Cómo Jesús nos quita las dudas y los miedos
Por: Carlos Padilla Esteban
El evangelio de este domingo comienza con el miedo de los discípulos: “Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos”.
No estuvieron al pie de la cruz. No lograron salvar al Maestro. Ahora temen por sus vidas. Cierran las puertas de su casa. Están seguros. El miedo nos encierra en nuestra vida. El corazón se cubre de seguros para impedir que alguien pueda entrar. No queremos abrir nuestras puertas.
Jesús rompe las barreras y entra en la casa en la que se esconden. Entra y les da su paz: “Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: -Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: – Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío Yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: – Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.
Les da su espíritu, les regala su paz. Me impresiona ese momento de transformación. Porque eso es lo que fue la entrada de Jesús. Vino, se puso en medio de ellos y se volvió a partir por amor. Les entregó su vida.
Como dice el Padre José Kentenich: “Debemos ser transformados. Que se hagan feliz realidad aquellas palabras de san Pablo: – Ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí. Y si Cristo vive en mí, vivirá también su espíritu en mí; será pues el Espíritu Santo quien viva en mí”[3].
La llegada de Jesús vivo transforma sus vidas. Ya no importan tanto sus miedos ni sus angustias. Desaparece el temor a la muerte y al futuro. Son de Cristo para siempre. Jesús vive en sus corazones.
Esa experiencia salvadora que habían experimentado en su vida terrena, la tocan ahora de una forma totalmente nueva. Jesús va a actuar en ellos. Se va a hacer presente en sus vidas. Sus palabras ya no serán sus palabras.
Todo en ellos será de Jesús. Todo en ellos será obra del Espíritu. Siempre y cuando se mantengan unidos a Cristo en el corazón. Si se alejan de Él, perderán su fuerza, faltará la fe, regresará el miedo.
Esta es la paz que les regala en sus corazones. No es una paz de bienestar. Es el convencimiento de que su vida merece la pena.
¡Bendita duda!
Tomás no estaba aquel día: “Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: – Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: – Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”.
Es impresionante el amor de Jesús por Tomás. Parece que es al que menos quiere. Seguro que en esos ocho días se sentiría inseguro. Pero después le regala la certeza de que viene por él, sólo por él. Hasta se somete a esa petición absurda en su falta de fe.
Tomás era, igual que nosotros, un hombre roto. En su herida más honda, en esa herida de amor que le hacía sufrir, no se siente amado por Dios. Es como un niño y expresa su frustración, su rabia, su desengaño. No se reprime. Estalla.
No cree en los suyos, en sus amigos. Siente el dolor del abandono y del rechazo. Está roto por dentro. Lo ha dado todo y se siente abandonado.
Siguió a Jesús por los caminos y ahora Jesús no le busca a él. Ese Jesús al que él tanto ama no ha venido a verle cuando estaba con los suyos. Ha aparecido justo aquella noche.
¡Cuánto nos cuesta perdonar a Dios tantas veces! Pensamos que no es justo, que no nos ama con locura, que no quiere nuestro bien. Pensamos que prefiere a otros, que otros son sus elegidos.