SILENCIO

v. Callar, Enmudecer
Psa 37:7 guarda s ante Jehová, y espera en él
Psa 83:1 oh Dios, no guardes s; no calles, oh
1Ti 2:11 la mujer aprenda en s, con toda
Rev 8:1 abrió el séptimo sello, se hizo s en el


ver TRANQUILO

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

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Cualidad de saber callar cuando es más conveniente que el hablar.

Como virtud cristiana se halla asociada a las cardinales de la fortaleza y de la prudencia. En determinados cí­rculos ascéticos se cultivo desde antiguo como homenaje a Dios y un sacrificio para poder escuchas mejor la voz divina en alma. Es proverbial el silencio de los monjes cartujos, religiosos fundados por San Bruno.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

El ser humano se expresa con palabras y actitudes. A veces, su actitud de silencio es más elocuente que las palabras. El silencio está, pues, relacionado con el lenguaje, como contraste, complemento, preparación, potenciación. Puede ser incluso la fuente original del lenguaje. No es el silencio vací­o, sino lleno de contenidos. Se habla de silencio como ambiente de estudio, descanso, oración, trabajo, escucha…

Cuando el silencio es positivo, no solamente potencia la palabra, indicando la autenticidad del lenguaje, sino que es también la medida de la propia donación. La capacidad de silencio equivale a la capacidad de acción constructiva. Callando o hablando, el hombre expresa su libertad.

El silencio contemplativo (como “amor silencioso”) potencia la capacidad de anuncio, servicio y acogida. En las celebraciones litúrgicas, el silencio forma parte del ambiente cultual, como actitud de escucha y de respeto. El verdadero silencio puede llegar a ser “silencio cargado de una presencia adorada” (OL 16, VC 38). Este silencio introduce en la relación í­ntima con Dios y, consecuentemente, en la “mirada contemplativa” (EV 83) y respetuosa a todo ser humano.

En la Escritura, el silencio es una actitud de adoración y también un ambiente en que Dios habla y manifiesta su misterio (cfr. Sab 8,14-15). Jesús, el Verbo encarnado, es la Palabra personal de Dios, pronunciada en el silencio. Los silencios de una vida escondida en Nazaret, de los momentos de “desierto” o de las noches pasadas en oración (cfr. Mc 1,35), forman también parte del mensaje evangélico “Este es ni Hijo amado, escuchadle” (Mt 17,5).

Referencias Adoración, contemplación, desierto, Ejercicios espirituales, experiencia de Dios, Lectio divina, monacato, Nazaret, retiro espiritual, San José, oración, vida contemplativa

Lectura de documentos CEC 533-534, 635, 920, 2186, 2628, 2717.

Bibliografí­a H.U. Von BALTHASAR, Palabra y silencio, en Ensayos teológicos. Verbum Caro (Madrid, Taurus, 1964) 167-190; C. KAUFMANN, Silencio, en Diccionario de la Vida Consagrada (Madrid, Pub. Claretianas, 1989) 1655-1667; K. RAHNER, Palabras al silencio (Estella, Verbo Divino, 1992); D. SARTORE, Silencio, en Nuevo Diccionario de Liturgia (Madrid, Paulinas, 1987) 1921-1930; E. STEIN, Los caminos del silencio interior (Madrid, Edit. Espiritualidad, 1988).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Si en principio era la Palabra, y de la Palabra de Dios, venida a nosotros, ha empezado a hacerse realidad nuestra redención, está claro que por nuestra parte, al comienzo de cada historia personal de salvación tiene que haber silencio: el silencio que escucha, que acoge, que se deja vivificar. Claro que a la Palabra que se manifiesta tendrán que corresponder luego nuestras palabras de agradecimiento, de adoración, de súplica; pero antes está el silencio. Si, como ocurrió con Zacarí­as, padre de Juan el Bautista, el segundo milagro del Verbo de Dios es el de hacer hablar a los mudos —es decir, desatar la lengua del hombre terrena!, que está encerrado en sí­ mismo, y hacerle cantar las maravillas del Señor—, el primero es el de hacer enmudecer al hombre charlatán y disperso00 “La Palabra acalló mis chacharas”: así­ es como Clemente Rebora, poeta milanés de nuestros tiempos, de espí­ritu noble, describe con claridad y rudeza los comienzos de su conversión. Es más, podemos decir que la capacidad de vivir un poco del silencio interior distingue al verdadero creyente y lo arranca del mundo de la incredulidad. El hombre que ha desterrado de sus pensamientos, siguiendo los dictámenes de la cultura dominante, al Dios vivo que llena cada espacio de sí­, no puede soportar el silencio. Para él, que cree que está viviendo al borde de la nada, el silencio es el signo terrorí­fico del vací­o. En cambio, el hombre “nuevo” —que ha recibido de la fe un ojo penetrante que ve más allá de la escena, y que ha recibido de la caridad un corazón capaz de amar al Invisible— sabe que el vací­o no existe, y que la nada es eternamente vencida por la divina Infinitud; sabe que el universo está poblado de criaturas gozosas; sabe que es espectador, y ya de algún modo partí­cipe, del júbilo cósmico, reflejo del misterio de luz, amor y felicidad que sustenta la vida inagotable del Dios Trino. Por eso el hombre nuevo, como el Señor Jesús que al amanecer subí­a hasta la cima de la montaña, aspira a reservarse algún espacio libre de todo ruido alienante, donde pueda tender el oí­do y percibir algo de la fiesta eterna y de la voz del Padre.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

“No hay peor cháchara que la que se debe al discurrir o escribir sobre el silencio”. Así­ escribí­a M. Heidegger en su El camino hacia el lenguaje; sin embargo, lo cierto es que hay que hablar del silencio, ya que sólo así­ podrá percibirse la grandeza de su ser. El silencio es lenguaje: más aún, constituye la fuente original de todo lenguaje verdadero y su fin último. El silencio no llega cuando la palabra se ha cansado de ser pronunciada o cuando no se encuentran ya palabras para continuar el discurso; al contrario, marca el comienzo de toda palabra verdadera y la posibilidad para alcanzar su profundo significado. Sin el silencio, la palabra quedarí­a huérfana, estarí­a privada de un lugar donde ponerse de manera significativa y sólo dejarí­a sitio al rumor, es decir, a la palabra interrumpida y privada de sentido; pero sin la palabra, también el silencio serí­a un simple sentimiento de vací­o y de generalidades, al estar privado de un correspondiente preciso al que dirigirse. Todos sabemos por experiencia lo que es el silencio; sin embargo, hay que dar un paso de estos silencios al Silencio original, que es el que engloba y significa todo. Es éste el silencio que crea la reflexión y la sostiene, el silencio que existe sic et simpliciter como existe la vida, la muerte, el amor… Este silencio pertenece constitutivamente al hombre y lo caracteriza como ser en el mundo.

El hombre está determinado por el silencio; lo cualifica y condiciona y le permite expresarse a sí­ mismo en su intimidad y profundidad. El silencio, a su vez, se deja reconocer en un doble referente: la palabra y el hombre que lo realiza. Respecto a la palabra, el silencio es lo que confiere el sentido definitivo, va que permite la pronunciación completa. Respecto al hombre, es lo que le consiente experimentar su libertad. El hombre parece estar casi suspendido en el silencio; en él cumple sus opciones fundamentales sobre el proyecto de su propia existencia; puede escoger salir del silencio, y por tanto decidir de sí­ mismo, o permanecer en el silencio y, en este caso, perderse por ser incapaz de decisión.

La Escritura pone el silencio como el escenario fundamental en que su contenido adquiere sentido. No existe una sola terminologí­a para expresarlo; en el Antiguo Testamento hay por lo menos siete términos distintos para indicar las situaciones de silencio: desde el silencio de la noche hasta el del mudo, desde el silencio de la muerte hasta el del caos o del hombre perezoso; de todas formas, expresa el lugar privilegiado para la revelación, va que indica el silencio que se debe mantener ante la Palabra. Cuando se habla de Dios, el silencio se toma como sinónimo de misterio y se pide a Yahveh que “no mantenga su rostro en silencio”, es decir, que no se esconda dejando solo a su pueblo.

El Nuevo Testamento está escrito a la sombra de la palabra que habla y que revela el misterio de Dios; el silencio marca muchas de las etapas fundamentales de la vida de Jesús: cuando reza, cuando se retira ” solo”, a un ” lugar solitario”, cuando obedece al Padre… todos estos silencios encuentran su referente en la contemplación intratrinitaria. De todas formas, el silencio más expresivo es el de la cruz; el silencio que llega después del “grito” dirigido al Padre por su abandono. Este silencio revela la grandeza del amor y de la revelación, ya que introduce en la percepción del sentido profundo y original de la relación con Dios.

En la sociedad de nuestros dí­as, que ha crecido a la sombra del ruido y de la multiplicación de las palabras, el silencio parece adquirir cada vez más valor hasta llegar a convertirse su búsqueda en uno de los signos de nuestro tiempo.

R. Fisichella

Bibl.: Silencio, en NDL, 1921-1930; R, Fisichella, Silencio, en DTF, 1368-1375; H, U von Balthasar. Palabra y silencio, en Ensayos teológicos, Verbum caro, Taurus, Madrid 1964, 167-190; F. Ulrich, El hombre y la palabra, en MS, II/2, 737-794; K Rahner Palabras al silencio, Verbo Divino, Estella “1992.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. El redescubrimiento del silencio en la liturgia – II. Conjunto de textos normativos posconciliares sobre el silencio – III. Significado y tipologí­a del silencio litúrgico: 1. El silencio, elemento estructural; 2. Motivos del silencio litúrgico; 3. Tipologí­a del silencio litúrgico: a) Silencio de recogimiento, b) Silencio de apropiación, c) Silencio meditativo, d) Silencio de adoración – IV. Conclusiones sistemáticas.

“Si alguien me preguntase dónde comienza la vida litúrgica, yo responderí­a: con el aprendizaje del silencio. Sin él, todo carece de seriedad y es vano…; este silencio… es condición primera de toda acción sagrada”‘. La experiencia litúrgica de estos últimos años ha devuelto actualidad a esta afirmación de Romano Guardini. La iglesia del Vat. II, que ha redescubierto “en la celebración litúrgica la importancia de la Sagrada Escritura” (SC 24) y ha reafirmado su fe en Cristo “presente en su palabra” (SC 7), también ha prestado una atención renovada al silencio como momento de la acción litúrgica (volviendo a tomar así­ los valores de una venerable tradición inspirada en la biblia: cf bibl.), en el ámbito de una situación socio-religiosa donde el silencio a menudo se siente como una necesidad vital.

I. El redescubrimiento del silencio en la liturgia
La constitución SC, tratando de las modalidades concretas de la participación activa de los fieles, destaca la importancia del silencio: “Para promover la participación activa se fomentarán las aclamaciones del pueblo, las respuestas, la salmodia, las antí­fonas, los cantos, y también las acciones o gestos y posturas corporales. Guárdese, además, a su debido tiempo, el silencio sagrado” (n. 30).

La referencia al silencio no estaba en el esquema originario de la constitución: la añadió la comisión según el deseo expresado en el aula conciliar, retomando y ampliando la prescripción de la instrucción De musica sacra, del 3 de sept. de 1958.

En los años precedentes, la necesidad y la función del silencio en la celebración litúrgica habí­an sido afirmadas con frecuencia. Aun subrayando el carácter de acción comunitaria de la celebración litúrgica y la posibilidad de colocar fuera de la liturgia el momento de la meditación, C. Vagaggini llamaba la atención sobre algunos aspectos significativos de la tradición más antigua, lamentando que en la misa ya no hubiera “ningún rasgo de semejantes momentos suspensivos oficiales de oración y de meditación privada”‘. En ví­speras del concilio la praxis litúrgica más común nos la describe así­ uno de los primeros comentaristas de la SC: el silencio es “el elemento más descuidado, o incluso sacrificado expresamente en nombre de una participación activa, concebida falsamente en el muy limitado sentido de voz o gesto. Se olvida que por la intensidad con que se vive este silencio se puede medir el grado de capacidad y de preparación de los fieles para la verdadera participación. Un punto de llegada de la reflexión y de la pastoral litúrgica anterior al Vat. II nos lo parece el Directoire pour la pastorale de la messe, del episcopado francés. Registrando el deseo de muchos fieles de tener momentos de silencio, considera la cosa “tal vez justificada por una falta de discreción en los comentarios, por las exigencias mal reguladas de la participación activa que ya no dejan sitio a un solo espacio de silencio (n. 140). Por eso se invita a “notar la diferencia profunda entre el silencio de inercia de asambleas individualistas e informales, que es necesario hacer desaparecer, y el silencio comunitario, alimentado y preparado por el canto y la catequesis. El silencio es la culminación de la oración; por su calidad se mide el esfuerzo de participación” (n. 141).

II. Conjunto de textos normativos posconciliares sobre el silencio
La norma establecida por SC 30 acerca del silencio ha tenido una amplia resonancia en diversos documentos de la reforma litúrgica actual después del Vat. II. Presentamos aquí­ la serie de estos textos normativos, mientras que en el párrafo siguiente analizaremos su contenido. Para la explicación de las siglas nos remitimos al elenco de las mismas que se encuentra al comienzo del Diccionario.

Musicam sacram (instrucción de la S. Cong. de Ritos, 1967); en EDIL 275-291; tr. cast. en “Pastoral litúrgica” 9: “Se observará también, en su momento, un silencio sagrado. Por medio de este silencio los fieles no se ven reducidos a asistir a la acción litúrgica como espectadores mudos y extraños, sino que son asociados más í­ntimamente al misterio que se celebra gracias a aquella disposición interior que nace de la palabra de Dios escuchada, de los cantos y de las oraciones que se pronuncian y de la unión espiritual con el celebrante en las partes que dice él mismo” (n. 17).

Eucharisticum mysterium (instrucción de la S. Congr. de Ritos, 1967); en EDIL 320-351; tr. cast. A. Pardo, Liturgia de la eucaristí­a, 167-198; cf infra, Ritual de la sagrada comunión y del culto a la eucaristí­a fuera de la misa, que cita los textos de la instrucción.

RO (ed. typica lat., 1968); la ed. oficial castellana a cargo de la CEE, 1977: “El consagrante principal impone en silencio las manos sobre la cabeza del electo. Del mismo modo, a continuación, hacen los restantes” (c. VII, n. 24, p. 119). Cf c. V, n. 20, p. 73 (para los presbí­teros), y c. IV, n. 20, p. 56 (para los diáconos). “Y todos oran en silencio durante un breve espacio de tiempo” (c. 1, n. 5, p. 33; c. II, n. 5, p. 37 [para los lectores y acólitos]).

RBN (ed. typica lat., 1969); ed. oficial castellana 1970, a cargo de la CEE (véase A. Pardo, Liturgia de los nuevos rituales y del oficio divino, 31-46): “Esta celebración de la palabra de Dios consta de una o varias lecturas de la Sagrada Escritura; de la homilí­a, que puede acompañarse de un momento de silencio…” (n. 17 de las Observaciones generales previas, II).

RE (ed. typica lat., 1969) ed. oficial castellana a cargo de la CEE, 1971 (véase A. Pardo, o.c., 263-270): “El celebrante introduce este rito [de la última recomendación y despedida] con una monición; siguen unos momentos de silencio…” (n. 10).

OGMR (1969; texto latino en el Missale Romanum, ed. typica altera, 1975); en el Misal Romano, ed. oficial cast. de la CEE: en la misa “también, como parte de la celebración, ha de guardarse en su tiempo silencio sagrado. La naturaleza de este silencio depende del momento de la misa en que se observa; por ejemplo, en el acto penitencial y después de la invitación a orar, los presentes se concentran en sí­ mismos; al terminarse la lectura a la homilí­a, reflexionan brevemente sobre lo que han oí­do; después de la comunión, alaban a Dios en su corazón y oran” (n. 23). “A continuación, el sacerdote invita al pueblo a orar; y todos, a una con el sacerdote, permanecen un rato en silencio para hacerse conscientes de estar en la presencia de Dios y formular interiormente sus súplicas. Entonces el sacerdote lee la oración que se suele denominar colecta”(n. 32). Cf n. 88. “La asamblea entera expresa su súplica o con una invocación común, que se pronuncia después de cada intención, o con la oración en silencio” (n. 47). “La plegaria eucarí­stica exige que todos la escuchen con reverencia y en silencio, y que tomen parte en ella por medio de las aclamaciones previstas en el mismo rito” (n. 55, h). “… El sacerdote se prepara con una oración en secreto para recibir con fruto el cuerpo y sangre de Cristo; los fieles hacen lo mismo, orando en silencio” (n. 56,f). “Cuando se ha terminado de distribuir la comunión, el sacerdote y los fieles, si juzgan oportuno, pueden orar un rato recogidos” (n. 56 j). Cf nn. 21, 121, 230.

Missale Romanum (1970; ed. typica altera, 1975); ed. oficial castellana a cargo de la CEE. Véase el Viernes santo, celebración de la pasión del Señor: “El sacerdote y el diácono… se dirigen al altar… y se postran rostro en tierra o, si se juzga mejor, se arrodillan, y todos oran en silencio durante algún espacio de tiempo” (n. 4). “La liturgia de la palabra se concluye con la oración universal, que se hace de este modo: el diácono, desde el ambón, dice la invitación que expresa la intención. Después todos oran en silencio durante un espacio de tiempo, y seguidamente el sacerdote, desde la sede o, si parece más oportuno, desde el altar, con las manos extendidas, dice la oración. Los fieles pueden permanecer de rodillas o de pie durante todo el tiempo de las oraciones” (n. 10). “El sacerdote… toma la cruz…, comenzando la invitación a la adoración de la cruz… Todos responden: Venid a adorarlo, y acabado el canto se arrodillan y adoran en silencio, durante unos momentos, la cruz, que el sacerdote, de pie, mantiene en alto” (n. 15). Cf nn. 17 y 19. Vigilia pascual, después de cada una de las lecturas: “… el sacerdote dice: Oremos y, después que todos han orado en silencio durante algún tiempo, dice la oración colecta” (n. 23).

RPR (ed. typica lat., 1970); ed. oficial cast. de la CEE, 1979: “Después el celebrante pide el auxilio divino [una vez que ha interrogado a los candidatos a la profesión religiosa], diciendo: Oremos. Y todos, oportunamente, oran en silencio unos momentos” (I, n. 29; II, n. 32).

RC (ed. typica lat., 1971); ed. oficial castellana a cargo de la CEE, 1975: “`El obispo… [antes de imponer las manos sobre los confirmandos], de pie, con las manos juntas y de cara al pueblo, dice… Todos oran en silencio unos instantes” (n. 31).

OGLH (1971; texto lat. en el vol. I de la Liturgia Horarum, ed. typica, 1972); ed. oficial castellana a cargo de la CEE en el primer volumen de la Liturgia de las Horas: “Igualmente, si se juzga oportuno, puede dejarse también un espacio de silencio a continuación de la lectura o de la homilí­a” (n. 48). “… concluido el salmo y observado un momento de silencio, se concluye con una oración que sintetiza los sentimientos de los participantes” (n. 112). “[En las preces]… la asamblea interponga una respuesta uniforme o una pausa de silencio, o que el sacerdote o el ministro digan tan sólo la primera parte y la asamblea la segunda” (n. 193). “Como se ha de procurar de un modo general que en las acciones litúrgicas se guarde asimismo, a su debido tiempo, un silencio sagrado, también se ha de dar cabida al silencio en la liturgia de las Horas” (n. 201). “Por lo tanto, según la oportunidad y la prudencia, para lograr la plena resonancia de la voz del Espí­ritu Santo en los corazones y para unir más estrechamente la oración personal con la palabra de Dios y la voz pública de la iglesia, es lí­cito dejar un espacio de silencio después de cada salmo, una vez repetida su antí­fona, según la costumbre tradicional, sobre todo si después del silencio se añade la oración sálmica (cf n. 112), o después de las lecturas, tanto breves como largas, indiferentemente antes o después del responsorio. Se ha de evitar, sin embargo, que el silencio introducido sea tal que deforme la estructura del oficio o resulte molesto o fatigoso para los participantes” (n. 202). “Cuando la recitación haya de ser hecha por uno solo, se concede una mayor libertad para hacer una pausa en la meditación de alguna fórmula que suscite sentimientos espirituales, sin que por eso el oficio pierda su carácter público” (n. 203).

RUE (ed. typica lat., 1972), ed. oficial castellana a cargo de la CEE, 1974: “Ahora el sacerdote, en silencio, impone las manos sobre la cabeza del enfermo” (n. 139).

RP (ed. typica lat., 1974); ed. oficial castellana a cargo de la CEE, 1975 (véase el rito para reconciliar a varios penitentes…): “El sacerdote invita a todos a la oración… Todos oran en silencio durante algunos momentos. Luego el sacerdote recita la siguiente plegaria” (n. 111). “… puede intercalarse [entre las lecturas] un salmo… o un momento de silencio para conseguir así­ que la palabra de Dios sea mejor comprendida por cada uno, y se le preste una mayor adhesión” (n. 117). “Es conveniente que se guarde un tiempo de silencio para examinar la conciencia y suscitar la verdadera contrición de los pecados” (n. 129).

Eucharistiae participationem (carta circular de la S. Congr. para el Culto divino a los presidentes de las conferencias episcopales sobre la plegaria eucarí­stica, 1973); en EDIL 941947; tr. castellana en A. Pardo, Liturgia de la eucaristí­a, 216-223: “Dicha oración [eucarí­stica] es recitada por el sacerdote ministerial, que interpreta la voluntad de Dios que se dirige al pueblo, y la voz del pueblo, que eleva los ánimos a Dios. Solamente ella debe resonar, mientras que la asamblea, reunida para la celebración litúrgica, mantiene un silencio religioso” (n. 8). “Para obtener, además, mayor eficacia de palabra y más abundante fruto espiritual, debe respetarse siempre, como muchos desean, el silencio sagrado, que se observará en los tiempos establecidos, como parte de la acción litúrgica, a fin de que los asistentes, en respuesta al momento particular en que aquél se coloca, entren nuevamente en sí­ mismos o bien reflexionen brevemente sobre todo lo que han oí­do, o alaben y rueguen al Señor en la intimidad de su propio espí­ritu” (n. 18).

DMN = Directorio para las misas con niños (ed. typica lat., 1973); ed. oficial castellana a cargo de la CEE, 1974 (cf A. Pardo, o.c., 225-238): “También en las misas con niños `debe guardarse un tiempo de silencio como parte constitutiva de la celebración’ (OGMR 23) para que no se conceda lugar excesivo a la acción externa, pues también los niños a su manera son realmente capaces de meditar. Sin embargo, tienen necesidad de una cierta formación para que aprendan según los diversos momentos (por ejemplo, después de la comunión o también después de la homilí­a) a entrar en sí­ mismos y meditar y alabar y rezar a Dios en su corazón” (n. 37). “Entre las lecturas… nada impide que alguna vez reemplace al canto un silencio meditativo” (n. 46).

Ritual de la sagrada comunión y del culto a la eucaristí­a fuera de la misa (ed. typica lat., 1973); ed. oficial castellana a cargo de la CEE, 1974: “Las exposiciones breves del santí­simo sacramento deben ordenarse de tal manera que, antes de la bendición…, se dedique un tiempo conveniente a la lectura de la palabra de Dios, a los cánticos, a las preces y a la oración en silencio prolongada durante algún tiempo” (n. 89). “… cuando la adoración ante Cristo, el Señor, se tenga con participación de toda la comunidad, se haga con sagradas lecturas, cánticos y algún tiempo de silencio, para fomentar más eficazmente la vida espiritual de la comunidad” (n. 90).

OLM = Ordo Lectionum Missae (ed. typica altera, 1981); ed. oficial castellana a cargo de la CEE, en las primeras páginas de los Leccionarios oficiales: “La liturgia de la palabra se ha de celebrar de manera que favorezca la meditación, y, por esto, hay que evitar totalmente cualquier forma de apresuramiento que impida el recogimiento. El diálogo entre Dios y los hombres, con la ayuda del Espí­ritu Santo, requiere unos breves momentos de silencio, acomodados a la asamblea presente, para que en ellos la palabra de Dios sea acogida interiormente y se prepare la respuesta por medio de la oración. Pueden guardarse estos momentos de silencio, por ejemplo, antes de empezar dicha liturgia de la palabra, después de la primera y segunda lectura y, por último, al terminar la homilí­a” (n. 28).

III. Significado y tipologí­a del silencio litúrgico
Confrontando entre sí­ estos diferentes textos, intentamos ahora dar unas lí­neas maestras que ayuden a interpretar el significado y la función del silencio en la liturgia renovada después del Vat. II.

1. EL SILENCIO, ELEMENTO ESTRUCTURAL. Se presenta repetidamente el silencio como “parte de la celebración” (OGMR 23; OGLH 201; Eucharistiae participationem 18; DMN 37); condición para que los fieles “no se vean reducidos a asistir a la acción litúrgica como espectadores mudos y extraños” (Musicam sacram 17), para evitar a los niños dar “lugar excesivo a la acción externa” (DMN 37).

En clave pedagógica, se indica el silencio entre los “elementos litúrgicos”, que deben tenerse presentes “en la formación litúrgica de los niños y en su preparación para la vida litúrgica de la iglesia” (DMN 13). De este silencio, recomendado “como muchos desean” (Eucharistiae participationem 18), se dan unas motivaciones positivas que analizaremos, pero para la liturgia de las Horas se señalan tres criterios negativos, oportunos en toda acción litúrgica: efectivamente, se afirma que el uso del silencio debe ser tal que no deforme la estructura del oficio, ni cause molestias o resulte fatigoso a los participantes (cf OGLH 202), de manera que el oficio no pierda su caracterí­stica de oración pública (cf OGLH 203).

2. MOTIVOS PARA EL SILENCIO. “La naturaleza de este silencio depende del momento de la misa en que se observa” (OGMR 23), pero de los textos citados se desprenden también motivos de carácter general. El motivo más general del silencio litúrgico es “para promover la participación activa” (SC 30), para que los fieles “sean asociados más í­ntimamente al misterio que se celebra” (Musicam sacram 17). En particular, el silencio favorece la escucha de la palabra de Dios y la respuesta de la meditación y de la oración, “para lograr la plena resonancia de la voz del Espí­ritu Santo en los corazones y para unir más estrechamente la oración personal con la palabra de Dios…” (OGLH 202). Cf OLM 28. Las finalidades inmediatas del silencio en la liturgia están resumidas en la carta Eucharistiae participationem, de 1973: “… debe respetarse siempre, como muchos desean, el silencio sagrado, que se observará en los tiempos establecidos, como parte de la acción litúrgica, a fin de que los asistentes, en respuesta al momento particular en que aquél se coloca, entren nuevamente en sí­ mismos o bien reflexionen brevemente sobre todo lo que han oí­do, o alaben y rueguen al Señor en la intimidad de su propio espí­ritu” (n. 18).

3. TIPOLOGíA DEL SILENCIO LITÚRGICO. Como ya hemos mostrado, la naturaleza y las funciones del silencio litúrgico dependen de los momentos en que entra a formar parte de la acción litúrgica. Algunos textos (OGMR 23; Musicam sacram 17; DMN 37; Eucharistiae participationem 18) dan una visión de conjunto de estos diversos momentos y sugieren una tipologí­a del silencio litúrgico, que posteriormente se confirma con el análisis de todos los demás documentos citados: silencio de recogimiento: para la oración personal; silencio de apropiación: sobre todo durante la oración presidencial; silencio de meditación: después de la palabra o después de la homilí­a; silencio de adoración: en la comunión o en el culto eucarí­stico.

a) Silencio de recogimiento. Se produce cuando se invita a toda la asamblea a recogerse “para hacerse conscientes de estar en la presencia de Dios y formular interiormente sus súplicas” (OGMR 32). El DMN habla de él como de una invitación a los niños “a entrar en sí­ mismos y meditar” (n. 37). Esta “recollectio silentiosa” asume en la liturgia renovada varias formas, unidas a muchos aspectos de la tradición:
†¢ Comienzo de un rito: la forma más solemne es la de la postración que abre la acción litúrgica del viernes santo, pero encontramos otros ejemplos de ella en el rito de las exequias (RE 10) y en la celebración comunitaria de la penitencia (RP 111). Una variación intensa del mismo es el “acto penitencial” de la misa, cuyas finalidades se definen con toda claridad en las palabras que el RP refiere al silencio después de la homilí­a: “para examinar la conciencia y suscitar la verdadera contrición de los pecados” (n. 129).

†¢ Oración silenciosa: se invita a la asamblea a un momento de oración silenciosa, que concluye con la oración del celebrante. Aparecen cuatro variantes: se exhorta a los fieles a orar por los hermanos que van a participar de un rito, como por ejemplo la confirmación (RC 31), la profesión religiosa (RPR I, 29; II, 32) o los ministerios (RO, c. I, n. 5, p. 33; c. II, n. 5, p. 37); antes de la colecta de la misa, al final de los ritos introductorios y al comienzo de la liturgia de la palabra, el celebrante invita a la asamblea a la oración silenciosa que él “recoge” en la colecta (OGMR 32); en la oración universal o de los fieles, de tipo griego, después de cada una de las intenciones propuestas puede sustituirse la respuesta de los fieles por una pausa de silencio: está previsto en la misa (OGMR 47) y en la liturgia de las Horas (OGLH 193); en las “oraciones solemnes” la plegaria de la asamblea se desarrolla de manera articulada: intención del diácono, plegaria silenciosa, oración del celebrante, “venerable tradición romana” en la que se indica el modelo más significativo en el viernes santo (Misal Romano 10-11).

b) Silencio de apropiación. Es un silencio de escucha y de interiorización durante las grandes plegarias presidenciales, en “unión espiritual con el celebrante en las partes que dice él mismo” (Musicam sacram 17). El ejemplo más frecuente de este silencio sagrado lo tenemos en la plegaria eucarí­stica: “Dicha oración -señala la carta Eucharistiae participationem- es recitada por el sacerdote ministerial, que interpreta la voluntad de Dios que se dirige al pueblo, y la voz del pueblo, que eleva los ánimos a Dios. Solamente ella debe resonar, mientras que la asamblea, reunida para la celebración litúrgica, mantiene un silencio religioso” (n. 8); pero lo encontramos también durante la oración consecratoria de las ordenaciones (RO, c. VII, n. 24, p. 119; c. V, n. 20, p. 73; c. IV, n. 20, p. 56). A propósito de este gesto consecratorio, que en la ordenación episcopal y sacerdotal lo prolongan y repiten respectivamente los obispos concelebrantes y los sacerdotes presentes, ya comentaba Hipólito de Roma: “Todos estarán en silencio y rezarán en su corazón para que descienda el Espí­ritu Santo”8. En la misa crismal (RO, pp. 216, 217, 219), en la profesión religiosa (RPR, I, 29; II, 32). Es particularmente significativo el gesto silencioso de la “imposición de manos”, acompañado de la oración de los presentes, en la unción de los enfermos (RUE 139).

c) Silencio meditativo. Es el silencio de respuesta a la proclamación de la palabra de Dios: invita a “reflexionar brevemente sobre lo que han oí­do” (OGMR 23); a “lograr la plena resonancia de la voz del Espí­ritu Santo en los corazones y […] unir más estrechamente la oración personal con la palabra de Dios” (OGLH 202); favorece “que la palabra de Dios sea mejor comprendida por cada uno, y se le preste una mayor adhesión” (RP 117). Cf OLM 28.

Varios textos recomiendan este silencio meditativo: después de la proclamación de la palabra: OGMR 23; OGLH 48; 202; Musicam sacram 17; DMN 46; Eucharistiae participationem 18; RP 117; después de la homilí­a: RBN 116; OGMR 23; OGLH 48; DMN 37; RP 129 9; después de los salmos: OGLH 112 (“sobre todo si después del silencio se añade la oración sálmica”: OGLH 202). Semejante a las antiguas colectas salmicas [7 Salmos, V, 2, e] es la oración que cierra la plegaria silenciosa después de cada una de las lecturas de la solemne vigilia pascual: en ambos casos las oraciones resumen la plegaria de la asamblea y dan una interpretación actualizante a los textos bí­blicos proclamados y rezados en la comunidad cristiana.

d) Silencio de adoración. El silencio orante, que brota de la palabra y hace más consciente nuestra vida “oculta con Cristo en Dios” (Col 3:3), asume una expresión más intensa en nuestro encuentro con el misterio eucarí­stico: sea que los fieles se preparan “para recibir con fruto el cuerpo y sangre de Cristo” (OGMR 56, f), sea que se detengan después de la comunión para “alabar y rezar a Dios en su corazón” (DMN 37; cf OGMR 56, j; Musicam sacram 17), sea cuando prolongan “la unión con él conseguida en la comunión” con la oración ante Cristo “presente en el sacramento” (Rito de la sagrada comunión y del culto a la eucaristí­a fuera de la misa 81). Esta adoración extra missam, en su forma más completa, se articula en “lecturas, cánticos y algún tiempo de silencio, para fomentar más eficazmente la vida espiritual de la comunidad. De esta manera se promueve… el espí­ritu de unidad y fraternidad de que es signo y realización la eucaristí­a” (Ib, 90). Semejante a este silencio de adoración es el que acompaña a la adoración de la cruz del viernes santo, sobre todo en la forma colectiva, cuando se presenta la cruz en silencio a toda la asamblea.

El análisis de estos textos que han interpretado y desarollado la directriz de SC 30 nos lleva a constatar que la reforma litúrgica ha puesto fin al mutismo de la asamblea cristiana y a la marginación de la palabra, y en cambio ha hecho florecer nuevamente el silencio como momento celebrativo y como forma plena de participación litúrgica. Se prevén formas diversas de este silencio litúrgico sin esquematismos rí­gidos y con amplios espacios de adaptación: toda asamblea, junto con su presidente, deberá encontrar los ritmos adecuados para una celebración que sea expresión de su propia fe y de su propia vida.

IV. Conclusiones sistemáticas
En los años en que se han promulgado los documentos que hemos citado y en los inmediatamente posteriores ha habido un reflorecimiento de publicaciones sobre el silencio en la liturgia (cf la bibl.). Sirviéndonos de estos autores y valorando la savia de la tradición, presentamos algunas conclusiones sistemáticas.

1. Es innegable un redescubrimiento del silencio litúrgico. Silencio sagrado: no como elemento absoluto e insustituible, de carácter mágico, necesario y significativo en sí­ mismo, sino silencio de participación: condición espiritual para la inserción en el misterio celebrado, para la escucha de la palabra y para la respuesta de la asamblea, momento privilegiado del Espí­ritu Santo, que hace crecer la comunidad como templo consagrado; silencio expresivo: que rodea la acción salví­fica de Dios y su palabra, signo de fe y de reverencia profunda de la comunidad; silencio pedagógico: “silencio de iniciación”, como decí­a Dionisio Areopagita, capaz de crear el clima y las actitudes espirituales necesarias para la experiencia litúrgica y de ofrecer a cada uno, comprometido en la acción comunitaria, un espacio vital para su inserción, apropiación e interiorización.

2. Esta renovada sensibilidad hacia el silencio es, ante todo, fruto de una familiaridad más profunda con la biblia: Dios se hace oí­r en el silencio (1Re 19:11-13); precediendo, interrumpiendo y prolongando la palabra, el silencio inspira el diálogo entre Dios y los hombres, se hace manifestación del respeto debido al Señor que se revela, necesidad cultual para su presencia: de la liturgia del templo a la del cielo (Abd 1:2; Sof 1:7; Apo 8:1.3-4). Pero Cristo es el verdadero modelo de los cristianos en la búsqueda del Padre en el silencio (Mat 14:23; Mar 1:35; Luc 9:18; Jua 6:15); él ha venido para manifestar el misterio de salvación de Dios, “mantenido en secreto” durante siglos (cf Rom 16:25). Del Verbo “salido del silencio”, Ignacio de Antioquí­a dirá que “también lo que callando hizo son cosas dignas de su Padre”, afirmando que “el que de verdad posee la palabra de Jesús, puede también escuchar su silencio, a fin de ser perfecto” “. Por su parte, Ambrosio de Milán, que dedicó un amplio estudio al silencio, llegará a decir: “El diablo busca el estrépito; Cristo, el silencio”.

3. La importancia del silencio va unida a la palabra, de la que es tierra privilegiada. “Hay que ejercitarse en el silencio para bien de la palabra. Porque la liturgia consiste en gran medida en palabras dichas por Dios o dirigidas a Dios…, estas palabras deben ser inmensas, llenas de calma y de silencio interior… El silencio abre la fuente interior de la que brota la palabra” “. Muchas liturgias antiguas conocieron moniciones diaconales que exhortaban a una escucha reverente antes de la proclamación de la palabra: “Silentium facite!”; “State cum silentio, audientes attente!” ” En este silencio reverente y meditativo ante la palabra, la iglesia sigue el ejemplo de la Virgen Marí­a, primera discí­pula del Señor, que “guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Luc 2:19).

4. Una mayor búsqueda del silencio en la liturgia es también signo de una mayor madurez celebrativa. “Una celebración que amontona un rito sobre otro, que procede con un ritmo sin paradas, cansa a la comunidad, sin edificarla” “. No se debe olvidar que “la liturgia está hecha de ritmos, de alternancias, es como una respiración” “. No se pueden establecer y programar taxativamente tiempos y espacios, sobre todo considerando que aquí­ no se trata de duración cronológica, sino más bien de duración psicológica, que se percibe y se vive en lo más í­ntimo del alma. Será también un problema de dirección, de programación ritual, que exige sensibilidad, tacto, sobriedad y discreción. Por otra parte, el silencio litúrgico es un silencio constructivo, coeficiente fundamental para edificar y formar la comunidad celebrante: “Llena el espacio con tanta fuerza como la palabra o el canto”; “no separa a los miembros del grupo, sino que más bien los une en un clima de compromiso común”.

5. Finalmente, querrí­amos subrayar la correspondencia de esta nueva o, mejor dicho, renovada praxis litúrgica con la orientación contemplativa de la espiritualidad contemporánea, en la que se puede apreciar una fuerte exigencia de recogimiento, de silencio, de desierto, como condición de libertad, de escucha, de disponibilidad, para abrirse al Espí­ritu y recorrer nuevamente el camino de oración de Cristo. “Tibi silentium laus! -concluimos con monseñor A. Bugnini-. No queremos espectadores inertes y mudos, sino participantes activos, conscientes, orantes, que saben embriagarse y vivir el misterio con la plegaria, con el canto, con la acción, con el silencio de espera ansiosa y de adoración. Un silencio que no es í­ndice de mutismo espiritual, sino un momento de gracia vivificante en el que calla la criatura, pero habla el Espí­ritu”.

D. Sartore

BIBLIOGRAFíA. Busquets P., El silencio en la celebración, en “Phase” 92 (1976) 144-148; Lack R., Desierto, en NDE, Paulinas, Madrid 1983, 336-348; VV.AA., Participación en la liturgia por el canto, la aclamación v el silencio. PPC, Madrid 1970, 63-65.

D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

La teologí­a se ha olvidado del silencio. Llevada por el afán de convertirse en ciencia, ha relegado a la mí­stica y a la espiritualidad la realidad esencial de su reflexionar, corriendo continuamente el peligro de caer en la inexperiencia de su objeto de investigación.

Es paradójica la situación del que tiene que hablar o escribir sobre el silencio. Por un lado, resulta poco agradable hablar de él, ya que siente uno colgada sobre sí­ como la espada de Damocles, aquella sentencia de Heidegger: “No hay peor conversación que la que se basa en discurrir o en escribir sobre el silencio” (In cammino verso il linguaggio, 123); por otro lado, se siente con fuerza el deseo de hablar de él para permitir que una reflexión sobre el silencio favorezca la recuperación de una conciencia sobre su esencialidad para el hombre contemporáneo.

Pero hablar del silencio resulta un intento casi contradictorio, ya que para ello es preciso romperlo, o al menos suspenderlo por algún tiempo. Sin embargo, éste es el único camino que se puede recorrer para que el silencio resulte significativo y para que su relación con el sujeto cree espacios de sentido.

La teologí­a fundamental puede recuperar el estudio del silencio al menos en un doble plano. Primeramente, como epistemologí­a teológica, tendrá que mostrar que el silencio es un método en teologí­a en cuanto expresión última que relaciona al objeto de investigación con el sujeto epistémico. Además, convirtiéndolo en un tocus theologicus, para que el creyente y el hombre contemporáneo tengan la posibilidad de encontrarse con un signo que expresa y remite a la presencia de Dios.
I. FENOMENOLOGfA DEL SILENCIO. ¿Qué es el silencio? Todos tienen experiencia de él. Conocemos un silencio-que divide y otro que niega; uno que crea angustia y otro que expresa amor; uno que nos hace sospechosos y otro’que es el fundamento de una amistad y de una comprensión. Conocemos momentos de silencio que son frí­os y glaciales, y otros que nos gustarí­a que no acaaran nunca porque engendran serenidad y paz. Pues bien, todos éstos no son más que fragmentos de un silencio mayor que los engloba y significa, un silencio que garantiza al hombre que es él mismo y que se autocomprende como persona libre.

Así­ pues, es preciso remontarse de los, silencios al silencia original, el que -como tal- está privado todaví­a de toda determinación emotiva, y que, sin embargo constituye la condición de posibilidad misma de lo que se está escribiendo.

Existe primariamente el silencio que. crea la reflexión y la sostiene. Este silencio no es sólo objeto de especulación teórica, sino más bien lo que hace que la reflexión sea lo que es. Es la condición previa para que la mente pueda reflexionar; es la intuición original que se presenta visualmente a la inteligencia, y que por tanto ha sido ya puesta en la existencia,.aun cuando todaví­a no tenga la posibilidad de hacerse palabra hablada..

El silencio es una realidad; es un hecho que existe así­, simplemente; que permite reflexionar y expresarse y volver sobre uno mismo para dar un significado pleno a la propia reflexión y expresión. Así­ pues, podrí­amos decir que el silencio es un acontecimiento original, que existe lo mismo que la vida, la muerte, la fe, el amor…; que quizá de alguna forma contiene a todos los demás, porque se identifica con el misterio mismo del propio ser. Sumergiéndonos fuera del tiempo y del espacio, nos insertamos en aquel acto creador original por el que nos relacionamos inmediatamente con el Creador.

El silencio no es una pausa debida al cansancio del hablar, ni se presenta cuando la palabra ha dejado de existir; al contrario, constituye la esencia de todo lenguaje humano, ya que representa su fuente original y su fin último.

Así­ pues, la palabra y el silencio no pueden considerarse como términos opuestos, como si la presencia del uno determinase la exclusión y la huida del otro; son más bien dos aspectos que forman el lenguaje humano como dato constitutivo del ser hombre. Por tanto, no existe conflictividad alguna entre el silencio y la palabra, sino unidad e integración, en la que el silencio tiene una prioridad temporal y ontológica. No se darí­a palabra sin silencio; pero tampoco se darí­a verdadero silencio más que como suspensión de la palabra.

La primera tarea que habrí­a que desarrollar es la de una epistemologí­a del silencio. En efecto, no basta con mostrar su existencia ni tampoco con reclamar su valor; ante todo es preciso destacar que el silencio pertenece constitutivamente al sujeto humano y que sin él no se da humanidad.

Si se acepta la expresión de Heidegger de que “el hombre es hombre en cuanto que habla” (In cammino verso illinguaggio, 27), hay que estar, sin embargo, dispuesto a no detenerse :en esta etapa de la reflexión, y es preciso avanzar en la búsqueda de un principio todaví­a más fundamental: el lenguaje está sostenido por el silencio.

Por tanto, es preciso reducir el silencio al silencio, para ser capaces de comprender cómo es en sí­ y de qué manera se relaciona el sujeto con él.

2. SILENCIO Y PALABRA. El primer acto de reconocimiento del silencio es su relación con la palabra. Como se ha dicho, la palabra y el silencio constituyen un binomio para la constitución del lenguaje humano y del mismo hombre. La palabra llega a encontrar en el silencio su Sitz im Leben genuino.

El acto mediante el cual se actúa la palabra pone de suyo fin al silencio; pero la palabra pronunciada, casi por encanto, retorna y permanece en el silencio, porque éste es el que le confiere sentido. Precisamente en el momento en que surge la palabra del silencio de la mente refleja y en el momento en que la palabra acaba proponiendo otra vez un nuevo silencio, es cuando adquiere el sentido pleno de su ser. Una palabra no completa, es decir, interrumpida y bajo la superposición de otra, no podrí­a ser nunca sensata, ya que se encontrarí­a constantemente bajo diversas interpretaciones y se harí­a inevitablemente equí­voca..Estarí­amos en presencia tan sólo del “rumor”, esto es, de una palabra anónima e impersonal, privada de un referente, y por tanto irresponsable.

Una palabra completa, es decir, en relación con el silencio que la origina y que la contiene, es plenamente significativa, ya que evoca el silencio que la origina y que le imprime fuerzas siempre nuevas.

La palabra interviene a su vez para sacar al silencio de la vaguedad, del vací­o y de lo indefinido, aunque de nuevo el silencio restituye a la palabra dicha su precisión. Así­ pues, la palabra se quedarí­a huérfana sin su referente silencio, carecerí­a de profundidad y se dispersarí­a en lo superficial, en lo indicativo, pero sin poder caracterizar nunca a la relación interpersonal. En una palabra, en cada palabra hay un sentido original, que es el que remite inmediatamente al pensamiento que la engendra. Creemos que es aquí­ donde la palabra adquiere su significado auténtico, ya que se constituye aquella relación con el silencio que se convierte en “espacio”, en “lugar” en donde se relacionan el pensamiento que engendra, la palabra que se expresa y el significado que asume.

3. SILENCIO Y PERSONA. La relación silencio-palabra remite necesariamente a aquel que parece ser el creador del uno y de la otra. “Parece” ser el creador, ya que en el fondo es precisamente en esta relación con el lenguaje donde cada uno descubre tanto el lí­mite de sí­ mismo como la propia trascendencia.

Es verdad que el hombre crea su palabra, pero nunca como en este caso realiza la experiencia de la gratuidad. No es él el que crea; es él más bien el que pertenece al lenguaje. En todo caso, es deudor de otro, ya que recibe la palabra del otro. Si habla, es sólo porque naturalmente se ha visto obligado al silencio; si quiere comprender, sólo podrá hacerlo creando el silencio.

En el silencio el hombre aguarda la palabra y la acoge; en ciertos aspectos la crea, porque la hace ser “suya” sin embargo, en el mismo silencio que le permite la intuición y la reflexión descubre también la imposibilidad de poder pronunciarlo todo. Una gran parte de él mismo permanece en el silencio, ya que la intimidad del pensamiento y del corazón no se expresa con palabras.

El silencio constituye además para el hombre la condición para expresar su propia libertad y para experimentarse como persona libre. En efecto, el silencio suscita en el sujeto reacciones antitéticas: no sabe el porqué del silencio ni tampoco qué habrá después del silencio. Su estar colgado del silencio le obliga a tener que elegir. Situación dramática, ya que podrí­a realizarse o aniquilarse a sí­ mismo. Solamente su libertad le permite al silencio hacerse movimiento hacia la palabra o estaticidad cerrada en sí­ misma. Si es verdad que el silencio realiza al hombre en la palabra, también es verdad que se le puede aniquilar si permanece siempre y sólo con él.

Estos elementos permiten verificar que el lenguaje constituye al hombre, pero solamente cuando se toma al silencio como uno de sus elementos constitutivos, pero no absoluto.

En este contexto resulta significativa la norma del Qohélet 3,7 (Si 20,18): “(Hay) un tiempo para callar y un tiempo para hablar”; porque en la sabidurí­a humana iluminada por la gracia se llega a crear un equilibrio entre los dos, con vistas a la unidad.

EL SILENCIO EN LA ESCRITURA. La Biblia ha hecho del silencio un leitmotiv de su hablar de Dios. “El silencio constituye el paisaje de la Biblia”, ha dicho agudamente el teólogo judí­o A. Neher en su sugerente estudio sobre L éxil de la Parole; pero quizá se podrí­a llevar más allá la paradoja, diciendo que la Biblia es el libro del silencio de Dios.

Se ha helenizado demasiado al logos para comprender lo que expresa de verdad. Nos lo recuerda con claridad Ignacio de Antioquí­a en su carta Ad Ephesios: “Una palabra pronunció el Padre, y fue su Hijo; esa palabra habla siempre en el eterno silencio y en el, silencio tiene que ser escuchada por el alma”.

La Escritura expresa el silencio original, que es la primera expresión de amor del Padre, que se hace luego Palabra obediencial del Hijo y Espí­ritu de amor como nuevo silencio que llega “más allá. del Verbo” y que encierra en sí­ el misterio trinitario. De este silencio nace la revelación, que se hace luego palabra histórica y profética, y finalmente palabra definitiva en la encarnación del Hijo, pero que desemboca en un nuevo silencio como contemplación y respuesta de fe.

La Biblia es el primer gran testigo de la grandeza del silencio ya que no lo califica sólo como realidad para el hombre y para la creación, sino que lo convierte en el horizonte privilegiado sobre el cual hay que poner el misterio de la revelación de Dios.

El AT, en la pluralidad de sus formas terminológicas, expresa preferentemente los estados que se relacionan con el silencio más que la realidad en sí­. Los términos dama, sataq, haso, haras, alam, haster panim, cubren una amplia gama de significados que van desde el silencio entendido como expresión de la noche, del sueño y de la muerte hasta el silencio del caos y del sheol o indicar al hombre mudo o perezoso. Pero al menos 25 veces haster panim indica el escondimiento-silencio de Dios.

En efecto, desde el punto de vista histórico destaca el tema del silencio de Dios vinculado a su escondimiento. El pueblo pide que Dios no se esconda, que no se aleje de él, pues en ese caso se acabarí­a la historia y dejarí­a de ser un pueblo (cf Dt 31,1718; Jer 33,5-6; Is 54,7; Ez 24,23);1os Salmos indican esta misma realidad y ponen de manifiesto este sentido de temor como una oración de invocación (cf Sal 30,8; 104,28; 143,7; 27,9; 102,3; 69,18).

Hay un texto de Isaí­as que puede considerarse como el intento de dar cuerpo al tema del silencio del hombre ante el misterio de Dios: “Sí­, en ti hay un Dios escondido” (Is 45,15; cf Is 8,17) indica al mismo tiempo la realidad del misterio y la esperanza que suscita en el creyente.

El silencio se designa igualmente como el lugar privilegiado de la revelación de Dios. La permanencia en el desierto y el silencio que naturalmente recuerda esta imagen marca todas las relaciones entre Israel y Yhwh como relaciones que se realizan en el silencio. Pero es la misma experiencia de los profetas la que nos orienta a leer en este mismo horizonte. De forma más directa, el relato teofánico de Elí­as en 1Re 19, 11-12: el profeta siente en la cueva un viento impetuoso; pero Dios no estaba en el viento, ni tampoco en el terremoto ni en el fuego; sólo cuando llegó “un ligero susurro de aire” o, como más bien leen plásticamente algunos intérpretes, “en la voz del silencio”, sólo entonces se cubrió Elí­as el rostro por saber que estaba en la presencia de Dios.

Igualmente, Ezequiel propone una expresiva simboIogí­a en este sentido: su silencio se convierte en signo del reproche de Yhwh contra un pueblo que no quiere escuchar. El que quiera escuchar, como el que no quiera, tendrá que referirse al silencio del profeta, ya que éste se convierte en. contenido de revelación y en signo de discernimiento (cf Ez 3,26-27).

Diferente del silencio humano, que a menudo se confunde con el descanso y la falta de movimiento, el silencio de Dios es más bien fuente dinámica de diversas reacciones. Cuando Dios se revela, hay que postrarse ante él en el silencio de la adoración: “A ti se debe el silencio de la alabanza” (Sal 65,2).

En Jesús de Nazaret el silencio de Dios se abre a una palabra definitiva sobre la vida. El es la palabra de Dios, en laque parece cesar el silencio; sin embargo, hay en los evangelios varias expresiones que demuestran cómo en esta palabra sigue estando el silencio de la revelación.

El hablar de Jesús es también su silencio; en él se descubre quizá la dimensión más profunda de su revelar. Es también un texto de Ignacio de Antioquí­a el que ilustra esta idea: “Es mejor callarse y ser que hablando no ser. Es bueno enseñar si el que enseña actúa. Hay, pues, un solo maestro que habló, haciéndose todo lo que dijo; pero las cosas que él hizo callando son dignas del Padre. El que posee la palabra de Jesús puede escuchar también su silencio, para que sea perfecto, para que actúe a través de las cosas que dice y sea conocido por medio de las cosas que calla” (PG V, 657-658).

Para ser palabra definitiva del Padre, Jesús tuvo que poder expresar ante todo su silencio: ¡el que da paso al amor trinitario. El silencio de Cristo se basa en aquel silencio de la obediencia trinitaria que acepta ser pronunciado primordialmente por el Padre. En esta perspectiva podemos leer los diferentes momentos de la vida de Jesús, en donde el elemento del silencio parece ser -el más auténtico para indicar su relación con el Padre: “Se fue a un lugar solitario, y allí­ estuvo rezando” (Mc 1,35; cf Mt 14,23).

La noche y la soledad evocan de suyo el concepto y la realidad del silencio; la oración entre Jesús y el Padre, en esa intimidad, sólo podí­a ser la del silencio de la adoración amorosa.

De todas formas, otros textos permiten ver la actitud de Jesús ante el silencio. La teologí­a de Marcos prefirió precisamente esta actitud histórica propia de Jesús; en varias ocasiones nos dice que exigí­a, incluso con energí­a (cf Mc 1,43), el silencio a sus discí­pulos e interlocutores, especialmente sobre los hechos que más señalaban su mesianismo (cf Secreto mesiánico; i Cristologí­a: tí­tulos). En esta misma lí­nea encontramos un silencio de fondo en los relatos lucanos de la infancia, o bien el silencio de los procesos, sin olvidar el silencio del juicio que al mismo tiempo pone fin a las acusaciones de los malvados y revela la misericordia del perdón (Jn 8;1-11).

Pero más que cualquier otro silencio, el que empieza con el “grito” en la cruz y se prolonga durante todo el sábado santo es el mejor í­ndice de revelación. Este silencio, en el que sólo aparentemente parece como si Dios no hablara ya a través de la palabra del Hijo, es, por el contrario, el silencio que se hace lenguaje de revelación más eminente, que cualifica al mismo acontecimiento.

El silencio de la muerte y del sepulcro revela la profundidad del amor trí­nitario. El Hijo comparte la condición humana hasta el extremo momento del silencio en el sheol.

El Dios que se calla es realmente el Dios que grita su cántico de victoria sobre el pecado y la muerte. El amor trinitario, que habí­a salido del silencia del dinamismo entre el Padre, el Hijo y el Espí­ritu, se expresa ahora como silencio que comparte la condición de muerte. El Dios que muere en Jesús es el Dios que ama; pero su silencio indica hasta qué punto ama: hasta darlo todo, hasta hacerse muerto entre los muertos, para que se exprese así­ el lí­mite, el punto extremo, que es luego el punta original, del amor de Dios.

Después de ese silencio absoluto, ya que es el único que puso Dios en el mundo, cualquier otro silencio del sufrimiento, incluso el silencio extremo de Auschwitz o de los campos de exterminio, tiene que referirse, para ser plenamente comprensible, al silencio del Gólgota y del sábado santo, ya que sólo aquí­ el silencio de Dios sobre sí­ mismo se hace palabra clarificadora sobre el dolor, el sufrimiento y el drama de la existencia humana.

Así­ pues, también el silencio -mejor dicho, sobre todo el silenciohabla y expresa la revelación de Dios. No estamos aquí­ ante una lectura apafática que tienda a la inefabilidad de Dios, sino más bien ante la asunción positiva del silencio, que se convierte así­ en el instrumento y el lenguaje que mejor expresa la revelación.

Pero no se trata dei silencio como falta de palabra, como si fuese una imposición del silencio para obedecer al mandato de no hacerse ninguna imagen de Dios, sino más bien del silencio como lenguaje que se asume para hacer comprender en plenitud los signos y las palabras expresadas. En una palabra, se ve realizada la dialéctica expresada por Agustí­n: “Verbo crescente, verba deficiunt”.

5. EL SILENCIO COMO UN SIGNO DE LOS TIEMPOS. La teologí­a fundamental puede recuperar también el silencio como un signo de los tiempos capaz de expresar una tensión de la humanidad hacia formas de vida humanamente más dignas. Si, por una parte, es verdad que las sociedades y culturas contemporáneas están creando cada vez márgenes más restringidos para relacionarse con el silencio, también es verdad, por otra parte, que se está realizando una conciencia que impulsa a la recuperación del silencio.

La relación tan difí­cil hombre-silencio no debe exasperarse, sin embargo, como si fuese un producto nocivo sólo de los últimos decenios. El hombre ha tenido siempre temor al silencio y ha intentado huir de él. Pascal recuerda en varias ocasiones que sus contemporáneos, para no pensar en los graves problemas recurrí­an a la caza (cf Pensées, 194; 168; 171); Kierkegaard en un precioso fragmento dice que “el estado actual del mundo, la vida entera, está enferma. Si yo fuera médico y alguien me pidiera un remedio, responderí­a: crea el silencio, lleva al hombre al silencio”. Y también R. Guardini observaba a principios de este siglo: “Basta con mirar alrededor de nosotros, al mundo que nos rodea, para ver en qué medida tan terrible ha desaparecido el silencio y cómo seguirá desapareciendo cada vez con el incremento de las habladurí­as”. Jung parece hacer eco a Pascal: “El ruido es bienvenido, porque se impone a la advertencia instintiva del peligro que hay en nosotros. El que tiene miedo de sí­ mismo, busca compañí­as ruidosas y rumores estrepitosos. El ruido da cierto sentido de seguridad, como la locura; por eso se lo busca. El ruido nos protege de penosas reflexiones, destruye los sueños inquietantes…, es tan inmediato y tan predominantemente real que todo lo demás se convierte en un pálido fantasma”.

La falta de silencio aparece hoy más dramática, porque ha crecido la conciencia de una presencia de formas inhumanas. La crí­tica de los ruidos, la defensa de lo verde y de la naturaleza en general no son más que el indicio de una conciencia crí­tica más grande que está dentro de nosotros y que progresivamente se ha visto obligada a callar por la imposición del bienestar. El hombre de hoy, especialmente el que está inmerso en la metrópoli, se halla continuamente bajo el impacto de palabras y rumores vací­os y variados que lo destruyen: ruidos de máquinas, alaridos de los que pasan, desorden de un turismo frenético de masa, prisa por llegar a punto a la cita y no dejar pasar los plazos, señales de circulación, publicidad por todos los rincones, escritos en las paredes…, toda una orgí­a de estrépitos y algarabí­as.

Parece difundirse como una mancha de aceite un nuevo sentido de respeto a la naturaleza y a la vida bajo sus diversas formas. Pues bien, todo este movimiento está destinado al fracaso si no se relaciona fundamentalmente con el silencio.

La creación de espacios de silencio puede permitir un nuevo encuentro con uno mismo y con los que nos rodean; es ésta una condición necesaria para poder salir del túnel del ruido en que nos encontramos, con la consiguiente pérdida de identidad.

El comportamiento de Jesús de Nazaret cuando, después de que sus discí­pulos volvieron de su primer trabajo de evangelización y no encontraban facilidades para hablar con él a solas, ni siquiera tiempo para poder comer ante el bullicio de la gente, les invitó a ir a “un lugar retirado y descansar un poco” (Mc 6,30-32), deberí­a ser tomado muy en serio por los creyentes de hoy.
No solamente el monje es el signo concreto del que ama el silencio. Es tí­pico del hombre maduro, que ha comprendido el valor de la vida, el deseo de dejar por un momento las palabras para recuperar el silencio. La recuperación de relaciones interpersonales auténticas que superen el escollo del individualismo, una nueva forma de enfrentarse con la realidad, pasa a través del silencio.

No se invoca la permanencia en el silencio; el silencio deberá ser siempre un “momento”, un “espacio” de donde salir luego y reemprender la comunicación. En el desierto sólo es posible estar cuarenta dí­as o cuarenta años; pero no toda la duración de la vida; porque el hombre ha sido creado para estar en relación.

La autoconciencia de una pérdida o de una recuperación del silencio se convierte en una forma de maduración que esté en disposición de producir una conciencia de pertenencia y de solidaridad mucho más eficaz para un humanismo nuevo, más allá de las barreras ideológicas y de las diferencias de lenguaje.

El silencio :parece entonces constituir una especie de zona de confí­n para la recuperación del sentido y del significado de la grandeza del lenguaje humano. Esto parece hoy más evidente todaví­a por la multiplicación y la diferenciación de los lenguajes, desde el humano hasta el informático, que es ya de dominio común. Cuando dentro de poco lleguemos a los ordenadores de la “quinta generación”, es decir, capaces de autoprogramarse, entonces precisamente, ante las maravillas del lenguaje de la máquina, el hombre estará finalmente en disposición de comprender el valor del silencio. Efectivamente, descubrirá entonces que, en todo caso, el lenguaje humano será el único que pueda crear el silencio y darle sentido. La máquina producirá lenguajes y fórmulas, fruto de la precisión y de la inteligencia artificial; pero el hombre producirá sentido, porque será capaz de escoger y de pronunciar el silencio.

BIBL.: BALDINI M., Le parole del silenzio, Turí­n 1986; ID, Le dimensioni del silenzio: nella poesí­a, nella filosofí­a, nella musica, nella linguistica, nella psicanalisi, nella pedagogí­a e nella mistica, Roma 1988; BALTHASAR H.U. von, Palabra y silencio, en Ensayos teológicos 1, VerbumCaro, Madrid 1964, 167-190; ID, II tutto nel frammento, Milán 1972; HEIDEGGER M., Unterwegs zur Sprache, 19602; NEHER A., L ésilio della parola, Casale Monferrato.1983; PICARD M., 11 mondo del silenzio, Milán 1951; RAHNER K., Tu se¡ il silenzio, Brescia 1967; RASSAM J., Le silence comme introduction á la méthaphysique, Toulouse 1980; ULRICH F., El hombre y la palabra, en Mysterium Salutls 11 / 2, Madrid 1970, 737794:
R. Fisichella

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

A. NOMBRES 1. sige (sighv, 4602), aparece en Act 21:40 y Rev 8:1: En este último pasaje el silencio es introductorio a los juicios que siguen a la apertura del séptimo sello.¶ 2. esuquia (hJsuciva, 2271), término relacionado con esuquios (véase REPOSADAMENTE) y con hiesucazo (véase CALLAR, Nº 1), denota silencio, sosiego. Se traduce “sosegadamente” en 2Th 3:12, referido al trabajo; en Act 22:2 “guardaron más silencio”; 1Ti 2:11,12: “en silencio”.¶ B. Verbo kataseio (kataseivw, 2678), se traduce “hecha señal de silencio” (Act 13:16); “pedido silencio” (19.33). Véase SEí‘AL, C, Nº 2.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

El silencio, precediendo, interrumpiendo o prolongando la *palabra, ilumina a su manara el diálogo entablado entre Dios y el hombre.

1. El silencio de Dios. Antes de que el hombre oyera la palabra, “la palabra estaba en Dios” (Jn 1,1); luego vino la “*revelación de un *misterio envuelto en el silencio en los siglos eternos” (Rom 16,25). Esta maduración secreta de la palabra se expresa en el tiempo por la predestinación de los *elegidos : aun antes de hablarles los *conoce Dios desde el seno materno (Jer 1,5; cf. Rom 8,29). Hay, sin embargo, otro silencio de Dios, que no parece ya cargado de un misterio de amor, sino grávido de la *ira divina. Para inquietar a su pueblo pecador no habla Dios ya por sus profetas (Ez 3,26). ¿Por qué Dios, después de haber hablado tantas veces y con tanto *poder, se ralla ante el triunfo de la impiedad (Hab 1,13) y no responde ya a la *oración de Job Job 30,20) ni a la de los salmistas (Sal 83,2; 109,1)? Para Israel que quiere *escuchar a su Dios, este silencio es un *castigo (Is 64,11); significa el alejamiento de su Señor (Sal 35,22); equivale a una cesación de la palabra (cf. Sal 28,1); anuncia el “silencio” del seol, donde Dios y el hombre no se hablan ya (Sal 94,17; 115, 17). Sin embargo, el diálogo no se ha interrumpido definitivamente, pues el silencio de Dios puede ser también un reflejo de su *paciencia en los dí­as de infidelidad de los hombres (Is 57,11).

2. El silencio del hombre. “Hay tiempo de callar y tiempo de hablar” (Ecl 3,7). Esta máxima se puede entender a diferentes grados de profundidad. En la sucesión de los dí­as el silencio puede significar la indecisión (Gén 24,21), la aprobación (Núm 30, 5-16), la confusión (Neh 5,8), el miedo (Est 4,14); el hombre acentúa su libertad reteniendo su *lengua para evitar la falta (Prov 10,19), sobre todo en medio de palabrerí­as o de juicios inconsiderados (Prov 11,12s; 17, 28; cf. Jn 8,6).

Por encima de esta sabidurí­a que pudiera parecer puramente humana, es Dios quien funda en el hombre los tiempos del silencio y de la palabra. El silencio delante de Dios traduce la *vergüenza después del pecado (Job 40,4; 42,6; cf. 6,24; Rom 3,19; Mt 22,12) o la *confianza en la salvación (Lam 3,26; Ex 14,14); significa que ante la injusticia de los hombres, Cristo, como *fiel *siervo (ls 53,7), puso su causa en manos de Dios (Mt 26,63 p; 27,12.14 p). Pero en otras circunstancias dejar absolutamente de hablar serí­a falta de *orgullo y omitir la *confesión de Dios (Mt 26,64 p; Act 18,9; 2Cor 4,13): entonces no es posible callarse (Jer 4,19; 20,9; Is 62,6; Lc 19,40).

Finalmente, cuando Dios va a *visitar al hombre la tierra guarda silencio (Hab 2,20; Sof 1,7; Is 41,1; Zac 2,17; Sal 76,9; Ap 8,1); una vez que ha venido, un silencio de temor o de respeto significa la *adoración del hombre (Lam 2,10; Ex 15, 16; Lc 9,36). El diálogo con Dios se completa con el *reposo colmado en la *humildad (Sal 131,2) y con la meditación de las cosas de Dios (cf. Lc 2,19.51).

-> Confesar – Escuchar – Lengua – Palabra – Revelación.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Todos los escritores sobre la vida espiritual uniformemente recomiendan, no, ordenan bajo pena de total fracaso, la práctica del silencio. Y, sin embargo, a pesar de esto no hay ninguna regla para el progreso espiritual contra la que se hayan lanzado más invectivas, por los que ni siquiera han dominado sus rudimentos, que la del silencio. Incluso en la antigua Ley se conocía, enseñaba y practicaba su valor. La Sagrada Escritura nos advierte de los peligros de la lengua, puesto que “muerte y vida están en poder de la lengua” (Prov. 18,21). En el Nuevo Testamento tampoco se insiste menos en este consejo; testigo: “Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto” (Stgo. 3,2 ss.). La misma doctrina se inculca en innumerables otros lugares de los escritos inspirados. Los paganos mismos entendían los peligros que surgen de la expresión imprudente. Pitágoras les impuso una estricta regla de silencio a sus discípulos; las vírgenes vestales también estaban obligadas a guardar silencio severo por muchos años. Se pueden citar muchos ejemplos similares.

El silencio puede ser visto desde un punto de vista triple:

  • (1) Como una ayuda para la práctica del bien, pues guardamos silencio ante el hombre, para poder hablar mejor con Dios, porque una lengua sin vigilancia disipa el alma, lo que hace a la mente casi, si no del todo, incapaz de oración. La mera abstención del discurso, sin ese propósito, sería “el silencio inactivo”, que San Ambrosio condena tan enérgicamente.
  • (2) Como preventivo del mal. Séneca, citado por Tomás de Kempis, se queja de que “Siempre que he estado entre los hombres, he vuelto menos hombre” (Imitación de Cristo, Libro I, c. 20).
  • (3) La práctica del silencio implica mucho la abnegación y la moderación, por lo que es una penitencia edificante, y como tal es necesaria para todos.

De lo anterior se entiende fácilmente por qué todos los fundadores de órdenes y congregaciones religiosas, incluso las destinadas al servicio de los pobres, los enfermos, los ignorantes y otras obras exteriores, han insistido en ésta, más o menos severamente según la naturaleza de sus ocupaciones, como una de las normas fundamentales de sus institutos.

Fue San Benito el primero que estableció las leyes más claras y estrictas respecto a la observancia del silencio. En todos los monasterios, de todas las órdenes, hay lugares especiales, llamados “Lugares Regulares” (iglesia, refectorio[1], dormitorio, etc.) y momentos concretos, especialmente las horas nocturnas, llamados el “Gran Silencio”, en los que hablar se prohíbe más estrictamente. Fuera de estos lugares y tiempos, por lo general hay “recreaciones” acordadas durante las cuales se permite la conversación, que se rige por las normas de la caridad y la moderación, aunque las palabras inútiles y ociosas están universalmente prohibidas en todo momento y lugar. Por supuesto que en las órdenes activas los miembros hablan de acuerdo con las necesidades de sus diversos deberes.

Fue quizás la Orden Cisterciense la única que no admitió la relajación de la estricta regla del silencio, cuya severidad se mantiene todavía entre los Cistercienses Reformados (Trapenses), aunque todas las otras órdenes contemplativas (cartujos, carmelitas, Camaldulenses, etc.) son mucho más estrictas en este punto que las que se dedican a obras activas. A fin de evitar la necesidad de hablar, muchas órdenes (cistercienses, dominicos, carmelitas descalzos, etc.) tienen un cierto número de signos, mediante el cual los religiosos pueden tener una comunicación limitada para las necesidades que son inevitables.

Bibliografía: La Santa Biblia, especialmente los Salmos, Proverbios, Eclesiástico y la Epístola Católica de Santiago; La Imitación de Cristo de Tomás de Kempis; Holsteinio, Codex Regularum quas S. Patres Monachis et Virginibus prascripere (París, 1663), La Santa Regla de San Benito de Nursia, caps. VI y VII; Schott, Fundamentder Grundrisse der Vollokommenheit (Constanza, 1680); Rodríguez, Christian Perfection (Londres, 1861).

Fuente: Obrecht, Edmond. “Silence.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 13. New York: Robert Appleton Company, 1912.
http://www.newadvent.org/cathen/13790a.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina. rc

NOTAS:

[1] Refectorio: En las comunidades y en algunos colegios, habitación destinada para reunirse a comer.

Fuente: Enciclopedia Católica