UNIVERSIDADES

El espí­ritu y la historia del espí­ritu influyen en el destino de los pueblos y de la humanidad entera en todos sus dominios y formas de vida, e incluso lo determinan decisivamente. Esta historia del espí­ritu humano, como acción creadora de individuos y también de grupos que viven simultáneamente o se suceden en el tiempo, muestra la necesidad inextinguible y la tarea esencial para el espí­ritu de fundamentar y transmitir toda su herencia, y además, en una dinámica constante, de someterla a discusión, de explicarla, de ampliarla, de profundizarla, de enriquecerla por todos lados, de comunicarla a todos y hacerla operante. La conservación y transmisión del saber requiere sujetos adecuados, así­ como determinadas formas, ya libres, ya institucionalizadas en mayor o menor grado, las cuales son descritas por la historia de la enseñanza y de las escuelas en los distintos pueblos y épocas. La más importante y general de estas formas es la universidad. Nosotros nos limitamos aquí­ fundamentalmente a las u. de la Iglesia católica; la historia y la problemática de las otras u. sólo se tocarán aquí­ en cuanto inmediata o mediatamente se relacionan con las de las eclesiásticas, cosa que en el transcurso de la historia de las u. ha sucedido muchas veces.

I. Preparación
Con las escuelas de catecúmenos de la primera Iglesia cristiana están vinculadas de múltiples maneras las escuelas superiores, didaskaleí­a, en las cuales hombres importantes, que en escuelas profanas habí­an aprendido también el saber humano y se distinguí­an por su especial agudeza y capacidad de espí­ritu, investigaban las verdades de fe y cultivaban las ramas de la ciencia requeridas para ello, y transmití­an su ciencia a discí­pulos capacitados y ansiosos de saber. Esta actividad cientí­fica de algunos individuos condujo en distintos lugares a instituciones docentes con carácter permanente, como, p. ej., en la escuela teológica de > Alejandrí­a, en Cesarea (que poseyó hasta su destrucción por los árabes la biblioteca más rica de oriente), en la escuela teológica de -> Antioquí­a, en Edessa, en Gaza (para filosofí­a y teologí­a) y en parte también en Constantinopla y en Roma. De estas organizaciones docentes como tales hay que distinguir las escuelas, en el sentido de determinadas orientaciones doctrinales, las cuales se formaron y propagaron en iglesias particulares, en monasterios y también en los mencionados centros docentes. Naturalmente, éstos últimos no pueden equipararse a las u. de la edad media, pero pueden considerarse como las primeras formas de enseñanza superior y de investigación cientí­fica en la Iglesia primitiva. Junto a ellos surgieron aquellos cí­rculos que, sin conducir a escuelas institucionalizadas, se formaron alrededor de hombres sobresalientes, las cuales irradiaron su saber no sólo por su labor literaria, sino también por los discí­pulos que viví­an a su lado. A ellos pertenecen los padres de la Iglesia, ante todo Agustí­n y otros grandes obispos de oriente y de occidente.

Después de una época de decadencia de dichos centros, condicionada por las circunstancias polí­ticas, durante la cual especialmente los monasterios conservaron y transmitieron la herencia espiritual de la antigüedad pagana, así­ como el saber teológico de los padres y de los escritores eclesiásticos; a través de la reforma intraeclesiástica (los esfuerzos de Carlomagno y de su escuela cortesana: -> reforma carolingia) se preparó un renacimiento del interés por la formación superior. Los centros de irradiación eran las escuelas catedralicias y las monacales. Aun cuando en general sólo fueron centros de una formación que corresponde a la enseñanza media actual, sin embargo, algunos de ellos se elevaron, especialmente por medio de maestros sobresalientes que se dedicaban también a escribir, hasta un nivel más alto de creación y de reelaboración del saber recibido. Estos hombres intentaban comprender personalmente lo transmitido, esclarecerlo, seguir pensándolo, adelantar hacia terrenos nuevos y solucionar satisfactoriamente las cuestiones nuevas que surgí­an por doquier. Para este trabajo espiritual se ofreció como medio más apropiado el método dialéctico, por el que la comprensión y penetración racional de la verdad se consigue a través de determinadas formas técnicas externas, mediante las cuales se ofrecen todas las posibilidades de una exposición adecuada tanto en el orden del análisis como en el de la sí­ntesis.

Así­, junto a la autoridad de la tradición, depositada especialmente en la sagrada Escritura y los padres, surge la autoridad de los maestros, que abren y promueven la comprensión racional. Este empuje del conocimiento parte originariamente del dominio propio de las artes liberales, y exige por ello el aprendizaje de las mismas, pero penetra después en todas las demás ramas de la ciencia, a saber, en la teologí­a, en el derecho civil, en el derecho canónico e incluso en la medicina. Entre los precursores de esta actividad espiritual más alta, la cual desemboca en la forma institucional de 1as u., en cuanto hombres que buscan el saber se unen en torno a doctrinas, concepciones, métodos y bases de trabajo, y a obras directivas, habrí­a que citar: Bec con Lanfranco y Anselmo de Cantórbery, Laón con Anselmo y Radulfo, Chartres con Gilberto de la Porrée, Juan de Salisbury y Alanus ab Insulis, y sobre todo Parí­s con Guillermo de Champeaux, Abelardo, Hugo de San Ví­ctor, Pedro Lombardo. En Italia sobresale Bolonia, con Pepo, Irnerio y Graciano; así­ como Salerno, con Constantino Africano y sus sucesores. En Inglaterra merece mencionarse Oxford, con Robertus Pullus y Vacario. En Alemania descuella Colonia, con Ruperto von Deutz.

Las obras que determinan esta actividad cientí­fica son ante todo las traducciones nuevas de los escritos de Aristóteles, las Sentencias de Pedro Lombardo, los Digestos recién descubiertos, el Decretum Gratiani, y la ciencia médica y la literatura de los árabes (cf. escolástica, B y C).

II. Las universidades de la edad media
Por más que estos maestros y escuelas fueran precursores y pioneros efectivos y necesarios de los centros de enseñanza e investigación que luego pasaron a ser las u., por más que el fundamento último de la existencia de esos hombres radicara en el afán de saber y conocer; sin embargo, la forma auténtica de las u. medievales sólo se da con el peculiar orden constitucional y de estudios y con su paulatina institucionalización. De lo dicho se desprende claramente que estas u. surgieron no como lugares de formación profesional, si bien en el derecho civil y la medicina el interés práctico se hizo sentir más que en otros dominios del saber, sino esencialmente como lugares de cultivo de la ciencia. En realidad, la formación profesional de los clérigos anduvo en gran parte por otros caminos.

La afluencia de tantos hombres ansiosos de saber y entregados a la investigación libre promovió relaciones sobre todo con la población y las corporaciones del lugar, llegándose con frecuencia a conflictos por los que se veí­an amenazados los intereses vitales de maestros y alumnos. Esto llevó a una asociación de los hombres dados a la ciencia para defender sus intereses de cara al mundo exterior. Pero también internamente exigieron aquéllos un orden seguro, y tanto más cuanto mayor era su independencia. Sobre la base común de los gremios medievales y de su autonomí­a, ese interés condujo en una evolución natural y orgánica a formas de organización parcialmente diversa en los distintos lugares. Los dos tipos fundamentales aparecen en las dos u. madres de Bolonia y de Parí­s, donde los fenómenos descritos se diseñaron ejemplarmente, se desarrollaron y se fortalecieron.

En Bolonia los discí­pulos y los maestros elegidos por ellos formaban una sociedad (societas), creada por un pacto formal entre ambas partes, en el cual se fijaban la suma que cada discí­pulo debí­a abonar al maestro y las obligaciones de éste para con los discí­pulos. Así­ hay que entender también el famoso privilegio de Federico r, fijado en la auténtica Habita (1158), por el que se concedí­a a los maestros jurisdicción sobre los alumnos extranjeros, excepto en las causas criminales, en concurrencia con la jurisdicción del obispo. A este privilegium fori se añade todaví­a la liberación de las contribuciones a las que estaban obligados los nativos, y el derecho a defenderse mediante la huelga o la emigración contra perjuicios graves, especialmente contra el juramento impuesto por las autoridades locales a los maestros de enseñar sólo en Bolonia. Una cuestión ulterior es la unión de todos los estudiantes según las regiones a que pertenecí­an. Así­ se organizaban por “naciones”, que variaban en número, para ayudarse mutuamente bajo la dirección de procuradores, para defenderse contra las autoridades locales y contra los maestros, para resolver sus disputas y para cultivar una vida de compañerismo. De cara a los intereses comunes a todo el ordo scholasticus o status studentium, ya hacia finales de siglo (1200) se unieron todos los estudiantes en la universitas, la cual representó un status jurí­dico autónomo, pronto reconocido por el derecho, frente a las autoridades civiles, las eclesiásticas y, sobre todo, las municipales. Por consiguiente, el sentido de la palabra universitas es el de universitas studentium, no litterarum. A su cabeza está el rector, que los estudiantes eligen entre sus filas, y al que pasa la jurisdicción de los maestros. Por tanto, también éstos están sometidos a los estudiantes, aunque pronto fundan también un collegium doctorum propio o una universitas prof essorum para la defensa de sus intereses de estamento contra los alumnos y las autoridades locales. A causa de la oposición con los nativos del lugar, la universitas studentium, originariamente única, se escindió pronto en dos, la de los citramontani y la de los ultramontani, cada una con su rector propio. Al rector incumbe ahora no sólo la defensa y dirección de toda la u. ad extra, sino también la ordenación y la vigilancia de la docencia interna y de las relaciones con los profesores.

Los elementos constitutivos de la escuela superior de Parí­s se desarrollaron en formas parcialmente distintas, y sobre todo en un perí­odo de tiempo más largo. La universitas se constituye aquí­ por unión de los profesores de todas las disciplinas (artes, teologí­a, derecho, medicina) a partir del último cuarto del s. xii, para asegurar con ello su derecho consuetudinario, principalmente en el examen para la concesión de grados y para la admisión de profesores nuevos. Esta u. fue reconocida jurí­dicamente hacia el 1215 como fecha más tardí­a, y en la lucha con el canciller no sólo quedó solidificada, sino que en parte también se transformó: el enlace con los estudiantes organizados en cuatro naciones (galli, con todos los paí­ses latinos, picardi, normanni, anglici, entre los que se contaban todos los pertenecientes a los demás paí­ses) sobre todo a través de los numerosos magistri artiuna, que al mismo tiempo eran estudiantes de otras facultades, llevó a que los estudiantes no sólo fueran incluidos en la universitas de los profesores, sino que, además, en un lento desarrollo posterior (hasta mediados del s. xiv), los artistas, que dominaban las naciones, extendieran el rectorado nacido entre ellos (el rector se elegí­a por tres meses) también a los otros estudiantes y profesores, y así­ asumieron la dirección de toda la universitas magistrorum et scholarium. El reconocimiento jurí­dico de la corporación autónoma fue fomentado en Parí­s por la concesión de privilegios tanto eclesiásticos como civiles. Así­ Celestino iir acentuó en 1194 el fuero eclesiástico de los estudiantes, Felipe Augusto concedió, por su parte, un privilegio parecido al otorgado en Habita de Federico I, y Gregorio ix consolidó definitivamente los privilegios claves con su célebre bula Parens scientiarum (1231).

Como demuestra esta evolución, se trató en las dos u. madres de organismos crecidos espontáneamente, cuya importancia está en su propia obra y en el reconocimiento y atención que se les otorgó en todas partes. Pero la legitimación que de ahí­ surgí­a, fundada en el derecho consuetudinario, para impartir una enseñanza reconocida en todas partes, debí­a ser confirmada expresamente por una autoridad universal. En la situación del mundo de entonces, esa autoridad universal correspondí­a a la Iglesia en su más alto representante, el papa, y al imperio, por lo menos dentro de los lí­mites de su esfera de influencia reconocida prácticamente. En realidad la expresión studium generale, que muy pronto se hizo usual para las u., originariamente tiene ese sentido: una escuela superior que es reconocida por una potestas generalis y que, por ello, puede facultar para la enseñanza en todas partes. Sin embargo, se establecieron excepciones limitativas para determinadas u. Por tanto, también las u. que se formaron espontáneamente se esforzaron por el reconocimiento papal o imperial. En consecuencia, el canciller en Parí­s, como representante del papa y de la Iglesia, tuvo un papel central en la concesión de grados; y también en Bolonia el arcediano, que ejercí­a la misma función en nombre de la Iglesia y del papa, fue reconocido sin dificultad por todas las disciplinas.

Las otras u. que van surgiendo en todas partes, imitan en forma ya (más o menos) pura ya mixta la organización de Bolonia o de Parí­s. Por lo que se refiere a su situación jurí­dica, las más antiguas se apoyaron, lo mismo que Bolonia y Parí­s, en el reconocimiento consuetudinario, que luego fue confirmado implí­cita o expresamente por la Iglesia o por el imperio. Pero pronto comenzaron a surgir u. sólo por una carta fundacional del papa o del emperador, o de ambos. Es significativo que las u. erigidas por una sola de estas autoridades se esforzaron pronto por el reconocimiento adicional de la otra potestad. Esto fue necesario, naturalmente, para las u. fundadas sólo por el prí­ncipe de una región, ya que su competencia se extendí­a únicamente a su territorio, y un verdadero estudio general sólo podí­a lograrse mediante una autoridad universal. Encontramos este fenómeno sobre todo en las u. de España. También las autoridades de una ciudad interesadas en tener una u. debí­an apoyarse, según esto, en el derecho consuetudinario o en un reconocimiento expreso por parte del papa o del emperador. Por lo demás, las relaciones entre la u. y las autoridades de la ciudad fueron muy estrechas, porque habí­a una dependencia mutua y ambas partes esperaban ventajas de la otra. Finalmente, la ciudad otorgó repetidamente a la u. los privilegios necesarios, especialmente en lo tocante a vivienda, posibilidades de vida, protección, etc.; esto último a través de magistrados propios.

La docencia se extendí­a preferentemente a cuatro dominios: las artes liberales (con las asignaturas del trivium y del quadrivium, y con una acentuación cada vez más fuerte de la filosofí­a propiamente dicha), la teologí­a, el derecho (civil y canónico) y la medicina. Estos dominios particulares del saberse desarrollaron especialmente por la unión y la colaboración de los profesores en “facultades”. Habí­a u. que no tení­an todas las facultades. Las más extendidas fueron las artes liberales, porque éstas tení­an la misión de preparar para el estudio en las facultades superiores; y las facultades de derecho, por su utilidad práctica. La teologí­a no se impartí­a en muchas u., porque la Iglesia, especialmente en tiempos movidos, estaba interesada en poder controlar y dirigir más eficazmente el estudio teológico en unos pocos centros. Algunas u. se distinguieron por el cuidado especial de determinadas facultades; así­ descollaban, p. ej., Parí­s y Oxford en las artes y la teologí­a, Bolonia y Orleáns en el derecho, Salerno y Montpellier en la medicina. Mención especial merece Sevilla, donde Alfonso el Sabio, edificando sobre la tradición de los dominicos, erigió en 1254 un studium generale litterarum para el cultivo de las lenguas latina y árabe.

La duración del estudio hasta su conclusión definitiva era distinta en cada facultad; para los artistas era generalmente de cuatro a seis años, que después fueron reducidos diversamente según los sitios. La teologí­a se estudiaba durante ocho años, con la tendencia posteriormente a prolongarlos. Para el derecho civil se necesitaban siete u ocho años, y para el canónico seis o siete; y para el estudio de ambos derechos se requerí­an por lo menos diez años. Los tres grados académicos eran el bachillerato, la licenciatura y la laurea (el doctorado). Pocos alcanzaban el doctorado, debido al largo tiempo que exigí­a y a los cuantiosos gastos del estudio y de la promoción. Eran más los estudiantes que alcanzaban la licenciatura; y todos procuraban obtener el bachillerato.

Lo mismo que el’ deseo de saber, uní­a también a todas las ramas de la ciencia o facultades un mismo método en la enseñanza y en el desarrollo ulterior de la propia disciplina. El método dominante durante los dos siglos de mayor florecimiento de las u. medievales fue el de la dialéctica escolástica. En las lecciones (lecturae) se explicaban los textos (Boecio y Aristóteles en las artes, la sagrada Escritura y las Sentencias de Pedro Lombardo en teologí­a, el Corpus iuris civilis y los Libri feudorum en derecho civil, y las partes, surgidas poco a poco, del Corpus iuris canonici en derecho canónico). En concreto, primero se daba una visión general sobre el contenido y las partes, seguí­a luego la lectura del texto mismo, con el fin de fijarlo exactamente, y a continuación vení­a la explicación del texw, con las consecuencias y dificultades que de él se desprendí­an, las cuales eran tratadas más o menos ampliamente según el tiempo, el contenido y el auditorio. Las lecciones se dividí­an en ordinarias y extraordinarias. Las primeras eran impartidas por los doctores legentes, generalmente por la mañana (donde habí­a doble cátedra también por la tarde); las segundas estaban confiadas principalmente a los legentes non doctores, que las daban por la tarde o en los dí­as libres. Los libros ordinarios por lo general estaban reservados a los doctores. Los legentes non doctores eran o bien bacalarii o bien licenciati. Es digno de notarse que en Parí­s toda la actividad de las lecciones pronto fue confiada a los non doctores, mientras que los doctores se limitaban a los exámenes y a los actos representativos.

Junto a las lecciones existí­an las repetitiones, en las que partes o cuestiones especiales eran tratadas con más detalle por doctores y non doctores; luego habí­a exercitia, o sea, discusiones vivas bajo la dirección del maestro, las cuales eran consideradas como grado previo a las disputationes. Estas representaban una actividad académica tí­pica, y eran sostenidas por los profesores ordinarios en los dí­as libres de lección, con gran participación de la totalidad del profesorado y del alumnado. El objeto de las disputationes eran las cuestiones discutidas, que se debatí­an y solucionaban hasta el fondo con un método auténticamente dialéctico. Esa actividad académica se conservó largo tiempo sobre todo en la facultad de artes.

Los estudiantes no sólo debí­an asistir en una medida fijada exactamente a las clases y actividades docentes, sino que poco a poco eran introducidos en la docencia misma (lecciones y repeticiones), que ellos habí­an de ejercer obligatoriamente, bajo la dirección del maestro, para la obtención de los grados. Además de estos ejercicios habí­a exámenes especiales sobre todo para la licenciatura y el doctorado. Los exámenes propiamente dichos se hací­an en privado ante los maestros; los exámenes públicos eransólo solemnidades más o menos formales. En los exámenes de los doctores o de los candidatos a una cátedra normalmente se sostení­an disputaciones. En general hay que notar cómo en toda la actividad docente y la discente correspondí­a una función fundamental a la memoria.

Las lecciones se daban en casas privadas en locales alquilados. Sólo desde el s. xv empiezan a construirse edificios propios para las u. El año escolar duraba de octubre a octubre, con espacios intercalados de vacaciones: en navidad, carnaval, pascua y, especialmente, verano. Pero durante las vacaciones sólo cesaban las lecciones ordinarias, no las extraordinarias, que se podí­an, debí­an, dar siempre. El horario de clases se acomodaba a las distintas épocas del año, pero estaba estrictamente regulado desde primeras horas de la mañana hasta al anochecer.

Aunque cuando, en las distintas u., en los distintos paí­ses y épocas, y especialmente en las distintas facultades, habí­a diferencias más menos grandes, sin embargo, la organización y la duración de los estudios, el método de enseñanza, los exámenes y la concesión de grados eran en todas partes idénticos en lo esencial, o por lo menos muy parecidos.

Con el método de docencia y de trabajo en las u. están relacionadas las distintas formas literarias que adoptan las obras cientí­ficas. El estudio analí­tico-exegético de los textos condujo a las glosas, caracterí­sticas especialmente de los juristas. La tendencia sistemático-sintética promovió las sumas, las sentencias y los comentarios a las sentencias. El desarrollo posterior de ambas formas de exposición son los grandes comentarios exegéticos y sistemáticos. Las disputaciones crearon el género literario de las quaestiones disputatae, una expresión especial de la dialéctica escolástica en juristas, teólogos (ordinariae y de quolibet o quodlibetales) y artistas. Producto de los medios auxiliares, objetivos y didácticos, son las colecciones de distinctiones, casus, notabilia, brocarda, repetitiones, concordantiae, tabulae, abbreviationes, etc. A fines más prácticos o a dominios más parciales sirven las colecciones de sermones, los consilia, los tratados monográficos… Especial mención merece la forma literaria de la reportatio, es decir, los apuntes de las lecciones académicas tomados por los oyentes.

La parte económica de las u. desempeña un papel importante. Sólo los profesores ordinarios recibí­an retribución, que al principio les daban sus discí­pulos mismos, mientras que los legentes non doctores generalmente no sólo no estaban remunerados, sino que incluso debí­an pagar, ya que su actividad lectiva tendí­a a la propia formación. El peso de la remuneración se desplaza lentamente de los alumnos a la Iglesia (mediante la concesión de las prebendas correspondientes, las cuales eran concedidas para la dotación de cátedras, o por la dispensa de la obligación de residencia para los prebendados entregados a la docencia) y también a las corporaciones municipales o estatales, que se interesaban por la erección y conservación de escuelas superiores. Así­, desde la segunda mitad del s. xizi establecen los honorarios fijos que las corporaciones deben pagar a los profesores remunerados. Los estudiantes, lo mismo que los maestros, estaban favorecidos económicamente por privilegios eclesiásticos, gracias a los cuales podí­an estudiar hijos de familias con pocos medios económicos. Ya desde el s. xii los prebendados de una catedral o colegiata, y más tarde incluso el clero parroquial, eran dispensados regularmente de la obligación de residencia durante cinco o siete años para que pudieran estudiar en los studia generalia; la dispensa se concedí­a por un decreto general pontificio, por disposiciones especiales, o por cláusulas de los estatutos capitulares. Los que ya estaban estudiando podí­an recibir beneficios para sus estudios; con este fin las u. enviaban cada año a Roma los rotuli nominatorum, en los que los estudiantes necesitados y dignos de ser recomendados eran propuestos a la Santa Sede para la concesión de las prebendas correspondientes. Otra institución importante fueron los collegia, con un determinado número de becas, que se erigieron en las u. importantes. Se trataba aquí­ de fundaciones para profesores y alumnos pobres, por las cuales éstos recibí­an gratuitamente comida, vivienda, enseñanza, utilización de libros, etc. En parte los collegia eran centros de actividad docente. Entre los colegios más importantes hay que citar la Sorbona y el colegio de Navarra en Parí­s, el colegio español en Bolonia y los colegios, florecientes todaví­a hoy, de las dos u. inglesas de Oxford y Cambridge. Estos colegios eran los núcleos dela vida cientí­fica, espiritual y moral en las u. y, con ello, en el conjunto de la época, y todaví­a en los tiempos siguientes desempeñaron una función importante.

Con la parte económica de las u. se relacionan los préstamos de dinero, que se vieron fomentados por la lejaní­a de los estudiantes de sus ciudades nativas y del lugar donde recibí­an sus ingresos, así­ como por las lentas comunicaciones en aquella época. Aquí­ hay que incluir también la producción, copia, venta y prestación de libros en las ciudades universitarias; todo eso estaba en manos de un estamento especial, los stationarii, que eran también responsables del texto. La copia profesional de los textos se hací­a por el sistema de las peciae, es decir, de ediciones parciales sometidas a determinadas normas. Las ganancias de los escribanos y los precios de los libros estaban bajo vigilancia de las autoridades. Por primera vez a finales del s. xiii se inicia la instalación de bibliotecas en los colegios, casas de estudios y facultades. Desde aquí­ se tiende el puente hacia la impresión de libros y hacia las bibliotecas de los siglos posteriores. Ambas cosas, pero especialmente la impresión de libros, se desarrollaron en relación estrecha con las escuelas superiores.

La importancia de las u. es profunda y amplia. En el dominio social producen una nivelación fundamental de las diferencias de estamentos. Los hijos de nobles, de burgueses, de comerciantes, de artesanos y de campesinos eran admitidos por igual, y conviví­an entre sí­ en el mismo nivel como estudiantes. La distinción entre pobres y ricos quedó también nivelada en las u. por las mencionadas prebendas y becas. La exención de las tasas (privilegium paupertatis) fue una medida consciente de la u. y de la ciencia para con los pobres, para promover sin discriminación las capacidades espirituales y el afán de saber allí­ donde se encontraran. Incluso la diferencia entre clérigos y laicos se borraba en la u., puesto que, por la recepción de la tonsura y de las órdenes menores, las cuales no obligaban definitivamente al servicio eclesiástico, se hací­a posible a éstos últimos el disfrute de bienes eclesiásticos. También los profesores laicos recibí­an dotaciones eclesiásticas para la docencia. Clérigos y laicos podí­an participar de los privilegios eclesiásticos, tan importantes para la universidad. Eso posibilitó, por otro lado, el acceso de laicos a cátedras de ciencias puramente eclesiásticas, como la teologí­a y, sobre todo, el derecho canónico. En este contexto se explica sin dificultad que se impusiera la obligación del celibato también a maestros de disciplinas puramente profanas, incluso a los de medicina, e igualmente a las autoridades académicas, p. ej., los rectores; práctica que en parte perdura hasta el s. xv. Incluso el uniforme especial uní­a a estudiantes y clérigos.

La pertenencia a una nación no tuvo un papel separador, sino, más bien, ordenador. Las “naciones” deben entenderse como instituciones no nacionalistas, sino en primera lí­nea geográficas, puesto que ponen bajo una misma tutela a los miembros de las distintas naciones. El puesto de maestro en las u. de la edad media no estaba ligado ni a un estamento determinado, ni a los recursos económicos, ni a lazos nacionales. Por el contrario, el estudio y los grados y capacidades con él adquiridos borraban todas las diferencias sociales y posibilitaban el ascenso a los estrados más altos, incluso a las más altas cumbres sociales, tanto en la Iglesia como en la sociedad profana. La fuerza socialmente niveladora de la ciencia nunca se manifestó con tanta fuerza como en la sociedad medieval, orientada precisamente por los estamentos separadores y condicionantes.

Sobre todo en el dominio del espí­ritu y de la cultura apenas puede ponderarse suficientemente la importancia de la u. medieval. Prescindiendo de los efectos “prácticos” secundarios, como la preparación de hombres competentes para los puestos estatales y eclesiásticos, las u. promueven decisivamente la vida espiritual de la edad media y la cultura de occidente en todas sus manifestaciones. Su efecto en profundidad y extensión es el factor más poderoso de enlace, mezcla y universalización del saber de la humanidad entonces conocida; la escuela superior se convierte en expresión de la universalidad del saber. Con ello constituye un arma de primer orden para el saber, la fe, el poder y su realización polí­tica. Junto al sacerdotium y al regnum surge, como tercer poder director, el studium. Aunque más tarde se abusara de él como factor de poder, por su esencia fue, después de la religión e incluso por encima de ella, un factor de reconciliación y de unión en el sentido
III. La universidad de la edad moderna
El desarrollo ulterior de las u. se realizó necesariamente sobre la base orientadora de esta creación de la edad media, que en manera tan universalmente válida habí­a fundamentado, desarrollado y extendido una forma cientí­fica de hallazgo y transmisión del saber. Pero la u. de la edad moderna está condicionada por los muchos y variados hechos históricos de la nueva época. Estos intervienen tanto en los componentes internos como en los externos de la u. La fuerza disolvente del ->nominalismo y la exageración del método escolástico abrieron las puertas al -> humanismo y a su método filológico e histórico, lo cual trajo consigo un cultivo especial de las lenguas clásicas y orientales. Las oposiciones doctrinales, cada vez más fuertes, convirtieron progresivamente la u. en campo de batalla, en fortalezas de la ortodoxia o de la heterodoxia, en organizaciones policiales e ideológicas del saber. La creciente dependencia económica del cuerpo docente, de los estudiantes y de toda la organización respecto de los organismos seculares, y la vinculación a posesiones propias fijas, a edificios y a bibliotecas, conducen al vaciamiento y a la pérdida de la autonomí­a real de la organización corporativa, y con frecuencia degradan las u. a la condición de instrumentos de intereses estatales y territoriales. Esto va de la mano con un alejamiento progresivo de la autoridad eclesiástica. Los movimientos de reforma del s. xvi traen una disolución todaví­a mayor de la unidad y un crecimiento de los llamados fenómenos de decadencia (cf. -> reforma protestante). La confesionalización, nacionalización y secularización de las u. no sólo despojan a éstas de su cometido más noble, a saber, el servicio a la verdad objetiva y común a todos, sino que destruyen también el universalismo interno y externo del saber mismo. Las u. descienden a la condición de escuelas especializadas bajo control estatal, lugares de formación para los servidores y especialistas de los intereses territoriales que las dominan. Maestros y estudiantes se convierten en una inteligencia académica privilegiada, la cual se distingue consciente y voluntariamente del pueblo pobre y no formado. Así­ la u. pierde también su función social de nivelar los estamentos y de enlazar los pueblos; y el pueblo mismo pierde su interés por ella. Como substitución de la falta de investigación, cada vez más notoria de estas escuelas superiores, surgen las academias.

La Iglesia reacciona de diversas maneras contra esta decadencia y ante la situación nueva. Es fundamental el enlace, entendido y querido positivamente, entre escolástica y humanismo en filosofí­a y teologí­a. Construyendo sobre este enlace, especialmente las antiguas y nuevas u. españolas desarrollan una actividad de profundo y amplio alcance, que no sólo irradia en Europa entera, sino que repercute también en los paí­ses de ultramar. Esta nueva teologí­a sustituyó a Parí­s, donde penetraron el -> conciliarismo, el -> jansenismo y el -> galicanismo, y dominó ampliamente la doctrina tridentina. E igualmente condicionó la posición directiva de las u. fundadas por los jesuitas en la -> reforma católica y contrarreforma. Por todas partes surgen nuevas escuelas superiores teológicas y filosóficas, influyendo decisivamente en las ya existentes; merece mencionarse especialmente Lovaina. Pero su doctrina e investigación cientí­ficas, así­ como su organización, están condicionadas esencialmente por la respectiva posición contra las correspondientes instituciones heterodoxas. Desde ahí­ se explican también la erección y el florecimiento de las escuelas superiores romanas en la segunda mitad del s. xvi (Sapienza, Angelicum, Collegium Romanum = universidad gregoriana). Son importantes las realizaciones en el dominio de la controversia apologética, de la teologí­a sistemático-especulativa, de la exégesis y de los estudios histórico-patrí­sticos. Pero sólo en parte son fruto de la actividad docente y de la investigación en las universidades.

Por lo que atañe a los estudiantes debe acentuarse que también en las escuelas superiores eclesiásticas, frente a la finalidad preferentemente cientí­fica de las u. medievales, está en primer plano la formación especí­fica del clero. Los seminarios tridentinos, al servicio de esa formación, especialmente en Alemania quedan unidos como “colegios” con la u. local, y subrayan así­ la orientación práctica de las escuelas superiores. Por lo que toca a las facultades jurí­dicas, el antiguo método exegético (mos italicus)se ha mantenido junto al humaní­stico (mos gallicus) y ha llevado a un florecimiento de la canoní­stica en las u. postridentinas.

La ola humaní­stica en las escuelas superiores estatales, que en muchos aspectos habí­a promovido el progreso cientí­fico mediante el método filológico-histórico, quedó pronto superada por la tendencia a las ciencias naturales y a las matemáticas, la cual iba de la mano con las corrientes racionalistas, que a su vez desembocaron en la -> ilustración (cf. también -> racionalismo). Estas corrientes iban acompañadas por la filosofí­a del Estado y del derecho propio del -> absolutismo. Toda la u. del s. xvii se ve afectada por ello: la organización democrático-corporativa y la libertad académica sufren todaví­a pérdidas más esenciales; la antigua facultad de artistas se transforma en su esencia por lo que se refiere a su objeto, método y función frente a las facultades superiores; la facultad de teologí­a pierde su posición central en las u. estatales; la unidad de las cuatro facultades se disuelve; la lengua latina es abandonada en la enseñanza de las facultades, a excepción de la facultad de teologí­a. Al particularismo regional externo se añade cada vez más la escisión interna del saber en dominios parciales separados entre sí­, en ciencias particulares especializadas sin ningún nexo con las otras disciplinas.

Desde la -> revolución francesa, en lucha con sus consecuencias y bajo el signo de los esfuerzos de renovación, en Alemania da cauces concretos a la reacción contra ese concepto de universidad, destructor de la ciencia, especialmente Guillermo de Humboldt. Conscientemente se buscó apoyo de nuevo en el clásico concepto medieval de universidad, y por ello se tendió de nuevo a la unidad orgánica de todas las ciencias; sin embargo, el denominador común ya no fue la teologí­a, sino la -> filosofí­a en el sentido moderno de la palabra. Sobre esta base el estudiante, partiendo de una visión de conjunto, debí­a adquirir la comprensión adecuada de su estudio especial; con lo cual la u. ya no habí­a de ser escuela especializada para una formación profesional, sino lugar de una más alta formación común del espí­ritu. En correspondencia con ello, los profesores debí­an ser los transmisores del saber existente, pero también, como investigadores, los promotores del progreso cientí­tico, despertando y formando a los alumnos para esta tarea. Así­ se unen renovadamente la libertad en la enseñanza y la investigación; y para todas las decisiones, así­ como para la propia administración, se exige libertad, como expresión de la autonomí­a de la ciencia y de sus cultivadores. Una vez que en las guerras de la revolución sucumbieron la mayorí­a de las u. en Alemania, aquí­ la renovación de las mismas se emprendió según el espí­ritu descrito. Otros paí­ses europeos siguieron este ejemplo. En Francia se erigieron las academias, pero sin facultad teológica; mientras que en Inglaterra sobrevivió el antiguo sistema de colegios. Las u. españolas no tienen facultad de teologí­a; y en Italia las facultades teológicas fueron suprimidas en 1873.

La Iglesia queda afectada por estas circunstancias en las u. estatales en cuanto, por una parte, sus u., en tanto permanecen en unión con aquéllas, se hallan más o menos influidas por ellas en el dominio de la organización académica, del método y de la doctrina misma; pero, por otra parte, intenta desarrollar sus propias escuelas superiores según las posibilidades dadas. Mientras que la tendencia filológica y neohumanista fomenta poderosamente también la teologí­a positiva e histórica en el campo católico y, mediante una sana reflexión sobre la época clásica de la escolástica, comunica nueva vida a los antiguos valores, el retorno de la u. estatal a la unidad sobre un fundamento puramento filosófico y racionalista promueve una concentración teológica, que encuentra su expresión más significativa en el reconocimiento – acentuado incluso oficialmente – del tomismo en la segunda mitad del s. xix (-> escolástica, G). Allí­ donde las u. estatales han conservado la facultad de teologí­a, esta tendencia repercute fructí­feramente en la enseñanza y en la investigación; pero en la mayorí­a de los casos la Iglesia se ve obligada a crear sus propios centros. Estos centros son las instituciones docentes para filosofí­a y teologí­a de los seminarios, las escuelas superiores de órdenes religiosas, los liceos y las academias. Allí­ donde estas instituciones eclesiásticas mismas están dominadas por los organismos del Estado absolutista, la libertad eclesiástica de enseñanza queda más limitada, y la influencia de las ciencias profanas se hace más fuerte en sentido negativo. Pero debe acentuarse siempre que en estas escuelas, a pesar de las importantes realizaciones cientí­ficas de muchos profesores activos en ellas, en lo esencial se da a los estudiantes sólo una formación profesional; y el auténtico interés capital de las u. sólo tiene vigencia en las facultades teológicas existentes para los candidatos especialmente capacitados. De cara a la investigación actúan, al lado de los centros docentes en el sentido expuesto, las instituciones cientí­ficas, como, p. ej., bibliotecas eclesiásticas, sociedades investigadoras, centros de trabajo cientí­fico. Pero, ante la situación de las ciencias profanas y de sus centros de formación, la -> restauración católica urge cada vez más la instauración de escuelas superiores propias para la formación no sólo del clero, sino también de los laicos en todas las ramas del saber.

Bajo el signo de estas aspiraciones se da nueva vida a antiguas u. eclesiásticas (p. ej., Lovaina en 1834-1835); pero en los distintos Estados de Europa, e incluso en Estados no europeos, como los EE.UU., Canadá y el Lí­bano, pronto se fundan también u. católicas con todas las facultades, y no sólo con las cuatro facultades clásicas. Se busca con ello estar a la altura de las exigencias académicas modernas y, a la vez, fortalecer y expresar la unidad de la ciencia por la inclusión de la teologí­a como fundamento y corona de la misma. Son significativas a este respecto las reflexiones de Newman sobre las u. católicas con motivo de la fundación de la de Dublí­n (1854). Estas escuelas superiores, instituidas por la Iglesia o aprobadas posteriormente, que tienen como fin la formación, enseñanza e investigación en todos los dominios del saber según el espí­ritu del catolicismo, han seguido promoviéndose, y existen y actúan hoy en Europa, en América del Norte y del Sur, en Asia y en ífrica; no todas tienen las facultades eclesiásticas, pero muchas tienen todas las disciplinas modernas o algunas de ellas. Por lo que toca a la administración, organización, enseñanza e investigación, a los exámenes y grados, se tienen ampliamente en cuenta las exigencias locales, puesto que los estudios aspiran también al reconocimiento estatal. Naturalmente, la Iglesia ha mantenido al lado de estas u. también las antiguas u. eclesiásticas en Roma, con las tres facultades clásicas de teologí­a, derecho canónico y filosofí­a, añadiendo además otras. Fuera de Roma hay numerosas facultades filosófico-teológicas para las disciplinas eclesiásticas, incorporadas en parte a las u. estatales. Estas facultades se rigen fundamentalmente por leyes eclesiásticas propias, pero respetando las exigencias estatales, materia que a veces está regulada por un concordato (cf. -3 Iglesia y Estado).

IV. En la actualidad
Una nueva ordenación total de las u. eclesiásticas, es decir, de las disciplinas eclesiásticas, se debe a la constitución apostólica Deus scientiarum Dominus (24-5-193].), con las normas para su ejecución del 12-6-1931. Aquí­ la dirección y la administración están orientadas jerárquicamente, pero tienen en cuenta las peculiaridades del derecho particular en lo que se refiere a los sujetos del oficio y a los deberes y potestades del mismo. Los profesores pueden ser ordinarios, extraordinarios, o simplemente encargados temporalmente; pero también para estas categorí­as de docentes y para su nombramiento se reconoce el derecho consuetudinario vigente. En la constitución se precisa ante todo la esencia de las u. y de las facultades eclesiásticas, consistente en que éstas son erigidas por la Santa Sede para la enseñanza y la investigación en las disciplinas eclesiásticas y en las emparentadas con ellas, con el derecho de conceder los grados académicos: el bachillerato (facultativo) capacita sólo para proseguir los estudios eclesiásticos; la licenciatura faculta para enseñar en centros docentes que no confieran grados académicos; y el doctorado autoriza para ejercer la docencia incluso en u. y facultades. Se conservan fundamentalmente las tres facultades clásicas: teologí­a, derecho y filosofí­a. Para otros dominios, como ciencias bí­blicas, estudios orientales, arqueologí­a, música sacra, etc., se erigen solamente institutos con derecho de promoción, los cuales, sin embargo, están equiparados a las facultades.

Además de los oyentes ordinarios, que aspiran a los grados académicos, se admiten también oyentes extraordinarios, que buscan sólo la adquisición de saber. Es requisito para la admisión de alumnos haber terminado los estudios de enseñanza media. En el método se unen armónicamente tradición y progreso, el método escolástico especulativo con el positivo histórico. Bajo este punto de vista se da valor especialmente al método propio de cada ciencia, perfeccionado según los conocimientos modernos. Las lecciones abarcan disciplinas principales, disciplinas auxiliares y disciplinas especiales; éstas últimas están orientadas sobre todo a las exigencias locales y a dominios especiales de la ciencia. La formación para el trabajo independiente de investigación es acentuada en cuanto, junto a las lecciones, se introducen bajo el nombre de exercitationes los ejercicios de “seminario” tí­picos de las u. nórdicas. Ya para la licenciatura se exige un breve escrito de investigación cientí­fica; y sobre todo para el doctorado se exige un trabajo independiente, que por lo menos en parte debe publicarse para la concesión del tí­tulo pleno de doctor. También las antiguas disputaciones han de seguir cultivándose en filosofí­a y teologí­a. La duración de los estudios es de cinco años para la teologí­a y de cuatro para la filosofí­a; en el resto de las facultades o de los institutos especiales, que presuponen los estudios filosófico-teológicos, por lo común la duración es de tres años. Además de los exámenes de cada disciplina, para la concesión de los grados académicos se exigen exámenes especiales, escritos y orales.

Aunque esta reforma ha sido beneficiosa para la enseñanza académica y especialmente para la investigación, sin embargo no ha colmado todos los deseos. Y éste es uno de los motivos de que también las u. eclesiásticas se vean afectadas por la necesidad urgente de una nueva ordenación, que hoy se hace sentir en las u. estatales de casi todos los paí­ses.

Los problemas capitales de las u. estatales sin duda nacen también del súbito aumento del número de oyentes, con la consiguiente escasez de espacio, profesores y medios docentes y económicos; pero provienen especialmente de una tensión interna. La ordenación democrática de la sociedad actual, frente a la vigente constitución y administración jerárquica, reclama un retorno a la organización asociativa de la u. medieval, con participación, sobre una base amplia, de todos los que participan en la vida de la u., principalmente de los estudiantes mismos. Además, se deja sentir negativamente la orientación dada a la u. en el s. xix, por la que la simple formación profesional adquirió la primací­a sobre la verdadera formación académica y, con ello, sobre la capacitación para una responsabilidad consciente y propia. El punto de gravedad de la crisis radica, sin embargo, en la posición de la u. de hoy frente a la -> ciencia misma, cuyo cultivo es su cometido más originario. Las ciencias particulares se especializan cada vez más, y con ello se diferencian e incluso llegan a aislarse entre sí­. Tal tendencia se ha fortalecido con la fundación de facultades cada vez más cerradas en sí­. La falta de una visión unitaria del mundo, con la consiguiente imposibilidad de hallar un denominador común que una frente al pluralismo ideológico, dificulta gravemente la tarea de la formación académica, exigida por la naturaleza de la cosa y necesaria para que la juventud quede satisfecha, mediante la oferta y el fomento del saber y de la verdad, mediante la transmisión de una imagen segura y universal del mundo. Ese problema no puede solucionarse a base de nuevos planes o métodos de enseñanza, tanto menos por el hecho de que también los profesores están sobrecargados por la conjugación de una enseñanza y una investigación cualificadas. Si ha de mantenerse esta antigua unión – vital para la u. – de docencia e investigación, la solución de la crisis no puede lograrse por el camino de la separación, propuesta por algunos, de ambas tareas en escuelas superiores profesionales e institutos de investigación. Ahora bien, mediante un retorno a experiencias antiguas de las u. y de su desarrollo en el curso de la historia, serí­a posible enfrentarse fructí­feramente con las exigencias actuales de la ciencia y de la juventud estudiantil.

El concilio Vaticano II se ocupó de estos problemas, en cuanto afectan a la Iglesia, y preparó esquemas especiales para sus escuelas superiores: para la formación cientí­fica profesional de los clérigos, para las escuelas superiores eclesiásticas, para las u. católicas. Pero, debido a la densidad de los trabajos del concilio, sus orientaciones en este punto sólo se han sedimentado en ciertas partes – a veces apenas perceptibles – del decreto sobre la formación de los sacerdotes (Optatam totius) y de la declaración sobre la educación cristiana (Gravissimum educationis). Disposiciones ulteriores sobre el tema se encuentran en la constitución Gaudium et spes (n°s 53-62) y en otros documentos del concilio. Con todo, estos textos permiten reconocer los aspectos principales y los intentos de solución de la problemática de las u. eclesiásticas: el gravamen para la formación académica por causa de la formación profesional debe superarse mediante una división clara entre el curso general filosófico-teológico y el posterior estudio especializado. Para éste se reconoce como incondicionalmente necesaria la especialización cientí­fica, que abarca los distintos dominios de la teologí­a y del saber eclesiástico en toda su amplitud. En qué medida estos dominios especializados constituyen facultades propias, junto a las clásicas, o sólo institutos, es una cuestión que permanece abierta. Para impedir la diferenciación, el aislamiento, y la disolución del saber espiritual, que amenazan por la especialización, se insiste en que el curso general orgánico transmita ante todo una visión de conjunto como fundamento. Y luego se resalta la necesidad de colaboración entre las disciplinas particulares dentro de la facultad, entre las secciones de ésta, entre las distintas facultades, e incluso entre las u. mismas. Se destaca expresamente la necesidad de unidad en todo el saber, incluido el profano, y para ello se señala como medio la sí­ntesis consciente y la colaboración entre la ciencia religiosa y la profana, así­ como la cooperación entre sus representantes e instituciones.

En forma explí­cita o tácita se confirma repetidamente el principio fundamental de la u. como unión de enseñanza e investigación, p. ej., cuando se alude a la formación para el trabajo cientí­fico en el plan docente y en los ejercicios, haciendo referencia a esto en relación con las obligaciones de los profesores, con su número y cualificación; y especialmente cuando se recomienda cálidamente la fundación de institutos de investigación en las u. y facultades, o la unión de los ya existentes con ellas. También la atención especial que se dedica al método permite reconocer esta preocupación. Asumiendo y desarrollando las determinaciones de la constitución apostólica Deus scientiarum Dominus, se aborda ante todo el problema del método como principio del estudio cientí­fico de las disciplinas particulares y como medio para superar las importantes deficiencias de que hoy adolece el cultivo de las ciencias eclesiásticas. Para elevar los estudios de la formación profesional y para la preparación correspondiente a los estudios especiales, se recomienda la afiliación de los centros docentes eclesiásticos a las facultades y a las u. Se conservan los clásicos tí­tulos académicos, pero se alarga el tiempo sobre todo para la filosofí­a y la teologí­a por la distinción de los estudios especiales subsiguientes, para los cuales se prevén tres años como término medio. Los textos destacan en especial el hecho de que precisamente la teologí­a en sentido estricto, en comparación con otras especialidades, que se cursaban siempre después de los estudios fundamentales de filosofí­a y teologí­a, ha desempeñado un papel subordinado en el mundo académico por la unión hasta ahora de estudios fundamentales y especiales. También a las u. católicas se les recomienda la visión de conjunto y la unidad orgánica del saber, así­ como la colaboración entre las facultades y entre las u., e incluso la cooperación con centros docentes e investigadores no católicos. Se recomienda igualmente la institución de facultades e institutos teológicos, o por lo menos de cátedras en determinados centros. Y se establece que en todas las ciudades universitarias se erijan colegios para atender y ayudar especialmente a los estudiantes extranjeros.

Aunque, como se ha dicho, los trabajos previos sólo en parte fueron recogidos expresa y detalladamente en los citados decretos conciliares, sin embargo, han constituido una base importante para la reforma posterior, estimulada e incluso mandada por el concilio mismo. En realidad estos trabajos previos han sido usados y elaborados en las Normae quaedam, publicadas el 20-5-1968, de la congregación romana para la formación católica. Esas normas enlazan expresamente con la constitución apostólica Deus scientiarum Dominus, y apelan a las decisiones del concilio Vaticano II y a las lí­neas directrices allí­ recomendadas y en parte mandadas. Es nueva en ellas la apertura a una participación más democrática de profesores y estudiantes en la dirección y administración de las facultades y de las u.; y también la fijación de los estudios en tres estadios: el primero debe proporcionar los conocimientos fundamentales generales, el segundo ha de introducir en los campos especiales y en los trabajos cientí­ficos, y el tercero tiene por objeto la madurez cientí­fica a través de amplios trabajos personales de investigación y a través de la práctica docente. A este respecto se exigen los siguientes semestres: en teologí­a 10 (incluyendo los estudios filosóficos previos) + 4 + una duración indefinida; en filosofí­a 4 + 4 + una duración indefinida; en los otros estudios especiales 4 + 4 + una duración indefinida. Los cuadros de estudios comprenden asignaturas obligatorias y electivas de orden general y asignaturas especiales. Nueva es también la renuncia a la obligación de la lengua latina como idioma común de enseñanza en todas las facultades y disciplinas. Pero estas normas tienen un carácter sólo provisional y a través de los intentos y las experiencias correspondientes deben conducir a una nueva ordenación definitiva, que ha de fijar una constitución futura. Por tanto, también aquí­, lo mismo que en las u. estatales, todo es un tanteo en busca de las soluciones adecuadas al tiempo. El conocimiento del pasado puede arrojar luz también sobre este problema.

BIBLIOGRAFíA: 1. OBRAS GENERALES Y ESPECIALES: F. Paulsen, Geschichte des gelehrten Unterrichts auf den deutschen Schulen und Universitäten vom Ausgang des MA bis zur Gegenwart (L 1885); H. S. Denifle – G. Kaufmann, Geschichte der deutschen Universitäten, 2 vols. (St 1888-96); Grabmann SM; P. Simon, Die Idee der mittelalterlichen Universität und ihre Geschichte (T 1932); Grabmann G; S. d’Irsay, Histoire des Universités Francaises et Etrangeres, 2 vols. (P 1933-1935); R. Aigrain, Les Universités catholiques (P 1935); H. Rashdall – F. M. Powicke – A. B. Emden, The Universities of Europe in the Middie Ages, 3 vols. (0 ‘1936); Landgraf E; S. Stelling-Michaud, L’Université de Bologne et la pénétration des droits romains et canoniques en Suisse (G 1955); idem, L’Histoire des universités au moyen áge et ä la Renaissance au cours des vingt-cinq derniéres années: XI’ CongrBs International des Sciences Historiques (Göteborg – Sto – Up 1960) Rapports I 97-143 (con abundante bibliografí­a), reseña en Diskussion verschiedener Autoren: Astes du CongrBs 257-262; Die Idee der deutschen Universität (Schelling, Fichte, Schleiermacher, Steffens, W. v. Humboldt) (Darmstadt 1956); J. H. Newman, On the Scope and Nature of University Education (1859); A. Jiménez, Historia de la Universidad Española, Alianza Editorial (Ma 1971); J. L. Oranguren, El problema universitario (N Terra Ba 1968); La crisis de la universidad católica (MIDEC Montevideo 1967); Problemas actuales de la universidad en diversos paí­ses (CSIC Ma 1967); F. Aguilar, Los comienzos de la crisis universitaria en España (M Español Ma 1967): F. C. Sáinz de Robles. Historia de las universidades españolas (Aguilar Ma 1944); G. Ajo y C. M. Sáinz de Zúñiga, Historia de las universidades hispánicas, 8 vols. (CSIC Ma 1968); J. Burillo, La universidad actual en crisis (M Español Ma 1968); F. Giner y otros, La cuestión universitaria, epistolario (Ternos Ma 1967); J. López Medel, La universidad española (CSIC Ma 1967r L. Dí­ez del Corral. Problemas actuales de la cultura superior (CSIC Ma 1969); A. Garriga, La rebeldí­a universitaria (Guad Ma 1970); R. Gómez Pérez, Universidad, problema polí­tico (U de Navarra 1971); R. Zurita Cuenca, Soliloquios sobre la universidad (Studium Ma 1971); H. Grundmann, Vom Ursprung der Universität im MA (Darmstadt 1960); J. Le Gaff, Les Universités et les Pouvoirs Publics au Moyen í„ge et ä la Renaissance: XII’ Congrés International des Sciences Historiques (W 1965) Rapports III 189-206 (con bibl.), Diskussionsbeiträge verschiedener Autoren: Actes 457-467; R. Schwarz, Universität und moderne Welt, ein internationales Symposion: Bildung/Kultur/Existenz í (B 1962); Die Artikel “Domschulen”, “Hochschulen”, “Klosterschulen”, “Seminar”, “Stiftsschulen”, “Universitäten”: LThK2 (con Bibl.); LThK Vat III 702-708. – 2. DOCUMENTOS ECLESIíSTICOS OFICIALES: Constitution apostolica “Deus scientiarum Dominus” del 24. 5. 1931: AAS 23 (1931) 241-262; Ordenaciones del 12. 6. 1931: AAS 23 (1931) 263-284; Normae Quaedam ad Constitutionem Apostolicam “Deus scientiarum Dominus” de studiis academicis ecclesiasticis recognoscendam (Cittä del Vaticano 1968), con un comentario de v. G. Baldanza: Seminarium NS VIII (R 1968) 740-764 (con la adición del texto 765-787); AnPont (cada año bajo el tí­tulo “Istituzioni Culturali”).

Alfons M. Stickler

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Las principales fundaciones han sido tratadas en artículos especiales; aquí se presentan los aspectos generales del tema:

I. Origen y organización;
II. Labor académica y desarrollo;
III. Renacimiento y Reforma;
IV. Periodo moderno;
V. Acción católica.

I. Origen y Organización

Aunque el nombre universidad se da a veces a las célebres escuelas de Atenas y Alejandría, generalmente se sostiene que las universidades surgieron por primera vez en la Edad Media. Para las que fueron estatuidas durante el Siglo XIII, se pueden dar con exactitud fechas y documentos; pero los comienzos de las más antiguas son oscuros, de ahí las leyendas relacionadas con su origen: Oxford se suponía fundada por el rey Alfredo, París por Carlomagno, y Bolonia por Teodosio II (año 433). Estos mitos aunque han subsistido hasta la época moderna, son ahora generalmente rechazados, y la única preocupación de los historiadores es descubrir sus fuentes y seguir su desarrollo. Se sabe, sin embargo, que durante los Siglos XI y XII tuvo lugar un resurgimiento de los estudios, de medicina en Salerno, de derecho en Bolonia, y de teología en París. La escuela médica de Salerno fue la más antigua y la más famosa de su género en la Edad media; pero no ejerció influencia en el desarrollo de las universidades. En París, el estudio de la dialéctica recibió un nuevo ímpetu de maestros como Roscellin y Abelardo, y eventualmente reemplazó al estudio de los clásicos que, especialmente en Chartres, había constituido un movimiento humanista enérgico aunque de corta duración. El método dialéctico, además, fue aplicado a las cuestiones teológicas y, principalmente a través de la obra de Pedro Lombardo, se desarrolló en el Escolasticismo (vid.).Esto significó no sólo que toda clase de cuestiones fueran puestas en discusión y examinadas con la mayor sutileza, sino también que se disponía de una nueva base para la exposición de la doctrina y que la teología misma era moldeada en la forma sistemática que presenta en la obra de Santo Tomás, y por encima de todo, en la gran “Summa”. En Bolonia, el nuevo movimiento fue práctico más que especulativo, afectó a la enseñanza, no a la filosofía ni a la teología, sino al derecho civil y canónico. Con anterioridad al Siglo XII, Bolonia había sido famosa como escuela de artes, mientras que respecto a ciencia legal era superada de lejos por otras ciudades, por ejemplo, Roma, Pavía, y Rávena. Lo que la convirtió en relativamente poco tiempo en el principal centro de enseñanza del derecho, no sólo en Italia sino en toda Europa, fue debido principalmente a Irnerius y a Graciano (vid.). El primero introdujo el estudio sistemático del Corpus juris civilis en su conjunto, y diferenció la carrera de derecho de la de Artes Liberales; el segundo, en su “Decretum”, aplicó el método escolástico al derecho canónico, y aseguró para su ciencia un espacio aparte distinto del de la teología. En consecuencia, Bolonia, mucho antes de convertirse en universidad, atrajo un gran número de estudiantes de todas las partes del Imperio, y sus maestros, a la vez que se hacían más numerosos, alcanzaban un prestigio indiscutido.

La escuela que crecía así vigorosamente desde dentro fue aún más reforzada por los privilegios que le otorgó el Emperador. En la “Auténtica” Habita publicada en 1158, Federico I tomó bajo su protección a los estudiantes que acudían a las escuelas de Italia por motivos de estudio, y decretó que podrían viajar sin obstáculo o vejación, y que, en caso de que se presentara una queja contra ellos, tendrían la opción de defenderse a sí mismos bien ante sus profesores o bien ante el obispo. Esta concesión repercutió naturalmente en ventaja de Bolonia; pero también sirvió de base a muchos privilegios concedidos sucesivamente a ésta y otras escuelas. Que París disfrutara de una protección e inmunidades similares desde una fecha temprana es altamente probable, aunque la primera concesión que se registra fue hecha por Felipe Augusto en 1200. A esos dos factores de crecimiento interno y ventajas externas, se tuvo que añadir un tercero antes de que París o Bolonia se convirtieran en universidades: era necesaria una organización colectiva. Ambas ciudades a mediados del Siglo XII poseían los elementos requeridos en forma de escuelas, estudiantes, y profesores. En París había tres escuelas especialmente destacadas: la de Saint Víctor, adjunta a la iglesia de los canónigos regulares; Sainte-Geneviève-du-Mont, dirigida primero por seculares y luego por canónigos regulares; y Notre-Dame, la escuela de la catedral en la “isla”. Según una versión estas tres escuelas se unificaron para formar la universidad; Denifle, sin embargo, (Die Universitäten, 655 ss.), mantiene que se originó sólo en Notre-Dame, y que esta escuela fue por tanto la cuna de la Universidad de París. Esto no implica que la escuela de la catedral como institución fuera elevada al rango de universidad por carta real o pontificia. La iniciativa fue tomada por los profesores quienes, con la licencia del canciller de Notre-Dame y sujetos a su autoridad, enseñaban bien en la catedral o bien en viviendas particulares de la “isla”. Cuando estos profesores, en el último cuarto del Siglo XII, se unieron en una corporación docente, se había fundado la Universidad de París (Para la opinión más antigua, ver PARIS, UNIVERSIDAD DE).

Este consortium magistrorum incluía a los profesores de teología, derecho, medicina, y artes (filosofía). Como los profesores de una misma materia tenían intereses específicos formaron de manera natural grupos más pequeños dentro del organismo central. El nombre “facultad” originariamente designaba una disciplina o rama del conocimiento, y se empleó en este sentido por Honorio III en su carta (18 de Febrero de 1219) a los estudiantes de París; más tarde, llegó a significar el grupo de profesores dedicados a enseñar la misma materia. La organización más estrecha en facultades fue ocasionada en primera instancia por cuestiones que surgieron en 1213, relativas a la concesión de grados. Luego vino la redacción de estatutos para cada facultad en los que se regulaban sus propios asuntos internos y se trazaban las líneas de demarcación entre su esfera de acción y las de las demás facultades. Esta organización debe haberse completado en la primera mitad, o quizá en el primer cuarto, del Siglo XIII, puesto que Gregorio IX en la Bula “Parens scientiarum” (1231) reconoce la existencia de facultades separadas. Los estudiantes, por su parte, con igual naturalidad, se dividieron en grupos diferentes. Pertenecían a diversas nacionalidades, y los del mismo país deben haberse dado cuenta de la ventaja, o incluso de la necesidad, de asociarse en una ciudad como París a la que llegaban como forasteros. Este fue el origen de las “Naciones”, que probablemente se organizaron a primeros del Siglo XIII, aunque la primera evidencia documental de su existencia data de 1249. Las cuatro naciones de París eran las de los franceses, los picardos, los normandos, y los ingleses. Eran característicamente asociaciones de estudiantes, formadas por motivos de administración y disciplina, mientras que las facultades se organizaron para tratar asuntos relativos a las diversas ciencias y a la labor docente. Las naciones, por tanto, no constituían la universidad, ni se identificaban con las facultades. Los maestros en artes estaban incluidos en las naciones y al mismo tiempo pertenecían a la facultad de artes, porque su curso de artes era simplemente una preparación para estudios superiores en una de las facultades superiores, y de ahí que las artes formaran una facultad “inferior”, cuyos maestros se clasificaban aún entre los estudiantes. Los profesores de las facultades superiores no pertenecían a las naciones.

Cada nación elegía de entre sus miembros a un maestro en artes como procurador (proctor) y los cuatro procuradores elegían al rector, esto es, el cabeza de las naciones, no, al principio, el cabeza de la universidad. Como, sin embargo, la facultad de artes estaba estrechamente relacionada con las naciones, el rector gradualmente se convirtió en el funcionario principal de esa facultad, y fue reconocido como tal en 1274. Su autoridad se extendió más tarde a las facultades de derecho y medicina (1279) y finalmente (1341) a la facultad de teología; a partir de entonces el rector es la cabeza de toda la universidad. Por otro lado, la función de rector no otorgaba poderes muy amplios. Desde el principio la autoridad principal había sido ejercida por el canciller, como representante del Papa; y aunque esta autoridad, por razón de los conflictos con la universidad, se había reducido en cierta forma durante el Siglo XIII, el canciller era aún lo suficientemente poderoso como para hacer sombra al rector. Antes de que la universidad empezara a existir, el canciller había otorgado la licencia para enseñar, y esta función la siguió llevando a cabo, pese a todo el proceso de organización y después de que las facultades con sus diversos funcionarios estuvieran establecidas del todo.

En Bolonia, hacia finales del Siglo XII, se establecieron asociaciones voluntarias por los estudiantes extranjeros, esto es, por los no boloñeses, con fines de mutuo apoyo y protección. Estos estudiantes no eran muchachos, sino hombres maduros; muchos de ellos eran clérigos beneficiados. En su organización copiaron la de las cofradías de comerciantes viajeros; cada asociación comprendía un número de naciones, promulgaba sus propios estatutos, y elegía un rector que estaba asistido por un cuerpo de consiliarii. Estas cofradías de estudiantes fueron conocidas como universitates, esto es, corporaciones en el sentido legal aceptado, no órganos de enseñanza. Originariamente en número de cuatro, se redujeron a dos a mediados del Siglo XIII: universitas citramontanorum y universitas ultramontanorum. Ni los estudiantes ni los doctores boloñeses, al ser ciudadanos de Bolonia, pertenecían a la “universidad”. Los doctores eran empleados, mediante contrato, y pagados por los estudiantes, y estaban sometidos, en muchos aspectos, a los estatutos redactados por los organismos estudiantiles. A pesar de esta dependencia, sin embargo, los profesores mantenían el control de los asuntos estrictamente académicos; eran los rectores scholarum, mientras que los jefes de las universidades eran los rectores scholarium; en particular, el derecho de promoción, esto es, de conferir grados, estaba reservado a los doctores. Estos también formaron asociaciones, los collegia doctorum, que probablemente existían en la época de la fundación de las “universidades” de estudiantes o antes. Al principio los doctores tenían plena responsabilidad de los exámenes y concedían en su propio nombre la licencia para enseñar. Pero en 1219 Honorio III dio al arcediano de Bolonia autoridad exclusiva para conferir el doctorado, creando así un cargo equivalente al de canciller en París. El doctorado mismo, en cuanto que implicaba el derecho a ser miembro del collegium, se fue restringiendo gradualmente al círculo más estricto de doctores legentes, esto es, los que enseñaban efectivamente. Por otro lado, el control de los estudiantes fue disminuido por el hecho de que, con vistas a contrarrestar los incentivos ofrecidos por ciudades rivales, la ciudad de Bolonia, hacia el fin del Siglo XIII, empezó a pagar un salario regular a los profesores en lugar de los honorarios anteriormente entregados, en la cuantía que ellos estimaran conveniente, por los estudiantes. Como resultado el nombramiento de los profesores fue tomado a su cargo por la ciudad, y eventualmente por los reformatores studii, una oficina establecida por la autoridad local. Mientras tanto las dos “universidades” se estaban refundiendo en un único cuerpo y éste estaba abocado a establecer relaciones más estrechas con el colegio de doctores; de esa forma Clemente V (10 de Marzo de 1310) pudo hablar de una magistorum et scholarium universitas en Bolonia. A comienzos del Siglo XVI sólo había un rector.

El crecimiento de Oxford siguió, en sustancia, al de París A mediados del Siglo XII las escuelas estaban florecientes: Robert Pullen (vid.), autor de las “Sentencias” en las que se basó ampliamente la más famosa obra de Pedro Lombardo, y Vacarius, el eminente jurista lombardo, son mencionados como maestros. El número de estudiantes, ya considerable, se acrecentó en 1167 por un éxodo procedente de París. Había dos naciones: los boreales (norteños) incluían a los estudiantes ingleses y escoceses; los australes (sureños) a los galeses e irlandeses. En 1274 se refundieron en una nación, pero los dos procuradores siguieron diferenciados. En 1209, debido a las dificultades con la ciudad, 3.000 estudiantes se dispersaron. A su vuelta, el legado papal Nicolás publicó (1214) una ordenanza que obligaba a la ciudad a pagar una suma anual para uso de los estudiantes pobres y que “en caso de un clérigo fuera arrestado por los de la ciudad, debería ser entregado en seguida a petición del obispo de Lincoln, o del arcediano del lugar o de sus funcionarios, o del canciller o de cualquiera en quien el obispo de Lincoln delegara este cargo” (Munimenta, I, p.2). Los primeros estatutos fueron promulgados en 1252, y confirmados por Inocencio IV en 1254. El canciller era al principio un funcionario independiente nombrado por el obispo de Lincoln para actuar como juez eclesiástico en materias escolásticas. Gradualmente, sin embargo, fue absorbido en la universidad y se convirtió en su cabeza.

El desarrollo en París y Bolonia explica el término por el que se designó al principio a la universidad, esto es, studium generale. Esto no significaba originaria ni esencialmente una escuela de aprendizaje universal, ni incluía a todas las cuatro facultades; teología era a menudo omitida o incluso excluida por las cartas iniciales. Apareció primero en Bolonia en 1360, en Salamanca hacia el fin del Siglo XIV, en Montpellier en 1421; aunque cada una de estas escuelas era un studium generale en el sentido original del término, esto es, una escuela que admitía estudiantes de todas partes, disfrutaba de privilegios especiales, y confería un derecho de enseñanza que era reconocido en todas partes. Este jus ubique docendi estaba implícito en la propia naturaleza del studium generale; fue explícitamente concedido por Gregorio IX en la Bula para Toulouse, el 27 de Abril de 1233, que declara que “cualquier maestro examinado allí y aprobado en cualquier facultad tendrá derecho a enseñar en todas partes sin examen ulterior”.

Universitas, tal como se entendía en la Edad media, era un término legal; tomó su significado del Corpus juris civilis, y quería decir una asociación tomada en su conjunto, esto es, en su calidad colectiva: Empleado con referencia a una escuela, universitas no significaba una recopilación de todas las ciencias, sino más bien el grupo completo de personas dedicadas en una institución dada a ocupaciones científicas, esto es, la entera corporación de maestros y estudiantes: universitas magistorum et scholarium. Esta es la significación del término en documentos oficiales relativos a París y Bolonia; así Alejandro IV (10 de Diciembre de 1255) afirma expresamente que bajo el nombre universidad entiende “todos los maestros y escolares residentes en París, cualquiera que sea la sociedad o congregación a la que pertenezcan.” Gradualmente, sin embargo, los términos universitas y studium llegaron a usarse indistintamente para significar una institución de enseñanza: Universitas Oxoniensis y Studium Oxoniense fueron ambos (nombres) aplicados a Oxford. Hay mención tan temprana como la de 1279 de delicta in universitate Oxoniae perpetrata (Munimenta, I, 39), y en el siglo siguiente aparecen (1306) frases tales como in universitate Oxoniae studere (ibid., 87 ss.). Que los términos se habían vuelto prácticamente sinónimos al comienzo del Siglo XIV aparece en una declaración de Clemente V, de 13 de Julio de 1312, a resultas de que el arzobispo de Dublín, John Lech, había informado que en esos lugares no había scolarium univeristas vel studium generale. Hacia 1300 también la expresión mater universitas se usaba por los maestros de Oxford, y estos pueden haberlo tomado de un documento de Inocencio IV (6 de Octubre de 1254) en el que el Papa habla de Oxford como faecunda mater. Más tarde la expresión alma mater se aplicó, por ejemplo en Paría en 1389; en Colonia en 1392; en Oxford en 1411. Alma fue probablemente sugerida por el uso litúrgico, como por ejemplo en el himno que empezaba “Alma redemptoris mater”.

Las primeras universidades no tenían estatutos; se desarrollaron ex consuetudine. Fuera de estas se desarrollaron rápidamente otras, por emigración, o por establecimiento formal. Como las universidades al principio no poseían edificios como nuestros modernos paraninfos y laboratorios, fue cosa fácil para estudiantes y profesores, si no les satisfacía un sitio, encontrar acomodo en otro. Los conflictos con el municipio a menudo llevaron a migraciones así, especialmente donde alguna ciudad rival ofrecía incentivos: de ahí las secesiones de Bolonia a Vicenza (1204), a Arezzo (1217), a Padua (1222), la “gran dispersión” de París (1229), y la emigración (1209) de Oxford a Cambridge. Pero causas de naturaleza menos tumultuosa actuaron también. Los privilegios disfrutados por los primeros universitarios condujeron a otras ciudades a buscar similares ventajas para mantener en ellas a sus propios estudiantes, y atraer posiblemente a forasteros, aumentando de ese modo la prosperidad y el prestigio locales. Bolonia y París sirvieron como modelos de la nueva organización, y los deseados privilegios se buscaban ante el Papa o el gobernante civil. Se hizo, de hecho, habitual en las cartas papales incluir una fórmula prefijada concediendo a la nueva universidad “los mismos privilegios, inmunidades, y libertades que se disfrutaban por los maestros y escolares de París” (o Bolonia); así Oxford, Cambridge, St. Andrews, y Aberdeen fueron en gran medida modeladas sobre París, y Glasgow sobre Bolonia. El modelo parisino fue también reproducido en las primeras universidades alemanas, Praga, Viena, Erfurt, y Heidelberg; pero éstas pronto comenzaron a separarse del original. Las naciones tenían menos importancia; el rector podía ser elegido de entre cualquier facultad; la autoridad se confería de manera permanente y dotaba a los profesores que predominaban en el consejo de la universidad; y los colegios estaban bajo control de la universidad, que mantenía la enseñanza en sus manos.

En Irlanda el primer paso hacia el establecimiento de una universidad fue dado por John Lech, arzobispo de Dublín. A instancias suyas, Clemente V publicó, el 11 de Julio de 1312, una Bula para la erección de una universidad cerca de Dublín; sin embargo, Lech murió un año después, y no se llevó a cabo nada hasta que su sucesor, Alexander de Bicknor, en 1320, estableció una universidad en la catedral de San Patricio con la aprobación del Papa Juan XXII. El primer canciller fue William Rodiart, deán de San Patricio, y los primeros graduados William de Hardite, O.P., Edward de Karwarden, O.P., y Henry Cogry, O.F.M. Las clases se daban aún en 1358; en ese año Eduardo II publicó cartas-patentes protegiendo a los miembros de la universidad en sus viajes, y en 1364, Lionel, duque de Clarence, fundó una cátedra. La universidad fracasó por falta de dotación, como pasó también con una fundada por el Parlamento irlandés en Drogheda en 1465.

Los fundadores: Papas y gobernantes civiles
En vista de la importancia de las universidades para la cultura y el progreso, es bastante comprensible que hubiera una considerable discusión y divergencia de opinión respecto a la autoridad a la que debería atribuirse el honor de su fundación. Se ha mantenido, por ejemplo, que sólo el Papa podía establecer una universidad; por el contrario, se ha sostenido que tal establecimiento era prerrogativa exclusiva de los gobernantes civiles, esto es, el emperador y el rey. Estas, sin embargo, son opiniones extremas, ninguna de las cuales concuerda con los hechos, mientras que ambas se basan en el estudio de un grupo limitado de universidades y, en gran medida, en un fallo de apreciación de las relaciones de la Iglesia y el Estado en el Siglo XIII. De las malas interpretaciones en este último punto se han derivado conclusiones erróneas, no sólo respecto a los orígenes de las universidades, sino también a la actitud general de la época hacia el papado y viceversa. Una vez se ha establecido, por ejemplo, que, según la opinión prevaleciente en el Siglo XIII, sólo el Papa podía fundar una universidad, es fácil interpretar cualquier fundación similar por un monarca o cualquier iniciativa tomada por un municipio, como una evidencia de hostilidad a la Santa Sede y un primer paso hacia esa “emancipación” que llegó a suceder efectivamente en el Siglo XVI. Por la misma clase de razonamiento se infiere que el Papa tomaba a mal la acción del poder civil al conceder estatutos y reprimía todos los intentos de libertad por parte de las propias universidades. Para colocar estas conclusiones bajo la luz apropiada, es suficiente con echar un vistazo a los diversos modos de fundación.

Con anterioridad a la Reforma se establecieron 81 universidades. De estas, 13 no tuvieron carta; se desarrollaron espontáneamente ex consuetudine; 33 tuvieron sólo carta papal; 15 fueron fundadas por la autoridad imperial o real; 20 por cartas papales e imperiales (o reales) a la vez. Una vez las universidades más antiguas, especialmente París y Bolonia, habían crecido en fama e influencia de forma que sus graduados disfrutaban de la licentia ubique docendi, se reconoció que una nueva institución, para convertirse en studium generale, requería la autorización de la suprema autoridad, esto es, del Papa como cabeza de la Iglesia o del emperador como protector de toda la Cristiandad. Así en “Las Siete Partidas” (1256-1263), Alfonso el Sabio declara que un “studium generale debe establecerse por mandato del Papa, del emperador, o del rey”; y Santo Tomás (Op. contra impug.relig., c.iii): “ordinare de studio pertinet ad eum qui praest republicae, et praecipue ad authoritatem apostolicae sedis qua universalis ecclesia gubernatur, cui per generale studium providetus”,esto es, en cuestión de universidades la autoridad pertenece al gobernante principal de la sociedad y especialmente a la Sede Apostólica, la cabeza de la Iglesia universal, “cuyo interés es promovido por la universidad”. Estas últimas palabras contienen la razón esencial para buscar la autorización del Papa: la universidad no iba a ser una institución meramente local o nacional; su enseñanza y sus grados iban a ser reconocidos en todo el mundo cristiano. Por otro lado, en el orden civil, el emperador era (el poder) supremo; de ahí que otorgara a las universidades fundadas por él, sin ninguna carta papal, el derecho a conceder grados en todas las facultades, incluidas la teología y el derecho canónico. Las cartas imperiales eran reconocidas por los papas y, cuando era necesario, se concedían privilegios adicionales. No se puede decir entonces que la acción de Maximiliano I al fundar la universidad de Wittenberg (1502) fuera un acontecimiento de los que hacen época; Carlos IV había hecho lo mismo mucho antes con Siena, Arezzo y Orange; y las cartas con las que fundó Pavía y Lucca precedieron veinte años a las concesiones papales. Los reyes no estaban en el mismo plano que el emperador. De hecho, podían fundar una universidad, nombrar al canciller, y autorizarle a conferir grados; pero no podían establecer un studium generale en el sentido pleno del término; lo que fundaban era una universidad respectu regni, esto es, los grados que otorgaba eran válidos sólo dentro de los límites del reino. Esta fue la situación de Nápoles, fundada (1224) por Federico II, y especialmente en las universidades españolas. Los propios reyes eran conscientes de sus limitaciones a este respecto, y por consiguiente buscaban la autorización papal. Los papas por su parte, reconocían las cartas reales como válidas, y añadían a ellas el carácter de universidad requerido por un studium generale. En algunos casos la intervención papal era necesaria y se buscaba, no simplemente para confirmar lo que el rey había establecido, sino para salvar o revivir la universidad: tales fueron, por ejemplo, las medidas tomadas por Honorio III (1220) para Palencia, por Clemente VII (1379) para Perpiñán, y por Julio II (Pablo II ) (1464) para Huesca—todas ellas fundaciones reales que no mostraron vitalidad hasta que el Papa vino en su ayuda. El poder de los obispos y los municipios era, por supuesto, aún más restringido. Podían tomar la iniciativa, llamando a profesores, estableciendo cursos de estudio, y proporcionando fondos; pero más pronto o más tarde estaban obligados a buscar la autorización del Papa. Este fue el caso, notablemente, en Italia, donde las ciudades libres y emprendedoras (Treviso, Pisa, Florencia, Siena), estimuladas por el ejemplo de Bolonia, acometieron la fundación de sus propias universidades. En Siena, pareció al principio que el intento de prosperar sin carta imperial o papal tendría éxito; el studium, inaugurado en 1275, tenía abundantes fondos y un extenso cuerpo de profesores y estudiantes que continuamente se incrementaba por emigración desde Bolonia (1312); con todo en 1325 estaba al borde del colapso, y su existencia no se vio asegurada hasta que obtuvo privilegios de universidad de Carlos IV en 1357 y concesiones papales de Gregorio XII en 1404. San Andrews en escocia fue más afortunada. Fue fundada por el obispo Henry Wardlaw en 1411; pero poco después de su apertura el obispo en un documento dirigido el 27 de Febrero de 1412 a los maestros y estudiantes habla de la “universitas a nobis salva tamen sedis apostolicae auctoritate de facto instituta et fundata”. Seis meses después (28 de Agosto de 1412), Benedicto XIII (Aviñón) publicó la carta de fundación, y nombró a Wardlaw canciller. No hay base, por tanto, para la inferencia de que la fundación de universidades por el poder civil y su organización por laicos para estudiantes laicos fuera un síntoma de antagonismo contra la Santa Sede o un intento de emancipación de la autoridad de la Iglesia. Tal interpretación de los hechos meramente proyecta ideas modernas hacia un periodo anterior en el que prevalecía un espíritu enteramente diferente. Ese espíritu fue de cooperación, incluso de emulación, en una causa común; y ni el espíritu ni la causa habría sido posible si no fuera por la unidad de fe y de jurisdicción jerárquica que mantenía a Occidente reunido en una Iglesia. Si esta unidad hubiera incluido a toda la Cristiandad, el Oriente habría tenido sin duda su parte en el movimiento universitario; en cualquier caso, es significativo que en Rusia y los demás países dominados por la Iglesia Cismática Griega no se estableciera ninguna universidad durante la Edad Media.

Aparte de publicar cartas los papas contribuyeron de diversas maneras al desarrollo y prosperidad de las universidades. (1) Los clérigos que tenían beneficios fueron dispensados de su obligación de residencia, si se ausentaban para acudir a la universidad. Los estudiantes, tanto clérigos como laicos, disfrutaban de ciertas exenciones, por ejemplo, de impuestos, del servicio militar, de la jurisdicción de los tribunales ordinarios, y de citación a tribunales que estuvieran a cierta distancia de París (privilegium fori ). Salvaguardar estos privilegios era tarea especial del conservador apostólico, habitualmente un obispo o arzobispo nombrado por el Papa con este fin. (2) Por la Bula “Parens scientiarum” (1231), la carta magna de la universidad de París, Gregorio IX autorizó a los maestros, en el caso de una ofensa cometida por alguien contra un maestro o un estudiante y no reparada dentro de los quince días, a suspender sus clases. Este derecho de suspensión fue frecuentemente usado en los conflictos entre ciudad y toga. (3) En diversas ocasiones los papas intervinieron para proteger a los estudiantes contra las usurpaciones de las autoridades civiles locales: Honorio III (1220) tomó partido por los estudiantes de Bolonia cuando el podestà redactó estatutos que interferían sus libertades; Nicolás IV (1288) amenazó con suspender el studium

en Padua salvo que las autoridades municipales abrogaran en quince días las ordenanzas que habían redactado contra los maestros y estudiantes. Incluso el canciller de París, cuando pidió a los maestros un juramento de obediencia personal a él, fue frenado por Inocencio III (1212), y sus poderes muy reducidos por acción de papas posteriores. De hecho se convirtió en bastante común para la universidad presentar sus quejas ante la Santa Sede, y su apelación habitualmente obtenía éxito. (4) En muchos casos, especialmente en Alemania, la dotación de las universidades se obtenía, en gran parte, si no completamente, de las rentas de los monasterios y capítulos. Más de una vez el Papa intervino para asegurar el pago de su salario a los profesores, por ejemplo, Bonifacio VIII (1301) y Clemente V (1313) en Salamanca; Clemente VI (1346) en Valladolid; y Gregorio IX (1236) en Toulouse, donde el Conde Raimundo había rechazado pagar los salarios. Los papas también dieron ejemplo de dotar colegios, y estos, fundados por reyes, obispos, sacerdotes, nobles, o ciudadanos privados, no sólo fueron lugares de residencia para estudiantes sino también el principal apoyo financiero de la universidad.

II. Labor Académica y Desarrollo

El año académico
En un primer periodo se daban clases a lo largo de todo el año, con cortos descansos en Navidad, Pascua, y Pentecostés y unas vacaciones más largas en verano. En París estas vacaciones fueron limitadas por orden de Gregorio IX (1261) (1231?) a un mes, pero para finales del Siglo XIV se había extendido para la facultad de artes del 25 de Junio al 25 de Agosto, para teología y derecho canónico del 28 de Junio al 15 de Septiembre. El año empezaba realmente el 1 de Octubre, y estaba dividido en dos periodos; el ordinario largo, de 1 de Octubre a Pascua, y el ordinario corto, de Pascua a finales de Junio. En Bolonia las vacaciones comenzaban el 7 de Septiembre, y el año escolar se abría de nuevo el 19 de Octubre; éste, sin embargo, se interrumpía durante diez días en Navidad, dos semanas en Pascua, y tres semanas en carnaval. En Alemania, había considerable diferencia entre los calendarios de las diversas universidades e incluso entre los de las diferentes facultades de la misma universidad. En general, el año empezaba hacia mediados de Octubre y terminaba hacia mediados de Junio. Pero en Colonia, Heidelberg y Viena había un ordinario corto del 25 de Agosto al 9 de Octubre. Las vacaciones, sin embargo, no constituían una suspensión completa de la labor académica; continuaban las clases extraordinarias, dadas en su mayor parte por licenciados, y se daba crédito a los estudiantes que asistían a ellas. Hacia mediados del Siglo XV, la división del año en dos semestres, verano e invierno, se introdujo en Leipzig, y eventualmente fue adoptada por las demás universidades alemanas.

Clases
Tanto el calendario anual como el programa diario tenían en cuenta la distinción entre clases ordinarias y extraordinarias o cursillos. Esto se originó en Bolonia donde ciertos libros de derecho civil (“Digestum Vetus” y “Codex”) eran ordinarios, mientras que otros (“Infortiatum”, “Digestum novum”, y los libros de texto más breves) eran extraordinarios. En derecho canónico, los libros ordinarios eran el Decretum y los cinco libros de las Decretales (Gregorio IX); los extraordinarios eran las Clementinas y las Extravagantes. Las clases ordinarias estaban reservadas a los doctores, y se daban por las mañanas; las clases extraordinarias, conocidas en parís como cursillos, y dadas por maestros o por licenciados, se asignaban a las tardes durante el año; en vacaciones podían darse a cualquier hora del día, pues las clases ordinarias estaban entonces suspendidas. Cursillo quería decir o que la clase era seguida por los cursores, esto es, los candidatos a la licencia, o que pasaba rápidamente por la materia, mientras que el tratamiento en la clase ordinaria era más completo.

En todas las facultades el trabajo de enseñanza se centraba en libros, esto es, los textos, compilaciones, y glosas que eran considerados como las autoridades principales en cada materia. Al comienzo del año (o semestre) los libros se distribuían entre los profesores, que estaban obligados a usarlos de acuerdo con las regulaciones establecidas por cada facultad relativas al programa diario, la duración del curso, el aula que debía usarse, el vestido académico que se había de llevar, y el método a seguir. La clase era en sentido estricto una praelectio (de donde el alemán Vorlesung); el profesor tenía que leer el texto; en las clases ordinarias no se permitía dictar nada más allá de las divisiones y conclusiones y cuantas correcciones en el texto juzgaba necesarias. Se suponía que los estudiantes tenían sus propios ejemplares del texto; si eran demasiado pobres para procurarse los libros, el profesor podía dictarles el texto a ellos, no en la clase ordinaria sino en clases especiales o ejercicios (recitaciones). El plan de la clase era analítico: explicación cuidadosa y definición de términos (ponere et determinare); división de la materia y discusión de los diversos puntos seguidos por un resumen de lo esencial (scindere et summare); presentación de los problemas sugeridos por el texto (quaestiones), y solución de objeciones. En las clases de derecho la lectura de glosas era una característica importante, y se proponían frecuentemente casos para ilustrar los principios. En las clases ordinarias, se daba por supuesto que los estudiantes no hacían preguntas; en las extraordinarias se permitía una mayor libertad, siendo los estudiantes animados a expresar sus dudas respecto al sentido de los textos y a solicitar mayor información sobre los asuntos oscuros. Una formación más completa, sin embargo, se daba en la recapitulación y en las recitaciones que los maestros tenían en épocas establecidas para el tratamiento de problemas especiales. Los ejercicios, llevados a cabo en forma dialéctica, concedían plena oportunidad de discusión entre estudiante y maestro; y servían como exámenes en los que se constataba el progreso del alumno. Pero el ejercicio académico más importante era la disputa. Esta era de dos clases, d. ordinaria y d. de quodlibet. La disputa ordinaria tenía lugar cada semana y duraba desde la mañana hasta el mediodía, o hasta la tarde según el número de participantes. En el día reservado para este propósito se suspendían las clases y otros ejercicios, de forma que todos los maestros, licenciados y estudiantes pudieran estar presentes en la disputa. Uno de los maestros (disputans) anunciaba en forma de cuestión o tesis, la materia del debate; otros maestros (opponentes) presentaban argumentos contra la tesis; las respuestas a los argumentos se daban por dos o tres licenciados (respondentes) nombrados para la ocasión. El número de argumentos se fijaba por estatuto o era fijado por el decano de la facultad cuya función era presidir. Durante la disputa se empleaba la forma silogística. La disputatio de quodlibet se celebraba sólo una vez al año, pero con mayor solemnidad que la ordinaria, y sobre una gama más amplia de asuntos. El maestro elegido o designado para la ocasión, conocido como el quodlibetarius tenía que debatir una cuestión independiente con cada uno de los demás maestros que elegían apuntarse en las listas. La disputa duraba varios días, a veces una quincena. Los argumentos y sus soluciones se escribían y conservaban en forma de libro. Un ejemplar puede encontrarse en las “Quodlibetales” de Santo Tomás. Era principalmente a partir de estas clases, recitaciones, y disputas como se desarrollaba la obra de los doctores medievales; de forma que los diversos comentarios, summae, y libros de “sentencias” nos proporcionan la mejor idea de la enseñanza de la universidad tanto en su contenido como en su método.

Cursos de estudio: Grados
La distribución de las materias a estudiar y de los libros a ser leídos en la carrera se regulaba con vistas a los grados, esto es, los diversos pasos (gradus) por los que el estudiante avanzaba desde el estadio de simple alumno al de maestro o doctor. El sistema de grados se desarrolló a partir de la necesidad de restringir el derecho a enseñar, y consiguientemente de fijar las cualificaciones que el maestro debía poseer. No surgieron, como no lo hizo la propia universidad, repentinamente, ni en todas partes presentaron los mismos detalles. Tres grados, sin embargo eran generalmente reconocidos: bachillerato, licenciatura, y doctorado o maestría. Los requisitos para estos variaron en diferentes periodos y en diferentes universidades; cada facultad, además, tenía sus propias regulaciones respecto a la duración de las carreras y las materias de estudio; en particular, había una diferencia bastante grande entre la facultad de artes y las facultades superiores teología, medicina, y derecho. Para las carreras de artes, ver ARTES, LICENCIADO EN; ARTES, FACULTAD DE; ARTES, MAESTRO EN.

En teología, los textos eran la Biblia y las “Sentencias” de Pedro Lombardo; en derecho, los libros arriba mencionados; en medicina, las obras de Galeno, Avicena, y otros autores prescrito para Montpellier por Clemente V en 1309. La carrera médica incluía también trabajos prácticos en anatomía, para las que servían de guía la “Anatomía” de Mondino (1275-1326) de Bolonia y un texto similar de Henri de Mondeville (1260-1320) de Montpellier. Más adelante, se requería del estudiante, antes de su graduación, que acompañara al profesor en las visitas de este último a los enfermos con la finalidad de estudio clínico. Para los grados en las facultades superiores, ver DOCTOR.

Estudiantes
El rasgo más visible del cuerpo estudiantil en su conjunto era su carácter cosmopolita. Esto se evidenciaba en la división en naciones arriba mencionada. La Universidad de Bolonia debió su origen principalmente a las asociaciones de estudiantes extranjeros, y entre estas los alemanes disfrutaron de excepcionales privilegios. En París la nación inglesa fue destacada, y los estudiantes irlandeses se encontraban en las universidades continentales mucho antes de que fueran expulsados de las universidades inglesas en 1423. Cuál fuera el número total en algunas de las universidades más antiguas es una cuestión debatida. Según Odofredo, Bolonia, a fines del Siglo XII, tenía 10.000; Oxford, según Richard Fitz Ralph (muerto en 1360), tuvo en una época 30.000, y en la suya 6.000; los relatos más antiguos daban a París entre 20.000 y 40.000. Estimaciones recientes han reducido esas cifras, concediendo a París un máximo de 6 ó 7.000, a Bolonia aproximadamente lo mismo, a Oxford 1.500-3.000 (Rashdall, op.cit. infra). Para las universidades alemanas, las cifras son aún más pequeñas; en 1380-89 Praga tenía 1.027, en la segunda mitad del Siglo XVI Viena tenía 933, en 1450-1479 Colonia tenía 852, en 1472 Leipzig tenía 662; mientras que Greifswald en 1465-1478 tenía sólo 103 y Friburgo, en 1460-1500, sólo 143 (Paulsen). En lo que respecta a la edad las diferencias eran considerables. Un muchacho podía empezar artes entre los doce y los quince años de edad y graduarse a los veinte o veintidós. Los estudiantes de las facultades superiores eran, por supuesto, hombres mucho mayores. Los candidatos al doctorado en teología en París deben haber sido de más de treinta años; y no era raro en sacerdotes que ya habían pasado algún tiempo en el ministerio, matricularse en la universidad; un abad, un preboste, o incluso un obispo podían convertirse en estudiantes sin sacrificar su dignidad.

El frecuente uso de la palabra clericus o “clérigo” para designar a un estudiante de universidad, no implica que todo estudiante fuera un eclesiástico. En Bolonia estaba claramente trazada la distinción entre el scholaris y el clericus; los estatutos referentes al rector preveían que debía ser un estudiante de Bolonia y, además, “un clérigo soltero, que llevara vestido clerical y no perteneciera una orden religiosa”. Disposiciones similares se encuentran en Florencia, Perugia, y Padua. Mucho antes del surgimiento de las universidades, los clérigos disfrutaban de ciertos privilegios e inmunidades, y estas se extendieron, cuando se establecieron las universidades, a todos los estudiantes, laicos y clérigos por igual. El laico había de llevar naturalmente el ropaje clerical no meramente como vestido académico sino como evidencia de que tenía derecho a los privilegios clericales. Incluso en París y Oxford, donde el elemento eclesiástico dominaba, el disfrute de esos privilegios no dependía de la recepción de la tonsura, esto es, de la admisión al estado clerical en sentido canónico (Rashdall, II, 646). El celibato, sin embargo, era obligatorio para todos los estudiantes y maestros; como regla, un maestro que se casaba perdía su posición, y aunque a veces se menciona a estudiantes casados, por ejemplo, en Oxford, estaban incapacitados para obtener grados. Aun así, el celibato no estuvo universalmente vigente; había profesores casados de medicina en Salerno, y en la universidad de la Curia Romana, que estaba bajo la directa supervisión del Papa, los maestros de derecho tenían sus mujeres e hijos. Uno de los famosos canonistas de Bolonia fue Joannes Andrea (1270-1328), cuya hija Novella a veces daba clase en su lugar. En París la obligación del celibato para los maestros en medicina fue suprimida por el cardenal d’Estouteville en 1452, para los de derecho por los estatutos de 1600. El primer rector de Greifswald (1456) estaba casado, y también lo estaba el rector de Viena en 1470. En otras universidades alemanas el requisito del celibato permaneció en vigor más tiempo, debido en parte, al menos, al hecho de que muchas de las cátedras estaban dotadas con la renta de canonjías; pero esto no implicaba que los laicos estuvieran excluidos de los puestos universitarios.

Un elemento importante en el cuerpo estudiantil y en el conjunto de la vida universitaria fue aportado por las órdenes religiosas. En Italia habían sido durante mucho tiempo los profesores reconocidos de teología, y cuando se estableció la facultad de teología en Bolonia en 1260, proporcionaron los profesores y la mayoría de los estudiantes. Los dominicos se establecieron en París en 1217 y en Oxford en 1221; los franciscanos en París en 1230 y en Oxford en 1224. En ambas universidades tenían también conventos los carmelitas y los agustinos. Los miembros de estas órdenes en su vida de comunidad disfrutaban de muchas ventajas; un hogar permanente en el que sus necesidades materiales estaban aseguradas, horario regular de estudio, disciplina, y práctica religiosa; y para cada orden el vínculo de fraternidad era una fuente de fuerza y solidaridad. No es entonces sorprendente que los religiosos ocuparan un alto rango como alumnos y profesores. De los clérigos seculares algunos vivían en apartamentos, otros con sus maestros, y otros aun, los “martinets”, con los ciudadanos. Los estudiantes frecuentemente se asociaban y vivían en una residencia alquilada (hospicium) bajo la dirección de uno de los suyos, un licenciado o maestro elegido por ellos como director. Para los estudiantes más pobres se establecieron colegios y se dotaron con becas por fundadores generosos. Entre 1200 y 1500 París tuvo seis colegios; Oxford, once; Cambridge, trece. Los fundadores fueron principalmente obispos, canónigos, u otros eclesiásticos; pero los laicos, incluyendo los soberanos, tuvieron su parte (ver OXFORD, UNIVERSIDAD DE: I. Origen e Historia). En Bolonia el más famosos fue el Colegio de España fundado por Gil de Albornoz, cardenal arzobispo de Toledo (muerto en 1367). Los colegios en las universidades alemanas fueron primariamente para beneficio de los maestros, aunque los alumnos también eran recibidos. Los residentes en colegios de París eran estudiantes de artes o teología; eran conocidos como socii (socios) y estaban gobernado por un maestro, o por varios maestros si los estudiantes pertenecían a facultades diferentes. Se requería de los maestros que tuvieran recitaciones de las materias tratadas en las escuelas de la universidad y que “instruyeran fielmente a los alumnos en la vida y doctrina”. Esta tutoría se hizo gradualmente más importante que las clases de la universidad, y atrajo a los colegios a un gran número de estudiantes aparte de los que tenían bolsas de estudio o becas; para la mitad del Siglo XV casi toda la universidad residía en los colegios, y los paraninfos servían sólo para la conclusión y los comienzos. De esta manera, la Sorbona, originariamente un hospicio para clérigos pobres , se convirtió en el centro de la enseñanza teológica en París. La universidad, sin embargo, reclamó y ejerció el derecho de inspección y de actuación disciplinaria. En 1457 obligó a los “martinets” a vivir en algún colegio o cerca de él, y prohibió la emigración de estudiantes de casa de un maestro a la de otro; y en 1486 decretó que los profesores de los colegios debían ser nombrados por la facultad de artes.

Con la fundación de los colegios, mejoró la disciplina. Las primeras regulaciones universitarias trataban principalmente de asuntos académicos, dejando a los estudiantes bastante libertad en otros aspectos. Según todos los relatos, esta libertad significó licencia en sus diversas formas—peleas, bebida, y ofensas más graves a la moralidad. Aun teniendo en cuenta la exageración de algunos escritores que acusan a los estudiantes de todos los crímenes, resulta claro de los estatutos de los colegios que era muy necesaria una reforma. Debe, sin embargo, recordarse que en cualquier época los elementos borrascosos y rebeldes son más visibles que los estudiantes serios y concienzudos; y sin duda es mérito de la universidad medieval, como factor social, que tuviera éxito en imponer alguna clase de disciplina al abigarrado tropel de trataba de enseñar. Cuando llegó la reforma, compitió bastante, en minuciosidad y rigor, con la forma de vida monástica. Pero no pudo evitar la supervivencia de ciertas prácticas, por ejemplo, la iniciación y deposición del bejaumus (pico amarillo), la forma medieval de las novatadas; ni estableció una tranquilidad perfecta en la universidad.

Agitaciones de una naturaleza más seria afectaron al desarrollo de las universidades. Tanto París (1252-1261) como Oxford (1303-1320) se enredaron en querellas con los frailes mendicantes. Los repetidos conflictos con la ciudad, especialmente la “matanza” de 1354 en Oxford, se volvieron finalmente en beneficio de la universidad, que, como dice Rashdall (II, 407) “prosperó por sus propias desgracias”. Fue el canciller quien más se aprovechó y cuya jurisdicción se extendió gradualmente hasta que, en 1290, incluía “todos los crímenes cometidos en Oxford cuando una de las partes fuera un estudiante, excepto los alegatos de homicidio y mutilación” (Rashdall, II, 401). En 1395, una Bula de Bonifacio IX eximía la universidad de toda jurisdicción episcopal o archiepiscopal; pero a consecuencia de la oposición del arzobispo la Bula fue revocada por Juan XXIII en 1411, sólo para ser renovada en 1479 por Sixto IV. El conflicto entre Nominalismo y Realismo fue en sí mismo una disputa escolástica; con todo estaba estrechamente relacionada con la “reforma” inaugurada por Wyclif; y mientras que Wyclif puede ser considerado como un campeón de la libertad intelectual, es interesante señalar entre sus errores condenados en Constanza (1415) y por Martín V (1418), la proposición de que “las universidades con sus estudios, colegios, graduaciones, y maestrías, fueron introducidas por vano paganismo; hacen a la Iglesia el mismo bien que el diablo” (Denzinger-Bannwart, “Enchiridion”, n.609)

En la apreciación más calmada de los historiadores modernos la universidad medieval fue un potente factor de ilustración y orden social. Despertó el entusiasmo por aprender, e impuso disciplina. Su formación aguzó la inteligencia, aunque subordinó la razón a la fe. Fue el centro en el que la filosofía y la jurisprudencia de la antigüedad fueron restauradas y adaptadas a los nuevos requerimientos. De ella ha heredado la universidad moderna los elementos esenciales de enseñanza colectiva, organización en facultades, carreras, y grados académicos; y la herencia ha sido transmitida a través de los múltiples trastornos que hundieron la enseñanza antigua y rompieron en dos la Cristiandad.

III. Renacimiento y Reforma

El efecto de la “nueva enseñanza” en las universidades alemanas fue revolucionario. Al principio los profesores humanistas se llevaron bien con el resto de la facultad; pero cuando afirmaron su superioridad como representantes del único conocimiento real, se siguieron amargos ataques y recriminaciones. Los humanistas ridiculizaban el latín bárbaro de la universidad y las lamentables traducciones de Aristóteles utilizadas en comentarios y clases. Luego acometieron contra el método escolástico de enseñanza con sus interminables nimiedades y disputas, y se esforzaron por sustituir la retórica con la dialéctica. Finalmente atacaron el contenido mismo, declarando que se pasaba mucho tiempo para conseguir muy poco conocimiento de casi ningún valor. Todas las acusaciones se redactaron en publicaciones que se distinguían por su brillante estilo y aguda invectiva; por ejemplo, las “Epistolae obscurorum virorum”, escrita contra los profesores de artes y teología, especialmente los de Leipzig y Colonia. Esta violenta sátira contenía mucho que era falso o exagerado, y por tanto calculado más para añadir nueva perturbación que para llevar a cabo la reforma que realmente se necesitaba. Los mejores días del escolasticismo, en efecto, habían pasado; las universidades ya no tenían los líderes del pensamiento que habían producido en el Siglo XIII; tanto los estudios como la disciplina estaban en decadencia. El Humanismo triunfó, en primer lugar, porque, como reacción y novedad, atraía a los hombres más jóvenes que estaban ansiosos de liberarse de la sequedad de los ejercicios escolásticos y de las restricciones impuestas por los estatutos de los colegios. Su conducta revoltosa y sus incesantes pendencias con las gentes de la ciudad dieron a los príncipes y a las autoridades municipales un pretexto para emprender reformas universitarias; y la reforma consistió en colocar bajo control a los humanistas. Estos conflictos y medidas para remediarlos, sin embargo, eran sólo la superficie de un movimiento mucho más profundo. Antes de imponerse en las universidades, el Humanismo había triunfado en las clases más altas e influyentes del pueblo sirviendo, en forma de literatura, al espíritu de lujo que el desarrollo y creciente riqueza de las ciudades había engendrado. Sin duda había encanto en la dicción elegante de los humanistas; pero su fuerza de atracción residía en la rehabilitación de las opiniones e ideales de vida que el naturalismo del mundo pagano había expresado en forma perfecta y que devolvía a los hombres a sí mismos y a la tierra. Aristóteles había triunfado en el Siglo XIII; en el XV fue vencido por los oradores y los poetas.

El Renacimiento, que se originó en Italia, se había extendido desde allí a los países del norte. Su introducción en las universidades de Italia y Francia no condujeron a una revuelta contra la Iglesia; los papas fueron sus patrocinadores, y muchos distinguidos humanistas permanecieron fieles al catolicismo. En Alemania e Inglaterra, por el contrario, el Renacimiento se fundió con otro movimiento que tuvo consecuencias mucho más serias. Lutero, aunque no simpatizaba con el Humanismo, se inclinaba por hacer desaparecer la teología escolástica mediante la vuelta, como reclamaba, a la pura enseñanza del Evangelio; y habría acabado con las universidades, que él denunciaba como talleres del diablo. Las violentas discusiones teológicas suscitadas por la doctrina reformadora tuvieron un efecto desastroso, no sólo para el Humanismo, sino también para la vida de las universidades. Algunas de ellas cerraron sus puertas, y casi todas estuvieron en peligro de disolución por falta de estudiantes. Melanchton declaró que la filosofía era el culto a los ídolos y que él único conocimiento necesario para un cristiano tenía que obtenerse de la Biblia. Pero los reformadores se dieron cuenta pronto de que su causa no podía prescindir de la educación superior; y fue el propio Melanchton quien reformó las universidades existentes y organizó las nuevas, esto es, las fundaciones protestantes, Marburgo (1527), Königsberg (1544), Helmstadt (1574). La dotación se obtuvo de las rentas de los monasterios confiscados y de otras propiedades de la Iglesia; la filología clásica y la nueva teología ocuparon el lugar del escolasticismo; y las universidades se convirtieron en instituciones estatales bajo control de los príncipes seculares. Como resultado, las universidades perdieron en gran parte su carácter internacional. En lugar del studium generale medieval, surgió una multitud de instituciones cada una limitada a su propio territorio y fieles al credo de sus fundadores.

Durante los Siglos XVI y XVII, la organización tradicional se conservó; pero la cultura clásica estaba en decadencia, y hubo poco progreso en otras ramas. “A fines del Siglo XVII las universidades alemanas habían descendido al nivel más bajo que nunca habían alcanzado en la estimación pública y en su influencia sobre la vida intelectual del pueblo alemán…La ciencia académica ya no estaba en contacto con la realidad y sus ideas predominantes; se quedó pronto en un sistema obsoleto de instrucción por organización y estatutos, y un penoso conformismo fue el único resultado de su actividad. Añadido a esto estaba la grosería prevaleciente de la vida en su conjunto. Los estudiantes se habían hundido en las profundidades más bajas, y las jaranas y pendencias, llevadas a los límites de la brutalidad y bestialidad, llenaban en gran medida sus días” (Paulsen, “Las universidades alemanas”, p.42).

Cuando Erasmo vino a Inglaterra en 1497, los estudios clásicos importados de Italia ya se cultivaban en Oxford por hombres como Colet, Groeyn, Lynacre y sir Thomas More. En 1516, Richard Fox, obispo de Winchester, dotó la primera cátedra de griego y fundó el Corpus Christi College. En 1525, Wolsey fundó el Cardinal College y contrató a eminentes profesores para “cultivar la nueva literatura al servicio de la vieja Iglesia” (Huber). Pero sus magnificentes designios fueron interrumpidos por la cuestión del divorcio de Enrique (VIII) y Catalina de Aragón. En Cambridge también el movimiento renacentista fue promovido por las enseñanzas de Erasmo y los esfuerzos del obispo Fisher; pero al mismo tiempo los escritos de Lutero estaban siendo estudiados por un grupo de estudiantes bajo (la dirección de) Tyndale y Latimer, y fue Cranmer, entonces un miembro de la junta del Jesus College, quien sugirió que la legalidad del matrimonio de Enrique fuera remitida a las universidades de la Cristiandad. Después de alguna oposición tanto Oxford como Cambridge dieron una opinión favorable al rey; y finalmente se declararon por la separación de Roma que se consumó por la Ley de 1534. Por las Interdicciones Reales de 1535, se abolió la enseñanza del derecho canónico y de las Sentencias; Aristóteles, sin embargo, se mantuvo, y se fomentó el estudio del derecho civil, el hebreo, las matemáticas, la lógica, y la medicina. El expolio de los monasterios, que habían dado asilo a muchos de los estudiantes más pobres, redujo las cifras en las universidades. En 1549 una inspección real eliminó de los estatutos toda huella de papismo, y abolió numerosos estipendios que anteriormente se daban para misas. En un espíritu de iconoclastia, altares, imágenes, y estatuas fueron arrancadas de las capillas de los colegios, y muchos valiosos manuscritos de las bibliotecas fueron quemados. Bajo el breve gobierno de María (Tudor) los protestantes sufrieron a su vez; Cranmer, Ridley, y Latimer perecieron en la hoguera en Oxford, y los estatutos anticatólicos fueron derogados. Durante el reinado de Isabel y la cancillería de Leicester, todo estudiante de Oxford mayor de dieciséis años estaba obligado a suscribir al matricularse los Treinta y Nueve Artículos y la (Ley de) Supremacía Real, una medida que hizo de la universidad una institución exclusiva de la Iglesia de Inglaterra. En Cambridge un mandato real de 1613 requería de todos los candidatos a la licenciatura en teología, o al doctorado en cualquier facultad suscribir los Tres Artículos. En ambas universidades, el puritanismo fue un elemento perturbador, y un buen número de sus seguidores fue obligado a abandonar Cambridge. En 1570 entraron en vigor los estatutos isabelinos “habida cuenta de la nuevamente creciente audacia y la excesiva licencia de los hombres” como declara el preámbulo. Estas nuevas regulaciones limitaban el poder de los procuradores y disponían que fueran elegidos, no como anteriormente, por los regentes, sino según una rotación de colegios. El código isabelino permaneció en vigor durante casi tres siglos. Bajo Carlos I se tomaron disposiciones similares respecto a Oxford por los estatutos de Laud (1636), y toda la administración de la universidad fue confiada al vicecanciller, a los procuradores, y a los directores de los colegios. “Este estatuto estereotipó eficazmente el monopolio administrativo de los colegios, y destruyó toda huella de la antigua constitución democrática que había sido controlada únicamente por la autoridad de la Iglesia medieval” (Brodrick). Oxford se gobernó por este código hasta 1854.

En Escocia, tras la abolición de la jurisdicción papal y la ratificación de la doctrina protestante en 1560, las universidades sufrieron gravemente. “Para St. Andrews, como para las demás universidades, la reforma hizo un serio daño. Su constitución y organización fueron alteradas por la disidencia eclesiástica; su renta se vio muy reducida por la rapacidad de los nobles que se apropiaron de la parte del león del patrimonio de la Iglesia. De una renta muy disminuida había que sostener los estipendios de las parroquias que pertenecían a ellas. Esto fue acompañado necesariamente de una reducción de los salarios de los profesores, a la que ciertas concesiones de sucesivas administraciones hicieron pequeñas pero insuficientes enmiendas. La asistencia de estudiantes se vio también afectada negativamente” (Kerr, p. 108). Aunque se propusieron varios planes de reforma, especialmente por Knox, se mostraron ineficaces debido a los tumultos sobre religión y a las alternativas entre episcopalismo y presbiterianismo. Las universidades se convirtieron en instituciones del estado en 1690 y los exámenes religiosos fueron puestos en vigor para todos, médicos y funcionarios. Los currículos y la organización, sin embargo, conservaron durante mucho tiempo sus rasgos medievales. Durante los Siglos XVII y XVIII, se introdujeron diversas modificaciones en las carreras; se fundaron nuevas cátedras y mejoraron las condiciones financieras.

En París este periodo fue testigo de la larga querella entre la universidad y los jesuitas (Ver COMPAÑÍA DE JESÚS: Historia; Francia), las irrupciones del galicanismo y del jansenismo, y la sustitución de la supremacía papal por la real. Ya en 1475 (1457), Carlos VII había colocado la universidad bajo la jurisdicción del Parlamento; para finales del Siglo XVI la secularización era completa. Si Richelieu, reconstruyendo la Sorbona, y Mazarino estableciendo el Collège des Quatre-Nations, realzaron el esplendor externo de la universidad, no la dotaron de vitalidad suficiente como para detener el nuevo movimiento filosófico que culminó en la obra de los enciclopedistas y en la Revolución. En 1793 la universidad fue suprimida y con ella todas las demás universidades de Francia. Napoleón I las reorganizó como facultades bajo la única universidad imperial situada en París; y esta disposición continuó hasta que, en 1896, se restauraron las facultades a su rango universitario.

IV. Periodo Moderno

En Alemania, el Siglo XVIII trajo decididos cambios que algunos autores (Paulsen) consideran el origen de la universidad moderna. Desde Halle, fundada en 1694, la filosofía racionalista de Christian Wolff se extendió a todas las universidades protestantes, y desde Göttingen (1737) lo hizo el nuevo Humanismo, especialmente el estudio del griego. La libertad de investigación se convirtió en el rasgo característico de la universidad; la clase sistemática reemplazó a la exposición de textos; los ejercicios de seminario sustituyeron a las disputas; y el alemán fue utilizado en vez del latín como vehículo de instrucción. La fundación de la Universidad de Berlín (1800) fue otro avance en el camino de la cultura científica libre. La filosofía se convirtió en la materia principal de estudio. Lo siguiente en importancia fue la filología, románica clásica y germana. El desarrollo del método histórico y su aplicación a todas las ramas de la investigación están entre los principales logros del Siglo XIX. En ciencias naturales se reconoció como indispensable la formación en laboratorios, y el estudio de la medicina se estableció sobre una nueva base mediante métodos de investigación mejorados. La investigación especializada con becas productivas , más que la acumulación de conocimientos, fue tenido por el objetivo de la labor universitaria. Como resultado los departamentos de ciencias se multiplicaron y en cada uno de ellos se incrementó rápidamente el número de cursos. Este fue el caso especialmente en la facultad de filosofía, que llegó a incluir prácticamente todo lo que no pertenecía a teología, medicina, o derecho. El grado de licenciado en artes desapareció, el de maestro en artes se refundió con el doctorado en filosofía, y éste tuvo su significación principal como requisito para la enseñanza. Se asignó gran importancia a la preparación de los maestros para escuelas y gimnasios, mientras que en la propia universidad, la selección de profesores fue asegurad mediante el sistema de los Privatdozents, esto es, instructores que tenían el privilegio de enseñar pero no derecho oficial ni salario. Estos instructores a menudo enseñan en varias universidades antes de ser promovidos al profesorado, y así adquieren una amplia experiencia tanto como se familiarizan con las condiciones de las diferentes partes del imperio. Los estudiantes también son animados a pasar de una universidad a otra. Ya no viven en colegios, ni están exentos del control municipal ni del servicio militar. La mayor parte de ellos, sin embargo, son miembros de alguna Verein o Verbindung, que desarrolla el espíritu social, aunque a menudo anima a duelos, borracheras y otras prácticas que apenas favorecen el progreso intelectual o moral.

En Inglaterra y Escocia el Siglo XIX fue marcado por cambios numerosos y de largo alcance. Una sucesión de estatutos revisó el sistema de exámenes y grados; las pruebas religiosas fueron abolidas en las universidades inglesas en 1871, en las escocesas en 1892; muchos de los juramentos tradicionales desaparecieron, y las restricciones impuestas por el código isabelino fueron en gran parte retiradas. La tendencia de la legislación (Leyes de 1854, 1856,1877) estaban en línea con las reformas recomendadas por la Comisión Real en 1852, esto es, “la restauración en su integridad de la antigua supervisión de la universidad sobre los estudios de sus miembros mediante la extensión de sistema profesoral, añadiendo a ese sistema tantos instrumentos suplementarios como sean precisos para que pueda obviar las indebidas usurpaciones del de las clases particulares…la retirada de toda restricción sobre elecciones a las juntas de gobierno y becas…una adecuada contribución de los fondos colectivos de los diversos colegios a hacer el curso de la enseñanza pública, llevado a cabo por la propia universidad, más eficiente y completo”. Este movimiento hacia un resurgimiento de la autoridad de la universidad ha sido promovido por Lord Curzon en sus “Principios y métodos de reforma universitaria” (1909). El monopolio de la educación superior hasta entonces disfrutado por Oxford y Cambridge fue roto por la creación de nuevas universidades; Durham se estableció en 1832, y la Universidad de Londres, fundada en 1825 y establecida como una institución que examinaba y confería grados en 1838, fue reorganizada sobre una base más amplia en1889.El movimiento de extensión universitaria, inaugurado en Cambridge en 1867, fue seguido también por Oxford. Las mujeres fueron admitidas a los exámenes y grados en Londres en 1878, en Cambridge en 1881 y en Oxford en 1884. Las universidades escocesas fueron remodeladas en 1858 y en 1889; el sistema de estudios y grados fue reorganizado y se consiguió una mayor uniformidad en su gobierno. En Aberdeen y Glasgow, sin embargo, el rector es elegido aún por los estudiantes matriculados, que están divididos en cuatro naciones como en la Edad Media. Las mujeres fueron admitidas como estudiantes en 1892.

Para las primeras fundaciones en América ver UNIVERSIDADES HISPANO-AMERICANAS. En los Estados Unidos las universidades más antiguas se desarrollaron a partir de colegios modelados según los de Inglaterra; Harvard (1636), Yale (1701), Princeton (1726), Washington y Lee (1749), la Universidad de Pennsylvania (1751), King’s, esto es, Columbia (1754), Brown (1764). El primer paso hacia la instrucción universitaria fue la añadidura de estudios de graduación proseguidos por estudiantes residentes (mencionados en Harvard hacia fines del Siglo XVIII). Durante el primer cuarto del Siglo XIX, los estudiantes americanos comenzaron a estudiar en Alemania y naturalmente, al volver a su propio país, buscaron introducir elementos de las universidades alemanas. No fue, sin embargo, hasta 1861 que se otorgó el doctorado en filosofía (Yale); desde esa época, las universidades se han desarrollado rápidamente pero no según un plan uniforme de organización. En todas estas instituciones hay una combinación de estudios de graduación e inferiores, y en muchas de ellas departamentos de ciencia pura existen junto a escuelas profesionales; pero sería imposible seleccionar ninguna de ellas como la universidad americana típica, y es difícil agruparlas sobre una base puramente educativa. Esta diversidad es en gran medida debida al hecho de que las instituciones americanas, especialmente las más recientes, han sido organizadas para enfrentarse con necesidades reales más que para perpetuar tradiciones; y puesto que esas necesidades estaban cambiando constantemente, es bastante comprensible que aparecieran nuevas formas de organización universitaria y que las formas más antiguas debieran ser revisadas frecuentemente. Aparte, sin embargo, de los detalles, lo que puede llamarse la situación de la universidad presenta ciertos rasgos que son dignos de señalarse.

(1) Las universidades más antiguas fueron establecidas y dotadas por individuos privados, y han conservado su carácter privado. Incluso cuando los estados han organizado universidades propias, no se han tomado medidas para evitar las fundaciones privadas; estas últimas son de hecho como de una clase más influyente que las controladas por el Estado, y, por otro lado, las universidades privadas están facultadas para dar grados mediante cartas otorgadas por el Estado. Esta libertad está mucho más de acuerdo con el espíritu de las instituciones americanas y es más esencial a la prosperidad nacional que cualquier uniformidad inflexible e inalterable bajo el dominio estatal.

(2) Desde el principio, como declaran explícitamente las cartas más antiguas, la promoción de la moralidad y la religión, no meramente de forma general, sino de acuerdo con la fe de alguna denominación cristiana, era una de las finalidades confesadas de los fundadores; y las escuelas de teología se mantienen aún en Harvard, Yale, y Princeton. Pero las universidades estatales y casi todas las universidades privadas fundadas más recientemente excluyen la teología. Hay una tendencia decidida que cuenta con un poderoso respaldo financiero a hacer la universidad no-sectaria, eliminando toda prueba religiosa y quitando influencia a las denominaciones.

(3) Además de las asignaciones estatales, se aportan grandes sumas por personas individuales a la dotación de las universidades y al establecimiento de institutos de investigación científica. Tal liberalidad es una evidencia del interés práctico tomado en la educación, que se considera como el mejor medio de perfeccionamiento de las condiciones morales, sociales, y económicas. Si el resultado final será la aplicación de un test del dinero para decidir qué sea y qué no sea una universidad, dependerá en gran medida de los niveles de cultura que se adopten y de la idea de sus funciones como poder social que se forme la institución a la que se confía tanta riqueza.

(4) El carácter práctico de la formación universitaria se muestra por la atención que se presta a la instrucción técnica en todas sus formas. La preferencia por la ciencia aplicada manifestada por muchos estudiantes tiene un serio efecto no sólo en la política y currículo de la universidad, sino también en la labor de las escuelas secundarias y elementales, en las que el valor relativo de los estudios vocacionales y culturales se debate intensamente.

(5)Como la eficiencia de la universidad está en parte determinada por la calidad y extensión de la educación previa del estudiante, uno de los principales problemas que demandan solución en la actualidad es la relación entre la universidad y las escuelas preparatorias. En la empresa de garantizar relaciones satisfactorias entre colegio, escuela superior, y escuela elemental, la universidad ejerce una influencia que va impregnando más el sistema educativo conforme éste se articula más completamente. Toda la problemática del ajuste será resuelta probablemente no tanto por la discusión o la legislación cuanto por la formación de los profesores, que tiene ahora un destacado lugar en cada una de las universidades más grandes.

(6) Aunque las mujeres han formado desde hace tiempo la mayoría del profesorado en las escuelas elementales y públicas, no fueron admitidas en las universidades hasta aproximadamente mediados del Siglo XIX. El movimiento coeducativo comenzó en las universidades estatales del Oeste, recibió un nuevo ímpetu en la Universidad de Michigan en 1870, y luego se extendió rápidamente al Este. En algunas universidades todos los departamentos de instrucción están hoy abiertos a las mujeres en pie de igualdad con los hombres; en otras, las mujeres están excluidas de las carreras de derecho, medicina, e ingeniería y reciben enseñanza separada en colegios filiales.

(7) En los años recientes, la extensión universitaria, los cursos por correspondencia, y los exámenes locales han capacitado a la universidad para ensanchar su esfera de actividad. Puede parecer en realidad que el movimiento centrípeto que en la Edad Media traía a los estudiantes de todas partes al studium generale, se hubiera hoy revertido o al menos reconsiderado en dirección opuesta.

V. Acción Católica

Las universidades de Francia, Italia, y España, aunque afectadas en alguna medida por la Reforma, habían permanecido leales a la Fe Católica, y conservaron sus cátedras de ciencia eclesiástica. Lovaina especialmente, mientras desarrollaba a un alto grado las humanidades, resistió las acometidas del protestantismo. El Concilio de Trento ordenó que se tomaran disposiciones para el estudio de la Escritura, que los beneficiados que estudiaban en las universidades disfrutaran de sus privilegios tradicionales, que los obispos y otros dignatarios fueran seleccionados con preferencia de entre profesores de la universidad y graduados (Sess. V, can.i; VII, xiii; XIV, v; XXII, ii; XXIII, vi; XXIV, viii, xii, xvi, xvii). También dispuso sobre la educación de los sacerdotes mediante sus decretos relativos al establecimiento de seminarios eclesiásticos. (Ver SEMINARIOS ECLESIÁSTICOS). Pero la Iglesia no perdió el interés en las universidades ni desistió de establecer nuevas. A pesar de la pérdida de rentas derivada de la confiscación de propiedades eclesiásticas, se fundaron universidades o academias en Dillingen (1549), Würzburg (1575), Paderborn (1613), Salzburgo (1623), Osnabruck (1630), Bamberg (a648), Olmutz (1581), Graz (1586), Linz (1636), Innsbruk (1672), Breslau (1702), Fulda (1732), y Münster (1771). A este periodo pertenecen también las universidades francesas de Douai (1559), Lille (1560), Pont-à-Mousson, más tarde Nancy (1572), y Dijon (1722); las italianas de Macerata (1540), Cagliari (1603), y Camerino (1721); las españolas de Granada (1526) y Oviedo (1574); Manila en Filipinas (1611) y las fundaciones sudamericanas (ver UNIVERSIDADES HISPANO-AMERICANAS). La mayor parte de estas nuevas universidades fue confiada a los jesuitas, cuyos colegios rivalizaban con las universidades en materia de estudios clásicos, y las superaban en cuestión de disciplina. Después de la supresión de la Compañía (1773), las cátedras que habían ocupado fueron, bien abolidas, bien transferidas a profesores seculares. Entre los documentos papales tratando de las universidades deben citarse: la Constitución “Imperscrutabilis”, dirigida por Clemente XII (4 de Diciembre de 1730) a Felipe V de España respecto a la Universidad de Cervera; la “Quod divina sapientia”, publicada el 28 de Agosto de 1824 por León XII para la reforma de los estudios en los Estados Pontificios y algunas otras provincias de Italia; el Breve por el que Gregorio XVI, el 13 de Diciembre de 1833, aprobó la acción de los obispos belgas de restaurar la Universidad de Lovaina; y la Carta Apostólica de Pío IX, de 23 de Marzo de 1852, aprobando los estatutos de la Universidad de Dublín, cuya fundación había sido decidida por el episcopado irlandés en el Concilio de Thurles en 1850.

Durante la última mitad del Siglo XIX las universidades españolas e italianas fueron asumidas por el Estado, y las facultades de teología desaparecieron. En Francia, bajo el actual sistema, no hay ninguna facultad de teología en las universidades estatales; las facultades católicas de París, Burdeos, Aix, Ruán y Lyon fueron abolidas en 1882, y las facultades protestantes de París y Montauban se convirtieron en escuelas teológicas libres en 1905. En 1875, sin embargo, los obispos franceses establecieron universidades católicas independientes o institutos en Angers, Lille, Lyon, París y Toulouse. En Alemania, aunque todas las universidades son instituciones estatales, hay facultades católicas de teología en Bonn, Breslau, Friburgo, Munich, Münster, Estrasburgo, Tübingen, y Würzburg. Los profesores son nombrados y pagados por el Estado, pero deben ser aprobados por los obispos, que tienen también el derecho de supervisar la enseñanza. Las universidades austriacas, aunque dañadas en el Siglo XVIII por el jansenismo y modificadas por diversas reformas en el Siglo XIX, conservan todavía la enseñanza de teología en las facultades de Graz, Innsbruck, Cracovia, Lemberg, Praga, Olmutz, Salzburgo, y Viena; y en Hungría en Agram y Budapest. Debe señalarse, sin embargo, que en Alemania y Austria la existencia de una facultad de teología no hace católica a toda la universidad; las demás facultades pueden incluir miembros que no profesen dicho credo. Esta situación naturalmente da origen a dificultades para los estudiantes católicos, especialmente en filosofía e historia. En países donde se disfrutaba una mayor libertad, la Santa Sede ha animado a nuevas fundaciones. Pío IX dio carta de fundación a Laval, Canadá (1876); León XIII a Beirut, Siria (1881), y a Ottawa, Canadá (1889). La Universidad de Friburgo, Suiza, establecida en 1889, fue cálidamente aprobada por León XIII. El proyecto de fundar una universidad católica en los Estados Unidos fue sugerido en el Segundo Concilio Plenario de Baltimore en 1866; su ejecución fue resuelta en el Tercer Concilio Plenario en 1884, y los estatutos de la Universidad Católica de América fueron aprobados por León XIII en la Carta Apostólica de 7 de Marzo de 1889.

Ley actual de la Iglesia

Las principales normas ahora en vigor relativas a las universidades son las siguientes:
Para el establecimiento de una universidad católica completa, incluyendo las facultades de teología y derecho canónico, es necesaria la autorización del Papa; y esta sola basta si la fundación se hace con fondos eclesiásticos o dotación privada. Si se utilizan para esta finalidad fondos públicos del estado, se debe obtener igualmente autorización del poder civil. La Iglesia, además, reconoce el derecho del Estado, o de corporaciones o individuos bajo control del Estado, a establecer facultades puramente seculares, por ejemplo, de derecho o medicina (Clemente XII, Const. “Imperscrutabilis”, 1730). La Iglesia requiere que en las universidades fundadas por el poder civil para católicos, las facultades de teología y derecho canónico, una vez sean establecidas canónicamente, permanezcan sujetas a la autoridad eclesiástica suprema, y además, que los profesores en las demás facultades sean católicos y que su enseñanza esté de acuerdo con la doctrina católica y los principios de una sana moral.

Tal como aparece en las cartas papales recientes, la universidad disfruta de autonomía, por ejemplo, en el nombramiento de profesores, la regulación de los estudios, y la concesión de grados de acuerdo con los estatutos.

Por la Constitución “Sapienti Consilio”, de 29 de Junio de 1908, la Congregación de Estudios está encargada de todas las cuestiones relativas al establecimiento de nuevas universidades católicas y de los cambios importantes en las ya fundadas.

Los grados en teología y derecho canónico otorgados sin examen por la Santa Sede a través de la Congregación de Estudios, dan al que los recibe los mismos derechos y privilegios que los grados conferidos tras examen por una universidad católica (Cong. Stud., 19 de Diciembre de 1903; Roviano, “De Jure ecclesiae in universitatibus studiorum” Lovaina, 1864; Wernz, “Jus Decretalium”, III, Roma, 1901).

Obras Generales.-MEINERS, Gesch. der Entstehung u. Entwicklund der hohen Schulen (Gottingen, 1802-05); VON SAVIGNY, Gesch. des rom. Rechts im Mittelalter (2ª ed., Heidelberg, 1834); NEWMAN, Idea of a University (Londres, 1852); IDEM, Historical Sketches, III (Londres, 1872); DRANE, Christian Schools and Scholars (2ª ed., Londres, 1881); DENIFLE, Die Universitaten des Mittelalters bis 1400 (1 vol., Berlín, 1885); KAUFMANN, Gesch. der deutsch. Universitaten, I (Stuttgart, 1888); HINSCHIUS, System des kathol. Kirchenrechts, IV (Berlín, 1888); RASHDALL, The Universities of Europe in the Middle Ages (Oxford, 1895); LAURIE, Rise and Early Constitution of Universities (Nueva York, 1898); NORTON, Readings in the History of Education: Medieval Universities (Cambridge, Massachusetts, 1909); WALSH, The Thirteenth the greatest of Centuries (Nueva York, 1910). Especial.-Francia: Chartularium Univ. Paris., ed. DENIFLE y CHATELAIN (París, 1889-97); FOURNIER, Les statuts et privileges des universites francaises (París, 1890-94); DU BOULAY, Hist. Univ. Paris (París, 1865); JOURDAIN, Hist. de l’universitate de Paris au XXVII siecle (París, 1894). Alemania: ERMAN y HORN, Bibliographie der deutsch. Universitaten (3 vols., Leipzig, 1904); ZARNCKE, Die deutsch. Universitaten (Berlín, 1893); PAULSEN, Grundung. . .der deutsch. Universitaten im Mittelalter in VON STREL, Histor. Zeitschr. (1881); IDEM, Gesch. des gelehrten Unterrichts (2ª ed. Leipzig, 1896-7); IDEM, tr. THILLY, The German Universities (Nueva York, 1906); VON SYREL, Die deutsch. u. die auswartigen Universitaten (3ª ed., Bonn, 1883); KAUFMANN, Op. cit., II (Stuttgart, 1896). Great Britain: HURER, tr. F.W. NEWMAN, The English Universities (Londres, 1843); Munimenta Academica, ed. ANSTEY (Londres, 1868); Wood, ed. GUTCH, History and Antiquities. . .of Oxford (Oxford, 1792-96); LYTE, Hist. of the Univ. of Oxford (Londres, 1886); BRODRICK, A Hist. of the Univ. of Oxford (Londres, 1900); FULLER, Hist. of the Univ. of Cambridge (1655), ed. PRICKETT y WRIGHT (Cambridge, 1840); MULLINGER, Hist. of the Univ. of Cambridge (Cambridge, 1873-1911); Report of Commissioners to visit the Universities of Scotland (Londres, 1831); KERR, Scottish Education (Cambridge, 1910); WILLIAMS, The Law of the Universities (Londres, 1910). Italia: MURATORI, Antiquitates Italicae, III; TIRABOSCHI, Storia della letteratura italiana (Milán, 1822); ver también la bibliografía en BOLONIA, UNIVERSIDAD DE. España: DE LA FUENTE, Hist. de las Universidades. . .en España (Madrid, 1884-1889). América: ROSS, The Universities of Canada, Appendix to Report of the Minister of Education (Toronto, 1896); Report of the Commissioner of Education (Washington, D.C.), una publicación anual; ZIMMERMANN, Die Universitaten in dem Vereinigten Staaten Amerikas (Friburgo, 1896); PERRY, The American University in Monographs on Education in the U.S., ed. BUTLER (Albany, 1900); S. DEXTER, A Hist. of Education in the U.S. (Nueva York, 1904); DRAPER, American Education (Nueva York, 1909). Información relativa a todas las universidades del mundo se da en Minerva (Estrasburgo), cuyo Handbuch (Manual)(vol. I, 1911) describe la organización, y el Jahrbuch (Anuario), ahora en su vigésimo año, contiene anuncios anuales de cursos, equipamiento y estadísticas

EDWARD A. PACE
Transcrito por Michael T. Barrett
Dedicado a las Benditas Ánimas del Purgatorio
Traducido por Francisco Vázquez

Fuente: Enciclopedia Católica