SACRIFICIOS

1.Origen y sentido

(-> ritos, sacerdocio, violencia). La antropologí­a bí­blica se encuentra internamente vinculada con los sacrificios, entendidos como expresión de sometimiento del hombre a Dios o como forma de canalización de la violencia*. Un sentido especial han alcanzado dentro de la Biblia los sacrificios de reparación y expiación, que sirven para que los hombres muestren su sumisión a Dios y limpien sus pecados*. Conforme al Nuevo Testamento, no existe más sacrificio que la fidelidad de la vida, es decir, el amor* personal y la comunión gratuita entre los hombres, tal como aparece en la muerte y pascua de Cristo.

(1) Sentido y finalidad. Los sacrificios forman parte del despliegue de nuestra conciencia conflictiva, son un elemento básico del desarrollo religioso y social de la humanidad. Ciertamente, en un nivel, ellos han sido superados, de forma casi paralela, por las grandes religiones y culturas de Oriente y Occidente, desde China hasta Grecia, pasando por la India e Israel. A partir del tiempo eje (siglos VI-IV a.C.), las grandes culturas de Eurasia ya no matan a los padres, hijos o hermanos (y ni siquiera animales) para garantizar la protección divina y asentarse sobre el mundo. Pero, en otro sentido, los sacrificios perviven en nuestra cultura occidental violenta, recibiendo formas nuevas (desacralizadas). La violencia originaria (prehumana) se hallaba controlada dentro del gran orden de la vida, a partir de un orden que pudiéramos llamar “sabidurí­a cósmica” o equilibrio de los instintos. Pues bien, al llegar al nivel del ser humano, esa violencia estalla, rompe las limitaciones y/o estructuras anteriores, corriendo el riesgo de introducirse, como un cáncer maligno, en las mismas fuentes de la vida, hasta destruirla por entero. Lógicamente, como medio para “reprimir” la violencia, impidiendo que ella se apodere de todo viviente, el Dios bí­blico ha impuesto los sacrificios violentos de animales (cf. Gn 8-9), que sirven para ritualizar y así­ controlar esa violencia, centrándola en algunas personas especiales, que aparecen como ví­ctimas y, sobre todo, transfiriéndola hacia los animales. Este paso de la violencia interhumana (expresada en los sacrificios humanos) a los sacrificios de animales constituye uno de los procesos culturales más importantes de la historia humana.

(2) Componentes fundamentales. Los sacrificios son muy distintos entre sí­. Pero podemos fijar algunos elemen tos comunes en casi todos ellos, (a) Transposición o sustitución: los sacrificios animales han surgido de la necesidad de reprimir la violencia interhumana: el toro o cordero son sustitutos del padre/madre, hijo/hija o hermano/ hermana a quien en realidad queremos matar, (b) Miedo a matar y comerla carne: antes que matar y comer a un animal, los hombres debí­an tener la certeza de que su “espí­ritu” no iba a combatirles; así­ sacrifican al animal, pero empiezan ofreciéndolo a Dios, para que avale su gesto, para que lo asuma dentro de su orden de conjunto. Según eso, los sacrificios animales son ambivalentes. Por un lado, ellos nacen del miedo a Dios: tenemos que aplacar su ira con nuestra sumisión, ofreciéndole la vida de animales o personas, (c) Generosidad. Por otro lado, ellos surgen de nuestra generosidad: queremos ofrecerle lo mejor que tenemos; sobre esa base, todo sacrificio aparece como un don: es ofrenda creadora, un regalo para Dios. Todas las religiones conocidas han desarrollado algún tipo de ritual de sacrificios, vinculado casi siempre a la muerte de animales, pero hay algunas que han destacado de un modo especial este aspecto del culto, de manera que pueden servir de referencia para conocer el ritual de los sacrificios de Israel, codificado de un modo particular en el Leví­tico (aunque también en los otros libros del Pentateuco).

(3) Religiones sacrificiales. Entre las religiones que han destacado la importancia de los sacrificios queremos citar el victimismo azteca y el ritual del brahmanismo hindú, para fijarnos después en el sistema sacrificial israelita y en la superación de los sacrificios, (a) Victimismo azteca. Ya de antiguo la religión náhuatl, del altiplano mesoamericano, habí­a destacado el sacrificio de un ser divino, que debe morir para así­ dar vida a los humanos. Pues bien, los constructores del imperio azteca (de Tenochtitlán) interpretaron la relación entre el Dios-Sol (su Dios supremo) y el Pueblo elegido (ellos mismos) como sacrificio compartido. Para agradecer a Dios su don y mantener la armoní­a del conjunto cósmico, ellos, sacerdotes elegidos, se comprometieron a ofrecerle en sacrificio la vida (sangre y corazón) de múltiples guerreros vencidos, de varones especiales (y en casos también de mujeres). De esa manera, una de las más va liosas intuiciones religiosas de la historia vino a convertirse en patologí­a de sangre, que los conquistadores españoles cortaron, con otro tipo de religión (y de violencia), (b) Brahmanismo hindú. Entre la vieja tradición védica y la interioridad posterior de las Upanishadas y el budismo, se sitúa en la India el perí­odo brahmánico, centrado en la mí­stica y ritual de los sacrificios (sobre todo entre los siglos IX y IV a.C.). Los hindúes más representativos de este perí­odo, sobre todo sacerdotes, concibieron toda realidad como sacrificio: un proceso de muerte que da vida, conforme a un ritual muy preciso que ellos conocen y realizan. Ni matar ni morir son en sí­ importantes, pues todo pasa y todo se mantiene vinculado en el proceso de la muerte vivificadora, que se expresa por el fuego que consume las ví­ctimas animales. Más tarde, el mismo avance religioso y la búsqueda de un sentido más profundo en los mismos sacrificios hizo que gran parte de los hindúes superaran los ritos externos, de muerte animal, entendiendo la piedad como identificación no victimista con lo divino, (c) Ritual israelita, novedad cristiana. Los sacerdotes judí­os del segundo Templo (entre el siglo V a.C. y I d.C.) han interpretado también la religión de una manera sacrificial, centrándola en la exigencia de expiar los pecados y de aplacar a Dios con la sangre de las ví­ctimas, vinculando así­ la religión con los rituales del templo. En contra de eso, la celebración cristiana de la eucaristí­a se funda en las comidas* de Jesús con sus discí­pulos, culminadas en la última cena (eucaristí­a*) y ratificadas en las experiencias pascuales de la Iglesia primitiva: es comida de fraternidad, evocación del cuerpo de Jesús, no sacrificio expiatorio para aplacar a Dios, aunque la misma tradición eclesial la ha interpretado desde una vertiente sacrificial, relacionándola con la pascua, alianza y expiación israelita.

(4) Superación y/o transposición de los sacrificios. El sistema azteca quedó truncado a la llegada de los españoles, que ofrecieron y, de alguna forma, impusieron su visión sacrificial de Cristo (y de Marí­a, la Madre de Dios), de manera que no sabemos lo que hubiera sucedido si la cultura náhuatl se hubiera desarrollado sin intromisiones cristianas. El sistema del brahmanismo de la India ha sido superado por la experiencia de interioridad de los hindúes y budistas posteriores (a partir del siglo V-IV a.C.). El judaismo posbí­blico ha superado los sacrificios por necesidad (caí­da del templo), pero también por el propio impulso interior de su experiencia social y legal: el único sacrificio agradable a Dios es la obediencia del pueblo (de los creyentes), el cumplimiento de la Ley. El cristianismo ha superado el sistema sacrificial a partir de la experiencia de Jesús y, sobre todo, por la celebración eucarí­stica del pan y vino compartido, aunque ciertos cristianos han querido reintroducir dentro de la eucaristí­a algunos elementos sacrificiales, vinculados a la violencia religiosa (a la necesidad de aplacar a Dios).

Cf. R. Girard, La violencia y lo sagrado, Anagrama, Barcelona 1983; H. Hubert y M. Mauss, “De la naturaleza y de la función de los sacrificios”, en M. Mauss, LO sagrado y lo profano. Obras I, Barral, Barcelona 1970; B. Janowski, Sühne ais Heilsgeschehen: Studien zur Sühnetheologie der Priesterschrift und zur Wurzel KPR in Alten Orient und in Alten Testament, WMANT 55, Neukirchen 1982; S. LEVI, La Doctrine du sacrifice dans les bralimanas, PUF, Parí­s 1966; B. A. Levine, In the presence of the Lord: A Study of Cidt and Some Cidtic Tenns in Ancient Israel, SJLLT 5, Brill, Leiden 1974; L. Maldonado, La violencia de lo sagrado. Crueldad versus oblatividad o el ritual del sacrificio, Sí­gueme, Salamanca 1974; X. Pikaza, Violencia y religión en la historia de occidente, Tirant lo Blanch, Valencia 2005; J. P. Roux, La sangre. Mitos, sí­mbolos y realidades, Pení­nsula, Barcelona 1990.

SACRIFICIOS
2.Antiguo Testamento

(-> diluvio, holocaustos, ritos, sacerdotes, Abrahán). Conforme a la Biblia, en el principio no habí­a sacrificios, de forma que ellos no aparecen en los relatos de la creación, ni en el paraí­so original (Gn 1-3). Sólo más tarde, sin que Dios lo mande, empiezan a existir los sacrificios vegetales y animales, vinculados a la historia de violencia de Caí­n y Abel (Gn 4), que desembocan en el diluvio universal (Gn 6-7).

(1) Historia de Noé. El principio de los sacrificios. Precisamente para superar la violencia anterior e impedir nuevos diluvios, ha establecido Dios los sacrificios, vinculados a la humanidad noáquica, no adánica, ni cristiana: “Y edificó Noé un altar a Yahvé, y tomó de todo animal puro y de toda ave pura, y ofreció un holocausto en el altar. Y percibió Yahvé el grato olor; y dijo Yahvé en su corazón: No volveré más a maldecir la tierra por causa del hombre; porque los pensamientos del corazón del hombre son malos desde su juventud; ni volveré más a destruir todo ser viviente, como he hecho. Mientras la tierra permanezca, no cesarán la sementera y la siega, el frí­o y el calor, el verano y el invierno, y el dí­a y la noche” (Gn 8,20-22). A primera vista parece un hecho extraño. Dios mismo ha mandado a Noé que introduzca en el arca una pareja de cada animal, para que así­ puedan salvarse en medio del diluvio (Gn 5,19-21), aunque después, previendo lo que pasará, en nueva versión del mismo hecho (o en palabra que proviene de un documento distinto), le mandó que tomara siete parejas de los animales puros, para poder ofrecer algunos en sacrificio (Gn 7,2-3). (a) Noé ha salvado a animales en el arca para sacrificarlos después, descargando sobre ellos su violencia. Estamos lejos de Gn 1-2, donde todos los animales eran puros y acompañaban al hombre en el camino de la vida. Ahora se ha establecido un foso de cercaní­a y distancia entre hombres y animales (aunque todos naveguen en la misma barca), (b) Hay animales puros (tehora) y otros que no los son. Los primeros valen para la comida y sacrificios; los otros no se pueden ofrecer a Dios ni tomar en alimento (cf. Lv 11; Dt 14). De esa forma se divide la misma vida en clave religiosa avalada por Dios, en gesto que conocen muchas religiones, (c) El sacrificio es un rito sangriento, realizado sobre el altar (mizbeaj) que el mismo Noé ha edificado. Antes la vida era profana: los hombres veneraban a Dios con su misma existencia agradecida (en el paraí­so) y bastaba el culto del dí­a de descanso o Sábado. Ahora resulta necesaria una religión. Lo primero que construye el hombre nuevo (el Noé liberado) es un altar, para mostrar de esa forma su sometimiento sagrado, (d) Los sacrificios de Noé son ofrendas (o/of) que ascienden (‘alah) hacia Dios en holocausto, totalmente quemadas. En el principio de la nueva existencia posdiluviana se acentúa aquí­ el principio del don, entendido como entrega de la vida que se mata y quema ante Dios, en sumisión perfecta. Es eviden te que se trata de un gesto paradójico y terrible, salvador y amenazante: Dios se ha esforzado por salvar la vida de animales y hombres en el arca; pues bien, para agradecer a Dios y demostrar su dependencia, los hombres le queman grasa y carne de animales. Antes (a pesar del relato de Caí­n-Abel en Gn 4,1-16) no habí­a sacrificios: los hombres habitaban en gesto de fuerte libertad, en transparencia ante Dios y ante los animales. Pero el pecado ha roto ese equilibrio, llevando al hombre hasta el riesgo de su propia destrucción (diluvio). Pues bien, para superar ese riesgo, en el comienzo de la nueva historia, Noé ofrece ante el altar de Dios el sacrificio de animales, iniciando la era de la violencia religiosa.

(2) La era de los sacrificios, era de la represión. Tras el diluvio, en el comienzo de la nueva era humana, se sitúan los sacrificios como signo de represión. Ellos no expresan la verdad original (antes no existí­an), sino que son un remedio derivado que controla (y expresa) la violencia: como medio para dominarla, como un modo de lograr concordia con métodos de muerte, Noé inaugura la nueva humanidad sobre el sacrificio que es signo de todas las posibles represiones posteriores. Los animales actúan como sustitutos: son chivos* expiatorios de una violencia dirigida en principio contra otros hombres. Yahvé olió (= aceptó con agrado) el aroma aplaca dor, conforme a una visión usual en la literatura de los sacrificios (Lv 1,9; 17,6; Nm 15,3.7.10; etc.). Yahvé estaba airado, descargando su violencia en el diluvio. Por eso, Noé quema ante él la grasa y carne de animales, en gesto de sumisión violenta; sube el aroma del humo aplacador (rea] hanijoaj, cf. Ex 29,18; Lv 3,16; etc.). Este es un Dios que necesita que los hombres aplaquen su violencia con chivos expiatorios, animales sacrificados por los que expulsen y canalicen la violencia. Así­ se introduce en la vida una fuerte disociación entre el interior y el exterior, entre el corazón perverso y la pureza externa de los sacrificios. Este Dios del sacrificio de Noé parece un Señor resignado: desearí­a que los hombres fueran distintos (cf. Gn 1-2), pero les acepta como son y les sigue protegiendo desde el fondo de su misma violencia. Esta resignación se expresa de forma religiosa: está vinculado al holocausto fundador en el que Noé, nuevo patriarca de una humanidad violenta, quema ante el Señor Yahvé animales de todas las especies puras, de cuadrúpedos y aves (los reptiles no se sacrifican). Desde la tierra recién amanecida del diluvio se eleva hasta la altura el humo del sacrificio animal (y humano) que durará por los siglos. En esta perspectiva, sobre los animales quemados en gesto propiciatorio, proclama Dios su palabra de recreación cósmica: “no volveré a matar a los vivientes…” (Gn 8,21).

(3) Una paz sacrificial. Esta es la paradoja sangrante del Dios de Noé, que necesita muerte para no matar a todos los vivientes; ésta es la condición de la violencia sagrada que sólo se vence (se aplasta o domina) con nueva violencia controlada. Sobre esa base se añade que el ritmo del mundo se independiza de la conducta humana. Sea cual fuere la acción de los hombres, habrá siempre frí­o y calor, verano e invierno, dí­a y noche… (8,22). Esta promesa de estabilidad cósmica puede interpretarse en dos lí­neas distintas, que se han ido alternando a lo largo de la historia, (a) La lí­nea del sacrificio: Dios sostiene al mundo, el orden de las cosas se mantiene, porque los hombres ofrecen sacrificios. La conducta moral resulta secundaria. Dios no deja el mundo en manos de la elección de los hombres, como habí­a hecho en Gn 2-3, sino que lo condiciona a la ofrenda de los sacrificios que le aplacan dí­a tras dí­a, recordándole por un lado la pequeñez del hombre (su violencia) y por otro su más honda sumisión (expresada en la ofrenda de animales), (b) La lí­nea de la misericordia. Conforme a la interpretación de Mt 5,45-47, Dios eleva su sol y ofrece su lluvia sobre justos y pecadores porque ha renunciado al talión y ya no castiga a los perversos con catástrofes de tipo cósmico, ni les exige sacrificios; signo de su amor permanente y gratuito es la vida (sol y lluvia, ritmo de los tiempos) que ofrece por igual a todos los humanos. Los sacrificios son un elemento del despliegue y desarrollo de las religiones. Son expresión de la gracia de Dios y del pecado y violencia de los hombres. Ellos expresan el conflicto más hondo de la vida. Desde esa perspectiva, bien mirados, los sacrificios animales son ambivalentes: nacen del miedo a Dios; tenemos que aplacar su ira con nuestra sumisión, ofreciéndole la vida de animales o personas; surgen de nuestra generosidad: queremos ofrecerle lo mejor que tenemos.

(4) Los sacrificios bí­blicos. En base a lo anterior se entienden los diversos tipos de sacrificios que han sido codificados por el judaismo sacerdotal del perí­odo del segundo Templo (entre el siglo V y I a.C.), cuyo rituales ha conservado Lv 1-7, que ahora evocaremos, distinguiendo tres tipos de sacrificios, (a) El holocausto constituye el ejemplo más claro y radical de sacrificio: el sacerdote ofrece la ví­ctima (toro, cordero…) ante Dios, derrama su sangre en el suelo, y la quema totalmente sobre el altar, expresando así­ la absoluta soberaní­a del Señor Divino, a quien los hombres debemos y ofrecemos todo lo que existe (cf. Gn 8,20; 22,2-3; Ex 29,18.25; 40,29; Lv 1,3-17; Nm 7,1-89; etc.). También otros pueblos, de la India a Grecia, han conocido sacrificios de este tipo, el más significativo de los cuales era la hecatombe (ofrenda de cien toros). Ellos han dominado la conciencia teológica de muchos cristianos de los siglos XVIII y XIX, que suponí­an que la mejor manera de honrar a Dios y reconocer su soberaní­a era ofrecer y consumir la vida ante su altar. No hay en ellos ningún tipo de intercambio o comercio con Dios, sino un despliegue de su grandeza y de nuestro vasallaje; nada nos debe, nada le pedimos; simplemente reconocemos su supremací­a, (b) Hay sacrificios de reparación, expiación y petición, que sirven no sólo para aplacar a Dios, sino para conseguir su favor o perdón. En el fondo de ellos aparece un tipo de comercio divino, una forma de comunicación dual, en lí­nea de pacto, tal como ha sido fijada en el ritual de Lv 4-10. Uno de los ejemplos más significativos, que exponemos al hablar del chivo*, es el sacrificio de la gran fiesta de la Expiación (Lv 16): los israelitas reconocen la grandeza de Dios, confiesan sus pecados y reciben el perdón a través de un intenso ritual de intercambios sacrales, que el Nuevo Testamento ha evocado en Hebreos 7-10. Estos son los sacrificios dominantes del judaismo sacral de tiempos de Jesús, con su destrucción (una parte de la ví­ctima se quema para Dios) y comunión (otra parte la comparten sacerdotes y oferente, como comida sagrada). Estrictamente hablando, ellos han sido superados por el mismo Jesús, al iniciar y culminar un camino no sacrificial de encuentro con Dios y de reconciliación interhumana, (c) Hay sacrificios pací­ficos, de comunión y alianza, donde el aspecto básico es el don que los hombres ofrecen a Dios y la comida compartida de los mismos hombres (cf. Lv 3). Ciertamente, sangre y grasa son para Dios, pero la parte fundamental de la ví­ctima la preparan y comen con gozo los mismos oferentes. Así­ realizan una experiencia básica de donación y vida compartida, en comunicación sacral. Por eso se llaman sacrificios pací­ficos (zebah shelamim). Dios no es simplemente Aquel ante quien debemos negar nuestra existencia (holocausto), ni Señor que pide reparación (expiación), sino un Amigo a quien debemos agradecer sus dones, compartiendo ante El (y con El) nuestra existencia, para vivir de esa manera pacificados. Estos tres tipos de sacrificios (de holocausto, de expiación y de pacificación) aparecen vinculados en el ritual judí­o de los sacrificios, concebido como pieza clave de la piedad sacerdotal, desde el siglo V a.C. al I d.C. Pero tanto el judaismo posterior como el cristianismo han superado ese esquema, elaborando un código y camino distinto de encuentro con Dios. Por eso, es normal que algunos teólogos hayan pensado que es preciso superar incluso la misma terminologí­a del sacrificio al hablar del Dios judí­o o cristiano. De todas formas, allí­ donde destaca el último elemento (comunión y alianza, donación de vida), el ritual del sacrificio puede reasumirse dentro del cristianismo, pero sabiendo que a Dios no se le puede honrar en lí­nea de exclusión o negación, sino en lí­nea de amor y vida.

Cf. R. ALBERTZ, Historia de la religión de Israel en tiempos del Antiguo Testamento I-II, Trotta, Madrid 1999; G. A. ANDERSEN, Sacrifices and Offerings in Ancient Israel: Sudies in their Social and Political Importance, HSM 41, Atlanta 1987; B. JANOWSKI, Sühne ais Heilsgeschehen: Studien zur Sühnetheologie der Priesterschrift und zur Wurzel KPR in Alten Orient und in ALten Testament, WMANT 55, Neukirchen 1982; N. KIUCHI, The Purification offering in the Priestly Literature, JSOT SuppSer 56, Sheffield 1987; B.A. LEVINE, In the presence of the Lord: A Study of Cidt and Some Cidtic Terms in Ancient Israel, SJLLT 5, Brill, Leiden 1974; R. DE VAUX, Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona 1985.

SACRIFICIOS
3. Jesús

(-> sacerdocio, chivos, expiación). En medio de un mundo de sangre, entendida como signo de muerte o fuente de gracia creadora, ha elevado Jesús el “sacrificio” de su vida, en el que se invierten y niegan los sacrificios anteriores.

(1) Jesús no ha sido sacerdote oficial, ni el cristianismo es religión sacerdotal, sino profética y/o rnesiánica. Por eso, los elementos sacrales de la vida y mensaje de Jesús han de entenderse desde el fondo profético y mesiánico de su mensaje, situándose así­ cerca de los fariseos y del judaismo rabí­nico posterior, (a) Los fariseos no rechazaban los sacrificios del templo de Jerusalén, pero los sustituí­an de hecho a través del carácter sagrado de su existencia diaria: la casa de un fariseo es su templo, su vida familiar el culto, su comida el banquete sacrificial, su estudio de la Ley la alabanza verdadera. La desacralización farisea se vuelve principio de nueva y más profunda sacralización, que abarca toda su existencia, (b) Jesús supera los elementos sacerdotales de tipo sacral, introduciendo los valores religiosos (la presencia de Dios) en su vida rnesiánica, es decir, en su gesto de curación de los enfermos y acogida a los marginados. Por eso afirma que el culto sacrificial del templo está ya superado (cf. Mc 11,10-27 par). Rabinos y cristianos han superado el ritual de los sacrificios. Por eso, tras la ruina y caí­da del templo (70 d.C.), no sentirán necesidad de sustituirlos. Para los rabinos judí­os, el auténtico sacrificio es la vida de los fieles al servicio de la Ley. Los cristianos están convencidos de que la era de los sacrificios ha terminado con Jesús (sacerdocio*; cf. Heb 4-6).

(2) Reinterpretación sacrificial de Jesús. Jesús no ha sido sacerdote, en la lí­nea de Aarón o Sadoc, sacrificador de animales, ni su muerte puede entenderse como sacrificio en la lí­nea de los sacrificios anteriores. Pero, a fin de comprender mejor la muerte y pascua de Jesús, algunos judeocristianos de tradición heterodoxa (no leví­tica) han podido reformar e invertir la visión anterior de los sacrificios, presentando la muerte de Jesús como auténtico sacrificio donde culmina (se supera y cumple para siempre) la historia de los sa crificios anteriores. Estos son algunos de los elementos de esa inversión, (a) Sufrimiento redentor. Jesús se ha encarnado en una historia de sufrimiento, voluntariamente asumido y desgarradoramente doloroso (Heb 2,10.14; 12,2; 13,12; etc.), de manera que en los dí­as de su carne, con clamor y lágrimas, ha elevado su oración y súplica al Dios que podí­a liberarle de la muerte (5,7); pues bien, Dios le ha escuchado, no para liberarle del sufrimiento, sino para perfeccionarle y plenificarle a través del mismo sufrimiento, para bien de todos los humanos, (b) Inversión de la violencia. Dios no quiere el sufrimiento de Jesús, haciéndole morir, sino su vida: le quiere a él, acompañándole en su entrega de amor por los humanos. Jesús ha realizado su camino personal al encarnarse y dar su vida en amor por los demás, dejándose matar y no matando. Así­ aparece como obediente, dialogando con Dios en transparencia de amor, como Hijo que entrega la vida en favor de los hermanos, como Señor que alcanza su poder al darse y al perderlo por los otros. Sólo en este contexto Heb ha podido presentar su muerte como sacrificio (5,7-10; cf. 12,4-11), vinculando la ofrenda de su vida y la respuesta de Dios que le acoge y plenifica por la pascua. El sacrificio de Jesús no es un rito separado, sino su mismo amor a Dios y a los humanos.

(3) La sangre del Hijo, comunión humana. Conforme al simbolismo de Israel (cf. Lv 17,11-14), la sangre del sacrificio tiene gran valor de evocación: indica muerte (siendo expresión de un animal que se ha matado), significando, al mismo tiempo, vida (es signo de nacimiento, tanto en contexto humano de menstruación y parto como en contexto divino de amor generoso). La sangre es el signo más fuerte de la ambivalencia sagrada: en los sacrificios animales y en la ejecución de los asesinos es violencia y venganza (y así­ muere Jesús, ví­ctima del odio asesino de la historia); al mismo tiempo, ella se vuelve por Jesús un signo fuerte de entrega de la vida, expresión de la bondad de un Dios que acoge y ama a quienes mueren en favor de sus hermanos. Pues bien, Jesús ha muerto ofreciendo su vida/sangre por los otros, en solidaridad gratuita, en favor de todos ellos, y Dios acoge el amor de su vida en la pascua, haciéndole principio de existencia para los humanos. Por eso se dice, en sí­mbolo intenso, que Jesús ha penetrado y permanece, como triunfador y sacerdote, rodeado de su sangre, en el templo o tabernáculo celeste, realizando de esa forma el único sacrificio, que es el don de la vida que él ofrece a los demás. En ese sentido se puede afirmar que el vino de la eucaristí­a (que sigue siendo vino de solidaridad humana) simboliza y hace presente el sacrificio de Jesús, es signo de su amor ofrecido a favor de los hombres y mujeres; ésta es la sangre de la nueva alianza cristiana, el sacrificio de la verdadera comunión entre los hombres (cf. Mc 14,24 par; 1 Cor 11,25; Heb 9; 10,29; 12,24; 13,12…). De esa forma, el sacrificio de Jesús supera la violencia de los sacrificios anteriores y puede presentarse como antisacrificio: los cristianos no quieren mantener el orden de la realidad sobre la violencia de los sacrificios que unos imponen a los otros, al servicio de algún tipo de sistema, sino que buscan y proponen un tipo de sociedad no violenta, no sacrificial, donde cada uno es capaz de ofrecer gratuitamente su vida al servicio de los demás, como hizo Jesús y como ellos recuerdan y celebran en la eucaristí­a; por eso, no ofrecen un sacrificio para aplacar a Dios, sino que acogen el amor generoso de Dios que supera todos los sacrificios.

Cf. W. BOUSSET, Kyrios Christos. Geschichte des Christusglaubens von den Anfangen des Christentums bis Ireneus, Vandenhoeck, Gotinga 1913; O. GONZíLEZ DE CARDEDAL, La Entraña del cristianismo, Sec. Trinitario, Salamanca 1997; A. GRILLMEIER, Jesucristo en la fe de la iglesia, Sí­gueme, Salamanca 1998; E. JÜNGEL, Dios, misterio del mundo, Sí­gueme, Salamanca 1985; R. SCHWAGER, Brauchen wir einen Súndenbock? Gewalt und Erlósung in den biblischen Schriften, Múnich 1978; Jesús im Heilsdrama. Entwurf einer biblischen Erlósungslehere, Innsbruck 1990; B. SESBOÜE, Jesucristo, el tí­nico mediador I-II, Sec. Trinitario, Salamanca 1990-1992.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra