(v. Dios)
(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)
Fuente: Diccionario de Evangelización
Yahvé es el nombre propio de Dios revelado por él mismo a Moisés (Ex 3,13-15). Se suele transcribir de diversos modos; corresponde al tetragrama hebreo YHWH. Su etimología es discutida; en el pasaje del Exodo se interpreta con la significación de «el que es», el trascendente, el que no puede ser definido, el ser absoluto y eficaz, el único que es y el único que actúa, el inmutable, siempre fiel. A Dios se le designa también con otros nombres: El, nombre genérico de «la divinidad», que sirve para formar otros nombres propios (Gabriel, Ezequiel, Ismael, etc.); puede ir solo o acompañado de otros apelativos: El Sadday, de significado incierto, tal vez «Dios-montaña», es decir, refugio y apoyo seguro, que se suele traducir por «el Omnipotente»; El-Elion, «Dios Altísimo», que indica la trascendencia de Dios. El más usado es el de Elohim, también de significado incierto, y en plural de majestad e intensidad, es decir, el único Dios que agota todos los caracteres de la Divinidad; es frecuente el apelativo Sebaot, añadido a Yahvé, que significa «Yahvé de los ejércitos», lo que hace referencia a las batallas gloriosas de Israel, a los astros, a los poderes celestes, a todas las fuerzas cósmicas que están sujetas a Yahvé. ->Jehová.
E. M. N.
FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001
Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret
(-> Dios, Baal, monoteísmo). Yahvé, nombre propio del Dios bíblico del Antiguo Testamento, es el protagonista y misterio de la Biblia israelita. Su nombre ha terminado siendo impronunciable, de manera que los judíos (y la mayoría de las traducciones bíblicas) lo han velado (escribiendo sólo la primera y la última letra, como en Y**E o en D**s) o lo han sustituido, poniendo en su lugar un equivalente de la palabra Señor (Marán, Adonai, Kyrios). El Nuevo Testamento atribuye ese nombre a Jesús (le llama «el Señor»), de manera que a Dios, en vez de llamarle Señor, le llamará preferentemente Padre, Padre de Nuestro Señor* Jesucristo. Sobre el origen y sentido primitivo de Yahvé (que algunos grupos cristianos prefieren escribir Jehová) se han trazado muchas hipótesis. Parece que se trata de un nombre y Dios preisraelita, que aparece quizá en Ebla y que puede haber sido adorado por amorreos o quenitas*, ya a partir del tercer milenio a.C. Pero los israelitas lo asumieron en un momento dado como propio, de tal forma que aparecieron desde entonces como el pueblo de Yahvé. Vinculados a Yahvé, ellos rechazaron el culto de Baal* y Ashera, superaron la idolatría y construyeron el más impresionante de los edificios religiosos de Occidente. Desde una perspectiva bíblica, que ahora asumimos, el nombre y culto de Yahvé está vinculado a Moisés y a la montaña sagrada del Sinaí.
(1) Introducción. La zarza ardiente. Yahvé, Dios israelita, se define a través de la historia de la liberación de los hebreos, oprimidos en Egipto, según los primeros capítulos del Exodo. El contexto es conocido. Moisés*, hebreo de cultura egipcia, ha tenido que exiliarse a Madián, en el desierto del Sinaí, donde pastorea el rebaño de Jetró, su suegro sacerdote. Ha dejado a sus hermanos cautivos en Egipto. La providencia le lleva a la montaña de Dios, Horeb (= Sinaí), lugar sagrado de las tribus del entorno. A solas ante Dios, en el gran desierto, descubre una zarza de fuego que arde sin consumirse. Muchas religiones vinculan a Dios con el fuego: llama que arde, vida que incesantemente se renueva (Ex 3,2). La visión de Moisés relaciona fuego y zarza (árbol y llama), en paradoja donde se penetran mutuamente el fuego cósmico y la zarza (arbusto) de la vida. Los mismos hebreos oprimidos son quizá la zarza, arbusto frágil que en cualquier momento puede quebrar y destruirse, desapareciendo en el desierto o montaña de los pueblos del entorno, pero ellos son una zarza animada por el fuego de Dios que está esperando a Moisés en la montaña. «Y vio Yahvé que se acercaba a mirar y le llamó Elohim desde la zarza: ¡Moisés, Moisés! Y Moisés respondió: ¡Heme aquí! Y Yahvé le dijo: No te acerques; quítate las sandalias de los pies, porque el lugar sobre el que pisas es terreno santo. Yo soy el Elohim de tu padre, de Abrahán, de Isaac… Entonces Moisés se cubrió el rostro… Y le dijo Yahvé: He visto la aflicción de mi pueblo de Egipto y he escuchado el grito que le hacen clamar sus opresores, pues conozco sus padecimientos y he bajado para liberarlo del poder de Egipto y para subirlo de esta tierra a una tierra buena y ancha, que mana leche y miel, país del cananeo, del heteo… Mira: el clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí y he visto la opresión con que los egipcios les oprimen. Por tanto: ¡Vete! Yo te envío al Faraón, para que saques a mi pueblo… de Egipto» (Ex 3,4-10). El texto identifica a Yahvé, nombre propio del Dios israelita, con Elohim, lo divino, nombre común de todos los dioses, como diciendo que no hay más divinidad, más Elohim, que Yahvé. (2) Elementos de la teofanía. Moisés ha visto la zarza y quiere saber lo que pasa (Ex 3,3). Así empieza la historia: ha venido a la Montaña de Dios, dispuesto a mirar el espectáculo, como curioso que observa las cosas desde fuera. Es evidente que Dios ha de pararle: «Y vio Yahvé que se acercaba… y le llamó Elohim desde la zarza» (Ex 3,4). De esa forma combina nuestro texto los dos nombres: Yahvé mira desde la zarza, Elohim se aparece y llama (cf. Gn 22,11; 1 Sm 3,4; etc.). Moisés ha venido a descubrir a Dios en la montaña sagrada y Dios empieza expresando su presencia como fuego. Es el Dios del cosmos, signo y principio de santidad de un mundo que se abre a lo divino. Por eso, Moisés debe descalzarse y adorarle en la montaña sagrada, para vincularse de esa forma a la experiencia de los pueblos que han adorado y siguen adorando a Dios en los fenómenos del cosmos. Pero precisando su sentido, el mismo Señor de la tierra sagrada se presenta como Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, es decir, como el Dios del pasado, Dios del pueblo. Así venimos de la naturaleza a la historia, de la zarza ardiente a las promesas de Abrahán y los patriarcas (cf. Ex 2,25; 3,6 y 3,15). Los portadores del recuerdo de Dios son ahora los padres, es decir, los antepasados: esa fidelidad al pasado del pueblo definirá la visión del Dios israelita, vinculado siempre al recuerdo de los orígenes del pueblo (de las tradiciones santas). Pues bien, este Dios de la montaña y del fuego (naturaleza), Dios de los antepasados y de las promesas (historia), marca su distancia: ¡No te acerques, quítate las sandalias! Desnudos ante Dios los pies, cubierto el rostro, deben caminar ante Dios los hombres. Este Moisés descalzo y con el manto sobre los ojos sigue siendo el signo más hermoso de la experiencia israelita.
(3) Mandato de Dios. Envío de Moisés (Ex 3,7-10). El texto que sigue se puede dividir en tres partes, (a) Dios de los oprimidos: «Â¡He visto…!». El Dios de la naturaleza y de la historia (montaña y antepasados) es el Dios que mira y escucha a los cautivos para liberarles: desborda los límites de una sacralidad local y/o cósmica, viniendo a presentarse como redentor para los hebreos antiguos y modernos. Por eso, Moisés tiene que dejar el fuego sagra do de una sacalidad cósmica para ponerse en marcha y compartir desde Dios la suerte de los oprimidos. Este es el Dios que actúa desde la pequeñez y opresión de los excluidos, el Dios liberador. Es más que fuego sagrado de una tierra santa; es amigo y salvador (futuro de vida) de los esclavos de Egipto. Se hallaba vinculado a los antiguos (padres). Ahora aparece como padre-madre para los hijos oprimidos, abriendo para ellos un camino de libertad que se expresará en su nombre principal: ¡Yo soy! ¡Yo vengo a liberaros! (b) Dios que actúa: «Â¡He bajado!». Así asume el camino de los oprimidos y se compromete a liberarlos. En el principio de la experiencia religiosa de Israel (y de la visión del Dios bíblico cristiano) se encuentra este descenso (he bajado), esta encarnación (para liberar) y este ascenso (para subir) del Dios que asume la suerte de los hombres. El itinerario teológico del pueblo se funda en el más hondo itinerario salvador de Dios: Dios ha bajado (penetra en el conflicto y dolor de la historia), para liberar a los oprimidos, para romper su cárcel de Egipto y para subirles a la patria verdadera, (c) Este es el Dios que envía y así dice a Moisés: ¡Vete! El Dios de la libertad es el Dios del camino en la historia, el Dios de la trascendencia (de la montaña sagrada, de los antepasados y de la libertad del pueblo) que viene a revelarse a través de la acción liberadora de Moisés.
(4) Yahvé, Soy el que Soy. La Biblia israelita ha descubierto y expresado el sentido del Nombre supremo (= Yahvé) en un diálogo vocacional, a través de su llamada a Moisés y a los israelitas. No ha construido un tratado de teología, no ha expuesto una demostración. Ha hecho algo más hondo: ha tejido un relato. Dios y Moisés hablan. En su diálogo, desde el Dios que actúa como liberador, emerge el misterio de su Nombre: «Moisés dice: ¿Quién soy yo para ir al Faraón y sacar a los israelitas de Egipto? Elohim le responde: «Â¡Estaré [= †™ehyh} contigo! Y éste será el signo de que te he enviado: cuando saques al pueblo de Egipto, adoraréis a Elohim sobre este monte». Moisés insiste: «Cuando yo vaya a los hijos de Israel y les diga: el Dios (= Elohim) de vuestros padres me ha enviado a vosotros, si ellos me preguntan cuál es su nombre ¿qué he de decirles?». Elohim respon de: «Soy el que soy [‘ehyh asher †˜ehyh]. Así dirás a los hijos de Israel: Yo soy [‘eliyli} me ha enviado a vosotros. Yahvé, Dios de vuestros padres… me ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para siempre y ésta es mi invocación» (Ex 3,11-15). Moisés ha puesto dificultades porque tiene que enfrentarse al Faraón, opresor de los hebreos, sucesor de aquel que había querido matarle (cf. Ex 2,15-23). Por otra parte, Dios le envía a liberar a unos hebreos que antes habían rechazado su arbitraje (Ex 2,1314; cf. Hch 7,24-34). Es normal que le cueste (cf. Je 6,15; Lc 1,34; etc.) y diga: «¿Quién soy yo…?». Pero Dios le responde: ¡Yo estaré o seré (‘elivli) contigo!, en palabra que expresa de manera enfática su presencia activa. Esa presencia de Dios (seré-estaré contigo: ‘ehyh) es la que define su nombre: Yahvé, Soy el que Soy, el que Está presente. Este es en resumen el sentido del pasaje y del misterio de Dios. Moisés ha preguntado: «¿Quién soy yo?» Dios ha respondido: «Yo estaré contigo».
(5) Yahvé, revelación liberadora de Dios. Estos son sus momentos básicos:(a) Ser: «Soy el que Soy» (= El que estaré o seré contigo). Ese ser-estar con los suyos constituye su esencia. Moisés quiere su nombre. Dios ha respondido asegurando su presencia (3,14). (b) Envío: «Así dirás: Yo soy-estoy me ha enviado a vosotros [fehyeh ‘selalianí]». Sólo puede enviar aquel que se encuentra presente en aquel a quien envía y en los enviados, (c) Nombre propio: «Yahvé, Elohim de vuestros padres…, me ha enviado a vosotros» (3,15). El Dios de los padres se revela plenamente como aquel que sostiene y envía a Moisés, liberando a su pueblo. Sólo en cuanto llama y ayuda, asiste y libera, el Dios (Elohim) de los padres se vuelve Yahvé, Dios presente, (d) Nombre definitivo: «Este es mi nombre para siempre, es mi recuerdo…» (3,15). Esta experiencia hecha Nombre (¡Estoy presente!) define para siempre el ser (actuación) de Dios y viene a constituirse principio y centro de todos los recuerdos, compromisos y esperanzas de los israelitas.
(6) Interpretaciones religiosas. Las interpretaciones de esta palabra originaria (Yahvé: Yo-Sov, Estoy Presente, Soy el que Soy) siguen definiendo de algún modo las más hondas visiones de Dios en Occidente. Recordaremos las más importantes, para fijarnos al final en la cristiana, (a) Los judíos han destacado el valor de este Nombre, condensando en él su experiencia de misterio. Por un lado, han seguido vinculándolo al pueblo, como dice el shemá (Escucha, Israel, Yahvé, tu Dios es un Dios único…: Dt 6,4-9). Por otro, lo han sacralizado, de tal forma que procuran no escribirlo ya ni pronunciarlo, en signo de respeto religioso. Yahvé (D**s, YHWH) es Dios en sí, en su absoluta plenitud y lejanía. De esa manera, al separar ese Nombre y dejarlo fuera de la circulación social y religiosa, los judíos posteriores han tenido que buscarle sustitutos. Por eso han dicho y siguen diciendo en su lugar palabras más o menos equivalentes (pero nunca iguales) como Adonai, Kyrios, Dominus o Señor (the Lord), que quieren expresar de algún modo la grandeza de Dios, pero sin lograrlo. Estas palabras ya no actúan como nombres (no le llaman, ni le hacen presente), sino como adjetivos que evocan de algún modo su grandeza, (b) Las traducciones cristianas de la Biblia han seguido la costumbre judía poniendo «Señor» o su equivalente allí donde la Biblia hebrea dice Yahvé. Es buena esta reserva, si ayuda a descubrir y explicitar mejor el contenido misterioso del Dios personal de la historia israelita, pero quizá nos impide recordar que Yahvé es ante todo un Nombre propio de redención, signo de la presencia liberadora de Dios entre los humanos, como ha vuelto a descubrirlo el Evangelio, al identificar en el fondo a Yahvé con Jesucristo y al presentar al Dios en sí como Padre de ese Señor* Jesucristo. Para la gran tradición cristiana, el Yahvé o Dios presente del Antiguo Testamento se identifica con Jesús de Nazaret. (c) Los gnósticos (quizá de origen judío y cristiano) de los siglos II y III d.C. han invertido esa visión del judaismo, interpretando el nombre de Yahvé no como señal del más alto misterio, sino como expresión de un dios opresor, que mantiene a los hombres sometidos. Así tienden a identificar este Nombre con el principio divino del error y el egoísmo, es decir, con un Dios falso: Yahvé, Dios del Antiguo Testamento, sería en el fondo un demonio (= Satanás); sólo el Padre de Jesús o un Dios puramente espiritual sería para ellos el Dios verdadero. Por eso, allí donde en la Escritura israelita (Ex 3,14) Yahvé dice que es Dios (Yo soy), algunos textos gnósticos hacen que se escu che la voz del Verdadero Dios (superior y contrario al Dios israelita) que le responde: ¡Te equivocas, Samael, Dios ciego, tú no eres! Algunos grupos gnósticos atribuyen a Yahvé unos nombres despectivos, como Dios de vergüenza (Samael), Dios ciego de lucha y egoísmo (Yavaot, Yaldabaot) o Principio material que sólo se ocupa de las cosas externas, incapaz de iluminar a los hombres, ofreciéndoles una experiencia espiritual de superación del mundo. Ciertamente, el Dios israelita tiene rasgos parciales, como Dios de un grupo separado de los otros (como ha destacado el mismo cristianismo), pero en su raíz ha sido y sigue siendo un Dios de libertad, que se vincula de forma salvadora a la historia de este mundo. Conforme a la visión gnóstica, carece de sentido la encamación cristiana: Dios no podría introducirse de verdad en este mundo. Pues bien, en contra de eso, para defender la encamación han aceptado los cristianos el Antiguo Testamento, entendiendo el ¡Yo soy! de Dios no de forma egoísta, sino liberadora, (d) Los musulmanes han evitado en general la hondura del Yo soy, afirmando que Dios se ha expresado para siempre por Mahoma, de manera sencilla y segura, para todos los hombres, sin distinción de razas o culturas. Ellos piensan que el mensaje teológico ha sido siempre el mismo, desde Moisés hasta Jesús, pero los receptores no han sabido conservarlo limpio, lo han mezclado con palabras que no vienen de Dios, lo han adulterado. Por eso ha sido necesaria la profecía de Mahoma: «La piedad no estriba en que volváis vuestro rostro hacia el Oriente o hacia el Occidente (= rezar mirando a Jerusalén o La Meca), sino en creer en Dios y en el último día, en los ángeles, en la Escritura y en los profetas, en dar de la hacienda, por mucho amor que se le tenga, a los parientes, huérfanos, necesitados, viajeros, mendigos y esclavos, en hacer la azalá [oración] y el azaque [= la limosna]…» (Corán 2,177). Estos son los pilares de la fe musulmana. En ella quedan incluidas las Escrituras (contenidas en el único Corán) y los profetas (enviados de Dios, que culminan en Mahoma), con los ángeles que son signo del misterio. Los musulmanes unlversalizan y simplifican así la experiencia de Dios, de tal forma que no necesitan hablar de Yahvé; les basta con Elohim, el Dios universal, que ellos pronuncian en árabe Allah. De esa forma rechazan la historia que va del Yahvé del Sinaí a su encarnación cristiana en Jesús de Nazaret; son un judaismo unlversalizado, pero sin el misterio de Yahvé.
(7) Filosofía occidental. Se funda en la experiencia griega del Ser (vinculando así helenismo y judaismo) e interpreta el ¡Yo soy! (Soy el que Soy) israelita en perspectiva de trascendencia (Dios separado) y plenitud ontológica (lo divino como absoluto). De esa forma, el Nombre de Dios pierde su referencia salvadora (su raíz israelita, su vinculación a Moisés) y viene a convertirse en expresión de la Realidad en sí, de eso que pudiéramos llamar la identidad ontológica. Lógicamente, Yahvé deja de ser el Nombre propio de aquel con quien debemos dialogar de un modo personal, presencia liberadora, y viene a interpretarse como Ser en sí ( = Aseidad ontológica). Al presentarse en clave filosófica como «Soy el que soy», Dios se vuelve Ser Supremo, Esencia pura y plena, el primero y más alto de todos los Conceptos. Decir Yahvé es decir Divinidad. La filosofía moderna ha rechazado al Yahvé personal porque ha querido vincular a Dios con el Ser de su pensamiento y de sus obras (con el Todo del Mundo) o con el propio pensamiento, olvidando también el sufrimiento de los pobres. Pues bien, en contra de eso, después de treinta siglos de dolor y esperanza, judíos y cristianos (unidos en esto y separados de los musulmanes) seguimos vinculados a la experiencia israelita de Yahvé, a quien vemos como Dios liberador.
(8) Los cristianos, siguiendo lo ya dicho, interpretamos a Yahvé como presencia salvadora (liberadora) que se compromete en favor de todos los hebreos oprimidos. Seguimos, por eso, en la línea de la Biblia israelita. Pero damos un paso más y añadimos que el mismo Yahvé, Nombre supremo del Dios liberador, se identifica por un lado con el Padre de Nuestro Señor Jesucristo y por otro con el mismo Jesucristo. En ese sentido decimos que Jesús es más que Moisés: no está fuera de Dios, sino que pertenece a la misma revelación divina. Allí donde Moisés ha escuchado el Yo soy de Dios, que se dice a sí mismo salvando a los oprimidos, Jesús ha seguido escuchando la voz más profunda que dice ¡Til eres mi Hijo! porque yo mismo estoy contigo. En el paso y despliegue del «Â¡Yo soy!» de Ex 3,14 al «Â¡Tú eres, vosotros sois!» de la experiencia bautismal (cf. Mc 1,9-11 par) y pascual (cf. Rom 1,3-4; Heb 1,5) de Jesús culmina la teología israelita, nace el cristianismo. Siendo el auténtico ¡Yo soy!, Dios viene a definirse para los cristianos como el Padre de Nuestro Señor Jesucristo. De esta forma se amplía el Yo de Dios, asumiendo en su interior el Tú de Jesús (y de los hombres oprimidos) en el Nosotros del misterio trinitario (del Espíritu Santo), es decir, en el despliegue total de la Comunicación de amor. La experiencia de base sigue siendo la misma: tanto el Yahvé de Moisés como el Padre de Jesús se introducen en la historia humana, asumen el dolor de los pobres, abren un camino de liberación. Pero los cristianos creemos que esa presencia salvadora de Dios en el mundo ha culminado en forma de encamación: en el fondo de la experiencia básica de Jesús (de su misterio de liberación y de su comunión trinitaria) sigue estando el más profundo y verdadero Yahvé del judaismo; pero éste es un Yahvé que ha venido a desplegarse como Padre, abriéndose en amor, por medio del mismo Jesús (que es su Hijo, verdadero Yahvé), a todos los hombres. Eso significa que los cristianos podemos llamamos israelitas, pero israelitas que han reformulado el misterio del Dios de Moisés a través de la palabra y experiencia del Dios de Jesucristo. En el lugar donde estaba Moisés viene a situarse Jesús, que, más que un profeta (como será Mahoma), es Palabra que brota del misterio de Dios, pues pertenece a su identidad originaria (está en el seno del Padre: cf. Jn 1,18).
Cf. R. DE VAUX, Historia antigua de Israel I, Cristiandad, Madrid 1974, 315-348; G. DEL OLMO, La vocación de líder en el Antiguo Testamento, Universidad Pontificia, Salamanca 1973, 65-i00; W. EICHRODT, Teología del Antiguo Testamento I, Cristiandad, Ma drid 1975, 163-208; T. N. D. METTINGER, Buscando a Dios. Significado y mensaje de los nombres divinos en la Biblia, El Almendro, Córdoba 1994, 31-64; P. VANIMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Fax, Madrid 1969, 36-60.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra
Véase JEHOVí.
Fuente: Diccionario de la Biblia