TRINIDAD

las tres personas en Dios: el Dios Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo. La T. no aparece en el A. T.; pero en el N. T. aparecen diferentes formas trinitarias. Cuando Jesús habló con sus discí­pulos y les da la orden: †œId, pues, y haced discí­pulos a todas las gentes, bautizándolas en nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo†, Mt 28, 19.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

El Uno y Eterno Dios, el Señor, ha revelado a su pueblo que él es el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo. No obstante él no es tres deidades, sino una divinidad, ya que las personas forman parte de una deidad-divinidad. La enseñanza bí­blica de la Trinidad es, en un sentido, un misterio; y mientras más entramos en unión con Dios y profundizamos nuestra comprensión de él, más reconocemos cuánto hay aún por conocer. Basada en la enseñanza bí­blica, la confesión cristiana tradicional es que Dios es uno en tres y tres en uno.

El At condena el politeí­smo y declara que Dios es uno y ha de ser adorado y amado como tal (Deu 6:4-5; Isa 45:21). Y esta convicción de la unidad de Dios continúa en el NT (ver Mar 10:18; Mar 12:29; Gal 3:20; 1Co 8:4; 1Ti 2:5).

Dios es el Padre de Israel (Isa 64:8; Jer 31:9) y el ungido rey de su pueblo (2Sa 7:14; Psa 2:7; Psa 89:27). Jesús vivió en comunión con su Padre celestial, siempre haciendo su voluntad y reconociéndole como verdadera y eternamente Dios (Mat 11:25-27; Luk 10:21-22; Joh 10:25-28; Rom 15:6; 2Co 1:3; 2Co 11:31). Los discí­pulos llegaron a discernir que Jesús era el largamente esperado Mesí­as de Israel (Mat 16:13-20; Mar 8:27-30). Más tarde comprendieron que para ser el Mesí­as, Jesús debí­a también ser Dios hecho hombre (ver Joh 1:1-2, Joh 1:18; Joh 20:28; Rom 9:5; Tit 2:13; Heb 1:8; 2Pe 1:1). Así­, se le ofrecí­an doxologí­as como Dios (Heb 13:20-21; 2Pe 3:18; Rev 1:5-6; Rev 5:13; Rev 7:10).

Los apóstoles, como lo hiciera Jesús, se referí­an al Espí­ritu Santo como a una persona. En Hechos, el Espí­ritu Santo inspira la Escritura, se le miente, es tentado, da testimonio, es resistido, dirige, arrebata a alguien, informa, ordena, llama, enví­a, piensa que cierta decisión es buena, prohí­be, previene, advierte, nombra y revela verdad profética (Act 1:16; Act 5:3, Act 5:9, Act 5:32; Act 7:51; Act 8:29, Act 8:39; Act 10:19; Act 11:12; Act 13:2, Act 13:4; Act 15:28; Act 16:6-7; Act 20:23, Act 20:28; Act 28:25). Pablo describe al Espí­ritu dando testimonio, hablando, enseñando y actuando como guí­a (Rom 8:14, Rom 8:16, Rom 8:26; Gal 4:6; Eph 4:30). El Espí­ritu Santo es otro parakletos (Joh 14:16; Joh 15:26-27; Joh 16:13-15). Dios, el Señor, es Padre, Hijo y Espí­ritu Santo. Esta confesión y entendimiento puede decirse son básicas en la fe de los escritores del NT, aun cuando raras veces lo expresan en términos precisos. Pero la doctrina es enunciada en ciertos pasajes (Mat 28:19; 1Co 12:4-6; 2Co 13:14; 2Th 2:13-14; 1Pe 1:2).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(tres personas distintas en un solo Dios verdadero).

Es el misterio grandiosamente maravilloso de Dios, único, vivo y verdadero, con tres personas distintas: Padre, Hijo y Espí­ritu Santo; son tres personas distintas, pero un solo Dios, uno, indiviso e indivisible.

– Un solo Dios, Deu 6:4-5, Jua 10:30, Efe 4:4-6.

– Tres Personas: Mat 3:13-17, Mat 28:19, 1 Cor.l2:3-6, 1Pe 1:2, Jud 1:20-21.

A cada Persona la Biblia le da los siguientes atributos.

– Eterna: Rom 16:26, Rev 22:13, Heb 9:14.

– Santa, Rev 4:8, Rev 15:4, Hec 3:14, 1Jn 2:20.

– Verdadera, Jua 7:28, Rev 3:7, 1Jn 5:6.

– Omnipresente, Jer 23:24, Efe 1:23, Sal 139:7.

– Omnipotente, Gen 17:1, Rev 1:8, Ro.15.

19, Jer 23:17, Heb 1:3, Luc 1:35.

– Omnisciente, Hec 15:18, Jua 21:17, 1 Cor.2:10-I1.

– Creadora, Ge.l:l, Jua 1:3, Col 1:16, Job 26:13, Job 33:4, Sal 148:5.

– Santificadora, Jud.l, Heb 2:11, 1Pe 1:2.

– Ensenar, Luc 21:15, Jua 2:20, 15:Jua 14:26, Gal 1:12, Isa 48:17, Isa 54:13.

– Inspirar a los profetas, Mar 13:11, Heb.l:l, 2Co 3:13, 2Pe 1:21, 2Ti 3:16.

– Resucitar a Cristo, 1Co 6:14, Jn.2.

19, 1Pe 3:18.

– La salvación, 2Te 2:13, Tit 3:4-6, 1Pe 1:2, Gal 4:6.

– El Bautismo, Mat 28:19.

– Los santos son templos de la Trinidad, J n.14:23,17, 1Co 3:16, 1Co 6:19, 2Co 6:16, Efe 2:22, Efe 3:17, Col 1:27.

Funciones “especí­ficas” de cada Persona
– 1Pe 1:2 : Elección por el Padre, redención por el Hijo, santificación por el Espí­ritu Santo.

– Efe 1:3-14 : Lo mismo.

– 1Co 12:4-6 : Al Espí­ritu, Senor y Dios, corresponden dones, ministerios y operaciones.

– 2Co 13:13 : Senor, Dios y Espí­ritu, corresponden gracia, amor y union.

– Ro.l:l-4: Pablo es apóstol de Cristo, del que Dios habí­a hecho la promesa por los profetas, y al que el Espí­ritu Santo estableció Hijo de Dios.

– Tit 3:5-7 : La salud: Gratitud de la benevolencia del Padre, méritos de Cristo, don del Espí­ritu que renueva.

– Rev 1:4-5 : A cada Persona, un epí­teto: Eternidad, presencia, testimonio.

– Gal 4:6 : Función de las tres divinas Personas en la filiación adoptiva del cristiano.

– Rev 4:11 : Gloria, honor, poder.

Ver “Dios”, “Abba”, “Cristo”, “Espí­ritu”.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Los términos T., o †œtrinitario†, o †œtrino†, etcétera, no aparecen en las Sagradas Escrituras. Surgieron entre los cristianos como resultado de observar la forma en que la Biblia presenta a Dios, especialmente en el NT. De manera clara e inequí­voca, que no permite confusiones, la Biblia habla de:

Dios el Padre. †œY yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espí­ritu de verdad† (Jua 14:16-17). †œ… para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí­, y yo en ti† (Jua 17:21). †œGracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo† (Rom 1:7).

Dios el Hijo. †œ… ¿al que el Padre santificó y envió al mundo, vosotros decí­s: Tú blasfemas, porque dije: Hijo de Dios soy?† (Jua 10:36). †œPero sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna† (1Jn 5:20).

Dios el Espí­ritu Santo. †œY dijo Pedro: Ananí­as, ¿por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espí­ritu Santo…? No has mentido a los hombres, sino a Dios† (Hch 5:3-4). †œ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espí­ritu de Dios mora en vosotros?† (1Co 3:16). †œ¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espí­ritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?† (1Co 6:19).
estos, como en muchí­simos otros textos, se hacen referencias directas a Dios, llamándosele Padre, o Hijo, o Espí­ritu Santo. Al mismo tiempo, el NT continúa con la enseñanza del AT en cuanto a que Dios es uno (†œPorque hay un solo Dios† [1Ti 2:5]). De manera que no se puede negar que la Escritura llama Dios al Padre, llama Dios al Hijo, y llama Dios al Espí­ritu Santo, insistiendo en que éstos, a su vez, son uno. Buscando una manera de referirse a ese hecho, los cristianos crearon el término T.
habla de las tres personas de la T. porque es evidentí­simo que cuando se menciona una cualquiera de ellas, aparece con los atributos caracterí­sticos de personalidad (conciencia, sentimiento, voluntad, etcétera). Así­:
Padre sabe (†œ… vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad…† [Mat 6:32]). El Hijo sabe (†œPadre, gracias te doy por haberme oí­do, yo sabí­a que siempre me oyes…† [Jua 11:41-42]). El Espí­ritu Santo sabe (†œ… porque el Espí­ritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espí­ritu del hombre que está en él? Así­ tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espí­ritu de Dios† [1Co 2:10-11]).
padre siente (†œEl Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano† [Jua 3:35]). El Hijo siente (†œ… para que el mundo conozca que amo al Padre…† [Jua 14:31]). El Espí­ritu Santo siente (†œO pensáis que la Escritura dice en vano: El Espí­ritu que él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente?† [Stg 4:5]).
Padre tiene voluntad propia (†œPadre nuestro…. Hágase tu voluntad† [Luc 11:2]). El Hijo tiene voluntad propia (†œ… pero no se haga mi voluntad, sino la tuya† [Luc 22:42]). El Espí­ritu Santo tiene voluntad propia (†œPorque ha parecido bien al Espí­ritu Santo, y a nosotros…† [Hch 15:28]).

Reconociendo nuestra incapacidad de entender este misterio, los cristianos estamos en la obligación de atar nuestros pensamientos y lenguas al texto de la Palabra de Dios. Las alusiones a la Deidad como Padre, Hijo y Espí­ritu Santo son tan frecuentes que no hay manera posible de eludir esta verdad, a menos que se haga violencia al texto bí­blico. El hecho es que la Biblia habla de que hay un solo Dios y, al mismo tiempo, dice que hay tres personas en esa deidad, nombrándolas a cada una de ellas con los atributos de Dios. Quien primero utilizó la palabra trinitas fue Tertuliano, pero también la usaron hombres como Orí­genes, Ireneo, y Agustí­n. Desde entonces se hizo popular el uso del vocablo T. en la teologí­a cristiana.

En realidad, el AT contiene el concepto de pluralidad en la unidad divina, porque la palabra más utilizada para referirse a Dios es Elohim, en plural, la cual aparece unas dos mil quinientas veces en el AT. Esto no quiere decir, sin embargo, que los que leí­an la palabra Elohim en el AT tení­an el mismo concepto que hoy es corriente después del NT.
hecho de que Dios se encarnara, que se hiciera hombre, es algo que no cabe en la mente finita del hombre, que está acostumbrada a juzgarlo todo de acuerdo con las categorí­as de espacio y tiempo. Es algo imposible en el mundo de la fí­sica, dicen. Por eso surgieron muchí­simas discusiones y opiniones heréticas en la historia de la Iglesia. Entre ellas: a) El †œsubordinacionismo†, que decí­a que sólo el Padre es verdadero Dios, mientras que las otras dos personas eran creadas. Se incluye aquí­ el †œarrianismo†, que alegaba que el Verbo era la criatura del Padre que le habí­a servido para la creación de todas las cosas; y el †œmacedonianismo†, que enseñaba que el Espí­ritu Santo era una criatura del Hijo. b) El †œmonarquianismo†, que se divide generalmente entre los †œdinámicos†, que enseñaban que Jesucristo era un mero hombre que fue creciendo bajo la influencia del Espí­ritu Santo, pero que nunca poseyó la esencia divina, y los †œmodalí­sticos† o †œsabelianos†, que reconocí­an que habí­a un solo Dios, pero decí­an que éste tení­a tres maneras diferentes de manifestarse. c) El †œtriteí­smo†, cuyos seguidores enseñaban que las tres personas eran en realidad tres dioses distintos. Todaví­a en el dí­a de hoy existen grupos que mantienen estas opiniones.
doctrina de la T., sin embargo, sigue siendo fundamental para la inmensa mayorí­a de los cristianos, que reconocen que †œindiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espí­ritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creí­do en el mundo, recibido arriba en gloria† (1Ti 3:16).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, DOCT

ver, íNGEL, VIRGEN, ESPíRITU SANTO

vet, Este término, empleado por primera vez por Tertuliano (siglo II d.C.), expresa una magna verdad bí­blica. El Dios único se revela a nosotros en las tres Personas del Padre, y del Hijo, y del Espí­ritu Santo. Hay dos facetas a considerar en base a los textos: (a) la deidad esencial del Hijo y del Espí­ritu Santo, siendo innecesario tratar la del Padre; (b) el hecho de que las tres Personas son un único y mismo Dios. (a) Deidad de Cristo. Véase DEIDAD DE CRISTO. (b) Deidad del Espí­ritu Santo. Véase DEIDAD DEL ESPíRITU SANTO. (c) La unidad de esencia de las tres Personas divinas. Ya al revelar constantemente al Dios único, el AT hace presentir la pluralidad en el seno de la Deidad. En Gn. 1:1 se dice, lit.: “En el principio creó los Dioses” (“Elohim”, forma plural, con el verbo en singular), y Gn. 1:2 ya menciona al Espí­ritu de Dios presente en el acto creacional. En Gn. 1:26 dice: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”. Después de la caí­da, Dios dice: “He aquí­ el hombre es como uno de nosotros …” (Gn. 3:22). El NT presenta constantemente a las Tres Personas unidas en la obra de la salvación de la misma manera en que se han manifestado unidas en la de la creación. El Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo se manifestaron en el bautismo de Jesús (Mt. 3:16-17). Cristo ordenó que los discí­pulos sean bautizados en el nombre (singular) del Padre, y del Hijo, y del Espí­ritu Santo (Mt. 28:19). El nuevo nacimiento es posible por la regeneración obrada por el Espí­ritu Santo, el amor del Padre, y el don del Hijo, que murió en la cruz por nuestros pecados (Jn. 3:5-6, 14-16). El Padre, el Hijo y el Espí­ritu vienen a hacer Su morada en el corazón del creyente (Jn. 14:17, 23; cfr. 1 Co. 3:16-17; 6:19; Col. 1:27); comunican juntos la plenitud de la vida divina (Ef. 3:14, 16-19). La bendición apostólica se da en el triple nombre de la Deidad (2 Co. 13:13). La resurrección de Cristo es atribuida al Padre, al mismo Jesús, y al Espí­ritu (Hch. 2:24; Jn. 2:19; 10:17-18; Ro. 8:11); así­ será con la resurrección de los creyentes (Jn. 5:21; 6:40; Ro. 8:11; cfr. otros pasajes trinitarios: Hch. 2:33; 1 Co. 12:4-6; Ef. 4:4-6; 1 P. 1:2; Ap. 1:6, etc.). Las Tres Personas de la sola Deidad están unidas de tal manera que manifiestan la plenitud del solo Dios viviente: Cada persona cumple las mismas obras y recibe la misma adoración; participan del único Ser indiviso de la Deidad, manteniendo al mismo tiempo una relación tripersonal de amor y comunicación en el seno de la Deidad, con una perfección y armoní­a infinitas, con una total unidad, un amor infinito, una sumisión perfecta al Padre, de quien proceden eternamente el Hijo y el Espí­ritu Santo, que procede del Padre y del Hijo (Jn. 15:26; Ro. 8:9; Gá. 4:6). El estricto monoteí­smo del AT no queda afectado en absoluto. Simplemente, al revelarse plenamente en la persona de Cristo, Dios nos ha dado a conocer más realidades acerca de la inefable naturaleza del Dios único y verdadero. En el AT, tenemos ante todo la revelación del Creador y Señor soberano, “Dios por nosotros”; en los Evangelios, el Señor se encarnó, llegando a ser “Dios con nosotros”, Emanuel. Una vez obrada la redención, en Pentecostés vino a ser “Dios en nosotros” por el Espí­ritu Santo. El dogma de la Trinidad ha suscitado numerosas controversias y ensayos de explicación. Sin embargo, el creyente debe aceptar que un ser finito no puede abarcar al Infinito. ¿Quién puede sondear tal hondura? Acerca de nuestro mismo ser, Pablo menciona el espí­ritu, el alma y el cuerpo (1 Ts. 5:23), y no nos es posible determinar cómo están unidos y cómo tres esencias llegan a formar una sola persona. El hecho revelado de Tres Personas en el único ser de la Deidad, manteniendo, en el contexto de este único ser, una relación interpersonal de amor y comunión mutuas, no puede ser rechazado como contrario a la razón. No hay ninguna contradicción. No se afirma que Dios sea “una persona en tres personas”, sino “Tres Personas en un solo Ser”. Esto no es contradictorio. Supera la razón humana, pero no milita contra ella. La negación de esta verdad no proviene de una imposibilidad lógica; nuestra incapacidad de comprenderlo se debe a nuestra limitación. Es una doctrina que debe ser aceptada aunque no pueda ser comprendida. Como tampoco puede ser comprendida la existencia eterna de Dios, la maravilla de Su creación; como el hombre no puede comprender su propia naturaleza. La misma realidad, ignorada por nuestra familiaridad con ella, es incomprensible. ¡Cuánto más las riquezas del Ser de Dios, que El se ha placido en comunicarnos en cierta medida! La respuesta ante este misterio revelado en la Biblia es la adoración al Dios único y verdadero, Padre, e Hijo, y Espí­ritu Santo. Bibliografí­a: Bellet, J. G.: “The Son of God” (Bible Truth Publishers, Oak Park, Illinois, reimpr. S/f); Carballosa, E. L.: “La Deidad de Cristo” (Pub. Portavoz Evangélico, Barcelona, 1982); Chafer, L. S.: “Teologí­a Sistemática” (Publicaciones Españolas, Dalton, 1974); Chafer, L. S.: “Grandes Temas Bí­blicos” (Pub. Portavoz Evangélico, Barcelona, 1976); Flores, J.: “El Hijo Eterno” (Clí­e, Terrassa, 1983); Kelly, W.: “Lectures on the Doctrine of the Holy Spirit” (Bible Truth Publishers, Oak Park s/f); Lacueva, F.: “Un Dios en Tres Personas” (Clí­e, Terrassa, 1974); Lacueva, F.: “Espiritualidad Trinitaria” (Clí­e, 1983); Lacueva, F.: “La Persona y la Obra de Jesucristo” (Clí­e, 1979); Ryrie, C. C.: “Sí­ntesis de Doctrina Bí­blica” (Pub. Portavoz Evangélico, Barcelona, 1979); Pache, R.: “La Persona y la Obra del Espí­ritu Santo” (Clí­e, Terrassa, 1982); Palmer, E.: “El Espí­ritu Santo” (El Estandarte de la Verdad, Edimburgo s/f).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

El misterio de Dios Amor revelado por Jesús

La vida de Jesús es una continua manifestación o epifaní­a de Dios Padre, Hijo y Espí­ritu Santo. Así­ se nos muestra en la Anunciación (Lc 1,26-38), en el bautismo (Lc 3,21-22), en su oración al Padre durante la vida pública (Lc 10,21-22) y en las continuas referencias al Padre y al Espí­ritu durante la última cena según San Juan (Jn 14-17).

El misterio de Dios Amor, uno y trino, como máxima unidad vital, se nos ha revelado por Jesús. En cada gesto, momento y palabra suya, el Padre en el amor del Espí­ritu, nos dice “Este es mi Hijo amado, escuchadlo” (Mt 17,5; 3,17). Al enviarnos a su Hijo, Dios nos ha dado la mayor prueba de su amor (Jn 3,16). En esta misión de su Hijo, por la fuerza del Espí­ritu, Dios se ha mostrado como “Dios Amor” (1Jn 4,8ss).

Jesús se nos hace “el camino” para llegar a esta “verdad y vida” (Jn 14,6), que es él mismo, con el Padre y el Espí­ritu Santo “Quien me ve a mí­, ve al Padre” (Jn 14,9ss; cfr. 12,45-46). Sólo Jesús, como Hijo unigénito del Padre, conoce y ha visto a Dios (Jn 1,18); por esto, “sólo el Hijo lo puede revelar” (Mt 11,27). El testimonio peculiar de Jesús consiste en comunicar lo que él ha visto en el Padre desde la eternidad “A Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único, que es Dios, y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18); “solamente aquel que ha venido de Dios, ha visto al Padre” (Jn 6,46).

Como Verbo encarnado, Jesús es “el Hijo unigénito que está en el seno del Padre” (Jn 1,18). Procede del Padre y es igual a él (“consubstancial”) por el hecho de haber sido engendrado eternamente por él. Es “la imagen de Dios invisible” (Col 1,15), “el esplendor de su gloria, la irradiación de su substancia” (Heb 1,3). Esta “procesión” puede llamarse “misión” eterna del Hijo de Dios, y fundamenta la misión temporal. El Hijo es “el enviado al mundo” por el Padre (Jn 17,36; cfr. 3,16-17), bajo la acción o “unción” del Espí­ritu Santo (Lc 4,18). La procesión eterna del Hijo y del Espí­ritu (respectivamente por generación y espiración) es el fundamento de la misión temporal (la Encarnación del Verbo por obra del Espí­ritu), como nuevo modo de la presencia de Dios en el mundo. La misión temporal del Hijo y del Espí­ritu son una extensión (aunque no necesaria) de su procesión eterna. La misión temporal es una gracia y no una necesidad.

La máxima unidad vital de Dios

El misterio de Dios Amor, revelado por Jesús, aparece como unidad vital (una naturaleza divina), en tres personas distintas, que, por la donación total mutua, son la máxima unidad, siendo las tres personas iguales en cuanto a la divinidad. “A causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espí­ritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espí­ritu Santo; el Espí­ritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo” (Concilio de Florencia).

Hay un sólo Dios, porque cada “persona” divina es pura relación de donación. El Padre es relación al Hijo por generación activa. El Hijo es relación al Padre por ser engendrado (generación pasiva). El Padre y el Hijo son relación al Espí­ritu por “espiración” activa. El Espí­ritu Santo es relación al Padre y al Hijo por “espiración” pasiva. El Padre se expresa a sí­ mismo en el Hijo, y ambos se expresan amando en el Espí­ritu Santo. Así­ es la máxima unidad vital de Dios Amor.

La creación y la redención del ser humano (y del universo) tienen origen en Dios Padre, que “nos ha elegido” eternamente en su Hijo único, para ser “hijos de adopción” (hijos en el Hijo), por la gracia y “prenda del Espí­ritu” (Ef 1,3-14). La creación y la redención son, pues, obra de la Trinidad y vuelven a la Trinidad, hacia “un nuevo cielo y una tierra” (Apoc 21,1). “El Padre lo hace todo por medio del Hijo, en el Espí­ritu Santo, y de esta manera se conserva la unidad de la santa Trinidad” (San Atanasio).

Al presentar la Trinidad de Dios en el encuentro con las religiones fuertemente monoteí­sta, hay que acentuar la unidad vital, puesto que esta unidad no es abstracción, a modo de una idea o un primer motor, sino la fuente viva en sí­ misma, de la que también participará el hombre por medio de la redención de Jesús.

Trinidad, fuente de la misión

Por esto, “la í­ndole misionera de la Iglesia” está “basada dinámicamente en la misma misión trinitaria” (RMi 1). Es “la Iglesia de la Trinidad”. La misión viene de Dios Padre, por el Hijo, en el Espí­ritu Santo; se realiza según los planes salví­ficos de Dios y se completa continuamente en una dinámica eclesial y cósmica hacia Dios.

La unidad de Jesús, con el Padre y en el Espí­ritu (Jn 16,14-15), se convierte en el origen y el objetivo de la misión Jesús, que como Verbo procede eternamente del Padre, es enviado a comunicar a cada ser humano la participación en la vida trinitaria de Dios amor. Ello equivale a entrar a formar parte de la “unidad” vital de Dios “Que sea uno, como tú, Padre en mí­ y yo en ti” (Jn 17,21). Esta es la misión que recibió Jesús y que transmitió a los suyos “Como tú me enviaste al mundo, así­ yo les enví­o al mundo” (Jn 17,18). La misión que Cristo recibió del Padre y que llevó a la práctica, “guiado por el Espí­ritu” (Lc 4,1.14), da sentido a toda su vida. Procede del Padre y vuelve al Padre (Jn 16,28).

Esa misma misión trinitaria, de la que Cristo es portador en cuanto Hijo enviado por el Padre, es la que comunica a sus apóstoles (Jn 20,21), para que puedan transformar (“bautizar”) a toda la humanidad, insertándola en la vida de Dios Amor, uno y trino, “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo” (Mt 28,19). Por esto, la misión es toda la Trinidad en acción, para introducir al hombre, creado y restaurado a su imagen, en su misterio trinitario de amor. Lo que Cristo recibió del Padre en el amor del Espí­ritu, es lo que comunica a toda la humanidad, para que todos sean “comunión” o reflejo de la vida trinitaria de Dios Amor “Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como nosotros somos uno” (Jn 17,22).

Dios Padre es la fuente primera (o el amor fontal) de la misión ad extra. El Hijo realiza el misterio pascual. El Espí­ritu Santo es enviado e infundido en la Iglesia para santificarla como fruto de la redención del Hijo y de los planes salví­ficos del Padre. A partir, pues, del misterio trinitario, se puede hablar de causa última de la misión “el amor fontal o caridad de Dios Padre” (AG 2; cfr. Jn 3,16); de misión constitutiva, fundacional y original el Padre enví­a al Hijo, el Padre y el Hijo enví­an al Espí­ritu Santo; misión realizada por Cristo de modo visible (encarnación, redención, misterio pascual) con los signos visibles de la misión invisible (gracia) del Espí­ritu Santo; misión consecuente, continuada y participada en la Iglesia, que es fruto y efecto de la misión constitutiva y de la misión realizada por Cristo.

Referencias Dios Padre, Espí­ritu Santo, inhabitación, Jesucristo.

Lectura de documentos LG 2-4; AG 2-4; CEC 238-267, 290-292, 2791.

Bibliografí­a AA.VV., El misterio trinitario a la luz del Vaticano II (Salamanca 1970); J. AUER, Dios uno y trino (Barcelona, Herder, 1982); V.M. CAPDEVILA, Trinidad y misión en el evangelio y en las cartas de San Juan Estudios Trinitarios 15 (1981) 83-153; C. DUQUOC, Dios diferente (Salamanca, Sí­gueme, 1982); J. ESQUERDA BIFET, Construir la historia amando. Trinidad y existencia humana (Barcelona, Balmes, 1989); B. FORTE, Trinidad como historia (Salamanca, Sí­gueme, 1988); W. KASPER, El Dios de Jesucristo (Salamanca, Sí­gueme, 1986); M.G. MASCIARELLI, La Chiesa è missione, prospettiva trinitaria (Casale Monferrato, PIEMME, 1988; J. MOLTMANN, Trinidad y reino de Dios (Salamanca, Sí­gueme, 1987); J.H. NICOLAS, Synthèse dogmatique. De la Trinité í  la Trinité (Paris, Beauchesne, 1986); J.J. O’DONNELL, Il mistero della Trinití  (Roma, Pont. Univ. Gregoriana, 1989); G. PHILIPS, Inhabitación trinitaria y gracia (Salamanca, Sí­gueme, 1980); L. SCHEFFCZYK, Dios uno y trino (Madrid, FAX, 1973); N. SILLANES, La Iglesia de la Trinidad (Salamanca, Secretariado Trinitario, 1981); S. VERGES, J.J. DALMAU, Dios revelado por Cristo ( BAC, Madrid, 1969).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
SUMARIO: Mensaje y vida de Jesús: El Padre. El Hijo. El Espí­ritu. Conclusión.

La concepción de Dios como Trinidad es rasgo tí­pico y único de la fe cristiana. Dicho de otro modo: la Revelación de Dios como Uno y Trino tiene su origen y fundamento en Jesús.

Ello, sin embargo, no equivale a decir que Jesús habló sin más y con toda claridad a sus oyentes palestinos de Dios Padre, Hijo y Espí­ritu Santo tal como luego ha confesado la Iglesia; mucho menos aún que les llamase “personas divinas” o de otra manera más o menos semejante y que afirmase la unidad esencial o consusbstancial de los tres.

Para un cristiano actual aun sólo ligeramente informado sobre su fe no ha de resultar difí­cil aceptar que Jesús no proclamase algo parecido a “Dios es Padre, Hijo y Espí­ritu Santo”, “Yo soy el Hijo de Dios e igual a El”, “aparte de mí­ hay un tercero en Dios que es el Espí­ritu Santo”, “somos iguales y somos tres y uno a la vez”, etc.

Desde luego frases de algún modo equivalentes o parecidas a éstas aparecen en los Evangelios -sobre todo en el de Juan- como expresiones de Jesús. Pero han sido puestas en su boca por los primeros cristianos, comunidades y evangelistas. Si se toman como palabras directas del Maestro -“ipsissima verba lesu” es la expresión técnica- es que no se entienden los Evangelios ni cómo se escribieron y, con ello, el fundamento de la fe no es sólido, porque se apoya en algo inexacto. Este punto debe quedar muy claro desde el principio, lo que no equivale a negar que la concepción de Dios como Uno y Trino carezca de base en Jesús. Sólo que las cosas son más complejas. Un breve esquema expositivo serí­a, más o menos, en orden cronológico inverso y de más claro a menos, el siguiente sólo a partir del Primer Concilio de Constantinopla, el segundo ecuménico, (año 381) podemos hablar de que existiese una básica doctrina dogmática clara de la Trinidad, con la definición de la divinidad del Espí­ritu Santo, previamente, en el Concilio de Nicea (año 325), se habí­a establecido la doctrina de la divinidad del Hijo “consubstancial” con el Padre. En los siglos anteriores (II y III) las cuestiones relativas a lo que luego habrí­a de ser la doctrina trinitaria completa habí­anse tratado amplia y polémicamente en la Iglesia a propósito de las que luego se han llamado controversias trinitarias. Evidentemente estas doctrinas tienen su base principal en las afirmaciones del Nuevo Testamento. En sus páginas encontramos muchos textos que hablan del Padre, Hijo y Espí­ritu, unas veces juntos, otras por separado, unas veces mencionando a los tres, otras sólo a dos de ellos. Lo cual sucede tanto en las cartas paulinas como en la obra de Juan y en los Evangelios Sinópticos.

Tales textos ofrecen muchos datos para poder hablar con fundamento sobre la Trinidad divina. Pero sabemos que mucho de lo que dicen los mismos Evangelios no es una exacta reproducción, más o menos taquigráfica, de las palabras de Jesús, sino que es elaboración que las comunidades primitivas y los autores neotestamentarios hicieron de las enseñanzas y acciones del Maestro. Elaboración sin duda fiel, pero que explicitaba más y formulaba más claramente lo que Jesús dijo e hizo de manera menos patente.

Por tanto, si queremos saber (más o menos) lo que Jesús dijo e hizo que fuera fundamento de las posteriores formulaciones trinitarias, hemos de ser cuidadosos en el discernimiento de los textos neotestamentarios y nuestras expectativas sobre los resultados han de ser forzosamente modestas.

MENSAJE Y VIDA DE JESÚS
Dentro de lo que podemos saber, ¿qué dijo, enseñó, hizo Jesús durante su vida que diera origen a las posteriores formulaciones trinitarias tanto en el Nuevo Testamento como en la tradición? ¿Cómo hablaba de Dios? ¿Qué base tiene en la predicación de Jesús la fe de la comunidad cristiana en un Dios uno y trino?
El Padre
Es bastante probable -o al menos posible- que el origen de la confesión neotestamentaria de la Trinidad tenga su origen en uno de los datos más sólidos y seguros de la predicación de Jesús, considerada desde el punto de vista histórico: la presentación que él hizo de Dios como “Abbá”. Esta es una de las aportaciones centrales, más nuevas y originales del mensaje “teológico” de Jesús de Nazaret. Y hasta puede considerarse el centro de su mensaje en lo referente directamente a Dios. Dejar la palabra en arameo -el lenguaje de Jesús- aun en contextos culturales donde resultaba incomprensible y habí­a de traducirse (Gal 4,6; Rm 8,15; Mc 14,36) es un indicio de la impresión que causó esta forma de hablar de Jesús.

“Abba” no significa sólo “padre”, aunque ésa sea la traducción más corriente. Es una forma del substantivo “padre” (estado “enfático”), que destaca los aspectos que en nuestras lenguas modernas están presentes o connotadas en el término “papá”. Es la manera en que los niños pequeños se dirigí­an a su padre. Aun fonéticamente la palabra aramea parece imitar los balbuceos iniciales de los bebés. Indica cercaní­a, confianza, seguridad, ternura… una intimidad sin precedentes en ninguna visión religiosa anterior.

Nunca antes Dios habí­a sido visto con estas caracterí­sticas tan acusadas. Algún pasaje del Antiguo Testamento (Os 11,1-9) se acerca algo a esa visión y no es imposible que Jesús se inspirara en él. Pero no es la forma corriente de concebir a Dios. No se puede explicar la visión de Dios que late en la expresión de Jesús por un simple desarrollo lineal del concepto de Dios veterotestamentario. Otros rasgos predominan en esa imagen, que no será preciso exponer aquí­. No se trata únicamente de que Jesús insistiera en esa visión de Dios como padre/papá con formulaciones concretas. De otras expresiones suyas emerge algo semejante. Sin llamarle explí­citamente Abbá en la parábola de los dos hijos (Lc 15,11-32) -incorrectamente llamada “del hijo pródigo”- sugiere lo mismo una figura paterna que acepta incondicional y gratuitamente, por puro amor, a hijos no merecedores en absoluto de tal acogida.

Un resumen no inexacto del mensaje central de Jesús, latente también en la predicación del Reino, es decir, que Dios está incondicionalmente a favor de los seres humanos y, de modo especial, de los más necesitados por diversos motivos: pobres, pecadores, etc. Lo cual es otro modo de afirmar la paternidad de Dios.

Pero esta presentación de Dios hunde sus raí­ces, como no puede ser menos, en la experiencia personal de Jesús.

Hay indicios importantes de que Jesús se dirigió a Dios no sólo como Abbá de los seres humanos, sino como a su propio Abbá/Padre. El texto más significativo es Mc 14, 16 en la oración del huerto y su paralelo Lc 23,46 aunque en este último haya desaparecido el término arameo. Difí­cilmente, dado todo el contexto, habrí­a la tradición “inventado” la expresión sin base en la actuación del propio Jesús.

Pero no se trata de palabras aisladas. La manera de proceder de Jesús a lo largo de su vida pública tiene como trasfondo al menos una cierta percepción de Dios como Padre suyo de un modo particular. Cuando exhorta a la total confianza en el Padre en las peticiones (Mc 11,25; cfr. Mt 6,32; Lc 12,30) está suponiendo que El mismo tiene ese sentimiento de seguridad ante su propio Padre.

De hecho la vida de Jesús muestra que afronta las crecientes dificultades y se encamina hacia su destino apoyado en un Dios al que considera Padre suyo pese a esas dificultades.

Esta relación de Jesús con Dios es tan especial que hay varios textos evangélicos en que Jesús aparece hablando de “mi Padre” (vg. Mt 7,21; 11,27; 18, 10.13.19.35; Lc 10,22; 22,29) y en otros en que dice sólo “vuestro Padre” (vg. Mt 5,16.45.48; 6,1.8.14; 7,11; 10,29; Mc 11, 25.26; Lc 8,36; 12,32). Una sí­ntesis tardí­a comunitaria de esta distinción podrí­a ser Jn 20,17 donde expresamente se distingue “mi padre” de “vuestro padre”.

Ello sugiere que Dios es visto como Padre de Jesús de forma única y diferente del modo cómo es Padre de los demás seres humanos; que la relación que Jesús tiene con Dios es distinta de ésta, aunque ambas están relacionadas entre sí­, porque no en vano se usa el mismo vocablo de “Padre” y el correspondiente de “Hijo/hijos” para designarlas.

Se confirma esta impresión con algún texto donde la relación entre padre e hijo expresada en los tí­picos términos semí­ticos de conocimiento se restringe a ellos dos excluyendo a todos los demás seres humanos: nadie es capaz de conocer al Padre sino el Hijo (Mt 11,27 y par Lc 10,22).

El Hijo
Ahora bien, es obvio que la noción de Dios Padre de Jesús está unida totalmente a la de Jesús como Hijo de Dios, dado que son conceptos mutuamente relativos. Mucho de lo dicho más arriba sobre este punto es válido también ahora y no será necesario repetirlo por menudo.

“Hijo de Dios”, aplicado a Jesucristo en su sentido más fuerte, es un tí­tulo fundamentalmente postpascual. Por ello, aun cuando aparezca con frecuencia en los Evangelios difí­cilmente puede tomarse como dato de la vida de Jesús, sino como expresión de la fe de los primeros cristianos en El. Muy tí­pico en este sentido, por ejemplo, es el primer versí­culo de Marcos: “Comienzo del evangelio de Jesucristo Hijo de Dios” Mc 1,1.

Jesús, sin embargo, durante su vida, hubo de producir ciertamente una impresión de alguien vinculado y unido con Dios de una forma extraordinaria. Puesto que en el Antiguo Testamento, y aun en otras religiones, no era tan inusual designar como “hijos de Dios” a personas que tení­an una especial relación con Dios (Os 11,1; Jr 3,19; Dt 14,1; Sal 73,15; 2 Sm 7,14; Sal 2,7…), no se puede excluir que algunos de sus seguidores le aplicasen esta designación, aunque no nos consta con certeza. Y aunque no llegasen a hacerlo es innegable la relación mencionada percibida por seguidores y también, de algún modo, quizás por él mismo, porque no es verosí­mil que las primeras comunidades cristianas hubiesen tan pronto y tan constantemente aplicado a Jesús este concepto si no hubiese habido base histórica alguna en su propia vida.

Otra cuestión es la de la propia conciencia de Jesús. Hay actuaciones suyas, verosí­milmente históricas, que apuntan en la dirección de que Jesús se sentí­a, como mí­nimo, tan unido con Dios que podí­a permitirse perdonar pecados, hablar ennombre de Dios, pretender estar por encima de la Ley – ¡de Dios!- y del Templo y pensar y decir que sus obras hací­an presente el Reino de Dios. Quizás de alguna forma Jesús debió de tener idea de que su relación personal con Dios era especialmente fuerte. ¿Llegarí­a a imaginarla como análoga a la de un hijo con su padre? Dada su visión de Dios como Padre de los seres humanos y suyo (cfr. apartado anterior), no es inverosí­mil asumirlo.

Hay algún texto, que aun reconociendo su probable reformulación postpascual, es tan clave e importante que no se puede pasar por alto en cuanto a un cierto valor histórico y nos sugiere lo que Jesús pensaba de sí­ mismo. Se trata de la respuesta al Sumo Sacerdote en Mt 26,63-64 y Mc 14,6162: “¿Eres tú el Mesí­as, el hijo del Bendito? Jesús respondió: Yo lo soy…” en la formulación de Marcos.

En todo caso es patente que, después de la Resurrección, los cristianos comenzaron muy pronto a hablar de Jesucristo como Hijo de Dios. Los textos son abundantí­simos, muy primitivos y se encuentran en todas las tradiciones, algunas de ellas prepaulinas (vg. 1 Tes 1,10; 1 Cor 9,1; 2 Cor 1, 19; Gal 1, 16; 2, 20; 4, 1, 6; Rm 1, 3.4.9; 5, 10; 6,3.29.32; Ef 4,13; cfr. Flp 2,6-11; Sinópticos (passim), Hch 9,20 y Cuarto Evangelio en muchos lugares, así­ como 1 Jn y Hebreos). Es cierto que la concepción de lo expresado posteriormente como consubstancial o igualdad esencial con el Padre no aparece claramente en todos ellos. Pero ya hay una base más que suficiente para aceptar que Jesús tiene una relación única e irrepetible con Dios, adecuadamente expresada diciendo que es el Hijo Unigénito. De momento, es cierto que tal designación es ambigua como por ejemplo la de Rm 1,3-4: “…acerca de su hijo, nacido de la estirpe de David según la carne, constituido hijo de Dios en poder según el espí­ritu de santidad en la resurrección de entre los muertos, Jesucristo nuestro señor”. Hasta llegar a las claras formulaciones posteriores tiene lugar un proceso que puede vislumbrarse en el Nuevo Testamento y hasta en las controversias trinitarias posteriores.

Por otra parte, además, el llamar a Jesús “el Hijo” va unido con las otras formas de reconocimiento que los primeros cristianos van formulando, como: Señor, Mesí­as/Cristo, Palabra/Verbo/Logos, Hijo del Hombre, etc. con los que aparece unido frecuentemente en los textos neotestamentarios.

La Resurrección de Jesús, aceptada por la fe, es indudablemente el factor que comienza a hacer comprender a los seguidores de Jesús el misterio de su filiación divina. Es la confirmación por parte de Dios de las pretensiones de Jesús sobre su persona, mensaje y obra; es la revelación sobre su naturaleza. A partir de ella no hay dificultad ninguna en reconocer a Jesús como Hijo de Dios y proclamarlo de ese modo, como muestran los Evangelios en tantos lugares y el resto del Nuevo Testamento.

La proclamación de Jesús como Hijo de Dios se convierte en el centro de la fe cristiana.

El Espí­ritu
Es más difí­cil encontrar menciones claras del Espí­ritu que podamos remontar hasta el mismo Jesús. El proceso de aparición de esta expresión aplicada a Dios es mucho más complejo que las dos anteriores.

Por un lado tiene precedentes en el Antiguo Testamento, donde, partiendo del sí­mbolo del “viento”, “soplo” se habla repetidas veces del “espí­ritu de Dios”. Puede resumirse el panorama de lo referente al Espí­ritu de Dios diciendo que con esa expresión se quiere designar una fuerza divina que transforma a los seres humanos (jueces, reyes, profetas, el Mesí­as, el Siervo del Señor y aun el mismo pueblo) y les ayuda en sus respectivas misiones, a actuar y, en especial, a hablar y dar testimonio en nombre y de parte de Dios. Viene a ser como la presencia activa de Dios que llega a los seres humanos, individual ycolectivamente; sus efectos son múltiples y maravillosos: santificar, dar valor, revelar, consagrar para algo… Es también una forma de decir que Dios, por transcendente que realmente es, no está aislado o lejano del mundo y de los seres humanos sino próximo y cercano a ellos, ya desde la misma creación, que crea la vida y que irrumpe en la existencia humana transformándola.

En el Nuevo Testamento aparecen ciertamente muchas menciones del Espí­ritu, no pocas de ellas referidas a la vida de Jesús. Pero, del mismo modo que ocurrí­a en lo relativo al Hijo, esas referencias son, en su práctica totalidad, fruto de la reflexión postpascual.

En cuanto al mismo Jesús histórico, es de suponer que Jesús conocí­a la tradición del “espí­ritu de Dios” veterotestamentaria. En ese sentido no es inverosí­mil que decisiones suyas, sentimientos, acciones personales, etc. las atribuyera al espí­ritu de Dios, con el que estaba especialmente en contacto dada la especial relación que con Dios le uní­a (cfr. más arriba). Si no se aplicó a sí­ mismo el texto de Is 61,1-2 (“el espí­ritu del Señor está sobre mi… para dar la buena noticia a los que sufren… para proclamar la amnistí­a a los cautivos…”) tan explí­citamente como aparece en Lc 4,18, no hubo de faltar mucho para que lo hiciera.

Por otra parte, en la misma lí­nea de total confianza en Dios y en su presencia activa, también es muy posible que, a la vista de su prevista desaparición de este mundo, creyera que sus seguidores y la comunidad por ellos formada, habrí­an de seguir teniendo un contacto con Dios semejante al suyo, o sea, que tendrí­an también el Espí­ritu del Señor que les ayudarí­a, como a El mismo, en el cumplimiento de su misión.

Todo ello se confirma, amplí­a y formula claramente después de la Resurrección, una vez que la primera comunidad ha comenzado a tener experiencia directa del Espí­ritu en ella misma.

En lo referente al mismo Jesús se dice que ha sido concebido por el Espí­ritu (Mt 1,20; Lc 1,35), que el Espí­ritu de Dios ha descendido sobre él en su Bautismo (Mt 3,11; Mc 1,10 y par. Mt 3,16; Lc 3,22; Jn 1,32). Además sus acciones se consideran y presentan como inspiradas y guiadas por el Espí­ritu; así­ cuando afronta las tentaciones (Mc 1,12, y par. Mt 4,1; Lc 41) o comienza su ministerio en Galilea (Lc 4,14). Así­ también Lucas ve su alabanza al Padre (Lc 10,21) como acción inspirada por el Espí­ritu Santo. Otras veces el mismo evangelista -el que más habla del Espí­ritu Santo en su doble obra, tanto en su Evangelio como en Hechos de los Apóstoles- dirá que la “fuerza de Dios” estaba en él (Lc 5,17; 6,19; 8,46…) lo que podrí­a considerarse como otro modo de hablar del “espí­ritu” de Dios presente y activo en Jesús.

En una palabra, la comunidad contempla una especial relación de unión con Dios por parte de Jesús que describe diciendo que tiene el Espí­ritu del mismo Dios, que es inspirado y movido por este Espí­ritu.

Todo ello son formulaciones postpascuales, inspiradas tanto por la tradición del Antiguo Testamento, la vida de Jesús, su muerte y resurrección y la propia experiencia de la primera comunidad.

Expresado de forma simple, en los primeros tiempos cristianos la Iglesia/comunidad experimenta una serie de vivencias dentro de ella misma, de diferentes tipos, que no puede explicarse por una simple referencia y apelación a Jesús y a su predicación. Es una presencia viva y nueva de Dios actuando dentro de ella, en plano individual y, sobre todo, colectivo, en la lí­nea de las conocidas actuaciones de Dios en el Antiguo Testamento (cfr. más arriba) y en la vida de Jesús. Son vivencias que tienen ciertamente que ver con Jesús, pero que, de alguna forma, van más allá del mero recuerdo. La forma de expresar tal vivencia es decir que tienen el Espí­ritu de Dios o el Espí­ritu de Jesús. Es un convencimiento total por parte de laprimera comunidad. Ello aparece con plena claridad en el libro de los Hechos, comenzando por la narración de la venida del Espí­ritu en Pentecostés (Hch 2,1-13). Aun cuando esta obra sea fruto de una formulación lucana posterior, nos muestra básicamente estas experiencias de los primeros tiempos, que fueron la base de las formulaciones más tardí­as. También las cartas de Pablo, anteriores cronológicamente a los evangelios y a Hechos, testimonian abundantemente este convencimiento de los primeros cristianos (cfr. v.g. 1 Tes 1,5.6:4,8; 5,19; Gal 3,2.5; 4,6; 5,5.16-25; 1 Cor 12 3-11; 2 Cor 13,13; Rm 8; etc.)
Como esta primera comunidad era consciente de que la presencia del Espí­ritu en ella procedí­a de Jesús llegan a hablar más tarde de la promesa que el mismo Jesús hace del Espí­ritu (cfr. Jn 14,15-26; 15,26-27; 16,5-15).

Conclusión
Cabe hacer algunas consideraciones generales sobre la Trinidad con la base de todo lo dicho hasta ahora.

No aparece una preocupación de Jesús por hablar sistemáticamente de Dios como Uno y Trino mencionando lo que, posteriormente, se designó con el nombre de “personas (‘hypostaseis’ en la terminologí­a original griega) divinas”. Más bien habla de “Padre”, “Hijo” o “Espí­ritu” según los contextos lo requieren; otras veces vincula a dos de ellos Padre e Hijo, Padre y Espí­ritu y, más raramente, Hijo y Espí­ritu.

Todaví­a más que las mismas referencias directas de Jesús a la Trinidad, ésta aparece en los escritos posteriores, es decir, en el Nuevo Testamento, aunque de forma menos sistematizada que en la teologí­a de los siglos siguientes. La perspectiva general de las menciones neotestamentarias es la de la Trinidad económica o funcional.

Es decir, no hay interés especulativo y ontológico alguno en cuanto a exposición teórica sobre Dios. Más bien encontramos que Jesús habla del Padre, del Hijo o del Espí­ritu en su relación con la humanidad o con los seres humanos individuales. Relación que evidentemente es para salvarlos.

También del lenguaje trinitario puesto en boca de Jesús -por ser expresión humana- vale la consideración que siempre ha de hacerse cuando el ser humano habla de Dios. No se trata de un lenguaje exacto sino analógico. Realmente llamar a Dios “Padre”, “Hijo” y “Espí­ritu” es lenguaje simbólico. Se aplican a Dios categorí­as humanas que sólo valen de él aproximadamente, nunca de tal manera que podamos creer que hablamos adecuadamente. Para caer en la cuenta de lo cierto de esta afirmación basta tener en cuenta que sólo se habla de Dios como “Padre” o “Hijo” que son términos de sexo masculino, cuando es evidente que en Dios no hay género ni sexo. De hecho en algún pasaje bí­blico se insinúa la presentación de Dios como Madre, pero como este tema no aparece directamente relacionado con el mensaje de Jesús hemos de dejarlo fuera de la presente consideración.

Finalmente: si bien, como hemos dicho repetidamente, la formulación más o menos clara de la Trinidad sea posterior a Jesús, El es quien pone en marcha esta reflexión y es, en último término, y por así­ expresarlo, el último responsable de una concepción de Dios uno y trino como aparece en el cristianismo. Sin El, sin su concepción de la divinidad y de sí­ mismo, así­ como de las relaciones del ser humano con Dios, no es verosí­mil que se hubiera elaborado esta doctrina.

BIBL. — L. AloNSO SCHí“KEL, Al aire del Espí­ritu, Santander Sal Terrae 1998; L. ALONSO SCHí“KEL, Dios Padre, Santander Sal Terrae 1991; S. FUSTER PARELLí“, Misterio trinitario. Dios desde el silencio y la cercaní­a, Salamanca Secretariado Trinitario 1997; M. HENGEL, El Hijo de Dios. El origen de la Cristologí­a y la historia de la religión judeo-helení­stica, Salamanca Sí­gueme 1978); J. JEREMIAS, Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca Sí­gueme 1988; L. LADARIA, El Dios vivo y verdadero. El misterio de la Trinidad, Salamanca, Secretariado Trinitario, 1998; J. M. ROVIRA BELLoso, Tratado de Dios Uno y Trino, Salamanca, Secretariado Trinitario, 1993; SEMANAS TRINITARIAS, Dios es Padre, Salamanca, Secretariado Trinitario, 1991; J. SCHLOSSER, El Dios de jesús, Salamanca, Sí­gueme 1995; E. SCHWEIZER, El Espí­ritu Santo, Salamanca Sí­gueme 1984.

Federico Pastor
 

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> Dios). Muchas religiones hablan de tres funciones o figuras de Dios, en lí­nea politeí­sta (habrí­a tres dioses básicos) o mí­stica (Dios tendrí­a tres nombres principales). Esos modelos nos ayudan a situar el tema de la Trinidad cristiana, fundada en la experiencia bí­blica del Dios que se revela en Jesús y que realiza su obra salvadora por medio del Espí­ritu Santo.

(1) La Trinidad de las religiones, (a) Cierto politeí­smo naturalista toma como signo hierofánico primero el despliegue sagrado de la vida, elaborando así­ a veces una especie de Trinidad o, mejor dicho, una trí­ada de tipo familiar, formada por el Dios Padre del cielo, la Diosa Madre de la tierra y el Dios Hijo, que nace de ellos y expresa en general la victoria de la vida sobre la muerte. Ese modelo se ha concretado de un modo especial en el oriente mediterráneo, donde hallamos la trí­ada cananea de dioses (El, Ashera y Baal) y la trí­ada egipcia de Osiris, Isis, Horus, que tanto ha influido en las formulaciones filosóficas del platonismo medio y del neoplatonismo. Estas religiones poseen trí­adas sagradas, pero los dioses que las forman no se pueden tomar como personas, en el sentido estricto del término; son más bien un signo de las fuerzas de la naturaleza y de la vida, (b) También se puede hablar de un Dios que se expresa a través de tres funciones sagradas, formando un triadismo funcional intradivino. Algunas tradiciones hindúes hablan de la Trimurti o tres formas de Dios (= Brahma, Vishnú, Shiva). En el fondo de la divinidad está Brahma, entendido como espí­ritu universal o sustrato fundante de toda realidad, especialmente de la hondura (Atmán) del ser humano. De Brahma provienen los otros dos grandes signos de Dios: Vishnú y Shiva. Brahma es la conciencia universal, totalidad sagrada; Vishnú es la fuerza del amor y de la vida creadora, Shiva el misterio de la muerte donde todo se disuelve para renacer de nuevo. Los tres momentos sagrados (Brahma, Visnú y Shiva) constituyen formas del ser divino, pero estrictamente hablando no se pueden llamar personas, no son Trinidad. (c) Puede hablarse igualmente de una Trinidad revelatoria, formada por los tres momentos que integran la manifestación de lo divino (el Revelador, la Revelación, lo Revelado). Hay un Dios revelador, principio y fuente de todo lo que existe: ley divina en que se fundan todas las diversas realidades del cielo y de la tierra. Hay una Revelación divina, entendida como proceso de despliegue del mismo Dios que se vuelve luz (en ciertas formas de budismo) o palabra (en el judeocristianismo e islam). Está, finalmente, lo Revelado, la nueva Realidad que brota de la revelación de Dios y que se puede identificar con el Espí­ritu Santo de las tradiciones cristianas y se relaciona con la comunidad sagrada (la Umma del islam o la Shanga del budismo). Este esquema se hallarí­a especialmente expresado en las Tres Joyas del budismo que incluyen el Dhama o ley universal de la realidad, el Btula o revelador de su luz y la Sangha o comunidad de monjes iluminados que expresan sobre el mundo el sentido de la realidad original, del nirvana. Ciertamente hay un proceso temario de despliegue de la realidad sagrada, pero no podemos hablar de personas trinitarias, (d) Algunos hablan también de una Trinidad filosófica expresada de múltiples maneras en las tradiciones de Occidente. La más conocida es la del neoplatonismo con sus diversas variantes. Algunos hablan del Dios-Artí­fice como causa activa, de la Materia-Preexistente como causa receptiva y del Mundo divino (o las ideas) que brotan de la unión de los momentos anteriores. Otros aluden al Uno como Dios fundante, a la Sophia o Logos, que expresa el sentido de ese Dios en perspectiva de idea creadora, y al Alma sagrada del mundo. En el fondo de este esquema hallamos la certeza de que la realidad es originalmente un proceso divino donde todo se encuentra sustentado y vinculado: la vida de la realidad se expresa y despliega en tres momentos. Hay ciertamente un esquema ternario, no existe Trinidad de personas.

(2) La Trinidad cristiana. La experiencia fundante de la Trinidad se encuentra en la Biblia Cristiana (Antiguo y Nuevo Testamento), que es el libro de la revelación de Dios Padre, a través de la vida-mensaje de Jesús y de la presencia de su Espí­ritu. La Biblia no ha empleado el término Trinidad, ni ha desarrollado una reflexión temática sobre las “tres personas de Dios”. Ciertamente, muchos cristianos han visto ya en el mismo Antiguo Testamento cierto número de imágenes o prefiguraciones de la Trinidad (los tres ángeles bajo la encina de Mambré, Gn 18; los tres jóvenes del horno de fuego, Dn 3,24-90; los serafines de Isaí­as Is 6,3; etc.), (a) Testimonios del Nuevo Testamento. En sentido estricto, los cristianos saben que sólo el Nuevo Testamento ha ofrecido el testimonio trinitario, de Dios Padre, por Jesús, en el Espí­ritu. Desde esa base, los sinópticos hablan de la vida histórica de Jesús, que invoca a Dios como Padre y que actúa con la fuerza del Espí­ritu Santo, venciendo de esa forma a los espí­ritus impuros. Por su parte, Pablo presenta a Jesús como Kyrios pascual, Señor divino, que está siempre vinculado a Dios Padre y que actúa en la Iglesia por medio del Espí­ritu Santo. Desde ahí­ se entienden las numerosas fórmulas ternarias de sus cartas, como aquella con la que culmina la Segunda a los Corintios: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espí­ritu Santo sean con todos vosotros” (2 Cor 13,14). Por su parte, Juan evoca las relaciones filiales de Je sús con el Padre, de tal forma que todo su evangelio es una reflexión sobre la gran comunión divina del Padre y del Hijo Jesús, que se expresa y actualiza en la Iglesia por medio del Espí­ritu Paráclito. De esa forma, sin citar la palabra trinidad, los grandes escritores del Nuevo Testamento, cada uno a su manera, ofrecen el testimonio de Jesús a quien vinculan con el Padre y el Espí­ritu, aunque no formulen su experiencia de una forma trinaria expresa, como hace Mt 28,19, cuando presenta la última palabra de Jesús a sus amigos: “Id y haced discí­pulos de todas las naciones, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo”, (b) Reflexión de la Iglesia. La elaboración de la teologí­a trinitaria se ha realizado más tarde, en el curso de los primeros siglos, para desarrollar el sentido de la nueva experiencia cristiana y también, de alguna forma, para responder a una serie de problemas planteados por aquellos a quienes los creyentes de la Gran Iglesia consideran herejes o infieles al legado de Cristo y de la tradición apostólica. Algunos de esos herejes parecen rechazar el monoteí­smo bí­blico, cayendo en un tipo de triteí­smo; otros niegan la divinidad de Cristo o del Espí­ritu; otros, es fin, como algunos gnósticos, parecen confundir o mezclar los diversos aspectos de Dios, introduciendo en su interior un proceso vital de tipo triádico que rompe la bondad de Dios o que niega el valor de la historia. Pues bien, el Nuevo Testamento no emplea el nombre Trinidad, pero habla de Dios Padre, de Jesús (a quien descubre de un modo radical como divino) y del Espí­ritu de Dios. Uno de los primeros autores que ha empleado dentro de la Gran Iglesia el término trias para hablar de Dios ha sido Teófilo de Antioquí­a, un apologista de finales del siglo II. Unos decenios más tarde, Tertuliano introducirá la fórmula “una esencia y tres personas” para designar a la Trinidad, una fórmula que se convertirá en punto de referencia para la teologí­a posterior. Desde ese momento, en los primeros siglos de la Iglesia, y también en la Edad Media, se realizó un gran esfuerzo para expresar en lo posible el misterio, explicándolo a través de palabras que resultaban adecuadas para la época: hipóstasis, persona, esencia, procesión, relación, perijóresis… Esas palabras, tomadas en su mayor parte de la filosofí­a griega, nos resultan hoy a veces alejadas, de manera que algunos piensan que la Trinidad constituye un misterio inaccesible; pero, situadas en su contexto y recreadas en perspectiva actual, nos permiten descubrir la Trinidad como centro y corazón de nuestra vida, expresión del despliegue y de la comunión de Dios.

Cf. X. Pikaza, Dios como Espí­ritu y persona, Sec. Trinitariado, Salamanca 1990; Enquiridion Trinitatis, Sec. Trinitario, Salamanca 2005; X. Pikaza y N. Silanes, El Dios cristiano. Diccionario teológico, Sec. Trinitario, Salamanca 1994.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: 1. Dios se revela como Trinidad sólo a partir de Jesucristo. – 2. Historia humana de la revelación de Dios como Trinidad. – 3. Competencias intransferibles de la Trinidad en la historia de la salvación. – 4. De la Trinidad “ad extra” a la Trinidad “ad intra” – 5. ¿Cómo evangelizar hoy sobre la Trinidad?

1. Dios se revela como Trinidad sólo a partir de Jesucristo
El hombre tiene acceso al conocimiento de muchos aspectos sobre Dios, “principio y fin de todas las cosas”, “partiendo de las cosas creadas” (Vaticano 1, Denzinger, 1785). Ciertamente, uno de los misterios divinos inaccesibles a la luz natural de nuestra razón es el misterio de la Trinidad de Personas en Dios.

No ha habido filosofí­a ni religión natural que hayan intuido siquiera que Dios es Trino y Uno (Trino en cuanto a Personas y Uno en cuanto a Naturaleza).

Tampoco en las religiones consideradas reveladas por Dios mediante los profetas (judaí­smo, islam) encontramos confesiones de fe en una divinidad única integrada por Tres Personas. La razón explicativa de este hecho no es porque entre los judí­os y los mahometanos no haya grandes mí­sticos y teólogos, sino sencillamente porque sólo los cristianos reconocemos que Jesucristo es el Hijo de Dios humanado y sólo Alguien que es Dios como Jesucristo podí­a revelarnos esa verdad tan í­ntima e inaccesible para nuestras mentes y corazones: la verdad de que Dios es Padre-Hijo-Espí­ritu.

Jesucristo, con su historia concreta y con su resurrección gloriosa, constituye el ara reveladora de la existencia de Tres Personas en la única naturaleza de Dios. Para nosotros los cristianos, Dios se ha manifestado como Padre-Hijo-Espí­ritu sobre todo a través de los acontecimientos que tuvieron lugar en Jesucristo, y no tanto como resultado de una comunicación verbal del Maestro a los discí­pulos ni, mucho menos aún, como fruto de la investigación intelectual por parte de los primeros cristianos.

2. Historia humana de la revelación de Dios como Trinidad
A la luz de los textos del N.T. que hacen comparecer nominalmente a la santa Trinidad de manera explí­cita (cf. Mt 28,18-20; Jn 14,26; 15,26; 20,21-23; Rom 1,3-4; 2Cor 13,13; He 1,7-8), hay que afirmar terminantemente que fue efectivamente el acontecimiento escatológico de la resurrección del Señor el origen, la raí­z, la matriz engendradora de la fe de los cristianos en la Trinidad de Personas en Dios.

Entonces, en la acción resucitadora de Dios sobre Jesús, fue cuando los primeros cristianos empezaron a creer que Dios es Padre-Hijo-Espí­ritu. Por otro lado, era lógico que la captación de la existencia de Tres Personas en Dios por parte de los primeros cristianos tuviera comienzo precisamente en el hecho insólito de la victoria de Jesús sobre la muerte. No se trataba de una intervención divina extraordinaria en el marco de la historia. Tampoco de algo que tuviera que ver con la acción creadora de Dios respecto de la humanidad entera. Nunca antes Dios habí­a emprendido una acción tan cualificada como la de resucitar a un ser humano concreto a la vida perdurable (revelación de Dios como Padre). Tampoco Jesucristo tení­a experiencia de haber recibido de Dios anteriormente tanto como la actual manera escatológica de ser hombre (revelación de Dios como Hijo). El ejercicio activo de resucitar del Padre y el ejercicio pasivo de ser resucitado del Hijo fueron llevados a cabo por Ambos con infinito Amor (revelación de Dios como Espí­ritu). En la resurrección de Jesús, los primeros cristianos contemplaron absortos la manifestación gloriosa de la Trinidad: “Trinitas gloriae!”.

Pero los Apóstoles no se contentaron con el reconocimiento de la Trinidad gloriosa. Al igual que retrotrajeron la filiación divina de Jesús resucitado al Jesús de la historia, los primeros discí­pulos confiesan la presencia y la actuación de las Tres divinas Personas en el transcurso de la vida histórica de Jesús. Claro que dicha confesión de fe de los Apóstoles en la intervención de la Trinidad en la historia lleva consigo la aceptación de un rebajamiento o kénosis no sólo del Hijo eterno, sino también del Padre y del Espí­ritu eternos:

“Esta autocomunicación se realiza, en la ‘economí­a’, según un estatuto de ‘condescendencia’, de humillación, de servicio y, por decirlo todo, de kénosis. Ello obliga a reconocer una distancia entre la Trinidad ‘económicamente’ revelada y la Trinidad eterna. Es la misma y Dios es comunicado verdaderamente, pero de un modo no connatural al ser de las divinas personas: ¿El Padre ‘omnipotente’? ¿Dónde está en un mundo lleno del escándalo del mal? ¿El Hijo ‘resplandor de su gloria, efigie de su sustancia’, ‘sabidurí­a’ de Dios? ¡Es la sabidurí­a de la cruz! Es tan poco reconocible, que la blasfemia contra él será perdonada. ¿El Espí­ritu? Carece de rostro; se le ha definido frecuentemente como desconocido.” (YVES M. J. CONGAR, El Espí­ritu Santo, Herder, Barcelona 1983, 460).

Lo mismo que ciertos Padres de la Iglesia, y el mismo Lutero, hablan de la “theologí­a crucis”; los primeros cristianos admiten de buen grado la realidad histórica de una “Trinitas crucis”.

Ya desde el principio de la encarnación del Hijo eterno, hay que hablar de la participación de las Tres divinas Personas, cada Una de Ellas a su manera, en la aventura humana de Jesús de Nazaret.

En lo referente a la encarnación del Hijo de Dios, hay que reconocer desde un principio que en la tradición de la Iglesia, y por tanto también en la tradición de la teologí­a, ha pesado sobremanera una visión infundadamente negativa de la historia de la salvación; se han entendido y valorado la encarnación y vida entera del Hijo unigénito de Dios bajo la perspectiva de la redención de los pecados de los hombres, en lugar de haber considerado en ella ante todo y sobre todo la comunicación que Jesucristo nos hizo a los hombres de la Vida Tripersonal de Dios.

Es muy significativo a este respecto la respuesta dada por los Padres de la Iglesia postnicena y por los teólogos de la Edad Media (Anselmo de Aosta, Tomás de Aquino) a la pregunta: ¿Por qué Dios se ha hecho hombre? Con palabras de san Agustí­n: “Si el hombre no hubiera perecido, el Hijo del hombre no hubiera venido” (De catechizandis rudibus, 17, 28). Con este modo negativo de concretar la motivación de la encarnación del Hijo, la vida y la muerte posteriores de Jesucristo no parecen tener más finalidad que la de satisfacer a Dios por las injurias que los hombres cometen contra El y expiar en carne propia e inocente los castigos que los pecadores deberí­an en realidad recibir personalmente.

La consecuencia más grave de este enfoque “hamartiológico” (=de pecado) es la imagen de Dios que se deja entrever: en vez del Dios Tripersonal y bondadoso, tenemos al Dios Unipersonal y justiciero.

Además de lo dicho sobre el nacimiento humano del Hijo del Padre, habrí­a que decir otro tanto de la predicación de Jesús sobre el reino de Dios (lo diremos en el apartado 5), y más encarecidamente todaví­a sobre la muerte de Jesús en la cruz. Vamos a centrarnos ahora únicamente en la entrega de Jesús hasta la muerte y muerte de cruz.

El Padre, impulsado por el Amor infinito para con los hombres, llegó a permitir que Jesús muriera como murió, pero el Padre no podí­a ser el Padre de Jesucristo y dejarlo abandonado siquiera un instante en la soledad engullidora de la muerte. Este abandono por parte del Padre es teológicamente -más exactamente dicho: Trinitariamente- imposible.

Tampoco Jesús, como Hijo humanado, podí­a dudar en absoluto de la presencia y solidaridad del Padre cuando experimentó en la cruz la soledad invasora de la muerte. Un pensamiento fugaz de duda admitida por parte de Jesús en relación con la presencia amorosa del Padre era también algo teológicamente -trinitariamente- imposible.

Jesús creyó en todo momento en la comunión inmutable del Padre y del Espí­ritu, particularmente en aquellos momentos de abandono de los hombres y de mayor soledad como hombre (en la muerte). Refiriéndose precisamente a este momento de la muerte, el evangelista Juan, el evangelista de mayor visión Trinitaria de Dios, ya habí­a puesto en boca de Jesús, con anterioridad al hecho de la cruz, estas palabras:

“Mirad que llega la hora (y ha llegado ya) en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo. Pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn 16,32).

A la luz del N.T., hay que decir sobre la muerte de Jesús que el que murió en la cruz fue ciertamente el Hijo humanado y que lo hizo con infinito amor -en el Espí­ritu-. Pero hay que completar lo anterior añadiendo que también el Padre “se entregó” con infinito amor -en el Espí­ritu- en la “entrega” de su Hijo humanado a la muerte. Más aún: la muerte del Hijo humanado fue “experimentada” antes por el Padre que por el Hijo humanado. El Padre siempre es el primero respecto del Hijo, tanto en el misterio de la Trinidad “ad extra” como en el misterio de la Trinidad “ad intra”. Esta prioridad del Padre se hizo manifiesta a los cristianos por primera vez y diáfanamente en el acontecimiento de la resurrección del Señor.

La historia humana de la revelación de Dios como Trinidad, que arranca del acontecimiento de la resurrección de Jesús y se extiende retrospectivamente a toda la historia de Jesús, desde su nacimiento hasta su crucifixión, pasando por la actividad pública del predicador de Galilea sobre el reino de Dios, ha tenido que hacernos ver con claridad que nuestro Dios actúa en la historia de la salvación no unipersonalmente, sino tripersonal o trinitariamente.

3. Competencias intransferibles de la Trinidad en la historia de la salvación
Si analizamos la intervención de las Tres divinas Personas en la historia de la salvación (creación, nacimiento e historia del Hijo humanado, resurrección de Jesús con enví­o del Espí­ritu santo y parusí­a del Señor), caeremos pronto en la cuenta de que cada Persona desempeña una función propia y especí­fica.

La función propia del Padre es la de actuar como Dador o Donante: es el Primero, el Principio, el Origen, el Padre en las diferentes fases de la historia de la salvación. De ahí­ que se le atribuyan al Padre todas las acciones salvadoras en su momento originario, inicial: la creación como comienzo de toda la historia de la salvación; el enví­o del Hijo a hacerse hombre y a cumplir con su Voluntad salví­fica; la resucitación del Hijo muerto y sepultado; la determinación del cumplimiento de la parusí­a del Señor Jesús.

Por parte del Hijo, su función peculiar consiste en ser el Receptor cabal de la donación salvadora del Padre. Con esta función distintiva de la Persona divina de Jesucristo, guardan relación aquellas acciones del Hijo humanado que responden perfectamente a la iniciativa salutí­fera del Padre: hacerse carne; cumplir históricamente con el designio salvador del Padre; ser resucitado; extender su gloriosa humanidad al resto de la creación, cuando el Padre se lo señale.

En cuanto a la función que caracteriza e identifica al Espí­ritu santo como a la Tercera Persona divina, es su función, dentro de la historia de la salvación, de unir a los hombres entre sí­ y a éstos con Cristo y con el Padre de Cristo la función propia. Gracias a esta función especí­fica del Espí­ritu, los que nos diferenciamos por raza, lengua, costumbres llegamos a vivir como si fuéramos miembros de un mismo cuerpo (cf. 1 Cor 12,12 s.), confesamos que Jesús, el Crucificado, es el Señor, nuestro Señor (cf. Rom 10,9), y nos dirigimos sin temor alguno al Dios invisible, como hijos suyos, y le llamamos “Abbá, Papá” (cf. Gál 4,6).

Las funciones indicadas y que el Padre, el Hijo humanado y el Espí­ritu llevan a cabo en la historia de la salvación no son, sin embargo, intercambiables entre las divinas Personas: el Padre no será nunca el que fue resucitado de la muerte ni el que nos hace clamar desde nuestras entrañas “Abbá, Papá”. El Hijo no será jamás el que nos resucitará ni el que construye en la actualidad la comunidad dentro de la Iglesia. Finalmente, el Espí­ritu no será nunca jamás el que ha sido exaltado por el Padre ni el que es esperado que se manifieste gloriosamente en el último dí­a.

4. De la Trinidad “ad extra” a la Trinidad “ad intra”
El N.T. se expresa sobre la Trinidad en términos históricos-salví­ficos, de cara a su comunicación con nosotros. Otra caracterí­stica de la revelación Trinitaria de Dios a los hombres es su cristocentrismo. De hecho, ha sido la Segunda Persona de la santa Trinidad, el Hijo unigénito, quien se ha humanado históricamente y después ha sido hecho hombre glorificado mediante su resurrección de entre los muertos.

Al hilo de los dos acontecimientos cristológicos mencionados, aparecen la manera de ser y las relaciones existentes entre las Tres Personas divinas.

Con motivo de la encarnación, el Padre es el que toma la iniciativa de enviar con amor infinito -en el Espí­ritu- al Hijo eterno. El Hijo recibe, también con actitud de amor ilimitado -en el Espí­ritu-, la misión del Padre de hacerse hombre.

En el acontecimiento de la resurrección, es de nuevo el Padre el único Sujeto agente que amorosamente -en el Espí­ritu- realiza la acción resucitadora sobre el Hijo muerto y sepultado. A su vez, el Hijo acoge amorosamente -en el Espí­ritu- la humanización escatológica que su resurrección de entre los muertos comporta. Ambos, Padre resucitador e Hijo resucitado, enví­an al Espí­ritu vivificador y unificador a la humanidad en general y a la Iglesia en particular.

Pues bien, la teologí­a de los primeros concilios, empapada en la cultura helení­stica, se encargó de traducir el lenguaje dinámico, funcional, narrativo, del N.T. sobre la Trinidad de Personas en Dios a un lenguaje más directamente ontológico o metafí­sico, esencialista, uniforme, con el peligro siempre latente de insistir más en la Unicidad de la naturaleza divina que en la Diversidad de las Tres Personas divinas.

Pero la dirección de la labor teológica ha sido hecha desde el principio -y así­ debe continuar siéndolo- desde la Trinidad manifestada en y a través de la encarnación y resurrección de Jesucristo (Trinidad “ad extra”) hacia la visión constitutiva, metafí­sica, de las Tres Personas en el interior de la divinidad (Trinidad “ad intra”). ¿Es que acaso, para nuestro conocimiento del Misterio de los Misterios, que es Dios en Sí­ considerado, tenemos otro camino mejor que Jesucristo? ¿Existe siquiera algún otro camino además de Jesucristo?
Los teólogos han visto con satisfacción y saludado con alborozo el principio acuñado por K. Rahner en relación con el tratado “De la Trinidad” y que no hace más que consagrar en la reflexión teológica la orientación que va de la Trinidad “ad extra” a la Trinidad “ad intra”: “La Trinidad que se manifiesta en la economí­a de la salvación /Trinidad “ad extra”/ es la Trinidad inmanente /Trinidad “ad intra”/, y viceversa. (Advertencias sobre el tratado dogmático “De Trinitate”; en sus Escritos de Teologí­a, t. IV, Taurus, Madrid 1961, 105-136).

De acuerdo con este axioma, la teologí­a afirma como realidad intradivina: que el Padre es la Primera Persona en Dios, que, en lugar de mirarse narcisistamente a Sí­ solo como el Manantial de la vida, se entrega amorosamente (=en el Espí­ritu) al Hijo; que el Hijo es la Segunda Persona en Dios, quien, en vez de estimarse egoí­stamente como el Océano maravilloso de las aguas primigenias de la vida, considera amorosamente todo lo que es (=en el Espí­ritu) como recibido de su Padre; que el Espí­ritu es la Tercera Persona en Dios, que actúa de lazo amoroso de unión entre las Dos Personas mencionadas, la del Padre y la del Hijo.

También han sido los hechos históricos-salví­ficos de la misión del Hijo y la del Espí­ritu los que han guiado a los teólogos en sus especulaciones sobre las “procesiones” intradivinas o relaciones eternas dentro de Dios.

En el caso de la primera misión, la de Jesucristo, que como Hijo del Padre nace en el tiempo, se transparenta en ella claramente que en la eternidad es también el Hijo quien procede del Padre por engendramiento de Este.

En cuanto a la segunda misión o enví­o del Espí­ritu Santo y santificador a la Iglesia, unos textos del N.T. aseguran que el propio Jesús, una vez resucitado, enviará al Espí­ritu (cf. Jn 15,26a; 16,7), mientras que otros informan de que es el Padre el que enviará al Espí­ritu (cf. Jn 14,16.26; 15,26b). Basándose en los dos tipos de textos, el Credo de Nicea-Constantinopla terminó por registrar en su articulado (¿siglo VI?) la procesión del Espí­ritu de la siguiente manera: “que procede del Padre y del Hijo” (“Filioque”). No pocos teólogos proponen, con razones convincentes y con ánimo conciliador, la siguiente fórmula para atraer a la Iglesia griega, partidaria de la supresión del “Filioque”, a la común fe Trinitaria: “Espí­ritu, que procede del Padre por medio del Hijo”.

5. ¿Cómo evangelizar hoy sobre la Trinidad?
Si hemos preguntado antes: “¿Existe siquiera algún otro camino además de Jesucristo” para conocer la realidad misma del misterio Trinitario del único Dios?, es que pensábamos que no hay ningún otro camino. No valen aquí­ los sí­mbolos lógicos de costumbre (Triángulo, Trébol) ni tampoco las vivencias y estructuras antropológicas (facultades humanas, relaciones entre los miembros de una familia). El único que ha vivido directamente el misterio de la Tri-Unidad de Dios ha sido Jesús de Nazaret. Y a él tenemos que referirnos para poder dar algunas pautas de evangelización sobre la Trinidad.

Comencemos diciendo que desde el punto de vista de la metafí­sica, nosotros no tenemos parecido alguno con Dios Padre, Fuente de todo lo bueno que existe, sino sólo con Dios Hijo. Todo cuanto somos y tenemos lo hemos recibido, desde la vida biológica hasta la vida de fe. A partir de esta semejanza nuestra con el Hijo en su relación eterna con el Padre, fijémonos en cómo actuó Jesucristo, el Hijo hecho hombre como nosotros, el tiempo en que predicó sobre el reino de Dios o sobre el sentido de esta vida.

A la hora de interpretar el sentido de la existencia del hombre sobre la tierra, Jesús lo entiende, en el Espí­ritu, desde el Padre y así­ lo da a conocer públicamente: “Aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque le da el Espí­ritu sin medida” (Jn 3,34; cf. 12,49-50; 14,24; 17,8).

En cuanto a vivir en la práctica el reino de Dios, Jesús actúa perfectamente de acuerdo con la voluntad del Padre, que le ha enviado, en el Espí­ritu, precisamente para realizar dicho reino sobre la tierra: “Les dice Jesús: Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4,34; cf.Jn 5,36; 6,38; 17,4).

El resultado de este modo de predicar y de vivir sobre el reino de Dios es esa figura concreta de Jesús de Nazaret, referido y unido esencial y existencialmente al Padre, en el Espí­ritu, como lo está el niño a su madre, todaví­a conectado a ella y pendiente de ella mediante el cordón umbilical.

“Podéis intentar un test difí­cil de personalidad: cualquiera que sea la pregunta que se le hace, Jesús no tiene más que una respuesta. ¿De dónde vienes?: del Padre. ¿Adónde vas?: al Padre. ¿Qué haces?: las obras, la voluntad del Padre. ¿Qué dices?: nada sobre mí­, sino lo que he visto en el Padre. Más que los razonamientos abstractos sobre la Trinidad, este test nos introduce en el corazón del misterio de Dios. Jesús es a la vez totalmente libre, perfectamente él mismo, pero también es totalmente relación con el Padre, hacia el Padre” (ETIENNE CHARPENTIER, Para leer el Nuevo Testamento, Verbo Divino, Estella 1984, 110).

La única manera que tenemos de anunciar a la Trinidad consiste en vivir esta vida según la vivió Jesús de Nazaret, obsesionados como él por conocer ante todo el sentido salví­fico del Padre sobre la existencia terrenal y empeñados en traducirlo en la realidad de nuestras conductas, y contando para todo ello con el esclarecimiento y la fuerza actuales y actuantes del Espí­ritu Santo.

BIBL. – BRUNO FORTE, Trinidad como historia. Ensayo sobre el Dios cristiano, Sí­gueme, Salamanca 1988; JOSEP M. ROVIRA BElLOSO, Trinidad: Padre, Hijo y Espí­ritu santo, en Diccionario teológico (El Dios cristiano), Secretariado Trinitario, Salamanca 1992, 1370-1394; JOSE ANTONIO SAVES, La Trinidad, misterio de salvación, Palabra, Madrid 2000.

Eduardo Malvido Miguel

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios “MC”, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

El Dios cristiano es Dios-Trinidad. Este término es tardí­o no sólo cronológicamente (aparece en Oriente con Teófilo de Antioquí­a, como trias, “trí­ada”, y en Occidente con Tertuliano, como trinitas, “trinidad”), sino también conceptualmente, ya que fue elaborado tras una profunda reflexión en el debate interior de la comunidad eclesial y por las dificultades y controversias entre ésta y los interlocutores del momento, sobre todo el judaí­smo y el helenismo. Tanto trias como trinitas designan en el contexto histórico-eclesial en que figuran en el léxico teológico no tanto el concepto de unidad en Dios (expresado por monarchia), sino más bien la peculiaridad del Dios cristiano (es decir Trinidad) respecto al monoteí­smo hebreo.

Así­ pues, en el momento de aparecer la palabra Trinidad no dice cuál es la relación entre la unidad de Dios y la trinidad de Dios, como ocurrirá luego, sino más bien el paso de la reflexión creyente de la paradoja cristológica a la trinitaria. Decir Trinidad significa decir el único Dios de Abrahán, Isaac, Jacob, Padre de nuestro Señor Jesucristo, el cual manifiesta y enví­a al Espí­ritu Santo como don procedente del Padre por medio del Hijo. La literatura del Nuevo Testamento, que no habla formalmente de Trinidad, presenta la obra de salvación ligada a Jesús, como el gran Revelador del Padre y camino de acceso a la comunión con él en la santificación del Espí­ritu Santo, el cual -sobre todo en la perspectiva de Juan- introduce en la verdad que es Jesucristo. Dios resulta ser entonces un circuito de amor en el cual se insertan los hombres gracias al misterio pascual de muerte, resurrección y glorificación. El Nuevo Testamento por su parte nos presenta al Padre y al Hijo unidos, pero distintos: el Logos, que desde la eternidad se dirige al Padre (Jn 1,1), lo recibe todo de él (Jn 6,23; 13,3; 8,18). Si el Padre es iniciativa y principio, el Hijo es receptividad y acogida. Así­ también el Espí­ritu Santo es otro Paráclito, que procede del Padre y es “llevado” por el Hijo que lo posee en sobreabundancia (Jn 4,18; Hch 2,33; 10,38) y lo da sin medida (Jn 7 39), pero al mismo tiempo el Espí­ritu Santo se distingue del Padre y del Hijo.

La primitiva confesión de fe expresada en los sí­mbolos era más bien cristológica. La paradoja del cristianismo era la cruz y la resurrección de Jesucristo. Al principio prevalecieron las fórmulas binarias con una fuerte connotación soteriológica y escatológica. Por eso, se veí­a siempre a Dios-Padre según la novitas traí­da por Jesucristo (1 Cor 8,6; 1 Tim 6,13). De este modo el acontecimiento Jesucristo queda inserto en la única divinidad de Dios; el hecho de que Dios sea Dios se capta por tanto a través de Jesús. El, como acontecimiento escatológico, revela al mismo tiempo lo que es Dios, lo que es la historia y lo que es el hombre.

La inteligencia trinitaria de] acontecimiento Cristo aparece muy pronto en la profesión de fe y, si se refiere a la fórmula bautismal ternaria (Mt 28,19), no es para una reflexión sobre la Trinidad en sí­ misma, sino gracias a la confesión del Espí­ritu Santo junto con el Padre y el Hijo, que completa precisamente el artí­culo cristológico, En efecto, el “ser en Cristo” se hace posible por el ser en el Espí­ritu Santo para tener acceso al Padre (Rom 8,14-17). El Dios cristiano a partir del misterio de Pascua no puede concebirse más que como Padre, Hijo y Espí­ritu Santo, es decir, como acontecimiento trinitario.

En la lucha por la ortodoxia, la reflexión teológica por una parte y por otra parte las herejí­as y el desarrollo dogmático que encuentra su expresión más alta en los concilios, llevan, aunque de manera distinta, a pensar en los acontecimientos salví­fico-escatológicos, centrados en la muerte-resurrección de Jesús, de forma refleja, en relación con la realidad de Dios en sí­ mismo. La referencia del acontecimiento Cristo a la Trinidad pone de relieve cómo la salvación está ligada al ser eterno de Dios, con lo que se considera a la Trinidad como el misterio principal de la fe, privilegiando las categorí­as de esencia y de ser aunque llevando a cabo una purificación del lenguaje, que hace pensar no tanto en la helenización como en una deshelenización del cristianismo.

Autores como Tertuliano, Atanasio, Orí­genes, Basilio, Gregorio de Nisa, Gregorio de Nacianzo, por una parte, y las definiciones de los concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381), por otra, acaban con la herejí­a que de hecho, en su negatividad, es la ocasión para ilustrar a través del dogma la verdad sobre Dios-Trinidad. Tanto si la herejí­a se presenta bajo la forma de monarquianismo dinámico o modalista, como impregnada de gnosticismo o de dualismo (en el insidioso arrianismo), será siempre un rechazo concreto de la paradoja Jesucristo-Dios Y por tanto la paradoja trinitaria. El hecho de que la herejí­a no sea capaz de comprender la novedad paradójica del cristianismo, permaneciendo así­ en una mentalidad más bien racionalista, revela no sólo la dificultad de ponerse de acuerdo en las fórmulas, sino su incapacidad de acoger la Trinidad como un misterio. Por eso, es significativo que la respuesta de ]a ortodoxia comience precisamente por restablecer quién es verdaderamente Jesús en su re]ación con e] Padre (DS 125), definiendo su consubstancialidad (omoousios), para pasar luego a establecer la divinidad del Espí­ritu Santo (DS 150) contra aquellos semiarrianos que hací­an de él una criatura del Logos y poder así­ proclamar con el papa Dámaso, en el año 382, que la salvación consiste en creer en la Trinidad (DS 177). Si la ortodoxia nicena fue sostenida sobre todo por Atanasio, que insistió en el significado soteriológico de la consubstancialidad del Hijo con el Padre, Basilio, Gregorio de Nisa Y Gregorio de Nacianzo contribuyeron a que el paso de Nicea a Constantinopla se diera bajo el signo de la continuidad. Fueron ellos los que introdujeron los términos de hipóstasis y de ousí­a, hasta llegar a la formulación: “una substancia, tres hipóstasis” y percibir cómo la divinidad del Espí­ritu Santo se deduce también contra los pneumatómacos del argumento soteriológico (¡no nos diviniza si no es Dios!). La especulación oriental debe mucho a los capadocios; ellos exaltan además la monarchí­a del Padre y resaltan el carácter orgánico y genético de la Trinidad. La divinidad del Hijo y la del Espí­ritu se sitúa de forma dinámica en relación con el Padre.

Evidentemente, este planteamiento facilita la comprensión de la relación entre la oikonomí­a y la theologia.

El modo occidental de pensar en la Trinidad está determinado más bien por Agustí­n, y se bifurcará a continuación en dos tendencias: una más bien mí­stico-personalista (san Bernardo, Ricardo de San Ví­ctor, san Buenaventura) y la otra más intelectualista (san Anselmo, santo Tomás). Si en la especulación oriental las hipóstasis trinitarias son el Dios cristiano, en la especulación latina, que tiene a Agustí­n como protagonista, Dios es la Trinidad: Dios es siempre juntamente Padre, Hijo Y Espí­ritu Santo. Agustí­n parte de la unidad de Dios, cerrando así­ el camino al arrianismo, para captar en la unidad la trinidad de las personas, a las que él no ve por otro lado como individuos distintos (¡Dios no es triple, sino Trinidad!). Precisamente para no caer en una concepción autonomista de los Tres de la Trinidad, Agustí­n prefiere la categorí­a de relación a la de persona: según él, la relación expresa mejor la comunidad y la unidad en Dios. Además, la búsqueda de las analogí­as triádicas que saca Agustí­n de la estructura del alma humana (memoria, inteligencia, voluntad) hacen famosa su explicación trinitaria, a pesar de las limitaciones que advierte el mismo doctor africano.

En efecto, Agustí­n es consciente de que las tres facultades del alma humana se insertan en una sola persona, mientras que los Tres de la Trinidad son Personas distintas. aunque en la unidad de una sola substancia.

Santo Tomás prosigue en Occidente de forma original la larga onda del influjo agustiniano. Sobre todo en la Summa, en coherencia con el planteamiento del exitus-reditus, parte de Dios en sí­ mismo con las ventajas evidentes de cerrarse así­ a todo posible subordinacionismo y triteí­smo, proclamando la coeternidad, consubstancialidad e igualdad del Padre, Hijo Y Espí­ritu Santo. Sirviéndose de la añalogí­a, Tomás utiliza las categorí­as de procesiones, relaciones, personas y misiones para ilustrar la Trinidad. El procedimiento de Tomás en la explicación de la doctrina trinitaria se convertirá en norma y punto de referencia imprescindible en la teologí­a posterior. Siempre se tenderá a considerar las categorí­as mencionadas como el instmmento lógico para explicar de qué manera la trinidad de Dios está de acuerdo con su unidad.

La reflexión de santo Tomás, que escondí­a sin embargo la fatiga del concepto, quedó absorbida y a menudo esterilizada en parte en una explicación que, una vez asegurada la existencia y la unidad de Dios, deducí­a la no-repugnancia de la razón frente al misterio trinitario, explicado con el auxilio de la terminologí­a tomista. El adagio que se convirtió en doctrina eclesiástica común sobre la Trinidad (sunt quinque notiones, quattuor relationes, tres personae, duae processiones, una natura, nulla probatio), es la prueba de una sí­ntesis teológica completa ya en sí­ misma, que sobre todo en estos últimos siglos no se preocupó ya de ilustrar la novedad soteriológica del ser trino de Dios. Era lógico entonces que la teologí­a trinitaria se presentase en nuestro siglo subdividida en dos tratados distintos, De Deo Uno y De Deo Trino, sin una vinculación operativa entre ambos, Y que el tema del conocimiento natural – de Dios tuviera un papel preponderante sobre el trinitario. Pero precisamente cuando parecí­a ya totalmente sólido este planteamiento metodológico, empezó a entrar en crisis. Es bien sabido cómo la especulación trinitaria occidental, que los manuales se encargaban de hacer formalista por las razones mencionadas, sin una vinculación viva con las fuentes patrí­sticas, ha sufrido en el siglo xx criticas teológicas tanto en el mundo protestante como en el católico. La acusación principal era la de que consideraba poco el significado histórico-soteriológico-económico de la Trinidad, con la consecuencia de una separación notable de la cristologí­a, considerada también ella de forma más bien deductiva y poco histórica.

Se explica así­ la aparición del axioma “la Trinidad económica es la Trinidad inmanente Y viceversa” (K. Rahner), que se convirtió en un auténtico programa de replanteamiento de la teologí­a trinitaria. Por otra parte, se advirtió la necesidad de ulteriores explicaciones para no caer en un exagerado apofatismo, que acabarí­a engendrando una visión funcional del misterio trinitario. En efecto, actualmente la reflexión sobre Dios busca un equilibrio entre el misterio soteriológico y el ontológico, para que también la espiritualidad y la praxis cristiana sean más trinitarias y para que el hecho de que Dios sea trino repercuta en la confesión de fe. La salvación consiste realmente en el escándalo de Jesucristo crucificado y resucitado que pertenece a Dios-Padre y está ligada al Espí­ritu Santo, que manifiesta la esencia de Dios, a saber, el Amor. Partiendo precisamente de la reflexión sobre Dios como Agapé se revisan hoy las categorí­as tradicionales de persona, procesión, relación…, acogiendo las aportaciones del pensamiento moderno, especialmente del personalismo, y confrontándose con la teologí­a oriental, para que pueda ilustrarse mejor el misterio de un Dios Amor concebido como relacionalidad, comunión, circulación de amor, a quien el hombre y la sociedad están llamados como a su más alta vocación. La Trinidad se convierte de esta manera en el origen, el icono y la meta de la existencia cristiana. Y entonces todas las dimensiones de la teologí­a vuelven a pensarse en su dimensión trinitaria.

N Ciola

Bibl.: J M. Rovira Belloso, Trinidad, en DTDC, 1370-1394; W Kasper, El Dios de Jesucristo, Sí­gueme, Salamanca i986; O. González de Cardedal, Misterio trinitario y existencia humana, Rialp, Madrid i965; lr. Moltmann, Trinidad y Reino de Dios, sí­gueme, Salamanca i983; Ch. Duquoc, Dios diferente. Ensayo sobre la simbólica trinitaria, Sí­gueme, Salamanca 1982; B. Forte, Trinidad como historia, Sí­gueme, Salamanca 1988.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. La revelación de Dios como Trinidad: 1. Experiencia de un encuentro; 2. La resurrección como historia trinitaria; 3. La Trinidad y el misterio pascual; 4. Punto de partida de la doctrina trinitaria. II. El dogma de la Santí­sima Trinidad: 1. El Padre; 2. El Hijo; 3. El Espí­ritu Santo; 4. Trinidad: alteridad y comunión. III. Principios teológicos para la catequesis: 1. Trinidad y fe cristiana; 2. Trinidad, misterio de salvación; 3. Historia de Jesús, pedagogí­a de Dios; 4. Catequesis trinitaria y existencia cristiana. IV. Consideraciones antropológicas: 1. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios; 2. Factores psicológicos y culturales. V. Orientaciones para una catequesis trinitaria: 1. La “Trinidad inmanente” y la “Trinidad económico-salví­fica”; 2. Descendiendo a la pedagogí­a por edades. Conclusión.

Cuando miramos a nuestra sociedad, descubrimos a muchas personas abandonadas, que no pueden contar con nadie para exponerle sus ilusiones o sus penas. A su alrededor todos pasan deprisa y hace mucho tiempo que no han tenido un encuentro feliz con nadie; nadie se detiene a atenderles, nadie les abre sus puertas; muchos los ven, pero nadie los mira; son como cosas intrascendentes. Entre ellas hay trabajadores sencillos, jóvenes sin empleo, amas de casa agobiadas, niños solos con padres que trabajan, muchachas recién llegadas a la ciudad, pobres transeúntes, padres en paro, emigrantes. Todos nos hacen guiños para que los escuchemos, les echemos una mano, pero nadie se da por aludido.

Y sin embargo, no podemos vivir sin comunicarnos; estamos hechos para convivir unos con otros, para ayudarnos, para relacionarnos con amigos. Esta aspiración humana tan profunda, la expresa así­ el Vaticano II: “Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gén 1,27)… la expresión primera de la comunión entre personas humanas. El hombre es, en efecto, por su í­ntima naturaleza, un ser social y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás” (GS 12).

La vocación de toda persona es la apertura, el diálogo, la comunicación, la solidaridad con las demás personas, y la quiebra total o parcial de esta aspiración a la comunión vital suelen acarrear deterioros importantes en la autorrealización de las personas y aun de la sociedad. ¿De dónde brota esta vocación í­ntima a la comunicación y comunión entre las personas? ¿Por qué estas no pueden desarrollarse armónicamente sin relacionarse con los demás? ¿Cuál es la incomunicación más radical que impide la realización humana en profundidad? ¿Cómo puede superarse esa incomunicación? ¿De dónde pueden nacer orientaciones éticas y pedagógicas para abordar situaciones tan graves? No son ajenos a estos hondos problemas humanos ni el mensaje de la revelación sobre el Dios cristiano ni la catequesis sobre el mismo. Dios se revela, en efecto, para salvar al hombre, para iluminar su existencia, para llenar su vida de sentido.

I. La revelación de Dios como Trinidad
Desde la cuna de la Iglesia, la imagen cristiana de Dios surge como una realidad misteriosa en una doble dirección: la de ser un Dios único y la de ser, a la vez, un Dios trino. Este perfil del Dios cristiano tiene su origen exclusivo en las revelaciones de la Sagrada Escritura.

En efecto, “la fe de los orí­genes narró la Trinidad: proclamando el acontecimiento pascual, lo relató como historia trinitaria” (B. Forte). ¿Cómo lo hizo? Las revelaciones bí­blicas no son discursos extrahumanos caí­dos desde el cielo, sino palabras consignadas por hombres “movidos por el Espí­ritu Santo” (2Pe 1,21). Los mismos escritores subrayan frecuentemente que se trata de la “palabra de Dios”1.

1. EXPERIENCIA DE UN ENCUENTRO. En el principio fue la experiencia de un encuentro: Jesús se manifiesta vivo a los suyos, huidos de él y dispersados el viernes santo. Este encuentro transformó radicalmente sus vidas. Al miedo sucedió el coraje; los huidos se convirtieron en testigos hasta la muerte, por su entrega definitiva a Aquel a quien traicionaron. Desde el viernes santo al alba del domingo de pascua aconteció en ellos algo tan trascendental que dio origen al movimiento cristiano en la historia.

En el anuncio cristiano que recogen los textos del Nuevo Testamento, la comunidad primitiva confiesa el encuentro cón el Resucitado como una experiencia de gracia, tal como aparece, especialmente, en el relato de las apariciones: es el Resucitado quien toma la iniciativa de mostrarse vivo; luego viene el proceso de reconocerlo por parte de los discí­pulos y, por fin, llega la misión: son enviados como testigos de lo que oyeron, vieron y palparon. Así­ la experiencia pascual resulta transformante y se puede comunicar a los hombres de todos los rincones del mundo, de todos los tiempos.

2. LA RESURRECCIí“N COMO HISTORIA TRINITARIA. En la narración del encuentro con el Resucitado los testigos y la palabra de Dios, relatan la resurrección como historia trinitaria. En efecto:
a) La iniciativa de la resurrección es de Dios, el Padre: “Dios lo ha resucitado” (He 2,24), “con la grandeza de su poder” (Ef 1,19). En la resurrección, el Padre interviene en la historia porque toma postura ante el Crucificado, constituyéndolo “Señor y mesí­as” (He 2,36), y a la luz de estos dos tí­tulos -teológico y soteriológico- el Padre autoriza a reconocer: 1) en el pasado de Jesús la historia del Hijo de Dios entre los hombres; 2) en su presente, al Viviente vencedor de la muerte; y 3) en su futuro, al Señor que volverá en gloria. Y todo ello el Padre lo hace en favor de nosotros, muertos… y a quienes “nos resucitó con él” (Ef 2,4-6). “La resurrección, como historia del Padre, es por tanto el gran sí­ que el Dios de la vida dice sobre el Hijo y en él sobre nosotros, prisioneros de la muerte; por eso es el tema del anuncio y fundamento de la fe, capaz de dar sentido y esperanza a nuestras obras y a nuestros dí­as (1Cor 15,14)” (B. Forte).

b) La resurrección es también historia del Hijo. “Cristo ha resucitado” (cf Mc 16,6; Mt 27,64…). El Jesús prepascual dice “Destruid este templo y en tres dí­as lo levantaré” y el evangelista añade: “El hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,19.21). Cristo resucita tomando postura activa respecto a su historia y a la de las personas por las que murió. Si la cruz es el triunfo del pecado, de la ley y del poder, su resurrección es la derrota del poder, de la ley y del pecado; el triunfo de la libertad, de la gracia y del amor, por parte de Aquel que “es el Señor de la vida” (cf Rom 5,12-7,25). 1) Respecto del pasado, el Resucitado ha confirmado sus pretensiones de antes de morir: reconciliar a los desunidos (cf Ef 2,14-18); 2) respecto del presente, él es el Viviente y dador de vida (cf He 1,3; Jn 20,4); 3) Respecto del futuro, es Señor de la gloria y primicia de la humanidad nueva (cf 1Cor 15,20-28). La pascua es, pues, historia del Hijo y, por eso, también nuestra historia.

c) La resurrección es historia del Espí­ritu. Es el Espí­ritu el que el Padre entrega al Hijo para que el Humillado sea exaltado y el Crucificado viva su nueva condición de Resucitado; y al mismo tiempo, es aquel que infunde el Señor Jesús según su promesa (cf Jn 14,16; 15,26; 16,7; He 2,32ss). Así­ pues, en el acontecimiento de la resurrección, el Espí­ritu se presenta como ví­nculo entre Dios y el Cristo y entre el Resucitado y nosotros: él une al Padre con el Hijo, resucitándolo de entre los muertos, y a los hombres con el Resucitado, dándoles a vivir la vida nueva. El Espí­ritu no es ni el Padre ni el Hijo, pues aquel lo da y este lo recibe y lo vuelve a dar. El Espí­ritu es Alguien que, nunca separado de ellos, es distinto y autónomo en su acción, hasta el punto que Jesús pueda decir en el enví­o misionero a sus apóstoles: “[Bautizadlos] en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo” (Mt 28,19).

Por tanto, la resurrección es acontecimiento de la historia trinitaria de Dios. En él, la Trinidad se ofrece como unidad del Resucitante, del Resucitado y del Espí­ritu de resurrección y de vida: dado por el Padre y recibido por el Hijo, y dado por el Hijo y recibido por los hombres para vivir en comunión de vida con los Tres. “El acontecimiento pascual revela la unidad de la Trinidad, abierta a nosotros en el amor y, por tanto, es ofrecimiento de salvación en la participación de la vida del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo. La Trinidad, historia trinitaria de Dios revelada en pascua, es historia de salvación, historia nuestra…” (B. Forte).

3. LA TRINIDAD Y EL MISTERIO PASCUAL. La Trinidad es el misterio central de la fe, estrechamente unido al misterio pascual. En la revelación definitiva, realizada en el Hijo encarnado, muerto y resucitado -acontecimiento pascual- se destaca que Dios como Padre, Hijo y Espí­ritu se ocupa del mundo para su salvación. El misterio y dogma de la Trinidad en su entraña más profunda porta el cuño soteriológico. Este es el misterio por excelencia de la fe cristiana. “El misterio de la Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí­ mismo. Es, pues, la fuente de todos los misterios de la fe, es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la jerarquí­a de las verdades de fe” (CCE 234).

Aunque siendo fieles también al Catecismo (CCE 638) y a la narración bí­blica de la Trinidad, se puede decir más plenamente que el núcleo central de la fe y de la vida cristiana es el misterio pascual-trinitario, de donde recibe sentido toda la revelación. Tanto es así­, que cuando la Iglesia celebra, desde los orí­genes, su pascua semanal -el domingo- en la eucaristí­a, la anáfora o plegaria eucarí­stica es una narración que entrelaza el relato del acontecimiento pascual y la alabanza e invocación trinitarias, como el corazón de la fe cristiana. El misterio pascual es el lugar siempre vivo de la entrega del amor trinitario a la humanidad.

4. PUNTO DE PARTIDA DE LA DOCTRINA TRINITARIA. Toda la riqueza simbólica de la revelación bí­blica sobre estas tres realidades divinas personales: evangelio de la infancia, escenas del bautismo de Jesús, grandes textos de san Pablo2 y fundamentalmente la riqueza que contienen los textos sobre el acontecimiento pascual, constituye el punto de partida de la doctrina trinitaria en la comunidad primitiva y, por ello, debe ser también la base de nuestra comprensión del dogma de la Trinidad.

En todo caso “la Trinidad es un misterio de fe en sentido estricto… Dios, ciertamente, ha dejado huellas de su ser trinitario en su obra de creación y en su revelación a lo largo del Antiguo Testamento. Pero la intimidad de su ser como Trinidad santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón e incluso a la fe de Israel antes de la encarnación del Hijo de Dios y el enví­o del Espí­ritu Santo” (CCE 237).

II. El dogma de la Santí­sima Trinidad
La verdad revelada de la Santí­sima Trinidad ha estado desde los orí­genes en la raí­z de la fe viva de la Iglesia. Durante los primeros siglos, la Iglesia formula más explí­citamente su fe trinitaria, tanto para profundizar su propia inteligencia de la fe como para defenderla contra los errores. Esta fue la obra de los concilios antiguos, ayudados por el trabajo teológico de los Padres de la Iglesia y sostenidos por el sentido de la fe del pueblo cristiano.

Para la formulación del dogma de la Trinidad, la Iglesia debió crear una terminologí­a propia con ayuda de nociones de origen filosófico. La mayor parte de estas nociones fueron extraí­das de la filosofí­a griega. La Iglesia utiliza, por ejemplo, el término sustancia para designar el ser divino en su unidad; el término persona para designar al Padre, al Hijo y al Espí­ritu Santo en su distinción real entre sí­; el término relación para designar el hecho de que su distinción reside en la referencia de cada uno a los otros (cf CCE 262).

Veamos, en lí­neas generales, los componentes fundamentales del dogma de la Santí­sima Trinidad:
a) La Trinidad es una. La fe cristiana no confiesa tres dioses, sino un solo Dios en tres personas. Las personas divinas no se reparten o dividen la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios (cf CCE 253). En efecto, el Dios cristiano no es triteí­sta, sino que es un solo Dios constituido en su misma esencia de forma tripersonal, es decir, comunitaria.
b) Las personas divinas son realmente distintas entre sí­. Dios es único, pero no solitario. Dios es comunidad personal. Padre, Hijo y Espí­ritu Santo no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, facetas de su modo de ser, sino que son realmente distintos entre sí­. Son distintos entre sí­ por su relación de origen. El Padre engendra, el Hijo es engendrado, el Espí­ritu Santo es quien procede (cf CCE 254).
c) Las personas divinas son relativas unas a otras. En el seno de Dios hay distinción real de las personas entre sí­, pero esto no divide la unidad divina, porque estas personas están relacionadas entre sí­, se refieren mutuamente. El Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el Espí­ritu Santo lo es a los dos. No existen entre ellos relaciones de oposición (cf CCE 255). Hay una dinámica relacional intratrinitaria, que se fundamenta en el amor.

1. EL PADRE. En el Antiguo Testamento, el tí­tulo de padre se aplica rara vez a Dios, y en la literatura apocalí­ptica, como en los escritos de Qumrán no se emplea para nada. Una rara excepción la constituye también el Antiguo Testamento en esa manera de hablar que, sin duda, ha de ser el punto de partida para el nombre de Padre que se aplica a Dios en el Nuevo Testamento. Al designar a Dios con el nombre de Padre, el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad trascendente y, al mismo tiempo, bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos.

El Padre, en la mentalidad judeocristiana, significa autoridad, fundamento, principio y, al mismo tiempo, centro de amor. Padre, en el Nuevo Testamento, indica, además de autoridad y de centro, ternura. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf ls 66,13; Sal 131,2), que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura3.

El lenguaje de la fe se sirve así­ de la experiencia humana de los padres que son, en cierta manera, los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Eso indica que no es legí­timo realizar una asociación directa entre el Padre en sentido teológico y la experiencia personal de la paternidad.

Entre lo humano y lo divino hay siempre un abismo. Sin embargo, la idea del buen padre, del padre que perdona incondicionalmente al hijo y le acoge en su seno, es una imagen humana adecuada para acercarse analógicamente al misterio de Dios Padre. Conviene recordar siempre que Dios trasciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Trasciende la paternidad y la maternidad humanas (cf Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf Ef 3,14; Is 49,15): nadie es padre como lo es Dios (cf CCE 239).

El Padre, que posee la divinidad sin recibirla de ningún otro, la da entera a su Hijo, al que engendra desde toda la eternidad y al Espí­ritu Santo, en el que los dos se unen. Así­ Jesús nos revela la identidad del Padre y de Dios, del misterio divino y del misterio trinitario.

Cuando Cristo comienza con la palabra Padre la nueva oración que ha enseñado a sus discí­pulos a petición de estos (Lc 11,2-4), está creando el tratamiento básico con el que el cristiano ha de dirigirse a su Dios. En sus predicaciones, Jesús se refiere siempre explí­citamente a Dios como Padre, cuando dice que “vuestro Padre sabe” (Mt 6,8.32; 23,9) lo que necesitáis y que “tu Padre” ve en lo oculto y te recompensará (Mt 6,4.18).

2. EL Hilo. El que aparece como segundo nombre en la fórmula bautismal, que en el desarrollo posterior se entiende, por tanto, como segunda persona en Dios, es el Hijo. Esa es la denominación y pronto también el nombre de quien en la historia humana aparece como Jesús de Nazaret (He 3,6; Jn 19,19).

El Padre, el Hijo y Espí­ritu Santo subsisten eternamente en el amor. Sin embargo, Dios Padre, por amor a la humanidad creada, entrega a su único Hijo, el nuevo Adán, para redimir a la humanidad entera del pecado original. Jesucristo, que es la encarnación del Hijo eterno de Dios, nos revela la Trinidad divina por el único camino que nos es, si podemos decirlo así­, accesible, al que Dios nos ha predestinado creándonos a su imagen: el camino de la dependencia filial.

Como el Hijo delante de su Padre es el ejemplar perfecto de la criatura delante de Dios, nos revela en el Padre la figura perfecta del Dios que se da a conocer a la recta sabidurí­a que se reveló a Israel. El Dios de Jesucristo posee, con una plenitud y con una originalidad que el hombre no podrí­a imaginar, los rasgos que revelaba de sí­ mismo en el Antiguo Testamento. Es para Jesús, como no lo es para ninguno de nosotros, el primero y el último, aquel de quien viene Cristo y al que retorna, el que todo lo explica y de quien todo desciende, cuya voluntad está llamado a cumplir libremente, pero la cumple, y que siempre basta.

Entre Padre e Hijo hay una í­ntima unidad. Jesús, siendo el Hijo único, estando en el Padre y poseyendo en sí­ al Padre (Jn 14,10-11), no puede decir una palabra, no puede hacer un gesto sin tornarse al Padre, sin recibir de él su impulso y orientar conforme a él toda su acción (Jn 5,19ss). Como no puede hacer nada sin mirar al Padre, no puede decir lo que él mismo es sin referirse al Padre (Mt 11,27). Como fuente de todo lo que hace y de todo lo que es, está la presencia y el amor de su Padre: ahí­ radica el secreto de su personalidad, de la gloria que irradia su rostro (2Cor 4,6) y caracteriza todos sus gestos.

En Jesucristo, Dios mismo nos da la prueba decisiva, exenta de todo equí­voco, de que el acontecimiento de que depende el destino del mundo, es un gesto de su amor. Al entregar Dios a la muerte a su “Hijo amado” (Mc 1,11; 12,6), nos demostró (Rom 5,8) que su actitud definitiva para con nosotros consiste en “amar al mundo” (Jn 3,16), y que con este gesto supremo e irrevocable nos ama con el amor que tiene a su Hijo único y nos hace capaces de amarle con el amor que le tiene su Hijo; nos hace don del amor que une al Padre y al Hijo, y que es el Espí­ritu Santo.

3. EL ESPíRITU SANTO. El nombre tercero que aparece en la fórmula bautismal es el de Espí­ritu Santo. El Espí­ritu Santo, que es la tercera persona de la Trinidad, se manifiesta en el encuentro entre el Padre y el Hijo. En el Espí­ritu oye Jesús al Padre decirle: “Tú eres mi Hijo” y recibe su gozo (Mc 1,11). El Hijo sólo puede unirse al Padre en el Espí­ritu, y no puede revelar al Padre sin revelar al mismo tiempo al Espí­ritu Santo. Esto es, el Espí­ritu Santo emerge del Padre y del Hijo, y constituye un elemento de comunicación entre ambas personas de la Trinidad. El Espí­ritu Santo no es solamente una fuerza, sino que es amor inteligente, vivo y unitivo. No solamente debe interpretarse como í­mpetu vital, sino fundamentalmente como Aquel que desciende, purifica, irrumpe, mueve, habla en el interior del hombre. Es persona en la medida en que es en sí­ mismo comunicativo y amante.

Jesucristo, revelando que el Espí­ritu es una persona divina, por el mismo hecho revela también que “Dios es espí­ritu” (Jn 4,24) y lo que esto significa. Si el Padre y el Hijo se unen en el Espí­ritu, no se unen para gozar el uno del otro en la posesión, sino en el don, y producen un don. En efecto, la relación de Padre e Hijo en el Espí­ritu no es una relación cerrada en sí­ misma, esto es, hermética, sino que es una relación que produce un don, es decir, una relación difusiva de amor en sí­ misma. Pero si el Espí­ritu, que es don, sella así­ la unión del Padre y del Hijo, esto indica que en su esencia es don de ambos, es decir, que su esencia común consiste en darse, en existir en el otro. Esto significa que la esencia de Espí­ritu Santo es, precisamente, heterocéntrica, esto es, que por definición es un don, un regalo para el otro, algo que de por sí­ es comunicativo, de forma gratuita.

Este poder de vida, de comunión y de libertad es el Espí­ritu Santo. “Dios es espí­ritu” quiere decir que es a la vez omnipotente y omnidisponible, que al tomar posesión de sus criaturas las hace existir en toda su originalidad. En efecto, el Espí­ritu Santo no debe interpretarse como una especie de fuerza ciega o destino que aplasta la persona que lo recibe como don, sino que más bien se trata de una fuerza de comunión, de liberación, de perfección de la persona a través de la entrega generosa al prójimo.

El Espí­ritu Santo en la medida en que es espí­ritu de algo muy distinto de la materia -puesto que escapa a todas las barreras, a todos los retraimientos-, es, eternamente y en cada instante, fuerza nueva e intacta de vida y de comunión.

4. TRINIDAD: ALTERIDAD Y COMUNIí“N. El Dios cristiano es un Dios uno y trino. Esta afirmación dogmática tiene unas implicaciones antropológicas y comunitarias de gran alcance. El Dios cristiano no es un Dios monolí­tico, un Dios impersonal, sino más bien lo contrario, es un Dios tripersonal. Eso significa que Dios en su misma esencia es alteridad, es interrelación, es pluralidad de personas. Dios no es, pura y crasamente, relación, puesto que Dios es subsistencia tripersonal, pero esta subsistencia eterna es por definición relacional, esto es, se orienta desde su raí­z al otro.

Hay una relación de alteridad en la misma esencia de Dios y esta relación sólo puede ser de amor-contemplación, esto es, de caridad, puesto que Dios es amor (1Jn 4,8). Por lo tanto, esta alteridad en el seno de Dios no está enfrentada entre sí­, sino unida por el amor. Dios Padre está eternamente unido al Hijo y al Espí­ritu Santo. Si en Dios hay alteridad y esta relación de alteridad es fundamentalmente amorosa, entonces, Dios es en sí­ mismo comunión en el sentido más noble del término. En definitiva, Dios, que es la plenitud infinita, es por ello comunión intensa y plena entre personas.

El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, está llamado, por naturaleza, a vivir en plenitud. Es una imagen que busca la fuente de su ser. La felicidad última del hombre, tal y como santo Tomás pone de manifiesto en la Summa contra gentiles, no consiste en ningún bien particular, sino que trasciende el orden creado4. El hombre está llamado, por definición, a participar de la plenitud tripersonal de Dios. Por eso decí­a con razón Pascal que el hombre es un ser que se supera a sí­ mismo infinitamente, puesto que siempre está en camino hacia la plenitud infinita. Su vocación existencial no se limita al ámbito mundano, sino que se orienta hacia lo trascendente. La plenitud absoluta del hombre es la unión intelectual y cordial, esto es, contemplativa, con Dios; y esa plenitud es alteridad y comunión.

El fin último del hombre, su felicidad, reside en la relación de alteridad y en la comunión con el prójimo. No hay plenitud al margen del amor, no hay plenitud al margen de la comunidad interpersonal. La plenitud no reside, como en el Dios de Aristóteles y posteriormente en los estoicos, en la anarquí­a, esto es, en la apatí­a y autosuficiencia, sino en la comunión, en la salida de uno mismo, en la interrelación y en el don que se desprende de este amor.

En cuanto imagen de Dios, el fin último del hombre consiste en acercarse a esa fuente de Amor que es el Dios uno y trino, absolutamente perfecto y armónico en la comunión tripersonal del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo. Este acercamiento sólo es posible en el seno de la comunidad humana y con la ayuda del Espí­ritu Santo, que fortalece al hombre interior en su camino de liberación y le hace partí­cipe de la plenitud infinita del Dios vivo.

III. Principios teológicos para la catequesis
1. TRINIDAD Y FE CRISTIANA. Durante toda su historia, la comunidad eclesial se ha visto obligada a grandes esfuerzos para mantener firme la confesión de fe en un solo Dios en tres Personas. Falsas comprensiones la obligaron a un larguí­simo proceso de conceptualización dogmática que asegurara la fe ortodoxa, aun a costa de la viveza y proximidad existencial del lenguaje kerigmático de la primera predicación. Sin embargo, tampoco en los perí­odos de más tranquilidad doctrinal ha sido fácil acercar la Trinidad a la vida real y a la fe de los creyentes. Y aún hoy se hace difí­cil afirmar que los creyentes viven su vida cristiana, personal y comunitaria, como intrí­nsecamente determinada por una relación con este Dios que se nos ha manifestado uno en tres personas5.

Fruto de una rica reflexión teológica que iniciara Rahner, los documentos del Vaticano II y el texto del Catecismo de la Iglesia católica están concebidos y formulados según una estructura fundamental eminentemente trinitaria. Ninguna de sus formulaciones dogmáticas o doctrinales podrán ser entendidas correctamente sin ser referidas plenamente a este Dios que la fe cristiana confiesa Uno y Trino, y que se acerca al hombre para salvarlo: “Quiso Dios, con su bondad y sabidurí­a, revelarse a Sí­ mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf Ef 1,19); por Cristo, Palabra hecha carne, y con el Espí­ritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina (cf Ef 2,18; 2Pe 1,4)” (DV 2).

2. TRINIDAD, MISTERIO DE SALVACIí“N. El Catecismo de la Iglesia católica (CCE 252) nos habla de la Trinidad como de “misterio estricto”, haciendo hincapié en la incapacidad absoluta del hombre para comprender a Dios. Pero cabe recordar que la Trinidad no es únicamente un misterio estricto, sino, y por encima de todo, un misterio de salvación.

En la historia concreta de la salvación, Dios se acerca de tal manera al hombre que, permaneciendo en el misterio e incomprensibilidad, le acompaña y conduce a la salvación definitiva. Por ello, la Trinidad no es un enigma ni un secreto arcano reservados al conocimiento gnóstico. Tampoco es una especulación conceptual sobre el modo de relación y distinción de las personas en la Trinidad. La Trinidad es la forma como Dios salvador se ha acercado realmente al hombre. En Jesús de Nazaret Dios se acerca a la historia con toda la profundidad infinita de su Ser absoluto y, por ello, inabarcable para al hombre (CCE 237). Este no puede ver a Dios y seguir viviendo (Ex 33,20). Dios, misterio absoluto en sí­ mismo, se autocomunica de forma definitiva en la historia de Jesús de Nazaret (He 1,lss.), y dentro de esta historia, de forma particular, en el misterio pascual.

Por ello, la historia de Jesús es la historia de la automanifestación de Dios al hombre, a quien se acerca para establecer relaciones de carácter personal salví­fico con él. Toda la historia de Jesús se encuentra determinada por la tensión que media entre su relación de procedencia y vinculación respecto al Padre, y de intimidad y transformación de la historia por obra del Espí­ritu. Para Jesús “el Padre es el arraigo y horizonte. El Espí­ritu Santo, intimidad e impulso certero”6.

3. HISTORIA DE JESÚS, PEDAGOGíA DE DIOS. Según el testimonio del Nuevo Testamento, el Padre ha enviado al Hijo para que, con el impulso del Espí­ritu Santo, pueda atraer a los hombres hacia sí­. A partir de Jesús, las funciones del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo se nos presentan claramente diferenciadas: “El enví­o del Hijo no se identifica de ningún modo con el del Espí­ritu. Y la función del Padre se distingue, por su parte, de ambos enví­os”7. Esta diferenciación divina manifestada en la historia de Jesús, es “la fuente y perspectiva normativa de toda catequesis trinitaria”8, y por ello, de toda catequesis cristiana sobre Dios. La teologí­a, a partir de K. Rahner, distingue entre la Trinidad considerada en sí­ misma (Trinidad inmanente) y la Trinidad tal como se ha manifestado en Jesús (Trinidad económica)9. Esta es la que se ha revelado directamente al hombre, y por ella, este puede atisbar la realidad misteriosa de aquella.

a) Según los evangelios Jesús se dirige a Dios invocándole como “Padre”, “mi Padre” o simplemente “el Padre”. Jesús se siente enviado por él, y toda su vida consiste “en hacer la voluntad del que me ha enviado” (Jn 4,34; cf Jn 8,29; 12,49-50; 14,10; 17,8). De él ha recibido la misión de instaurar el Reino. A él vuelve al final de sus dí­as: “Padre, a tus manos encomiendo mi espí­ritu” (Lc 23,46). Y desde el Padre enví­a a los suyos “un defensor que esté siempre con vosotros” (Jn 14,16), “una fuerza que viene de lo alto” (Lc 24,49), capaz de transformar con la vida de Dios la creación entera y devolverla toda ella al dominio plenificador de Dios, de tal manera que “Dios sea todo en todas las cosas” (1Cor 15,28).

La historia de Jesús es toda ella una invitación a vivir de este impulso y fuente de amor potenciador que es Dios Padre. Igualmente Jesús enseña a sus discí­pulos a invocar a Dios como Padre (Mt 6,9; Lc 11,1-13). En sus parábolas, Dios aparece como Padre lleno de ternura e ilusión per-donadora para con el hijo que vuelve a casa después de haber roto con el padre (Lc 15,1lss.), siempre solí­cito por el hombre que sólo en su compañí­a encuentra la vida y la plenitud (Lc 15,3-10), que protege y acoge a la pobre viuda (Lc 18,1ss.), que se apiada y transforma un corazón arrepentido: Zaqueo (Lc 19,1-10), la samaritana (Jn 4,1-42), Marí­a Magdalena (Lc 7,36-50), que tiene el cuidado de toda la creación (Mt 6,25-34; Lc 12,22-34). Así­, la referencia a Dios Padre nos presentará al Dios de la autocomunicación como amor y dador de vida, como aquel “de quien todo viene y para el que existimos”10. En Jesús, Dios Padre aparece como fuente y origen de donde proviene toda vida y salvación en su plenitud inagotable e infinita.

b) A la paternidad de Dios corresponde la filiación del Hijo. En Jesús esta filiación obtuvo una realización histórica perfecta: su fidelidad a la “condición de Hijo” le llevó a ser “obediente hasta la muerte” (Flp 2,8), sin que el Padre lo abandonase a la muerte. La fidelidad del Hijo es correspondida por la del Padre: si la obediencia le llevó a los horrores de la muerte, el poder amoroso del Padre le llevó a la gloria de la resurrección. Es elocuente el discurso de Pedro el dí­a de pentecostés: “Israelitas, escuchadme: Dios acreditó ante vosotros a Jesús el nazareno con los milagros, prodigios y señales que hizo por medio de él. Conforme al plan proyectado y previsto por Dios, os lo entregaron, y vosotros lo matasteis crucificándolo por manos de los paganos; pero Dios lo ha resucitado, rompiendo las ligaduras de la muerte, pues era imposible que la muerte dominara sobre él” (He 2,22-24).

Dios se autocomunica actuando la salvación de Jesús. Así­, en Cristo resucitado se manifiesta, con toda su grandeza, el poder y amplitud de la salvación que Dios despliega sobre la historia de su Hijo y, a través de él, sobre la historia de todos los hombres.

c) Para un cristiano la historia de Jesús no acaba con su muerte y resurrección. A la resurrección le sigue pentecostés. Con la ascensión, Cristo “no nos deja abandonados” sino que vuelve a nosotros (Jn 14,18). Desde el Padre enví­a al mundo el Espí­ritu “defensor que esté siempre con vosotros” (Jn 14,16); él “os guiará a la verdad completa” (Jn 16,13), él “os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26; cf CCE 244). El es también quien nos transforma en hijos de Dios y nos mueve a invocar a Dios como Padre (Rom 8,15; Gál 4,6; cf CCE 2780). El es quien en la celebración litúrgica transforma los dones terrenales y materiales ofrecidos al Padre, por la intercesión del Hijo, en auténticos dones espirituales salvadores de nuestras vidas.

La confesión del Espí­ritu es también una confesión de la realidad histórica de la transformación del corazón humano y de la realidad toda (Rom 15,18), que avanzan, por el influjo renovador del Espí­ritu Santo, hacia la plenitud de la autocomunicación divina. De esta forma el Espí­ritu convierte la historia humana en incoación del Reino. El es fuerza e impulso transformador, dinamismo que hace avanzar el proceso histórico según la dinámica salvadora inaugurada por el anuncio de la buena noticia predicada y practicada por Jesús.

4. CATEQUESIS TRINITARIA Y EXISTENCIA CRISTIANA. La historia de Jesús nos muestra el proceso salvador de Dios para con los hombres. Este proceso empieza en el Padre, se inicia por la encarnación del Hijo y se realiza en la historia y avanza hacia la consumación final gracias al impulso renovador del Espí­ritu Santo (cf LG 1-4). Por eso, “toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espí­ritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres apartados del pecado y se une con ellos” (CCE 234).

La acogida de este Dios, que es Uno y Trino, ha encontrado su plasmación en la determinación y configuración trinitaria de toda la vida cristiana, tanto a nivel individual como a nivel comunitario. Una catequesis trinitaria deberí­a dar una importancia fundamental al hacer tomar conciencia de hasta qué punto la vida del cristiano está marcada por la dimensión trinitaria. Y ello en sus tres dimensiones fundamentales.

a) El sí­mbolo y la confesión de fe. La comunidad cristiana se congrega por la confesión de fe en un Dios Trino. El sí­mbolo de la fe, nacido de la liturgia bautismal y convertido pronto en formulación dogmática, pasa rápidamente a convertirse en el texto básico de la iniciación cristiana. Su estructura trinitaria nos relata cómo Dios Padre, creador de todas la cosas, resucitó a su Hijo por la fuerza del Espí­ritu Santo. Este Espí­ritu continúa congregando y transformando la comunidad. Así­ esta se convierte en testimonio de la actuación de Dios en Jesús, y del designio divino de hacer esta actuación extensible a toda la humanidad. Por su entroncamiento en la Trinidad, la Iglesia se convierte en signo de la vida trinitaria entre los hombres. De ahí­ le viene su dignidad y naturaleza sacramental, que la convierte en “signo e instrumento de la unión í­ntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1; GS 42).

b) La liturgia y la celebración sacramental. En toda celebración los cristianos dan gracias a Dios por medio del Hijo con la intercesión del Espí­ritu Santo. El Vaticano II lo ha formulado expresamente en relación con la eucaristí­a, expresión máxima de la celebración litúrgica: “Y dando gracias al mismo tiempo a Dios “por el don inefable” (2Cor 9,15) en Cristo Jesús, “para alabar su gloria” (Ef 1,12) por la fuerza del Espí­ritu Santo” (SC 6). Como ejemplos se pueden citar entre otros muchos: 1) Al final de la Plegaria eucarí­stica de la misa: “Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espí­ritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén”. 2) Cuando el cristiano se persigna, estampa sobre las aspas de la cruz el nombre del Dios a quien invoca: Padre, Hijo y Espí­ritu Santo. 3) En el bautismo se realiza una triple inmersión o perfusión, acompañada de las palabras: “Yo te bautizo “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espí­ritu Santo” (Mt 28,19)”. Lo mismo puede decirse de las demás fórmulas sacramentales.

c) La vida diaria de los creyentes. De forma análoga se concibe la vida del cristiano. Esta es seguimiento del Hijo enviado por el Padre bajo el impulso del Espí­ritu Santo (Rom 8,18-30). El Hijo hace presente al Padre entre los hombres: “[Felipe,] el que me ha visto a mí­ ha visto al Padre” (Jn 14,9); “Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera manifestar” (Lc 10,22; Mt 11,27). Los hombres, escuchando la llamada del Hijo, avanzan hacia el Padre movidos por el Espí­ritu Santo (Jn 14,6-7). El Padre nos enví­a su Espí­ritu para que tengamos los mismos sentimientos que Jesús (cf Flp 2,5).

IV. Consideraciones antropológicas
1. EL HOMBRE, CREADO A IMAGEN Y SEMEJANZA DE DIos. La afirmación
trinitaria de Dios llevó a muchos santos Padres (Orí­genes, Agustí­n) a preguntarse por las huellas trinitarias (vestigia trinitatis) en el hombre. Según estos santos doctores, el hombre, creado “a imagen y semejanza” de Dios (Gén 1,26), debe poseer rasgos caracterí­sticos y especí­ficos que reflejen la imagen del Creador. Desde esta perspectiva “el misterio de la Trinidad nos abre a la posibilidad de aprehender mejor la constitución última de lo real”11.

Por otra parte, la antropologí­a nos muestra al hombre como el único ser de la creación que está marcado esencialmente por un intenso dinamismo social y constituido existencialmente como un ser para la comunicación. La realización humana depende esencialmente de la clase de relaciones que es capaz de establecer con sus semejantes y de la receptividad que es capaz de mostrar para con los impulsos que le llegan de los humanos con quienes convive. Relación y comunicación constituyen el ser del hombre.

El hombre es el ser que llega a la propia identidad en la medida en que integra y desarrolla esta constitución relacional esencial. Necesita de los demás para poder ser él mismo. Ahí­ radica también su grandeza y la riqueza de su vida. Vive humanamente en la medida en que es capaz de vivir más que de sí­ mismo. El hombre vive humanamente cuando sabe vivir de aquello que le dan los otros hombres, y en la medida en que sabe darles o darse a ellos. En este sentido podemos hablar de una dimensión de reciprocidad relacional que aparece como constitutiva del ser humano. El hombre vive del amor y vive para el amor. Estas son huellas trinitarias.

En este sentido, esta importancia social del hombre, es decir, su inclinación a la comunión y a la sociedad, se puede convertir, en la catequesis, en un acceso, en una aproximación, concreta y enraizada en la vida, hacia el misterio trinitario y esto en un doble sentido: en cuanto ayuda que clarifica el misterio de comunión de la Trinidad inmanente y en cuanto ordenamiento interno o llamada radical de la humanidad a la fraternidad, como efecto de la Trinidad económico-salví­fica.

En todo caso, sólo la revelación explí­cita de Dios como Trinidad manifestará a Dios como la realización plena y total de amor y comunicación: Dios Padre, Hijo y Espí­ritu Santo están unidos por los lazos de una comunión total. Más todaví­a: Dios Padre, Hijo y Espí­ritu Santo constituidos como comunión y realización de amor plenos. Es decir, esta misma plenitud e infinitud de comunión y amor es ya Dios en sí­ mismo; Dios que es Padre, Hijo y Espí­ritu Santo.

2. FACTORES PSICOLí“GICOS Y CULTURALES. Parece existir una cierta dificultad psicológico-religiosa para interiorizar la imagen de un Dios trinitario, conocido por la revelación. Las investigaciones psicológico-religiosas sobre adultos, jóvenes y niños advierten una sintoní­a espontánea entre los hombres y el concepto de Dios de tipo creativo-natural (teí­stas atrinitarios). Esta sintoní­a no se da respecto del concepto de Dios de tipo cristiano (teí­stas trinitarios). Ello se debe a que los hombres, en todas las etapas de su vida, tienen acceso más espontáneo a un Dios creador de í­ndole más primaria, más cosmológica, más ético-trascendental12, que a un Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, perdonador y reconciliador.

Esta dificultad natural queda doblemente reforzada por el ambiente cultural y religioso actual. Por una parte, la afirmación creyente responsable se produce en un ambiente de diálogo con la increencia. Los interrogantes que esta impone a la fe llevan fácilmente a la afirmación simétrica creyente de Dios. Contrapuesto a su negación, este aparece primariamente como principio y fin, sentido y fundamento último de la realidad. Pero la revelación del Dios cristiano exige ir más allá de una afirmación general de Dios. Por otra parte, la presencia de otras manifestaciones religiosas en nuestra cultura -islamismo y las grandes religiones orientales- nos retienen en unas consideraciones que de ninguna manera llevan ya a la afirmación de un Dios Trinidad. Un falso respeto a las reglas del diálogo interreligioso pueden llevar fácilmente al silenciamiento de la especificidad del Dios cristiano.

Aunque estas dificultades no sean fácilmente obviables, nunca deben llevar a fáciles reduccionismos. También los hombres, en todas las etapas de su vida, están fundamentalmente abiertos al misterio de la Trinidad, siempre que se interprete verdaderamente como “misterio de salvación” (cf B. Gromm-J. R. Guerrero).

La revelación cristiana, tal como la encontramos en Cristo Jesús, nos exige una plena afirmación trinitaria de Dios. Por eso pueden Grom y Guerrero insistir en la necesidad de una catequesis plenamente trinitaria: “Por todo ello la catequesis tiene que intentar pronto y continuamente, de un modo intenso, presentar la realidad salví­fica (la salvación cristiana) como autocomunicación trinitaria, preocupándose, ante todo, de establecer una vinculación í­ntima entre la doctrina de la creación basada en la experiencia y el mensaje salví­fico trinitario con base en la revelación”13.

V. Orientaciones para una catequesis trinitaria
Exponemos algunas orientaciones y puntos básicos para la práctica de la catequesis trinitaria, poniendo especial atención en algunas de las particularidades fundamentales que, según la psicologí­a evolutiva, caracterizan las distintas etapas del desarrollo de la persona humana14.

1. LA “TRINIDAD INMANENTE” Y LA “TRINIDAD ECONí“MICO-SALVíFICA”. Antes de adentrarnos en las pistas prácticas para la catequesis trinitaria, destacamos una orientación general especí­fica de la pedagogí­a de Dios. En efecto, dentro de esas constantes de Dios en su revelación, que constituyen la pedagogí­a divina, sobresale la de “pasar de lo visible a lo invisible mediante signos y acciones simbólicas”.

a) Los evangelistas presentan a Jesús hablándonos de las obras de su Padre y de su Espí­ritu: el Padre ama a los discí­pulos, los comprende y perdona, recibe la oración de Jesús… El Espí­ritu Santo ilumina y acompaña a Jesús, los discí­pulos reciben al Espí­ritu, les dará fuerza y estará con ellos en la predicación, etc. A su vez, Jesús asegura que es Hijo de Dios, que el Padre siempre está con él, que su madre es Marí­a de Nazaret… Jesús revela que el Padre, el Espí­ritu y él, el Hijo hecho hombre, intervienen para liberar a las personas de sus enfermedades, dolores… y salvarles de sus malas acciones, odios, injusticias… Es decir, el Padre, el Hijo y el Espí­ritu aparecen como un Dios que busca restablecer la dignidad de las personas e introducirlas en el reino de Dios.

Esta es la Trinidad salví­fica, la que ha salido de sí­ y se ha revelado a los hombres por medio de Jesús, actuando en favor de ellos con obras y palabras. La catequesis de hoy seguirá esta pedagogí­a de Jesús: comunicará a los demás, antes que nada, a esta Trinidad salví­fica que se ha dado a conocer por sus obras y palabras y ha manifestado su plan de salvación para los hombres, deteriorados material y espiritualmente, que ansí­an liberarse y salvarse de esta tiraní­a.

b) Sólo después de esta Trinidad salví­fica, la catequesis revelará a las gentes, sencillas y cultas, cómo es Dios en su interior, la Trinidad inmanente: cómo es cada persona divina, sus relaciones, cómo viven, qué relación tienen con la creación, etc. Así­ lo hicieron especialmente san Juan y san Pablo y los demás escritos apostólicos, siguiendo la pedagogí­a divina de Jesús. La catequesis encuentra facilidad para llevar esta pedagogí­a divina cuando los teólogos -como en nuestro caso- elaboran primero una teologí­a de la Trinidad, narrativa y ascendente, dejando para un segundo momento la teologí­a de la Trinidad inmanente.

2. DESCENDIENDO A LA PEDAGOGíA POR EDADES. a) Se puede hablar de un despertar religioso del niño a partir de los 4-5 años. En esta edad el niño es ya capaz de experimentar una apertura religiosa y una primera conciencia moral de fraternidad y filiación. A través de sus relaciones con los padres, amigos y compañeros, empieza a experimentar y a descubrir la convivencia, la relación de fraternidad y de filiación, la dependencia. Estos descubrimientos pueden ser los puntos de partida para una primera iniciación en el misterio de Dios, que no es únicamente uno, sino comunidad y relación mutuas. Evitando toda conceptualización, totalmente inasimilable en esta edad, la catequesis se esforzará por elevar estas vivencias infantiles naturales a vivencias y expresiones de fe, mediante la oración y las celebraciones en familia, y también en pequeños grupos parroquiales, orientadas al Padre, a Jesús, su Hijo y nuestro hermano, y al Espí­ritu Santo, que nos une en la familia de los Tres. Así­ el niño va vivenciando en su fe al Dios-comunidad. Jesús será presentado no como niño, sino como hombre ya adulto y maduro, que ha mantenido una relación del todo particular con Dios Padre y ha establecido un nuevo tipo de relaciones entre sus conciudadanos. El nos ha hablado como nadie de Dios, su Padre y nuestro Padre, y de su Espí­ritu entrañable, que también es nuestro. Por eso lo escuchamos. Una atención desmesurada e inoportuna (fuera del tiempo de la Navidad) al niño Jesús puede llevar a fijaciones infantiles perniciosas para un desarrollo integrador de la fe cristiana.

b) El perí­odo que representa el paso de la infancia a la pubertad (6-12 años) viene caracterizado por la ampliación del ámbito vital. Su inicio suele coincidir con la escolarización. La entrada en la escuela conlleva a la par la entrada en un mundo nuevo de relaciones sociales (compañerismo, amistad, equipo, colaboración, competencia, fracaso, castigo…) e intelectuales (aprendizaje, descubrimiento del mundo…).

Religiosamente el niño se muestra capaz de captar la trascendencia de Dios, que se le aparece como soberano y todopoderoso. No es raro que asocie rápidamente esta imagen de Dios con la experiencia del antagonismo entre el bien y el mal, cosa que puede llevarle a ver a Dios como el juez terrible, cuyo encuentro fácilmente intentará evitar. Por ello la catequesis pondrá especial relieve en presentar a Dios como Padre bondadoso y misericordioso. En este sentido podrán ser de gran ayuda muchas de las parábolas evangélicas. De este Dios todopoderoso y todobondadoso nos ha hablado Jesús. Si de hecho el niño en esta época tiene muchas dificultades en compaginar la humanidad y la divinidad de Jesucristo, la catequesis se esforzará en resaltar la relación de intimidad y proximidad que Jesús mantiene, especialmente en sus tiempos de oración, con Dios, a quien trata siempre como verdadero Padre. A esta relación de intimidad y relación filial invita también a todos los hombres.

Metodológicamente será positivo fomentar en estos niños la admiración por Jesús, en lo que hace y en lo que dice. Jesús habla con convicción y con cariño de su Padre y de su Espí­ritu Santo, hace lo que agrada a su Padre y sigue el impulso de su Espí­ritu.

c) El perí­odo de la adolescencia y juventud (12-20 años). Esta etapa vital viene marcada por la experiencia de padre-madre que hacen, sobre todo, los adolescentes. A nivel religioso se da una tendencia general en proyectar esta experiencia vital en la imagen de Dios. Dado que la catequesis cristiana nunca podrá prescindir de presentar a Dios como Padre, se le exige una atención especial para corregir las deficiencias de esta experiencia vital. Una vivencia equilibrada de la paternidad podrá evitar entenderla ya sea como tiraní­a, ya sea como complacencia y bonacherí­a. La trasposición de una experiencia desequilibrada de paternidad a la idea de Dios puede provocar fácilmente una fijación infantilizante de las relaciones del adolescente con Dios, que serán totalmente desechadas paralelamente a la superación de esta etapa vital y, juntamente con ellas, también toda relación con Dios.

Al aplicar a Dios la categorí­a de padre, habrá que acompañarla de otras expresiones como origen de todo amor, principio de toda vida, fundamento sustentador de toda la realidad…, que ayudarán a ampliar el campo semántico al aplicarlo a Dios y también contribuirán a poner de relieve el sentido analógico del término cristiano padre con que designamos a Dios. Pero sobre todo, se hablará de la paternidad de Dios según nos ha sido manifestada en la historia de Jesús de Nazaret. No se trata de formular la idea de Dios Padre a partir de la experiencia del padre terrenal, sino a partir del mensaje cristiano que nos habla de Dios como Padre de nuestro Señor Jesucristo y nuestro Padre, que siente ternura por nosotros, que nos acoge y perdona, etc.

Por otra parte, mientras al comienzo de esta etapa el adolescente tiende a representarse esta trascendencia de Dios bajo una forma más objetivizada como amoroso, salvador, señor y padre, en la última fase tiende a representárselo de una forma subjetivada bajo conceptos como amor, oración, confianza-diálogo, duda-abandono. Esta evolución ofrece una doble oportunidad para la catequesis. Así­ la primera fase ofrece una disponibilidad particular para la captación mediadora objetiva de Cristo. La segunda fase, en cambio, puede ofrecer una virtualidad especial para descubrir y presentar la eficacia transformadora de la existencia, atribuida al “Espí­ritu Santo derramado en nuestros corazones” (2Cor 1,12; Gál 4,6).

Como tercera caracterí­stica de esta edad está la búsqueda de la propia identidad. El adolescente-joven necesita “identificarse con un ser clave para encontrarse y hacerse a sí­ mismo”15. Desde esta perspectiva se puede hacer una presentación de la persona de Jesús como posible ideal de identificación. De esta forma, Jesús aparece como ideal de apertura e intimidad con Dios, ante cuya presencia el mismo Jesús, bajo la acción del Espí­ritu Santo, afianza su ser para los demás. El ideal de vida divina que intenta plasmar el cristianismo en este mundo, aparecerá bajo el aspecto de filiación cara al Padre y de fraternidad en relación con los demás hombres bajo el impulso del Espí­ritu Santo. “Identificado con este Jesús, el adolescente-joven se puede abrir realmente a Dios Padre y a los hermanos desde el corazón mismo del proceso de autobúsqueda juvenil”16, impulsado por el Espí­ritu.

d) Refiriéndonos a la edad adulta, cabe partir de las caracterí­sticas dialógicas y comunitarias que constituyen el verdadero ser del hombre. Por la revelación, Dios se autocomunica al hombre. Y se comunica no como Ser lejano que rige los destinos de los hombres, sino como el Dios que actúa su designio de amor profundo en la persona de Jesús de Nazaret, que infunde a toda la creación el soplo de su Espí­ritu renovador y que es principio de comunión y amor. Este Dios, que se manifiesta así­, es también así­ en su realidad más profunda, es un Dios comunidad de amor y de relación.

Bajo esta óptica, las personas adultas pueden sentir la seducción de aceptar la plenitud de este Amor y Bondad supremos, que puede colmar su aspiración humana más profunda de comunicación y relación, estableciendo entre los hombres un nuevo ser: ser para vivir y promover la apertura y la sencillez, ser para vivir y promover el amor y el servicio, ser para vivir y promover la auténtica comunión. Por la aceptación existencial y personal de este Dios trinitario, la humanidad entera puede convertirse en el auténtico testimonio histórico -y a la vez simbólico- de esta manera de ser Dios. Manera de ser de Dios que, en cuanto divina, es plena y absoluta relación de comunión y donación mutuas en sí­ mismo y que, inserta como está en la historia humana, puede convertirse en el desencadenante más eficaz del reino de Dios.

¿No es ya la Iglesia -con todas sus imperfecciones- ese testimonio histórico de la manera de ser de Dios y, por tanto, desencadenante del reino de Dios en este mundo? Por eso es “en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la í­ntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1), “sacramento universal de salvación” (LG 48).

Conclusión
De esta forma, Dios, que en Jesús de Nazaret se ha manifestado como Padre, Hijo y Espí­ritu Santo, trinitario, aparece como aquel que quiere y puede llevar al hombre -a todo el hombre- a la plenitud de vida y comunicación que es él mismo en su realidad más profunda. La participación filial de esta realidad divina lleva al hombre a aquella plenitud de relación y amor que únicamente le puede ser dada como don supremo de Aquel que es en sí­ mismo plenitud de relación y amor, y que constituye en su esencia más profunda una perfecta comunión de personas divinas: Trinidad de Padre, Hijo y Espí­ritu Santo, que es “la más perfecta comunidad”17. De esta forma, “el misterio de la Trinidad no sólo no es irrelevante para la vida de los cristianos, sino que es un misterio de salvación donde se plasma la autocomunicación de Dios en Cristo Jesús y la donación de la fuerza de su Espí­ritu”18.

NOTAS: 1. Para cuanto sigue, véase B. FORTE, Trinidad como historia. Ensayo sobre el Dios cristiano, Sí­gueme, Salamanca 1988, 15-65 y 93-156. A su vez B. Forte se inspira en la propuesta narrativa del misterio pascual, de H. U. VON BALTASAR, Mysterium paschale, en J. FEINER Y OTROS, Mysterium salutis III, Cristiandad, Madrid 19712, 143-355. – 2. J. M. RoVIRA BELLOSO, Trinidad: Padre, Hijo y Espí­ritu Santo, en X. PIKAZA-N. SILANES (dirs.), Diccionario teológico. El Dios cristiano, Secretariado Trinitario, Salamanca 1992, 1372-1377. – 3. Cf JUAN PABLO II, Locución del íngelus, 10.9.1978, L’Osservatore Romano (12.9.1978). – 4. Cf Summa contra gentiles, LIII, c. 27. – 5. K. Rahner, cuya reflexión teológica significó un impulso decisivo a la teologí­a trinitaria, podí­a constatar que la Trinidad tení­a muy poca incidencia en la vida de los cristianos. Según él “los cristianos, a pesar de su profesión ortodoxa de la Trinidad son, en la realización de su existencia religiosa, casi exclusivamente monoteí­stas. Podrí­amos atrevernos a afirmar que si hubiera que desechar, por falsa, la doctrina trinitaria, la mayor parte de la bibliografí­a religiosa podrí­a permanecer tal como está” (Advertencias sobre el tratado dogmático “De Trinitate”, en Escritos de teologí­a IV, Madrid 1962, 107. – 6. J. M. RoVIRA BELLOSO, Tratado de Dios uno y Trino, San Pablo, Madrid 1994, 387. – 7. B. GROMMJ. R. GUERRERO, El anuncio del Dios cristiano. Análisis y consecuencias para la educación de la fe, Secretariado trinitario, Salamanca 1979, 31. – 8. Ib, 57. – 9 K. RANNER, o.c., 107ss. – 10 B. GROMM-J. R. GUERRERO, o.c., 73. – 11. R. PANIKKAR, La trinidad y la experiencia religiosa, Obelisco, Barcelona 1989, 25. – 12 B. GROMM-J. R. GUERRERO, o.c., 125. – 13 Ib, 125-126. – 14 Para esta exposición vamos a seguir las pautas marcadas por B. Gromm y J. R. Guerrero en su obra ya citada. Esta misma fuente ha usado V. Pedrosa para la elaboración de la última parte de su artí­culo Catequesis trinitaria, en X. PIKAZA- N. SILANES, o.c., 224-244. – 15. B. GROMM-J. R. GUERRERO, o.c., 141. -16 V. PEDROSA, a.c., 240. – 17 L. BOFF, La Santí­sima Trinidad es la mejor comunidad, San Pablo, Madrid 19902. – 18. J. R. GUERRERO, El misterio de la Trinidad en la catequesis de nuestros dí­as, en N. SILANES (ed.), La Trinidad en la catequesis, Secretariado Trinitario, Salamanca 1978, 285-356.

BIBL.: Además de la ya consignada en las notas: ARIAS REYERO M., El Dios de nuestra fe. Dios uno y Trino, Celam, Bogotá 1991; AUER J., Dios uno y Trino II, Herder, Barcelona 1982; BALTHASAR H. U. VON, Teodramática III, Encuentro, Madrid 1993; BOFE L., La Trinidad, la sociedad y la liberación, San Pablo, Madrid 19872; CONGAR Y., El Espí­ritu Santo, Herder, Barcelona 1983; DANIELOU J., La Trinidad y el misterio de la existencia, San Pablo, Madrid 1970; JÜNGEL E., Dios como misterio del mundo, Sí­gueme, Salamanca 1984; LACUEVA F., Un Dios en tres personas, Clie, Tarrasa 1978; MUí‘oz R., Dios de los cristianos, San Pablo, Madrid 1986; PANNENBERG W., Teologí­a sistemática 1, UNIV. PONT. COMILLAS, Madrid 1992; PIKAZA X., Trinidad y comunidad cristiana, Secretariado Trinitario, Salamanca 1990; Trinidad, en MORENO VILLA M. (dir.), Diccionario de pensamiento contemporáneo, San Pablo, Madrid 1997, 1189-1197; RAHNER K., El Dios Trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación, en FEINER J. Y OTROS, Mysterium salutis 11-1, Cristiandad, Madrid 1969, 359-449; Theos en el Nuevo Testamento, en Escritos de teologí­a 1, Taurus, Madrid 1963, 93-168; SCHEFFCZYK L., Dios uno y trino, Fax, Madrid 1973; TORRES QUEIRUGA A., Creo en Dios Padre, Sal Terrae, Santander 1986; VIVES J., Si sentiu la seva veu… Exploració cristiana del misteri de Déu, Montserrat, Barcelona 1988; WAINWRIGHT A., La Trinidad en el Nuevo Testamento, Secretariado Trinitario, Salamanca 1976.

Francesc Torralba Roselló
y Josep Castanyé Subirana

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética

I. La doctrina de la Escritura
1. El Antiguo Testamento
De una historia de la -> revelación y de la -> salvación (B) no puede esperarse que la T. de Dios ya en el AT esté revelada explí­citamente. Pues el AT como tal pertenece a la revelación por la palabra, pero de tal manera que ésta es esencialmente momento e interpretación de las acciones salví­ficas de Dios. Por consiguiente, mientras la comunicación de -> Dios (E) mismo en -> Jesucristo no se dio de manera históricamente irreversible y, con ello, el espí­ritu de Dios no apareció históricamente no sólo como ofrecido, sino también como escatológicamente victorioso, la revelación de la T. habrí­a sido para los hombres un hablar sobre una realidad que no se hallaba en su ámbito histórico como tal. Sin embargo, por la continuidad de la historia de la salvación y de su fundamento siempre dado (la voluntad salví­fica de Dios, cf. -> salvación, C), el AT es importante también para la doctrina de la Trinidad.

En su doctrina de la palabra de Dios que entra en la historia, pero continúa siendo palabra de Dios a pesar de su penetración en este mundo, se da ya un concepto dinámico de -> revelación, el cual, radicalizado progresivamente en la historia de la revelación, tení­a que conducir necesariamente a aquello que implica ya cierta T. (comunicación de Dios mismo, que en la fe en la palabra de Dios, sustentada por él en la gracia, no se convierte en mera palabra humana sobre Dios). Las “personificaciones” de las acciones del poder divino sobre el mundo (palabra de Dios, sabidurí­a de Dios, Espí­ritu de Dios), por las que éstas se entienden como separadas de Dios, pero sin constituir ningún principio intermedio entre Dios y el mundo, preludian formalmente y por su contenido la doctrina neotestamentaria de la Trinidad.

2. El Nuevo Testamento
a) El Nuevo Testamento no contiene ninguna doctrina sistemática acerca de la T. “inmanente” en Dios. Se acerca mucho a ello la fórmula bautismal de Mt 28, 19, aunque ha de advertirse que la exégesis actual no cuenta esta fórmula entre las ipsissima verba de Jesús. Junto a los enunciados sobre el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo en particular (y sus relaciones respectivas con las otras personas), ha de tenerse en cuenta que en Jn y en la literatura epistolar apostólica hay una tendencia clara a nombrar las tres palabras en el mismo contexto (p. ej., Ef 4, 4ss: un Espí­ritu, un Señor, un Dios y un Padre; 1 Cor 13, 13: gracia del Señor Jesucristo, amor de Dios, comunión del Espí­ritu Santo).

b) En el NT, cuando se habla simplemente de “Dios”, se designa el Dios que actúa en el AT, el cual es el “Padre”, tiene un Hijo y da su -> Espí­ritu (no el “Dios trinitario”). Las afirmaciones sobre el Hijo y el Espí­ritu Santo se hacen aquí­ donde el Hijo y el Espí­ritu aparecen en un contexto histórico-salví­fico, pero no dentro de una afirmación sistemática sobre la T. Ciertamente, el NT no puede decir que Jesús es ó theos, porque entonces lo identificarí­a con el Padre, pero conoce la divinidad del Hijo, pues, por una parte, no entiende al Hijo como una instancia cósmica intermedia entre Dios y el mundo (allí­ donde el Hijo aparece como preexistente está claramente del lado de Dios: Jn 1, 1; Flp 2, 6ss, etc.), y, por otra parte, confiesa a Jesús simplemente como el Hijo, no como un mero profeta, sino como el salvador por antonomasia. La cuestión de la interpretación del Jesús prepascual acerca de sí­ mismo pertenece a otro contexto. Sobre esta cuestión notemos solamente que también el Jesús prepascual de los sinópticos se contrapone a los demás hombres y se atribuye prerrogativas exclusivas de Yahveh, prescindiendo de si él se apropia los tí­tulos tradicionales con que se expresa la dignidad mesiánica. Jesús es la presencia del reino (Mt 12, 28; Lc 11, 20), del juicio (Jn 12, 31.38; Mt 11, 20-24 par), del dominio sobre la ley (Mc 2, 23-28; 3, 1-6), de la situación absoluta de decisión (Mc 13, 9-13; 9, 34-38; 10, 17-27), de la insuperable cercaní­a de Dios (Jn 10, 30-38; Mt 11, 25ss), de la plenitud del Espí­ritu (Lc 4, 18). La divinidad preexistente del Hijo está clara en Jn y Pablo, y no es necesario que aquí­ la demostremos minuciosamente (cf., p. ej., Jn 1, 1-18; Fln 2, 5-11; cf. -> Jesucristo, A. v).

Para el NT tampoco el Espí­ritu es un poder cósmico o religioso entre Dios y el mundo, sino que es simplemente el Espí­ritu de Dios (Lc 4, 18; Tit 3, 5s; 1 Cor 12, 4, etc.; -> Espí­ritu Santo). Como tal presencia salví­fica de Dios mismo (del Padre), el Hijo y el Espí­ritu no son simplemente idénticos con aquél a quien revelan y cuya cercaní­a radical entre nosotros son.

En la cuestión de la distinción mutua de las tres personas según la Escritura, no se puede partir de un masivo concepto moderno de persona. Si ellas no se distinguen tal como parece exigir este concepto (p. ej., Pneuma y Señor glorificado, Pneuma y Dios en Pablo son difí­ciles de distinguir), eso no significa ni de mucho que en la Escritura no aparezcan con la distinción que afirma el dogma de la Iglesia. Cómo hay cierta distinción se pone ya de manifiesto por el hecho de que las tres palabras no se usan en forma meramente alternativa, sino que aparecen coordinadas en un mismo contexto. El NT conoce además un comportamiento del Hijo y del Espí­ritu para con Dios Padre (cf. Mt 11, 27; Jn 1, 1; 8, 38; 10, 38; 1 Cor 2, 10), que los “enví­a” (Jn 14, 16.26; 17, 3; Sal 4, 6), que a través del Hijo da el Espí­ritu (Jn 15, 26; 16, 7). Naturalmente, aquí­ se ve claro cómo el lenguaje del NT anda también a tientas y a la búsqueda cuando quiere afirmarse la unidad y la diversidad de Dios como Padre, Hijo y Espí­ritu Santo. Y la pregunta es dónde está la raí­z última de la revelación originaria, tras la cual no puede seguirse interrogando, supuesto que, referidas a esa raí­z, las afirmaciones del NT pueden considerarse ya como teologí­a (aunque absolutamente normativa). Esa cuestión sólo puede responderse así­: el Jesús concreto es para nosotros la existencia de Dios (Padre) mismo entre nosotros y, con todo, no es el Padre. Ahora bien, esa distinción no está fundamentada meramente en la diferencia de la realidad humana y creada de Jesús; pues, de otro modo, esta realidad serí­a precisamente la librea bajo la cual existirí­a el Dios Padre v nada más. Y el Espí­ritu es experimentado como la autodonación de Dios (Padre), pero de tal modo que el Espí­ritu dado hace experimentar el carácter inaprehensible del Dios (Padre) sin origen y con ello su propia distinción respecto del Padre. Partiendo de esta experiencia del Hijo y del Espí­ritu, el NT, guiado por un “instinto” certero, se niega a explicar racionalmente la T. a base de una mera apariencia y de un “aspecto para nosotros” del Dios uno, o bien – en forma también racionalista en el fondo – a entender al Hijo y al Espí­ritu como seres mitológicos intermedios o como algo “humano” más fuertemente misterioso.

c) Pero la reflexión del NT busca ya esclarecer el fundamento de la igualdad y diversidad esenciales entre Padre e Hijo. El Hijo es el Hijo propio en contraposición a los siervos (Mc 12, 1-12 par; Rom 8, 3.32; Heb 1, etc.), el Verbo eterno del Padre (Jn 1, 1.14; 1 Jn 1, 1; Ap 19, 13), la imagen (2 Cor 4, 4; Col 1, 15; Heb 1, 3) y el reflejo de la gloria del Padre (Heb 1, 3). Tales afirmaciones no podrán leerse en sentido “intratrinitario” y valorarse inmediatamente para una teologí­a “psicológica” de la T. a manera de la de Agustí­n. Pero, dado el principio fundamental de la “teologí­a de la -> Trinidad”, esas afirmaciones primordialmente histórico-salví­ficas (Hijo como expresión del Padre de cara al mundo) son ya también un enunciado sobre la T. “inmanente”.

II. Historia de la doctrina de la Trinidad
Cf. -> modalismo, -> arrianismo, ->a capadocios; cf. también teologí­a de la -> Trinidad IV, -> encarnación, -> Jesucristo, C.

III. Magisterio eclesiástico
1. Las fuentes
Son importantes para esta doctrina, además de los distintos -> sí­mbolos de la fe (Apostólico, Nicenoconstantinopolitano, Quicumque [Dz 39], la confesión de fe de Pablo vi), el primer concilio de Constantinopla (381; Dz 86), el concilio de Nicea (325; Dz 54), el concilio xi de Toledo (675; Dz 275-281), el concilio Lateranense iv (1215; Dz 428 431s), el concilio segundo de Lyón (1274; Dz 460), el concilio de Florencia (1439-1445; Dz 691 703s).

1. El magisterio eclesiástico mismo
a) La T. es un -> misterio absoluto (Dz 1795 1915), que incluso después de su revelación no puede penetrarse racionalmente (cf. Dz 1915; sobre esto cf. también Col-Lac vii 507c 525bc). Si en la fe cristiana se dan misterios absolutos, la T. es el más fundamental de ellos. Pero el magisterio apenas esclarece por qué eso es así­; destaca solamente la importancia de la T. para la existencia peregrinante del hombre. Pero por qué y cómo, sin embargo, la T. está llena de sentido para nosotros, y en qué realidad salví­fica se nos da, son cuestiones sobre las que apenas se reflexiona.

b) El Dios uno existe, en tres “personas”, “subsistencias” (“hipóstasis”: Dz 17 19 39 48 51 58ss 79 254 275 278-281 428 431 461 703s 993 1916), que son la única naturaleza divina (physis), la única esencia (oúsí­a) divina, la única substancia divina (a diferencia de la subsistencia; Dz 17 19 39 59 78 82 86 254 275 277ss 428 431s 461 703s 708 993). Las personas son iguales, por igual eternas y omnipotentes (Dz 13 19 39 54 68-75 254 276ss 428 461ss 703s).

No se da una definición solemne de los conceptos así­ usados (persona, hypostasis, physis, oúsí­a, substancia), ni de las eventuales diferencias entre persona e hypóstasis. El sentido de estas palabras debe sacarse de una difí­cil correlación de los motivos que las acuñaron: de las determinaciones de estas palabras en la teologí­a escolástica; del sentido que ellas mismas tienen en las afirmaciones dogmáticas con su oposición dialéctica de los conceptos (hypostasis-óusí­a); y de la circunstancia de que “esencia” aquí­ es más fácilmente comprensible, significando el ser divino, la divinidad de estas tres personas en la absoluta identidad de esa esencia de Dios. Las manifestaciones más recientes del magisterio no han tenido en cuenta el desarrollo ulterior del concepto de “persona”, sino que siguen usándolo en el sentido que la palabra habí­a recibido en las luchas antiarrianas (y en la cristologí­a). Ahora bien, cuando se afirma que el Espí­ritu Santo queda constituido por el amor “recí­proco” del Padre y del Hijo, aunque la procesión del Espí­ritu viene de un único principio y es un único acto (Dz 691 1084), en tal manera de hablar se refleja la influencia de un concepto moderno de persona.

c) A la vez estas personas son (realmente) distintas entre sí­ (Dz 39 281 703ss 1655).

El Padre no tiene origen (Dz 3 19 39 275 428 703s). El Hijo ha sido engendrado de la substancia del Padre (Dz 13 19s 40 48 54 69 275s 281 432 703s) y, por cierto, por el Padre solo (Dz 40 428 703). El Espí­ritu no es engendrado (Dz 39 277), sino que procede del Padre y del Hijo como de un único principio (Dz 460 691 704 15 19 39 86 277 428 460 691 703) en una espiración única (Dz 691). Se distingue entre los conceptos de “generación” y de “espiración” (spiratio). Ante todo es evidente que dichos conceptos coinciden en que la naturaleza divina del Hijo y del Espí­ritu es poseí­da como “participada”. Tales conceptos se distinguen en cuanto esta participación se produce en un caso como generación del Padre solo, y en el otro como espiración del Padre y del Hijo (o a través del Hijo: Dz 460 691) como único principio de comunicación en un acto (nacional). Pero el magisterio ya no precisa más en qué se distinguen, la “generación” y la “espiración”.

El hecho de que debe darse necesariamente una distinción, se deduce simplemente de la diversidad de Hijo y Espí­ritu.

d) Sobre esto descansa la afirmación de que en Dios hay relaciones realmente distintas (Dz 208 278 281 296 703) y propiedades (Dz 281 296 428) y, con ello, también una distinción virtual entre la esencia de Dios y las personas divinas, constituidas por relaciones (cf. Dz 17 19 523s). La distinción entre la esencia (absoluta) de Dios y las “relaciones”, que constituyen las personas, debe hacer más comprensible todaví­a en el plano lógico por qué no puede demostrarse, por lo menos con seguridad, la existencia de una contradicción en el hecho de que las tres personas divinas sean idénticas con la esencia única de Dios y, sin embargo, se distingan relativamente entre sí­. La concepción del fundamento de la diversidad como oposición de relaciones viene sugerida por las palabras Padre-Hijo, en las que se expresa una relación de oposición. En esta doctrina trinitaria de la relación, que alcanza su punto culminante en el axioma (procedente de Anselmo de Canterbury) del concilio de Florencia (Dz 703), ha sido decisiva la doctrina trinitaria de los -> capadocios (especialmente la de Gregorio de Nisa), más decisiva que la especulación psicológica de Agustí­n sobre la T. (cf., sin embargo, Dz 296).

e) Las personas divinas “relativas” no son realmente distintas de la esencia de Dios (Dz 278 296 703), o sea que no constituyen una cuaternidad junto con esta esencia (Dz 283 431s). Más bien, en Dios todo es uno en tanto no media una oposición de relación (relationis oppositio: Dz 703); cada persona divina está totalmente en las otras (“circuminsesión”: Dz 704) y cada una de ellas es el Dios uno y verdadero (Dz 279 343 420 461).

f) Las personas divinas no pueden separarse entre sí­ ni en el ser (Dz 48 281 461) ni en el obrar (Dz 19 281 428 461), y constituyen un único principio de operación hacia fuera (Dz 254 281 428 703). En dicha identidad de acción de las tres personas, acción que sólo por apropiación se atribuye a una de ellas (DS 3326), ha de tenerse en cuenta, sin embargo, que en este axioma se trata de la causalidad eficiente de Dios (Dz 2290); no se toca ahí­, por consiguiente, el hecho de que sólo el Logos se ha encarnado, ni la teorí­a de la -> gracia increada, según la cual una de las tres personas divinas tiene una relación peculiar con el hombre (a pesar de DS 3331). La doctrina, que se sigue de aquí­, sobre las “misiones” económico-salví­ficas del Hijo y del Espí­ritu por el Padre (cf. Dz 277 285 794), apenas ha sido desarrollada por el magisterio eclesiástico.

IV. Intento de una doctrina sistemática
1. El principio fundamental en el plano metodológico y en el objetivo
a) Este principio consiste en la identidad entre la T. económico-salví­fica y la inmanente. Naturalmente, esa identidad no pone en duda que una T. económico-salví­fica, como idéntica con la inmanente, sólo se da en virtud de la decisión libre de -> Dios (E) en orden a su propia comunicación (sobrenatural). Pero, llevado por esta libertad, el don en el que Dios se comunica al mundo es precisamente Dios como el trino (no algo causado eficientemente que lo represente) y, por cierto, de tal manera que, por ser él trino, esta T. determina la colación del don y lo hace trinitario. Y por eso puede decirse también a la inversa: La dimensión trinitaria de esta comunicación divina, la T. económico-salví­fica, quoad nos hace conocer por sí­ misma la T. inmanente, porque se identifica con ella. Eso implica también que a las dos “procesiones” inmanentes en Dios corresponden (dentro de la identidad) dos misiones, y que las relaciones con el mundo creado, constituidas en una causalidad formal (no eficiente) por las misiones como procesiones (procesión del Logos: unión hipostática; espiración del Espí­ritu: santificación deificante del hombre), no son apropiaciones, sino caracterí­sticas peculiares de estas personas. No podemos tratar aquí­ la objeción habitual (véase para ello MySal II 330ss) de por qué entonces la relación propia del Espí­ritu con el hombre santificado no significa una unión hipostática. Pero esta objeción presupone lo que en último término es falso, a saber, que la “hipóstasis” del Logos y la del Pneuma son de la misma especie.

b) El principio fundamental insinuado de la doctrina de la T. queda corroborado en primer lugar por el hecho de que, en la unión hipostática, se da un caso en el que se realiza lo que este principio dice en general. Además, en la doctrina de la gracia y de la -> visión de Dios como trino, cuyo principio ontológico debe ser la T., es una opinión teológica bien fundada por la Escritura y la tradición (griega) y por la teologí­a moderna (desde Petavio) la concepción de que el Pneuma tiene una relación peculiar suya con el hombre agraciado. Sólo presuponiendo este principio está clara la distinción entre orden de la creación y orden de la gracia, entre naturaleza y gracia sobrenatural. Pues la comunicación de Dios mismo, la cual, a diferencia de la creación natural, constituye el orden sobrenatural de la salvación, no puede ser pensada solamente como comunicación de una esencia abstracta (de una physis divina), sino que ha de entenderse como comunicación de Dios tal como él es, como el trino, pues en cuanto tal “habita” Dios en los justificados y es contemplado en la visión beatí­fica. Además, en correspondencia con la esencia general de la revelación como unidad de acción salví­fica y palabra de Dios, la revelación de la T. como inmanente sólo puede producirse por el hecho de que ésta se comunica en la acción divina de la gracia, o sea, haciéndose T. económico-salví­fica. Si la T. como tal ha de ser un misterio salví­fico revelado, entonces ella misma debe ser económico-salví­fica. Finalmente hemos de decir que la revelación, tal como está dada en todo el NT, jamás trata sólo de la T. inmanente o de esa T. como comunicada meramente en conceptos o enunciados, sino que habla ante todo de la experiencia del Hijo y del Pneuma en la historia colectiva e individual de la salvación y revelación, y sólo habla del Hijo y del Espí­ritu en cuanto a través de ambos se nos acerca el Dios (Padre) sin origen.

En tal enunciado histórico-salví­fico se revela la T. Esa revelación no es meramente el presupuesto de otra sobre la T. inmanente, sino que es ya esta revelación misma. Pues de lo contrario, serí­a la comunicación meramente verbal de algo que nos afecta, no poseerí­a en nosotros ningún horizonte real de inteligencia, y serí­a sólo una humillante y desmedida exigencia a nuestro conocimiento. Hemos de tener en cuenta que una abstracta unión hipostática en un “Dios-hombre”, como acostumbramos a decir, y una gracia “creada” meramente santificante podrí­an revelarse también sin esta revelación trinitaria; por consiguiente, la T. no necesitarí­a en absoluto revelarse verbalmente si ella como tal no se nos diera realmente.

2. La Trinidad “económico-salví­fica”
a) La T. económico-salví­fica como -> misterio. Cuando a continuación hablemos de la comunicación de Dios mismo e intentemos entender la T. divina en su dimensión económico-salví­fica y desde ahí­ en su dimensión inmanente, ha de estar claro de antemano cómo todos los enunciados que contienen y articulan ese concepto de la comunicación de Dios mismo permanecen incluidos en esta autocomunicación como misterio y, por ello, no están expuestos al peligro de una filosofí­a racionalista. Pues precisamente esta autocomunicacón no sólo como hecho es acción libre de Dios y así­ no “deductible” a priori, sino que también en su esencia es un misterio permanente, porque la posibilidad de una causalidad formal divina respecto de la criatura no puede comprenderse positivamente. Además, el concepto de “comunicación de Dios mismo”, como fórmula que permite una sistematización teológica de los enunciados de la revelación, ha sido logrado a partir de éstos y, por tanto, no suprime el misterio del mensaje revelado. Lo cual ha de aplicarse también a todo lo que se desarrolle sistemáticamente a partir de ese concepto.

b) La unidad de la comunicación de Dios mismo en las dos misiones (la del Hijo y la del Espí­ritu). Para la fe cristiana el acercamiento de Dios al mundo (aun presupuesta su existencia libremente creada) es libre gracia (-> naturaleza y gracia). Pero esto no impide la afirmación de que la comunicación de Dios mismo al mundo en el espí­ritu (en la gracia) y la que se da en la unión hipostática son objeto de una sola y misma acción libre, porque ambas comunicaciones se condicionan mutuamente. La unión hipostática sólo puede pensarse con sentido si opera anticipadamente o implica el agraciamiento del mundo por el espí­ritu divino (por lo menos y ante todo en la humanidad de Cristo; y desde aquí­, dado el carácter social de la humanidad, en todos los hombres). Y, viceversa, el agraciamiento del mundo halla su necesaria aparición histórica y su irreversibilidad escatológica en lo que llamamos unión hipostática. Ambas “misiones”, por consiguiente, pueden ser entendidas como momentos que se condicionan recí­procamente de la única comunicación de Dios mismo al mundo; y a la inversa: si ésta se produce libremente, entonces se desarrolla en la divinización del mundo en el “espí­ritu santo” (entendiendo esa expresión primeramente en un sentido “neutral”, como sucede mayormente en la Escritura, donde “espí­ritu” significa el poder amoroso, santificante y creador de Dios, poder que introduce el mundo en Dios) y en su aparición histórica v escatológica por la palabra histórica y definitiva de la promesa de Dios (entendiendo también esta “palabra” primeramente en un sentido neutral, como, p. ej., en 2 Cor 1, 19s).

c) Si esa autocomunicación doble v única de Dios ha de ser realmente comunicación de Dios mismo (a diferencia de la creación), entonces tiene que afectar a Dios en sí­, es decir, debe significar una causalidad cuasi-formal de Dios, y ésta ha de ser una determinación de Dios mismo. Lo cual, dada la libertad con que esta causalidad cuasi-formal se refiere a la criatura, de ningún modo es imposible, del mismo modo que el acto creador de Dios es idéntico con la esencia divina, existe necesaria y eternamente, y, sin embargo, es libre frente al mundo. Desde aquí­ deberá lograrse la comprensión de la T. “inmanente” (cf. más adelante en 3).

d) La “esencia” de estas dos misiones. Si ambas “misiones” son dos momentos que se condicionan recí­procamente de la única comunicación de Dios mismo, entonces el concepto de autocomunicación (cf. MySal II 374ss), teniendo en cuenta que ella va dirigida a un receptor personal e histórico, en principio podrí­a desarrollarse desde sí­ mismo de manera que aparezcan formalmente sus diversas parejas de aspectos dobles: origen-futuro; historia-trascendencia; oferta-aceptación; conocimiento-amor. Entonces podrí­a aparecer claramente que origen – historia – ofrecimiento – conocimiento, por un lado; y futuro – trascendencia – ofrecimiento – amor, por otro, se implican siempre y constituyen en cada caso un momento de esta autocomunicación. Esa pareja de cuádruples momentos podrí­a identificarse con las misiones que conocemos. Pero aquí­ empezamos simplemente con las misiones, tal como se nos presentan en la experiencia histórico-salví­fica.

La “esencia” de la “misión” del Espí­ritu (en el marco del misterio) resulta inteligible sin gran dificultad. Dios se comunica a sí­ mismo a la criatura indigente, finita y pecadora. Y este darse desde sí­ mismo, sin buscarse o lograrse por ello a sí­ mismo, sino, por el contrario, para arriesgarse en el otro, por ser uno tan grande que libremente puede hacerse más pequeño en el otro, es lo que precisamente se designa con la palabra -> amor (en el sentido de la ágapé neotestamentaria). Y esto tanto más por el hecho de que ese amor tiende al centro de la persona humana y es allí­ operante no sólo como el don, sino también como la fuerza de su aceptación. Si se prescinde todaví­a de la cuestión de cómo puede y debe distinguirse el amor esencial divino del que constituye la personalidad del Espí­ritu Santo, esta “esencia” de la misión es también familiar para nosotros como aquello que la teologia tradicional describe como peculiaridad de la tercera persona en la T. inmanente.

Para la comprensión de la misión del Hijo no se puede empezar simplemente con la especulación sobre el Logos (matizada desde el principio por la mentalidad “griega”) y considerarla así­ solamente como misión para la revelación de la “verdad” de Dios, pues entonces el lado soteriológico de esta misión sólo podrí­a añadirse accesoria y desvinculadamente. Hemos de entender que la verdad en sentido pleno es la verdad hecha, en la cual alguien “pone a la vista” para sí­ y para otros su esencia libremente realizada, la manifiesta históricamente como fidedigna y fiel y la fija irreversiblemente. Ahora bien, precisamente ésta es la esencia de la misión del Hijo, en el que están unidos el aspecto revelador y el soteriológico; es misión de la verdad, que es fidelidad. Bajo este presupuesto podemos decir: La comunicación de Dios mismo tiene dos modalidades fundamentales, a saber, como verdad y como amor; como verdad que acontece en la historia y es ofrecimiento de la fidelidad libre de Dios; y como amor que produce la aceptación y abre la trascendencia del hombre hacia el futuro absoluto de Dios. En cuanto la aparición histórica de Dios (Padre) como verdad sólo es perceptible en el horizonte de la trascendencia hacia el futuro absoluto de Dios, y en cuanto el futuro absoluto es prometido en forma realmente irrevocable como amor por el hecho de que esta promesa queda fijada en la historia concreta del Dios fiel (en el salvador absoluto); esos dos aspectos de la comunicación de Dios mismo ni quedan separados, ni quedan unidos por un mero decreto, sino que juntos constituyen – sin ser idénticos entre sí­ – la única autocomunicación de Dios, la cual se desarrolla como verdad en una historia, como origen y ofrecimiento, y como amor aceptado que trasciende hacia el futuro absoluto.

3. La Trinidad “inmanente”
El punto de apoyo para la transición intelectual desde la T. económico-salví­fica a la inmanente acabada de lograrse con lo dicho.

a) La T. salví­fica es ya la inmanente, pues no podrí­a hablarse de una comunicación de Dios mismo si ambas misiones y las “personas” que con ello se nos dan, en las cuales tenemos a Dios, no correspondieran a Dios “en sí­”, sino que pertenecieran solamente al ámbito creado. Las “misiones” son realmente (presupuesta en Dios la libre decisión de comunicarse) “preocupaciones” en Dios mismo.

b) Estas dos procesiones son distintas entre sí­, porque son distintas las “misiones”. Naturalmente, esas misiones tienen una diferencia en su término, la cual no es simplemente la de las misiones originarias (missio principiative spectata) como tales, a saber, la naturaleza humana de Cristo, por un lado, y la santidad “creada” de los justificados en su distinción espacial-temporal, por otro lado. Pero ambos aspectos de la única comunicación divina, vistos desde Dios, son momentos – relacionados entre sí­ en su diversidad – de la comunicación de Dios mismo. Y otro tanto puede decirse también de las procesiones.

c) Estas dos procesiones, como idénticas con las misiones, aun perteneciendo a Dios “en sí­” pueden entenderse todaví­a como “posibilidades” ante todo para tal autocomunicación doble, o sea, todaví­a en sentido económico-salví­fico (en forma semejante a la manera como el Logos en Jn 1, 1ss está eternamente junto a Dios, o sea, es inmanente, y, sin embargo, es concebido como referido al mundo); aunque, naturalmente, estas “posibilidades” no deben entenderse como potencialidades que primero han de ser actualizadas en Dios. Mas precisamente porque, como dadas actualmente, tienen una relación libre (“contingente”) con el mundo, no sólo deben corresponder a Dios “en sí­”, sino que han de ser también posibilidades “para él”, deben tener también una significación o un sentido “inmanente”. Con ello podemos decir ahora: La distinción real de las dos procesiones está constituida por una doble e inmanente comunicación de Dios mismo (del Padre). El Dios originario (el Padre) es el que se afirma para sí­ en la verdad (Hijo) y el recibido y aceptado para él mismo en el amor (Espí­ritu), y por esto es aquel que de esa manera doble y única puede comunicarse a sí­ mismo hacia fuera.

d) La distinción real en Dios está constituida por una doble comunicación del Padre, a través de la cual éste, por un lado, se comunica a si mismo, y, por otro lado, precisamente (mediante esta comunicación) como el que expresa y recibe pone su distinción real respecto de lo expresado y recibido. Lo comunicado, en cuanto, por un lado, hace de la comunicación una auténtica autocomunicación de Dios, y, por el otro, no suprime la distinción real entre Dios como comunicante y como comunicado, puede con razón ser designado como la divinidad, o sea, como la “esencia” de Dios.

e) La referencia constituyente de la distinción entre el que se comunica a sí­ mismo y lo expresado y recibido, debe entenderse como “relativa” (relacional). Esto se desprende simplemente de la identidad de la “esencia”. Esa “relacionalidad” no debe ser considerada en primera lí­nea como medio para solucionar aparentes contradicciones lógicas en la doctrina de la T. Como tal medio sólo es apropiada en medida muy condicionada, pues, en la medida en que se entiende la relación como la más irreal de las realidades, disminuye también su importancia para la comprensión de una T. que es lo más real. Pero la relación es tan absolutamente real como otras determinaciones. Y una “apologética” de la T. “inmanente” no puede partir del prejuicio de que una identidad muerta, sin mediación de ninguna clase, sea la forma de ser más perfecta del Absoluto, para volver luego, con ayuda de la explicación de que la distinción en Dios es “sólo” relativa, a eliminar la dificultad que con este prejuicio se habí­a creado (por entender falsamente la “simplicidad” de Dios).

4. La aporética del concepto de “persona” en la Trinidad
a) La predicación y la teologí­a se han acostumbrado a hablar de tres “personas” en Dios, hasta tal punto que eso se hace con la impresión de que no hay en absoluto otra manera de expresar el misterio de la T. Pero esto no es exacto por la sencilla razón de que el NT no conoce esta palabra, que sólo lentamente fue introducida en la terminologí­a eclesiástica, debiendo notarse que los griegos raramente dicen prósopon y mayormente usan el término hypóstasis. Si tales palabras en este contexto han de tener el mismo sentido, ciertamente no lo tienen por su origen e historia. De hecho no tuvieron exactamente el mismo sentido en el pasado y han mantenido su diferencia en el desarrollo histórico posterior. Pues “hipóstasis” o “subsistencia” (como concepto abstracto y concreto) pueden afirmarse de cualquier ente concreto, no solamente del ente “racional”; mientras que “persona” significa siempre un subsistente racional. Y en el curso de la historia del concepto se ha desplazado la relación entre la dimensión de la conciencia de la subjetividad espiritual y la dimensión de la última concreción y diferencia de un ente frente a otro, de manera que esta subjetividad espiritual con conciencia de sí­ misma y libertad no sólo debe ser una nota esencial del subsistente concreto, para que éste sea también persona, sino que, además, en la comprensión del concepto de persona esa nota es constitutiva del ser personal como tal. Si supusiéramos que este cambio de comprensión es válido también en la doctrina de la T., entonces en las tres personas divinas se darí­an también tres conciencias libres. Pero esto es falso. Por consiguiente, la fórmula clásica de la T. no puede ni debe apropiarse esta historia moderna del concepto. Pero los enunciados doctrinales de la Iglesia no pueden suprimir o modificar esa historia. Con ello la regulación eclesiástica del lenguaje, que ha entrado en acción para matizar la contingencia en el uso de la palabra “persona”, está ante el peligro permanente de un malentendido. Pues la palabra “persona”, debido a su sentido actual, casi necesariamente se entenderá mal en la fórmula trinitaria. Por consiguiente, resulta confusa. Y, propiamente, el lenguaje no deberí­a ser así­, porque el sentido presupuesto de cada palabra tendrí­a que esclarecer la frase, y no deberí­a ser necesaria una corrección de los conceptos usados a partir de la frase.

b) Ahora bien, con ello no queremos decir que deba suprimirse la fórmula de “un Dios en tres personas”. El predicador individual no tiene facultad para esto, y es problemático si el magisterio en la situación actual está en condiciones de crear otra fórmula oficial (o sea, comprensible para todos, obligatoria y apropiada para ostentar ese carácter obligatorio), la cual fuera mejor que la anterior. Pero el predicador debe ver el problema e intentar solucionarlo en la medida de sus fuerzas. Mas para ello conviene que tenga a su disposición algunas posibilidades lingüí­sticas de substituir la fórmula clásica, sin necesidad de “improvisar” en cada momento.

c) Naturalmente, la manera más importante de resolver el problema mencionado es hablar del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo con la conciencia de que en esta diversidad se habla del único Dios; p. ej., en lugar de “tres personas” se podrá hablar de las tres maneras cómo el único Dios se da (en la economí­a salví­fica) y de sus tres maneras de subsistencia (en la esfera inmanente). De la palabra “manera” se podrí­a deducir la relacionalidad entre las “personas”, a través de la cual (como oposición) se constituye la distinción en Dios (cf. MySal II 389-392). Así­, en tanto es necesario formalizar el hablar económico-salví­fico sobre el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo y afirmar explí­citamente su unidad, podrí­amos recurrir a las siguientes fórmulas (ofrecemos algunos ejemplos): El Dios uno subsiste en tres maneras distintas de subsistencia. El Padre, el Hijo y el Espí­ritu son distintos como relaciones opuestas, y por ello estos “tres” no son “el mismo”, pero sí­ son “lo mismo” (lo cual, naturalmente, es una subjetividad – libre frente a nosotros – de la divinidad), porque, para evitar malentendidos, se debe reservar la expresión “el mismo” para el ente en su última concreción no intercambiable, bajo la cual nos sale al encuentro. El Padre, el Hijo y el Espí­ritu son el Dios único e idéntico en la divinidad, cada uno con distinta manera de subsistencia. En este sentido (y sólo en este sentido) pueden contarse “tres” en Dios, debiendo permanecer conscientes de que se “numera” lo que como pura distinción en el uno numérico de la esencia no puede traducirse por el concepto de una multitud de individuos de la misma especie. Dios es “trino” por sus tres maneras de subsistir y de darse. Dios como subsistente en una determinada manera de subsistencia (p. ej., el Padre) es “otro” (no: otra cosa) que Dios como subsistente en una manera distinta de subsistencia. Una manera de subsistir es distinta por su oposición relativa a otra y es real por su identidad con la esencia divina. En cada una de las tres maneras distintas de subsistir, subsiste la una y misma esencia divina. Por esto, “el” subsistente en tal manera de subsistencia es verdaderamente Dios. Esas fórmulas trinitarias afirman exactamente lo mismo que aquéllas donde aparece la palabra “persona”. Es posible que parezcan tan formalistas y abstractas como éstas. Pero evitan, sin caer en el -> modalismo, malentendidos en el sentido de un triteí­smo, que podrí­a sugerir fácilmente el sentido actual de la palabra “persona”.

5. La doctrina “psicológica” de la Trinidad
a) La doctrina de la T. desarrollada por Agustí­n, concluida por Tomás y hecha “clásica” hasta hoy, la cual intenta comprender las dos procesiones internas y, así­, las tres personas en Dios mediante el modelo de los altos del espí­ritu (autoposesión cognoscente en la expresión del verbo interno y del amor [amor, voluntas]); no es doctrina del magisterio eclesiástico (a lo sumo tiene cierta resonancia en él) ni (inmediatamente) de la Escritura (pues aquí­ sólo se da una consideración económico-salví­fica de la T.). En este sentido la interpretación psicológica de la T. no tiene un carácter obligatorio, sino que es simplemente teologí­a. Pero puede considerarse como legí­tima, porque está apoyada por una gran tradición teológica, y porque es evidente que en la simplicidad de Dios las tres maneras distintas de subsistir deben tener una necesaria conexión interna con la realización espiritual de la vida divina, conexión que es interpretada en dicha doctrina. Esto resulta más claro todaví­a si la antropologí­a metafí­sica pone de manifiesto que en el hombre sólo hay dos realizaciones fundamentales de la existencia espiritual: el conocimiento y el amor. Eso supuesto, parece obvio establecer un paralelismo entre estas dos realizaciones fundamentales y las dos procesiones divinas.

b) Pero la doctrina psicológica de la T. no puede hacer comprensible por qué la única autoposesión en el conocimiento y el amor, fundada en la esencia del Dios uno, exige una processio ad modum operati (como verbum o como amatum in amante) si Dios es absoluta actualidad v simplicidad. Ahora bien, sin esa procesión ad modum operati no se da la T. real de las maneras de subsistencia.

c) Si la teologí­a supiera entender más positivamente de lo que habitualmente sucede la relación entre Dios (F) y el mundo (al menos como posible [sin menoscabo de la libertad, de la creación, de la autosuficiencia de Dios como actus purus, etc.]), si, dicho de otro modo, entendiera la libertad de Dios frente al mundo no corno negación o disminución de su radical referencia a éste, sino como un evidente momento interno de dicha referencia; entonces podrí­a mostrarse más claramente todaví­a por qué la T. económico-salví­fica es la “inmanente”. El doble poder de Dios (del Padre) de expresarse hacia fuera como Logos y como Pneuma seguirí­a estando en conexión con su “espiritualidad”; pero ya está captada esta doctrina “psicológica” de la T. como tal cuando se ha pensado la T. “económico-salví­fica”.

BIBLIOGRAFíA: Cf. los manuales de dogmática e historia del dogma, espec.: Althaus 689-700; Barth KD I/1 367-514; Brunner I 208-244; Jugie II 296ss; Pohle-Gummersbach I 346-482; PSJ II 222.438; Scheeben II; Scheeben M; Schmaus D 1 291ss 324-499; Weber D I 386-438. – HDG II/1; Seeberg; Harnack DG; Loofs; Koehler; Adam. – H. Mühlen, Der Heilige Geist als Person. Beitrag zur Frage nach der dem Heiligen Geist eigentümlichen Funktion in der Trinität, bei der Inkarnation und im Gnadenbund (1963, Mr 21966); idem, Una Mystica Persona (Mn 1964); E. Jüngel, Gottes Sein ist im Werden (T 1965); R. Schulte, La preparación de la revelación trinitaria: MySal II-1 77-116; F. J. Schierse, La revelación de la Trinidad en el Nuevo Testamento: ibid. 117-165; L. Scheffezyk, La formación del dogma trinitario en el primitivo cristianismo: ibid. 182-223; K. Rahner, El Dios trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación: ibid. 360-453; L. Scheffezyk, Der Eine und Dreifaltige Gott (Mz 1968); V. Breton, La Trinidad (Desclée Bil); J. Duns Escoto, Dios uno y trino, ed. bilingüe (Ed Católica Ma); C. Harmión, La Santí­sima Trinidad en nuestra vida espiritual (Desclée Bit); M. Philippon, La Santí­sima Trinidad en mi vida (Balines Ba); M. Schmaus, La Trinidad de Dios (teologí­a dogmática t. 1) (Rialp Ma); O. González, Misterio trinitario y existencia humana (Rialp Ma); R. J. de Muñana, La Santí­sima Trinidad (S Terre Sant); G. S. Slovan, La Trinidad (S Terrae Sant 1967); J. Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia (Paulinas Ma 1970).

Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Aunque no es en sí un término bíblico, la palabra «Trinidad» ha sido designada como término conveniente para el Dios que se revela en la Escritura como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esto significa que dentro de la única sola esencia de la Deidad debemos distinguir tres «personas», que no son tres dioses, ni tampoco son tres partes o modos de Dios, sino que son Dios co-iguales y co-eternos con Dios.

La contribución principal que el AT hace a la doctrina es enfatizar la unidad de Dios. Dios no es en sí mismo una pluralidad, ni es uno entre muchos otros. Él es uno solo y único: «Jehová nuestro Dios, Jehová uno es» (Dt. 6:4), y él exige la exclusión de todos los pretendidos rivales (Dt. 5:7ss.). No hay lugar aquí para un triteísmo.

Sin embargo, aun en el AT, encontramos claras implicaciones trinitarias. No se puede pasar por alto la frecuente mención al Espíritu de Dios (Gn. 1:2). Quizá también se podría hacer referencia al ángel de Jehová en Ex. (23:23). Por otra parte, debe notarse el plural de Génesis 1:26 y 11:7 como también la forma plural del nombre divino en la aparición divina a Abraham en Gn. 18. La importancia de la palabra (Sal. 33:6) y especialmente la sabiduría de Dios (Pr. 8:12ss.) son puntos que se deben considerar. A pesar del fuerte contexto monoteísta del misterioso versículo de Is. 48:16, el texto se acerca mucho a una formulación trinitaria.

Aparte de 1 Jn. 5:7, texto que debe rechazarse como espurio, el NT no provee de una declaración explícita de la doctrina. Sin embargo, la evidencia trinitaria es abrumadora. Todavía se predica de Dios como el único Dios (Gá. 3:20) a la vez que Jesús proclama su propia deidad (Jn. 8:58) y evoca y acepta la fe y adoración de sus discípulos (Mt. 16:16; Jn. 20:28). Como el Hijo o el Verbo, puede así igualarse con Dios (Jn. 1:1) y asociarse con el Padre, p. ej. en las salutaciones paulinas (1 Co. 1:3, etc.). El Espíritu o Consolador es también puesto en la misma interrelación (cf. Jn. 14–16).

Por tanto, no sorprende que el NT no registre declaraciones dogmáticas y que, a la vez, haga clara referencias a las tres personas de la Deidad. Las tres son mencionadas en el bautismo de Jesús (Mt. 3:16s.). Los discípulos debían bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt. 28:19). La desarrollada bendición paulina incluye la gracia del Hijo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo (2 Co. 13:14). Se hace referencia a la elección del Padre, la santificación del Espíritu y el rociamiento de la sangre de Jesucristo (1 P. 1:2) en relación con la salvación de los creyentes.

El hecho que la fe cristiana encierra la aceptación de Jesús como Salvador y Señor, significó que la Trinidad encontrara rápidamente su lugar en los credos y confesiones de la iglesia como la confesión de la fe en Dios el Padre, Jesucristo su único Hijo, y el Espíritu Santo. Las implicaciones de esta confesión, especialmente en el contexto del monoteísmo, llegaron a ser naturalmente uno de los primeros intereses en la teología patrística, siendo el primer objetivo asegurar la doctrina contra el triteísmo por una parte y del monarquismo por otra.

En la doctrina completamente desarrollada, la unidad de Dios es salvaguardada al insistir en que hay únicamente una esencia o substancia de Dios. No obstante, la deidad de Jesucristo se afirma plenamente en contra de aquellos que piensan que él solamente fue adoptado a la filiación divina o que preexistía como un ser creado por Dios. La individualidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo está también preservada en contra de la noción que estos son únicamente modos que Dios asume para diferentes fines en su trato con el hombre en la creación o la salvación. Dios es uno, sin embargo, en sí mismo y desde la eternidad él es Padre, Hijo y Espíritu Santo, el trino Dios.

Muchos apologistas han encontrado analogías trinitarias tanto en la naturaleza como en la constitución del hombre. Pueden parecer interesantes, pero no debe pensarse de ellas como que proveen una explicación del ser divino. Más prolífica es la sugerencia de Agustín cuando dice que sin la trinidad no podría haber comunión o amor en Dios; la divina trinidad encierra una relación en la que las perfecciones divinas encuentran ejercicio y expresión eternos independientemente de la creación del mundo y del hombre.

Las objeciones racionalistas a la Trinidad fracasan a causa de que insisten en interpretar al Creador en términos de la criatura, es decir, la unidad de Dios en términos de la unidad matemática. Más científicamente, el cristiano aprende a conocer a Dios de Dios mismo según él ha obrado por nosotros y ha señalado esa acción en la Sagrada Escritura. No se sorprende si un elemento de misterio permanece desafiando el análisis o comprensión final, porque él es solamente hombre y Dios es Dios. Pero en la obra divina según la registra la Biblia, el Dios único se revela como Padre, Hijo y Espíritu Santo y, por lo tanto, en fe verdadera el cristiano debe «reconocer la gloria de la Trinidad eterna».

BIBLIOGRAFÍA

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Geoffrey W. Bromiley

HDB Hastings’ Dictionary of the Bible

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (619). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

La palabra trinidad no aparece en la Biblia, y aunque la usó Tertuliano en la última década del ss. II, formalmente no encontró su lugar en la teología de la iglesia hasta el ss. IV. Sin embargo, es la doctrina distintiva de la fe cristiana que abarca todo lo demás. Ella hace tres afirmaciones: que no hay sino un solo Dios, que cada una de las tres personas, Padre, Hijo, y Espíritu, es Dios, y que tanto el Padre, como el Hijo y el Espíritu son personas claramente diferenciadas. En esta forma se ha convertido en la fe de la iglesia desde que recibió su primera formulación plena por Tertuliano, Atanasio y Agustín.

I. Derivación

Si bien no es una doctrina bíblica en el sentido de que no se puede encontrar formulación de ella en la Biblia, se puede ver que ella subyace a la revelación de Dios, implícita en el AT y explícita en el NT. Con esto queremos decir que, si bien no podemos hablar confiadamente de la revelación de la Trinidad en el AT, no obstante una vez que la sustancia de la doctrina ha sido revelada en el NT, podemos volver hacia atrás y comprobar la existencia de muchas implicancias de ella en el AT.

a. En el Antiguo Testamento

Se puede entender que en épocas cuando la religión revelada tenía que hacerse valer en un entorno de idolatría pagana, nada que pudiese poner en peligro la unidad de Dios podía darse libremente. El primer imperativo, por consiguiente, consistía en declarar la existencia del único Dios, vivo y verdadero, y a esta tarea se dedica principalmente el AT. Pero ya en las primeras páginas del AT se nos enseña a atribuir la existencia y la persistencia de todas las cosas a una fuente tripartita. Hay pasajes donde Dios, su Palabra y su Espíritu aparecen juntos, como, por ejemplo, en el relato de la creación donde Elohim aparece creando por medio de su Palabra y su Espíritu (Gn. 1.2–3). Se piensa que Gn. 1.26 apunta en la misma dirección, porque allí se afirma que Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”, seguido por la afirmación de su cumplimiento: “Y creó Dios al hombre a su imagen”, caso notable de intercambio del plural y el singular, lo cual sugiere pluralidad en la unidad.

Hay muchos otros pasajes donde Dios, su Palabra y su Espíritu aparecen juntos como “co-causas de efectos”. En Is. 63.8–10 vemos que son tres los que hablan, el Dios del pacto con Israel (v. 8), el ángel de la presencia (v. 9), y el Espíritu “enojado” por su rebelión (v. 10). Tanto la actividad creadora de Dios como su gobierno se asocian, posteriormente, con la Palabra personificada como “Sabiduría” (Pr. 8.22; Job 28.23–27), como también con el Espíritu como dispensador de todas las bendiciones, y fuente de la fuerza física, el valor, la cultura y el gobierno (Ex. 31.3; Nm. 11.25; Jue. 3.10).

La triple fuente revelada en la creación se hace más evidente aun a medida que se desenvuelve la redención. En una etapa antigua encontramos los notables fenómenos relacionados con el ángel de Yahvéh, que recibe y acepta honores divinos (Gn. 16.2–13; 22.11–16). No en todos los pasajes del AT donde aparece esta designación se refiere a un ser divino, porque está claro que en pasajes tales como 2 S. 24.16; 2 R. 19.35, se hace referencia a un ángel creado investido de autoridad divina para la ejecución de una misión especial. En otros pasajes el ángel de Yahvéh no sólo lleva el nombre divino, sino que tiene dignidad y poder divinos, dispensa liberación divina, y acepta homenaje y adoración propios únicamente de Dios. En resumen, al Mesías se le atribuye deidad, aun cuando se lo considera como persona diferenciada de Dios mismo (Is. 7.14; 9.6).

El Espíritu de Dios recibe prominencia también en relación con la revelación y la redención, y se le asigna su función en la dotación del Mesías para su obra (Is. 11.2; 42.1; 61.1), y en la de su pueblo para responder con fe y obediencia (Jl. 2.28; Is. 32.15; Ez. 36.26–27). Así, el Dios que se reveló a sí mismo objetivamente por medio del Ángel mensajero se reveló a sí mismo subjetivamente en y por el Espíritu, dispensador de todas las bendiciones y dones en la esfera de la redención. La triple bendición aarónica (Nm. 6.24) también debe tenerse en cuenta quizá como prototipo de la bendición apostólica neotestamentaria.

b. En los evangelios

A modo de contraste debemos recordar que el AT fue escrito antes de que se hubiese dado a conocer con claridad la revelación de la doctrina de la Trinidad, y el NT después de ella. En el NT la encontramos particularmente en la encarnación de Dios Hijo, y en el derramamiento del Espíritu Santo. Pero por tenue que sea la luz en la antigua dispensación, el Padre, el Hijo y el Espíritu del NT son los mismos que los del AT.

Puede decirse, no obstante, que como preparación para el advenimiento de Cristo, el Espíritu Santo se hizo presente en la conciencia de hombres temerosos de Dios en medida desconocida desde el cierre del ministerio profético de Malaquías. Juan el Bautista, más especialmente, tuvo conciencia de la presencia y el llamado del Espíritu, y es posible que su predicación tuviese referencia trinitaria. Llamaba al arrepentimiento para con Dios, a la fe en el Mesías venidero, y hablaba de un bautismo del Espíritu Santo, del cual su bautismo con agua era símbolo (Mt. 3.11).

Las épocas especiales de revelación trinitaria fueron las siguientes.

(i)     La anunciación. La participación de la Trinidad en la encarnación le fue revelada a María en el anuncio angelical de que el Espíritu Santo vendría sobre ella, el poder del Altísimo le haría sombra y el niño que había de nacer de ella sería llamado Hijo de Dios (Lc. 1.35). De esta manera se dio a conocer que el Padre y el Espíritu participarían en la encarnación del Hijo.

(ii)     El bautismo de Cristo. En el bautismo de Cristo en el Jordán se pueden distinguir las tres Personas, el Hijo que es bautizado, el Padre que habla desde el cielo en reconocimiento de su Hijo, y el Espíritu que desciende en el símbolo objetivo de la paloma. Jesús, habiendo recibido así el testimonio del Padre y del Espíritu, recibió autoridad para bautizar con el Espíritu Santo. Juan el Bautista parece haber reconocido muy pronto que el Espiritu Santo vendría del Mesías, y no simplemente con él. La tercera Persona era por lo tanto el Espíritu de Dios y el Espíritu de Cristo.

(iii)     La enseñanza de Jesús. La enseñanza de Jesús es trinitaria en su totalidad. Habla del Padre que lo había enviado, de sí mismo como el que revela al Padre, y del Espíritu como aquel por el cual él y el Padre obran. Las interrelaciones entre Padre, Hijo y Espíritu se hacen resaltar en todas partes (véase Jn. 14.7, 9–10). Declaró enfáticamente: “Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador (Abogado), para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad” (Jn. 14.16–26). Se hace por lo tanto una distinción entre las tres Personas, y también una identificación. El Padre que es Dios envió al Hijo, y el Hijo que es Dios envió al Espíritu, que también es Dios. Esta es la base de la creencia cristiana en la “doble procesión” del Espíritu. En sus disputas con los judíos Cristo insistió en que su carácter de Hijo no provenía simplemente de David, sino de una fuente que lo convertía en Señor de David, y que ya lo era cuando David pronunció las palabras (Mt. 22.43). Esto indicaría tanto su deidad como su preexistencia.

(iv)     La comisión del Señor resucitado. En la comisión dada por Cristo antes de su ascensión, con instrucciones a los discípulos sobre ir por todo el mundo con su mensaje, hizo referencia concreta al bautismo “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Es significativo que el nombre sea uno, pero que dentro de los límites de ese único nombre haya tres Personas claramente diferenciadas. La Trinidad como tri-unidad no podría expresarse de modo más claro.

c. Los escritos neotestamentarios

El testimonio que ofrecen los escritos del NT, aparte de los evangelios, es suficiente para mostrar que Cristo había instruido a sus discípulos en lo tocante a esta doctrina en mayor medida de lo que registra cualquiera de los cuatro evangelios. Con decisión y entusiasmo proclaman la doctrina de la Trinidad como la triple fuente de la redención. El derramamiento del Espíritu en Pentecostés hizo que la personalidad del mismo adquiriese mayor prominencia y al mismo tiempo arrojó nueva luz sobre el Hijo. Pedro, al explicar el fenómeno de Pentecostés, lo representa como una actividad de la Trinidad: “Este Jesús … exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís” (Hch. 2.32–33). De modo que la iglesia de Pentecostés estaba fundada en la doctrina de la Trinidad.

En 1 Co. hay una mención de los dones del Espíritu, la diversidad de servicios para un mismo Señor y la inspiración de un mismo Dios para la obra (1 Co. 12.4–6).

Pedro traza la salvación a la misma fuente tri-unitaria: “elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo” (1 P. 1.2). La bendición apostólica: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros” (2 Co. 13.14), no sólo resume la enseñanza apostólica, sino que interpreta el significado más profundo de la Trinidad en la experiencia cristiana, la gracia salvadora del Hijo que da acceso al amor del Padre y a la comunión del Espíritu.

Lo que resulta sorprendente, sin embargo, es que esta confesión de Dios como uno en tres se llevó a cabo sin lucha y sin controversia, por un pueblo adoctrinado por siglos en la fe del Dios único, y que al ingresar en la iglesia cristiana no consideraba que estaba haciendo un corte con su antigua fe en ningún sentido.

II. Formulación

Aun cuando la Escritura no nos ofrece una doctrina formulada de la Trinidad, ella contiene todos los elementos con los cuales la teología ha armado la doctrina correspondiente. La enseñanza de Cristo da testimonio de la verdadera personalidad de cada una de las distinciones en el seno de la Deidad a la vez que arroja luz sobre las relaciones existentes entre las tres personas. Quedó para la teología la tarea de formular a base de esto una doctrina de la Trinidad. La necesidad de formular la doctrina le fue impuesta a la iglesia por fuerzas externas a ella, y fue, en particular, su fe en la deidad de Cristo y la necesidad de defenderla lo que primero la impulsó a afrontar la tarea de formular una doctrina completa de la Trinidad para su regla de fe. Ireneo y Orígenes comparten con Tertuliano la responsabilidad de la formulación que sigue siendo, en lo fundamental, la de la iglesia católica. Bajo el liderazgo de Atanasio esta doctrina se proclamó como credo de la iglesia en el concilio de Nicea (325 d.C.), y en manos de Agustín, un siglo más tarde, recibió una formulación que encierra el llamado credo de Atanasio que es aceptado por las iglesias trinitarias hasta el día de hoy. Después de haber recibido aclaraciones por cuenta de Juan Calvino (para lo cual véase B. B. Warfield, Calvin and Augustine, 1956, pp. 189–284), pasó al conjunto de iglesias de la fe reformada.

En cuanto a la relación existente entre las tres personas hay distinciones reconocibles.

a. Unidad en diversidad

En la mayoría de las formulaciones esta doctrina se enuncia diciendo que Dios es uno en su ser esencial, pero que en su ser hay tres Personas, que no obstante no conforman individuos separados y distintos. Son tres modos o formas en las que existe la esencia divina. “Persona” es, empero, una expresión imperfecta de esta verdad en la medida en que para nosotros denota un individuo racional y moral independiente. Pero en el ser de Dios no hay tres individuos, sino tres autodistinciones personales en el seno de una sola esencia divina. Luego también, en el hombre la personalidad conlleva la idea de independencia de voluntad, acciones y sentimientos que llevan a una conducta peculiar de la persona. Esto no puede concebirse en relación con la Trinidad. Cada persona es autoconsciente y autodirigida, pero jamás actúa independientemente o en oposición. Cuando decimos que Dios es una unidad queremos decir que, si bien Dios es en sí mismo un centro tripartito de vida, su vida no está dividida en tres partes. Es uno en esencia, en personalidad y en voluntad. Cuando decimos que Dios constituye una Trinidad en la unidad queremos decir que hay unidad en diversidad, y que la diversidad se manifiesta en Personas, en características y en funciones.

b. Igualdad en dignidad

Hay perfecta igualdad en naturaleza, honor y dignidad entre las tres Personas. La paternidad pertenece a la esencia misma de la primera Persona y así fue desde toda la eternidad. Es propiedad personal de Dios, “de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra” (Ef. 3.15).

Al Hijo se le llama “unigénito” quizá para sugerir su carácter único más que derivación. Cristo siempre se atribuyó una relación única con Dios como Padre, y los judíos que lo escucharon aparentemente no tuvieron dudas en cuanto a lo que pretendía. De hecho intentaron matarlo porque “decía que Dios era su propio Padre, haciéndose igual a Dios” (Jn. 5.18).

El Espíritu se revela como la persona que con exclusión de toda otra conoce las profundidades de la naturaleza de Dios: “Porque el espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios … nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Co. 2.10s). Esto es como decir que el Espíritu no es sino “Dios mismo en la más profunda esencia de su ser”.

Esto pone el sello de la enseñanza neotestamentaria sobre la doctrina de la igualdad de las tres Personas.

c. Diversidad en las funciones

En las funciones asignadas a cada una de las Personas en la Deidad, especialmente en cuanto a la redención del hombre, resulta claro que se incluye un cierto prado de subordinación (en relación, si bien no en naturaleza); primero, el Padre, segundo, el Hijo, tercero, el Espíritu. El Padre obra a través del Hijo por medio del Espíritu. Así, Cristo puede decir: “El Padre mayor es que yo.” Como el Hijo fue enviado por el Padre, así el Espíritu es enviado por el Hijo. Como era función del Hijo revelar al Padre, así la función del Espíritu es revelar al Hijo, tal como lo expresó Cristo: “El me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Jn. 16.14).

Se ha de reconocer que la doctrina surgió como expresión espontánea de la experiencia cristiana. Los primitivos cristianos se sabían reconciliados con Dios Padre, y sabían que esa reconciliación fue asegurada por la obra expiatoria del Hijo, y que ella les era comunicada en forma de experiencia por el Espíritu Santo. Por lo tanto para ellos la Trinidad fue un hecho antes de convertirse en doctrina, pero a fin de preservarla como parte del credo de la iglesia fue preciso formular la doctrina.

III. Consecuencias de la doctrina

Las consecuencias de esta doctrina son de suma importancia no sólo para la teología, sino para la experiencia y la vida cristianas.

a. Significa que Dios es revelable

La revelación es tan natural para Dios como lo es para el sol el acto de brillar. Antes de que hubiera seres creados ya existía la autorrevelación en el seno de la Trinidad, por cuanto en ella el Padre revelaba al Hijo, el Padre y el Hijo revelaban al Espíritu, el Espíritu comunicaba esa revelación en el seno del ser de Dios. Cuando Dios determinó crear un universo esto no significó ningún cambio en el comportamiento de Dios; significaba dejar que su revelación brillara hacia afuera, hacia su creación. Y esto lo hizo por medio de su Espíritu revelador,

b. Significa que Dios es comunicable

Cuando el sol brilla comunica su luz, su calor y su energía. De modo que si Dios es en su misma esencia comunión él puede hacer que esa comunión se exteriorice hacia sus criaturas y puede comunicarse con ellas según su capacidad de recepción. Esto es lo que ocurrió en forma suprema cuando acudió a redimir a los hombres: hizo que su comunión se inclinara hacia abajo para alcanzar al hombre proscrito y levantarlo. Y así, dado que Dios es un Dios trino tiene algo que compartir: su propia vida y comunión.

c. Significa que la Trinidad es la base de toda verdadera comunión en el mundo

Ya que Dios es en sí mismo comunión, significa que sus criaturas morales, que han sido hechas a su imagen, encuentran plenitud de vida sólo en comunión. Esto se refleja en el matrimonio, en el hogar, en la sociedad, y sobre todo en la iglesia, cuya koinōnia se construye sobre la base de la comunión de las tres Personas. La comunión cristiana es, por lo tanto, lo más divino que hay en la tierra, el equivalente terrenal de la vida divina, tal como Cristo oró por sus seguidores: “Que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros” (Jn. 17.21).

d. Proporciona variedad a la vida del universo

Hay, como hemos visto, diversidad en la vida de Dios. Dios Padre concibe, Dios Hijo crea, Dios Espíritu da vida; una gran diversidad en cuanto a vida, funciones y actividad. Por esta razón podemos comprender que si el universo es manifestación de Dios, podemos esperar que haya diversidad en la vida de esa totalidad que es el universo creado. Pensamos que la llamada uniformidad de la naturaleza está totalmente equivocada. Todas las maravillas de la creación, todas las formas de vida, todo el movimiento en el universo, son reflejo, espejo, de la multiforme vida de Dios. No existe la monotonía de la uniformidad, ni la uniformidad de diseño en gran escala, por cuanto la naturaleza refleja el carácter multiforme de la naturaleza y la personalidad del Dios vivo.

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R.A.F.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico