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SINODO DIOCESANO

SINODO DIOCESANO

Si el problema de antaño fue el poner el acento casi exclusivamente en la experiencia de sinodalidad episcopal, hoy el peligro se centra en subrayar casi exclusivamente la experiencia de comunión para una misión renovada, aun cuando se envuelva o justifique en una urgencia sentida: asumir el espí­ritu y eclesiologí­a del Vaticano II y, por lo mismo, hacer realidad de lleno la nueva evangelización para el Tercer Milenio.

En un primer punto, en cuanto a los rasgos históricos en la experiencia de los sí­nodos diocesanos, dejando su larga historia, me centraré en el Concilio Vaticano II y postconcilio.

1. Vaticano II y documentos postvaticanos
1.1. Vaticano II y documentos postvaticanos
La segunda guerra mundial (1939-1945) paralizó de nuevo la actividad de los sí­nodos diocesanos.

En la eclesiologí­a del Vaticano II, afirma A. Longhitano, se ha querido ver con frecuencia un «giro copernicano». Tal vez, subraya este autor, ello sea cierto en dos casos: la comprensión de la Iglesia a partir de la categorí­a de «communio», con la consiguiente afirmación de la sacramentalidad y colegialidad episcopal, y el resdecubrimiento de la Iglesia particular. E. Bueno de la Fuente, ampliando aún más, subraya «la dimensión de comunión para superar la estructura vertical y piramidal; la categorí­a pueblo de Dios para superar la visión clerical; el equilibrio entre Iglesia universal e iglesia particular; el reconocimiento de la modernidad y la relativa autonomí­a de lo secular frente a un concepción societaria».

¿Y por lo que hace referencia al sí­nodo diocesano?
En las propuestas previas a la celebración del Concilio son escasas las referencias a los sí­nodos diocesanos, aunque se pide que su finalidad no sea sólo jurí­dica sino pastoral para renovar la vida de las Iglesias diocesanas. Se reclama, también, la participación de los laicos en dicho sí­nodo .

Metidos ya de lleno en las discusiones conciliares, se puede afirmar, en lo referente a nuestro tema, que no se ha discutido expresamente en profundidad y que se ha reservado tan sólo al n. 36 de Christus Dominus: «Desde los primeros siglos de la Iglesia, los obispos puestos al frente de las iglesias particulares, movidos por la comunión de la caridad fraterna y por amor a la misión universal conferida a los apóstoles, unieron sus fuerzas y voluntades para procurar el bien común y el de las iglesias particulares. Por este motivo se constituyen los sí­nodos, los concilios provinciales y los concilios plenarios, en los que los obispos establecieron que habí­a que observar una norma común a todas las Iglesias, tanto en la enseñanza de las verdades de la fe como en la ordenación de la disciplina eclesiástica. Desea este concilio que las venerables instituciones de los sí­nodos y de los concilios cobren nuevo vigor para proveer mejor y con más eficacia al incremento de la fe y a la conservación de la disciplina en las diversas iglesias según los tiempos lo requieran».

En dicho número se destaca la institución sinodal como un instrumento secular, útil para la renovación eclesial y para desarrollar su misión. Pero, sobre todo, desde la eclesiologí­a del Vaticano II, se entiende el sí­nodo como un instrumento privilegiado y solemne de la expresión de la sinodalidad episcopal y, por ello, de comunión para una misión renovada. En efecto, el Sí­nodo diocesano, desde el Vaticano II, se inserta en la eclesiologí­a de la Iglesia particular como un momento de «manifestación plena de su estructura y de su ser». La finalidad es incrementar el bien común y el de la Iglesia particular en lo que se refiere a temas de fe y tutela de la disciplina.

Como tendremos ocasión de profundizar, la sinodalidad es una realidad constitutiva de la Iglesia comportando dos caras: la externa, jurí­dica e institucional, y la interna, que es la comunión. La primera expresa la segunda y está a su servicio.

Hagamos notar que el Vaticano II sigue colocando el sí­nodo diocesano en el capí­tulo dedicado a los «obispos que cooperan en el bien común de las diócesis» (cap III), y no en el dedicado «A los obispos y las Iglesias particulares» (cap II). Este matiz es importante destacarlo. Y explica, en buena parte, por qué no se ha desarrollado la doctrina sobre el sí­nodo diocesano.

En cuanto a los documentos del postvaticano, Ecclesiae Sanctae (6 agosto 1966) afirma que, en tierras de misión, los consejos pastorales deben cooperar a la preparación del sí­nodo diocesano y a aplicar los estatutos del sí­nodo. Y, en lí­nea tradicional, Ecclesiae Imago (22 de febrero de 1973), afirma que en el gobierno pastoral del obispo encuentran un puesto de preeminencia el sí­nodo diocesano y la visita pastoral.

Es interesante, de este mismo documento, transcribir el n. 163, que resume y profundiza en la postura conciliar: «El sí­nodo diocesano, que viene convocado y dirigido por el obispo, y al cual son llamados, según las prescripciones canónicas, los clérigos, religiosos y laicos, es la asamblea en la cual el obispo, sirviéndose de la obra de expertos en teologí­a, pastoral y derecho, y utilizando los consejos de los diversos componentes de la comunidad diocesana, ejercita de forma solemne el oficio y ministerio de apacentar la grey confiada, adaptando las leyes y las normas de la Iglesia universal a la situación particular de la diócesis, indicando los métodos a adoptar en el trabajo apostólico diocesano, resolviendo las dificultades inherentes al apostolado y al gobierno, estimulando obras e iniciativas de carácter general, corrigiendo, si es preciso, los errores acerca de la fe y de la moral. El sí­nodo ofrece la ocasión de celebraciones religiosas particularmente adaptadas al incremento y despertar de la fe cristiana, de la piedad y del espí­ritu de apostolado en toda la diócesis».

Destacamos de esta definición, para nuestro tema, lo siguiente:

* El sí­nodo es una asamblea que envuelve a todos los miembros del pueblo de Dios. La novedad es la participación activa de los laicos. Como subrayando esta misma novedad, en el comienzo de su pontificado, el Papa Juan Pablo II afirmaba: «Por otro lado, los laicos, conscientes de su responsabilidad en la Iglesia, se han empeñado de buen grado en la colaboración con los pastores y con los institutos de vida consagrada en el ámbito de los sí­nodos diocesanos o de los consejos pastorales en las parroquias y en las diócesis». Queda profundizar en la naturaleza y alcance de esta participación de los laicos. Lo haremos al hablar de la sinodalidad episcopal y de la Iglesia comunión para la misión.

* El sí­nodo, aunque se fundamenta radicalmente en la sinodalidad episcopal y es una forma de ayuda «colegial» en el gobierno de la diócesis, no es un simple altavoz del obispo, sino una búsqueda común y corresponsable de toda la iglesia particular.

* Abarca todos los campos de fe y moral, excepto, como viene siendo tradicional, lo referente a reformar los ritos litúrgicos.

Más allá del n. 163, desde los números siguientes, señalamos también:

– Las materias a tratar en el sí­nodo deben ser sugeridas, conocidas y del interés del pueblo de Dios que vive en una Iglesia particular (n. 164). Aunque la valoración de este material corresponde al obispo, asistido por los consejos presbiteral y pastoral diocesanos.

– Después del momento de preparación y debate, presididos por el obispo, se celebra el Sí­nodo en cuanto tal y, posteriormente, el propio ordinario ejercita su ministerio de pastor, sacerdote, profeta y legislador promulgando, si parece oportuno, las sinodales (n. 165).

1.2. El Sí­nodo diocesano hoy: Normativa vigente en el nuevo c.i. c. (1983)
El nuevo código puede suponer un perí­odo de vigor para los sí­nodos diocesanos. La eclesiologí­a vigente en el nuevo código es la del Concilio Vaticano II: misterio, sacramento y lugar de comunión (SC 2); pueblo sacerdotal, profético y real; iglesia de comunión para la misión en la que tiene sentido hablar de sinodalidad.

La doctrina referente al sí­nodo diocesano se contiene en el segundo libro (Pueblo de Dios).

La naturaleza del sí­nodo se expresa en el c. 460 que lo describe así­: «Asamblea de sacerdotes y de otros fieles escogidos de una Iglesia particular, que prestan su ayuda al obispo de la diócesis para bien de toda la comunidad diocesana».

En cuanto a su periodicidad, no se fijan tiempos concretos; se señala que depende de las circunstancias (c. 461). En cualquier caso, compromete a toda la iglesia diocesana. El c. 462, 2 indica que se puede celebrar un único sí­nodo interdiocesano cuando un obispo rige más de una diócesis, aunque fuere como administrador. Es una forma de comunión eclesial.

Se señala, además, quiénes son los miembros natos y electos (clérigos, religiosos y laicos). En cualquier caso, preside y legisla el obispo.

La legislación, pues, relativa al sujeto de nuestro tema, es parca y esencial, fiel a lo que debe ser un código: elemento subsidiario.

Hagamos notar algunos rasgos:

– Se integran, los sí­nodos diocesanos, en la eclesiologí­a de «Lumen Gentium», que es la subyacente en el nuevo código.

– Los sí­nodos no son asambleas periódicas del obispo con el clero, sino instituciones colegiales que agrupan al Pueblo de Dios, es decir, expresan la comunión y la corresponsabilidad desde una eclesiologí­a de totalidad. Son asambleas («coetus») en el sentido de que toda la iglesia es una asamblea de convocados por Dios mismo («Ekklesia»). Un sí­nodo debe envolver a todos. En este sentido, los laicos se integran como miembros de derecho, en igualdad con los clérigos.

– Afirmado lo anterior, no podemos eclipsar o menospreciar la misión que tradicionalmente ha venido manteniendo un sí­nodo: ayudar al obispo en su misión de enseñar, gobernar y pastorear una Iglesia particular. Es decir, no se puede eclipsar la sinodalidad episcopal.

– Se puede definir, pues, el sí­nodo como una asamblea que expresa la reunión solemne y ocasional de representantes del pueblo de Dios de una diócesis, presididos por el obispo con el fin de examinar y promover la vida cristiana y establecer criterios inspiradores para el gobierno y la cura de las almas.

1.3. Instrucción Vaticana sobre los Sí­nodos Diocesanos.

El dí­a 8 de julio de 1997, las Congregaciones Vaticanas para los Obispos y para la Evangelización de los Pueblos hací­an pública una Instrucción sobre los Sí­nodos Diocesanos.

Dicha Instrucción consta de cinco capí­tulos: Una Introducción sobre la naturaleza y finalidad del Sí­nodo Diocesano; sobre la composición del mismo; convocatoria y preparación; desarrollo; decretos y declaraciones sinodales. Precede un proemio y se añade un apéndice sobre ámbitos pastorales que el CIC encomienda a la potestad legislativa del obispo diocesano».

En el proemio se indica expresamente que los sí­nodos diocesanos son expresión de la comunión del Pueblo de Dios y «pueden constituir un importante medio para la puesta en práctica de la renovación conciliar».

El documento desea ayudar a los obispos y recordar la normativa canónica vigente y diferenciar propiamente lo que es un Sí­nodo de las denominadas «asambleas diocesanas u otras reuniones afines».

En cuanto a la finalidad del sí­nodo, no es otra que la «de prestar ayuda al obispo en el ejercicio de la función, que le es propia, de guiar a la comunidad cristiana». En efecto, el obispo ejercita, mediante el sí­nodo, el oficio de gobernar la Iglesia encomendada: decide la convocatoria, propone las cuestiones a la discusión sinodal, preside las sesiones del sí­nodo y, finalmente, como único legislador, suscribe las declaraciones y decretos y ordena su publicación. Tal finalidad determina el papel particular que corresponde a los presbí­teros, «próvidos cooperadores del orden episcopal». El sí­nodo ofrece, además, la ocasión de llamar a algunos laicos y religiosos para ejercer la común responsabilidad de los fieles en la edificación del Cuerpo de Cristo.

«El sí­nodo es, a la vez y de modo inseparable, acto de gobierno episcopal y acontecimiento de comunión y manifiesta la í­ndole de comunión jerárquica que es propia de la naturaleza profunda de la Iglesia».

La finalidad última del sí­nodo es potenciar la comunión y la misión, configurando la fisonomí­a de la Iglesia particular. Los sinodales prestan su ayuda al obispo mediante voto consultivo; nunca se puede contraponer un sí­nodo al obispo en virtud de una «pretendida representación del Pueblo de Dios».

En cuanto a la composición del sí­nodo, recuerda la Instrucción, en el capí­tulo segundo, que existen miembros «de jure», electos y de libre nombramiento episcopal. Se puede invitar a algunos observadores de iglesias o comunidades que no están en plena comunión con la Iglesia Católica.

En el capí­tulo tercero se habla de la convocatoria y preparación del sí­nodo. En cuanto a la convocatoria se aducen, como circunstancias que pueden reclamar un sí­nodo, la falta de una adecuada pastoral de conjunto, la exigencia de aplicar a nivel local normas u orientaciones superiores, problemas particulares que requieren solución, una más sentida comunión eclesial, etc. En cuanto a la preparación, se subraya la importancia de la Comisión Preparatoria y se indican como fases de preparación del sí­nodo las siguientes: preparación espiritual, catequí­stica e informativa; consulta a la diócesis; y fijación de cuestiones principales a tratarse.

Sobre el desarrollo del sí­nodo trata el capí­tulo cuarto de la Instrucción. Se insiste en excluir del mismo tesis o propuestas discordantes con la perenne doctrina de la Iglesia o del Magisterio Pontificio o referentes a materias disciplinares reservadas a la autoridad suprema o a otra autoridad eclesiástica. También se matiza que el «obispo queda libre para determinar el curso que deba darse al resultado de las votaciones, aunque hará lo posible por seguir el parecer comúnmente compartido por los sinodales… el sí­nodo no es un colegio con capacidad decisoria por lo que las votaciones no tienen el objetivo de llegar a un acuerdo mayoritario vinculante sino el de verificar el grado de concordancia de los sinodales sobre las propuestas formuladas».

El capí­tulo quinto habla de declaraciones y decretos sinodales que pueden revestir varias modalidades: auténticas normas jurí­dicas («constituciones»), indicaciones programáticas para el porvenir o, finalmente, afirmaciones convencidas de las verdades de la fe o moral católicas. En gesto de comunión, el obispo debe trasladar las declaraciones y decretos sinodales al Metropolitano y a la Conferencia Episcopal. Y, toda la documentación sinodal, a través del Representante Pontificio, a la Congregación para los Obispos o a la Congregación para la Evangelización de los Pueblos.

Dejando experiencias recientes de sí­nodos y asambleas sinodales en nuestra Iglesia española, nos centramos en otro segundo punto:

2. Sí­nodo diocesano como experiencia solemne y contextuada de sinodalidad episcopal y, por lo mismo, eclesial
2.1. Sí­nodo diocesano como experiencia solemne y contextuada de sinodalidad episcopal
W. Loser hace una observación de interés: «Entre los ortodoxos, los sí­nodos son un elemento esencial de la constitución de la Iglesia; en el protestantismo son el contrapeso jurí­dico de los ministros que rigen la Iglesia. Entre los católicos es un instrumento que completa la dirección de la Iglesia. En el futuro, y como forma de la participación activa de todos los cristianos en la vida de la Iglesia, tendrí­a que alcanzar el sí­nodo una mayor relevancia».

En el sí­nodo diocesano, pues, en principio, dos palabras claves están en juego: sinodalidad y episcopalidad. El Sí­nodo diocesano se ha visto tradicionalmente como una forma cualificada de ejercer su gobierno el obispo diocesano. Más tarde se ha ampliado esta realidad de experiencia sinodal, como experiencia de totalidad del Pueblo de Dios. Entre estos dos extremos (obispo-pueblo de Dios) ha basculado el sentido de la experiencia sinodal. Ambos no pueden yuxtaponerse ni mucho menos ignorarse. ¿Cómo articularlos?
Tal vez, el primer paso, sea clarificar su sentido. Comenzamos por el tema de la sinodalidad episcopal.

¿Qué es la sinodalidad episcopal? El Concilio Vaticano II no lo ha desarrollado. Dicho Concilio habla de colegialidad («collegialis») pero ésta no se identifica sin más con sinodalidad ni la agota.

Sinodalidad tampoco se identifica sin más con «Communio», que es una nota englobante de toda la Iglesia, ya que ésta es communio cum Deo et hominibus y communio ecclesiarum. La sinodalidad es la expresión institucional de esta communio. Desde luego la sinodalidad no se corresponde con fórmulas o criterios polí­tico-sociales de signo totalitarista, o monárquico, o democrático o de autogestión. La sinodalidad episcopal hunde sus raí­ces en el sacramento del Orden episcopal y como tal no es delegada o avalada ni por la sociedad ni por el Estado.

La sinodalidad es, por ello, una dimensión esencial del ministerio episcopal, como expresión teológica y modalidad jurisdiccional de la unidad de los obispos dentro de la communio ecclesiarum, aun cuando cada obispo, en su diócesis, posea el poder sacramental y de jurisdicción plenos.

El sí­nodo diocesano, esta vez en palabras de E. Bueno de la Fuente, «no es más que una expresión solemne y privilegiada del ejercicio del ministerio pastoral del obispo, realizado en el seno de la vida concreta de su Iglesia y en diálogo vivo con todos los bautizados».

Una conclusión se impone: el sí­nodo diocesano encuentra su carta de naturaleza como experiencia de sinodalidad episcopal (sacramental y jurí­dica), y por ello eclesial. Hoy, el sí­nodo diocesano implica a todo el Pueblo de Dios. Y la pregunta que tenemos que hacer, para seguir avanzando, es ésta:

¿En qué medida cabe hablar de sinodalidad (sacramental y jurí­dica), con participación de los laicos, religiosos y presbí­teros, en la Iglesia particular?
En cuanto a los presbí­teros, participan de esa sinodalidad, propiamente hablando, por la participación en la plenitud del ordo episcopalis y en la communio hierarchica con el obispo. La Iglesia universal se realiza en la Iglesia particular. En ella es esencial la existencia del ministerio episcopal como sello de apostolicidad y de comunión intereclesial. Este ministerio («episkope») lo ejerce el obispo con su presbiterio. Obispos y presbí­teros forman una unidad sacramental y, por ello, una misma misión en una Iglesia particular, aun cuando los presbí­teros gozan de una relativa autonomí­a propia, en cuanto representan personalmente a Cristo en la celebración sacramental. Con todo, los presbí­teros encuentran sentido a su ser y ministerio en cuanto colaboran estrechamente con el obispo diocesano en el oficio sacramental y pastoral y en la misma misión (teológico-jurí­dica). Los primeros implicados en un sí­nodo diocesano, no sólo por motivaciones pastorales sino teológicas de fondo, son los propios presbí­teros de esa misma Iglesia particular.

Obispo, Eucaristí­a, misión e Iglesia particular son algo así­ como los cuatro puntos cardinales o dimensiones profundas que dan sentido al presbí­tero diocesano y que desarrollan y concretan la riqueza de la ordenación sacerdotal. Participar en la experiencia sinodal para un sacerdote es una forma de renovar su comunión con el obispo, y por ello con toda la Iglesia, y renovar un servicio pastoral a la propia iglesia particular en la que está incardinado.

En cuanto a los laicos, la participación en la sinodalidad diocesana les viene por la misión propia recibida desde el Bautismo y por la participación en la comunión eucarí­stica, que constituye el tejido básico del Pueblo de Dios. A diferencia del presbí­tero no participa de la sinodalidad episcopal (sacramental-jurí­dica) directamente. Para poder participar propiamente en la sinodalidad episcopal debe ser expresamente llamado por el obispo, con una missio canónica.

La participación de los laicos en las actividades de la Iglesia no es una forma de participación especí­fica en el colegio episcopal. Ellos participan «suo modo et pro parte sua» en el munus sacerdotal, magisterial y real de Jesucristo por el Bautismo (LG 31). Pero, dado que la sinodalidad es una expresión de la communio, debe incluir analógicamente el ejercicio de la corresponsabilidad laical. Comunión y corresponsabilidad van unidas. Cada fiel bautizado debe sentirse parte del Pueblo de Dios y llamado a colaborar, según su propia vocación, en la vida y misión de la Iglesia en comunión con otros fieles y al servicio de la misma comunión.

Afirmado lo anterior debe subrayarse que esta participación, en su forma sinodal, por parte del laico, y hablando con propiedad teológica, es «libre y no necesaria», mientras que para el obispo, y por ello para el presbiterio, es «obligatoria y necesaria» porque pertenece sustancialmente al oficio episcopal.

Con lo expresado, no se pretende relegar a los laicos a una especie de fieles de segunda clase o transmitir el mensaje de que ellos no son necesarios en la edificación de la Iglesia particular. Lejos de estas sospechas ya vimos en su momento cómo una de las novedades de la doctrina conciliar del Vaticano II sobre los sí­nodos diocesanos, refrendada por los documentos postsinodales, y consolidada por el Código de Derecho Canónico, es el reconocimiento de su participación en el sí­nodo diocesano. En concreto, desde la comunión para la misión. Porque la teologí­a y espiritualidad laical, en una de sus notas principales, como es oportuno subrayar también para el presbí­tero y los religiosos, es la contextualización en una Iglesia particular y en ámbito socio-cultural determinado. Como acertadamente afirma E.Corecco, «si la Iglesia llama a los laicos a insertarse en las estructuras sinodales diocesanas -como pudiera mañana llamarlo a insertarlo en la escala de Conferencia Episcopal e Iglesia universal- lo hace no sólo por oportunismo democrático sino para subrayar su responsabilidad común respecto a la misión de la Iglesia en el mundo. El lugar especí­fico de la participación sinodal de los presbí­teros es la diócesis en cuanto tal. El lugar especí­fico y eventual de los laicos es la comunión eucarí­stica (celebrada en una Iglesia particular) donde el laico está llamado a construir el tejido básico del Pueblo de Dios».

Dentro de este tema de los laicos y su participación en la Iglesia particular y en la experiencia de sinodalidad e piscopal, están llamados especialmente los movimientos, asociaciones e Institutos Seculares, así­ como la denominada nueva Acción Católica.

En lo referente a los religiosos, su presencia-integración en la Iglesia particular, y por lo mismo en la participación en la sinodalidad episcopal, desde su carisma de especial consagración, encuentra su eje vertebrador en la comunión para la misión. Como veremos en el apartado siguiente, la misión, que tiene su raí­z en la comunión, es única en la Iglesia particular. En ese marco eclesial concreto, toda opción apostólica y todo carisma o vocación se ejerce en, desde y para una Iglesia particular. Es como la condición eclesializadora indispensable para afirmar la legitimidad y calidad eclesial o apostólica de las acciones derivadas de los carismas. Ciñéndonos a la vida de especial consagración, desde la comunión, y dentro de la Iglesia particular, debe ser «experta en comunión» (RPH, 24), profeta y fermento de comunión en el seno de la plenitud católica de cada iglesia. Por ello, con relación a la misión, la vida de especial consagración, la sitúa, dentro de la Iglesia particular, más en los aspectos proféticos y carismáticos que institucionales. Sin olvidar que la vida de especial consagración permite disponer a la Iglesia particular de un «medio privilegiado de evangelización eficaz» (EN 69). Esta reafirmación de la identidad misionera del carisma religioso conlleva una conjugación de las obras institucionales propias con una mayor disponibilidad para las urgencias de la Iglesia, de la universal y de la particular, porque a ambas está destinada su carisma.

¿Qué se aportan, pues, mutuamente Iglesia particular y vida de especial consagración? La Iglesia particular aporta el sentido profundo de comunión, el valor de apostolicidad y la canalización concreta de un carisma -el religioso- que es para toda la Iglesia y de una misión. La Iglesia particular ofrece al carisma consagrado un marco comunional y misionero adecuado para desarrollar y crecer en lo especí­fico de su ser. La vida religiosa aporta a la Iglesia particular el testimonio de una opción radical o preferente por los valores del Reino y el seguimiento de Jesús, la mí­stica de la pobreza-obediencia-virginidad, la plasmación de una vida de fraternidad y la misión en todos los terrenos, sectores y ambientes. Desde estos datos, la inserción del carisma de especial consagración en el Sí­nodo diocesano es una consecuencia lógica de su inserción en la Iglesia particular. Ciertamente, como los laicos, «suo modo et pro parte sua». Y, como los laicos, su participación sinodal y en las actividades de la Iglesia no es una forma de participación «especí­fica» en el colegio episcopal, institucional, sino carismática.

Como resumen de este punto que, sin duda, necesitarí­a mayor ampliación y profundización, de nuevo unas palabras de E. Corecco: «La sinodalidad es una nota esencial de la communio Ecclesiarum. Se expresa de modo pleno y supremo, válido para toda la Iglesia, en la actividad ordinaria o colegial del coetus episcoporum y se realiza con valor vinculante, limitado a una agrupación de iglesias particulares, en los concilios menores (provinciales) y en las conferencias episcopales. A escala de Iglesia particular, la sinodalidad se expresa como participación cualitativamente diferente en la sinodalidad episcopal, por parte de la actividad de los presbí­teros dentro del presbiterio y, sólo como experiencia análoga, por parte de la actividad de los laicos (y de los religiosos) dentro de las estructuras sinodales propias de la comunión eucarí­stica».

Insistamos en que el presbiterio no es algo extrí­nseco a la episkopé, sino prolongación y modo de realización concreto del ministerio episcopal y que, tanto el sacerdocio del obispo como de los presbí­teros, existe, en cierta medida, en función del ministerio común de los bautizados, quienes participan de la misma comunión y misión eclesial.

La participación sinodal, en la Iglesia particular, debe ser expresión de comunión de la sinodalidad episcopal, despertador de carismas y ministerios y signo de compromiso evangelizador.

Asentado teológicamente el primer pilar de la experiencia sinodal, debemos detenernos en su segundo aspecto, unido estrecha y necesariamente al primero: ser signo eficaz de comunión para una misión renovada.

3. Sí­nodo diocesano como signo eficaz de comunión para una misión renovada en la Iglesia particular
Seremos en este punto, si cabe, más breve, por haberse tratado en la palabra clave primera: la Iglesia, misterio de comunión para la misión.

La Iglesia es una realidad profunda y mí­stica de comunión y misión al mismo tiempo (L.G. 1-13). Es la acción de Dios salví­fica en el mundo que hace nuevas todas las cosas, creando fraternidad. Comunión y misión constituyen los dos aspectos fundamentales del misterio de la Iglesia.

La comunión en la Iglesia ofrece dos dimensiones: con el Dios Trino y entre los hombres .

Recuerda R. Blázquez que la comunión de la Iglesia es «abierta» a toda la humanidad, a un verdadero ecumenismo y a la Jerusalén celeste. Es «signo e instrumento de la unión í­ntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG).

La Iglesia es también misión. La misión es una proyección de la comunión. Se ejercita desde, en y para la comunión. Es una misión comunional. Una misión que tiene su origen en el proyecto trinitario de la historia de la salvación, desde la creación a la elección del pueblo, hasta la misión de Jesús y la conciencia misionera de la Iglesia apostólica.

La misión es, además de don, una tarea histórica, contextuada, como diakoní­a de la caridad y diálogo interrelegioso e intercultural. Las mediaciones de la misión son el anuncio (que incluye el kerigma, la doxologí­a y la confesión de fe), unido al compromiso transformador y al testimonio martiri al. Los destinatarios, son todos los hombres y todo hombre. El fin último, la glorificación y el culto a Dios, haciendo que El sea todo en todos. En otras palabras, hacer realidad el señorí­o de Cristo (su Reinado).

El sí­nodo diocesano trata de renovar, para esta sociedad y este tiempo nuestro, la comunión para la misión. Por eso, si se me pide, y ya para finalizar, qué desearí­a como frutos de un sí­nodo, nos atrevemos a sugerir y enumerar los que siguen:

* Anunciar con gozo y vitalidad renovadas a Jesucristo.

* Revivir con una radicalidad nueva las exigencias de nuestro ser y nuestra misión cristiana.

* Habrá que saber revitalizar la audacia de la nueva evangelización, haciendo realidad nuevo ardor, unidos a nuevas expresiones y métodos pastorales.

* Tomar conciencia de que nuestra espiritualidad deberá ser de «la gratuidad» más que de la eficacia.

* Y, junto a todo lo anterior, con realismo y lucidez, potenciar prioridades, arbitrar medios de formación para los agentes de pastoral, actualizar métodos y programaciones, potenciar ámbitos y cauces para la comunicación y la comunión de personas y recursos y, ejercitar formas de corresponsabilidad real. Con una atención personal y personalizada a los agentes cualificados de pastoral.

La celebración del sí­nodo, como experiencia de sinodalidad episcopal y signo eficaz de comunión para la misión renovada, no será sólo un punto de llegada, sino de partida.

Después de lo expuesto, tal vez el mejor fruto de un sí­nodo diocesano sea el carácter permanente de una iglesia con talante sinodal.

BIBL. – RAÚL BEZOSA MARTíNEZ, Para comprender y vivir la Iglesia diocesana, Burgos 1998; lo. Sí­nodo diocesano, Burgos 1997.

Raúl Bezosa Martí­nez

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios «MC», Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización