deber de una crítica de las desviaciones y las aberraciones de la política en nombre y a partir de las grandes ideas religiosas de Israel: el señorío único de Yhwh sobre su pueblo y la obediencia exclusiva a su voluntad. Por otro lado, sin embargo, esta visión más †œlaica† de la política, que aparece ya en los profetas y en la relectura de los salmos, y que la reflexión sapiencial lleva a unas consecuencias a veces extremas, es una confirmación ulterior de que el AT no considera normativo ningún modelo político, sino que afirma, por el contrario, la relatividad sustancial de todas las instituciones y opciones políticas. Y son estas dos tendencias las que constituyen la herencia más significativa que transmitió al NT.
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II. LA POLITICA EN EL NT.
1. La situación política en tiempos de Jesús.
Antes de analizar el pensamiento del NT sobre la política y sobre el Estado, detengámonos unos momentos a considerar la situación política en los tiempos en que vivió Jesús.
En la época de Jesús (es decir, en torno al año 30 de nuestra era), la dinastía de los asmoneos, descendientes de la gloriosa familia de los Macabeos, había desaparecido hacía tiempo. El año 63 a.C, llamado por los mismos asmoneos, el general romano Pompeyo había llegado a Je-rusalén y había puesto fin para siempre a la independencia del país. Sin embargo, los romanos no les quitaron inmediatamente a los judíos su autonomía. En un primer tiempo prefirieron dejar al asmoneo Hircano no solamente el sumo sacerdocio, sino además el gobierno del país, de manera que no quedó todavía formalmente abolida la teocracia judía. Más tarde, el temor de los partidos les movió, a confiar más bien ese gobierno al idumeo Herodes, que era un extranjero y no representaba por tanto al pueblo de Israel. La teocracia quedaba por tanto abolida, y los judíos volvieron a sentir todo el peso de la opresión extranjera. De todas formas, parece ser que durante el gobierno de Herodes (37-4 a.C.) la situación del país se mantuvo bastante tranquila. Efectivamente, Herodes eliminó a toda la vieja aristocracia de tendencias saduceas y de orientación filoasmonea, creando otra aristocracia, igualmente saducea, pero enteramente doblegada a su voluntad. Mitigó la hostilidad farisea a su política de helenización del país manteniendo un respeto sustancial de la ley judía y reconstruyendo espléndidamente el templo de Jerusalén. Consiguió además frenar los impulsos de las capas populares, usando en parte con ellos mano de hierro, y ofreciéndoles por otro subsidios económicos y puestos de trabajo.
Pero con la muerte de Herodes cambió por completo la situación. Sus sucesores no tuvieron ni su fuerza ni su capacidad política. Su reino fue dividido en tres partes (Judea y Samaría para Arquelao, Galilea y Perea para Antipas, las regiones nordorientales para Filipo) y estallaron tumultos casi por todas partes en el territorio judío. Y estos tumultos tienen ya el carácter de sublevaciones político-mesiánicas. De todas formas, el giro decisivo parece ser que se dio con la reducción de Judea y Samaría a provincia romana el año 6 d.C. Según el historiador judío Fla-vio Josefo, fue en esta ocasión cuando, ante el censo de la población que habían ordenado los romanos para introducir en la nueva provincia el tributum capitis, estalló la sublevación capitaneada por el famoso Judas de Gamala, llamado el Galileo, y se formó aquel partido de oposición al gobierno romano que durante la guerra judía del 66-73 d.C. estaría representado sobre todo por los sicarios, grupo éste que Josefo nos presenta como de origen y de tendencias fariseas, pero caracterizado por un particular amor a la libertad y cuya doctrina se resumía en una interpretación radical del primer mandamiento, que les impedía reconocer al lado de Yhwh a ningún señor mortal (Bellumjudaicum 2,118; Antiqui-tatesjudaicae 18,23).
Hoy ciertamente los historiadores se muestran mucho más cautos que en el pasado tanto a la hora de establecer una continuidad precisa entre el grupo de Judas y el partido de los sicarios como a la hora de afirmar que desde el año 6 al 66 Palestina fuera sede continuamente de motines antirromanos. Es sobre todo desde el 44 d.C.j es decir, desde la reducción definitiva de toda Palestina bajo el gobierno de los procuradores romanos, cuando la situación del país se vuelve incandescente. Por consiguiente, precisamente el período del Bautista y de Jesús no aparece caracterizado por grandes tumultos, aun cuando el gobierno de Pilato sobre Judea y sobre Samaría es recordado en las fuentes (Filón de Alejandría, Flavio Josefo) como particularmente duro. No obstante, parece innegable que la situación político-social era sumamente precaria y que el fuego seguía vivo bajo las cenizas. Si algunas tendencias recientes, como la de S.G.F. Brandon, que subrayan los movimientos de resistencia antirro-mana haciendo de Palestina en la época de Jesús todo un fermento revolucionario, no encuentran suficiente apoyo en las fuentes, otras tendencias opuestas, como la de H. Guevara, que minimizan las tensiones políticas del tiempo de Jesús, viendo en él un período de paz y tranquilidad, resultan igualmente discutibles. La época de Jesús no puede definirse como revolucionaria en el sentido estricto de la palabra, pero vive sin duda tensiones políticas y sociales muy fuertes, de las que surgirán, después del 44 d.C, los verdaderos grupos de la resistencia antirromana. Conviene tener todo esto en cuenta cuando se toca el problema de la actitud asumida por Jesús respecto a las orientaciones políticas de sus connacionales.
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Estas orientaciones eran fundamentalmente tres: la de la aristocracia, formada por los sumos sacerdotes, por los ancianos y los escribas, de tendencia prevalentemente saducea, pero que correspondía además a los jefes de los fariseos, era claramente filorromana, y por tanto hostil a cualquier forma de mesianismo y de rebelión; la de las clases medias de la población, ampliamente influidas por la espiritualidad farisea, celosas de su propia autonomía nacional y religiosa, pero bastante resignadas ante el dominio extranjero, más bien hostiles a la política herodiana de helenización del país que al gobierno romano, y el de las capas populares, ampliamente impregnadas de esperanzas mesiánicas de liberación politica y social y abiertas consiguientemente a las influencias de los grupos más extremistas, como el de Judas Galileo y el de los llamados sicarios, dispuestos además a tomar las armas contra el gobierno romano. Con todas ellas hay que medir la actitud de Jesús.
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2. La actividad de Jesús.
La presentación más común de Jesús entre los exegetas del NT hace de él al redentor espiritual del mundo, y de su mensaje un mensaje †œpuramente religioso†™. La predicación de Jesús no habría tenido nada que ver con las esperanzas políticas de su tiempo y de su pueblo. Tan sólo un error judicial, debido además a la mala fe de las autoridades judías, habría llevado a su condena a muerte en la cruz por parte de Pilato como un pretendiente mesiánico-real, y por tanto como un rebelde político. Las mismas pretensiones mesiánicas por parte de Jesús habrían sido más bien implícitas e indirectas que explícitas y directas, basadas más en acciones y en comportamientos dotados de †œautoridad† que en el uso abierto del término †œmesías. Jesús habría evitado conscientemente su presentación como mesías (incluso algunos piensan que ni siquiera llegó a concebirse a sí mismo como mesías), para definirse solamente como Hijo del hombre [1 Mesianismo III, 2-4].
Ciertos autores de los últimos años, reaccionando contra esta posición y recogiendo intuiciones y sugerencias que ya había avanzado H.S. Reimarus a finales del siglo xviii, y más tarde R. Eisler en los años treinta de nuestro siglo, han ofrecido un cuadro completamente distinto de las relaciones de Jesús con los grupos políticos judíos. Recordemos solamente dos tesis que han tenido una cierta fortuna: la de O. Cullmann, que considera la predicación de Jesús como ampliamente influida por la presencia de lo que él define como †œel problema zelote, pero que distingue con toda claridad la postura de Jesús frente a Roma de la de dichos zelotes; y la de S.G.F. Brandon, que subraya más aún que Cullmann la influencia de los grupos de resistencia antirro-mana, a los que también él llama genéricamente zelotes, sobre el pensamiento de Jesús, haciendo incluso de él una especie de patriota al estilo de Judas el Galileo. Estas tesis han sido justamente refutadas por los estudiosos, y yo mismo creo haber demostrado que Jesús no puede de ninguna forma ser considerado como un rebelde político. Toda su acción (absolutamente no violenta) y toda su predicación (iel sermón de la montaña!) se mueven realmente en una dirección y presentan unas características absolutamente distintas de las de los movimientos de liberación de Palestina contra los romanos (movimientos constituidos no tanto por los zelotes cuanto más bien por los sicarios).
Sin embargo, es difícil aislar por completo la actividad y la predicación de Jesús de la situación política de Palestina que acabamos de describir. Lo que lo impide no es tanto el hecho, importante a pesar de todo, de la condenación de Jesús por parte de Pilato como rebelde político, tantas veces explotado por los que presentan a un Jesús revolucionario y que puede fácilmente explicarse en el contexto administrativo de la época cuanto el carácter mismo de la actividad de Jesús.
Lo cierto es que Jesús apareció en la escena de Palestina poco después del Bautista, vinculando expresamente su predicación a la de Juan. Y aunque no hay ningún elemento que nos permita hacer del Bautista solamente un rebelde político, Flavio Josefo dice explícitamente que Juan había reunido a su alrededor a muchos seguidores y que su muerte no se debió solamente a los celos de Hero-díades, como indica el evangelio de Marcos (6,17-29), sino al miedo que sentía Herodes Antipas de que surgieran tumultos populares (Antiq. jud. 18,118-119). Nos encontramos, evidentemente, ante la reanudación de una forma de profetismo, en la que confluían elementos escatológi-cos y mesiánicos, y que suscitaba consiguientemente expectativas políticas y sociales.
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Pero, sobre todo, la predicación misma de Jesús contenía elementos de importancia política considerable. Jesús predicaba la llegada inminente del / reino de Dios. Ahora bien, la idea del reino de Dios no tenía la connotación fuertemente espiritualista e individualista que, sobre la base de una interpretación discutible del famoso pasaje de Lc 17,21 (†œel reino de Dios está dentro de vosotros†), le atribuía en el siglo pasado la teología protestante liberal, y que todavía hoy le atribuye cierta mentalidad católica. El reino de Dios era para todos los judíos la soberanía de Dios, la realeza de Dios. Y la llegada del reino significaba la intervención soberana y definitiva de Dios en la historia para establecer su señorío y realizar la salvación de Israel. Un señorío y †œuna salvación que no eran puramente espirituales, sino que comprendían el final del dominio extranjero, la desaparición de las injusticias sociales y la realización de un reinado de paz y prosperidad. Por mucho que Jesús rechazase toda interpretación política de su misión y de su persona, negándose, por ejemplo, a que lo hicieran rey (Jn 6,15), la predicación del reino de Dios por su parte no podía menos de despertar en los oyentes esperanzas de liberación política y de redención social.
Por otra parte, esta predicación se dirigía sobre todo a los pobres. Ellos eran los destinatarios privilegiados de la buena noticia del reino; para ellos precisamente esta predicación era una buena noticia. Y hay que entender a los pobres no en el sentido puramente espiritualista de una cierta apologética posterior, sino en el sentido más real y material de oprimidos, explotados, marginados, en el plano social incluso antes que en el económico. La opción preferencial por los pobres es en la acción de Jesús un dato real, imposible de eliminar, el cual, aunque basado en una concreta convicción teológica, tenía evidentes consecuencias políticas. La salvación (el †œreino†) que anunciaba Jesús iba dirigida sobre todo a los pobres. Finalmente, esta salvación no sólo era anunciada por Jesús, sino traída por él. En las curaciones y en los exorcismos, que constituyen la parte más significativa de su actividad milagrosa, los pobres la experimentaban como ya ahora presente. Lo mismo que cuando Jesús compartía su mesa con ellos -lo cual constituía el elemento más escandaloso de la conducta de Jesús (Mc 2,16, †œ,Porqué come con publícanos y pecadores?†)-, los pecadores la sentían como actuando ya ahora. Así pues, la salvación no era simplemente una promesa, más órnenos inminente, sino que en la acción y en la predicación de Jesús Dios se cuidaba ya materialmente de sus pobres [1 Pobreza].
Pero Jesús no era tan sólo un profeta que anunciaba la llegada inminente del reino, sino además un maestro que enseñaba la ley. Y por la manera de impartirla, esa enseñanza tenía igualmente profundas resonancias sociales. En primer lugar, Jesús atacaba aquella concepción ritualista de lo sagrado, aquella separación de lo puro y de lo impuro que era característica de la espiritualidad farisaica. Al afirmar, por ejemplo, que †œnada que entra de fuera puede manchar al hombre; lo que sale de dentro es lo que puede manchar al hombre† (Mc 7,15), Jesús ponía en discusión toda la legislación farisea sobre la pureza y superaba de golpe la distinción -fundamental para toda la antigüedad- entre lo sagrado y lo profano, sometiendo por entero la pureza ritual a la pureza moral. Jesús introducía además un elemento de ruptura evidente con la espiritualidad judía cuando se arrogaba el poder de juzgar él mismo a la ley. Las violaciones del sábado, es decir, de aquella norma que constituía el centro de la moral judía, eran evidentemente un rechazo de toda concepción formalista de la ley; rechazo que encuentra su formulación particularmente incisiva en la otra frase de Jesús: †œEl sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado† (Mc 2,27), en donde no se hace ya que la moralidad dependa de la observancia formal de las normas legales, sino de la obediencia auténtica a la voluntad de Dios. Y estas actitudes se traducían finalmente en aquella preferencia por las capas sociales moralmente menos aceptadas de la población (los pobres, los publícanos y los pecadores) de que antes hablamos y que a los ambientes bienpensantes de la época (sobre todo los fariseos y los sadu-ceos) les parecía simplemente escandalosa. En efecto, en esta preferencia quedaba cuestionada el alma misma de la moral judía de la ley: la superioridad del hombre †œreligioso sobre el hombre †œirreligioso†, del †œjusto† sobre el †œpecador†, con consecuencias sumamente peligrosas para la integridad religioso-nacional del judaismo, que fueron ciertamente percibidas con toda claridad por los adversarios de Jesús.
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Todo esto invita a ser especialmente prudentes a la hora de definir la predicación de Jesús como †œpuramente religiosa†. Es verdad que Jesús no hizo suyas las esperanzas políticas de su pueblo, que no se adhirió a los grupos de resistencia antirromana, que incluso rechazó claramente todo recurso a la violencia. Por eso podemos decir que su predicación era †œesencialmente religiosa†. Pero las consecuencias políticas y sociales de su anuncio del reino y de su enseñanza de la ley eran ciertamente de tal categoría que preocuparon a las autoridades judías de su tiempo y están entre las causas no secundarias de su condena a muerte por parte del sanedrín.
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3. El episodio del tributo.
La predicación de Jesús, aun siendo †œesencialmente religiosa†, tiene por tanto graves implicaciones políticas y sociales. Pero hay además en los evangelios un episodio en el que Jesús toma posición directamente sobre el problema del Estado; es el episodio tan conocido del pago del tributo: †œLe enviaron entonces algunos fariseos y herodianos para cazarlo en alguna palabra. Llegaron y le dijeron: †˜Maestro, sabemos que eres sincero y que no te importa nada el qué dirán, porque no tienes respetos humanos y enseñas de verdad el camino de Dios. ¿Es lícito pagar el impuesto al César o no? ¿Lo debemos dar o no?†™Jesús, conociendo su hipocresía, les dijo: †˜cPor qué me tentáis? Traed-me una moneda, que la vea†™. Se la llevaron, y les dijo: †˜cDe quién es esta efigie y esta inscripción?†™ Respondieron: †˜Del César†™. El les dijo: †˜Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios†™. Y quedaron admirados ante esta respuesta† (Mc 12,13-17).
La interpretación del episodio no parece a primera vista que plantee graves problemas. Según la explicación corriente, las palabras de Jesús no hacen más que sancionar la distinción entre la esfera religiosa y política, la separación de las obligaciones con la Iglesia de las obligaciones con el Estado; obligaciones que la conciencia del creyente y su puesta en práctica está llamada luego a coordinar entre sí.
Esta explicación, aunque es sus-tancialmente justa, requiere, sin embargo, algunas precisiones de cierta importancia. En primer lugar, considera las cosas más bien en la óptica de los evangelistas o incluso de la Iglesia posterior que en la del mismo Jesús. En efecto, soslaya demasiado fácilmente el hecho de que en la época de Jesús no se puede hablar todavía de relaciones entre la Iglesia y el Estado, y que Jesús fue invitado a pronunciarse sobre un problema concreto, no a enunciar un principio abstracto. Los fariseos y los herodia-nos (enviados probablemente por el sanedrín) desean saber si es lícito pagar tributo al César, no cuáles tienen que ser las relaciones entre la Iglesia y el imperio. El problema es religioso y político al mismo tiempo. Consiste en saber si es lícito al judío rigurosamente monoteísta el pago de un tributo que implica el reconocimiento de la soberanía imperial. Un problema, como ya hemos visto, que advertían de manera especialmente aguda aquellos seguidores de Judas de Ga-mala que denominamos sicarios.
En segundo lugar, afirmar que en la respuesta de Jesús está contenida la distinción entre la esfera religiosa y la política es algo que no da razón todavía de los matices contenidos en dicha respuesta. ¿Afirma Jesús realmente el perfecto paralelismo entre las dos esferas de la realidad, en una actitud de absoluta positividad para con el Estado, o bien subordina de manera radical los deberes para con el emperador a los deberes para con Dios? En efecto, hay algunos autores, entre los que hay que recordar sobre todo a E. Stauffer y a J.D.M. Derretí, según los cuales las palabras de Jesús contienen el reconocimiento explícito del derecho del Estado a exigir tributos, ya que es ésta precisamente la voluntad de Dios. En efecto, Jesús no se limita a decir: †œdad†, †œpagad† (dote), sino que dice: †œdevolved†, †œrestituid† (apodóte). Por consiguiente, afirma Stauffer, †œel pago del tributo no constituye solamente… una necesidad maldita, sino un deber y una obligación moral†; †œpagar el impuesto imperial es cumplir la voluntad histórica de Dios†. El problema, añade Derrett, no se refiere solamente al cobro del tributo, sino a los derechos del rey en general. Obedecer a las órdenes del rey es obedecer a los mandamientos de Dios.
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Pero, dejando aparte el hecho de que es discutible, como hemos visto, que Jesús haga aquí una afirmación de alcance tan general, en sus palabras no se encuentra tanto un paralelismo, sino más bien una antítesis entre las dos esferas de la realidad. Como han recogido muy bien otros autores, Jesús no dice simplemente: †œDadle al César estas cosas, y esas otras dádselas a Dios†, sino: †œLo que es del César dádselo al César, pero lo que es de Dios dádselo a Dios†. Sus palabras no han de entenderse †œcomo una especie de juicio de Salomón que fijaría claramente, en un espíritu de conciliación, las fronteras entre los terrenos político y religioso† (G. Bornkamm, Jesús de Nazaret, Sigúeme, Salamanca 1977, 129). Hay más bien una especie de concesión en la primera parte de la respuesta, mientras que con la segunda se abren de pronto nuevos horizontes. En realidad, Jesús parece mostrarse bastante indiferente ante el problema de los deberes para con el César que le planteaban sus adversarios, puesto que lo que realmente le preocupa es el problema de los deberes para con Dios. Jesús no afirma tanto la legitimidad moral del poder político como el carácter absoluto que tienen las pretensiones de Dios.
Pero de esta manera (y es ésta la última observación que hemos de hacer) la respuesta de Jesús supera además los límites del contexto histórico de la época para asumir, en definitiva, precisamente aquel significado más amplio que vieron en ella los evangelistas y la antigua Iglesia. Esa respuesta pone fin a toda forma de teocracia, tanto judía como pagana. Efectivamente, por un lado, al distinguir entre el problema del pago del tributo al César y el de la fidelidad de Israel a Dios, Jesús †œsecularizó† el poder imperial, privándolo de su fundamento religioso. Pagar el tributo no es un acto de idolatría, ya que lo que con aquel acto se le da al emperador es el respeto, no el culto, la moneda solamente y no todo el hombre. Por otro lado, al separar la venida del reino de Dios de la restitución de la libertad a Israel, Jesús †œespiritualizó† la soberanía de Dios, liberándola de toda conexión y compromiso con las esperanzas políticas del pueblo judío. El restablecimiento de la libertad de Israel por la que combaten los sicarios no tiene nada que ver con la llegada del reino de Dios que predica Jesús.
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4. Pablo y la política.
Si es ésta la interpretación más atinada que hemos de dar a las palabras de Jesús, no podemos entonces soslayar esta otra pregunta: ¿Permaneció / Pablo fiel a las enseñanzas del maestro? ¿No se alejó de una forma significativa de la posición de Jesús tanto en su comportamiento como en sus escritos, representando por ello una orientación distinta en cuanto a la política? El problema surge en primer lugar debido a la formación espiritual y a la expericencia cultural de Pablo, tan distintas de las de Jesús. Si Jesús es un judío de Palestina, que no traspasó nunca -a no ser de forma esporádica- los límites geográficos de Palestina, ni tuvo jamás ningún contacto directo con el poder político romano hasta su muerte, Pablo es, por el contrario, un judío de la diáspora, que tuvo una formación cultural de tipo helenista y que mantuvo frecuentes contactos con las autoridades políticas romanas, incluso como ciudadano romano. Nacido en Tarso, Cüicia, y ciudadano romano, Pablo manifiesta necesariamente una posición en lo que atañe a la política distinta de la de los judíos de Palestina, siempre desconfiados de Roma y periódicamente sacudidos por actitudes antirromanas; la actitud de Pablo es la propia del judaismo helenista, abierto a la comprensión de la cultura griega y sustancial-mente leal al poder romano. Y toda la vida de Pablo, desde sus frecuentes relaciones con los diversos magistrados romanos que nos recuerdan los Hechos de los Apóstoles hasta su famoso recurso a la apelación del César sobre la base de su ciudadanía romana, atestigua esta orientación positiva tan distinta de la de Jesús frente al imperio.
Pero el problema no consiste únicamente en la distinta orientación de fondo de Jesús y de Pablo. Hay además un pasaje famoso de Pablo que ha sido interpretado por los diversos autores como si expresase una concepción de la política y del Estado profundamente distinta de la de Jesús; es el pasaje de Rom 13,lss: †œQue cada uno se someta a las autoridades que están en el poder, porque no hay autoridad que no venga de Dios; y las que hay han sido puestas por Dios. Así que el que se opone a la autoridad, se opone al orden puesto por Dios…† Resulta difícil no reconocer que el contenido y más todavía el tono de estas afirmaciones son diversos de los de la respuesta de Jesús a la pregunta sobre el tributo. Y no es posible liberarse de esta dificultad sosteniendo que esas palabras no tienen que interpretarse como reflexiones generales sobre el tema del Estado, sino que constituyen solamente unas indicaciones concretas y contingentes que da Pablo a la pequeña comunidad de Roma en su situación particular. Al contrario, no puede haber ninguna duda de que las formulaciones de Pablo tienen aquí un carácter general, y que expresan, por consiguiente, unos principios generales. Y estos principios son sumamente claros. Cada uno tiene que prestar obediencia a las autoridades que están sobre él, puesto que no hay ninguna autoridad que no provenga de Dios, sino que todas, por el mero hecho de existir, están ordenadas por Dios. Por el mero hecho de existir, y no por el modo con que se presentan. Esto significa que a la autoridad se le debe obediencia de una manera totalmente independiente de la configuración concreta que ella asume históricamente, así como del hecho de que la autoridad misma sea buena o mala, cristiana o pagana. Lo cual no quiere decir, por otra parte, que haya que obedecer siempre a la autoridad, sea lo que sea lo que ordene, puesto que incluso para Pablo es evidente lo que dice Pedro en los Hechos de los Apóstoles: †œHay que obedecer a Dios antes que a los hombres† (Hch 5,29). Lo que Pablo quiere decir es que se le debe obediencia a la autoridad, sea cual fuere su forma y su naturaleza concreta, ya que el poder político, querido por Dios, está al servicio de Dios (13,4).
Así pues, las afirmaciones de Pablo son muy claras y muy fuertes. Pero tienen un segundo aspecto que no hay que soslayar y que no resulta menos importante, a saber: que el poder ha sido dada por Dios a las exousíai, a las autoridades, para una finalidad específica, que Pablo define genéricamente como †œel bien†, to agathón (Rm 13,3). La misión del Estado es en realidad mantener la paz, garantizar el desarrollo tranquilo y ordenado de la vida común (lTm 2,2), no ya salvar el alma del nombre, ni tampoco hacer al hombre bueno y feliz. Por consiguiente, al Estado, al poder político, no se le debe amor, sino temor; no adoración sino, respeto, y, más concretamente, no culto, sino tributos (Rm 13,7). Así pues, el Estado tiene que seguir actuando en su propio ámbito, que es puramente terreno. No es ni tiene que ser nunca †œIglesia†. Y esto es algo que nos lleva a ulteriores consideraciones.
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5. LOS OTROS TEXTOS NEOTESTAMENTARIOS SOBRE LA POLíTICA.
A pesar de toda su riqueza, la afirmación más decisiva de Pablo sobre el problema de la política y del Estado desde el punto de vista teológico no es la de Rom 13,lss. Por encima de ella hay otra, que es la siguiente: el Estado por excelencia no es el que existe en la tierra, sino el que está escondido en los cielos; la ciudadanía en la que cada uno de los seres humanos encuentra su plena realización no es la terrena, sino la celestial; por eso mismo la salvación no se deriva de la pertenencia a la comunidad política, sino a la religiosa. †œNuestra patria (griego, políteuma, ciudadanía) está en los cielos, de donde esperamos al salvador y Señor Jesucristo† (Flp 3,20). Lo que constituye el fundamento último de la existencia es la ciudadanía (políteuma) celestial, en la que el creyente está ya inserto desde ahora mediante su pertenencia a la comunidad cristiana. Este mismo pensamiento aparece en la carta a los Hebreos, en donde el autor afirma: †œPorque no tenemos aquí abajo la ciudad (polín) permanente, sino que buscamos la futura† (Hb 13,14). La participación en la comunidad política no es un dato último y definitivo, sino relativo y provisional. Lo que realmente da fundamento a la existencia del hombre es su participación en la ciudad celestial, que ha comenzado ya en esta tierra con la participación en la comunidad cristiana.
Estás afirmaciones están preñadas de consecuencias en lo que se refiere a la actitud concreta que es preciso asumir ante la comunidad política. Observamos en primer lugar un hecho que es de enorme importancia para comprender con exactitud la concepción neotestamentaria de la política. En estas perícopas, como en otros muchos pasajes análogos del NT, se expresa lo que podríamos definir sin más una †œconciencia política† real, y bastante fuerte. Efectivamente, los primeros cristianos, aunque sabían perfectamente que tenían diversos orígenes étnicos y que no constituían por tanto una nación, no solamente hicieron propia la convicción judía de ser un pueblo, viendo en la Iglesia a la auténtica heredera de Israel y transfiriendo consiguientemente a ella la noción y el término de pueblo de Dios, sino que a esta noción y a este término les dieron una acentuación consciente e insistente. En efecto, no es ciertamente una casualidad el hecho de que el NT recurra tan frecuentemente a un vocabulario de naturaleza política y que en los dos pasajes anteriormente mencionados aparezcan en particular los términos polis y poííteuma. Al contrario, en este uso se expresa la convicción cristiana de constituir realmente una comunidad política o, para usar la fórmula precedente, la conciencia política real de los primeros cristianos. Esta conciencia política, sin embargo, es radicalmente diversa, y hasta fuertemente polémica, respecto a la conciencia pagana. De las afirmaciones antes recordadas se deriva realmente un comportamiento frente al Estado y frente a la vida política en general que puede definirse como de reserva, de separación, de prevención. En cuanto miembros de la comunidad cristiana, que anticipa ya en esta tierra a la comunidad celestial, los creyentes se sienten y se conciben como extraños a la comunidad política. No tienen una patria, como los demás ciudadanos, sino que viven en las respectivas ciudades como peregrinos y extranjeros (Hb 11,9; Hb 11,13; IP 1,1; IP 1,1 7 IP 2,11). Y que estas consecuencias no se quedaron en algo meramente teórico, sino que se vivieron también en la práctica, lo demuestra de forma evidente la historia de la Iglesia de los dos primeros siglos, de la que sabemos que la acusación principal que se dirigió contra los cristianos, y que resume todas las demás, es precisamente la de mostrarse extraños ala vida de la ciudad. Si a todo esto añadimos la invitación de Pablo a los cristianos de Co-rinto a no acudir a la justicia civil, sino a procurar resolver precisamente sus conflictos dentro mismo de la Iglesia (1 Cor 6,lss), y aquella otra exhortación más general a mantener con el †œmundo† una actitud de reserva †œescatológica†
ico 7,26-32, †œEn estos tiempos difíciles en que vivimos es mejor quedarse como se está… Por tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyesen; los que gozan del mundo, como si no disfrutasen; porque este mundo que contemplamos está para acabar†), podemos comprender quizá qué enorme novedad constituía el pensamiento cristiano sobre la política respecto al pensamiento pagano. La vida del ciudadano no se agota ya en el ámbito de apolis, sino que encuentra su realización auténtica en la comunidad celestial. Por eso mismo han quedado superadas las leyes de la polis y como suspendidas por las leyes de la ciudad celestial. La libertad no es ya la participación en la vida política, sino que se convierte en pertenencia al Señor Jesucristo, a la comunidad de los salvados por él, en la que se han superado y han quedado en suspenso las normas de la vida política.
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Y el Estado no puede ya presentar ninguna pretensión de que los subditos le pertenezcan de manera exclusiva y primordial.
Pero precisamente esto, como es sabido, es lo que siguió ocurriendo. El imperio romano no podía aceptar esta drástica relativización de su autoridad, esta secularización radical de su poder, que de esta forma quedaba privado de todo fundamento religioso. Y siguió pretendiendo el amor junto con el temor, la veneración junto con el respeto, la persona humana junto con la moneda. Esto ocurrió de manera especialmente evidente y clamorosa en la imposición a los ciudadanos del culto imperial. Pero de manera más sutil, aunque menos evidente, sucedió siempre que el Estado, negándose a aceptar sus límites, pretendió de alguna manera la posesión de sus ciudadanos.
Es éste el cuadro que nos ofrece el famoso capítulo 13 del ¡Apocalipsis sobre la bestia que viene del mar y la bestia que viene de la tierra. Los exegetas experimentaron siempre grandes dificultades para poner de acuerdo las imágenes dramáticas de este texto de Juan con las exhortaciones a la lealtad que leíamos en la carta a los Romanos o también en la respuesta de Jesús a la pregunta sobre el tributo. No cabe duda de que este texto está muy lejos del pensamiento de Pablo. No refleja ya, evidentemente, la experiencia cristiana de la aequitas romana, sino la de la persecución imperial. Pero precisamente esta distinta experiencia nos ayuda a comprender el significado de la protesta. El Estado del Apocalipsis es el Estado que, negándose a reconocer sus propios límites, se convierte en un Estado absoluto y totalitario, en un Estado que pretende nuevamente darse un fundamento religioso (Ap 13,5-7, †œLe dieron [a la bestia] una boca que profería palabras arrogantes y blasfemias, y poder para hacerlo durante cuarenta y dos meses. Abrió su boca para blasfemar contra Dios, contra su nombre, contra su santuario y contra los que habitan en el cielo. Y le permitieron hacer la guerra a los santos y vencerlos; le dieron poder sobre toda raza, pueblo, lengua y nación†). Parodia suprema y caricatura demoníaca del poder: el poder que se convierte en bestia, que ponesu marca sobretodossussubditosyque pretendeque le rindan culto (Ap 13,11-12; Ap 13,16-17): †œVi otra bestia que subía de la tierra; tenía dos cuernos, como los de un cordero, pero hablaba como un dragón. Ella ejerce el poder de la primera bestia en su presencia y hace que la tierra y sus habitantes adoren a la primera bestia, cuya llaga mortal había sido curada… Hizo que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, recibieran una marca en la mano derecha o en la frente, de forma que ninguno pudiera comprar o vender si no había sido marcado con el nombre de la bestia o con la cifra de su nombre†). Por eso mismo la protesta del Apocalipsis no se dirige contra cualquier forma de Estado, sino contra aquel Estado que se convierte de nuevo en Iglesia.
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6. ¿Existe una concepción de la política en el NT?
Como conclusión de todo este discurso es justo preguntarse: ¿Existe una concepción de la política en el
NT?
La primera respuesta es negativa. En el NT no existe una doctrina, es decir, una elaboración compleja y orgánica de pensamientos sobre la política y sobre el Estado, como tampoco existe esa doctrina en el AT. Lo que se encuentra en él, por el contrario, es un conjunto de afirmaciones más o menos condicionadas por la realidad histórica en la que fueron formuladas. Sin embargo, estas afirmaciones pueden fácilmente reducirse a una unidad y constituir en su conjunto un núcleo fundamental de doctrina sobre la política y sobre el Estado.
En la base de todas las formulaciones del NT está la respuesta de Jesús a la pregunta sobre el tributo. Si nuestra interpretación es exacta, no contiene simplemente la distinción entre la religión y la política, ni tampoco solamente la afirmación de la legitimidad del poder político, sino la indicación de las funciones específicas y de los límites insuperables de ese poder. El imperio tiene derecho a exigir el tributo; por tanto, el pago del tributo es ciertamente lícito, ya que el cobro de impuestos forma parte de la naturaleza y de las funciones propias del Estado, que son puramente terrenas. El reconocimiento de la soberanía imperial, que se expresa en el pago del tributo, no tiene nada de específicamente religioso, ni puede, por consiguiente, tener nada de idolátrico. Es simplemente el reconocimiento de la función puramente secular que debe desempeñar el poder político. Pero esto significa precisamente que el Estado no tiene ninguna función, y por tanto ninguna misión, religiosa o salvífica. La salvación viene de Dios, no del César. Y el poder político no tiene ninguna posibilidad de contribuir a la realización de esta salvación.
Las otras afirmaciones del NT sobre el problema de la política y del Estado se mueven todas ellas en esta dirección. Es verdad que el pasaje de Pablo sobre la obediencia debida a las autoridades suena distinto a primera vista. Pablo no tiene aquí el problema de Jesús de remitir ante todo a sus interlocutores a sus obligaciones fundamentales para con Dios, subrayando para ello el carácter puramente relativo del poder político. Frente a posibles tendencias anárquicas de los cristianos helenistas, a Pablo le interesa, por el contrario, afirmar que el poder político, sea el que sea, se justifica por el mero hecho de existir y que tiene por tanto derecho a la obediencia, prescindiendo de su naturaleza, sea ella pagana o cristiana, tolerante o intolerante. En todo esto juega también evidentemente la formación cultural de Pablo, así como tienen un peso indiscutible sus experiencias personales. Pero, además, en ese pasaje se afirma con claridad la naturaleza del poder político, y por consiguiente los límites a los que está sometido. La autoridad viene de Dios, pero está puesta para el †œbien, no para la salvación; exige un tributo, pero no la adoración. También en ese pasaje el Estado se presenta como algo puramente terreno, con tareas meramente seculares.
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Efectivamente, Pablo sabe muy bien, y lo reitera con fuerza en la carta a los Filipenses, que para el creyente la verdadera ciudadanía, el verdadero Estado, no está aquí, sino en los cielos. La posición del cristiano ante el Estado, y por tanto ante la política, es una posición de reserva, de cautela. Aunque vive en una comunidad política y está por ello obligado a obedecer a la autoridad política, el cristiano sigue viviendo fundamentalmente en una condición de †œperegrino†™, de extranjero, respecto a su patria. En efecto, pertenece ya desde ahora a otra patria, y solamente de ella espera la salvación. Es la misma relativización de la política y del Estado la que está presente en la respuesta de Jesús, ya que †œla figura de este mundo pasaLa política y el Estado no tienen ninguna posibilidad de situarse como elemento constitutivo, y por tanto definitivo, de la existencia, esto es, de darse un fundamento religioso, salvífico, según la concepción difundida de la antigüedad, tanto judía como pagana.
Realmente, el poder político tiene todavía esta posibilidad, y la ejerce de hecho todavía. El NT conoce muy bien, en el Apocalipsis, la pretensión del poder político de constituir el fundamento último de la existencia. Pero ésta es precisamente la suprema tentación, que se convierte en la suprema caricatura, del poder, el cual, superados los límites infranqueables que Dios le ha prescrito, se convierte entonces en absoluto, en totalitario; en una palabra, se convierte en †œseñor† sobre los ciudadanos. Y esto ocurre no solamente cuando el poder político pretende expresamente el culto, pidiendo no sólo el honor, sino la adoración, sino también cuando el Estado pretende que los ciudadanos agoten su vida completamente en su ámbito. Entonces el Estado entra inevitablemente en conflicto con la conciencia de los creyentes, que no conoce más señorío que el de Cristo.
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q. Jossa
Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica
A) Aspecto socio-filosófico.
B) Teología política.
A) ASPECTO SOCIO-FILOSí“FICO
1. Concepto de política
En sentido lato, se entiende por conducta política un comportamiento dirigido a un fin y calculado. Como quiera que tal conducta ocurre en todos los órdenes de la vida, con esa definición no se deslinda nada específico de la p. Lo mismo hay que decir sobre la definición de la p. como una acción de poder o una actuación orientada por los valores del poder. Para eludir las dificultades de distinguir una conducta específicamente política de otros comportamientos sociales, a veces la conducta política es referida a estructuras sociales. Una estructura social es concebida como un sujeto que se comporta frente a otras estructuras. Se habla de p. del Estado, pero también de p. de las empresas, de las asociaciones o de la Iglesia. Sin embargo, también esta noción de p. resulta demasiado amplia. Si el concepto se limita a la p. del Estado, la definición de p. depende de la definición de Estado. Lo específicamente político aparece con más daridad si mediante ese término se designa el obrar directivo y la acción que en el Estado influye conscientemente sobre la dirección.
A estas definiciones axiológicamente neutrales se contraponen los ensayos de definir el obrar político como una conducta orientada por normas determinadas. Así, p. ej., se entiende la p. como realización del bien común. La tradición clásica de la teoría política intentó siempre entender la p. con ayuda de categorías éticas. Hoy día no sería ya posible, en las actuales condiciones sociales, la aceptación indiferenciada de la teoría politica aristotélica. Por lo menos para la intención de una sociedad liberal, la exclusiva vinculación de la realización del bien común con el fenómeno del Estado significa una restricción de la norma. Como no podemos pensar ya la relación entre -> Estado y -> sociedad como identidad en el sentido de la polis, la realización del bien común político se presenta como un caso especial de la norma general del bien común. Lo que constituye lo distintivo de la p. no es el bien común simplemente, sino la manera particular de su realización.
Se ofrece otro punto de partida si la p. es entendida como un estado determinado de agregación de la existencia social. Las relaciones sociales se condensan entonces, bajo determinadas condiciones, en relaciones políticas. Esta idea es la base de la definición de lo político como una relación de amigo y enemigo. Si es cierto que actualmente no se acepta ya, con razón, esta teoría de la p., no debe, sin embargo, pasarse por alto cómo contiene elementos que determinan en parte la praxis política. La relación de amigo-enemigo puesta en primer plano apunta hacia un intenso grado de integración de sociedades, integración en la que es visto lo propiamente político. En la posibilidad de la enemistad se refleja la existencia altamente integrada del propio cuerpo social. Sin perjuicio de todas las restantes objeciones, resulta claro que esta definición de la p. está orientada hacia el Estado nacional moderno y aparece así históricamente limitada.
La derivación del concepto de p. de la idea moderna del Estado implica en general la problemática de que tales definiciones suponen con frecuencia la existencia de una «sociedad política» cuya conservación pasa a ser luego la esencia fundamental de la p. Partiendo de esta función se funda luego la necesidad del dominio. Pero en realidad, el dominio político es no sólo una consecuencia de comunidades existentes, sino también, con bastante frecuencia, un factor decisivo de su génesis. Las estructuras políticas son tanto consecuencias como causas del dominio político. También la integración política, por la que se conservan las estructuras, es operada en parte por el dominio. Puede decirse que el dominio político es un fenómeno social general y que las estructuras políticas representan, en buena parte, una consecuencia de este fenómeno del dominio.
Como quiera que la definición del Estado en sentido general no ofrece menores dificultades, se recomienda partir del hecho general del dominio. El dominio político se distingue de otras relaciones del mismo orden por la universalidad de su naturaleza. Personal y objetivamente es universal. La eventual circunstancia social a quese refiere ese dominio universal es históricamente variable, pero el fenómeno mismo ocurre constantemente. Si se prescinde de finalidades históricamente condicionadas, de manera general puede hablarse de una función ordenadora del dominio político. En toda sociedad el dominio político es uno de los factores más importante de ordenación. El orden de la sociedad, en cuanto es operado por el dominio político, puede llamarse orden político. En tal caso, la acción política es la conducta referida a este orden.
2. Contenidos de la política
Pueden distinguirse tres aspectos, que en la práctica aparecen entrelazados, pero representan matices específicos. a) En la p. de orden aparece en primer término la necesidad de regulaciones obligatorias de la convivencia humana. La p. también es siempre establecimiento obligatorio de reglas de orden y su ejecución. b) La p. de bienestar está orientada a la satisfacción de las necesidades sociales, a las que se atiende por prestaciones materiales positivas del gobierno político. c) La p. también se presenta siempre como p. de intereses, como una conducta entre grupos, en la que éstos se tornan recíprocamente objeto de la imposición y ejecución de los intereses de grupo.
El entrelazamiento se ve claro si los tres aspectos se entienden intencionalmente. Las reglas del orden son un elemento del bienestar y también intervienen siempre en los intereses de grupo. Las ideas sobre el orden al menos parcialmente están condicionadas por los intereses o, por rivalizar con ideas controvertidas, vienen a ser intereses de grupo. La p. de bienestar está penetrada por intereses de grupo y se enfoca de cara a los mismos. Como quiera que interviene en la vida social dándole forma, influye también sobre el orden existente. Lo mismo cabe decir de la p. de intereses, cuya conexión con el bienestar general es evidente.
Los tres aspectos pueden ordenarse a puntos de vistas regionales y objetivos. Con su ayuda cabe analizar procesos políticos en todos los planos territoriales. A este respecto, las eventuales unidades mismas se convierten a su vez en grupos de intereses frente a unidades de igual rango o superiores. En la tradicional p. interna las tres notas aparecen por lo general combinadas. En la estructura federal o en la administración autónoma de los municipios, ello es válido también para la p. de las provincias y de los municipios respectivamente. La p. del Estado nacional ha marcado también respecto de los contenidos de la p. la distinción entre p. interior y p. exterior. La p. exterior ha sido primariamente p. de intereses estatales nacionales. La fórmula de la primacía de la p. exterior permite conocer la restricción de contenido que aquélla encierra. El bienestar social no puede hoy día garantizarse ya únicamente en un plano nacional. El orden interestatal necesita urgentemente una p. positiva de ordenación. La constelación política universal y la situación social general hacen surgir agrupaciones de intereses superiores a las naciones.
Por eso, ni siquiera los órdenes objetivos (p. constitucional, p. jurídica, p. social, p. económica, p. cultural, p. militar) pueden ya entenderse únicamente como p. interior. Junto con la división regional, estos órdenes son el marco objetivo de referencia del obrar político en todos los planos regionales.
3. Normas de la política
El problema central es la legitimidad del dominio político y de sus ordenaciones. El mando no se legitima sin más por el hecho consumado. Por otra parte, no todas las ordenaciones de un gobierno considerado como ilegítimo carecen de legitimidad, pues se justifican por necesidades ineludibles (p. ej., reglas de tráfico o lucha contra el crimen). Como quiera que, a la inversa, tampoco de la legitimidad de un gobierno puede concluirse la legitimidad de todas sus ordenaciones, es necesaria la distinción entre legitimidad del gobierno y legitimidad de su acción.
Hay que distinguir además entre el proceso fáctico de legitimación y la legitimidad como norma suprapositiva de derecho. Sin perjuicio de las controversias sobre la posibilidad de conocer normas suprapositivas, el hecho de que sólo el consenso de su reconocimiento da eficacia a la legitimidad prueba la necesidad de que existan tales normas para toda sociedad. La cuestión dela legitimidad del gobierno se refiere al establecimiento o nombramiento de poder político. Para una ordenación liberal y democrática no es constitutivo el asentimiento de todos al gobierno, sino sólo el asentimiento a la manera de establecerlo. Indudablemente, esta legitimación comunica también la legitimidad a gran parte de las decisiones políticas.
Pero no basta en todos los casos, porque también un gobierno legítimo puede infringir normas positivas y suprapositivas. Para poder comprobar tales extralimitaciones, es necesario un consentimiento que, aparte las formalidades del establecimiento del gobierno y del proceso legislativo, se refiera a la importancia ética de las decisiones políticas. De aquí resulta la necesidad de catalogar los derechos del -> hombre y los derechos fundamentales en general dentro de las constituciones modernas, que fijan principalmente los limites dentro de los cuales puede en absoluto regularse algo políticamente, es decir, con obligación universal. Sin tales normas, todo género de gobierno, desde la dictadura de un solo hombre hasta el gobierno de la mayoría, se convierte en arbitrariedad. Por eso, el principio del Estado de derecho se ha introducido en las constituciones de las sociedades libres con igual rango que los principios democráticos. Mas para asegurar los limites puestos al dominio político por la norma, es menester una estructura pluralista del mismo, con la posibilidad de que la violación de los límites por parte de un órgano de gobierno sea impedida y sancionada por las decisiones de otro.
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B) TEOLOGíA POLíTICA
La noción de teología política se usa en la actual discusión teológica en un contexto de problemas y sentidos perfectamente determinado. Este contexto debe ser tenido en cuenta, porque el concepto de teología política es de suyo ambiguo y no inequívoco. Por añadidura, está históricamente muy lastrado. Terminológicamente se deriva del estoicismo y de su tripartición de la teología en mítica, natural y política (cf. Varrón en AGUSTíN, De civ. Dei vr 5). En Roma la teología política alcanzó la primacía respecto de la «natural», que dominó en la tradición helenística. Allí vino a sancionar teológicamente el primado de la p. y a legitimar el absolutismo del Estado. Esta teología política romana fue recogida por el -> renacimiento y halló sus defensores, p. ej., en Macchiavelli y Hobbes y – con miras a la idea restauradora de un «Estado cristiano» – en el -> tradicionalismo francés del siglo xix.
1. De esta significación del concepto de teología política, que llega hasta el romanticismo politico (Baader, Schelling, Pilgram y otros) y en las condiciones de la actual sociedad debe cobrar necesariamente rasgos de restauración e integrismo o (en relación con la teoría política: cf. C. Schmitt) rasgos abiertamente decisionistas, hay que distinguir claramente aquella acepción de la teología política que se presenta en la problemática (hermenéutica) de las bases de la teología sistemática actual. La teología política cobra aquí importancia sobre todo bajo un doble aspecto.
a) En primer lugar, la teología política aparece aquí como un correctivo crítico frente a cierta tendencia de privatización en la teología actual (en su forma trascendental, existencial y personalista). Esta inteligencia de la teología política se apoya críticamente en la actual situación problemática dentro de la teología y trata de superar con espíritu crítico la privatización tendencial del núcleo del mensaje cristiano, la reducción de la praxis de la fe a la decisión acósmica del individuo, tal como se ha producido en la teología como reacción frente a la disgregación entre religión y sociedad (-> ilustración); pero trata de superar eso, no en el sentido de un retomo a una identificación ingenua y precrítica de -> religión y -> sociedad, sino en el sentido de una nueva «segunda reflexión» sobre la relación entre ambas. Como tal correctivo crítico, la teología política está guiada por la intención de quitar su carácter privado al mundo conceptual teológico, a la lengua de la predicación y de la espiritualidad. Trata de superar aquel excesivo matiz privado en el hablar de Dios, la obstinada contraposición entre existencia espiritual y libertad de crítica social, que ensancha el abismo, comprobable por todas partes, entre lo que se propone como decisivo en la teología y la predicación y aquello de que el cristiano vive efectivamente y por lo que se deja guiar.
b) En segundo lugar, la teología política aparece aquí como el intento de formular el mensaje escatológico del cristianismo en las condiciones de nuestra sociedad y teniendo en cuenta el cambio de estructura de su vida pública (intento de superar una hermenéutica puramente pasiva del cristianismo en el contexto social contemporáneo). Bajo esa perspectiva, la vida pública no es entendida como objeto de un trabajo cristiano secundario, o de una pretensión cristiana más o menos coloreada de ambición política, sino primariamente como medio esencial de hallar la verdad teológica y de predicar el cristianismo en general.
2. En este sentido, la teología política no designa primariamente una nueva disciplina teológica junto a otras, con un conjunto determinado de temas regionales o especiales. No es simplemente «teología aplicada», en cierto modo, a la vida pública y a la p. Bajo este aspecto, tampoco es simplemente idéntica con lo que dentro de la teología se llama «ética política», ni con lo que se intentaba en las beneméritas corrientes de una teología social y de un evangelio social. La teología politica reclama, en efecto, un rasgo fundamental en la construcción de la conciencia crítica teológica en general, que a la verdad está determinada por una nueva relación entre -, teoría y práctica, según la cual toda teología como tal debe ser «práctica» y estar orientada a la acción.
Sólo quien pase por alto la fundamental intención teológica, así caracterizada, de la teología política, puede malentenderla como teología politizante (con una peligrosa proximidad a la vida pública social y política), cuando en realidad la teología politica por su reflexión social quiere impedir precisamente que la teología y la Iglesia se vean cargadas sin crítica y como por la espalda con cualesquiera ideologías políticas.
3. Esta teología política lo refiere todo al mensaje escatológico de Jesús, pero a través de la nueva situación de partida de la razón crítica, tal como se inició ya en la Ilustración y halló su anticulación por lo menos desde mediados del siglo xxx, desde Hegel y Marx, si bien, a la sombra de una tradición puramente idealista y luego personalista y existencialista de la teología, no logró suficiente claridad y estimación. Lo peculiar de esta situación de partida es, dicho brevemente: la relación fundamental de razón y sociedad, el carácter social de la reflexión crítica, la necesidad de que la razón crítica reflexione socialmente, y la imposibilidad de que la pretensión crítica de la razón se quede en «pura teoría». Ello quiere decir que, en la teología política, se reproduce el problema clásico de la relación entre fides y ratio en este nuevo plano de problemas; y el llamado problema fundamental hermenéutico de la teología no aparece en este horizonte primariamente como el problema de la relación entre la teología sistemática y la histórica, entre el dogma y la historia, sino como el problema de la inteligencia de la fe y de la praxis social.
a) La nueva relación entre teoría y práctica a la luz de la teología… En conexión con los nuevos caminos abiertos en la teología protestante después de Bultmann (sobre todo en J. Moltmann y W. Pannenberg), la teología política resalta el carácter básico de la escatología y sitúa nuevamenteel mensaje escatológico del – reino de Dios en el centro de la conciencia teológica, de acuerdo con la estrecha solidaridad interna entre Dios y el venidero reino de Dios en la tradición neotestamentaria de la inteligencia de Dios. El futuro de este reino divino es visto como factor interno y permanente en la afirmación teológica de la divinidad de Dios; la categoría de «-> futuro» y la categoría – referida a la sociedad – de reinado o «reino» de Dios se insertan en la base de toda reflexión teológica. Efectivamente, si a la divinidad de Dios corresponde el «mundo nuevo» prometido, en tal caso la verdad de la divinidad de Dios no puede siquiera pensarse suficientemente en las condiciones de la actualidad y, por tanto, el respectivo mundo presente no es base suficiente para la inteligencia de esta verdad; en tal caso, sólo la «superación» del presente y de las condiciones de su entender abren un acceso a la futura verdad de la divinidad de Dios. Precisamente la teología que toma en serio el carácter escatológico de su «objeto», está «trascendental y necesariamente referida a la articulación de una inteligencia de sí misma orientada a la acción» (J. Habermas).
En este sentido, la teología política ve la nueva relación entre teoría y práctica tal como fue desarrollada en las filosofías dialécticas de la historia (con atisbos de revolución histórica) del siglo xxx, sobre todo desde Hegel y la tradición de la izquierda hegeliana; y considera estas filosofías, no simplemente como mala popularización de la escatología cristiana, como una caída de la misma en proyectos históricos y utopías sociales puramente inmanentes, sino precisamente también como signo de que aquí «la conciencia de crisis escatológica penetra en la conciencia de la historia acerca de sí misma» (J. Habermas). Y con ello la teología política acepta la confrontación crítica con una tradición filosófica que ha encontrado poca consideración en la teología más reciente. En efecto, mientras la teología sistemática más joven – en el campo católico sobre todo superando críticamente el sistema de la neoscolástica – dialogó con la filosofía trascendental de Kant, con el idealismo alemán y con los fenómenos posteriores del -> personalismo y del -> existencialismo, apenas en cambio ha estudiado la tradición de la izquierda hegeliana con sus esquemas inmanentes de filosofía de la historia. La teología política acepta a la vez la discusión con la critica de la -> religión fundada en esta tradición, la cual, como crítica de la -> ideología, trata de entender la religión como función derivada de distintas prácticas sociales y relaciones de poder, y, bajo el lema de «falsa conciencia», quiere descifrar al sujeto religioso como la sociedad que no tiene todavía conciencia de si misma.
b) Enfoque teológico de la vida pública. Al considerar la situación de la sociedad ilustrada y secularizada, la teología política trata de reflexionar de nuevo sobre aquella referencia a la publicidad que es inmanente al mensaje neotestamentario de salvación, de perdón y de reconciliación, y que Jesús mantiene aun en presencia de su muerte. La teología política reclama la conciencia del subsiguiente proceso «mortal» entre el mensaje escatológico del reino de Dios y la respectiva publicidad político-social, concretamente por lo que se refiere a su cambio histórico de estructura (-> opinión pública). Sin negar una legítima individualización de la relación con Dios (como punta del mensaje neotestamentario frente a la tradición del AT), la teología política recalca que las promesas centrales del mensaje neotestamentario del reino de Dios (libertad, paz, justicia, reconciliación) no pueden hacerse radicalmente privadas ni, consiguientemente, interiorizarse y espiritualizarse simplemente como correlativo del ansia de libertad y paz del individuo, sino que insertan a éste dentro de una libertad crítica frente a su contorno social. El acceso al carácter «público» y social así descrito de estas promesas, queda obstruido sobre todo en un doble aspecto:
1º. En primer lugar, por la forma de aquella teología política que se elaboró en la primera tradición cristiana, por influjo de la metafísica política del Estado de Roma, como «cristología política» (cf. H. Schmidt) y «monoteísmo político» (cf. E. Peterson). En ella, con peligrosa ligereza, se politizó directamente el mensaje escatológico del reino de Dios y así, en la era de -> Constantino, esa teología política pudo venir a ser la sucesora directa de las ideologías religiosas del Estado en la antigua Roma. Esta forma de politización del mensaje cristiano tiene todavía efectos negativos dentro del presente, pues cierra el acceso a la fundamental referencia pública del mensaje neotestamentario y al uso inequívoco de la expresión «teología política». Indirectamente, esa línea tradicional tuvo también consecuencias problemáticas por el hecho de que, sobre todo desde Agustín, por una comprensible reacción critica contra semejante decadencia ideológica de la escatología cristiana, los contenidos de estas promesas escatológicas se interiorizaron, espiritualizaron e individualizaron demasiado unilateralmente.
2.° En segundo lugar, el acceso a la inteligencia de esta constitución «pública» del mensaje escatológico queda obstruido porque corrientemente se pasa por alto el rasgo critico negativo y liberador, sin embargo, en esta negatividad, de la pretensión «pública» del mensaje, y se teme por ello, al poner de relieve ese elemento, un neointegrismo cristiano o eclesiástico, que quisiera colarse con aire restaurador en la sociedad secularizada y religiosamente emancipada. En realidad, la teología política trata de tomar radicalmente en serio a este mundo «secularizado» como punto de partida de la teología y la predicación; no ciertamente porque deje sin más en libertad a la sociedad (como en algunas teorías teológicas modernas sobre la -> secularización), eliminando la referencia social del mensaje escatológico, sino porque sólo negativa y críticamente hace valer en esta sociedad sus categorías por definición universales. En efecto, como magnitud social particular, el cristianismo sólo puede formular el carácter «absoluto» y «universal» de su mensaje, sin intromisiones ideológicas, si lo formula como negación crítica (sobre y en situaciones determinadas).
Así se ve claro que, con su realce de la estructura pública del mensaje cristiano, la teología política no recae en una falsa inmediatez respecto de la vida pública social y política. Efectivamente, de lo dicho se desprende en primer lugar que el cristianismo y su mensaje no puede identificarse simplemente con una determinada institución política (en sentido estricto). Ningún partido político puede reclamar la exclusiva de tal critica; y ningún partido político puede, por otra parte, hacer contenido de su acción política (si no quiere a la postre operar romántica o totalitariamente) lo que es el horizonte para la protesta crítica del cristianismo, a saber, el todo de la historia bajo la reserva escatológica de Dios (este «todo de la historia bajo la reserva escatológica de Dios» dice cabalmente de manera crítica y negativa que no es posible señalar ningún sujeto inmanente de la totalidad de la historia que pudiera convertir el todo de la misma en contenido de su acción política).
De todos modos no puede tenerse en poco la «conciencia negativa», la actitud de crítica social, en la que se trasmite la pretensión pública del evangelio. La impugnación crítica de situaciones sociales y políticas, que va aneja a tal actitud, es una «negación determinada», pues se alza ante situaciones perfectamente definidas y, como actitud critica social, bajo determinados presupuestos puede adoptar plenamente la forma de una protesta revolucionaria. Esta «mediación negativa» del evangelio no es «puramente negativa» en un sentido vacío e indefinido, sino que en ella hay una gran fuerza positiva: en esta negación critica, y realmente sólo a través de ella, se abren y liberan nuevas posibilidades (para la inteligencia estrictamente dialéctica de esta «negación critica» cf., p. ej., ADORNO, Negative Dialektik). En dicha negación se articula la figura formal de la esperanza cristiana, por cuanto en ésta el cumplimiento prometido en la resurrección de Jesucristo sólo se alcanza pasando por la negación «mortal» del mundo existente, tal como eso se expresa en el mensaje de la cruz de Jesús.
En segundo lugar, ha de tenerse en cuenta que los problemas de dominio político nunca pueden reducirse adecuadamente en forma «unidimensional» a problemas de planificación técnica racional (cf. H. Marcuse, H. Lübbe), y que, consiguientemente, la decisión política misma – a través de su legitima racionalización técnica – permanece orientada por fines discutidos; es decir, el proceso de racionalización del obrar político mismo sigue determinado por un horizonte utópico de intereses, que un ciego pragmatismo decisionista puede ciertamente negar, pero no eliminar, y que en realidad ha de abordarse «dialécticamente». Si se ve aquí el lugar de decisión teórica para la palabra social del cristianismo, en tal casoesta palabra no puede ser sospechosa de falsa proximidad respecto de la vida pública en el campo social y político.
4. Mirando a su modo de proceder y al contexto histórico del problema, la teología política así descrita pudiera también llamarse teología dialéctica; pero no en el sentido de la «teología dialéctica» del primer K. Barth, en que «dialéctica» designa sobre todo la paradoja que no admite mediación (y que por eso a la verdad obra también ahistóricamente) de la relación entre Dios y hombre, sino en el sentido de una mediación histórica del mensaje bíblico, en la que éste atestigua su trascendencia superando mediante una crítica liberadora las condiciones existentes.
5. La teología política puede y debe exponer también las verdades teológicas centrales con miras a la relación articulada en ella entre fe y razón referida a la sociedad. De esta manera aparece a su luz la fe cristiana como forma de libertad de crítica social, y la Iglesia como lugar de esta libertad, a la que se siente llamado el cristiano en presencia del mensaje escatológico.
a) -> Fe, -> esperanza y -> amor como forma de libertad de crítica social: fe dogmática como vinculación a fórmulas doctrinales, en que se recuerda y representa un pasado peligroso, en que se evocan las exigencias de promesas pasadas y esperanzas acontecidas, para romper el encanto de la conciencia imperante (y de sus «represiones»); esperanza como protección crítica liberadora del individuo en una determinada negación de cada uno de los totalitarismos históricos y sociales, en cuanto, por un anticipo de la esperanza, se afirma o acepta el todo de la historia como puesto bajo la reserva escatológica de Dios; amor, no sólo como hecho interpersonal, sino como amor social: como decisión absoluta y «desinteresada» en favor de la libertad y de la justicia para los demás (lugar teológico inmediato para la discusión del problema de la -> revolución).
b) La Iglesia como lugar e institución de la libertad de crítica social. Esta definición de la Iglesia por vía de ensayo no es una adecuada definición dogmática. Sin embargo, la realización de la Iglesia (en la palabra, el culto y los sacramentos) y su misión central de perdón y reconciliación pueden articularse en estilo de crítica social. Esta definición de la Iglesia contiene sobre todo una nueva hermenéutica de la misma en la sociedad (significación de tradición e institución en una sociedad posthistórica; institución eclesiástica, que sabe de su propia provisoriedad escatológica, no como represión, sino como posibilitación de libertad crítica [figura formal de la «iglesia sirviente»:]; publicidad crítica en la Iglesia; estimación positiva de la identificación parcial con la institución; derecho y libertad en la Iglesia no como problemas de constitución, sino como elementos en el proceso cognoscitivo de una teología eclesiástica, etc.).
BIBLIOGRAFíA:
1. CONCEPTO HISTí“RICO: C. Schmitt, P. Th. (Mn – L 21934); E. Peterson, Der Monotheismus als politisches Problem: Theologische Traktate (Mn 1951) 45-147; E. Topitsch, Kosmos und Herrschaft. Ursprünge der politische Theologie: Wort und Wahrheit 10 (W 1955) 19-30; A. Ehrhardt, Politische Metaphysik von Solon bis Augustinus 1-II (T 1959); Garcia Rodriguez, Teología de la política (Sig 1952); J. Gebhards, Politik und Eschatologie. Studien zur Geschichte der Hegelschen Schule in den Jahren 1830-1840 (Mn 1963); H. Schmidt, Anmerkungen und Anfragen zum Problem der «politischen Christologie»: Concilium 4 (1968) 437-443.
2. SISTEMíTICA: A. Rich, Glaube in politischer Entscheidung (Z – St 1962); H. R. Schlette, Der Anspruch der Freiheit. Vorfragen politischer Existenz (Mn 1963); J. Moltmann, Teología de la esperanza (Sig Sal 1969); W.-D. Marsch, Gegenwart Christi in der Gesellschaft (Mn 1965); H. Cox, Stadt ohne Gott? (St 41967); W. Pannenberg, Grundfragen systematischer Theologie (Gö 1967); Y. Spiegel, Theologie der bürgerlichen Gesellschaft (Mn 1968); H. Schulze, Gottesoffenbarung und Gesellschaftsordnung (Mn 1968); J. Moltmann, Perspektiven der Theologie (Mn 1968); T. Rendtorjf – H.-E. Tödt, Theologie der Revolution (F 1968); J. B. Metz, Teología del mundo (Síg Sal 1970); ídem, Das Problem einer politischen Theologie und die Bestimmung der Kirche als Institution gesellschaftskritischer Freiheit: Concilium 4 (1968) 403-411 (cf. el conjunto de artículos del n.0 6 – 7 dedicado a la fe y la realidad sociopolltica); idem, El hombre futuro y el Dios venidero, en ¿Es esto Dios? (Herder Ba 1973) 257-280.
3. FILOSí“FICA: E. Bloch, Naturrecht und menschliche Würde (F 1961); A. Gelen, Anthropologische Forschung (H 1961); J. Habermas, Theorie und Praxis (Neuwied – B 1963); W. Benjamin, Zur Kritik der Gewalt (F 1965); H. Lübbe, Zur Theorie der Entscheidung: Collegium Philosophicum (Bas – St 1965) 118-140; J. Schelsky, Auf der Suche nach Wirklichkeit (D 1965); Th. W. Adorno, Negative Dialektik (F 1966); H. Marcuse, El hombre unidimensional (J. Mortiz Méx 1968); H. Albert, Traktat über kritische Vernunft (T 1968); J. Habermas, Erkenntnis und Interesse (F 1968); H. Maier, Politische Theologie? : StdZ 183 (1969) 73-91.
Johann Baptist Metz
K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972
Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica