PROFESION DE FE

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Además del sentido de trabajo preferente, ocupación concreta o empleo, oficio o labor social y pública, la idea de profesión alude a la declaración o manifestación social de lo que se es, se piensa o se tiene. Profesión de fe es declaración de las propias creencias o de los misterios cristianos a los cuales se adhiere la inteligencia y la persona entera. Tal se hace en el Bautismo de forma solemne, en la Eucaristí­a cuando se recita el credo, en ocasiones solemnes como en la liturgia pascual.

La Iglesia, en su legislación (C.D.C) exige la profesión de fe, que suele llamarse también juramento, a los que acceden a determinados cargos o dignidades (cc. 833): obispos y cardenales, párrocos y vicarios, rectores y catedráticos de materias relacionadas con la fe y las costumbres.

(Ver Vocación 3.1. ver Ministerios 2.4)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. credo, fe)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Fórmula que adopta una comunidad religiosa para que sea normativa de los contenidos de lo que cree. Se dan diferentes terminologí­as para expresar la misma realidad: en Oriente se utilizaron primero las palabras sí­mbolo y homologia; en Occidente se habló de credo, sí­mbolo y profesión.

Una larga história acompaña a la profesión de fe cristiana; hunde sus raí­ces en el Nuevo Testamento, en el que se reconocen tres diversas estructuras de profesión de fe que se clasifican como: simples, estereotipadas y complejas. “Tú eres el Cristo” (MC 8,29), “Jesús es el Señor” (1 Cor 12,3) son las fórmulas primitivas simples, que se van ampliando sucesivamente y se hacen cada vez más complejas: “Confesarás con tu boca que Jesús es el Señor y creerás con tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos ” (Rom 10,9). Lo que es importante advertir para las profesiones de fe es que ponen siempre en el centro el acontecimiento de la muerte y resurrección del Señor (cf. Hch 2,23-~4); a partir de aquí­, se elaboraron las fórmulas trinitarias, como demuestra la conclusión del evangelio de Mateo: ” bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo” (Mt 28,19).

A partir del siglo 11, hasta llegar a las profesiones de fe de los concilios de Nicea y Constantinopla, se advierte un desarrollo progresivo de las profesiones neotestamentarias que se expresan tanto en las fórmulas bautismales como en la elaboración de las fórmulas complejas. Hay algunos textos importantes en los que podemos valorar la praxis de la Iglesia primitiva: Hch 8,37 es una glosa posterior en la profesión de fe del eunuco antes de recibir el bautismo, donde el texto revela una praxis ya existente; en la Apologia de Justino se encuentra una formulación digna de atención por su estructura ternaria: “Dios, Padre de todas las cosas; Cristo, salvador y crucificado bajo Poncio Pilato; el Espí­ritu Santo que por boca de los profetas anunció de antemano lo que se refiere a Jesús (Ap. 1, 61); Tertuliano es el primero que nos da a conocer la existencia de una responsio que el catecúmeno tiene que dar antes de recibir el bautismo, donde por primera vez se encuentra la mención de la Iglesia.

El primer texto “completo” y más antiguo de profesión de fe es el que se encuentra en la Traditio apostolica, escrita por Hipólito en tomo al año 215, donde se describe la praxis bautismal de la Iglesia de Roma. La estructura es interrogativa y el catecúmeno tení­a que confesar por tres veces que conocí­a y aceptaba la fe, afirmando: “yo creo”. La praxis de la Iglesia de los primeros siglos suponí­a para los catecúmenos un doble momento de la profesión de fe: la traditio y la redditio symboli. Con la traditio sé les entrega el texto del credo, como signo de su ya próxima recepción del bautismo, para que lo aprendiesen de memoria; con la redditio lo profesaban en público ante la comunidad reunida para celebrar su bautismo. Agustí­n, en el libro VIII de las Confesiones, nos ofrece una sugestiva descripción de este momento.

Todas estas profesiones tení­an su contexto significativo en la liturgia bautismal; sin embargo, las fórmulas del sí­mbolo no se limitaban a esto, sino que se extendí­an también al testimonio de los contenidos de la fe, sobre todo cuanto acechaba algún error. En este horizonte es donde hay que reconocer los sí­mbolos de fe mas evolucionados, que muestran ya una verdadera elaboración dogmática.

El primer texto que hay que mencionar es el Sí­mbolo romano o Sí­mbolo apostólico, va que una tradición legendaria hací­a remontar su composición a los Doce antes de que se dispersaran para ir a evangelizar el mundo. Lo encontramos en el texto de Rufino, Expositio in symbolum apostolicum, y se subdivide en 12 artí­culos.

Entre los sí­mbolos más importantes está el de Nicea (325), construido sobre el texto que habí­a propuesto el obispo de Cesarea contra los errores de Arrio, afirmando que en aquella profesión de fe lo habí­an instituido como catecúmeno y que seguí­a estando obligado a mantenerla como presbí­tero y obispo. A partir de la profesión de fe de Nicea, el sí­mbolo adquiere un valor declarativo; la Iglesia empieza a considerarlo como signo expresivo de la fe de toda la Iglesia y como forma de la comunión intereclesial, convirtiéndose así­ en la regula fidei de la comunidad cristiana.

En el siglo 1V, la Iglesia conoce al menos dos sí­mbolos oficiales: el romano y el niceno-constantinopolitano; mientras que el primero sigue estando anclado en la liturgia bautismal, el segundo va ocupando progresivamente un puesto en la eucaristí­a: en el siglo y lo encontramos presente en los textos litúrgicos de Antioquí­a, en el siglo VI en todo el rito bizantino, en el VIII en Francia y en la Iglesia de Milán; en 1014, finalmente, se le pide también a la Iglesia de Roma que se acomode a la praxis de toda la Iglesia, A lo largo de los siglos se multiplicaron las profesiones de fe; se encargaron de escribirlas las Iglesias particulares, algunos sí­nodos (Orange y Toledo), el concilio 1V de Letrán y varios papas, a medida que lo exigí­an las circunstancias: pí­o 1V al concluir el concilio de Trento, pí­o X contra el modernismo, Pablo VI al concluir el Año de la fe.

En la actualidad, la profesión de fe se utiliza para expresar diversas funciones de la vida eclesial: la liturgia, la ortodoxia y la fidelidad de algunas personas llamadas a desempeñar un ministerio particular en la comunidad; sin embargo, no hemos de olvidar que manifiesta sobre todo la fe personal y eclesial en el Señor muerto y resucitado, centro de la fe y sentido de la existencia.

R. Fisichella

Bibl.: J. Wicks, Sí­mbolo de la fe, en DTF, 1380-1384; J, N, D. Kelly Primitivos credos cristianos Secretariado Trinitario, Salamanca 1980; H. de Lubac, La fe cristiana. Secretariado Trinitario, Salamanca 1980; S. Sabugal, Credo, La fe de la iglesia, Zamora 1986; O. Cullmann, La fe y el culto en la iglesia primitiva, Studium, Madrid 1971, 63-122.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Problemática – II. Sí­mbolo – III. Liturgia y profesión de fe – IV. Circunstancias en las que aparecieron las profesiones de fe: 1. Vida litúrgica; 2. Kerigma; 3. Catequesis; 4. Experiencia eclesial; 5. Controversias – V. Fórmulas históricas de la profesión de fe: 1. Antiguo Testamento; 2. Nuevo Testamento; 3. Iglesia antigua – VI. Perspectivas actuales.

I. Problemática
La fe cristiana desde sus inicios se ha expresado en las profesiones de fe, que han asumido lenguajes y matices diversos en dependencia de las variadas situaciones ambientales y de las necesidades pastorales. La confesión pública de Jesucristo es la determinación decisiva, que lleva posteriormente a formular sí­ntesis autorizadas de los contenidos de la propuesta cristiana de salvación. A lo largo de la historia, la iglesia ha proclamado siempre, si bien con modalidades literarias, expresiones cultuales y acentuaciones existenciales diferentes, su total adhesión al misterio de la condescendencia del amor del Padre en Cristo Jesús. En nuestro mundo contemporáneo, en el intento de reformular el lenguaje del credo para hacerlo más comprensible en su anuncio y en su celebración, ha vuelto a aflorar la urgencia de captar el alma más verdadera de la proclamación comunitaria de la fe. Frente a esta exigencia, en la comunidad eclesial emergen al mismo tiempo la necesidad de vivir en profunda unión con toda la tradición de la iglesia y de dar un rostro nuevo al contenido doctrinal. En torno al misterio de Cristo, cada vez más luminoso y estimulante, se revitaliza de modo continuo la existencia de los fieles concretos y de sus comunidades, que celebran en el culto y confiesan en la historia.

La profesión de fe posee una gran eficacia, porque evidencia el proceso de continuidad del misterio histórico-salví­fico de la redención e invita a los fieles a una coherencia renovada; todas las generaciones que se han venido sucediendo en la historia de la iglesia proclaman el mismo mensaje, celebran la única salvación, testimonian la misma vitalidad.

Las fórmulas son la manifestación de la fe, acogida y proclamada, de la comunidad eclesial. El lenguaje mediante el que se comunica el anuncio, necesariamente debe asumir categorí­as culturales propias del momento histórico en el que la proclamación del evangelio tiene lugar; las significaciones de esta acogida de la fe deben a su vez retraducirse en expresiones que evidencien cómo ha sido percibido el mensaje, cómo ha determinado la vida personal y comunitaria y la fuerza de la celebración salví­fica. La profesión de fe se hace así­ visibilización de la vitalidad de la tradición de la iglesia, que camina, en un dinamismo ascensional, proyectada hacia la parusí­a.

En el campo estrictamente litúrgico, la profesión de fe anima las celebraciones sacramentales y se hace particularmente explí­cita en el bautismo y en la eucaristí­a; la proclamación de la fe, tanto en las promesas bautismales como en el canto del credo en la asamblea litúrgica dominical, representa la más luminosa manifestación de la vitalidad de la fe de la comunidad de los creyentes. En estas especí­ficas celebraciones los fieles revelan la alegrí­a de estar insertados en una situación de salvación que debe traducirse en gesto en la acción de gracias sobre los dones, como justamente afirma la OGMR: “El sí­mbolo o profesión de fe, dentro de la misa, tiende a que el pueblo dé su asentimiento y su respuesta a la palabra de Dios oí­da en las lecturas y en la homilí­a, y traiga a su memoria, antes de empezar la celebración eucarí­stica, la norma de su fe” (n. 43).

Si se conduce a la comunidad cristiana a comprender el valor de la profesión de fe y a personalizar sus contenidos, la ritualidad celebrativa será verdaderamente signo de una vitalidad eclesial.

II. Sí­mbolo
En su modo cotidiano de vida los cristianos se han habituado a entender, con la palabra credo, una fórmula fija, que sintetiza los aspectos principales de su elección de fe. Esta visión, sin embargo, puede inducir fácilmente al error de considerar la profesión de fe sobre todo como una simple enumeración de proposiciones que los fieles han de aceptar. Para evitar este peligro, la tradición de la iglesia, sobre todo la patrí­stica, ha utilizado otro término, seguramente más vivo: sí­mbolo. Este vocablo no indicaba entonces ante todo la adhesión a algunos elementos doctrinales, sino más bien la acogida viva y activa del Otro que viene en la historia. El lenguaje del sí­mbolo, por su propia naturaleza, pone en estrecho contacto con la totalidad del misterio. Quien se apropia su contenido profesa aceptar todo el proceso revelativo, que tuvo su culminación en el misterio pascual. El acto de proclamar el credo en la asamblea litúrgica por parte de la comunidad celebrante evidencia la voluntad de realizar un gesto que indica que la propia existencia está en í­ntima relación con la fuente de la historia de la salvación, es decir, con el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo. La recitación del sí­mbolo descubre una vida ya inmersa en una relación estable con la Trinidad, que con su activa presencia cualifica el ser de los creyentes. “El symbolum es la cara visible del mysterium de Dios, una expresión”‘
En este cuadro vivo, el sí­mbolo resulta lógicamente la regla de la fe a la que hay que acudir constantemente para llevar una existencia auténtica y testimonial. La comunidad eclesial, de hecho, se vio precisada en su historia a elaborar fórmulas que resumieran su fe- y sedimentaran en las diversas culturas el núcleo esencial del kerigma. Los fieles, si quieren desarrollar su propia vitalidad en torno a Cristo, deben situarse en actitud de verificación con el sí­mbolo, para que su crecimiento sea un real florecer de la vocación a ser cada vez más lugar del señorí­o de Cristo en la alabanza del Padre mediante la comunión creada por el Espí­ritu.

En las catequesis mistagógicas de la época patrí­stica estaba muy presente la imagen de la elección cristiana como celebración de la alianza en la iglesia entre Dios y su pueblo en el misterio pascual de Cristo. Con el término sí­mbolo se expresaba la consciencia de querer vivir en comunión con toda la tradición, en una activa continuidad con la tradición apostólica. La alianza, que Jesús celebró en su misterio pascual que fue objeto de la predicación de la iglesia nacida de pentecostés, se les volví­a a proponer continuamente a los simpatizantes del anuncio. Estos, en el acto de acoger el mensaje de la salvación, proclamaban su fe y así­ se ritualizaba para ellos la alianza pascual. La profesión de fe se hací­a por ello signo de su comunión existencial con el resucitado en el ámbito de la comunidad cristiana. Para este admirable camino de unión asumí­a una relevante importancia el lengua-je objetivo del sí­mbolo, que querí­a remarcar y expresar la relación con la situación existencial de los creyentes, que manifestaban en el acto de fe su propia elección de Cristo Jesús. La triple profesión de fe, que caracterizaba la celebración pascual [1 Bautismo], evidenciaba toda su plenitud de valores. Las preguntas y las respuestas eran un signo rico y expresivo del actuar de Dios uno y trino, en cuyo nombre se celebraba el bautismo y con el cual el catecúmeno estaba a punto de unirse definitivamente. Cuando los bautizados recibí­an el sí­mbolo, era presentado de modo lapidario un estilo de vida que debí­a poseer la existencia de fe. En el momento de la celebración los catecúmenos debí­an recitarlo además con el corazón, porque en él es-taba escrita la alianza y de él surgí­a una vitalidad nueva para la comunidad. Mediante este gesto ritual, el sí­mbolo se hace signo de reconocimiento, fórmula de iniciación; de hecho es “la fórmula por la que los cristianos se inician en el misterio de la fe y el signo por el que puede reconocerse que profesan la verdadera fe”
La profesión de fe revela por sí­ misma una vitalidad eclesial. El bautismo no es un acontecimiento puramente individual, sino que se cumple en y a través de la comunidad de la iglesia, pueblo de Dios. El sí­mbolo es expresión de una comunidad que cree en la revelación trinitaria y tiende a identificarse progresivamente con el Padre, el Hijo y el Espí­ritu. La identidad cristocéntrica y trinitaria de la iglesia se manifiesta en la formulación de los contenidos de la revelación, que pertenece a su misma estructura. La fe, en efecto, no es un secreto que los creyentes deben custodiar celosamente en su propia interioridad, sino el ví­nculo de comunión fraterna, el signo de pertenencia a la iglesia, en la que se ha recibido la fe cristiana y es continuamente vivida. “La profesión de la fe cristiana, junto con el ejercicio de la caridad a Dios y al prójimo, la celebración de la eucaristí­a y de los sacramentos, constituye la vida misma de la iglesia, su identidad, su continuidad y la fuente de su renovación y de su juventud a lo largo del tiempo”‘. Con la entrega del sí­mbolo no se quiere indicar simplemente la comunicación de una fórmula para recitar; en el lenguaje ritual de la traditio symboli [-> Iniciación cristiana] aflora la vitalidad de la fe de la iglesia local a la que el elegido es agregado. En el sí­mbolo se afirma la fe común de la comunidad particular. En efecto, la expresión de la fe hace emerger el rostro teologal de la iglesia local y se entreteje en la trama socio-cultural en que vive la comunidad. Sin embargo, en el sí­mbolo, más allá de estos condicionamientos, se evidencia la prenda de ese tesoro que es la fe, acogida en la comunidad de los creyentes, vivida y celebrada por ellos, en la espera de la perfecta comunión en la comunidad escatológica. Quien profesa la propia fe y es regenerado por el agua y el Espí­ritu expresa, sí­, la propia fe en el misterio pascual de Cristo, pero al mismo tiempo participa en la expresión de la fe de la iglesia local, signo de la universal. Inmerso en la asamblea litúrgica con los hermanos en la fe, el bautizado, en la escucha, contempla la presencia de Dios en la historia y celebra sus maravillas. Entonces la misma asamblea litúrgica, en la que él vive y de la que surge el canto de alabanza, se hace confesión de fe. El himno celebrativo de la fe de la iglesia local, que se significa por la proclamación comunitaria del sí­mbolo, es por ello el signo de la comunión en la glorificación con todos los hermanos esparcidos por el mundo, a imagen de la maravillosa comunión trinitaria.

III. Liturgia y profesión de fe
La profesión de fe es un acto de culto y está animada por un profundo espí­ritu de adoración. Es natural, por tanto, que la liturgia sea el lugar por excelencia, aunque no exclusivo, en el que los cristianos son llamados a proclamar la propia fe y a custodiar la propia elección existencial: Cristo Jesús. “En la liturgia, gradual pero constantemente, la profesión de fe (solicitada por la palabra, vivamente proclamada en la acción litúrgica), que es espontánea, personal, dictada por la circunstancia de la celebración, es orientada, a la luz de la regla de fe, hacia una objetividad y una sí­ntesis en sintoní­a con el depósito común de la fe” °. La liturgia, en efecto, asume en la historia un papel bastante relevante en la determinación de las fórmulas de la profesión de fe. A través del lenguaje ritual, la verdad de fe celebrada se sedimenta en las fórmulas. Esto sucede continuamente en la historia de la iglesia, porque el ambiente vital del culto está caracterizado sobre todo por la toma de conciencia de la realidad de Dios y de la presencia de las obras divinas. Las expresiones de fe han tomado forma en el proceso de continua glorificación que permite ver e intuir el misterio de la salvación.

El sí­mbolo de fe, que es esencialmente un acto de alabanza, vive de una atmósfera de oración. Incluso cuando expresa una serie de afirmaciones sobre Dios es esencialmente una oración de acción de gracias. La matriz de fondo de la confesión de fe es la contemplación de las maravillas de Dios y la resonancia que se crea en el ánimo de los creyentes y de la comunidad frente a lo que el Padre obra cada dí­a. Del corazón lleno de admiración por las maravillas de Dios nace la alabanza y la celebración de su poder. La historia de la salvación, que tiene su núcleo fundamental en el misterio pascual de Cristo, es el lugar del que surge la alabanza. La condición para poder percibir estas riquezas es que el hombre tenga siempre el ojo abierto ante las grandezas de Dios. Si no se pone en actitud de escucha con todo su ser, no puede emerger la confesión de fe como himno de alabanza al Padre. De hecho, el punto de partida de todo este proceso no es el hombre, sino la venida de Dios en la creación, en la historia, en la redención. El creyente alaba a Dios cada vez que descubre las maravillas realizadas por él. La glorificación, a su vez, se sedimenta en la profesión de fe, que llega a ser la declaración de adhesión de los creyentes al misterio de la salvación y el signo de su fidelidad al continuo ofrecimiento de amor por parte del Padre para hacer siempre viva y vital la alianza en la pascua del Señor.

La confesión de fe se califica como la respuesta a la acción salví­fica de Dios en Cristo Jesús y como la proclamación de su señorí­o. Este procedimiento se realiza de modo particular en la liturgia cristiana, que desde sus orí­genes ha sido claramente considerada como la expresión máxima y la custodia por excelencia de la fe de los apóstoles [-> Fe y liturgia]. Ella conserva y hace vivo en todas las épocas el t memorial de la salvación; es asimismo conservadora de la tradición pascual.

Sobre este fondo, la confesión de fe llega a ser la celebración de la propia fe; representa por parte de la comunidad la significación de la voluntad de vivir en el señorí­o de Cristo, de expresar el dinamismo más profundo de la elección cristiana. En el momento de la proclamación de la fe el creyente es ayudado a discernir el camino por el que es conducido, para afirmar cada vez más que Dios les hace vivir en Cristo Jesús. En este clima la profesión de la fe de los apóstoles quiere poner de relieve la intención del fiel de volver a ponerse continuamente en la condición de seguir al Señor para renovar el propio corazón y toda la comunidad. La confesión de fe expresa la actitud del hombre en relación con el actuar de Cristo y su sumisión a él. Cuando se celebra en el culto, el sí­mbolo es el signo vivo de la propia consciencia de querer dar cumplimiento, si bien en modo progresivo, a la propia identificación con el Redentor. En tal modo, la confesión de la fe en Cristo, hecha por la comunidad, deberá orientarse hacia el Señor que celebró en su propia vida la fidelidad del Padre para asumir los sentimientos cultuales y existenciales. En la confesión de Cristo en favor de los hombres, los creyentes encuentran la fuerza y la comunión de su fe en acción. En él, “testimonio fiel del Padre” (Apo 1:5; Apo 3:14), el cristiano, en la proclamación personal y comunitaria de la fe, siente su compromiso de llegar a ser signo de la vitalidad de Cristo. El discí­pulo que alaba en la confesión de fe es la continuación sacramental de Cristo en la historia. En la fuerza del Espí­ritu, que obra en el creyente y en el contexto cultural, Cristo es confesado por aquellos que en él son activamente nuevas criaturas, celebrando las maravillas del Padre. “La confesión de los creyentes en favor de Cristo es sustentada por la confesión de Jesucristo en favor de ellos, y representa sólo una pequeña respuesta humana. La confesión de Jesucristo en favor de esos creyentes es asumida por el testimonio del Espí­ritu Santo, que instaura la nueva creación”.

IV. Circunstancias en las que aparecieron las profesiones de fe
La presencia en la comunidad cristiana, desde los primeros tiempos, de la profesión de fe es una invitación a ver cuáles han sido las circunstancias que la han hecho emerger y qué funciones realizaba. Las motivaciones que hay en el origen de su aparición son múltiples y se insertan en el conjunto de la vida de la primitiva comunidad cristiana. El florecimiento de una gran variedad de situaciones ha operado de forma que aparecieran diversas formulaciones del núcleo del mensaje cristiano. La variedad de los fines a los que la confesión de fe debí­a responder se refleja en los diveros rostros que asume. Las situaciones concretas eran el lugar en el que se formaban y crecí­an las fórmulas de fe, que no sólo viví­an del lenguaje litúrgico, sino que estaban llamadas también a dar una respuesta a todas las problemáticas que afloraban en la vida de la iglesia.

1. VIDA LITÚRGICA. La situación más obvia que requirió una profesión de fe es la liturgia, pues ella es el clima ideal para hacer viva y manifestar la propia adhesión a Cristo. Los gestos sacramentales, en efecto, debí­an vivir de la fe para significarla. El misterio de la celebración del I bautismo tuvo una importancia relevante en el proceso de la formulación de los contenidos de la fe. Si la palabra da el contenido al gesto ritual, era indispensable que apareciera una fórmula que informase de sí­ el lenguaje gestual (cf la relación entre 1Co 15:3-4 y Rom 6:3-11). La confesión pública de fe se sedimentaba en la celebración. Desde los orí­genes, los cristianos comprendieron la naturaleza de aquello en que creí­an y buscaron términos que expresaran su comprensión del misterio de la salvación. El lenguaje bautismal, a su vez, alcanza la culminación expresiva en la oración eucarí­stica, donde la comunidad, reunida para celebrar la cena del Señor, toma conciencia del proceso histórico-salví­fico y se pone en actitud anamnético-epiclética, proclamando las maravillas hechas por el Padre en Cristo Jesús. La plegaria eucarí­stica, en efecto, ha sido durante mucho tiempo, especialmente en la liturgia romana, la única profesión de fe durante la celebración de la misa. En este contexto doxológico, la proclamación de la fe adquiere toda su vitalidad, la fórmula de fe vive de la alabanza y, a través de la actitud de glorificación, la voluntad de creer por parte de la comunidad celebrante capta su verdadero contenido: Cristo Jesús. Las confesiones de fe bautismal y eucarí­stica son un himno de alabanza al Padre por la bondad que se ha manifestado en favor de la humanidad entera en Cristo Jesús.

2. KERIGMA. El momento celebrativo presupone el anuncio de la salvación. La iglesia ha sido llamada por Cristo a proclamar el mensaje cristiano a todos los hombres teniendo en cuenta sus necesidades. En virtud de su naturaleza misionera, a la iglesia se le imponí­a la necesidad de redactar un sí­mbolo que fuese una condensación de la fe, como ayuda concreta a la predicación. Se crearon esquemas para los predicadores del evangelio. Las fórmulas de fe que derivaron de ello llegaron a ser interpretaciones privilegiadas del mensaje cristiano, que habí­a calado en circunstancias históricas y culturales bien definidas. Todo ello fue la lógica consecuencia del encuentro entre el evangelio y la comunidad cristiana que viví­a en una época y en un lugar histórico bien determinados.

3. CATEQUESIS. El sí­mbolo es el fundamento de la catequesis que precedí­a al bautismo. Entre el anuncio y la celebración se insertaba el discurso catequético, que ayudaba a profundizar y a personalizar lo que se habí­a anunciado (cf Heb 28:31). La catequesis era la exposición sistemática y elemental del misterio cristiano a aquellos que se preparaban para la celebración de los sacramentos de la iniciación y querí­an posteriormente conocer a fondo el anuncio con el fin de hacer verdadera y auténtica la vitalidad de la asamblea litúrgica. Ella permití­a guiar a los creyentes a vivir en la historia el momento central representado por el misterio pascual, para poder llegar a celebrar el culto en la plenitud de la propia personalidad, ya en fase activa de cristificación [-> Catequesis y liturgia].
4. EXPERIENCIA ECLESIAL. Las fórmulas de fe tienen una función de integración/ agregación en la-> a la iglesia. El deseo de proclamar la propia fe se manifestaba en cada reunión de la comunidad. Puesto que la fe cristiana se celebraba en el lugar donde se reuní­an los fieles, era necesario que asumiera también una dimensión comunitaria. A través de la proclamación cultual y existencial del mensaje salví­fico, el creyente se sentí­a cada vez más insertado en la iglesia local y adquirí­a ulterior capacidad y fuerza para testimoniar con los hermanos el anuncio pascual. En efecto, en torno a la fe misma la comunidad se reconocí­a tal, sus miembros se integraban entre sí­ mediante una profunda relación de comunión, y la asamblea litúrgica, que se expandí­a en la temporalidad, se hací­a signo comunitario de la presencia en la historia del misterio de salvación. De ese modo las fórmulas de fe serví­an como signo de reconocimiento, y permití­an a Cada creyente y a la comunidad identificarse recí­procamente como creyentes en la misma fe. La proclamación del sí­mbolo significaba la voluntad de hacer emerger la vitalidad de la propia fe eclesial. En esta perspectiva podemos comprender por qué numerosos mártires recitaban el sí­mbolo de la propia iglesia antes de morir.

5. CONTROVERSIAS. Para permitir el crecimiento comunitario en torno a la misma fe y salvaguardar la unidad de los cristianos, la autoridad dictaba fórmulas claras. A causa de las dificultades que los contenidos de la fe encontraban en la vida de la iglesia local surgí­an fórmulas de fe. Por ello éstas fueron más doctrinales que doxológicas, como sucedió, por ejemplo, con las fórmulas de fe conciliares [-> infra, V, 3]. Este paso aparece más claro en la literatura apologética y en las tomas de posición contra las herejí­as. En su presentación al mundo, la iglesia no sólo debí­a explicar su propia identidad, sino también responder a las problemáticas que emergí­an en su ámbito, tanto desde el exterior como desde el interior de la comunidad cristiana.

“Las fórmulas de fe tienen una función apologética o defensiva: establecen lí­neas de demarcación entre su propio mensaje y lo que no es cristiano. Incluso en el NT ciertas expresiones de fe básicamente positivas adquieren a menudo un matiz defensivo o polémico. Las dificultades que surgí­an en el camino de la vida cristiana ayudaban a profundizar en los contenidos de la fe y a hacer aparecer toda la luminosidad del mensaje revelado.

La constatación del hecho de que son múltiples las circunstancias que han permitido la aparición de las profesiones de fe debe inducir a pensar que existí­a en la antigüedad un dato de fe único y fundamental al que cada iglesia o creyente debí­a referirse necesariamente. Las diferentes formas aparecieron para responder a las diversas exigencias de las comunidades cristianas. Teniendo presente la visión global del anuncio, se trataba de centrar la atención de los oyentes sobre un aspecto particular de la tradición cristiana. La vida de toda la iglesia primitiva no sólo hizo brillar el contenido del anuncio pascual, sino que favoreció también la construcción formal de confesiones primitivas de la fe. Las necesidades de la vida de la iglesia estimularon desde el principio este proceso de una multiplicidad de confesiones.

V. Fórmulas históricas de la profesión de fe
Las diversas situaciones con las que se enfrentó el mensaje cristiano han hecho emerger profesiones de fe diferenciadas. En este proceso nos encontramos en continuidad con la estructura del AT, donde se sintió la necesidad de dar vida a proposiciones sintéticas que resumieran las convicciones de fondo del pueblo de la antigua alianza.

1. ANTIGUO TESTAMENTO. Ya en el AT habí­an aparecido profesiones de fe para ayudar a Israel a tomar conciencia de la propia historia, celebrar las acciones salví­ficas de Dios para con ellos, introducir a la comunidad israelita de todos los tiempos en la alianza y revigorizar la esperanza en el advenimiento de los tiempos mesiánicos. La comunidad del AT trató, desde los primeros tiempos, de recoger en frases concisas aquello que Dios habí­a realizado en su favor. Los acontecimientos históricos formaban el fundamento de toda la confesión de fe (cf Deu 26:5-11; Jos 24; los Salmos históricos). Partiendo de la constatación de tales acontecimientos, siempre renovada a través de las celebraciones cultuales en los santuarios, afloraba la pública proclamación del señorí­o de Dios, según el estilo propio de la poesí­a litúrgica (cf Sal 16:2; Sal 97:9; 104; 146). Además, la recitación cotidiana de la Schemah resultaba para el hebreo piadoso una continua celebración de la propia fe en el Dios que continuamente guí­a con fidelidad a su pueblo. “El credo israelita, en el AT, no abarca todo el contenido de la fe del pueblo escogido. Está abierto para recibir nuevas acciones salví­ficas de Dios. Tomado de la celebración de la alianza, sirve al israelita para confesar su fe en Dios que salva a través de sus obras, y después también su fe en el Dios creador y quizá juez. Se conservaba vivo en el culto y repercutí­a en la oración y en la parénesis. Pero al pueblo de Dios de la nueva alianza podí­a proporcionar contenidos e impulsos para su nueva confesión.
2. NUEVO TESTAMENTO. En el NT se encuentran varias fórmulas de confesión de fe. La iglesia primitiva sentí­a la necesidad de expresar la fuerte experiencia de que habí­a sido objeto y de la que era depositaria. El mensaje debí­a encarnarse inevitablemente en fórmulas que explicasen el bagaje de fe propio de los testigos oculares de la época apostólica. La literatura del NT está llena de ellas. La profesión de fe ayudaba a comprender y a comunicar el misterio indicando sus caracterí­sticas y evidenciando sus elementos existenciales, en su intento de colocar a la comunidad en una situación decididamente mesiánica. El presente era cualificado escatológicamente a través de la acogida del evangelio, presentado como el significado existencial de lo que Jesús habí­a hecho y anunciado. La predicación apostólica representaba la continuación de la plenitud de los tiempos aportada por Cristo.

La más simple y tal vez la más auténtica podrí­a ser la profesión de fe en Jesucristo, hijo de Dios y Señor (cf Heb 8:37; Rom 1:3; Rom 10:9; 1Co 12:3; Heb 4:14; 1Jn 4:15). Desarrollando este elemento central se esbozó, especialmente en los Hechos y en Pablo, el cuadro de los contenidos kerigmáticos proclamados en la iglesia en los primeros veinte-treinta años después de la resurrección. Los aspectos del proceso salví­fico manifestados en Cristo Jesús que se remarcaban en este perí­odo, consistí­an en afirmar que Jesús de Nazaret era de la descendencia de David, habí­a entrado en la historia como hijo de Dios-Mesí­as, habí­a sido crucificado, muerto y sepultado, resucitando al tercer dí­a; exaltado a la derecha de Dios y vencedor de los principados y potestades, finalmente vendrí­a de nuevo a juzgar a los vivos y a los muertos (cf Heb 2:22ss; Heb 3:13ss; Heb 5:30ss; Heb 10:36ss; Heb 13:23ss; Efe 1:20ss; Flp 2:6ss; Col 1:15ss; 1Ti 3:16; 2Ti 2:11 ss). Es interesante notar con Cullmann cómo el camino histórico de Jesús en su plenitud era el lugar para comprender su dignidad. Cullmann, en efecto, afirma que “no es la filiación divina la que sirve para explicar la elevación del Cristo resucitado, sino que el cristiano del s. I habla de su origen divino y de su retorno a partir de la dignidad de Señor resucitado del Cristo”.
La confesión de fe más difundida en los albores tiel cristianismo era, en todo caso, la fórmula puramente cristológica. La historia de Jesucristo era la salvación porque su presencia en la comunidad eclesial era su lógica consecuencia. Por esta razón, en los primeros tiempos los cristianos consideraban como elemento esencial de su propia fe el misterio de Cristo; la fe en Dios estaba presupuesta e implí­cita. Un anuncio en esta lí­nea creaba por ello un sí­mbolo de fe esencialmente cristocéntrico y un bautismo en el nombre de Jesús. La proclamación de su señorí­o se retraducí­a en una fe cristológica y en una celebración sacramental informada por su acción (cf Heb 8:32ss).

La predicación a los paganos hizo aparecer la confesión de fe, que comportaba dos artí­culos: el Padre y Jesucristo (cf 1Co 8:6; 2Ti 4:1), con la insistencia en la unicidad de Dios.

La utilización de la confesión de fe para el bautismo hizo necesaria la fórmula con tres artí­culos, en la cual el Espí­ritu era la fuerza de la eficacia del bautismo (cf Mat 28:19; 1Co 13:13; Efe 4:4). El núcleo principal, fundamentalmente cristológico, se desarrolló en una perspectiva claramente trinitaria.

3. IGLESIA ANTIGUA. En Justino, Ireneo y Tertuliano se encuentran fórmulas más diferenciadas, que exponen el contenido de la verdadera fe en el cuadro de una fórmula trinitaria. La estructura ternaria, Padre, Hijo, Espí­ritu Santo, ha dominado las confesiones de fe sucesivas, que simplemente han desarrollado los conceptos implí­citos en las fórmulas del NT a la luz de una continua relectura del dato revelado. “Así­, el credo del s. rI es eco de las confesiones de fe primitivas, que se remontan al kerigma apostólico y a la revelación de Jesucristo mismo”.

En la primera época patrí­stica, el sí­mbolo era sobre todo una confesión de fe que el catecúmeno proclamaba en el momento del bautismo. En el s. In, en Roma, existí­a una fórmula del sí­mbolo similar a lo que comúnmente se llama sí­mbolo apostólico o romano. La actual fórmula surgió probablemente en las Galias (parece que por obra de Cesáreo de Arlés) y fue ampliada respecto al primitivo núcleo romano con añadidos provenientes del Oriente (Marcelo de Ancira).

En Oriente existí­a un mayor pluralismo y una vasta diferenciación de la formulación de la profesión de fe. Los diversos credos representaban las fórmulas con las cuales se enseñaban y profesaban los puntos fundamentales de la fe. El uso kerigmático y catequético comportaba inevitablemente una evolución, que dependí­a de la aparición de problemáticas y de la profundización del dato revelado. Las múltiples formas de sí­mbolos eran variaciones armoniosas de un único tema: la celebración de las acciones realizadas por el Padre en Jesús. Cuando la iglesia, en Nicea (año 325), quiso definir su fe contra la herejí­a arriana, se sirvió para tal fin del marco de las profesiones de fe bautismal (o de la fórmula usada en Cesarea, o de la de Jerusalén), a las que añadió algunos términos técnicos (por ejemplo “consubstancial”). De igual modo podrí­a haber sucedido con todas las fórmulas elaboradas en el curso de las discusiones trinitarias habidas en el s. iv.

El desarrollo de la teologí­a conciliar del tiempo de Nicea dio gran impulso hacia la unificación del credo. Es interesante notar, sin embargo, cómo las definiciones conciliares tení­an reflejos también en la plegaria eucarí­stica, la profesión de fe por excelencia en el perí­odo patrí­stico clásico [I supra, IV, 1]. Las anáforas orientales de tipo sirio-antioqueno [-> Plegaria eucarí­stica, I, 2] y ciertas añadiduras prefaciales de origen leoniano (León Magno, 440-461) son una clara documentación de esto mismo. Por lo que se refiere al sí­mbolo de Constantinopla (año 381), el origen parece incierto; en todo caso, no se trata de una elaboración de la fórmula de Nicea (aunque se denomina comúnmente sí­mbolo niceno-constantinopolitano). “El texto fue leí­do en el concilio de Calcedonia (año 451) como sí­mbolo del concilio de Constantinopla, y esta atribución se hizo tradicional. (…) Este acuerdo suplantó a los demás sí­mbolos bautismales de Oriente y, por algún tiempo, también al de Roma. El sí­mbolo fue introducido en la liturgia eucarí­stica; con la misma función se difundió luego en Occidente, primero en Hispania, más adelante en la corte imperial y finalmente en Roma, desde 1014, a petición de Enrique II.

En la evolución histórica, el sí­mbolo, que al principio tení­a multiplicidad de usos según las situaciones concretas de la comunidad cristiana, llegó a ser la forma de fe a la que habí­a que referirse para juzgar la ortodoxia de un teólogo y para expresar la recta fe frente a un hereje. En esta lí­nea surgieron nuevos sí­mbolos con carácter más o menos oficial que concordaban con el sí­mbolo de Nicea.

VI. Perspectivas actuales
El sí­mbolo de fe se funda en el recuerdo del Jesús histórico visto a la luz de la reflexión teológica sobre el misterio pascual del Señor muerto y resucitado y todaví­a vivo en su iglesia. El sí­mbolo es necesario para la construcción de la comunidad cristiana, que se mira, se verifica y encuentra esperanza en él. Es fácil advertir cómo en la historia de los últimos cuatro siglos ha desaparecido la creatividad de las fórmulas. En la perspectiva contemporánea, en cambio, nace la exigencia de nuevos sí­mbolos de fe que emerjan de una vivaz vitalidad cristiana y de las formas renovadas de vida comunitaria. Las nuevas confesiones, que se sitúan junto a las antiguas como reinterpretaciones modernas del mismo dato, aparecen bajo el estí­mulo de nuevas formas creadoras y de los signos de los tiempos, y expresan la continua reflexión de la iglesia sobre el gran acontecimiento de Jesucristo. Cualquier comunidad eclesial como tal es heredera de una común tradición propia a todas las generaciones que han creí­do y creerán en Cristo Señor. En él radica todo verdadero testimonio evangélico. Los sí­mbolos de fe son signos que hacen presente toda la tradición de la fe en un devenir que revitaliza y reactualiza el anuncio evangélico.

La más autorizada confesión de fe moderna es la de Pablo VI (30 de junio de 1968), pronunciada en la clausura del año santo de la fe. El dinamismo carismático ha hecho emerger con gran empuje esta exigencia de nuevas fórmulas de fe, y en estos años han aparecido bastantes, si bien con formulaciones más bien breves’. Las necesidades catequéticas, las preocupaciones para hacer accesible el anuncio cristiano y la insistencia en la importancia de la iglesia local han llevado a expresar de un modo nuevo la fe en Jesús con vistas a hacerla verdadera en sus lenguajes kerigmáticos, catequéticos y litúrgicos.

En la mentalidad contemporánea se evidencia también otro aspecto en relación a los siglos precedentes. En vez de una visión teológica, hoy se trata de dar una entonación más bí­blica y mesiánica a las nuevas confesiones de fe. Se advierte mucho, en efecto, el sentido de la historia de la salvación, en la cual la comunidad creyente se siente inmersa. Desde este punto de vista es importante superar la tendencia a la separación entre profesión de fe y liturgia. En la iglesia antigua las fórmulas de fe serví­an para un uso tanto misionero como litúrgico; la celebración era la admirable sí­ntesis de ello. En la época pospatrí­stica, moderna y contemporánea, estas dos finalidades, a pesar de haberse conservado, se han ido separando cada vez más la una de la otra. El acento exagerado sobre la función doctrinal y dogmática del credo ha eclipsado su función litúrgica y doxológica. El resultado final de tal ruptura consiste en el vaciamiento del credo de toda vitalidad litúrgica, porque se pone sólo al servicio de una investigación especulativa. De este modo la confesión de fe pierde la estricta conexión con la revelación histórico-salví­fica propia de la Sagrada Escritura y del camino de la liturgia.

Hoy la profesión de fe y la liturgia deben ser vividas de modo unitario, para que lleguen a ser una experiencia real y benéfica para todos los creyentes “. Lo que se cree es tal sólo cuando se celebra y se hace fuente de testimonio en la alabanza al Padre. La formulación de la profesión de fe debe ser colocada en relación con la liturgia y con la catequesis, y de ellas debe recibir su profunda vitalidad. En la admirable sí­ntesis de anuncio de la salvación, de catequesis y de celebración deberí­an nacer las diversas formulaciones de la fe. El pueblo de los creyentes en Cristo Jesús, como todas las comunidades humanas, tiene una expresión, una experiencia y un lenguaje totalmente propios para reencontrar la comunión viviente con sus peculiares orí­genes. Este proceso utiliza, en el mundo contemporáneo, sobre todo lenguajes más bí­blicos y más litúrgicos.

La vitalidad de la fe se manifiesta de modo pleno en el canto del credo durante la liturgia dominical. En la alegrí­a de esta proclamación se evidencia aquello que hace de la asamblea celebrante una auténtica comunidad eclesial, que revive el único y gran misterio salví­fico y se siente salvada. En el contexto litúrgico de la palabra escuchada y acogida, la profesión de fe resulta un gran himno y ayuda a la asamblea litúrgica a vivir el anuncio en actitud de alabanza al Padre. De la proclamación litúrgica de la propia fe a través del canto del credo y de un lenguaje más ajustado a la vitalidad de la comunidad celebrante (por ejemplo, la posibilidad actual de celebrar misas con -> niños) nace un verdadero compromiso también en la historia. La confesión de fe debe ser al mismo tiempo recuerdo del misterio pascual, alegre celebración de la presencia del Resucitado entre los suyos y real y verdadera inserción en la historia con vistas a construir un mundo del que brote la glorificación del Dios uno y trino.

[-> Fe y liturgia].

A. Donghi

BIBLIOGRAFIA Brekelmans A., Confesiones de fe en la Iglesia antigua, en “Concilium” 51 (1970) 32-41; Camelos P.-T., Sí­mbolos de la fe, en SM 6, Herder, Barcelona 1976, 359-366; Cullmann O., La fe y el culto en la Iglesia primitiva, Studium, Madrid 1971, 63-122; Documentación Concilium, Agitación en torno a la confesión de fe, en “Concilium” 51 (1970) 129-146; Hamman A., Las primeras formulaciones trinitarias en los Padres Apostólicos, en VV.AA., La Trinidad en la Tradición prenicena, Secretariado Trinitario, Salamanca 1973, 93-108; Kelly J.N.D., Primitivos credos cristianos, Secretariado Trinitario, Salamanca 1980; I.escrauwaet J., Aspectos confesionales en la teologí­a de hoy. Momentos de la confesión en la liturgia, en “Concilium” 54 (1970) 125-132; Manders H., ¿Qué relación existe entre nuestro bautismo y nuestra fe?, ib, 22 (1967) 175-187; Schmidt H., Creer y confesar la fe en un mundo irreligioso, ib, 82 (1973) 281-293; Schreiner J., El desarrollo del “credo” israelita, ib, 20 (1966) 284-396; Vawter B.-Vilanova E., Expresión de la fe en el culto, ib, 82 (1973) 183-203; VV.AA., Historia r teologí­a del sí­mbolo de la fe, en “Phase” 73 (1973) 2-60; VV.AA., La confesión de la fe, en “Communio” 2 (1979) 2-106. Véase también la bibliografí­a de Fe y liturgia.

D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia