REY, REINADO

Heb. meleḵ; gr. basileus. Ambos términos son de origen oscuro; el primero, común a todos los idiomas semíticos, posiblemente esté relacionado, ya sea con una raíz ár. que significa “poseer”, o con una voz as. y arm. que significa “consejo”. Esta última probablemente fue tomada de una primitiva lengua egea.

La investidura real se generalizó en el Cercano Oriente desde los tiempos más remotos; generalmente se trataba de un gobernante que ejercía dominio sobre una región habitada, a menudo con centro en una ciudad (Gn. 14.1–2; 20.1ss). Su autoridad parece haber sido hereditaria (pero cf. Gn. 36.31ss), y se derivaba del rey divino o dios de la tierra donde ejercía su dominio (véase J. A Soggin, Protestantismo 17, 1962, pp. 85–89), de quien a menudo se decía que era antecesor o padre del rey gobernante (p. ej. Ras Shamra, leyenda del rey Keret). En Egipto se tendía a considerar que el rey o faraón era idéntico al dios; en Asiria más bien representaba al dios.

En el gr. clásico basileus denota al gobernante hereditario legal, que dirige la vida del pueblo por su justicia o injusticia, pero que se distingue del tirano o usurpador. El origen del poder real se remonta a Zeus. Más tarde, bajo Platón, encontramos un movimiento destinado a considerar al rey como “benefactor”, cuya voluntad es ley, lo que lleva a la idea del “rey divino” en Alejandro y los Césares.

I. Primeras nociones en Israel

En la historia de Israel las primitivas tribus nómadas eran gobernadas por el patriarca del clan. Durante el éxodo de Egipto el gobierno fue ejercido por Moisés, a quien sucedió Josué, en lo que virtualmente fue una teocracia, con un líder no hereditario elegido por llamamiento divino y reconocido por el pueblo, aunque no sin alguna protesta (Ex. 4.29ss; Nm. 16.1ss). Cuando Israel se estableció en Palestina por primera vez, las tribus fueron gobernadas principalmente por los padres o ancianos de la aldea (Jue. 11.5), que nombraban a un hombre determinado para guiar a la milicia contra el enemigo. Jefté (Jue. 11.9) exigió que se lo nombrara “caudillo” para cumplir esta función, pero su hijo no lo sucedió. A Gedeón se le pidió que gobernara (mālaḵ) a Israel (8.22) y rehusó, pero su hijo Abimelec hizo suyo un reinado local y temporario después de él (9.6ss). El libro de Jueces termina con una nota de caos social (caps. 19–21), lo cual se atribuye a la falta de rey (19.1; 21.25).

II. De Elí a Samuel

En el período siguiente la situación mejoró bajo la dirección religiosa y jurídica de Elí y Samuel. Elí fue sumo sacerdote en el santuario central en Silo (2 S. 1.3; 4.12); Samuel fue un líder no hereditario (al estilo de Moisés y Josué), que, después de la destrucción de Silo, juzgó a Israel desde diferentes lugares que visitaba periódicamente (7.15s). Finalmente Samuel se convirtió en hacedor de reyes de Israel, pero solamente por insistencia del pueblo (1 S. 8.4ss). Parecería que esto se consideró como apostasía en alguna medida, como abandono de la teocracia (1 S. 8.7). Probablemente el pedido se debió más que nada a la continua amenaza filistea, que hacía necesario contar con un ejército regular (8.20), y el éxito militar de Saúl fue su principal calificación para desempeñar el papel de primer rey de Israel. Bajo su reinado, sin embargo, mientras vivió Samuel, el profeta conservó el liderazgo religioso (1 S. 13.9ss), y Saúl nunca afirmó completamente su posición ni su dinastía.

III. Evolución bajo David

David, en cambio, fue sumamente exitoso, y posteriormente se lo consideró siempre como el rey ideal. Estableció una dinastía que duró más de 400 años, hasta la disolución del estado en 587 a.C. Parecería que la seguridad de la dinastía de David se basaba principalmente en lo que se ha dado en llamar el pacto davídico (Sal. 132.11ss). La capital, con una ubicación central entre los posteriores estados del N y el S, fue Jerusalén (2 S. 5.5ss). Puede ser que David haya asumido, en cierto modo, el papel de rey-sacerdote al estilo de los reyes jebuseos, cuyo sacerdocio aparentemente se remontaba a la época de Abraham (Gn. 14.17ss; Sal. 110), ya que parecería que ejercía funciones de liderazgo en el culto (2 S. 6.13ss; cf. tamb. 1 R. 8.5).

El pacto davídico puede haber sido una extensión del pacto mosaico, particularmente si G. E. Mendenhall está en lo cierto cuando piensa que la forma del pacto mosaico era análoga a la de los tratados hititas. Bajo estos últimos, el amo hitita otorgaba una dinastía duradera a su vasallo en el caso de ser pariente; si no, asumía personalmente la responsabilidad del nombramiento de un sucesor. La referencia al rey como hijo de Dios (Sal. 2.6–7), y la promesa de mantener la dinastía en función del pacto (1 R. 9.4–5), dan bastante credibilidad a este parecer.

La principal responsabilidad del rey era la de mantener la justicia (Is. 11.1–4; Jer. 33.15), posiblemente señalada por la posesión de los testimonios o la ley o tôrâ (Dt. 17.18ss; 1 S. 10.25; 1 R. 9.4ss; 2 R. 11.12), con el deber de actuar no solamente como juez (1 R. 3.28), sino también de preservar la justicia y proclamar la ley (2 R. 23.2; cf. 2 Cr. 17.7ss; cf. tamb. Jue. 17.6).

Pero muchos de los reyes fueron impíos y estimularon la injusticia y la maldad, no sólo en el cismático reino del N sino también en el del S (1 R. 14.16; 2 R. 21.16). La reforma de Josías (2 R. 22–23) puede haber sido un esfuerzo para reavivar los preceptos mosaicos en relación con el pacto davídico, pero sobre todo fue un movimiento profético para limitar el desenfreno de los reyes (2 S. 12.1ss; 1 R. 18.17–18; Jer. 26.1ss) (* Profecía; véase tamb. IV, inf.).

Podrá notarse que a la dinastía davídica hemos aplicado varios de los llamados pasajes mesiánicos (Sal. 2; 110; 132; Is. 11.1–4; Jer. 33.15), y según el punto de vista de muchos estudiosos modernos, esta es su referencia primaria; los salmos mencionados posiblemente sean salmos de coronación utilizados en el templo de Jerusalén. Como los reyes se desviaron del ideal, sin embargo, la esperanza de un gobernante justo se llevó cada vez más al futuro. Con la caída del reino del S, y posteriormente el fracaso del príncipe davídico, Zorobabel (1 Cr. 3.19; Hag. 2.23; Mt. 1.12), de restaurar la dinastía en el trono del estado posexílico, la expectativa cristalizó en lo que técnicamente se conoce como la esperanza mesiánica, aunque muchos eruditos creen que empezó antes (* Mesías).

IV. Los ministros del rey

Pero corresponde notar que, según parece, los profetas no eran nombrados por el rey, aunque sí los sacerdotes (1 R. 2.27). Ambos oficiaban en la coronación de un rey (1.34), pero a veces el profeta tomaba las iniciativas de mayor envergadura, especialmente cuando se producía un cambio de dinastía, como ocurrió en el reino del N (1 R. 19.16). Otros servidores del rey eran el comandante del ejército (2 S. 19.13); el secretario (2 S. 8.17; 2 R. 12.10), y el escriba, además de un número de funcionarios adicionales (1 R. 4.3ss). El escriba (mazkı̂r, literalmente uno que hace recordar) quizás estaba vinculado con la tarea de hacer la crónica de los asuntos de estado (cf. 2 R. 21.25), aunque este término puede indicar la posición ejecutiva y de consejero de un primer ministro o gran visir. Otra posibilidad es que se tratara de un cargo vocal, paralelo al whm. m egp., ‘anunciador de la corte’ o ‘heraldo del rey’.

V. Evolución posterior

Durante el período 104–37 a.C. algunos de los sumos sacerdotes asumieron el título de rey, y algunos fueron proclamados como cumplimiento de la esperanza mesiánica, pero el mensaje del NT es que, esencialmente, esta esperanza fue cumplida solamente en Jesucristo (Mt. 1.1–17; 21.5, con el cual cf. Zac. 9.9 y el procedimiento de coronación en el caso de Salomon, 1 R. 1.33; tamb. Jn. 1.49). El mensaje de Jesús comenzó con la proclamación de que “el reino de Dios se ha acercado” (Mr. 1.15), y anunciaba a los fariseos que el reino estaba “entre ellos” (Lc. 17.21). Hizo resaltar que no era un reino de este mundo (Jn. 18.36), por lo que no estaba en el mismo plano que el del gobernador romano, Pilato, o el de Herodes, el rey idumeo de Judá y vasallo de Roma (cf. Mt. 2.16).

Aunque el término que se traduce “reino” (basileia) se emplea en el sentido de reino o dominio (Mt. 12.25), la idea dominante es la de “soberanía” o “gobierno monárquico”. La soberanía de Dios es absoluta, pero no la reconoce el hombre pecador, que de esa manera merece la destrucción. El “evangelio del reino de Dios” significa que se da una oportunidad a los hombres para que reciban el reino por arrepentimiento y fe (Mr. 1.15). Esto se logra por medio de Cristo el Rey-Mesías, ante quien debe doblarse toda rodilla, ya sea en voluntaria lealtad o sometido a juicio (Ro. 14.10–11; Fil. 2.9–11).

El reinado de los monarcas terrenales es limitado, y Cristo reclama fidelidad primaria (Mt. 6.33). Sus súbditos son rescatados del poder de las tinieblas (Col. 1.13), y de ese modo quedan en libertad para vivir en rectitud (Ro. 14.17). El reino de Cristo es eterno (2 P. 1.11), pero aun debe consumarse (Lc. 22.16; 1 Co. 15.24–28). (* Reino de Dios )

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B.O.B.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico