SEMIOLOGIA

Se habla de semiologí­a para indicar sobre todo, aquella sección de teologí­a fundamental que estudia los signos de la revelación. El estudio del signo es objeto de diversas disciplinas: la filosofí­a valora su relación a nivel lingUí­stico e intenta captar el sentido y la correspondencia entre el término y su significado: la psicologí­a analiza el signo a la luz de las reglas que establecen la relación interpersonal: la teologí­a, a su vez, intenta verificar el alcance de revelación que este signo posee.

El concilio Vaticano I, en el documento Dei Filitis, concedió un valor especial a la semiologí­a; lo mismo puede decirse del Vaticano II en sus documentos Sacrosantum concilium Lumen Gentium, Dei Verbum y Gaudium et spes.

Dentro de una semiologí­a teológica, los signos se analizan en diversos niveles: la teologí­a fundamental observa el valor que pueden tener en la economí­a de la revelación y para la libertad del acto de fe: la liturgia, por su parte, estudiará más directamente el valor simbólico que expresan y cuáles de ellos pueden asumirse para la celebración del misterio: finalmente, la teologí­a dogmática abrirá su campo de investigación para expresar el significado trascendental del signo (K Rahner) o para valorar su aplicación sacramental.
R, Fisichella

Bibl. R. Fisichella, Semiologí­a, en DTF, 1341-1348; R Barthes, Elementos desemiologí­a, Corazón, Madrid 1970.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO:
I. SIGNO:
1. De los signos al signo;
2. Epistemologí­a del signo
3. Valor apologético.
II. SíMBOLO:
1. El sí­mbolo en el horizonte interdisciplinar;
2. El sí­mbolo en teologí­a;
3. El sí­mbolo en la teologí­a fundamental
R. Fisichella
I. Signo
Es propio del hombre buscar el sentido y el significado de la realidad más allá dé la palabra pronunciada. Hay una globalidad del ! lenguaje humano que se especifica luego en formas diferenciadas que ponen más en evidencia el misterio y el milagro del mismo hablar.

Cuando la realidad y su invitación a ir más allá, hacia un significado ulterior, se unen en un solo todo, entonces el lenguaje humano se convierte en signo.

La apologética ha hecho siempre de los signos uno de los temas constitutivos de su existir. Los signos daban cuerpo a la credibilidad del cristianismo y confirmaban su origen divino.

En este horizonte es donde se hací­an comprensibles las diversas y repetidas intervenciones del magisterio de los últimos ciento cincuenta años. Desde la encí­clica I Qui Pluribus, pasando por la Dei Filius del Vaticano I, hasta l Dei Verbum y Lumen gentium del Vaticano II, casi nos parece asistir a una evolución en el uso e identificación de los signos. De un reconocimiento puramente externo y extrí­nseco de su valor se ha llegado a verificar su validez intrí­nseca, especialmente cuando Cristo y la Iglesia son reconocidos e identificados como los signos principales de la revelación cristiana.

La teologí­a que subyace a estas intervenbiones, anclada siempre a una lectura objetivista exclusiva del dato revelado, no podí­a ni sabí­a captar la densidad y el valor del signo en su relación con el sujeto.

1. DE LOS SIGNOS AL SIGNO. – El Vaticano II ha tenido ciertamente el mérito de presentar una triple innovación respecto a la comprensión y el uso de los signos.

a) Un dato que destaca con claridad es la lectura personalista de los signos. Se los considera no ya principalmente en su facticidad como cosas en sí­, sino que se les identifica más bien en la persona de Cristo y de la Iglesia (DV 2.4; LG 1.15). Puede pensarse en este cambio como en un paso significativo de los signos al signo. Efectivamente, la persona de Jesús de Nazaret es el signo puesto ante los hombres, para que comprendan el misterio de Dios. La Iglesia es el signo que permanece en la historia para mediar y transmitir la palabra del Señor.

Una simple mirada sinóptica sobre la evolución de las sucesivas redacciones de DV 4 hace ver que en el texto denuo emendatum se tiene una prevalencia de la persona de Cristo en la globalidad de su existencia histórica (tota su¡ ipsius praesentia ac manifestatione) sobre los diversos momentos de su obrar. La unidad y la unicidad de la persona se convierten en fuente para otros signos y en criterio de discernimiento para la comprensión total de los mismos.

b) A1 valorar la persona de Cristo y de la Iglesia, la DV confluye inevitablemente en una visión histórica de los signos. El signo total de la revelación se sitúa como culmen de la historia de la salvación (DV 2) y sigue siendo el principio de inteligibilidad de la historia sucesiva (LG 48.52).

A partir de este acontecimiento se concretan en la historia las diversas intervenciones de Dios, que son signos de su voluntad salví­fica (la creación: LG 16; la elección del pueblo: DV 14; la finalización de la historia: LG 9).

c) En cuanto históricos, los signos están orientados a provocar al hombre en su búsqueda de sentido (/Sentido, II). Cada uno queda situado ante la concreción del signo y se siente llamado a buscar su significado profundo y a decidirse por él. Por tanto, los signos hacen comprender tanto el camino irrefrenable hacia la inteligencia de la verdad que todos tienen que recorrer como la voluntad de crear nuevos signos para que se haga visible en el mundo la palabra de salvación.

La personalización, la historización y la orientación pueden caracterizar la renovación conciliar en lo que respecta a la teologí­a de los signos. El primer dato que resulta entonces adquirido para la teologí­a del posconcilio es la identificación de Cristo como el signo de la revelación y, en él, de la Iglesia como sacramento o signo de la unión entre Dios y la humanidad (LG 1).

Si el Vaticano II llevó a la identificación del signo principal y fundador de la revelación, es tarea de la teologí­a fundamental posconciliar ofrecer una inteligencia crí­tica del signo.

2. EPISTEMOLOGíA DEL SIGNO. Es necesario ante todo indicar teológicamente qué es el signo, para indicar luego su valor apologético.

a) Lo que resulta evidente en la definición de signo es la pluralidad de respuestas que se dan. A partir de los estoicos, los primeros en la historia del pensamiento que dejaron una definición del mismo, el signo es llamado simplemente «lo que parece revelar algo». Tomás de Aquino hablará del signo como causa sensible de un efecto escondido: «per causam sensibilem quandoque ducimur in cognitionem effectus occulti» (S. Th. 1, 70,2). Más recientemente, De Saussure ha definido el signo como «unión de significado y significante»; y Peirce, como «una cosa que, cuando la conocemos, conocemos otra». En una palabra, se puede pensar en el signo con la fórmula clásica que se ha transmitido desde siempre: id quod inducit in cognitionem alterius.

Más especí­ficamente, decimos que es signo «todo lo que, con un fundamento histórico, permite el conocimiento del misterio, creando las condiciones para la comunicación interpersonal.

b) Esta definición permite ver unificadas algunas de las caracterí­sticas esenciales que componen el signo:
– la dimensión histórica. El signo, para ser tal, tiene que poseer una realidad que pueda conocerse a través de los caminos sensibles normales. Por tanto, tiene que situarse en el horizonte cognoscitivo humano como una realidad que puede percibirse inmediatamente como referencia a un significado ulterior;
– la dimensión de mediación. El signo es una unión arbitraria entre un significado y un significante. Por definición, este último no podrá agotar jamás en sí­ mismo a lo significado, si no se quiere destruir el signo mismo. La arbitrariedad de la unión puede sufrir con el correr del tiempo una modificación de relaciones, por lo que pueden ser atribuidos diferentes significantes a lo significado; sin embargo, en virtud de una «iniciativa colectiva» (De Saussure), el significado original que dio vida al signo nunca podrá quedar completamente eliminado o modificado;
– en cuanto a la relación entre significado y significante, es posible crear una variada serie de terminologí­as que acompañan al término general de signo. Tendremos entonces: signo-í­ndice, signo-sí­mbolo, signo-imagen, signo-estético, etc., se trata de niveles semánticos que indican una diferente relación entre los dos elementos del signo, pero que no modifican la realidad básica del propio signo;
– el signo, además, crea comunicación. Incluso está creado para la comunicación. Se mantiene entre una fuente que lo emite y un destinatario que lo recibe. Por tanto, el signo es medio de comunicación que encuentra su espacio significativo en un contexto que favorece su exacta comprensión.

c) Así­ pues, puede verse ya realizada una primera serie de elementos que son indispensables para la identificación del signo. Ante todo, debe haber un consenso: esto significa que el signo sale de la esfera de lo subjetivo; no puede ser signo solamente para un individuo, ya que cesarí­a el elemento de la comunicación. Además, el signo provoca a la reflexión, en cuanto que estimula al receptor a dar el paso entre la realidad significada y lo que es significado. Finalmente, mueve a una decisión, que supone la aceptación o el rechazo del signo; en efecto, no cabe neutralidad ante el signo, porque se requiere una opción en la identificación de lo significado.

En una palabra, para tener un signo es necesario que se presente como sensible, como perceptible; histórico, es decir, inserto en un contexto sociocultural; significante, que introduzca en la comprensión de un significado ulterior expresado, pero no contenido por completo; universal, es decir, que cree un consenso fuera de la esfera individual.

En la Escritura es posible ver realizada una semiologí­a que sabe acoger las caracterí­sticas que acabamos de describir y que destaca al signo como lenguaje de revelación apto para expresar el misterio mismo de Dios.

Para el hombre de la Biblia, el signo tiene esencialmente un valor religioso.

Es un medio por el cual el misterio se hace luminoso; no es una casualidad que el hebreo ót se traduzca primero en los LXX por semeion y luego por mysterion, antes de que la Vulgata lo traduzca por signum.

Como Dios habita en una luz inaccesible y no es posible hacerse de él ninguna imagen (Ex 20,4), el medio más adecuado para expresar su relación con el pueblo será el signo: una realidad que se expresa, pero que no puede agotar el contenido del mensaje. Lo mismo que una espiral que se mueve hacia el centro, vemos a Israel identificando signos de la presencia reveladora de Yhwh en la naturaleza: el arco iris es signo de la alianza universal (Gén 9,12-17); las estrellas del cielo y la arena del mar (Gén 15,5; Dt 10,22) son signos que recuerdan la descendencia numerosa que, en virtud de la fe, logrará tener Abrahán; la circuncisión señalará para todas las generaciones futuras que el hombre pertenece a Dios y al pueblo consagrado a él (Gén 17,10-11).

Pero también en la historia pueden encontrarse signos que remiten más directamente a la relación misteriosa entre Yhwh y su pueblo: la liberación de la esclavitud de Egipto (Ex 13,1116), la peregrinación por el desierto y la alianza pactada en el Sinaí­ (Ex 13,18; Dt 4,6), las diversas fiestas litúrgicas (Ex 12,21-28), seguirán siendo en la historia hebrea otras tantas piedras miliarias que permitirán ver concretada la obra de Yhwh en favor de su pueblo.

Se tratará de signos que habrá que recordar y revivir, para que no falle nunca el sentimiento de pertenencia y de consagración a Yhwh.

La literatura profética identifica en el mismo profeta el signo personal dado al pueblo para revelar la voluntad de Dios y su plan de salvación. El profeta como signo (Jer 16; Ez 24,24; Os 2) multiplica los signos para que se convierta el pueblo y renueve su fe (cf Jer 1; 18; 19; 24; 27; 32; Ez 4; 5; 24). Hay una pedagogí­a divina de los signos, que abre progresivamente a la visión que culmina en el signo definitivo: Jesús de Nazaret.

En efecto, sobre la definitividad de este signo construyen los textos neotestamentarios su teologí­a. Aunque no confirmada del todo, la tesis de Bultmann sobre la presencia en Juan de una Semeionquelle es í­ndice de una fuerte tradición que vio en los semeia kai erga toú christoú un momento estrictamente revelador.

A la variada presentación de los signos que nos ofrecen los sinópticos corresponde en Juan una teologí­a concreta del signo. Desde el «primero de los signos» (Jn 2,11) hasta los «otros muchos signos» de 20,30, el evangelista casi parece identificar con éstos la lí­nea conductora de su escrito. El signo es para él ante todo una realidad visiva que se impone al hombre; más aún, es lo que permite reconocer la presencia definitiva de Dios en medio de su pueblo.

Signo es Jesús de Nazaret en su misterio pascual; a los que piden signos para poder comprender su origen divino, él sólo propone el signo de Jonás (Mt 12,39-41;16,1-4; Lc 11,2932), para hacerles posible realizar el acto de fe en su persona.

Puesto que él es el signo último y definitivo del Padre, puede multiplicar los signos para hacer evidente la presencia del reino mesiánico (Jn 11, 47). Y no sólo él, sino los que crean en él realizarán signos, incluso mayores, ya que en su persona todo ha alcanzado su cumplimiento (Jn 11,12).

Se da, por tanto, una doble dialéctica, que es fundamental para comprender el valor de los signos dentro de la teologí­a neotestamentaria.

La primera se realiza a partir de Cristo: en él se da el signo como referencia al misterio mayor, que es el Padre y el Espí­ritu en su amor trinitario. Por tanto, el signo «Jesús de Nazaret» no permite que nos detengamos en él, sino que de él pasemos al misterio trinitario. La segunda dialéctica consiste en la referepcia a la gloria, que se presenta parádójicamente en la miseria del sufrimiento y de la muerte. Otra forma es la que provoca al creyente a ir más allá del aspecto tí­picamente esplendente y maravilloso, para reconocer la presencia de la misericordia y del perdón.

Así­ pues, los signos por una parte provocan a la fe para que sea más genuina, ya que remiten al contenido fundamental que es el misterio de Dios; por otra parte estimulan a los no creyentes para que sepan percibir a través de ellos la presencia del misterio que puede dar sentido a sus vidas.

Por tanto, para una semiologí­a teológica sigue siendo fundamental la centralidad del acontecimiento histórico de Jesús como signo fontal, estético, de la revelación de Dios. El principio hermenéutico, constituido por su misterio pascual, habilita para la comprensión y discernimiento de todos los demás signos (Jn 5,22; 6,30; 8,15;12,48). Una vez más, el creyente queda puesto en la condición de tener que escoger si detenerse en lo milagroso o llegar hasta el significado más profundo de la fe.

3. VALOR APOLOGETICO. Desde el punto de vista apologético, la teologí­a fundamental, después de presentar los fundamentos epistemológicos, tendrá que ser capaz de distinguir el uso de esta categorí­a de otros usos diferentes en otras disciplinas teológicas, como, por ejemplo, la sacramental o la fenomenologí­a de la religión.
Quedémonos con la idea de que un uso peculiar es el de una adquisición del signo dentro de la problemática sobre el lenguaje teológico. Más que otras expresiones lingüí­sticas, el signo favorece la elaboración de un /lenguaje teológico que se extienda entre la presentación del misterio y la inteligencia crí­tica del mismo. En efecto, el signo favorece la dimensión de referencia a lo significado y deja comprender hasta qué punto sigue siendo limitado el lenguaje humano a la hora de describir el misterio divino. Sin embargo, este procedimiento no se realiza absolutizando o privando al lenguaje humano de su expresión. Efectivamente, el signo remite necesariamente a la palabra para poder apartarse de la esfera de la interpretación subjetiva o de la equivocidad y ser clarificado por ella.

Sin embargo, en virtud de su estructura, el signo no impide que sea preciso alcanzar lo significado que está más allá de la esfera de lo subjetivo. El signo no puede realmente reducirse ni a un análisis lingüí­stico exclusivo, que serí­a incapaz de dejar a lo significado en su espacio de trascendencia, ni a una mera verificación empí­rica, de la que se escaparí­a el valor constitutivo de lo significado.

El signo, paradójicamente, implica el análisis metafí­sico, ya que obliga a ver presente en la realidad significante también la realidad significada; su expresión es el lenguaje tí­pico del «ir más allá» de lo que es representado para llegar definitivamente al ser mismo.

El signo no es independiente del lenguaje; es lenguaje humano, ya que es una actividad peculiar de la persona y, como tal, favorece la comunicación y la mediación de los contenidos teológicos también con los no creyentes. Estamos en presencia de un lenguaje universal que puede crear mayores consensos y favorecer un intercambio interdisciplinar.

A diferencia de la imagen, que queda relegada a la fantasí­a y al pensamiento del individuo, el signo ofrece la objetividad de su expresión y la comunicación interpersonal.

Por consiguiente, el signo se convierte en un desafí­o para el hombre, ya que representa algo que no se sabe o no se atreve uno a pronunciar, a pesar de que lo percibe como real.

BIBL.: BROGLEE G. de, Los signos de la credibilidad de la revelación cristiana, Andorra 1965; Eco U., Signo, Barcelona 19802; FISICHELLA R., La revelación: evento y credibilidad, Salamanca 1989; LATOURELLE R., Cristo y la Iglesia, signos de salvación, Salamanca 1971′ MOLLAT D., Le semeion joannique, en Sacra Pagina II~ Parí­s 1958, 209-218; PIE-NINOT S., Tratado de Teologí­afundamental, Salamanca 19912; POTTMEYER H.J., Zeichen und Kriterien der Glaubwürdigkeit des Christerltums, en IIFTh IV, 373-413; SASISSURE F. de, Curso de linguistica general, Buenos Aires 1979.

R. Fisichella
II. Sí­mbolo
El uso indiscriminado de las palabras tiene sus consecuencias. Crea una imposibilidad de comunicación y es fuente de equí­vocos.

Sucede a menudo que se asiste en teologí­a a la intercambiabilidad en el uso de signo y de sí­mbolo.

La identificación, admisible en algunos aspectos sise queda uno en la especificación genérica, no permite, sin embargo, tener siempre una clara comprensión de los conceptos teológicos. Es necesario que todo autor, en su exposición, clarifique el uso semántico que desea confiar al signosí­mbolo para permitir al destinatario tener una clara comprensión del horizonte semántico en que se ha introducido.

1. EL SIMBOLO EN EL HORIZONTE INTERDISCIPLINAR. Especialmente en nuestros dí­as se debate ampliamente lo que es el sí­mbolo y la función simbólica, Este tema es objeto de diversas disciplinas y ciencias que, acentuando algunos elementos respecto a otros, dan un significado distinto de la única realidad. Así­ Durkheim, estudiando el valor social del sí­mbolo religioso, lo identifica como significante de una «conciencia colectiva», que permite la continuación en el tiempo de la representación religiosa. Por consiguiente, el significado simbólí­co no está contenido en la realidad intrí­nseca, sino que es añadido a ella por la conciencia colectiva.

De una opinión distinta son las escuelas psicoanalistas, que identifican el sí­mbolo como expresión privilegiada sobre la cual situar en primera instancia la interpretación oní­rica. Las diversas escuelas lo interpretan luego según sus propios principios: Jung, por ejemplo, lo ve como revelación de una situación concreta arquetí­pica, colectiva o individual. Cuanto más capaz es el sí­mbolo de expresar esta creencia atávica, mas universal y significativo llegará a ser. Por otra parte, IClein y Lacarrecurren al sí­mbolo para expresar el lenguaje metafórico de las palabras.

En el plano más filosófico, para una gnoseologí­a del lenguaje son fundamentales y determinantes los és= tudios de E. Cassirer. El simboló y la función simbólica sirven para significar toda actividád formadora del espí­ritu. El mito, la lógica y el arte son, indiferentemente, formas simbólicas en que lo significante y lo significado no pueden separarse ni distinguirse; efectivamente; todo lo que es pensado sólo es pensable a través de los sí­mbolos mí­ticos, lógicos o estéticos: «El sí­mbolo no es un revestimiento meramente accidental del pensamiento, sino su instrumento necesario y esencial» (Filosofí­a delle forme simboliche I, fl linguaggio, Florencia 1961, 20ss).

Para la semántica puede valer la definición de Morris, que define el sí­mbolo como «un signo producido por su intérprete, que actúa como sustitutivo de otros signos de los que es sinónimo» (Segni, linguaggio e comportamento, Milán 1948).

Así­ pues, el sí­mbolo participa de una amplia autonomí­a; pero es también más convencional, ya que es producido por agentes humano-sociales.

Finalmente, en la perspectiva estética el sí­mbolo es asumido como aquello que permite expresar artí­sticamente la realidad trascendente.

2. EL SíMBOLO EN TEOLOGíA. También en el horizonte teológico es posible verificar diversas interpretaciones sobre la comprensión del sí­mbolo.

Se recuerda la escuela alejandrina en la historia de la exégesis como la protagonista de una lectura simbólica de la revelación. Dentro de la Escritura resulta realmente fácil reconocer una simbologí­a que, a través de unos sí­mbolos sacados de la naturaleza o de la convención humana, intenta mediar un contenido particular de la revelación.

El AT está lleno de acciones simbólicas que nos refieren los profetas. Como ejemplo, podemos pensar en Jeremí­as, que compra una vasija de barro (Jer 19,1-15) y la rompe en mil pedazos en presencia de los ancianos del pueblo y de los sacerdotes; la simbologí­a resulta evidente a través de la palabra del profeta: «Así­ romperé yo a este pueblo y a esta ciudad, como se hace añicos un vaso de alfarero que ya no puede recomponerse» (19,11).

Es posible encontrar otras formas de sí­mbolos, bien a nivel de nombres propios de personas (Yezrael: «Dios siembra», en Os 1,4; Sear-Yasub;-el hijo de Isaí­as, que significa «un resto volverá»: Is 7,3; Kefas, aplicado a Pedro para indicar su función en la Iglesia), bien a nivel de cifras numéricas, de las que el Apocalipsis nos ofrece numerosos testimonios.

La teologí­a dogmática contemporánea le debe a K. Ltahner un ensayo para una teologí­a del sí­mbolo (Escritos de teologí­a IV, Taurus, Madrid 1961, 283-321), en lo que se refiere a una ontologí­a del sí­mbolo. Partiendo de la determinación epistemológica general, que entiende el ente simbólico por sí­ mismo, en cuanto que necesariamente se «expresa para hallar su propio ser» (p. 286), Rahner extiende a toda la teologí­a este principio diciendo: «La teologí­a entera no puede concebirse a sí­ misma sin ser esencialmente una teologí­a del sí­mbolo» (p. 300).

También los diversos tratados, como la Trinidad, la cristologí­a, la eclesiologí­a, la teologí­a sacramental, están afectados por esta lectura ontológica del sí­mbolo. Manteniendo como central el misterio de la Trinidad, Rahnerhabla de un sí­mbolo esencial o sí­mbolo real interno, que «es la aparición y perceptibilidad espacial, temporal e histórica, en la que una esencia al aparecer se muestra y mostrándose se hace presente, mientras que forma esta aparición realmente distinta de ella (Kirclze und Sakramertt, Friburgo 1960, 34). El sí­mbolo esencial es el momento interno de la realidad misma que se da y que se completa mediante el signo, aunque sigue siendo distinto de él. Por tanto, el ente es simbólico por sí­ mismo y se expresa para poseerse; se da al otro que sale de sí­, y de este modo se encuentra a sí­ mismo por conocimiento y por amor. En una palabra, «sí­mbolo es el modo del auto conocimiento y del encuentro en general de sí­ mismo» (ib, 67).

En esta perspectiva, Rahner puede pensar en el sí­mbolo de tres maneras: 1) como propiedad del ente que alcanza su propia perfección; 2) como relación entre dos entes; 3) como expresión mediante la cual se realiza el conocimiento y el amor de sí­.

El sí­mbolo, en esta perspectiva teológica, es lo que hace presente con su peculiar modalidad la realidad de la salvación: Dios.

3. EL SíMBOLO EN LA . En la perspectiva de la teologí­a fundamental, la primera tarea que habrí­a que realizar serí­a la de producir una «gramática simbólica» (que dirí­a Cassirer) que sepa señalar los elementos comunes y las diferencias entre los diversos usos y aplicaciones del sí­mbolo, de modo que la ciencia teológica pueda gozar de un horizonte epistemológico más coherente.

Como apologética, que entra en contacto con las diversas filosofí­as, la teologí­a fundamental podrí­a constituir una especie de puente entre la nueva acepción del sí­mbolo, su valor hermenéutico y su uso teológico. Efectivamente, el sí­mbolo, más que «decir» algo, «evoca» la realidad simbolizada. Esto permitirí­a entonces una expresividad del teologar que, sin caer en reduccionismos ni en modas pasajeras, supiera recuperar ante todo los datos peculiares- de la Escritura, que pone en el sí­mbolo una confianza casi ciega; narrando y evocando sí­mbolos, el autor sagrado afirma al mismo tiempo la presencia vital y activa de Dios y la impronunciabihdad de su nombre. Además, podrí­a proponer de nuevo los contenidos de la tradición patrí­stica y medieval, que hizo de la interpretación simbólica una especie de via eminentiae para la comunicación del mensaje revelado.

Para una hermenéutica del lenguaje teológico, la teologí­a fundamental, refiriéndose al sí­mbolo, asúme un principio que no permite la indiferencia o la intercambiabilidad de los signos. En efecto, el sí­mbolo, aunque pertenece al signo, se distingue de él porque en el momento de la referencia de lo simbolizado a lo simbolizante lleva ya consigo una representación decisiva de lo simbolizado (v.gr. no se puede sustituir fácilmente el hocico de la zorra por el del asno para expresar la astucia; pero decir «zorra», «Fuchs», «volpe», «fox», «renard», es indiferente, con tal que haya un acuerdo social). Esto permite a la teologí­a, en su expresión, hacer siempre referencia a un lenguaje simbólico dado ya por sí­ mismo como inmediato y cómo intuitivamente aceptable.

De todas formas, el sí­mbolo le recuerda, 4 la teologí­a la irreductibilidad del lenguaje de la revelación a un mero lenguaje «cientí­fico». Le obliga más bien a tomar muy en consideración la presencia del I misterio y. del /silencio como expresiones que no toleran reduccionismos de ninguna clase.. El sí­mbolo, una. vez dado y asumido, comunica aquella autonomí­a que posee ante las determinaciones de la lengua e invita a ir siempre más allá, hacia aquel espacio de apertura infinita que tan sólo puede alcanzar la imagen del poeta, del mí­stico y del espí­ritu libre.

BIBL.: BABOLIN S’., Sullafunzione comunicativa delsí­mbolQ; Roma 1985; CASSIRER E.; Pilosofí­a. de las formas simbólicas 1, Méjico 1971; CHEVALIER J. y CHEERBRANT A., Diccionario de los sí­mbolos, Barcelona 1985; Eco-IJ., Trattpto di semiotica generale, Milán 1975; ELIADE M., Imágenes y sí­mbolos, Madrid 1983;; JUNG C*J’, El hombre y sus sí­mbolos, Barceloña 19813; MELCHIORREV.,Essereeparola, Milán 1984 ID, Simbolo e couoscenza, Milán 1988; NOLA A. M. di, Simbolo,,en AANV., Enciclopedia delle Religioni V, 644-651; RAHNER K., Para una teologí­a del sí­mbolo, en Escritos de teologí­a IV Madrid 1962, 283-321; RICOEUR P., Le conflit des interprétations, Parí­s 1969; ID, La metáfora viva, Madrid 1980; SPERBER D., El simbolismo en general, Barcelona 1978; VIDAL J., Sí­mbolo, en P. PDUPARD (ed.), Diccionario de las religiones, Barcelona 1987, 1654-1661.

R. Fisichella

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental