SANTOS

Son todos los “fieles cristianos Col 1:2). pero en sentido estricto son los que ya están en el Cielo, con el “buen ladrón” de Luc 23:43. La Iglesia, con la autoridad de Mat 16:19 y 18:18, ha declarado que ya están en el Cielo muchos cristianos, a los que honramos y veneramos como amigos del Senor. La Virgen Marí­a es la “más santa de todas las mujeres” como gritó Isabel en Luc 1:42, por eso la llamamos “la más santa” o “santí­sima”.

La gran diferencia, es que los “santos” de Col 1:2, se pueden condenar, como nos dice el mismo Pablo en 1Co 9:27, Heb 6:3-6, 2Pe 2:21. y los “SANTOS” que ya están en el Cielo, obviamente, ya no se pueden condenar. La Iglesia nos lo propone como ejemplo a imitar, para que los honremos, como amigos del Senor, y para que les pidamos que rueguen por nosotros, porque es muy importante que “oremos los unos por los otros para nuestra sanación, porque es poderosa la oración ferviente del justo”, como dice Stg 5:16. y si usted, que es justo, puede y debe orar por mí­, ¡cuánto más los justos que ya están en el Cielo!: (Rev 8:3-4). ellos pueden y quieren orar por nosotros, y su oracion es poderosa, porque son justos ya glorificados ¡alabado sea el Senor!.

Santificaciones de casas sagradas: En Ex.25 a 40 se dedican 15 capí­tulos enteros para mostrar cómo deben ser hechos el altar, los vestidos de los sacerdotes. en todo, lo mejor para Dios, con oro puro, y toda clase de joyas, ¡y esto se decí­a a un pueblo pobre, en el desierto! Ver las leyes de la santificación de cosas sagradas en Exo 28:38, Lev 5:15, Lev 10:16, Lev 22:2, Neh 10:33.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

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Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

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En la Iglesia cristiana se han cultivado desde los primeros tiempos la veneración singular a las figuras que, habiendo dado en vida un testimonio particular de piedad, ciencia y fortaleza, se les recuerda con singular admiración después de su muerte 1. Naturaleza
Llamamos santos o beatos a los que la Iglesia ha proclamado como tales por haber sido modelos de virtudes cristianas y ser merecedores de una veneración especial por los fieles. El hecho de colocarlos en la lista (canon en griego es lista) de los santos, de canonizarlos, otorga a esas figuras representativas una dignidad singular en las que se mezcla el reconocimiento de su santidad, la propuesta de su imitación, la invitación a la plegaria para obtener su intercesión.

El acto de la canonización sólo puede ser realizado por el Papa de forma solemne o de su parte. Y supone un proceso lento, sereno y maduro de análisis y discernimiento sobre los méritos espirituales y eclesiales de la figura eclesialmente canonizada.

La costumbre actual de la inscripción canónica empalma con la primitiva tendencia de los cristianos de ofrecer homenaje público y cierta forma de culto secundario a los mártires de las persecuciones. Durante siglos, el tí­tulo de santo era un reconocimiento el pueblo fiel y el recuerdo y la celebración se realizaba de forma sencilla y localizada en la comunidad a la que habí­a pertenecido la figura.

Con todo algunas figuras como los Apóstoles, Juan Bautista, S. Esteban y, sobre todo, la Virgen Marí­a, fueron reconocidos como santos en la primera aurora del cristianismo.

Avanzada la Edad Media, se fue imponiendo un proceso menos popular de proclamación de la santidad de las figuras. El primer caso conocido de un decreto de canonización es el de Udalric o Ulrico, obispo de Augsburgo, el cual fue proclamado como santo por el papa Juan XV en el año 993.

En el siglo XII se impuso la costumbre de declarar la santidad de las figuras modélicas por parte del Papa. En 1171 Alejandro III decretó que el derecho de canonización era exclusivo de la Sede Primacial de Roma y se reservó esta proclamación de forma exclusiva.

La ordenación legal, con todo, vendrí­a con el papa Urbano VIII, (papa entre 1623-1644) en dos bulas promulgadas en 1625 y en 1634. Estableció el proceso para llegar a una canonización, las cuales con breves modificaciones han llegado vigentes hasta nuestros dí­as. La reforma de Urbano VIII, experto en derecho, antes nuncio de Roma en Francia y hábil reformador de la curia y de las relaciones pontificias con los Estados, se debe inscribir en el contexto de su reorganización de la Iglesia.

2. Proceso de canonización La canonización es el acto final de un largo proceso que empieza con el la propuesta de una Diócesis o de un conjunto de Obispos de cada figura que se pretende declarar santa.

2.1 Proceso diocesano.

Supone un tiempo de análisis de recogida de datos y de testimonios debidamente garantizados sobre la figura que se pretende elevar al honor de los altares.

Por regla general se deja pasar un tiempo adecuado que es muy variable y puede ir desde varios años o quinquenios hasta varios siglos. Los datos se disponen de forma judicial: los testigos, con sus aseveraciones, comparecen ante un tribunal eclesiástico local y ofrecen sus testimonios bajo juramento de veracidad. Se recogen también los escritos o documentos que se refieran a la figura examinada. Y, si procediere, se reclaman los testimonios contrarios de personas que puedan aportar objeciones.

Todo ello se dispone en forma de expediente que debe ser remitido a la “Congregación Romana para las Causa de los Santos”, con cuyo enví­o comienza el proceso pontificio.

2. 2. Proceso pontificio
Si la investigación y documentación es satisfactoria, el papa, a través de la Congregación para las Causas de los Santos, se hace cargo del proceso.

2.2.1 heroicidad de las virtudes
Reclama y recoge nuevos datos. Se analiza la situación y santidad de la persona por parte de diversas comisiones de teólogos y de Obispos y se terminan, de prosperar la causa, con el Decreto de Heroicidad de las virtudes y de la santidad.

Se denomina Venerable al que ya ha recibido este decreto pontificio, si bien los usos suelen adelantar ese tí­tulo de reconocimiento, desde el momento de la introducción de la causa.

2.2.2. Beatificación
La segunda fase se termina con la Beatificación del encausado, aunque antes tiene que haber sido objeto de determinado culto de recuerdo y de peticiones, de forma que se le deben atribuir dos milagros al menos, minuciosamente examinados o comprobados como tales por expertos médicos y por una Comisión cardenalicia que entienda en el caso. En ocasiones, basta un sólo milagro, como testimonio misterioso de la acción de Dios en relación a la persona que se pretende canonizar.

El requisito de los milagros no es exigido para quienes han muerto por odio a la fe, es decir para los mártires. A estos sólo se les exige en la Iglesia católica la objetividad de su muerte por causa religiosa.

La fase se termina por el acto solemne de la Beatificación por parte del Papa. La Beatificación implica todaví­a cierto carácter localista o sectorial en la proclamación de la figura a efectos del culto que se le pueda tributar. Por regla general los Beatos quedan centrados en la atención eclesial a la Diócesis o al Instituto que ha promovido su proceso.

El Decreto de Beatificación es declaración solemne y oficial de que una persona observó una vida santa y puede ser venerada por hallarse ya en el cielo. Es uno de los actos dogmáticos y cultuales en los que el Papa actúa como Pastor supremo de la Iglesia y por lo tanto goza de la infalibilidad magisterial definida como Dogma en el Concilio Vaticano I
2. 2. 3. Canonización.

La tercera fase implica ya la inclusión del Beato en la lista oficial de los Santos de la Iglesia. Supone el incremento del culto y la realización de al menos otro milagro debidamente analizado y aprobado por los expertos correspondientes. A partir de tal aprobación, el proceso es examinado por varias comisiones de teólogos y la última tiene lugar en presencia del papa, que da su conformidad final al Decreto.

La canonización otorga la designación de santo a la persona objeto de ella. Es un reconocimiento que conlleva el culto más universal en la Iglesia.

De no ser objeto de dispensa especial del Papa, la canonización no se hace antes de cincuenta años desde la muerte del Beato.

La ceremonia de canonización tiene lugar, casi siempre, en la basí­lica de San Pedro, en el Vaticano. Es una de las funciones litúrgicas más solemnes y sobresalientes de la Iglesia.

Los santos antiguos, hasta el siglo XII, no pasaron estos procesos complicados. Se habla entonces de “canonización equivalente” y se basa en la aceptación de la tradición de la Iglesia hecha por la liturgia antigua o por alguna aprobación papal previa a la fecha de la normativa de Urbano VIII.

En la Iglesia ortodoxa de Oriente, el proceso de canonización está más simplificado y es realizado por el Sí­nodo de los Obispos locales, variando las formas entre las diversas Iglesias autocéfalas en que se distribuye la Ortodoxia. Se puede actuar con una actitud más social y hasta polí­tica, como la del Patriarcado de Moscú cuando canonizaba en el año 2000 a la familia imperial asesinada en la Revolución comunista de 1917; o ser más exigentes y selectivas, como hacen las Iglesias Ortodoxa de Constantinopla, Grecia o Jerusalén, entre las 16 Iglesias autocéfalas o autónomas que actualmente componen la Ortodoxia.

2.2.4. Reconocimientos especiales
A veces algunos santos conllevan tí­tulos particulares que implican especial reconocimiento en la Iglesia
– En general, merecieron histórica veneración y culto los llamados confesores, que son los que se presentaron como modelos de vida cristiana y de amor al Evangelio: confesaron con su vida la fe que profesaban.

También se tributó especial culto de admiración y plegaria la os mártires, que con más o menos voluntariedad dieron su vida por Cristo de forma violenta.

Las ví­rgenes que consagraron a Jesucristo su vida, corazón y actividad apostólica o de oración contemplativa, también significaron ejemplos admirables de vida evangélica.

– Y en particular, la Iglesia reclamó otros tí­tulos para determinadas funciones significativas en su seno.

Los Apóstoles y Evangelistas fueron los primeros, junto con los personas singulares que aparecen en el Evangelio: Juan Bautista, s. José, Marí­a Magdalena, por ejemplo.

Los Papas tuvieron una resonancia especial, por lo que representaron siempre como sucesores de S. Pedro y gobernantes de la grey confiada.

Los diversos Patronos de algunas localidades, naciones, tareas y oficios o situaciones especiales merecieron cultos y conmemoraciones siempre edificantes, festivas y alentadoras.

Los Doctores fueron mirados con admiración por su sabidurí­a y por los escritos orientadores que dejaron para edificación de la comunidad cristiana
Los Fundadores de Institutos, Monasterios y Sociedades religiosas, dejaron en sus seguidores un espí­ritu carismático que se prolongó con frecuencia durante siglos.

Incluso los santos ángeles, sobre todo lo que aparecen en la Biblia con nombre original o simbólico: Miguel, Rafael, Gabriel, fueron objeto de culto singular.

Ni que decir tiene que la santí­sima entre las santas y “Reina de todos los santos”, fue siempre Marí­a, la Madre de Jesús.

3. Reliquias
La Iglesia ha tenido siempre una veneración especial por las reliquias de los santos: sus restos mortales, sus escritos, sus objetos personales, los lugares donde vivieron.

El culto a las reliquias de los santos es tradición de respeto y de homenaje, no de superstición y de creencias improcedentes. Es lí­cito y piadosos venerar las reliquias de los santos por lo que recuerdan no por lo que son.

El Concilio de Trento hizo la siguiente declaración: “Los fieles deben también venerar los sagrados cuerpos de los santos mártires y de todos los demás que viven con Cristo” (Denz. 985 y 998)

Y es que la Iglesia siempre miró esos cuerpos de los santos como miembros vivos de Cristo y templos del Espí­ritu Santo. Dios concede con frecuencia gracias especiales a través de esos restos que avivan la piedad de los fieles y les hace pensar más en la eternidad, en donde brillan ellos como modelos e inspiradores de vida cristiana.

Es cierto, como pretendió Lutero al negar legitimidad al culto a las reliquias, que no hay explí­cita referencia a ellas en la Escritura, salvo algunas leves alusiones: cuerpo de José llevado al salir de Egipto (Ex. 13. 19); veneración de los huesos de Eliseo, que resucitaron un muerto (2 Rey. 13, 21); manto de Elí­as que abrió camino en el Jordán (2 Rey 2. 13). Incluso se narra en los Hechos cómo los cristianos de Efeso curaban enfermos con los pañuelos y delantales de San Pablo y se alejaban los espí­ritus malignos. (Hech. 12. 12)

Pero no es menos cierto que el sentido de la Iglesia es también una regla de fe y de comportamiento cristiano y siempre en ella se ha sentido vivo afecto por esta veneración. Las reliquias no fueron nunca en sí­ mismas objeto de culto, sino estí­mulo para el culto de aquellos a quienes pertenecieron.

De manera especial fueron objeto de afecto las reliquias de los mártires. En el “Martyrium Polycarpi” del siglo II se refiere cómo se recogieron en Esmirna los huesos del obispo mártir, por ser “más valiosos que las piedras preciosas y más estimables que el oro” (18.2), y los depositaron en un lugar conveniente. (18. 2)

4. Imágenes
Más disensiones que las reliquias se suscitaron en los tiempos antiguos por motivo de las imágenes de los santos y de los mártires. La Iglesia siempre defendió como lí­cito y provechoso el venerar sus figuras y representaciones por ser un recordatorio conveniente y vivo de sus virtudes y dones.

Gracias a ese criterio, además de sus beneficios espirituales y morales para el hombre, se ha desarrolló el arte cristiano (escultura, pintura, bordados y repujados, etc.) a lo largo de dos milenios.

La veneración tributada a estas imágenes, evidentemente, es simple señal de respeto, y adaptación a los lenguajes sensoriales de los hombres de todos los tiempos y culturas, no actitud fetichista y cuasiidolátrica.

4.1. Los iconoclastas.

Los negadores de esta práctica surgieron en el siglo VI. Y la lucha de opiniones estuvo llena de connotaciones polí­ticas y rivalidades culturales.

La iconoclasia (del griego, eikon, ‘imagen’; kloein, ‘romper’), supuso un rechazo, so pretexto de idolátrico, de este culto. Se aferraron muchos teólogos y pastores bizantinos del siglo VI y del VII a una postura adversa. Se agudizó entre los años 726 y 730 con el Emperador León III el Isáurico, que prohibió su uso en todo su imperio. A su decisión se opuso el Papa en Roma, pero en Constantinopla predominó el designio imperial y se destruyeron todas las imágenes con figuras humanas, al tiempo que se producí­a la persecución de muchos cristianos por su hijo y sucesor Constantino V.

Al llegar al reino la Emperatriz Irene cambió la persecución de signo y fueron los iconoclastas los perseguidos sangrientamente.

Tal herejí­a fue condenada en el II Concilio de Nicea (787). El Papa Adriano I ratificó los decretos del II Concilio de Nicea, poniendo fin a la controversia sobre la veneración de imágenes. Rebrotó la oposición iconoclasta en el siglo IX y terminó con las decisiones de la Emperatriz Teodora II, impuesta en el Sí­nodo del año 843.

4.2. Argumentos ortodoxos
La razón más fuerte contra los herejes de la iconoclasia, fue formulada por San Juan Damasceno, que aclaró el valor meramente rememorativo de cualquier imagen y la veneración a las personas a que ellas aludí­an. Negar el valor de las figuras abrí­a la puerta a negar la encarnación de Cristo, dogma fundamental de la fe cristiana. Por el nacimiento terreno de Cristo, se hizo posible su representación humana. La figura participa, en cierto sentido, de la grandeza del figurado. El rechazo de estas imágenes de Cristo, por lo tanto, conduce de modo automático al rechazo del mismo Jesús.

El movimiento iconoclasta afectó gravemente al arte bizantino y debilitó al mismo Imperio de Oriente, pues estimuló las luchas y las disensiones con el Papa y abrió una brecha entre la cultura latina y la bizantina.

Al alejarse Occidente de Bizancio y establecer mejores ví­nculos con los francos que iban surgiendo como poder alternativo, el Emperador bizantino perdió los apoyos de Roma, precisamente en el tiempo en que los mahometanos avanzaban por Oriente. Ellos, por cierto, traí­an las mismas ideas y actitudes opuestas a toda representación humana en sus expresiones artí­sticas religiosas.

La cuestión de las imágenes más fue un pretexto sociopolí­tico de desavenencia entre grupos e intereses opuestos, que un elemento religioso serio.

4.3. Doctrina católica
El concilio de Trento renovó la defensa de las imágenes sensoriales de los ideales y de los personajes religiosos, sobre todo ante la antipatí­a que expresaban los Reformadores protestantes por la inconografí­a de los Santos y de Marí­a.

En el Concilio se recordó la doctrina oriental ortodoxa: “El honor que se tributa a las imágenes se refiere a los modelos que ellas representan, no a las mismas imágenes.” (Denz. 986 y 998).

La prohibición en el Antiguo Testamento de construir y venerar imágenes (Ex. 20, 4), en la cual se basaban los adversarios de tal culto, no suponí­a un argumento bí­blico de especial importancia, pues era un simple procedimiento pedagógico para preservar a los israelitas de la idolatrí­a de sus vecinos.

Por otra parte, también se habla en el Antiguo Testamento de figuras y objetos de veneración como lo eran el Arca de la Alianza (Ex 25. 18) en la que se hallaban representados dos querubines de oro (Num. 21. 8). Del mismo modo Moisés mandó hacer una serpiente de bronce para efectos religiosos. (Num. 21.4-9) 5. Educación sobre los santos Primitivamente, las imágenes no tení­an otra finalidad que la de instruir, a través de la memoria, y de exhortar, por medio del sentimiento.

Los gestos de veneración a las mismas: ósculos, reverencias, cirios encendidos, incensaciones, etc. se desarrollaron principalmente en la iglesia oriental desde los siglos V al VII. Y se mantuvo como lenguaje pedagógico durante toda la Historia cristiana
Ha sido un valor educativo que es bueno conservar, apoyar, ilustrar y personalizar, de modo que se eliminen todos los resabios fetichistas que en personas menos cultas pueden surgir, pero que se mantengan en lo que deben ser en el proceso de la formación de la fe.

De manera particular hay que resaltar el valor formativo del arte religioso: tanto de las representaciones de los personajes religiosos, como del gran poder descriptivo, narrativo o representativo que posee la pintura, la escultura y las llamadas artes menores. En catequesis, el arte se convierte en lenguaje estable que se integra en la persona en los años infantiles y contribuye a mantener toda la vida lo que por su medio se llega a conocer.

Por eso es recomendable su uso desde criterios de adaptación, de selección, de calidad, de oportunidad, de objetividad y de pluralidad.

Prueba de su alto valor comunicativo es su extensión universal en el tiempo y en el espacio. No hay pueblo ni época que no haya puesto en circulación un arte religioso peculiar, expresivo, vivencial y carismático. Gracias a él se ha sostenido y divulgado el credo que dominaba en el artista, en la comunidad, en la Iglesia que lo asume y promociona.

Si la iconografí­a y la imaginerí­a son lenguajes humanos sobre valores divinos, hay que cultivarla de forma de forma adecuada y prudente.
Un fiesta de Beatificación o Canonización en Roma

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

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Calificativo que se atribuye, no sólo a los mártires, confesores, doctores, ví­rgenes, misioneros, etc. sino a los lugares, compromisos, plegarias o figuras significativas: Santos lugares, santos oficios, santos votos, santos caminos, etc. El sentido de esa calificación es evidentemente una referencia relativa.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
 
Los santos son figuras que se encuentran en muchas religiones. La Iglesia primitiva buscaba inspiración en los grandes personajes del Antiguo Testamento (Heb 11,4—12,1). Pero no hay ningún testimonio de que se pidiera su intercesión. A los discí­pulos de Cristo se les dio comúnmente el nombre de “santos” (He 9,13.32.41; Rom 16,2), en el sentido de que habí­an sido elegidos y habí­an recibido los dones de Dios.

En los primeros siglos se dio culto a los mártires, a menudo con una celebración eucarí­stica en el aniversario de su muerte, especialmente en el lugar de su muerte o su sepultura. A partir, aproximadamente, del siglo IV se desarrolló también el culto a los confesores. Pronto fueron veneradas otras personas de santidad patente y ejemplar. Los obispos y los concilios se encargaron de regular estos cultos en las Iglesias locales. Pero los cultos a menudo traspasaban los lí­mites de la diócesis vinculada al santo. Los obispos eran los que autorizaban la veneración, pero era factor decisivo la vox populi, la fama de santidad de las personas y la veneración que les brindaba de hecho el pueblo. Los obispos gradualmente aprobaban la veneración y a veces se acudí­a a Roma para que confirmara la decisión tomada en la diócesis. Con el tiempo serí­a Roma la que canonizarí­a, siendo el primer caso de que se tiene constancia el de Ulrico de Augsburgo, canonizado por el papa Juan XV el 993. A finales del siglo XII se prohibió la veneración de los santos sin la aprobación de Roma. Sin embargo, antes del siglo XII y con frecuencia hasta el siglo XVII, los obispos locales beatificaban a algunas personas para la veneración dentro de sus diócesis. A partir de entonces la beatificación se hace generalmente en presencia del papa: se trata de una presentación formal ante él de un siervo de Dios; el papa no declara definitivamente que el beato está en el cielo. La beatificación es seguida normalmente por el culto sólo en su propio paí­s, diócesis, Iglesia o familia religiosa.

La canonización suponí­a originariamente la inserción en la lista de santos del canon de la misa (la plegaria eucarí­stica 1). En nuestros dí­as tiene lugar en una celebración pontifical durante la cual se afirma categóricamente que la persona canonizada está en la gloria. A partir de ese momento se le da el nombre de “santo”. Son varios los modos en que son honrados los santos: se les celebra una fiesta anual; tienen una misa y un oficio aprobados; pueden dedicárseles iglesias; pueden venerarse públicamente sus reliquias. Estas distinciones entre el culto limitado de los beatos y elculto universal de los santos son reflejo del Código de Derecho canóni co de 1917 (CIC 1277, 1278, 1287 § 3); aunque no se recogen en el Código de 1983, siguen siendo práctica vigente (cf CIC de 1983, 1187).

El minucioso y complejo proceso de la canonización se ha ido estableciendo en la Iglesia desde la Edad media. Ha habido varias etapas importantes en este proceso: la obra de Urbano VIII (1623-1644); el estudio de la beatificación y la canonización llevado a cabo por Prospero Lambertini antes de convertirse en Benedicto XIV (1740-1758); el Código de Derecho canónico de 1917 (CIC 1999-2141), y la formación de la Congregación para las Causas de los santos en 1969, al reorganizarse la Congregación de Ritos. La nueva Congregación es la responsable de las beatificaciones y de las canonizaciones. Hay dos secciones principales dentro de la Congregación: una que se encarga de las causas de los recientemente fallecidos, en cuyos casos hay testigos vivos, y otra que se ocupa de las causas más alejadas en el tiempo.

El proceso se simplificó en 1983. Se inicia en la diócesis en la que murió la persona y se lleva a cabo bajo la supervisión del obispo. Después de las indagaciones preliminares realizadas en las diócesis, toda la documentación es enviada a Roma y se nombra un postulador, normalmente una persona residente en Roma. Con permiso de la Congregación se introduce la causa y se inicia una investigación formal en la diócesis: vuelven a examinarse todos los documentos y se interroga a todos los testigos. Se lleva a cabo otro examen en torno a alguna acción milagrosa, por lo general una curación, producida por la intercesión del siervo de Dios. Los resultados de esta investigación se enví­an a Roma, que en su momento promulga un decreto sobre la heroicidad de su virtud o su martirio. Tras la promulgación de este decreto se puede dar a la persona el nombre de “venerable”. Luego viene un decreto acerca del milagro. Para la beatificación es necesario un milagro. En cada una de las distintas fases del proceso se consulta a historiadores y teólogos, particularmente antes de que la congregación de cardenales y obispos dé su juicio definitivo. Una condición esencial es la pureza de la doctrina en sus escritos y obras. La decisión final acerca de la beatificación la tiene el papa. Antes de la canonización es necesario un segundo milagro, ocurrido después de la beatificación. No obstante, ya en esta fase no se realizan más indagaciones sobre la heroicidad de su virtud. El veredicto acerca de la canonización es responsabilidad también del papa, oí­do el parecer de la Congregación.

La veneración de los santos plantea varias cuestiones teológicas. En primer lugar está el requisito del martirio (>Mártir) o de virtudes heroicas. El martirio ha de ser por la fe o deberse al odium fadei u odio a la fe. En la historia reciente, aunque no sólo, pueden darse motivaciones polí­ticas junto a la entrega a Dios entre las causas de la muerte; por eso han de llevarse a cabo minuciosas investigaciones con el fin de establecer la autenticidad del martirio, acto supremo de amor a Dios y a la Iglesia. En los demás casos debe darse la virtud en grado heroico, de modo que puedadecirse que la persona ha vivido profundamente el amor cristiano a Dios y a los hombres y ha practicado todas las virtudes cristianas de un modo perfecto, ejemplar y heroico. Estas normas ponen de manifiesto que el interés de la beatificación y la canonización está en proporcionar a la Iglesia modelos de santidad.

Una segunda cuestión teológica es la certeza que hay detrás de la canonización. Hasta hace poco la teologí­a de los manuales poní­a la canonización de los santos como un caso de la infalibilidad papal; hoy por lo general los teólogos ya no mantienen esta tesis.

Un tercer punto es el relativo a la veneración de los santos. La confesión de fe tridentina afirmaba que “los santos que reinan con Cristo han de ser venerados e invocados… Ellos interceden por nosotros ante Dios y sus reliquias deben ser veneradas””. En su 25ª sesión Trento estableció normas importantes: hay que instruir cuidadosamente a los fieles acerca de la adecuada veneración a los santos; los santos nos ayudan por medio de su intercesión; Cristo sin embargo es el único redentor y el único mediador; la veneración de las imágenes es legí­tima porque en ellas se adora a Cristo y se venera a los santos mismos; la veneración de las imágenes ha de promoverse, procurando evitar los abusos. Ya en el II concilio de >Nicea (787) se aprobó solemnemente la veneración de las imágenes de los santos, decisión reiterada en el concilio de >Constantinopla IV (869-870); Juan Pablo II lo recordó con ocasión del duodécimo centenario del II concilio de Nicea.

La postura del Vaticano II sobre esta veneración ha quedado reflejada en el Código de Derecho canónico (CIC 1186-1187), que pone un especial acento en la devoción a la Virgen Marí­a. La constitución sobre la liturgia propone una teologí­a moderna de la veneración: “Además, la Iglesia introdujo en el cí­rculo (litúrgico) anual el recuerdo de los mártires y de los demás santos que, llegados a la perfección por la multiforme gracia de Dios y habiendo ya alcanzado la salvación eterna, cantan la perfecta alabanza a Dios en el cielo e interceden por nosotros. Porque, al celebrar el tránsito de los santos de este mundo al cielo, la Iglesia proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que sufrieron y fueron glorificados con Cristo; propone a los fieles sus ejemplos, los cuales atraen a todos por Cristo al Padre, y por los méritos de los mismos implora los beneficios divinos (eorumque meritis Dei beneficia impetrat)” (SC 104).
Un cuarto punto es el que se refiere a la naturaleza de la veneración de los santos. San Agustí­n proponí­a el término griego latreia para designar la adoración de Dios. El término dulí­a referido al honor que se tributa a los santos procede del perí­odo carolingio; más tarde apareció el término hyperdulia para designar la forma especial de dulí­a debida a la Virgen Marí­a.

Es claro, pues, que la veneración a los santos supone una firme creencia en la >comunión de los santos, una visión de la Iglesia que se extiende tanto al cielo como a la tierra (cf LG c. VII).

Puede verse cómo a lo largo de las diversas épocas los santos constituyen distintos modelos para la Iglesiay reflejan aspectos diferentes de la espiritualidad, desde la ascética del desierto hasta la heroicidad cotidiana de santa Teresa de Lisieux. Los santos son, en frase de Rahner, “creadores de nuevos estilos de cristianismo”. Los santos han de contemplarse y venerarse sólo desde un recto sentido de la Iglesia;. Sus escritos y su vida se ven ahora de hecho como un locus theologicus (> Fuentes de la teologí­a, >Padres de la Iglesia).

La celebración litúrgica de los santos se ha simplificado con las reformas posconciliares. El número de celebraciones para la Iglesia universal se redujo drásticamente con el fin de dar mayor relieve al ciclo litúrgico temporal; los santos de carácter más local fueron suprimidos del calendario universal o se conservaron como memoria libre. Los calendarios locales conceden un lugar más destacado a los santos de la propia diócesis, región, Iglesia o familia religiosa. La liturgia sigue siendo la principal forma de veneración a los santos; ella nos instruye también sobre el papel que para nosotros representan en la Iglesia.

La hagiografí­a o literatura en torno a los santos -en particular biografí­as- se encuentra desde los primeros siglos. Existe siempre la tentación de exagerar y aceptar leyendas, en particular porque se espera encontrar lo milagroso asociado a la vida de los santos. Sin embargo, hay testimonios de que los papas, los teólogos y los escritores importantes han mostrado siempre deseos de determinar la verdad acerca de los santos. Desde el siglo XVII la Iglesia ha estado bien servida en este sentido por los “bollandistas”, los jesuitas seguidores de Juan van Bolland (1596-1665), que estableció nuevos parámetros de rigor histórico.

En los tiempos modernos pueden oí­rse algunas crí­ticas sobre los procesos de canonización realizados en Roma: la elección de los aspirantes a la canonización parece favorecer sobre todo a los latinos y a los religiosos; el coste monetario del complicado proceso es muy elevado, aunque se supone por lo general que incluye una “tasa” sobre las canonizaciones del hemisferio norte con el fin de costear las causas de personas del hemisferio sur. El elevadí­simo número de beatificaciones y canonizaciones recientes podrí­a provocar el efecto de una inflación excesiva —y hay todaví­a más de mil causas sometidas a la Congregación.

Las >Iglesias orientales se destacan por su veneración a los santos. Más aún que en Occidente, tributan honor, tanto en la liturgia como en los iconostasios, a los santos del Antiguo Testamento. Las Iglesias orientales que no están en comunión con Roma han añadido un gran número de santos, muchos de los cuales son locales, pero sin que falten algunos de alcance más universal, como san Gregorio Palamas (ca. 1296-1359, canonizado en 1368). La Iglesia ortodoxa pone gran confianza en los santos y en los mí­sticos como guardianes e intérpretes de la tradición y de la fe.

La Comunión Anglicana, en el inglés Alternative Service Book y en el americano Book of Common Prayer, ha dado el tí­tulo de santos a figuras importantes y celebra fiestas en su honor, como William Law (1686-1761, 9 de abril), George Herbert (1593-1633, 27 de febrero), John Keble (1792-1866, 29 de marzo) y Edward Pusey (1800-1882, 18 de septiembre).

En el contexto ecuménico se han realizado algunos estudios y se ha logrado cierto consenso en torno a los santos, aunque la mayorí­a de los protestantes siguen rechazando la intercesión. El Vaticano II ha reconocido la existencia de notable santidad fuera de la Iglesia católica, especialmente en los mártires (LG 15; cf DH 14; UR 15, 17, 23).

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

(v. comunión de los santos, santidad)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Personas limpias, particularmente en un sentido espiritual o moral; también, aquellos que se apartan para el servicio de Dios, en el cielo o en la Tierra.
Debido a sus cualidades supremas de pureza y justicia, Jehová es el Santí­simo. (Os 11:12.) Con frecuencia se le llama †œel Santo de Israel†. (2Re 19:22; Sl 71:22; 89:18.) El apóstol Juan dice a los demás miembros de la congregación cristiana: †œUstedes tienen una unción del santo†. (1Jn 2:20.) A Jesucristo se le llama †œaquel santo y justo† en Hechos 3:14. Los ángeles de Jehová en el cielo son santos, completamente dedicados al servicio de Dios, limpios y justos. (Lu 9:26; Hch 10:22.)

En tiempos antiguos. A los seres humanos que han sido apartados para el servicio de Dios también se les llama †œsantos†. (Sl 34:9.) Como la nación de Israel fue introducida en una relación de pacto con Dios, pasó a ser su propiedad especial y una nación santa a sus ojos. Por esta razón la inmundicia o la maldad de algunas personas resultaba en la contaminación de toda la nación y la consecuente desaprobación de Jehová, a menos que se eliminase a dichas personas. Un ejemplo es el caso del avaricioso y desobediente Acán; su pecado trajo desgracia a Israel hasta que fue descubierto y lapidado. (Jos 7.)
Puesto que Aarón estaba ungido con aceite santo como sumo sacerdote de la nación, era santo en un sentido especial e intenso. (Sl 106:16.) Por esa razón, los requisitos que entrañaba su cargo eran muy rigurosos. (Le 21:1-15; nótense también en los vss. 16-23 los factores que inhabilitaban a un sacerdote; véase SUMO SACERDOTE.) Si el sumo sacerdote cometí­a un pecado, como un error de juicio, esto podrí­a traer culpabilidad sobre el pueblo, con lo que para la expiación tendrí­a que sacrificarse un toro joven, el mismo sacrificio que requerí­a un error de toda la asamblea. (Le 4:3, 13, 14.)

Los santos cristianos. A los que han sido introducidos en una relación con Dios por medio del nuevo pacto se les santifica, limpia y aparta para el servicio exclusivo de Dios por medio de la †œsangre del pacto†, la sangre derramada de Jesucristo. (Heb 10:29; 13:20.) Así­ se les constituye †œsantos† (†œconsagrados†, NBE). En consecuencia, no llegan a ser †œsantos† o †œconsagrados† por el decreto de un hombre o de una organización, sino por Dios, quien los introduce en una relación de pacto con El mediante la sangre de Jesucristo. El término †œsantos† aplica a todos los que llegan a estar en unión con Cristo de este modo y participan de su herencia, y no solo a unos pocos a los que se atribuye una santidad excepcional. Además, el término †œsantos† se les aplica en la Biblia desde el principio de su proceder santificado en la Tierra, y no después de su muerte. Pedro dice que deben ser santos porque Dios es santo. (1Pe 1:15, 16; Le 11:44.) Además, a todos los hermanos espirituales de Cristo en las congregaciones se les llama con frecuencia †œsantos†. (Hch 9:13; 26:10; Ro 1:7; 12:13; 2Co 1:1; 13:13.)
Como †œesposa† de Cristo, se representa a la entera congregación vestida de lino fino brillante y limpio, que significa los †œactos justos de los santos†. (Rev 19:7, 8.) En la visión se ve a la simbólica †œbestia salvaje† polí­tica de Satanás el Diablo guerreando contra estos mientras están sobre la Tierra. (Rev 13:3, 7.) El resultado es una fuerte prueba del aguante de los santos, pero estos vencen al observar los mandamientos de Dios y la fe de Jesús. (Rev 13:10; 14:12.)

Su esperanza. En una visión paralela, Daniel contempló a una bestia salvaje que guerreaba contra los santos de Dios, y a continuación vio una escena de un tribunal en la que el †œAnciano de Dí­as† dictaba juicio a favor de los santos, que tomaban posesión de un reino de duración indefinida y recibí­an †œel reino y la gobernación y la grandeza de los reinos bajo todos los cielos†. (Da 7:21, 22, 27.)
Estos †œsantos† no ejercen autoridad real mientras están sobre la Tierra, sino que deben esperar su unión con Cristo en los cielos. (Ef 1:18-21.) Primero han de ser †˜vencedores†™. (Rev 3:21; compárese con Rev 2:26, 27; 3:5, 12.) Tienen que actuar como sacerdotes y reinar con Cristo durante los mil años. (Rev 20:4, 6.) El apóstol Pablo declara que los santos juzgarán al mundo y a ángeles, por lo que al parecer también participarán en la ejecución de juicio de los malvados. (1Co 6:2, 3; Rev 2:26, 27.)

Ataque contra el †œcampamento de los santos†. En Revelación 20:7-9 se predice que Satanás el Diablo dirigirá a las naciones en una guerra contra el †œcampamento de los santos y la ciudad amada† después del fin de los mil años del reinado de Cristo. Es obvio que la profecí­a se refiere a una rebelión terrestre contra la soberaní­a del reino de Dios sobre la Tierra, lo que en realidad es un ataque contra los †œsantos†. El contexto indica que estos deben ser las personas de la humanidad restaurada que mantengan integridad a Dios y a su Rey Mesiánico. (Véase SANTIDAD.)

Fuente: Diccionario de la Biblia