UNIDAD

Eph 4:3 solícitos en guardar la u del Espíritu en el
Eph 4:13 hasta que todos lleguemos a la u de la fe


Usada en el AT en el sentido de estar juntos (Gen 13:6; Jdg 19:6; Psa 34:3). Isa 11:6-7 hablan de un tiempo futuro cuando habrá unidad entre los animales. La palabra en el NT habla de la unidad de la fe que une al pueblo de Dios (Eph 4:13).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(Se conoce en paí­ses hispanos como “Unity” o “Escuela Unity de cristianismo” o “Escuela de la Unidad del Cristianismo”. Se les conoce también como “Ciencia Cristiana y el Nuevo Pensar”.)
Secta estadounidense. Este movimiento lo fundaron Charles y Mirtle Fillmore en 1889 y adoptó el actual nombre en 1895. El movimiento se ha extendido por gran parte del mundo.
Algunas de sus creencias se relacionan con las de la ® CIENCIA CRISTIANA. Desde el principio enseñaron la curación y la superación de la enfermedad mediante el pensamiento personal correcto. Consideran a Dios como un Espí­ritu o “Principio” y a Jesús, la expresión perfecta de ese principio. El hombre es una trinidad de espí­ritu, alma y cuerpo, y se salva mediante reencarnaciones y regeneraciones corporales. El objetivo es que todos sean como Cristo.

Fuente: Diccionario de Religiones Denominaciones y Sectas

(común-unión, intimidad), Jua 17:23, Efe 4:3, Efe 4:13, Jue,Efe 19:6).

– Dios es la unidad perfecta de amor, ver “Trinidad”.

– El “matrimonio” deben ser como la Trinidad: Dos personas distintas, pero una sola carne, unidas por el amor de Cristo, Gen 1:27, Gen 2:24, Mat 19:5-6, Efe 5:22-33.

– La iglesia es tan “una” y “única” como un solo árbo: (Jua 15:1-7), o como un solo cuerpo: (1 Cor.12, Ro. I2, Efe 4:4-6), o como un solo edificio: (1 Ped.2).

– La profecí­a de Cristo se cumplirá: Habrá un solo rebano y un solo pastor, Jn. 10.

16. y es el deseo más entranable de su corazón, que repite 4 veces en la “Oración Sacerdotal de Cristo” de Jua 17:11, Jua 17:20, Jua 17:22-23.

Ver “Iglesia”, “Matrimonio”.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

[264]
En general es la propiedad de un ser, entidad, sociedad o movimiento, que se expresa por la singularidad de notas, de datos, de partes y de ví­nculos. Es término análogo, no uní­voco, al de singularidad, simplicidad, indivisibilidad, cohesión, globalidad.

En referencia a la Iglesia cristiana, es la señal o “nota” querida por Jesús, que se define como la vinculación esencial que tienen sus discí­pulos respecto de su persona humana y divina, resucitada y presente entre los suyos que, a lo largo de los siglos, se hallan extendidos por el mundo entero.

Cristo quiso una Iglesia católica, santa y unida. Pero la hizo de hombres limitados y libres. Ni la santidad ni la unidad serí­an perfectas nunca, no porque Cristo no la quisiera, sino porque los hombres no responden a sus deseos fundacionales de manera perfecta. Por eso los miembros de la Iglesia, con llamada a la santidad, no siempre son santos. Y por eso se explica el que, queriendo Cristo que su Iglesia fuera una y sus miembros vivieran unidos, conoció en la Historia múltiples divisiones, cismas y separaciones y rivalidades. Hoy mismo se diversifican, y rompen la unidad, con multitud de grupos que se llaman cristianos.

Como nota de la Iglesia, fue el Concilio de Constantinopla (año 381) el primer lugar en donde se expresó los cuatro signos de la Iglesia: unidad, santidad, catolicidad, apostolicidad y se propuso esas cuatro notas como señales o pruebas de la verdadera Iglesia. La unidad no es la uniformidad. La uniformidad hace referencia a las actuaciones y a las relaciones. La unidad alude a la fe, a la caridad y a la plegaria. Algún tipo de unidad es indispensable para cualquier sociedad humana: es la base del orden, sea civil, polí­tica o religiosa la sociedad.

Y la Iglesia, además de Cuerpo mí­stico con una sola vida y una sola alma, es también sociedad de hombres terrenos. Por eso la unidad social y moral es conveniente y hay que aspirar a ella. Pero el sentido de la unidad radical es más profundo y estable que el que se desprende de los avatares históricos y de las disensiones doctrinales o pluralidades culturales. El concepto de unidad curiosamente varia en cada Iglesia de las que se llaman cristianas:

– Muchos protestantes creen que la unidad se identifica sólo con la fe, la esperanza y la caridad o amor a Cristo. Formulas doctrinales, plegarias, jerarquí­as terrenas las miras como secundarias.

– Los cristianos ortodoxos, por lo general, entiende la unidad como aceptación de la misma Palabra sagrada de la Escritura, la vivencia en los mismos sacramentos, la acción el Espí­ritu Santo. Las iglesias locales: Constantinopla, Rusia, Antioquí­a, Jerusalén, Grecia, se contemplan como expresiones externas de una autoridad pluriforme, que no necesita una cabeza visible, como sospecha Roma.

– Los anglicanos enseñan que la única Iglesia se compone de tres ramas: griega, romana y anglicana. Dicen que cada una tiene una legí­tima jerarquí­a diferente, pero todas se hallan unidas por un ví­nculo espiritual que es el amor a Cristo.

– Los católicos son más exigentes. La unidad no es sólo espiritual y moral. Tiene que ser real y jerárquica. Son conscientes de que las divisiones cristianas son obstáculo para la misión de la Iglesia y rezan y luchan para que los cismas y las rebeldí­as terminen. Ven la unidad en la voluntad de Cristo y ven en el texto sobre el Primado de Pedro el secreto y el enlace de esa unidad. Por encima de todo, los cristianos tienen que aspirar a vivir unidos en la doctrina, expresada mediante la fórmula del Credo; en el culto, manifestado por el Bautismo y la Eucaristí­a sobre todo. Y en la unidad de gobierno, por la aceptación del Obispo de Roma, sucesor de Pedro.

La Iglesia de Jesús, reflejada en las palabras del Señor que la define como un reino, el reino del cielo, el reino de Dios (Mat. 13. 24-33; Luc. 13.18; Jn. 18.36); que la comparó a una ciudad cuyas llaves se confiaban a los Apóstoles (Mt. 5.14; 16.19); que la vio como un redil al que todas sus ovejas debí­an venir y estar unidas bajo un solo Pastor (Jn. 10. 7-17) o una vid con sus sarmientos unidos, con una casa construida sobre una roca (Mt. 16.18), es la que ha durado en el mundo dos milenios y seguirá adelante hasta el final de los tiempos según la promesa de Jesús.

Jesús pidió al Padre antes de su pasión la unidad para sus Apóstoles y para los que creyeran él por su predicación: (Jn. 17.20-23). Ante les habí­a dicho a los suyos que “todo reino dividido quedarí­a desolado y toda ciudad o casa dividida terminarí­a pereciendo” (Mt. 12.25).

Los Apóstoles entendieron su mensaje: (Gal. 5. 20-21; 1 Cor. 1.13 y 102.16-17; Ef. 4.3-6). Gál. 1.8; 1 Jn. 4. 1-7; Apoc. 2. 6,14-15 y 20-29; 2 Pedr. 2. 1-19; Jud. 5.19). Y su mensaje se mantuvo vivo a lo largo de los siglos reclamando la unidad hasta hoy, aunque que no lo haya conseguido.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Los hombres tienen unidad de origen (Act 7,26); por el primer pecado se perdió la unidad de destino (Rom 5,12); pero esta unidad histórica nos dice que si una vez por todas se perdieron y se dividieron por el pecado de Adán (1 Cor 15,2), también una vez por todas se reencontraron y se unieron en Jesucristo, salvador del mundo (Jn 11,50-52; 18,14; 2 Cor 5,14-15). Todos los creyentes (1 Cor 15,22-23), que en esperanza representan a la humanidad entera (por tanto, todos los hombres), por el Espí­ritu Santo son uno en Cristo (1 Cor 6,17) y entre sí­ (Jn 11,52; Rom 12,5; Gál 3,28). La división y el cisma son clara consecuencia del pecado (Rom 16,17; 1 Cor 11,18; 12,25; Gál 5,20). Jesús pide la unidad para sus discí­pulos (Jn 17,11); que tengan un mismo sentir, un solo corazón y una sola alma (Act 4,32); la pide para todos los hombres; una unidad que tiene como modelo la unidad perfecta de la Trinidad Augusta (Jn 17,21) y que es la garantí­a de la divinidad de la Iglesia y que se funda en la caridad como elemento visible de la unidad (Jn 13,35).

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

En el credo de Nicea los cristianos profesan su fe en la Iglesia una, santa, católica y apostólica. La unidad es, por tanto, un signo y una caracterí­stica de la Iglesia, precisamente como objeto de fe cristiana. Esta unidad sólo puede comprenderse en la fe; se deriva de la relación í­ntima que existe entre la Iglesia y el objeto primario de la fe, que es el misterio Trino y Uno de Dios mismo.

En este sentido el concilio Y aticano 11 enseña: “Este es el misterio sagrado de la unidad de la Iglesia en Cristo y por Cristo, obrando el Espí­ritu Santo la variedad de las funciones. El supremo modelo y el supremo principio de este misterio es, en la trinidad de personas, la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espí­ritu Santo” (UR 2).

La Escritura nos ofrece amplias pruebas de que la Iglesia es una. La imagen paulina del “Cuerpo de Cristo” intenta describir el lazo tan estrecho que mantiene juntos a todos los cristianos: “Del mismo modo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, por muchos que sean, no forman más que un solo cuerpo, así­ también Cristo.

Porque todos nosotros, judí­os o no judí­os, esclavos o libres, hemos recibido un mismo Espí­ritu en el bautismo, a fin de formar un solo cuerpo; y todos hemos bebido también del mismo Espí­ritu” (1 Cor 12,12-13). Pablo condena las facciones dentro de la comunidad de los corintios, apelando al fundamento cristológico de la unidad de los cristianos (cf. 1 Cor 1,13). En todo el Nuevo Testamento se muestra la unidad de la Iglesia de varias maneras: en las descripciones de la vida comunitaria armoniosa que se encuentra en los Hechos de los apóstoles (Hch 2,41 47. 4,32-37), en la oración de la última cena por la unidad (Jn 17), en la teologí­a de la carta a los Efesios (cf Ef 4,46).

Al mismo tiempo, está claro que en la Iglesia primitiva existí­a cierta diversidad. En primer lugar, se reconoce una pluralidad de comunidades geográficamente distintas, como las “Iglesias domésticas” mencionadas en 1 Cor 16,19. Rom 16,5 y Col 4,15. Por este motivo, el Nuevo Testamento puede usar la expresión el plural: “Iglesias de Dios” (1 Cor 1 1,16; 2 Tes 1,4; cf. también Rom 16,4.16). Además, los diversos ambientes culturales y religiosas de estas diversas comunidades hicieron necesario expresar el único evangelio de diferentes maneras, a fin de responder a diversas preguntas y necesidades. Así­, mientras que hay solamente un evangelio (Gál 1,6-9), se puede hablar sin embargo de varias teologí­as neotestamentarias paulina, joanea, de la Carta a los Hebreos, etc., que reflejan la diversidad legí­tima existente entre las diversas comunidades.

Un suceso como el concilio de Jerusalén (Gál 2; Hch 15) se celebró para reforzar la unidad entre los cristianos de diferentes convicciones y sigue siendo un notable testimonio del hecho de que, ya desde los comienzos de la Iglesia, la unidad exige esfuerzos y cooperación con la gracia del Espí­ritu Santo.

Hasta cierto punto, la historia de la Iglesia narra una historia de éxitos y fracasos respecto al don y a la tarea de la unidad. Las numerosas prácticas colegiales de la Iglesia en el primer milenio, como el intercambio de la hospitalidad, la presencia de los obispos cercanos en la ordenación de un nuevo obispo, la celebración de concilios regionales y ecuménicos y la apelación a Roma y al consenso de las cinco sedes patriarcales (Roma, Constantinopla.

Jerusalén, Antioquí­a y Alejandrí­a) ilustran todas ellas los diversos modos con que la Iglesia mantuvo y desarrolló ciertos medios para preservar la unidad. San Cipriano de Cartago, para estimular a los cristianos a resistir a las falsas doctrinas y a permanecer unidos en la fe y el amor, recoge muchos textos de la Escritura en su obra De ecclesiae catholicae unitate (251), una de las obras patrí­sticas más importantes sobre el tema de la unidad. Las divisiones producidas en el seno de la Iglesia, como las que siguieron al concilio de Calcedonia (451) y la excomunión de Miguel Cerulario (1054), muestran que estos esfuerzos no siempre obtuvieron éxito.

El segundo milenio muestra la manera como el papado fue creciendo como promotor de la unidad en el interior de la Iglesia occidental. Por tanto, no es de sorprender que el párrafo de apertura de la Constitución sobre la Iglesia del concilio Vaticano II hable de la Iglesia como sacramento de la unidad: “La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unidad de todo el género humano…” (LG 1). La eucaristí­a, que es la fuente y la culminación de la vida de la Iglesia, expresa esta unidad de forma eminente, pero todos los sacramentos y la vida entera de la Iglesia tienden hacia esta unidad.

En UR 2, el párrafo más importante del Vaticano II sobre la unidad de la Iglesia, se afirma: “Jesucristo quiere que por medio de los apóstoles y de sus sucesores, esto es, los obispos con su cabeza, el sucesor de Pedro, por la fiel predicación del Evangelio y por la administración de los sacramentos, así­ como por el gobierno en el amor, operando el Espí­ritu Santo, crezca su pueblo; y perfecciona así­ la comunión de éste en la unidad: en la confesión de una sola fe, en la celebración común del culto divino y en la concordia fraterna de la familia de Dios”.

Se advierten aquí­ las tres dimensiones fundamentales de la comunión: la fe, la vida sacramental y la comunión jerárquicamente estructurada.

Además, los obispos en el concilio Vaticano II expresaron su fe en que “aquella unidad de la una y única Iglesia que Cristo concedió desde el principio a su Iglesia, y que creemos que subsiste indefectible en la Iglesia católica, crezca cada dí­a hasta la consumación de los siglos” (UR 4).

Esta unidad en la fe, en los sacramentos y en la vida de la comunidad no es lo mismo que uniformidad. Efectivamente, la uniformidad equivaldrí­a a un pecado contra el Espí­ritu Santo, que inspira una variedad de dones y que siembra la semilla del Evangelio en muchas culturas. Por eso la unidad de la Iglesia es una unidad católica, que abarca toda la amplia gama de las culturas humanas. Al mismo tiempo es una unidad que se extiende a lo largo de la historia, uniendo a la Iglesia de todas las épocas con las primeras comunidades establecidas por los apóstoles. De esta manera, la unidad de la Iglesia es también apostólica.

El movimiento ecuménico forma parte de la acción del Espí­ritu Santo a fin de mantener a la Iglesia en la unidad (cf. UR 1). Las asambleas generales del Consejo Ecuménico de las Iglesias, especialmente las de Nueva Delhi (1961) y Nairobi (1975), hicieron afirmaciones importantes que expresan la naturaleza orgánica y conciliar de la unidad de la Iglesia. Además, el documento La unidad ante nosotros (1984) del Diálogo internacional entre luteranos y católicos describe la finalidad del movimiento ecuménico como plena comunión en la fe, en los sacramentos y en el servicio (diaconí­a).
W Henn

Bibl.: Y Congar, La Iglesia es una, en MS, IVII, 382-471; J M, Tillard, Iglesia de Iglesias, Sí­gueme, Salamanca 1990; B. Leeming, Las Iglesias y la Iglesia, Vergara, Barcelona 1963; A. Bra, La unión de los cristianos, Estela, Barcelona 1963.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

I. Concepto y esencia
La u. se define ordinariamente como la indivisión en sí­ y la división de todo lo demás (indivisio in se et divisio a quolibet alio). En la escolástica se distingue luego entre la u. transcendental, que es un atributo del ser como tal, y la u. numérica, que se limita a lo corpóreo. La definición indicada se saca de un punto de vista ya derivado, a saber, de la comparación entre dos o más entes distintos. Para lograr el concepto originario y pleno de la u. (u. transcendental), hay que partir de más arriba y considerar la u. como un concepto primigenio igual al ser mismo. Como el ser, la u. está ya siempre implí­cita y afirmada en la actualización del espí­ritu humano (cf. metafí­sica del -> conocimiento, -> espí­ritu, -> ser). Como lo muestra un análisis de esa actualización, el ser se interpreta a sí­ mismo a través de una pluralidad interna (-> trascendentales). Esta pluralidad interna, primigenia, como el ser mismo, no es nota exclusiva de lo finito, sino que dice perfección, y conviene a todo ente, lo cual se revela para el pensamiento cristiano desde el trasfondo del misterio de la -> Trinidad, que determina a la postre todo entendimiento cristiano del ser. La u. (interna) no debe entenderse estáticamente, abstraí­da de la pluralidad interior, ni tampoco como conexión accesoria de los elementos internos, sino como algo ontológicamente último: como posición dialéctica (que se realiza en la referencia recí­proca) del ente que se despliega en su pluralidad interior. Desde esta u. interna hay que comprender la u. externa como una separación diferenciadora. Un concepto pleno de u. exige que esta separación diferenciadora sea entendida dialécticamente, es decir, no como nota abstracta, que aisla el ente, sino como í­ndice de aquella referencia por la que el ente tiene tanto mayor trabazón en sí­ mismo (separándose así­ de los otros), cuanto más í­ntimo es su nexo con los demás.

II. Analogí­a
La u. es una nota del ser í­ntimamente analógica y, consiguientemente, también el concepto de u. es análogo, es decir, indica los grados distintos en cada caso de realización de la unidad. La u. se configura diversamente según la distinta -> dialéctica de los momentos internos. Origen y modo supremo de u. es el Dios uno y trino, cuya simplicidad no es identidad muerta, sino u. de la diferencia y en la diferencia de las personas (->, Trinidad). Que a Dios le conviene también la u. externa, es decir, que se diferencia por separación (cf. relación entre Dios [F] y el mundo) no quiere decir que él esté alejado del mundo, sino que indica solamente su potencialidad óntica, singular, de cuya plenitud infinita participa, de modo finito, todo lo creado. El viejoproblema de la u. de toda realidad alcanza en el pensamiento cristiano una inteligencia sumamente diferenciada, que “integra” todo -> monismo y -> pluralismo unilateral; y cuya profundidad postrera sólo se abre a la fe en la encarnación de Dios y a la reflexión teológica que de ella emana.

En el orden finito, la u. del ente no se caracteriza sólo por aquella primigenia pluralidad que conviene a todo ente (induso a Dios), sino también, esencialmente, por la pluralidad de la composición, que es propia de lo creado como tal e implica imperfección (pluralidad de los principios del ser, de la estructura concreta, de las distintas fases de la propia realización, etc.). Esta pluralidad compuesta ha de entenderse a la postre como “huella”, como “copia” o imagen de la primigenia pluralidad intratrinitaria. La u. interna y externa del ente finito han de determinarse además por la multiplicidad del ente finito. La multiplicidad supone necesariamente la fundamental u. en el ser. Pero, además los seres muchos entran en los más diversos grados y especies de unidad. Además de la u. del ente individual concreto, hay que considerar particularmente la u. de grupos y estructuras sociales familia, -> Estado, humanidad en general, etc.) y, teológicamente, en especial la u. de la historia de la -> salvación (pluralidad de religiones ante el carácter absoluto del cristianismo), de la acción salví­fica de Jesucristo (u. de la -> Iglesia, historia de la -> Iglesia) y de su desarrollo histórico ( -> misiones, evolución del -> dogma). En todo ello, la u. nunca debe ser entendida como una determinación abstracta, que subsistiera independientemente de la pluralidad, sino que siempre ha de entenderse como una relación dialéctica positiva, en que la pluralidad es, diversamente en cada caso, un momento interno de la unidad.

BIBLIOGRAFíA: F. M. Sladeczek, Die spekulative Auffassung vom Wesen der Einheit in ihrer Auswirkung auf Philosophie und Theologie: Scholastik 25 (1950) 391-468; L. Oeing-Hanhoff, Ens et unum convertuntur (Mr 1953); M. Heidegger, Identität und Differenz (Pfullingen 1957); K. Rahner: LThK2 III 749-s; Rahner IV 275 -311; G. Siewerth, Der Thomismus als Identitätssystem (F 21961); H. Volk, Einheit als theologisches Problem: MThZ 12 (1961) 1-13; H. Fries: HThG I 259-269; W. Kern, Einheit-in-Mannigfaltigkeit: Rahner GW I 207-239; E. Coreth, Identität und Differenz: ibid. 158-187.

Lourencino Bruno Puntel

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

jenotes (eJnovth”, 1775), de jen, neutro de jeis, uno. Se emplea en Eph 4:3,13.¶ Para jeis, traducido “unidad” en Joh 17:23, veáse UNO.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

Reconociendo por la fe al Dios único, Padre, Hijo y Espí­ritu Santo se abre el hombre a la caridad que une al Padre con el Hijo y le comunica el Espí­ritu (Jn 15,9; 17,26; Rom 5, 5). Esta caridad, uniéndole al Dios único, le convierte en su testigo en el mundo y en cooperador de su designio: unir en el Hijo único a todos los hombres y a todo el universo (Rom 8,29; Ef 1,5.10).

I. LA FUENTE DE LA UNIDAD Y SU RUPTURA POR EL PECADO. El universo, en su diversidad maravillosa, es obra del Dios creador, cuyo *designio se revela en el mandamiento que da al hombre y a la mujer: “Sed fecundos, multiplicaos, llenad la tierra y dominadla” (Gén 1,28). Se ve cómo en la obra divina se alí­an multiplicidad y unidad. Para que la creación llegue a su unidad bajo el dominio del hombre, debe éste multiplicarse, y para que el hombre sea *fecundo es preciso que se realice en el amor su unidad con la mujer (Gén 2,23s). Pero para realizar este designio debe el hombre mantenerse unido con Dios, reconociendo su dependencia con una *fidelidad confiada.

Rehusar esta fidelidad es el *peca-do fundamental: el hombre lo comete para igualarse con Dios, lo que equivale a negar al Dios único; así­ rompe con el que, siendo todo amor (Un 4,16), es la fuente de la unidad. De esta ruptura dimanan las divisiones que van a romper la unidad del *matrimonio con el divorcio y la poligamia (Gén 4,19; Dt 24,1), la unidad de los *hermanos con la envidia homicida (Gen 4,6ss.24), la unidad de la sociedad con un desacuerdo, cuyo sí­mbolo expresivo es la diversidad de las *lenguas (11,9).

II. EN BUSCA DE LA UNIDAD POR LA ALIANZA. Para remediar esta ruptura escoge Dios a hombres, a los que propone su *alianza sellada en la fe (Os 2,22); la *fe es, en efecto, la condición de la unión con él y de la colaboración en su obra, esa obra de unidad que no cesa de reanudar llamando a nuevos elegidos: Noé, Abraham (cf. Is 51,2), Moisés, David, el siervo. La *ley que da a su pueblo, el *rey que le escoge en la casa de David, el *templo donde habita con él en Jerusalén, el *siervo; al que le da por modelo de fidelidad, tienen por fin procurar la unidad de Israel y permitirle así­ realizar su misión de *pueblo sacerdote (Ex 19,6) y de pueblo *testigo (Is 43,10ss).

En efecto, si Dios hace de Israel un pueblo aparte, es para manifestar-se por él a las *naciones y reunirlas en la unidad de su *culto. Incluso la *dispersión, con la que debió castigar la infidelidad de Israel, sirve a fin de cuentas para dar a conocer a los paganos el único Dios creador y salvador (Is 45). Sin embargo, para cumplir la misión del pueblo elegido, para devolverle su unidad rota por el cisma a consecuencia de la infidelidad de Salomón al Dios único (lRe 11,31ss) y para reunir a las naciones con él en el mismo culto (Is 56,6ss), será preciso que venga aquel que será a la vez el *siervo encarga-do de unificar a Israel y de salvar con su muerte a la multitud de los pecadores (Is 42,1; 49,6; 53,10ss), el nuevo *David que apacentará el re-baño del Señor, reunido bajo su realeza (Ez 34,23s; 37,21-24), y el *Hijo del hombre, cabeza del pueblo de los santos, cuyo reinado eterno se extenderá al universo (Dan 7,13s.27). Gracias a él Sión, *esposa única de Yahveh que la ama con un amor eterno, vendrá a ser la *madre común de todas las naciones (Sal 87,5; Is 54, 1-10; 55,3ss), cuyo único rey será Yahveh (Zac 14,9).

III. LA REALIZACIí“N DE LA UNIDAD EN LA IGLESIA. Este *elegido de Dios es su *Hijo único, Cristo Jesús (Lc 9,35). Une a los que lo aman y creen en él, dándoles su Espí­ritu y su madre (Rom 5,5; Jn 19,27) y *alimentándolos con un solo *pan, cuerpo sacrificado en la cruz (lCor 10, 16s). Así­ hace de todos los pueblos un solo *cuerpo (Ef 2,14-18); hace de los creyentes sus miembros, dotando a cada uno de ellos con *carismas diversos con miras al bien común de su cuerpo que es la *Iglesia (lCor 12,4-27; Ef 1,22s), insertándoles como piedras vivas en el único *templo de Dios (Ef 2,19-22; lPe 2,4s). Es el único *pastor que conoce a sus ovejas en su diversidad (Jn 10,3) y, dando su vida, quiere reunir en su rebaño a los hijos de Dios *dispersos (Jn 10,14ss; 11,51s).

Por él se restaura la unidad en todos los planos: unidad interior del *hombre desgarrado por sus pasiones (Rom 7,14s; 8,2.9); unidad de la pareja conyugal, cuyo modelo es la unión de Cristo y de la Iglesia (Ef 5, 25-32); unidad de todos los hombres, a los que el Espí­ritu hace hijos del mismo *Padre (Rom 8,14ss; Ef 4, 4ss) y que no teniendo sino un *corazón y un *alma (Act 4,32), alaban con una sola voz a su Padre (Rom 15,5s; cf. Act 2,4.11).

Hay por tanto que promover esta unidad que desgarran toda clase de cismas (lCor 1,10), pero cuyo fundamento es la única fe en el único Se-ñor (Ef 4,5.13; cf. Mt 16,16ss). El signo de la única Iglesia, confiada al amor de Pedro (Jn 21,15ss), es su unidad, *fruto que llevan los que permanecen en el amor de Cristo y observan fielmente su mandamiento único: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (13,34s); su fidelidad y su fecundidad se miden por su unión con Cristo, semejante a la de los sarmientos con la cepa (15,5-10). La unidad de los cristianos es necesaria para que se revele en ellos al mundo el amor del Padre manifestado por el don de su Hijo único (3,16) y para que todos los hombres sean unos en Cristo (Ef 4,13); entonces se realizará el supremo ,deseo de Jesús: “Padre, que todos sean uno, como nosotros somos uno” (Jn 17,21ss).

-> Amor – Comunión – Cuerpo de Cristo – Iglesia – Esposo – Padre.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

La palabra unidad como tal es muy rara en la Biblia, pero la idea que hay tras el término, aquella de un pueblo de Dios, es sumamente prominente. Ya en el AT, Israel desciende de un padre, y aunque más tarde las tribus fueron divididas, el Salmista elogia la unidad (Sal. 133:1) y Ezequiel esperaba el tiempo en que habrá «una sola pieza de madera» (Ez. 37:17, BJ). No es ésta una unidad meramente natural y política, porque Abraham es elegido divinamente, e Isaac es el hijo de la promesa especial y un milagro.

En el NT esta unidad se expande de acuerdo a la promesa original. El muro de división entre judío y gentil, entre griegos y bárbaros, amo y esclavo, hombre y mujer, es derribada. Ahora hay un pueblo de Dios que abraza a los hombres de todas las naciones (Ef. 2:12s.; Gá. 3:28).

Pero esta nueva unidad no es por mera buena voluntad, o intereses comunes, u organización eclesiástica. Es una unidad de expansión a causa de contracción. Es una unidad en la única simiente (Gá. 3:16) quien ha venido como el verdadero israelita y como el segundo Adán (Ro. 5:12s.). Los antiguos y alienados seres humanos son hechos uno en Jesucristo (Ef. 2:15). Jesucristo es la base de la unidad de este pueblo.

Pero ellos son uno en Jesucristo como aquel que los reconcilió muriendo y resucitando en su lugar. Como hombres divididos se unen por primera vez en su cuerpo crucificado, en el cual su vida antigua es muerta y destruida. Ellos son reconciliados en un cuerpo por la cruz (Ef. 2:16). «pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron» (2 Co. 5:14). Pero Jesucristo no sólo murió, sino que resucitó, y como el Resucitado es la verdadera vida de su pueblo (Col. 3:3–4). De modo que se unen en su cuerpo resucitado, en el cual son el nuevo hombre. Véase además Nueva creación.

Ahora, si esta unidad está centrada en Jesucristo, es necesariamente una unidad del Espíritu Santo. Los creyentes tienen su nueva vida en Cristo tal como nacen de un solo Espíritu (Jn. 3:5; Ef. 4:4). Esto significa que son hermanos de Jesucristo y unos con otros en la familia de Dios. Tienen al Dios y padre de todo (Ef. 4:4). No sólo tienen un nacimiento común, sino una mente común que es la mente de Cristo (Fil. 2:5). Son dirigidos por el Espíritu, siendo edificados para morada de Dios en el Espíritu (Ef. 2:22).

Cuán completa y real es esta unidad se ve en el hecho de que la iglesia (véase) es llamada la esposa de Cristo, y por lo tanto es un cuerpo y un espíritu con él (cf. 1 Co. 6:17; Ef. 5:30). De manera que puede ser descrita simplemente como su cuerpo, del cual los cristianos son miembros (Ro. 12:4). Dado que es por fe que los cristianos pertenecen a Cristo, su unidad es una unidad de fe (Ef. 4:13). Es expresada en los dos sacramentos, porque así como hay un solo bautismo (Ef. 4:5), así también hay un solo pan y una sola copa (1 Co. 10:17).

Como la unidad pertenece esencialmente al pueblo de Dios, es correcto que debería encontrar expresión en el credo (una iglesia), y que en todas las épocas hubiera un interés por la unidad cristiana de acuerdo a la oración de Cristo mismo (Jn. 17:21). Sin embargo, para lograr una unidad genuina, es necesario tomar en cuenta los siguientes puntos.

La unidad cristiana es un hecho dado de la nueva vida que debe ser creído y aceptado en fe en Cristo. No es una fe creada, protegida y puesta en vigencia por una institución o asociación humana. Ni puede ser simplemente comparada con una estructura particular de la iglesia o tipo de ministerio, práctica o dogma. Tal como la justicia del cristiano, está fundada primordial y exclusivamente en Cristo.

Una vez más, la unidad cristiana no es idéntica a la uniformidad. No permite división. Aunque no excluye la variedad. El Espíritu da diferentes dones (1 Co. 12:4s.) En el cuerpo de Cristo hay muchos miembros (ibid., 14s.). La unidad basada en Cristo da lugar para la diversidad de acción y función, conformándose sólo a la mente de Cristo y a la dirección del Espíritu.

Finalmente, la unidad recibida en fe debe encontrar expresión en vidas y hechos históricos. No debe haber consentimiento contradictorio en cuerpos de cristianos divididos o selectivos. Hasta este punto, es correcto y necesario que haya una búsqueda activa de unidad práctica; pero sólo en la base de la unidad ya dada y, por lo tanto, con un completo mirar a Cristo y una mayor sujeción a su Espíritu.

Geoffrey W. Bromiley

BJ Biblia de Jerusalén

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (624). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Contenido

  • 1 Características
  • 2 Algunas falsas nociones de unidad
  • 3 Verdadera noción de unidad
  • 4 La verdadera Iglesia de Cristo es Una

Características

Los signos de la Iglesia son ciertas señales inconfundibles, o características distintivas que hacen fácilmente reconocible a la Iglesia para todos, y claramente la distinguen de toda otra sociedad religiosa, especialmente de aquellas que pretenden ser cristianas en doctrina y origen. Que tales signos externos son necesarios a la verdadera Iglesia está claro a partir del motivo y finalidad que Cristo tenía en vista cuando hizo su revelación y fundó una Iglesia. La finalidad de la redención fue la salvación de los hombres. Por eso, Cristo anunció las verdades que los hombres debían tener presentes y obedecer. Estableció una Iglesia a la que encargó el cuidado y la exposición de esas verdades y, consiguientemente, la hizo obligatoria para todos los hombres que la conocieran y la oyeran (Mateo, 18,17). Es obvio que esta Iglesia, que toma el lugar de Cristo, y va a llevar a cabo su obra reuniendo en su redil a los hombres y salvando sus almas, debe ser evidentemente discernible para todos. No debe caber duda respecto a cual sea la verdadera Iglesia de Cristo, la única que ha recibido, y ha preservado intacta la Revelación que Él le dio para la salvación del hombre. Si fuera de otro modo se habría frustrado la finalidad de la Redención, la sangre de Cristo se habría derramado en vano, y el destino eterno del hombre estaría a merced de la suerte. Sin duda, por tanto, Cristo, el legislador omnisciente, imprimió en su Iglesia algunos signos externos distintivos por los cuales, con la utilización una diligencia ordinaria, todos pueden distinguir la Iglesia real de la falsa, la sociedad de la verdad de entre las filas del error. Estos signos provienen de la propia esencia de la Iglesia, son propiedades inseparables de su naturaleza y reveladoras de su carácter, y en su propio y cristiano sentido, no pueden encontrarse en ninguna otra institución. En la fórmula del Concilio de Constantinopla (año 381), se mencionan cuatro signos de la Iglesia—unidad, santidad, catolicidad, apostolicidad—que se cree por muchos teólogos son exclusivamente los signos de la Verdadera Iglesia. El presente artículo considera la unidad.

Algunas falsas nociones de unidad

Todos admiten que algún tipo de unidad es indispensable para la existencia de una sociedad bien ordenada, sea civil, política o religiosa. Muchos cristianos, sin embargo, mantienen que la unidad necesaria para la verdadera Iglesia de Cristo no necesita más que un cierto vínculo espiritual interno, o, si es externo, necesita serlo sólo de un modo genérico, puesto que todos reconocen al mismo Dios y reverencian al mismo Cristo. Así, muchos protestantes creen que la única unión necesaria para la Iglesia es la que viene de la fe, esperanza y amor a Cristo; en adorar al mismo Dios, obedecer al mismo Señor, y creer las mismas verdades fundamentales que son necesarias para la salvación. Esto lo consideran ellos como unidad de doctrina, organización y culto. Una unidad espiritual semejante es todo lo que requieren los cismáticos griegos. En tanto que profesan una fe común, son gobernados por la misma ley general de Dios bajo una jerarquía, y participan en los mismos sacramentos, ven a las distintas iglesias –Constantinopla, Rusa, Antioquena—como disfrutando de la unión de la única verdadera Iglesia; está la cabeza común, Cristo, y el único Espíritu, y eso basta. Los anglicanos, de forma parecida, enseñan que la única Iglesia de Cristo se compone de tres ramas: los griegos, los romanos y los anglicanos, cada una de ellas teniendo una legítima jerarquía diferente, pero todas unidas por un vínculo espiritual común.

Verdadera noción de unidad

La concepción católica del signo de unidad, que debe caracterizar a la única Iglesia fundada por Cristo es mucho más exigente. No sólo la Iglesia verdadera debe ser una por unión interna y espiritual, sino que esta unión debe también ser externa y visible, consistiendo en y resultando de una unidad de fe, de culto y gobierno. De ahí que la Iglesia que tiene a Cristo por su fundador no debe caracterizarse por cualquier unión meramente accidental o espiritual interna, sino, por encima de eso, debe unir a sus miembros en una unidad de doctrina, expresada mediante una profesión pública, externa; en unidad de culto, manifestada principalmente en la recepción de los mismos sacramentos; y en unidad de gobierno, por la que todos sus miembros están sujetos y obedecen a la misma autoridad que fue instituida por el mismo Cristo. Con respecto a la fe o doctrina puede objetarse que en ninguna de las sectas cristianas hay estricta unidad, puesto que todos sus miembros no son conocedores en todas las épocas de las mismas verdades que hay que creer. Algunos prestan su adhesión a ciertas verdades que otros no conocen. Aquí es importante señalar la distinción entre el hábito y el objeto de la fe. El hábito o la disposición subjetiva del creyente, aunque específicamente igual en todos difiere numéricamente según los individuos, pero la verdad objetiva a la que se presta adhesión es una y la misma para todos. Puede haber tantos hábitos de fe numéricamente distintos como individuos distintos tengan el hábito, pero no es posible que hay una diversidad en las verdades objetivas de la fe. La unidad de fe se manifiesta por todos los fieles manifestando su adhesión al mismo y único objeto de fe. Todo admiten que Dios, la Suprema Verdad, es el autor primario de su fe, y de su explícita voluntad de someterse a la misma autoridad externa a la que Dios ha dado el poder de anunciar lo que ha sido revelado, deriva que su fe, incluso en verdades explícitamente desconocidas, es implícitamente externa. Todos están preparados para creer lo que Dios ha revelado y la Iglesia enseña. Similarmente, las diferencias accidentales en formas ceremoniales no deben interferir lo más mínimo con la esencial unidad de culto, que ha de considerarse primaria y principalmente en la celebración del mismo sacrificio y la recepción de los mismos sacramentos. Todos son expresivos de la única doctrina y sujetos a la misma autoridad.

La verdadera Iglesia de Cristo es Una

Que la Iglesia que Cristo instituyó para la salvación del hombre debe ser una en el sentido estricto del término que acabamos de explicar, es ya evidente por su misma naturaleza y finalidad; la verdad es una, Cristo reveló la verdad y la dio a su Iglesia, y los hombres deben salvarse conociendo y siguiendo la verdad. Pero la esencial unidad de la verdadera Iglesia cristiana es también explícita y repetidamente declarada por todo el Nuevo Testamento:

Hablando de su Iglesia, el Salvador la llamó un reino, el reino del cielo, el reino de Dios (Mateo, 13, 24,31,33 ; Lucas 13,18; Juan 18,36);

la comparó a una ciudad cuyas llaves se confiaban a los apóstoles (Mateo, 5,14; 16,19);

a un redil al que todas sus ovejas debían venir y estar unidas bajo un solo pastor (Juan 10, 7-17);

a una vid y sus sarmientos, a una casa construida sobre una roca contra la que ni siquiera los poderes del infierno prevalecerían nunca (Mateo 16,18).

Además, el Salvador, justo antes de su pasión, rogó por sus discípulos, por aquellos que después iban a creer en Él –su Iglesia—para que fueran y permanecieran uno como Él y el Padre eran uno (Juan 17,20-23); y

Él ya les había advertido que “todo reino dividido contra sí mismo queda desolado; y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no podrá subsistir” (Mateo, 12,25). Estas palabras de Cristo son expresivas de la unidad más íntima.

San Pablo de igual modo insiste en la unidad de la Iglesia.

Califica el cisma y la desunión como crímenes que clasifica con el asesinato y el libertinaje, y declara que los culpables de las “disensiones” y “sectas” no heredarán el reino de Dios (Gálatas, 5, 20-21).

Al oír de estos cismas entre los corintios, pregunta impacientemente: “¿Está dividido Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo?” (I Cor. 1,13).

Y en la misma Epístola describe la Iglesia como un cuerpo con muchos miembros distintos entre sí, pero unos con Cristo, su cabeza: “Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados para no formar más que un solo cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres.” (I Cor. 12,13). Para mostrar la íntima unión de los miembros de la Iglesia con el único Dios, pregunta: “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con el cuerpo de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (I Cor. 10,16-17)

De nuevo en su Epístola a los Efesios enseña la misma doctrina, y les exhorta a poner “empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz” y les recuerda que hay “un solo cuerpo y un solo espíritu, un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos” (Efesios, 4,3-6).

Ya en una de sus primeras Epístolas, había advertido a los fieles de Galacia que si alguien, incluso un ángel del cielo, les predicaba otro Evangelio distinto del que él había predicado, “¡sea anatema!” (Gálatas, 1,8)

Tales declaraciones como las que provienen de los grandes apóstoles son una clara evidencia de la esencial unidad que debe caracterizar a la verdadera Iglesia Cristiana.

Los otros apóstoles también proclaman persistentemente esta esencial y necesaria unidad de la Iglesia de Cristo (cf. I Juan, 4, 1-7; Apoc. 2, 6,14,15,20-29; II Pedro, 2,1-19; Judas,5,19). Y aunque surgieron divisiones de vez en cuando en la primitiva Iglesia, fueron rápidamente dominadas y los alborotadores expulsados así que incluso desde el principio los cristianos pueden jactarse de ser de “un solo corazón y una sola alma” (Act. 4,32; cf. Act. 11,22; 13,1). La tradición es unánime en el mismo sentido. En cuanto la herejía amenazaba invadir la Iglesia, los Padres se alzaron contra ella como un mal esencial.

La unidad de la Iglesia fue el objeto de casi todas las exhortaciones de San Ignacio de Antioquia (“Ad Ephes.”, n. 5,16-17; “Ad Philadelph.”, n.3)

San Ireneo fue incluso más lejos, y enseñó que la prueba de la única verdadera Iglesia, en solo la cual estaba la salvación, era su unión con Roma (“Adv.haeres.”, III, iii).

Del mismo modo Tertuliano comparaba la Iglesia a un arca fuera de la cual no hay salvación, y mantenía que sólo el que aceptaba todas las doctrinas transmitidas por las Iglesias Apostólicas, especialmente por la de Roma, pertenecía a la verdadera Iglesia (“De praescript., xxi).

La misma afirmación fue sostenida por Clemente de Alejandría y por Orígenes, que decían que fuera de la única Iglesia visible nadie podía salvarse.

San Cipriano en su tratado sobre la unidad de la Iglesia dice: “Dios es uno, y Cristo uno, y una la Iglesia de Cristo” (“De eccl.unitate, xxiii); y de nuevo en sus epístolas insiste en que no hay sino “la Iglesia fundada bajo Pedro por Cristo el Señor” (Epist. 70 ad Jan.) y que no hay sino “un altar y un sacerdocio” (Epist.40,v).

Muchos más testimonios de unidad pueden aducirse de los Santos Jerónimo, Agustín, (Juan) Crisóstomo, y los demás Padres, pero sus enseñanzas son ya demasiado bien conocidas. La larga lista de concilios, la historia y tratamiento de herejes y herejías en cada siglo muestra más allá de la duda que la unidad de doctrina, de culto, y de autoridad ha sido siempre considerada como un signo esencial y visible de la verdadera Iglesia Cristiana. Como se muestra arriba, fue intención de Cristo que su Iglesia fuera una, y que lo fuera, no de una manera accidental o interna, sino esencial y visiblemente. La unidad es el signo fundamental de la Iglesia, pues sin ella los otros signos no tendrían significación, ya que en realidad no existiría la propia Iglesia. La unidad es la fuente de fuerza y organización, como la discordia y el cisma lo son de debilidad y confusión. Dada una autoridad sobrenatural que todos respetan, una doctrina común que todos profesan, una forma de culto sujeta a la misma autoridad y expresiva de la misma enseñanza centrada en un único sacrificio y en la recepción de los mismos sacramentos, los otros signos de la Iglesia se deducen necesariamente y son fácilmente comprendidos.

Que el signo de unidad que es distintivo y esencial a la verdadera Iglesia de Cristo no va a encontrarse en ninguna otra que la Iglesia Católica Romana, se deduce naturalmente de lo que se ha dicho. Todas las teorías de unidad abrigadas por las sectas están lamentablemente en discordancia con el verdadero y apropiado concepto de unidad que se ha definido arriba y que fue enseñado por Cristo, los Apóstoles y toda la Tradición ortodoxa. En ningún otro organismo cristiano hay unidad de fe, de culto, y de disciplina. Entre dos de las cientos de sectas no católicas no hay un vínculo común de unión; cada una tiene una cabeza diferente, una fe diferente y un culto diferente. Ni siquiera, incluso entre los miembros de cualquier secta hay tal cosa como una real unidad, pues su primer y destacado principio es que cada uno es libre de creer y hacer cuanto desee. Hay constantemente separaciones en nuevas sectas y subdivisiones de sectas mostrando que tienen en sí mismas las semillas de la desunión y la desintegración. Las divisiones y subdivisiones han sido siempre características del Protestantismo. Esto es ciertamente un cumplimiento literal de las palabras de Cristo: “Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial será arrancada de raíz” (Mt.15,13); y “todo reino dividido contra sí mismo queda desolado, y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no podrá subsistir” (Mateo, 12,25).

CHARLES J. CALLAN
Transcrito por Thomas Hancil
Traducido por Francisco Vázquez

Fuente: Enciclopedia Católica