TEOLOGIA ESPIRITUAL

Como nueva rama de la teologí­a hace su aparición entre los años 192O-1930, cuando se le reconocen algunas formulaciones en los manuales; pero serí­a una limitación reducir la teologí­a espiritual a esta expresión histórica.

La expresión manualista recoge y sedimenta todo un amplio interés, que desde los últimos años del siglo XIX y durante toda la primera parte del siglo xx ha constituido la propuesta especí­fica de una nueva metodologí­a para conocer el objeto de la teologí­a, entendida como inteligencia crí­tica de la fe. Junto a la influencia mí­stica de finales del siglo pasado hay – que recordar también un paso institucional, la constitución Deus scierztiarum Domirzus, de pí­o XI, con la que se instituí­a una cátedra especial en las facultades teológicas, en donde llegara a constituirse una confrontación más estrecha e inmediata con la teologí­a moral.

El problema primero y fundamental que se planteaba y se plantea a la teologí­a espiritual es el de la mí­stica y más prácticamente el de la llamada del cristiano a la vida mí­stica. En el término mismo de teologí­a espiritual se renuevan las instancias que consideran la vida cristiana como vida espiritual, en í­ntima conexión entre la ascética y la mí­stica, que en los manuales conocerán dos direcciones distintas, así­ como también dos cátedras separadas en las facultades de teologí­a. Estas instancias se fueron sedimentando a partir de 1919 en la revista de los dominicos “Révue d’ Ascétique et Mystique”, que representan también dos orientaciones distintas y dos hermenéuticas diferenciadas. En efecto, la primera orientación atendió a los elementos especulativo-deductivos, mientras que la segunda destaca la realidad de la vida cristiana a través de sus expresiones fenomenológicas, produciendo una orientación metodológica de notable confluencia con las ciencias histórico-empí­ricas, especialmente la psicologí­a.

HoV se reconoce que la teologí­a espiritual desempeña una tarea ardua dentro de la teologí­a, una especie de tensión hacia una visión sintética del objeto mismo de la teologí­a. En esta dirección, el conocido manual de J. Heerinckx (Turí­n-Roma 1931), lo mismo que los que le siguieron, no agotan su reflexión en propuestas meramente metodológicas, sino que ensanchan la perspectiva de la teologí­a mucho más allá de la descripción del camino de la perfección concretado en ” grados ” o “senderos”, hasta el intento de plantear y resolver los problemas de la “espiritualidad”. Este último problema introduce en la teologí­a espiritual el discurso sobre los ” estados de perfección”, acompañado a menudos de itinerarios propios que se configuran históricamente como ” experiencias espirituales “, y de diversas reflexiones metodológicas y fenoménicas. De esta forma se ve dérrotada por la propia historia la pretensión de cualquiera de estas experiencias particulares de presentarse como “la experiencia cristiana en sentido absoluto “. tentación decantada por la historia de la espiritualidad, en cuyo interior cualquier experiencia expresa simplemente una función, un acento, una metodologí­a. Recientemente se ha insistido mucho precisamente en estos aspectos historiográficos de la teologí­a espiritual, que gradualmente ha ido rompiendo sus confines con la historia de la espiritualidad, hasta llegar a presentarse como comprensión genérica del fenómeno espiritual en su dimensión metapsí­quica y mí­stica. La teologí­a espiritual y la historia de la espiritualidad son disciplinas todaví­a jóvenes e inciertas dentro de unas metodologí­as recortadas que requieren un lúcido intento capaz de proponerlas como ” espacio cientí­fico” dentro del concierto teológico en su totalidad.
G. Bove

Bibl.: G. Dumeige, Historia de la espiritualidad, en NDE, 613-637; G. Moioli, Teologí­a espiritual, en NDE, 1349-1358; Ch. Bernard, Teologí­a espiritual, Atenas, Madrid 1994. T Goffi – B, Secondin, Problemas y perspectivas de espiritualidad, Sí­gueme, ‘Salamanca 1986.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. La historia de la teologí­a, premisa para comprender el problema real de la teologí­a espiritual – II. El episodio reciente de la teologí­a espiritual – III. Los problemas y contenidos fundamentales de la “nueva” enseñanza y del nuevo manual – IV. Conclusión: la “teologí­a espiritual” como problema de la teologí­a – V. En el ámbito de la teologí­a espiritual: los grados o las ví­as; los estados de vida, las “espiritualidades”.

I. La historia de la teologí­a, premisa para comprender el problema real de la teologí­a espiritual
Creemos que una presentación objetiva de la teologí­a espiritual no puede limitarse a asumir como punto de referencia el “manual de teologí­a espiritual” aparecido entre los años 1920-1930. La perspectiva de este “manual” resulta estrecha por partida doble: en relación con sus antecedentes, interesantes y complejos, y en relación con la discusión que rodeó su aparición y establecimiento, discusión que, en resumidas cuentas, es sólo un aspecto de otra más amplia sobre la naturaleza de la teologí­a.

Así­ pues, el marco adecuado para comprender el proceso de la aparición de esta “nueva” rama teológica y de su respectivo manual debe ser el conjunto de la historia de la teologí­a, a partir justamente del punto en que, despegándose del cuadro de la llamada teologí­a monástica, comienza a constituirse en momento de comprensión crí­tica, y no puramente contemplativa, de la fe revelada u objetiva, es decir, de la “página” bí­blica. Nos encontramos exactamente en los ss. XII-XIII.

Surgí­a un problema nuevo, el de la relación entre fe y comprensión crí­tica de la fe por parte del creyente, pues el modelo epistemológico en uso para comprender o para leer las Escrituras consistí­a en seguir los “cuatro sentidos”, dispuestos en sucesión jerárquica: desde el sentido literal (= littera) al sentido analógico (= analogí­a: la unidad y la analogí­a de ambos testamentos hace posible una comprensión-iluminación recí­proca de la realidad que indica la littera), pasando luego al sentido tropológico (la normatividad de la historia salví­fica, comprendida analógicamente, permite la aplicación moral al comportamiento del cristiano) y al sentido anagógico (la historia de la salvación como historia de comunión con Dios debe transformarse en historia de cada alma. la cual, viviendo la comunión con Dios en este mundo, realiza, ciertamente, la tendencia a la vida eterna. Es su retorno a la “imagen”).

La novedad de este problema de la comprensión crí­tica (la “quaestio”) residí­a también en que revelaba una actitud espiritual que se justificaba por sí­ sola ante la exigencia de mostrar si era compatible con la fe y si no se reducí­a a una “curiositas” racionalista, a una “vana exquisitio” o a una “vana scientia”. Nací­a de esta forma una primera tensión fundamental, que debe entenderse como tensión propia de la “ciencia de la fe” y que, si al principio crea oposición entre los monjes y los “maestros”, luego hace que los nuevos “maestros” se enfrenten dialécticamente entre sí­ (basta pensar en Buenaventura y en Tomás como máxima expresión de este enfrentamiento), originándose con ello una literatura que o bien impugna la teologí­a de las escuelas o se coloca voluntariamente al margen de la misma, prefiriendo la “scientia” nacida de la “experientia”, la cual nunca es “vana” debido a su relación con la apropiación real y personal de la verdad y, por tanto, con la apropiación de la salvación.

Esta literatura contiene un discurso profundo e incisivo muy superior a una pura disputa académica; por ello, en nuestra opinión, resulta crucial para comprender la historia espiritual del mundo cristiano hasta el s. xvn, todo él comprendido. Pues, desde una perspectiva particular, está en juego el problema de la naturaleza de la fe, es decir, el problema de ese “saber”, del todo tí­pico y complejo, propio de la fe. Saber que no puede en absoluto reducirse a una “exquisitio” y que, por lo mismo, permite preguntar si en su interior deja espacio, y cuánto, para una búsqueda, para una pregunta crí­tica, es decir, para la “ratio”.

La historia del progresivo empobrecimiento y esterilización de la teologí­a propiamente dicha (por obra del nominalismo primero y del iluminismo después), así­ como la historia de la progresiva “psicologización” de la mentalidad y literatura “espiritual” (con posterioridad a los grandes fenómenos de ruptura con la ortodoxia católica: los movimientos de “libertad” de los ss. xiii-xiv, la reforma, el jansenismo), se han descrito e interpretado frecuentes veces. Pero, a nuestro entender, en estos trabajos se ha subrayado bien poco que esta “teologí­a”, por seguir una “inquisitio” diversamente desligada de la referencia explí­cita a la revelación bí­blica, circunscribe su ámbito a la objetividad cristiana, o sea a la fe (y a cuanto se le une en el plano operativo, jurí­dico, etc.) en su vertiente objetiva, sin tener debidamente en cuenta la realidad misma de la fe precisamente en cuanto que ésta vive y se apropia el conjunto de los valores cristianos.

Cuanto acabamos de decir no se da, ciertamente, en todos los teólogos, como tampoco en todos los llamados autores espirituales, entre los cuales no faltan quienes buscaron un enlace entre lo vivido, lo experimentado y la “teologí­a escolástica” (piénsese en Ruysbroeck y en Juan de la Cruz).

Pero, en su conjunto, sí­ que se da como tendencia, lo cual se hace bien evidente cuando la teologí­a, desde la controversia, emerge como “dogmática” y cuando, bajo un impulso cultural realmente racionalista e iluminista, juzga a sabiendas que no es tarea suya ocuparse de la experiencia o de la fe en cuanto vivida, a no ser que se haga una reducción “a los principios”, es decir, al dato dogmático. Es aquí­ cuando la separación o “divorcio” entre teologí­a y espiritualidad aparece ya increí­blemente confirmado; y no porque la teologí­a se hubiera afirmado como inteligencia crí­tica de la fe y la llamada espiritualidad no, sino porque la teologí­a habí­a restringido injustamente el campo de la fe-que-creer a la sola vertiente objetiva, olvidando que la totalidad de la fe la constituye la objetividad cristiana vivida.

Así­ que, si hay que decir, por una parte, que la contestación monástica dirigida a la teologí­a crí­tica es injustificada por no comprender la legitimidad deésta y su valor propio, enraizado en la naturaleza misma de la fe, por otra, se debe añadir que, desde nuestro punto de vista, el error de la teologí­a ha estado históricamente en no haber asumido en su integridad el dato-que-comprender. De suerte que lo que habrí­a que reprochar a la teologí­a cientí­fica (tal y como ha venido configurándose históricamente) no es tanto haber abandonado de hecho la figura monástica del “saber” de la fe, cuanto no haber comprendido que, en resumidas cuentas, lo que quizá querí­a aquella figura era sobre todo establecer, o al menos unificar, el objeto-que-comprender; siquiera en la medida en que el plexo “letra-analogí­a-tropologí­a” podí­a tener como fin la anagogí­a y ser asumido en ella.

Nos parece que éste es (esquemáticamente, claro) el cuadro general que, sin ser su determinante inmediato, por lo menos hace de trasfondo a la aparición del interés teológico por una “teologí­a espiritual” en los últimos años del s. xix y en los primeros cincuenta del s. xx. Creemos que sólo si se tiene presente esto como situación objetiva, profunda y real de la teologí­a a partir de la toma de conciencia explí­cita por parte de los teólogos -y no como pura situación sectorial y ocasional-, se puede comprender la trayectoria de la “curva” no sólo del manual, sino también de la propuesta de una teologí­a espiritual especí­fica. Pues nos parece indudable que el sentido de esta curva no persigue la justificación de una “nueva teologí­a” o de la presencia de un capí­tulo más que añadir a la teologí­a dogmático-moral, sino una visión sintética del objeto-que-comprender y del método de comprensión del mismo; método y comprensión que la teologí­a, en su calidad de inteligencia crí­tica de la fe, debe encontrar.

II. El episodio reciente de la teologí­a espiritual
Ya hemos dado la descripción del hecho y de las fuerzas determinantes del mismo. El resorte fundamental lo constituye, sin duda, el fenómeno de vitalidad interior que a finales del 1800 surgió en el mundo católico y que se denomina “movimiento mí­stico”, caracterizado, de un lado, por la necesidad de encontrar los fundamentos, los horizontes dogmáticos (gracia santificante/inhabitación, primero: cuerpo mí­stico/iglesia, sacramentos/liturgia, después) de la vida “interior” o “espiritual”, y, de otro, por su atención a la experiencia contemplativo-mí­stica como figura concreta y piedra de toque de la perfección cristiana ya conseguida o que ha de conseguirse.

Este “movimiento” -digno de ser mejor conocido y más estudiado por parte de los historiadores que se ocupan de la Iglesia del s. xix-. aunque no nació de la teologí­a, atrajo ls atención de los teólogos, más a nivel de trabajos monográfico-divulgativos que de tratados formalmente académicos o institucionales. Parece que de hecho, sin esta aportación, el “movimiento” seguramente no habrí­a asimilado los susodichos horizontes teológicos, y menos aún la formulación del problema de la perfección en términos de “contemplación” y de “mí­stica”.

Más aún: es sabido que, desde el punto de vista del contenido, éste fue precisamente el terreno en que los diversos teólogos y “escuelas” mantuvieron sus clásicas discusiones, cuyos resultados, ciertamente importantes, llevaron, por una parte, a recuperar el sentido de la unidad teologal (en la fe, en la esperanza y en la caridad) del camino espiritual o de perfección, y, por otra, a captar la homogeneidad posible entre una experiencia mí­stica cristiana y la vida teologal, sin que esto implique que la presencia de la experiencia mí­stica haya de tomarse como “test” necesario, o al menos de derecho normal, de la perfección cristiana.

Junto al empuje originado por el movimiento mí­stico, con la espontánea convergencia, reencontrada y vivida, entre exigencia-experiencia interior y teologí­a, no ha de olvidarse tampoco la presencia e incidencia de un impulso netamente institucional, que se tradujo en la creación (Pí­o XI, Const. Deus scientiarum Dominus, 24-5-1931) de una cátedra expresa en las facultades teológicas: el ámbito de esta cátedra debí­a abarcar la ascética como “disciplina auxiliar” y la mí­stica como una más de las disciplinas “especiales”, según terminologí­a inadecuada técnicamente a la reflexión crí­tica de entonces. Pero pronto se vio que el valor de este modelo era relativo, y contingente su alcance: seguí­a en pie, sin embargo, su aspecto sustancial, es decir, la institucionalización de la enseñanza de una “teologí­a” que debí­a ocuparse de la realidad, de los fermentos y de las discusiones que nací­an del “movimiento mí­stico”. Esto no podí­a menos de alentar la producción didáctica, que evidentemente, en el contexto concreto de la enseñanza teológica, habrí­a de asumir la forma del manual escolástico; pero, al mismo tiempo, tampoco podí­a sino favorecer el discurso propiamente metodológico, ya en sí­ mismo (cuál es y cuál debe ser el método propio de esta “teologí­a”), ya al confrontarse con las demás disciplinas teológicas, y más inmediatamente con la teologí­a moral.

llI. Los problemas y los contenidos fundamentales de la “nueva” enseñanza y del nuevo manual
a) Como ya se ha apuntado, el primer problema de contenido, y el más debatido, fue el de la “mí­stica”; no sólo ni tanto en sí­ misma cuanto por su relación con el itinerario interior o espiritual y, por ello, con el problema de la perfección. Técnicamente, este discurso podí­a formularse, y de hecho así­ se hací­a también, en términos de relación entre “ascética” y “mí­stica”. Mas esta relación, ¿era de evolución normal o una relación “fragmentada”, lo que significaba un salto cualitativo? En este último caso, ¿ha de suponerse no sólo la í­ndole extraordinaria de la mí­stica, sino también cierta heterogeneidad entre el momento ascético y el mí­stico?
La aludida recuperación del sentido de la homogeneidad no-necesaria entre la experiencia mí­stica y el itinerario espiritual cristiano, expresable esencialmente en términos teologales, hací­a problemático que se constituyeran dos manuales distintos (antes, quizá, que dos cátedras distintas), uno para la ascética y otro para la mí­stica. Por otra parte, su unificación puramente material no respondí­a al estado real de la reflexión. Así­ se explica que se prefiriera adoptar un término que no sólo parecí­a más tradicionalmente cristiano (bí­blico), sino que abrí­a una perspectiva más profunda e iba más allá del “status quaestionis”, histórica y contingentemente determinado. Nos referimos al término Teologí­a Espiritual, cuyo “objeto” es la vida del cristiano en cuanto “vida espiritual”, en la que hallan lugar y unificación tanto el discurso “ascético” como el “mí­stico”. Naturalmente, de esta forma el discurso se esclarecí­a únicamente en su aspecto interno y, antes o después, serí­a inevitable preguntarse en qué punto este discurso sobrela “vida espiritual” como “vida según el Espí­ritu” y positivamente abierta a la perfección de la caridad no coincidí­a, por un lado, con el discurso dogmático de la antropologí­a teológica, y, por otro, con el discurso moral, evidentemente dentro de una moral de la perfección, de la caridad como fin absoluto.

¿Qué podí­a significar una “teologí­a” que, permaneciendo tal, estudiara la “vida” espiritual en progreso hacia la perfección? ¿Cuál podí­a ser el objeto propio de esta “teologí­a” y cuál su método? De esta forma se abrió el camino crí­tico, todo él lleno de dificultades, aunque sin carecer de momentos significativos bajo el punto de vista teórico.

b) La descripción de este camino exige de salida tener en cuenta las posiciones presentes y operantes en el campo de los estudios relativos a la nueva disciplina. Se daba ya un acuerdo de fondo al juzgar que se trataba de una disciplina práctica y directiva, es decir, ordenada a dirigir los pasos del camino espiritual. Pero existí­a una dialéctica entre la orientación dominicana (mantenida y representada por la revista La Vie Spirituelle, nacida el año 1919) y la orientación defendida por otra importante revista, aparecida en 1920: Revue d’Ascétique et de Mystique.

La primera posición se caracterizaba por su intensa orientación especulativo-deductiva: la estructura formal del itinerario espiritual, en sus distintas fases, se deduce teológicamente y a priori de los mismos principios de la vida cristiana (gracia santificante, virtudes infusas, dones del Espí­ritu Santo, teologí­a de las relaciones entre estas entidades sobrenaturales, teologí­a de la relación entre desarrollo de la vida de fe y visión beatí­fica). La referencia a la historia y a la experiencia en realidad no entra en la operación teológica como tal; es sólo una circunstancia o fenómeno de la ontologí­a, aunque puede incitar al teólogo a no desatender un aspecto de su reflexión y le sirve para introducir la perspectiva teológica en una pedagogí­a y en una dirección adecuada, ayudándole a madurar su sentido de discernimiento de lo concreto.

La segunda posición, en cambio, se centraba en ver la realidad de la vida espiritual cristiana como un fenómeno vivido, histórico y en sí­ mismo indeducible; fundaba la comprensión de la misma en una interpretación del dato, casi a través de una convergencia de métodos, pues proponí­a (de una forma más empí­rica que rigurosa) una especie de método compuesto, combinando el método teológico con el de las ciencias histórico-empí­ricas, en particular con la psicologí­a.

c) La “nueva” teologí­a, precisamente por su pretendida orientación a dirigir la praxis del camino espiritual hacia la perfección, se situaba en la zona de la teologí­a práctica y, consiguientemente, en la vertiente de la moral. Pero si era relativamente fácil distinguirse de una moral de tipo casuí­stica y “de licitis et de illicitis”, no podí­a pasar lo mismo en relación con una moral que iba recuperando como propio el discurso de la perfección. Así­, en un primer momento tuvo aceptación la idea propuesta por Vermeersch, y acogida incluso por De Guibert, de ver la relación entre teologí­a moral y teologí­a espiritual a la luz de la consideración de esta última no tanto como una ciencia cuanto como un “arte” (es decir, al nivel de la técnica, de la didáctica, etc.) de la perfección cristiana. El conocido intento de J. Maritain de reestructurar el “saber práctico” distinguiendo entre nivel propiamente especulativo (teorí­a de la praxis) y nivel prácticamente-práctico, que incluí­a tanto la casuí­stica de los moralistas (san Alfonso) como la casuí­stica de los autores espirituales (san Juan de la Cruz) y, por tanto, la teologí­a espiritual, enlaza objetivamente con este tipo de problemática. Pero evidentemente se trataba de soluciones frágiles en sí­ mismas y que, en cualquier caso, no satisfací­an a los cultivadores de la “nueva” disciplina, los cuales, si bien querí­an moverse en el terreno práctico, no pretendí­an estudiar las técnicas de la vida cristiana, y mucho menos ocuparse de ellas “casuí­sticamente”.

d) La ocasión, que realmente no se aprovechó, para salir de la esterilidad del planteamiento, habrí­a podido proporcionarla la intervención crí­tica de A. Stolz, ya que su Teologí­a de la mí­stica llevaba de hecho en sí­ la fuerza necesaria para empujar a los estudiosos de teologí­a espiritual a reorganizar su discurso, tanto en lo referente al contenido como al método, estableciendo como término de comparación la antropologí­a teológica y no la teologí­a moral. ¿Es posible construir un discurso teológico sobre la “vida espiritual” del cristiano de otra forma que como puro y simple discurso de antropologí­a cristiana? En este caso, ¿se puede, con una metodologí­a correcta, desarrollar dicho discurso sin hacerlo totalmente objetivo, es decir, permaneciendo por encima y previo a todo fenomenologismo y psicologismo? ¿Qué sentido puede tener entonces la figura de un método teológico compuesto, es decir, convergente con la atención al fenómeno y a la psicologí­a?
El único que dio una respuesta práctica a Stolz fue Gabriel de Santa Marí­a Magdalena, para quien, por otra parte, la defensa de lo empí­rico y de lo fenoménico espiritual (lo psicológico, para expresarnos con terminologí­a cercana a la suya), como objeto de la legí­tima atención del teólogo, no está en absoluto exenta de ambigüedad. En efecto, se trata de una especie de “psicológico-tipo”, deducible o deducido de la vida de gracia, en virtud de las leyes de su misma evolución. Pero el discurso se llevaba valerosamente hasta mostrar la unilateralidad de la posición de Stolz y preguntarse si y con qué condiciones la teologí­a podí­a capacitarse para comprender la vivencia cristiana tal como emerge de la historia: con qué criterios la identifica, la discierne, la valora como dato sólo a posteriori, y por qué debe identificarla, discernirla y valorarla como objeto propio. ¿No serí­a precisamente la estructura particular de esta vivencia la que exige que la teologí­a se dirija a ella para “comprenderla”?
e) Creemos que exactamente en esta dirección han querido orientar la reflexión teológica J. Mouroux y H. U. von Balthasar. El primero -autor de la conocida obra L’expérience chrétienne- tiene, ciertamente, el doble mérito de haber intentado definir la experiencia cristiana como un “experiencial” religioso de tipo particular y de haber demostrado la legitimidad teológica de una teologí­a de la experiencia cristiana. El segundo, entendiendo la santidad como “teologí­a vivida” (es decir, la totalidad concreta del misterio, que es la singularidad absoluta de Jesús, expresada en el “fenómeno” de la santidad realizada en la Iglesia), propone con vigor un proyecto de “fenomenologí­a teológica” que recupere lo total o lo universal (de que hemos hablado) en el “fenómeno” concreto de los santos; es decir, que parta de él y lo lea en él. Se trata de dos proyectos que los manuales oficiales de teologí­a espiritual no han recogido, entre otras cosas porque a partir de los años cincuenta ha ido declinando el interés por los problemas metodológicos de la teologí­a espiritual.

Pero la cuestión planteada por Mouroux y Von Balthasar en realidad iba dirigida a la teologí­a como tal; de una forma de suyo más parcial en el caso de Mouroux(la teologí­a legitima y obligatoriamente puede y debe interesarse también por la experiencia cristiana); de una forma más enérgica y radical en el caso de Von Balthasar (si la teologí­a debe concebirse como una especie de “fenomenologí­a teológica”, el fenómeno de la santidad es su “lugar” y su objeto). Así­ se daba objetivamente respuesta a Stolz; pero se volví­a a plantear a la teologí­a como tal una cuestión crí­tica muy importante y profunda, aunque entonces aún no se la aceptaba lo suficiente. Era la teologí­a, tal y como la entendí­an Stolz y los teólogos (especialmente los dogmáticos), lo que se problematizaba. Pero, al mismo tiempo, se hací­a inevitable preguntarse si la “teologí­a espiritual” aún podí­a tener una función. En todo caso, no habrí­a podido ser la que habí­an intentado asignarle los autores de los manuales.

IV. Conclusión: la “teologí­a espiritual” como problema de la teologí­a
Si nuestra lectura de los avatares del manual de teologí­a espiritual es correcta, resulta diáfano que nos lleva en la dirección que ya descubrimos en la historia de la teologí­a. Así­ pues, la teologí­a espiritual vuelve a presentarse como tarea de la teologí­a; una tarea consistente en no cerrarse arbitrariamente en el ámbito de la objetividad cristiana y sí­ en seguir abierta a la comprensión de la “vivencia”, es decir, de la objetividad “hecha propia” o de la apropiación de esta objetividad. Y ello a causa de la estructura misma de la fe, estructura que la teologí­a trata de comprender y de la que no puede eliminarse la tensión o la correlatividad entre “fides quae” y “fides qua”; de manera que si, por una parte, el “dato” cristiano es tal por su personal apropiación cristiana, por otra, la apropiación lo es no como resultado de una interioridad religiosa, sino precisamente como apropiación de dicho dato. Dando como legitima la “comprensión según la fe” del dato cristiano, con la consiguiente legitimidad de la teologí­a, tal “comprensión” deberá abarcar todo el dato, con las dos susodichas dimensiones y su tensión recí­proca. Pero apenas se tome conciencia y se emprenda este cometido, surgirá inevitablemente la cuestión ya formulada de si no nos encontramos aquí­ ante el objeto real sintético de la teologí­a y si, en consecuencia, no se realiza de hecho, con el desarrollo de la llamada “teologí­a espiritual”, la sí­ntesis final de toda la operación teológica.

V. En el ámbito de la teologí­a espiritual:
los grados o las ví­as, los estados de vida, las “espiritualidades”
La exposición que hasta aquí­ hemos hecho ha privilegiado deliberadamente la lí­nea metodológica sobre la del contenido, llamada también “teologí­a espiritual especial” a partir de J. Heerinckx (Introductio in theologiam spiritualem, 1931). Efectivamente, un manual de teologí­a espiritual no podí­a realizar todo su propósito en el ámbito de las dimensiones metodológicas, pues exponí­a el camino de la perfección sirviéndose del esquema (de origen dionisiano) de las tres “ví­as” o de los tres “grados” (purificación-iluminación-unión) y acogiendo, llegado el caso, el tema de la relación entre algunos “estados de vida” y la perfección cristiana. Como quiera que sea, esta última clase de temática ha venido adquiriendo poco a poco una fuerza y autonomí­a propias, más o menos reflejadas en los manuales y ciertamente comprobables a nivel de bibliografí­a. Lo mismo creemos que puede afirmarse de la problemática de las “espiritualidades”. Por ello nos parece justificado dedicar a los tres capí­tulos mencionados una indicación expositiva muy rápida, más que nada para tratar de comprender su sentido y encuadrar crí­ticamente su alcance.

1. LOS “GRADOS” O LAS “Ví­AS” – La panorámica de más fácil presentación es la que ofrece el capitulo de los “grados” o de las “ví­as” del itinerario de la perfección. Los logros paulatinamente alcanzados en este punto nos parecen dos: la importancia de que, con o sin un determinado esquema arquitectónico u organizativo, se mantenga el sentido de progresividad de la vida cristiana y el valor sustancialmente orientativo de los esquemas clásicos de interpretación del camino espiritual. Ahora bien, respecto de la progresividad del itinerario espiritual cristiano, es evidente que si esta afirmación, en sus términos más generales o de principio, pertenece a la antropologí­a teológica (bastarí­a con remitirse tan sólo a la doctrina católica del mérito), no podrá sin más decirse lo mismo en el caso de que se la quiera convertir en un problema de descripción. En efecto, este problema no podrí­a hallar solución sin toparse con los mismos interrogantes planteados en la polémica Stolz-Gabriel. ¿Es, pues, teológicamente determinable un esquema-tipo descriptivo de la evolución de la vida espiritual hacia la madurez? De una manera más general, ¿pueden hallarse criterios teológicamente válidos para describir la maduración y, por tanto, el progreso de la vida espiritual? Pero la reflexión crí­tica no ha alcanzado casi nunca este nivel, ya que, en general, no ha pasado de poner de relieve la opinabilidad de los dos esquemas clásicos de las “ví­as” y de los “grados” y la dificultad de organizar en forma sistemática y general el proceso del itinerario espiritual. Efectivamente, el esquema de las “tres ví­as” se ha evidenciado con facilidad como el más comprometido y, a pesar de su venerabilidad, como el más discutible por proceder de una fuente antropológica (antropologí­a-de-la-contemplación, de cuño neoplatónico y origenista) que no es precisamente la de la alianza. Además. prejuzga la solución del problema mí­stico dando por supuesta su normalidad o su equivalencia con la perfección cristiana. Por último, este esquema puede inducir a restringir la purificación, la conversión, el alejamiento del pecado, etc., al simple momento inicial de la vida cristiana, no considerándolos, por el contrario, como una de sus dimensiones. Así­ que si, por una parte, no se quiere renunciar a la descriptibilidad del camino de la perfección y, por otra, se quieren superar los esquemas descriptivos tradicionales, habrí­a que tomar otras direcciones y buscar otros criterios. Pero a este respecto hasta el presente sólo se cuenta con esbozos fugaces.

2. Los “ESTADOS DE VIDA” – Pasando ahora al capí­tulo de los “estados de vida”, nuestro intento de trazar la andadura de la reflexión habrá de ser necesariamente esquemático y, por lo mismo, artificial: proporcional a la amplitud que fue asumiendo el discurso hasta el Vat. II y en el postconcilio.

El primer hecho que reseñar y describir, aunque parezca exterior, es, sin duda, la progresiva ampliación del número de los “estados de vida” puestos a su vez en relación con la perfección: desde el redescubrimiento del episcopado (o del estado “sacerdotal”) como estado de perfección cercano o superior al estado religioso (remito a las discusiones sobre la “espiritualidad” del clero diocesano [>Ministerio pastoral]), a la cada vez más convencida presencia del estado seglar [>Laico] como camino de perfección (sobre este tema, piénsese. de salida, en la aportación, a nuestro juicio no del todo uní­voca, del magisterio pastoral de Pí­o XI) y, por último, a la afirmación ya sin reservas de la relación positiva entre matrimonio y perfección cristiana [>Familia]. Lo que evidentemente querí­a este discurso era traducir, a su manera, la conciencia cada vez más difundida de la vocación universal a la perfección [>Santo]. Mas precisamente este impulso interior suyo debí­a llevarle a ampliar los “estados”, tratando de incluir entre ellos las diversas situaciones de la existencia (trabajo, profesión [>Trabajador], enfermedad [>Enfermo/sufrimiento], etc.), para relacionarlas también con la perfección cristiana. De aquí­ se deduce, de rechazo, la necesidad de precisar lo que era un “estado”, con el fin de descubrir ante todo -aunque sea con mentalidad quizá más sectorial que global– su alcance eclesiológico. Pero, como es lógico, no era éste el único problema que planteaba a la teologí­a el discurso de los “estados” de vida.

Relacionando, dentro de un cuadro eclesiológico, los distintos estados con la perfección cristiana, resultaba todaví­a más urgente plantearse qué significaba la afirmación de los estados tí­picos de perfección y. en particular, aclarar el sentido de la “definición” tridentina concerniente a la “mayor perfección” del estado de virginidad o de celibato [>Celibato y virginidad] frente al estado conyugal. Además, un hecho como la aprobación de los institutos seculares (1947-1948) debí­a llevar necesariamente a preguntarse si era adecuada la distinción jurí­dico-teológica de los estados eclesiales (clérigos-laicos; religiosos). Más bien. ¿no se debí­a hoy revisar este esquema o tratar de elaborar un nuevo esquema interpretativo y, antes aún, un nuevo criterio organizativo?
Es bien sabido que estos interrogantes se suscitaron en el Vat. II, aunque de los textos conciliares no brote de inmediato una visión sistemática alternativa ni ninguna solución perentoria del tema, sino tan sólo un conjunto de criterios eclesiológicos para el replanteamiento de los diversos problemas. Pero no se olvide que la teologí­a de los estados de vida, en su compleja evolución, no es más que la premisa del discurso que la teologí­a espiritual “especial” intentaba dedicarles. Aquí­ el problema se convierte en el de la “espiritualidad” de los estados de vida, es decir, el de determinar la relación tí­pica de los diversos estados con la perfección cristiana para orientarlos a conseguirla por caminos propios.

Pero la empresa, aunque ciertamente coherente con una visión “especulativa” y directiva de la teologí­a espiritual, no debí­a aparecer tan válida y justificada en el caso de que se cambiara o hiciera crisis aquella perspectiva de fondo. En todo caso, nos parece indudable que la inmensa bibliografí­a en torno a la “espiritualidad de los estados” ha experimentado y sigue experimentando aún una crisis, cuya causa inmediata, según nos parece, no está tanto en una posible falta de coherencia metodológica con el discurso teológico-espiritual general (tipo de exigencia que indudablemente perdió vitalidad hacia los años cincuenta) cuanto en las insuficiencias objetivas o lí­mites de aquella misma literatura, que una sensibilidad muy extendida (y no siempre indiscutible) hací­a y hace al presente relativamente fáciles de captar. Reduciremos esquemáticamente las mencionadas insuficiencias a cuatro tí­tulos mayores:

a. Primer lí­mite: el ya aludido “sectorialismo” de fondo, que impide ver la diferencia existente entre los “estados” como una diferencia en la unidad y de la unidad; en otras palabras, impide valorar, o no nos orienta a valorar, la dimensión cristiana que todo “estado de vida” expresa y que constituye cuanto de fundamental y de común tienen y expresan los distintos estados, si bien lo hacen con su especificidad respectiva.

b. Segundo lí­mite: la concepción más emotiva que rigurosa de la “espiritualidad”, pues muchas veces el discurso se mueve en una perspectiva en la que la “espiritualidad” evoca algo “profundo”, “más intenso”, “interior”, “generoso” o “más generoso”, etc., sin asumir siquiera los contenidos bastante definidos que al final habí­an recuperado los mismos manuales.

c. Tercer limite, calificable de “esencialismo” o, mejor quizá, de “ahistoricidad” del discurso. Es decir, esta literatura, al querer deducir o simplemente hacer derivar del estado de vida indicaciones de perfección cristiana, se olvida fácilmente de la referencia a las diversas “figuraciones” históricas que estos estados asumen, en solidaridad con la misma diversificación de las “figuraciones” históricas de la sociedad eclesial. Existen diversas figuras o imágenes del laico, del casado, del religioso, del presbí­tero y del obispo, más o menos homogéneas con la naturaleza cristiana de cada uno de estos “estados”. No se puede esencializar la “figura” y sobre esta esencialización construir un proyecto de espiritualidad o de perfección válido para estos laicos, para estos sacerdotes, para estos casados, etc. Si se “esencializa”, hay que hacerlo con rigor; pero es este mismo rigor el que impide esencializar cualquier “figura” histórica. Entonces, lo más que podrí­a hacerse serí­a un esbozo de “espiritualidad del laicado” o del sacerdocio o de la vida religiosa, pero no una verdadera y propia espiritualidad de los laicos, de los sacerdotes, de los religiosos, etc., en un determinado momento histórico.

d. Cuarto lí­mite: el reproche de “teoricidad” hecho a las distintas propuestas de una “espiritualidad de los laicos”, o sea el reproche de ser unas construcciones “de escritorio”, que indican desde fuera, y casi a modo de ejercitación teórica, unos itinerarios de santidad, pero sin interpretar propiamente las experiencias, las sí­ntesis cristianas vividas de hecho. En cierto sentido, esta crí­tica da en el clavo al replantear la discusión sobre el carácter directivo a priori de la teologí­a espiritual. La objeción resiste o cae desde el punto de vista metodológico si resiste o cae la concepción de la teologí­a espiritual. Mas, considerada en el terreno histórico concreto en que se ha desarrollado la literatura sobre la espiritualidad de los estados de vida, la crí­tica en cuestión parece pecar de unilateralidad, pues no se puede negar que ha existido efectivamente un movimiento seglar, conyugal o sacerdotal de búsqueda de una “espiritualidad”, a la queno sustituye dicha literatura, pero sí­ intenta dar una respuesta, aunque con los lí­mites que estamos señalando. La lectura de la realidad histórica llevarí­a más bien a descubrir una dialéctica entre búsqueda a nivel de vivencias y búsqueda a nivel de literatura y, en este sentido, volverí­a a formularse el reproche de teoricidad o de apriorismo especulativo.

3. LA TEOLOGIA ESPIRITUAL Y LAS “ESPIRITUALIDADES” – La reflexión sobre la “espiritualidad” de los estados de vida no es el único aspecto del complejo e interesante discurso en torno a las “espiritualidades” cristianas. Junto a él existen otros dos, no menos vigorosos desde el punto de vista de las discusiones suscitadas.

El primero afecta a las “espiritualidades” tal como en general se las hace aflorar de la historia de la espiritualidad: maneras particulares de sintetizar vitalmente los valores cristianos. según la diversidad de puntos de vista o de catalización; y esto a nivel de personalidades individuales o, más fácilmente, a nivel de movimientos o de corrientes espirituales (que pueden partir de tales personalidades o también precederlas y tenerlas como “intérpretes” o “discernidores” o “promotores” de sí­ntesis). Hemos dicho que se trata de sí­ntesis vividas; así­ pues, no de suyo ni inmediatamente de sí­ntesis de carácter doctrinal, si bien determinadas “espiritualidades” pueden impulsar, a su modo, no sólo intentos de elaboración teórica de las espiritualidades como tales (=doctrinas espirituales), sino incluso tipos de teologí­a coherentes con estas mismas espiritualidades. Como tampoco se trata inmediata y necesariamente de proyectos institucionales particulares, aunque las sí­ntesis vividas de que hablamos puedan animarlos o incluso generarlos directamente como un modelo connatural de expresión; así­ nacen nuevas formas de vida cristiana homogéneas con la “espiritualidad” que las crea, o son asumidas y animadas nuevamente determinadas formas (o elementos estructurales) ya existentes.

Frente a este hecho, ciertamente nada sencillo pero indiscutible, la atención de la teologí­a espiritual es atraí­da sobre todo por problemas tales como la legitimidad de principio de diversas “espiritualidades”, el significado de su variedad, los criterios de autenticidad y, por tanto, de discernimiento, su relación con la única espiritualidad cristiana. No insistiremos en estos problemas. Nos bastará con remitir, para que sirva de introducción, a las páginas que ha dedicado a todas estas cuestiones J. de Guibert (Leçons de téologie spirituelle, Toulouse 1955. 108-122). En general, subrayamos que el trasfondo de toda esta investigación lo brinda, al menos inicialmente, una tendencia a catalogar las diversas “espiritualidades” según categorí­as historiográficas simplificadoras y expeditivas (cristocentrismo-teocentrismo; ascetismo-misticismo; espiritualidad eucarí­stica, mariana, etc.), contraponiéndolas a veces de una manera exclusivista o polémica.

La superación del planteamiento ha llevado -creemos- a poner de relieve que los elementos que caracterizan a las diversas “espiritualidades” son ante todo elementos estructuradores de toda experiencia cristiana como tal, aunque sin asumir en las distintas “estructuras” concretas el mismo significado catalizador o sintético. Así­, el descubrimiento y la valoración de las distinciones debí­a llevar a una visión más completa de lo que constituye la espiritualidad cristiana, criticando justamente las visiones demasiado restringidas, así­ como las exclusivamente ligadas a la “gracia santificante” o a la “inhabitación trinitaria”, derivadas del llamado “movimiento mí­stico”.

La misma interpretación fundamental daremos a otro capí­tulo del discurso sobre las espiritualidades: el que, de una manera indudablemente más doctrinal y directiva, responde en la historia reciente a impulsos crí­ticos bien precisos frente a ciertos modos de plantear la espiritualidad cristiana. Piénsese en la “espiritualidad litúrgica” o en la “bí­blica”, o en la espiritualidad del humanismo cristiano o de la tensión encarnacionismo-escatologismo, etc. No hace falta subrayar que cada uno de estos modelos de espiritualidad ha experimentado la tentación de presentarse como alternativa total a la espiritualidad vigente y, por tanto, como la espiritualidad cristiana segura. Pero la decantación que la historia ha ido operando en relación con tales modeles ha llegado a recuperar cada vez más la idea de que las totalidades que ellos presentaban como alternativas no podí­an ser sino dimensiones de la espiritualidad cristiana; dimensiones que no aparecí­an suficientemente integradas en una determinada configuración histórica de la espiritualidad, pero que no por eso se excluí­an de un discurso adecuado sobre la misma. Aquí­, como en el caso precedente, el discurso primario no era, pues, sectorial, sino global; habí­a que preguntarse en qué condiciones es cristiana una “espiritualidad” y en qué condiciones todas las dimensiones que la constituyen pueden -aunque sólo sea según módulos sintéticos diversos- ser asimiladas adecuadamente y no sólo fragmentariamente. Por ello, el problema no es tanto el de una “espiritualidad litúrgica” contrapuesta o contraponible a una espiritualidad “no litúrgica”, etc., sino que consiste más bien en el saber cómo puede de suyo la celebración litúrgica “informar” una experiencia cristiana y por qué, en ciertos momentos, esto no se da sino en manera fragmentaria o sólo según el módulo del deber y de la ortodoxia. Dí­gase otro tanto respecto de la “espiritualidad bí­blica”, así­ como, en general, del problema, periódicamente suscitado en la historia de la teologí­a espiritual, de la “espiritualidad nueva”, o “moderna”, o “actual”, etc. Porque es preciso reconocer que este tipo de discurso se hace muchas veces de una forma superficial y acrí­tica, es decir, partiendo más de las exigencias inmediatas que de la perspectiva global de la experiencia cristiana en cuanto tal: qué es, cómo se estructura, qué tipologí­a presenta.

G. Moioli
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Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad