SUICIDIO

acción de darse voluntariamente la muerte. El s. tiene poca ocurrencia en los textos sagrados. Sobre todo, se mencionan los casos de los guerreros que se matan a sí­ mismos o mueren por medio de un subalterno al que le ordenan los mate ante la inminencia del enemigo.

Saúl en la guerra contra los filisteos, tras ser derrotado y descubierto por los flecheros, en la batalla de Gelboé, se suicidó arrojándose sobre su espada, 1 S 31, 4-5. Abimélek, de la época de los jueces, autoproclamado rey de Siquem, fue herido por una mujer con la muela de un molino y ordenó a su escudero que lo matase, pues era deshonor que dijeran que lo habí­a matado una mujer, Jc 9, 52-54. Simrí­, usurpador del trono de Israel en 885 a. C., acosado por la tropas de Omrí­, incendió su palacio y murió allí­ incinerado, 1 R 16, 18. Un funcionario de los seléucidas se envenenó por honor, Tolomeo, llamado Macrón, 2 M 10, 13. Razí­as, un anciano de Jerusalén, llamado †œPadre de lo judí­os†, en época de los Macabeos, fue perseguido por Nicanor y prefirió darse muerte antes que caer en manos de criminales y sufrir afrentas indignas de su nobleza, 2 M 14, 42-46.

Un caso de s. escaso en las páginas bí­blicas, es de Ajitófel, quien traicionó al rey David y fue consejero de Absalón cuando se rebeló contra su padre. Fracasada la revuelta, Ajitófel se ahorcó, 2 S 17, 23.

En el N. T. sólo se encuentra el caso de Judas Iscariote, uno de los doce apóstoles, el traidor de Jesús, Mt 27, 5. Un intento de s. se cuenta en los Hechos de los Apóstoles. Pablo y Silas fueron puestos presos en Filipos, pero un milagro, un terremoto, hizo que las puertas de la cárcel se abrieran; el guardia, al despertar, pensó que los dos habí­an huido y sacó su espada para darse muerte, pero Pablo se lo impidió, Hch 16, 27-28. Sukí­es, grupo de soldados que apoyó al faraón Sosaq, cuando atacó Palestina y saqueó a Jerusalén y su Templo, en tiempos de del rey Roboam de Judea. No se sabe de los s. más allá de la mención en 2 Cro 12, 3.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(matarse a sí­ mismo).

Es un pecado grave, contra el quinto mandamiento: (Exo 20:13).

– Dios, y solo Dios, da la vida y la muerte, Gen 32:39.

– Hay suicidio fí­sico, psí­quico y espiritual. El peor es el espiritual, cuya muerte produce, no la separación del cuerpo y del alma, sino la separación de la persona de Dios, Gen 2:17. Este suicidio es producido por el pecado, Rom 5:12. Ver “Muerte”, “Pecado”.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

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Privación de la propia vida por cualquier medio y por cualquier motivo. Ordinariamente el suicidio acontece por carencia de razones í­ntimas para vivir o por incapacidad para superar las dificultades o los peligros de la vida.

En sí­ mismo el suicidio es una acción natural, pues el hombre al igual que todos los seres vivos tienen por su misma naturaleza a conservar y prolongar la propia existencia y a evitar la propia destrucción, según el instinto de conservación que, al igual que el de reproducción, el de posesión o el de propia realización, es radical en la naturaleza.

En la ética cristiana, nunca y por ningún motivo está admitido el suicidio directo, ya que se entiende la vida como un don de Dios concedido para ser usado y del que se dará cuenta. Quitarse la vida a si o a los demás va contra la propia esencia del mensaje cristiano. En otras creencias el suicidio se admite como homenaje a Dios (en religiones orientales como el sinthoismo, en sectas mahometanas radicales).

En clave cristiana la idea del suicidio ha evolucionado desde una visión rádicalmente ética, en la que se privaba hasta de sepultura eclesiástica al considerar al suicida un pecador público, a una visión psiquiátrica en la que se supone algún desequilibrio en quien realiza una acción que es la más opuesta a la naturaleza, a la recta razón, al equilibrio personal. Por eso se tiende, salvo clara prueba en contrario, a mirar al suicida como un desequilibrado vital y a orar por él, dejando para el misterio de la conciencia de cada uno la realidad de las razones de su acto y a Dios, Justo Juez, el juicio de sus intenciones y libertad.

En la educación moral y religiosa el suicido, o la simpatí­a hacia el mismo, se deben tratar en el contexto de la vida y con la clara formulación de lo que la vida significa para el creyente: don de Dios, responsabilidad de toda ella incluida la última decisión, comprensión piadosa con los casos de suicidio y suspensión habitual del juicio ético cuando de personas concretas se trata.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. eutanasia, muerte, vida)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Es la muerte que uno se inflige voluntariamente a sí­ mismo debido a un rechazo radical de la vida. Revela una situación de crisis social, pero también ética y religiosa del hombre. La mayor parte de los suicidios obedece actualmente a una restricción patológica de la conciencia psí­quica (depresión), para la que las dificultades, incluso objetivamente no graves, dan la impresión de ser catastróficas.

Esta amenaza de la existencia no puede superarse normalmente sobre la base solamente de la fe, sino que requiere la ayuda de la psicoterapia. Los fuertes condicionamientos propios de nuestra sociedad ponen muchas veces al individuo en la imposibilidad de autorrealizarse. Para quien no sabe captar su relación con el Absoluto, frente al cual toda vida adquiere un significado, la alternativa dramática puede ser la de encontrar la única posibilidad de autoafirmación en el gesto suicida. Esto revela cruelmente nuestro desorden social y crea un profundo sentido de desconcierto. Esta situación es precisamente la que suscita desde un punto de vista teórico el problema del derecho al suicidio, y desde un punto de vista práctico el nacimiento de una serie de movimientos que defienden este derecho (Pellizzaro).

A pesar de las numerosas descripciones literarias que presentan el suicidio como una muerte arrostrada libre y soberanamente, lo cierto es que se trata más bien de la expresión de una profunda desesperación existencial, de una especie de enfermedad del alma, y también con frecuencia de una patologí­a psí­quica. Por eso, mientras que en el plano general y teórico hay que condenar el suicidio, es preciso abstenerse de dar un juicio sobre la persona que lo atenta. El intento de suicidio debe interpretarse muchas veces como signo de un abandono y de una soledad profundamente sufridos, y por tanto como una llamada a la solidaridad del mundo circundante. Es distinta del suicidio la renuncia voluntaria a la vida por amor al prójimo o la exposición a un riesgo calculado de la propia vida, por ejemplo, en zonas castigadas por una epidemia. Esta autodonación es un acto heroico, que trasciende toda valoración moral y que sólo puede comprenderse pensando en el ejemplo de Jesús.

B. Marra

Bibl.: G, Pellizzaro, Suicidio, en NDTM; A. E, Kaufmann, Suicidio, en DSoc, 16281642; E. Rojas, Estudios sobre el suicidio, Salvat, Barcelona 1978; E, Durkheim, El suicidio, Akal, Madrid 1982; El suicidio ~, el derecho a la muerte: número monográfico de Concilium 199 (1985).

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Caracteres actuales del fenómeno.
II. Interpretación de las ciencias positivas:
1. Sociologí­a;
2. Psicologí­a.
III. Enfoque tradicional del problema.
IV. La reflexión ética actual:
1. El problema;
2. Ubicación del tema dentro de la nueva problemática sobre el
derecho a vivir y a morir:
a) El suicidio filosófico,
b) El suicidio por amor,
c) La eutanasia.
V. Perspectivas.

La noticia de una persona conocida que se quita la vida constituye una inquietante pregunta para los que siguen viviendo. ¿Qué sentido tiene ese gesto? ¿De qué motivación ha surgido? ¿Qué mensaje contiene? Casi siempre el suicida logra hacer que surja un sentimiento de profunda inquietud y de culpa en el que sobrevive, porque replantea de modo dramático el problema de la existencia.

Ante tales interrogantes se buscan respuestas, que en parte intentan sondear la misteriosa intimidad de la ví­ctima y en parte tienden a tranquilizarse a sí­ mismo. La filosofí­a y la reflexión ética han expresado tradicionalmente una valoración abstracta del fenómeno, considerándolo desde un punto de vista objetivo como algo moralmente ilí­cito. La aproximación al fenómeno mediante los instrumentos de la psicologí­a y de la sociologí­a desde hace algún tiempo han alterado las respuestas inmediatas, pero también las reflexiones abstractas. Sin embargo, el aspecto que hace hoy más actual el fenómeno del suicidio está estrechamente ligado a las transformaciones culturales relativas al significado de la vida y de la muerte.

La investigación moral en cuanto “re-flexión”, es decir, vuelta sobre la realidad, no puede separarse de los fenómenos sociales y de las interpretaciones culturales de nuestro tiempo, puesto que tales fenómenos cambian la imagen que el hombre tiene de sí­, de sus derechos y deberes, comprendidos los inherentes a la realidad del vivir y del morir. Esto significa que sólo podemos reflexionar de modo válido desde un punto de vista ético, partiendo de la base de un adecuado conocimiento del fenómeno a través de los datos de la ciencia positiva.

I. Caracteres actuales del fenómeno
Puede parecer poco útil una aproximación fenomenológica al suicidio. Este se encuentra tan ligado a factores y elecciones personales, que encuadrarlo en los esquemas de la sociologí­a o de la psicologí­a parece surtir sólo el efecto de una generalización que no puede explicar de ningún modo el drama concreto. En realidad, las indicaciones estadí­sticas no trivializan los dramas particulares en una brutal superposición, sino que los iluminan de modo diverso, ayudando a superar las recriminaciones apresuradas y los prejuicios fáciles.

La fiabilidad de los datos se ha puesto a menudo en discusión: ante todo porque no siempre es fácil establecer si se ha tratado de una desgracia o de un suicidio, especialmente si el difunto no ha dejado comunicaciones escritas que atestiguen su intención de quitarse la vida; pero sobre todo a causa del sentido de culpa y de vergüenza que despierta el suicidio; en efecto, cuanto más cerrada y tradicionalista es una región, tanto más se ocultan los datos sobre el suicidio. Por consiguiente, las estadí­sticas sólo pueden servir en parte, si se las utiliza como términos de confrontación con otras regiones; en cambio conservan validez, incluso en caso de subestimarlas, si se las usa para estudiar el fenómeno dentro de una misma región.

En lo que se refiere al fenómeno a escala mundial, según la estima de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de 1975, se quitarí­an la vida unas mil personas al dí­a y cerca de medio millón al año.

Por encima de los datos particulares y de su consistencia numérica, hay algunas constantes que encontramos en todos los paí­ses occidentales. Por ejemplo, respecto al sexo, son más los hombres que las mujeres los que se suicidan, mientras que son más las mujeres que intentan el suicidio que los hombres. Por orden de edad, aunque hoy la diferencia tiende a reducirse, es más elevado él suicidio entre los ancianos que entre los jóvenes, mientras que el intento de suicidio es más frecuente en los jóvenes con relación a los ancianos. Contrariamente a una opinión según la cual “la miseria protege”, como escribió Durkheim en 1897, el suicidio -observa P. Baudry (Fattori vecchi e fattori nuovi in materia di suicidio, 1929) no es un lujo de las personas ricas o famosas, sino que significa la miseria de los débiles, es decir, de los debilitados. De hecho, en los intentos están sobrerrepresentados los desempleados, los que no tienen profesión y los inválidos; obreros y empleados andan cerca de la media, mientras que los funcionarios y las profesiones liberales están infrarrepresentadas. Hay que notar que no es sólo la pobreza económica lo que es determinante; no se puede, por ejemplo, deducir normas generales del hecho del desempleo o de situaciones de crisis.

Un aspecto decisivo parece ser el aislamiento; pobre o acomodado, es el individuo en estado de soledad el que se suicida. A este propósito otra constante dice que el suicidio es tanto más frecuente cuanto más disminuye la dimensión de la comunidad de residencia. Contrariamente a lo que ocurrí­a en el siglo pasado, el suicidio tiene lugar hoy con mayor frecuencia en el campo que en la ciudad.

Otros factores parecen confirmar la misma constante; ante todo, en lo que atañe a las condiciones de vida, los viudos, los divorciados y los célibes se matan más que los hombres casados del orden de cinco, tres y dos veces. Es además determinante la presencia de niños: al multiplicar las relaciones, constituyen un disuasor contra el suicidio. Finalmente, el tiempo mismo -estaciones o dí­as de la semana- en que tienen lugar los suicidios parece estar determinado por factores de mayor o menor socialización; por ejemplo, están infrarrepresentados los meses de vacaciones y los fines de semana, señal de que un mayor intercambio reduce el estado de aislamiento y la tendencia suicida.

II. Interpretación de las ciencias positivas
1. SOCIOLOGíA. Es útil ver cómo interpretan las teorí­as sociológicas los datos estadí­sticos. En su tiempo Durkheim, en la obra Le suicide (1897), distinguí­a tres tipos de suicidio: suicidio egoí­sta, señal de debilitamiento de los lazos sociales; es decir, al no estar lo bastante vivo el sentimiento de solidaridad, con lo que se debilita la intensidad y la vitalidad de los grupos, se sigue una afirmación excesiva del yo individual. Suicidio altruista, donde el exceso de integración del individuo puede causar la muerte voluntaria, como en el caso de la esposa que sigue la suerte del marido difunto o del anciano que se deja morir. Suicidio anómico: corresponde a momentos de profundo cambio, en los cuales la existencia colectiva se resquebraja en un estado de exacerbación ilimitada de las necesidades. En sustancia, según Durkheim, el suicidio está en relación con el grado de integración social de un determinado grupo o de una sociedad.

Intentando establecer el grado de integración, Gibbs y Martin han modificado la teorí­a de Durkheim en el sentido de la teorí­a de la integración en el status. En la sociedad una persona desempeña roles diversos; cuanto más fuerte es el conflicto que surge entre esos roles en la fase de integración en una imagen de status, tanto más elevada es la probabilidad de un caso de suicidio. Conflictos entre roles, choque entre posiciones diversas, contradictorias y no integrables tienen como efecto favorecer el suicidio.

Mejor que seguir el desarrollo de las varias teorí­as, es preferible reunir algunos datos establecidos. Siguiendo la investigación citada de P. Baudry, el notable aumento del número de suicidios en los jóvenes, su sobrerrepresentación entre las tentativas, lo destacado del í­ndice de suicidio de los ancianos, el carácter desencadenante de dramas familiares (muerte del cónyuge, divorcio, celibato forzoso), todo esto puede comprenderse en función de cambios difí­ciles que es preciso realizar. Se puede pensar que se produce el suicidio cuando el cambio se impone y se lo rechaza: tendrí­amos entonces un mecanismo de fuga; pero también se puede decir que se produce el suicidio para modificar un estado de cosas y acelerar un cambio. Particularmente el suicidio y su intento en los jóvenes pueden prestarse a esta lectura. Del mismo modo, el suicidio del anciano puede entenderse no tanto como la voluntad de acabar, cuanto más bien como una especie de exasperación del estado de muerte social padecido.

Así­ pues, existe una profunda relación entre el yo la sociedad, entre el cuerpo propio y el cuerpo social. “El cuerpo marginado, privado de compromiso social en un intercambio social, afectivo; el cuerpo patológico, es decir, el cuerpo que sufre, constituye una condición de vida insoportable, manifiesta la dificultad de un paso que no puede darse en un marco social. Paradójicamente -pero el suicidio es indudablemente un proceder eminentemente paradójico- es posible que se trate de matarse para conquistar un reconocimiento corporal. Se ve aquí­ la ambivalencia de una práctica que, morbosa en apariencia, quizá sea la expresión interna de un deseo de vivir” (BAUDRY, 29).

2. PSICOLOGíA: Una notable contribución al conocimiento de la realidad del suicidio viene de la psicologí­a. La lectura psicológica del fenómeno parte de la perspectiva subjetiva, del interior de la historia de la persona, y pone ulteriormente en crisis la idea tradicional que no dudaba de la responsabilidad moral del sujeto. Incluso se corre en psiquiatrí­a el riesgo contrario: el de ver el suicidio como una enfermedad fatal, antela cual los motivos que la desencadenan resultan irrelevantes, hasta el punto de descuidarlos en la consideración terapéutica. El gesto suicida serí­a, pues, el “término de una evolución morbosa” (E. Ringel). El descubrimiento de los motivos inconscientes y la posibilidad de sacarlos a la luz por medio del psicoanálisis (Freud, 1916) impide tanto un juicio moral apresurado como una actitud de resignación terapéutica.

Habitualmente el suicidio está motivado como fuga y liberación de un estado de angustia debido a sufrimientos presentes o previstos, como acto de desesperación por una resistencia estimada imposible, como gesto de expiación o como último acto de libertad. Otras veces el suicidio se entiende como gesto agresivo contra personas a las que se está ligado sentimentalmente -como padres, el hijo o hija propios=, presuntos culpables del sufrimiento. Hoy, sobre todo a propósito de los jóvenes o muchachos que se quitan o intentan quitarse la vida, sorprende la poca o nula importancia de los motivos aducidos: una mala nota en el colegio, la primera desilusión amorosa, un reproche de los padres, las dificultades de la vida militar. ¿Es posible que por cosas de tan escasa importancia haya de privarse del don inestimable de la vida?
La perspectiva clí­nico-psicopatológica pone de relieve el verdadero fondo del hecho del suicidio; no se detiene en las motivaciones que el suicida declara, sino que dirige su atención a las causas que dan origen a las tendencias suicidas. El resultado más interesante es que por lo regular el suicida no busca la muerte en cuanto tal, sino la solución de los urgentes problemas de la vida. Según H. Henseler (Psicologib del suicidio, 49), “la autoagresión se inicia cuando se ve amenazada la relación con un objeto que es fuente de desilusión, pero que se vive como irrenunciable. Se trata, pues, no simplemente de un conflicto ligado a la agresión, sino de la salvación de una relación objetual. El furor hay que dirigirlo contra la propia persona de modo que no destruya tal relación”.

Resumiendo, el material de la investigación empí­rica muestra claramente que la representación del hombre que rechaza, con libertad y un lúcido balance, una vida que se le ha vuelto intolerable o carente de sentido, no es verdadera en la mayorí­a de los casos. Los hombres que se arriesgan al suicidio se encuentran normalmente con dificultades externas o internas superiores a la media; están en una situación en laque paradójicamente querrí­an seguir viviendo, pero no pueden hacerlo en las condiciones presentes.

III. Enfoque tradicional del problema
La moral tradicional se ha ocupado del suicidio “directo”, entendido como el acto por el que la persona se da directamente la muerte con libertad y conocimiento de causa.

Si se mira la historia, encontramos una doble valoración del suicidio. Los estoicos formulaban en ciertos casos un juicio positivo; Séneca, por ejemplo, condenaba el suicidio cometido sólo por deseo de morir, mientras que lo aprobaba cuando era un gesto de dignidad y de valor. En cambio, fueron contrarios al suicidio en la antigüedad Platón, que veí­a en él un acto de insubordinación contra la divinidad (Fedón, 6); Aristóteles, que lo consideraba un acto vil, contrario al bien social (Eth. Nic. III, 11; V, 15); los neoplatónicos, que veí­an en el suicidio un impedimento a la plena liberación del alma y al cumplimiento en la vida terrena de la plena explicitación de las posibilidades del hombre.

Pero fue el cristianismo el que formuló de modo claro la condena del suicidio. Para los Padres, la afirmación de que la vida es un don de Dios y el hombre sólo su administrador lleva a la conclusión de que no se puede disponer libremente de ella; el suicidio es siempre un “autohomicidio”. Por otra parte, los Padres refieren numerosos casos de suicidio perpetrados en momentos difí­ciles de la Iglesia para sustraerse a la maldad de los impí­os. El caso de la anciana Apolonia o el de algunos cristianos como Nicomedia, referidos por Eusebio, son tí­picos al respecto. El juicio positivo expresado en tales situaciones ha llevado a alguno a pensar que la Iglesia primitiva equiparó el suicidio religioso con el martirio. En realidad, ese juicio está ligado al hecho de que aquí­ no se trata de una decisión orgullosa sobre la vida propia, sino más bien de un gesto realizado nutu divino, o sea, como respuesta heroica a una inspiración divina en una situación dramática.

San Agustí­n es el que trata más por extenso el tema, partiendo de la idea de que matarse es rechazar el dominio de Dios sobre nuestra existencia, y por tanto malo en todo caso. Agustí­n está al corriente de las excepciones famosas honradas por la Iglesia; pero aunque nosotros no podemos conocer el consejo de Dios, que puede haber llamado a algunas personas con una vocación particular, su comportamiento no constituirá jamás norma para la Iglesia.

Santo Tomás (S. Th., II-II, q. 65, a. 5) funda la ilicitud del suicidio en tres motivos. Ante todo en el hecho de que va contra la ley natural de la autoconservación y del amor de sí­. En segundo lugar en la consideración, derivada de Aristóteles, de que todo hombre es parte de un todo representado por la communitas en que está concretamente insertado; la vida humana tiene, pues, siempre significado y valor para los otros hombres; por lo que el suicidio es iniuria communitati. Últimamente la no licitud del suicidio se funda en el hecho de que el hombre no es el dueño de su vida, por lo que no le corresponde a él decidir sobre su fin. Darse la muerte se convierte entonces en -deserción individual de las tareas que nos esperan y que Dios nos ayuda a cumplir; -en deserción social de los servicios que estamos llamados a prestar a los demás; -en deserción religiosa del cometido que Dios nos ha fijado. Es, pues, un pecado graví­simo contra Dios, la sociedad y contra nosotros mismos.

Este planteamiento quedará sustancialmente inmutado también en la sucesiva exposición de los manuales. La Iglesia se ha expresado siempre de modo severo en este campo, y constantemente ha considerado el suicidio como un pecado particularmente grave, como “un contrasigno de la ausencia de la fe o de la esperanza cristiana” (Pí­o XII, Discorsi e radiomessaggi, Ed. Pol. Vat., Roma 1958, XIX, 774) y como un gesto que “lesiona en el más alto grado el honor del Creador” (GS 27). Además, últimamente la declaración sobre la eutanasia de la Congregación para la doctrina de la fe ha afirmado que “la muerte voluntaria, o sea el suicidio, es inaceptable, al igual que el homicidio” (“AAS” 72 [1980] 545).

Esto explica la severidad de las disposiciones canónicas con los suicidas, a los que se consideraba pecadores públicos, privados por el gesto mismo suicida de pedir perdón a Dios de su pecado. De ahí­ el rechazo de la sepultura eclesiástica, decretada por el Il concilio de Braga (572) y mantenida casi hasta nuestros dí­as (cf CIC de 1917, can. 1240, § 1, 3.°).

El nuevo CIC (1983) no enumera a los suicidas entre los excluidos de la sepultura eclesiástica y de la misa de exequias (cánn. 1184-1185). “El problema de la justificación o de la condena moral del suicida cae fuera del hecho de que se dé una sepultura cristiana a quien se ha quitado la vida. El grado de lucidez y de responsabilidad con que una persona comete suicidio es sumamente diverso de un caso a otro; sin embargo, los que en vida han sido miembros de la Iglesia pueden ahora ser sepultados todos con ritos cristianos. Con todo, serí­a conveniente celebrar estos ritos con una cierta flexibilidad, teniendo en cuenta las ambigüedades inherentes a las varias situaciones” (D. POWER, Riti funebri per i suicidi…, 113).

IV. La reflexión ética actual
1. EL PROBLEMA. En la valoración ética debemos, pues, distinguir más cuidadosamente que en el pasado el plano de la valoración abstracta y el aspecto existencial concreto. Al tratar la problemática del suicidio los argumentos aducidos en favor y en contra permenecen a menudo abstractos e incompletos si no se los amplí­a con los conocimientos de las dimensiones patológicas y trágicas del fenómeno del suicidio. La responsabilidad del sujeto es relativa a su efectiva libertad. Pero la valencia subjetiva del fenómeno no quita que el hombre tenga el derecho y el deber de reflexionar, abstrayendo de las situaciones inmediatas, para preguntarse cómo se puede defender y realizar un determinado valor.

El argumento que la ética cristiana ha mirado siempre como fundamental para negar la licitud moral del suicidio lo ha constituido desde el principio la soberaní­a de Dios, creador y señor de la vida y de la muerte: el hombre es el administrador de su existencia, nunca su dueño, que puede ponerle fin a su antojo. En realidad, la Biblia refiere sin particular condena algunos suicidios, y a veces incluso alabándolos. Saúl y su escudero se traspasan con su propia espada para no caer en manos de los enemigos: 1Sa 31:3-5; Ajitofel se cuelga después del fracaso de su intriga polí­tica: 2Sa 17:23; Sansón hizo que el templo se derrumbara sobre él y los filisteos: Jue 16:23-31; el sacerdote Razis es incluso alabado por haber elegido generosamente morir antes que caer en manos criminales y padecer ultrajes indignos de su cuna: 2Ma 14:37-46. Sin embargo, la tradición judeo-cristiana ha condenado siempre el suicidio como gesto en que el hombre se abroga unilateralmente un poder absoluto, sustrayéndose al diálogo con Dios.

No obstante, el argumento de la soberaní­a de Dios, que parece tan convincente y definitivo, si se lo analiza más a fondo aparece de hecho problemático para fundar un juicio apodí­cticamente negativo sobre el suicidio. Según B. Schüller (La fondazione dei giudizi morali, Cittadella, Así­s 1975, 171ss), cuando se argumenta: Dios es el dueño de la vida y de la muerte, por tanto no el hombre, se habla de Dios y del hombre en términos uní­vocos y no análogos, con la consecuencia de que, sin darse cuenta, se concibe a Dios como un soberano humano. Entre los derechos de un soberano humano y los derechos de los súbditos existe una cierta relación de concurrencia: partiendo de los derechos del soberano se puede deducir inmediatamente qué derechos no tienen los súbditos. Pero la gramática teológica prohibe sacar de ningún predicado de Dios conclusiones directas acerca del comportamiento del hombre. Si hablamos del amor de Dios y de la necesidad de obrar de acuerdo con él, hemos de traducir este compromiso sirviéndonos de las categorí­as humanas de solidaridad, benevolencia, etc. La soberaní­a de Dios es, pues, sólo una instancia dirigida a la responsabilidad del hombre. Por tanto, habrá que concluir que el problema ético no consiste en definir el suicidio como “malum in se”, sino más bien en tomar conciencia del hecho de que el hombre, suscitado como ser creado y libre por Dios, debe administrar responsablemente el bien “vida” puesto en sus manos.

El hecho mismo de fundar la dignidad humana en la relación con Dios, sacando de ahí­ la consecuencia de la ilicitud de disponer de la vida propia, replantea a su vez el interrogante de si es posible sacar inmediatemente de una afirmación teológicosalví­fica principios normativos. Se plantea el problema de si del “sí­” dador de sentido que Dios dirige al hombre es posible deducir la prohibición de quitarse la vida, o si no es cometido del hombre descubrir por sí­ lo que es justo y tiene sentido.

Concluyamos con A. Holderegger (Si ha diritto di scegliersi liberamente la propria morte? 139): “Se podrá decir… que el suicidio se vuelve transgresión culpable en la medida en que es rebeldí­a voluntaria y negación arbitraria del sentido que es fundamento de la libertad humana, aunque luego queda el problema de si en situaciones crí­ticas extremas no se puede devolver la vida al Creador”. O sea, ¿es posible que la muerte sea una desgracia, pero que seguir viviendo en algunas circunstancias sea una desgracia mayor aún? Es ésta una pregunta que la cultura actual hace cada vez más dramática.

2. UBICACIí“N DEL TEMA DENTRO DE LA NUEVA PROBLEMíTICA SOBRE EL DERECHO A VIVIR Y A MORIR. En la edad moderna la realidad de la vida es sustraí­da cada vez más a la consideración meramente biológica y se experimenta como realidad confiada a la responsabilidad del hombre, y por tanto a su libertad. El mismo progreso cientí­fico y técnico, al desmitizar la idea de la absoluta intangibilidad de la vida humana y de su fatalidad mediante la posibilidad de manipularla y de desplazar sus lí­mites naturales, ha acentuado la disponibilidad de la vida humana en orden a la calidad de la misma, pero también en orden a la calidad de la muerte; la vida humana parece ser algo de lo que se puede disponer en principio. En esta situación, “la antigua cuestión ética del derecho al suicidio se ha emancipado de la problemática de los casos lí­mite, y se ha ligado mucho más imperiosamente que antes al problema de si y hasta qué punto es sensato, en caso de limitarse la capacidad de hacer frente a las necesidades fundamentales, seguir con una vida disminuida o que se va extinguiendo” (HOLDEREGGER, o. C., 130).

No se trata ya del problema abstracto formulado por el iluminismo, que consideraba el suicidio como “piedra de toque de la autonomí­a de la libertad”, como posibilidad de “morir libres frente a la muerte”, sino más bien del contraste entre una promesa de vida y una no vida de hecho. ¿Cuántos se sienten hoy a gusto en su piel? Esta situación es la que parece replantear hoy en términos nuevos y dramáticos algunas cuestiones clásicas: el suicidio filosófico, el suicidio por amor, la eutanasia.

a) El suicidio filosófico. Las posibilidades de condicionamiento y de manipulación de que goza nuestra sociedad colocan a menudo al individuo en la imposibilidad de vivir si no es dejando de vivir, o sea, renunciando a ser uno mismo y a ponerse como originalidad. Para una persona que no ha cultivado la relación con el Absoluto, frente al cual toda vida adquiere significado, la alternativa dramática puede ser ver la única posibilidad de ponerse como originalidad en el gesto suicida que se transforma de modo dramático en rechazo del carácter imperioso del condicionamiento. Y quizá sea la intuición de que a menudo el suicida no anda equivocado, porque revela de modo cruel nuestro desorden social, lo que crea una profunda sensación de turbación. Es una pregunta que la cultura actual hace cada vez más dramática y que suscita desde un punto de vista teórico el problema del derecho al suicidio, y desde un punto de vista práctico toda una serie de movimientos que defienden tal derecho.

¿Se le puede pedir a una persona que no ve ya el sentido de la vida que siga viviendo? ¿Se puede deducir del hecho de existir el deber de hacerlo? Ante la invocación del derecho a la muerte, la conciencia cristiana experimenta sin duda una sensación de embarazo y de inquietud; y es cierto que no existe un derecho a la muerte en el sentido de que en otros existirí­a el correspondiente deber de procurarla. Mas ¿cómo negar que para los que actualmente no consiguen ver en su vida una posibilidad de sentido, el suicidio pueda parecer la ví­a más lógica para expresar la propia autonomí­a frente a la falta de sentido y al condicionamiento social, aunque esta elección se produzca por el procedimiento trágico de la renuncia y de la fuga?
b) El suicidio por amor. Si a veces puede considerarse el suicidio la única salida para realizarse uno mismo, en algunas situaciones se ha realizado como único modo de vivir el amor al prójimo. En la fe en Cristo, que se hace solidario del pobre y del oprimido, el creyente comprende que el sufrimiento, la lucha no violenta, la oración tienen un significado y un poder de liberación más fuerte en su debilidad que el medio violento del suicidio. Pero evidentemente no se puede deducir de la fe la absoluta irracionalidad de un comportamiento vivido como deseo de liberación para los otros y como afirmación de la propia fe en el bien.

c) La eutanasia. Hoy, ante la posibilidad de la medicina de prolongar la vida en situaciones de sufrimiento extremo, se habla cada vez más de derecho a morir en paz. Esto no equivale a discutir el valor de la persona moribunda, sino más bien a preguntarse si constituye para ella un valor el seguir viviendo.

La moral tradicional, al aceptar la naturaleza como medium cualificado de la acción de Dios, resolví­a la cuestión con la distinción entre medios ordinarios para conservar la vida (obligatorios) y medios extraordinarios (no obligatorios). Concretamente, el problema nace hoy de no permitir que la naturaleza siga su curso. Se trata entonces de ver cómo dar sentido y verdad a una vida que, en cuanto recibida del amor salví­fico de Dios, conserva siempre un significado, pero que está por determinar concretamente en la situación particular.

La vida del hombre no es un mero acontecimiento fí­sico, sino que adquiere su significado más profundo en cuanto historia de libertad. Si el interés viene dado por la búsqueda de sentido de la vida, no se debe preguntar cuál es el medio que sirve para propugnarla de cualquier modo, sino cuál es el modo de hacerla más significativa, más humana, más vivible en cada momento. Afrontando el problema en esta perspectiva, no hay que juzgar de manera demasiado apresurada en sentido negativo todas las intervenciones que tienen por fin permitir o dar mayor serenidad y libertad, en una palabra, “espacio humano”, al individuo, aunque tuviesen como consecuencia acortar la vida fí­sica del mismo. Es claro que el empleo de fármacos que pueden abreviar la vida no podrá hacerse siguiendo una praxis rutinaria, puesto que ciertas personas pueden soportar más que otras el dolor o conseguir darle un significado más profundo. El verdadero peligro está más bien en el hecho de que esta problemática es afrontada a menudo con criterios utilitaristas e individualistas.

V. Perspectivas
Así­ pues, el problema del suicidio parece plantear de modo dramático el tema de la existencia y de su significado dentro de las coordenadas de posibilidad y de condicionamiento de una sociedad dada. Ante este problema la reflexión filosófica no encuentra argumentos apodí­cticos para condenar siempre y en todo caso un gesto que a veces parece la única posibilidad de escapar a la falta de sentido de una vida que se ha hecho imposible para el sujeto o que, en algunas circunstancias, parece incluso cargarse de significados positivos.

La fe en Dios, señor que da la vida, más que demostración se convierte en llamada a administrar responsablemente el don recibido y a hacer perceptible su significado en cada situación. En el intento de indicar modalidades concretas de ello, es particularmente interesante la intuición citada por santo Tomás, según el cual el suicidio es “iniuria communitati”. De hecho, al determinar los derechos y deberes, nuestra cultura occidental está atenta sobre todo a definir la autonomí­a, la libertad y la dignidad del individuo. En este sentido no se comprende por qué en algunas condiciones o circunstancias (antes recordadas) el hombre no ha de tener derecho a disponer de su vida. En cambio, si, como en la visión de santo Tomás, se considera a todo hombre parte de un único designio salví­fico universal: recuperar este significado social, histórico y solidario de la persona -por el que cada uno, siempre y en cualquier situación, está constitutivamente ligado, como don recibido y ofrecido, a la familia humana entera-, el suicidio se convierte negativamente en el rechazo a cumplir este deber social e histórico, mientras que positivamente constituye un profundo interrogante formulado a nuestra cualidad de vida, que condena a un número cada vez más considerable de personas al aislamiento, a la soledad o, en cualquier caso, a la incapacidad de percibir el sentido mismo de la vida.

La pregunta, falsa y tendenciosa, en labios de Caí­n: “¿Acaso soy el guardián de mi hermano?” parece resultar hoy aceptable y legí­tima en labios del ciudadano de una sociedad impersonal y anónima. En nuestra sociedad el otro es el consumidor, el rival, el término de confrontación, un término de acercamiento insignificante y sin verdadero intercambio. Se ha establecido una distancia entre hombre y hombre que no permite ya percibir el significado de proximidad. Quizá tenemos aquí­, como observa G. Angelini (Non uccidere: Per una rinnovata comprensione del quinto comandamento, en “RTM” 72 [ 1986] 33-45) el interrogante ético más importante de todo el argumento. Ya se ha advertido que el rechazo de la vida o la petición de morir encubre de hecho otra pregunta: la de vivir, o por lo menos la de no dejarle a uno morir, es decir, de no ser abandonado a una muerte vista como una agresión por parte de una potencia hostil y extraña, con la que no tendrí­a sentido alguno luchar. Si no deseo consentir a esa trágica demanda, es preciso que de algún modo me empeñe en atestiguar nuevamente al otro la permanencia de mi presencia, la promesa de vida que tal presencia intenta expresar.

“Ciertamente no se puede olvidar la distancia objetiva que las relaciones sociales introducen entre el individuo y el socio. Pero esa distancia no puede entenderse como si suspendiese la urgencia del imperativo de amar al prójimo, de hacerse prójimo de todo hombre; por tanto, de buscar el bien del otro como si fuese mi propio bien” (ANGELINI, 43-44). Sin embargo, es cierto que los criterios de ese bien no se pueden buscar en la evidencia espontáneamente suscitada de la relación inmediata con el otro, sino que hay que determinarlos mediante una búsqueda refleja y en muchos aspectos compleja, que comprende también momentos de apreciación técnica.

En definitiva, no se trata de decir simplemente no al suicidio, demostrando de modo apodí­ctico su grave negatividad moral, sino de sentar las bases de una superación de ese cansancio generalizado de la vida que llega a la negación de sí­, sobre todo a través de la recuperación de la “projimidad”, que ha de encarnarse en formas concretas de ejercicio, ya sea a nivel estructural, ya interpersonal.

Ciertamente, uno de los grandes campos de intervención es la familia. La actual situación de crisis de muchas familias provoca situaciones de alejamiento y de falta de diálogo entre padres e hijos, que no sólo no ayudan al normal crecimiento psicológico de los últimos, sino que provocan situaciones de soledad afectiva y de inseguridad, con consiguientes repliegues sobre sí­ mismo y la dificultad de establecer relaciones correctas con la realidad circunstante. Si los problemas son más dramáticos en las familias en apuros, también las familias unidas deben hoy reconsiderar su deber respecto a los hijos, sobre todo en lo referente a los valores que se persiguen. El privilegio otorgado generalmente a los valores adquisitivos no es evidentemente a propósito para dar sentido y estabilidad a la vida de muchos chicos; hay que revisar también algunos modelos educativos, preguntándose cuál es el modo más oportuno de formar caracteres fuertes y personas capaces de afrontar las inevitables dificultades de la vida.

Por otra parte, la vivencia de la familia se inserta en la más amplia de la sociedad. Esto nos lleva a una pregunta más seria todaví­a: ¿cuál es la imagen de realización de sí­ y de felicidad que propone nuestra sociedad? El estilo de vida más generalizado se caracteriza por un hedonismo individualista en el que todos los valores humanos son instrumentalí­zados y mercantilizados. En este clima nada tiene sentido; mas un mundo sin significado sólo puede vivirlo un hombre sin significado. Si se estima que la vida sólo tiene sentido cuando es plena, realizada y ‘sin sufrimientos, puede parecer irrazonable seguir viviendo cuando hace acto de presencia el sufrimiento, la humillación y el fracaso. Sólo la percepción de los valores fundamentales para el sentido de la vida puede darle al hombre la fuerza de soportar también las pruebas más dramáticas. Se puede entonces afirmar que la prevención más eficaz del suicidio es de orden moral y religioso.

Mas si partimos de la tesis de que nuestra vida proviene de Dios, que le da un sentido, subsiste, según se ha visto, la pregunta: ¿Cómo ve todo esto el individuo en lo concreto de su existencia? Se abre aquí­ una ingente tarea ética, porque de hecho somos acompañados tanto en la percepción de los valores como en ser pesimistas u optimistas frente a cuanto nos espera, igual que somos también educados en un cierto modo de entender la vida y su realización, precisamente por la familia, la escuela, la sociedad, por todo hombre que se convierte en compañero de viaje de nuestra existencia.

[l Corporeidad; l Eutanasia; l Salud, enfermedad, muerte].

BIBL.: AA.VV., todo el fascí­culo de “Con” 199 (1985): El suicidio y el derecho a la muerte (en particular: BAUDRY P., Nuevos datos sobre el suicidio, 315-326; ID, Sociologí­a del suicidio a partir de Durkheim a nuestros dí­as, 327-338; HENSEUR H., Psicologí­a del suicidio, 339-348; BLAZQUEz N., La moral tradicional de la Iglesia sobre el suicidio, 387-400; POWER D., Las exequias por un suicida y su desarrollo litúrgico, 401-410; JOSSUA J.-P., “La vida no tiene ya sentido para mí­”; 411 -422; HOLDEREGGER A., ¿Existe un derecho a elegir libremente la muerte?, 423434); DURKHEIM E., El suicidio, Akal, Torrejón de Ardoz 1982; ELIZARI F.L, El suicidio. Aproximación moral, en “Iglesia Viva” 125 (1986) 439-455; ESTRUCH J. y CARDGS C., Los suicidios, Herder, Barcelona 1982; FRANCESCD A., Psicodinamica della colpa e del suicidio, Lalli, Siena 1985; HOLDEREGGERA., Suicidio, Cittadella, Así­s 1979; KAUFMANN A.E, Suicidio, en Diccionario de sociologí­a, Paulinas, Madrid 1986, 16281642; LóPEz AZPITARTE E., El suicidio y la ofrenda de la propia vida, en “Razón y Fe” 221 (1990) 589-599; MATHIS P., Percorsi del suicidio. II corpo e la scritto, Sugarco, Milán 1979; ROJAS E., Estudios sobre el suicidio, Salvat, Barcelona 1978; STENGEL E., Suicidio e il tentato suicidio, Feltrinelli, Milán 1977.

G. Pellizzaro

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral

A través de los diferentes tiempos y culturas se ha podido ver variadas y agudamente conflictivas actitudes hacia el felo de se (cf. in loco HERE). Aunque no hay ninguna prohibición explícita contra el suicidio tanto en el AT (cf. los casos de Aitopel, Zimri, Sansón, Saúl, y Abimelec) como en el NT (no obstante, se han deducido implicaciones prohibitivas de Ro. 14:7–9; 1 Co. 6:19; Ef. 5:29), el judaísmo y el cristianismo se han opuesto firmemente a la práctica. Los Padres de la iglesia permitieron el tomar uno su propia vida bajo circunstancias muy estrictas, pero Agustín negó su legitimidad no importando las circunstancias, argumentando que excluye la posibilidad del arrepentimiento y que, como una especie de asesinato, viola el sexto mandamiento. Su posición fue adoptada por Tomás de Aquino, quién sostuvo que el suicidio era (1) «no-natural», contrario al amor que todo hombre debe tener hacia sí mismo; (2) una ofensa contra la comunidad; (3) una usurpación del poder de Dios para «matar y dar vida». Así, tradicionalmente, teólogos católico-romanos y protestantes han concordado en que Dios ha «fijado su canon contra el suicidio», aunque hoy en día se pone más énfasis en el factor mitigante de posible psicopatía.

Además, hoy en día, la eutanasia voluntaria, que es claramente una forma de suicidio, encuentra apoyo entre el clero protestante. Los problemas morales en juego se discuten por Willard L. Sperry, The Ethical Basis of Medical Practice. Joseph Fletcher, en su libro, Morals and Medicine, defiende vigorosamente la eutanasia voluntaria.

Vernon C. Grounds

HERE Hastings’ Encyclopaedia of Religion and Ethics

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (587). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Contenido

  • 1 Concepto y división
  • 2 Moralidad
    • 2.1 El suicidio directo y definitivo
    • 2.2 El suicidio positivo e indirecto
    • 2.3 El suicidio negativo y directo
    • 2.4 El suicidio negativo e indirecto
    • 2.5 Aplicación de los principios
  • 3 Frecuencia del suicidio; causas principales

Concepto y división

El suicidio es el acto en el cual uno mismo causa su propia muerte, sea destruyendo definitivamente la propia vida —por ejemplo, ocasionándose una herida mortal—, u omitiendo hacer lo necesario para escapar de la muerte —como por ejemplo rehusar abandonar una casa en llamas—. Por tanto, desde un punto de vista moral debemos tratar no sólo la prohibición del suicidio definitivo, sino también la obligación que le incumbe al hombre de preservar su vida.

El suicidio es directo cuando una persona tiene la intención de causar su propia muerte, ya como fin, ya como medio para lograr otro fin, como cuando un hombre se suicida para escapar condenas, vergüenza, ruina, etcétera. Es indirecto —aunque normalmente no se llame por este nombre— cuando la persona no lo desea, ya como fin o como medio; no obstante, comete un acto que de hecho provoca la muerte, como cuando se consagra al cuidado de los aquejados de la peste y sabe que sucumbirá en la tarea.

Moralidad

La enseñanza de la Iglesia católica sobre la moralidad del suicidio puede resumirse como sigue:

El suicidio directo y definitivo

El suicidio definitivo y directo perpetrado sin el consentimiento de Dios constituye siempre una injusticia grave para con Él. Destruir una cosa es deshacerse de ella como amo absoluto y actuar como alguien que posee dominio total e independiente sobre ella; mas el hombre no posee este dominio total e independiente sobre su vida, ya que el dueño debe ser superior a su propiedad. Dios se ha reservado la potestad directa sobre la vida; Él es dueño de su sustancia y le ha dado al hombre sólo el dominio práctico, el derecho de uso, con el cometido de proteger y preservar dicha sustancia, esto es, la vida misma. Por consiguiente, el suicidio es una tentativa contra la autoridad y el derecho de propiedad del Creador. A esta injusticia se añade una ofensa grave contra la caridad que el hombre se debe a sí mismo, ya que por su acción se priva del máximo bien que posee y de la posibilidad de alcanzar su fin último. Además, la gravedad del pecado empeora si al quitarse la vida se eluden las obligaciones existentes de la justicia o los actos de caridad, que podía y debía cumplir, tales como la piedad conyugal, paternal o filial. Que el suicidio es ilícito es la enseñanza de la Sagrada Escritura y de la Iglesia, la cual condena el acto como el crimen más atroz y, por el odio que le tiene y para suscitar el horror en sus hijos, le niega al suicida el sepelio cristiano. (Actualmente esto ha sido cambiado y si se le da sepultura cristiana por lo que nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica en el numero 2283; “No se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por vías que él solo conoce la ocasión de un arrepentimiento saludable. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida.”) Por otro lado, el suicidio se opone directamente a la tendencia más poderosa e invencible de toda criatura, especialmente del hombre: la conservación de la vida. Finalmente, para que un hombre sensato se quite deliberadamente la propia vida, debe primero, como regla general, haber aniquilado en sí mismo todos los goces de la vida espiritual, puesto que el suicidio está en total oposición a todo lo que nos enseña la religión cristiana sobre el fin y el objeto de la vida y, salvo en casos de locura, es la conclusión natural de una vida desordenada, débil y cobarde.

La razón que hemos presentado para probar la malicia del suicidio, a saber, el derecho y el dominio de Dios, justifica asimismo la modificación del principio general: como Dios es señor de nuestra existencia, Él puede con su propio consentimiento eliminar del suicidio todo lo que constituya su desorden. De este modo justifican algunas autoridades la conducta de ciertos santos, quienes, impelidos por el deseo del martirio y especialmente por el deseo de proteger su castidad, no esperaron que el verdugo los ejecutara, sino que de una manera u otra lo buscaron en sí mismos; no obstante, la voluntad divina debería manifestarse claramente en cada caso particular.

Se ha formulado la pregunta: ¿puede suicidarse un condenado si se lo ordena el juez? Algunos autores responden esta pregunta afirmativamente y basan su argumento en la facultad de la sociedad para castigar a ciertos malhechores con la muerte y de encargar el trabajo de verdugo a cualquiera; por consiguiente, también el malhechor puede llevar a cabo la sentencia. Nosotros compartimos la opinión más ampliamente aceptada, a saber, que esta práctica, frecuente en algunos países del Este, no es lícita. La justicia vengativa —y, en realidad, toda justicia— requiere una distinción entre el sujeto de derechos y el de deberes; en el caso presente, entre el que castiga y el castigado. Finalmente, el mismo principio que prohibe a uno ocasionar su propia muerte también le prohibe aconsejar, mandar u ordenar —con la intención directa de suicidio— que otro le ejecute.

El suicidio positivo e indirecto

El suicidio positivo pero indirecto cometido sin el consentimiento divino también es ilícito, a menos que, bien mirado, exista razón suficiente para hacer lo que traiga como resultado la muerte. De ahí que no sea pecado, sino un acto de virtud exaltada, el viajar a tierras salvajes para predicar el Evangelio o acudir a la cabecera de los aquejados por la peste y atenderlos, aun cuando los que eso hacen prevén la posibilidad de una muerte pronta e inevitable; tampoco es pecado que los obreros, en cumplimiento de sus deberes, suban a los tejados y a los edificios y se expongan con ello a la muerte, etcétera. Todo esto es lícito precisamente porque el acto mismo es bueno y recto, pues, al menos en teoría, las personas ya aludidas no persiguen, ni como fin ni como medio, el resultado funesto, es decir, la muerte; y, además, si resultase un mal, sería compensado en gran parte por el efecto bueno y provechoso que buscan. Por otro lado, es pecado exponerse al peligro de muerte para dar prueba de valor, para ganar una apuesta, etcétera, porque en todos estos casos el fin no compensa de ninguna forma el peligro de muerte que se corre. Para juzgar si existe o no razón suficiente para una acción a la que aparentemente le seguirá la muerte, deben considerarse todas las circunstancias, esto es, la importancia del resultado benéfico, la mayor o menor certeza de que se logrará, el mayor o menor peligro de muerte, etcétera, problemas que en un caso específico pueden ser difíciles de resolver.

El suicidio negativo y directo

El suicidio negativo y directo sin el consentimiento de Dios constituye el mismo pecado que el suicidio positivo. De hecho, el hombre tiene sobre su vida únicamente el derecho de uso con las obligaciones correspondientes de preservar el objeto del dominio de Dios: la sustancia de su vida. Por consiguiente, obviamente falla en esta obligación de usufructuario quien descuida los medios necesarios para la preservación de la vida, esto con la intención de destruirla, y, por tanto, viola los derechos de Dios.

El suicidio negativo e indirecto

El suicidio negativo e indirecto sin el consentimiento de Dios también es una tentativa contra los derechos del Creador y una injusticia para con Él cuando se descuidan sin causa suficiente todos los medios de conservación que se deberían utilizar. Si una persona como usufructuaria está obligada en justicia a preservar su vida, es lógico que está igualmente obligada a hacer uso de todos los medios ordinarios que se imponen en circunstancias normales, esto es:

debería emplear todos los medios ordinarios que la naturaleza misma facilita, tales como comer, beber, dormir y así sucesivamente;

además, debería evitar todos los peligros que pueden evitarse fácilmente; por ejemplo, huir de una casa en llamas, huir de un animal enfurecido cuando puede hacerse sin dificultad.

De hecho, descuidar los medios ordinarios para la preservación de la vida equivale a suicidarse, mas lo mismo no puede decirse con respecto a los medios extraordinarios. Así, los teólogos enseñan que para preservar la vida uno no está obligado a emplear remedios que, teniendo en cuenta la salud propia, se consideran como extraordinarios y suponen gastos extraordinarios; no hay obligación de someterse a operaciones quirúrgicas muy penosas ni a amputaciones considerables ni viajar al exilio para buscar un clima más benéfico, etcétera. Si hacemos una comparación, el arrendatario de una casa está obligado a cuidar de ella como conviene a un buen padre de familia, a utilizar los medios ordinarios para la conservación de la propiedad, por ejemplo, extinguir un fuego que sea fácil de extinguir, etcétera; pero no está obligado a emplear medios considerados extraordinarios, tales como procurar las últimas novedades que haya producido la ciencia para prevenir o extinguir un incendio.

Aplicación de los principios

Los principios esbozados en las cuatro proposiciones o divisiones dadas arriba deberían servir para la solución de casos particulares; sin embargo, la aplicación puede que no siempre sea fácil, y, de esta manera, una persona puede quitarse la vida mediante un acto objetivamente ilícito y aun así considerarse tolerable y hasta un acto de virtud exaltada.

Podría preguntarse si una persona puede realizar u omitir un acto que pueda dañar su salud y acortar su vida. Aplicando los principios anteriores: antes que nada está claro (por la 1.ª y 3.ª proposición, A y C) que no puede tener como objetivo adelantar la muerte; mas, haciendo a un lado esta hipótesis, puede decirse, por una parte, que exponerse sin razón suficiente a un abreviamiento considerable de la vida constituye un daño grave a los derechos del Creador; y por otro lado, si el peligro de muerte no es inminente, aunque es de temerse que la vida pueda acortarse aún por varios años, no es un pecado grave, sino venial. Este es el caso con el beodo, que por intemperancia causa su muerte prematura.

Nuevamente, debe tenerse en cuenta que, con la adición de un motivo razonable, la acción puede ser totalmente lícita y hasta un acto de virtud; así, el obrero no peca al dedicarse a los trabajos pesados, y los santos realizaron un acto muy meritorio y altamente virtuoso cuando, a fin de vencer sus pasiones, laceraron y torturaron sus cuerpos con penitencia y ayuno, y, con ello, fueron la causa de su muerte prematura.

Frecuencia del suicidio; causas principales

La plaga del suicidio pertenece especialmente al período de la decadencia de las civilizaciones de la antigüedad: griegos, romanos y egipcios. La Edad Media cristiana no conoció esta tendencia morbosa, mas ha vuelto a aparecer en los últimos tiempos, se ha desarrollado constantemente desde el Renacimiento y actualmente ha alcanzado tal intensidad entre las naciones civilizadas que puede considerarse uno de los males especiales de nuestros tiempos.

Este índice de suicidio obviamente incluye suicidios que se pueden atribuir a las enfermedades mentales, pero no podemos aceptar la opinión de un gran número de médicos, moralistas y juristas que, llevados al error por una filosofía errada, establecen como regla general que el suicidio siempre se debe a la demencia, ya que grande es el horror que este acto inspira en todo hombre cuerdo. La Iglesia rechaza esta teoría y, aunque acepta excepciones, considera que dichos desgraciados que intentan suicidarse, impelidos por la desesperación o la ira, a menudo actúan por malicia o cobardía culpable. De hecho, la desesperación y la ira no son generalmente movimientos del alma imposibles de resistir, especialmente si uno no descuida la ayuda que ofrece la religión, la confianza en Dios, la creencia en la inmortalidad del alma y en la vida futura de recompensas y castigos.

Se han presentado muchas y variadas razones para explicar el alto índice de suicidio, pero es más correcto decir que no depende de una causa particular, antes bien, en un conjunto de factores, tales como la situación social y económica, la miseria de un gran número, una búsqueda más febril de lo que se considera la felicidad y que a menudo termina en crueles decepciones, la cada vez más refinada búsqueda del placer, un estímulo más precoz e intenso de la vida sexual, el agotamiento intelectual, la influencia de los medios de comunicación y de las noticias sensacionalistas que provee a diario a sus lectores, las influencias de la herencia, los estragos del alcoholismo, etcétera. Pero es innegable que el factor religioso es muchísimo más importante, pues el aumento en los suicidios guarda relación con la descristianización de una nación.

Francia representa un ejemplo penoso paralelo a la descristianización sistemática; el número de suicidios por cada 100 000 aumentó de 8.32 en 1852 a 29 en 1900. La razón es obvia. La religión por sí sola, y especialmente la religión católica, nos instruye con respecto al seguro destino de la vida y de la importancia de la muerte; ella sola proporciona una solución al enigma del sufrimiento, ya que presenta al hombre viviendo en el exilio y al sufrimiento como el medio para conseguir la gloria y la felicidad de una vida futura. Por sus doctrinas de la eficacia del arrepentimiento y la práctica de la confesión, alivia el sufrimiento moral del hombre; prohibe y previene en gran medida los desórdenes de la vida; en pocas palabras, es de una naturaleza que previene las causas que se calculan impelen al hombre a la acción extrema.

Obras generales de teología y de filosofía moral, especialmente en referencia a los principios, la frecuencia y las causas del suicidio: WALTER in Staatslexikon (2.ª ed., Friburgo, 1903), s.v. Selbstmord; MASARYK, Der Selbstmord als sociale Massenerscheinung der modernen Civilisation (Viena, 1881); MORSELLI, Suicide, International Scientific Series (Nueva York, 1882); BAILEY, Modern Social Conditions (Nueva York, 1906); SCHNAPPER-ARNDT, Socialstatistik (Leipzig, 1906); KROSE, Des Selbstmord im 19en Jahrhundert (Friburgo, 1906); NIEUWBARN, Beknopt kerkelyk Handwoordenboek (Tilburgo, 1910); JACQUART, Essais de statistique morale: I, Le Suicide (Bruselas, 1908).

A. VANDER HEEREN
Transcrito por Tomas Hancil
Traducción de Manuel Rodríguez Rmz.

Fuente: Enciclopedia Católica