Cómo mi relación con Dios determina mis relaciones con los demás
Por: Carlos Padilla Esteban
La Cuaresma me invita a subir el monte. A tomar altura. Subir siempre exige esfuerzo. Pero luego, en lo alto, el corazón se ensancha, se hace grande. La mirada se amplía, dejo de mirar el suelo, o los agobios del momento.
Dejo de pensar sólo en mí mismo. En mi corazón mezquino y pequeño. Dejo de desconfiar de la vida y de los hombres. Deja de importarme lo que los demás ambicionan.
Miro con pureza, como decía la Madre Teresa de Calcuta: "Un alma sincera consigo misma nunca se rebajará a la crítica. La crítica es el cáncer del corazón".
Y sólo critica el que no se siente en casa, el que no tiene raíces ni hogar, el que no se sabe amado. Una persona me comentaba: "La cena mereció la pena. No se criticó a nadie".
No necesita criticar, ni hablar mal de nadie, el que tiene paz, el corazón anclado, tranquilo. ¿En mi mesa familiar se critica o nos sentimos siempre en casa? No necesita criticar el que puede decir cada día: "¡Qué bien estamos aquí!". En esta vida, en esta tierra, con estas personas, con esta misión.
Quisiéramos tener ese corazón de niño. Un corazón confiado y alegre, abierto y seguro. Ese corazón al que nadie aún le ha fallado. O si lo ha hecho, ya lo ha olvidado, o no lo ha visto, o no le importa. Queremos aprender a descansar en Dios. Allí deberían estar siempre nuestras raíces.
Decía el Padre José Kentenich: "¿Dónde está mi hogar? Me gustaría tener una vigorosa y alegre conciencia de hogar, un ardiente deseo, un deseo profundo de volver al Padre.
Nuestra alma no está tranquila hasta que no se sienta en casa. Somos ciudadanos del cielo y no de la tierra. ¡Nuestra vida está en el cielo!
Mientras más pueda sentirme en casa, tanto mejor estaré preparado para ofrecer un hogar a otras personas. Y el hombre de hoy que no tiene un hogar, que no tiene raíces, necesita personas que puedan proporcionarle un hogar.
Yo me siento bien junto a una persona que percibo que está unida a Dios.Mientras más sienta a Dios como mi hogar, tanto mejor puedo ofrecer un hogar para otras personas: para personas desarraigadas, para todas las personas sobre las que tengo alguna responsabilidad"[1].
Cuando vivimos anclados en el cielo nos es más fácil ser hogar para otros. Hay muchas personas sin hogar que necesitan encontrar un Tabor en sus vidas. Hacen falta personas que sean hogar, casa, un trozo de paraíso en el que recuperar fuerzas.
Comenta el Papa Francisco: "Una de las enfermedades que veo más extendidas es la soledad, propia de quien no tiene lazo alguno.
El hombre corre el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser utilizado, de modo que, cuando la vida ya no sirve a dicho mecanismo se la descarta sin tantos reparos, como en el caso de los enfermos, los enfermos terminales, de los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer. Preocuparse de la fragilidad, de la fragilidad de los pueblos y de las personas".
De eso se trata. Queremos que muchos puedan, en su vulnerabilidad, encontrar un seguro. En nuestra vida muchos podrán descansar si nos dejamos habitar por Dios y por los hombres.
Somos peregrinos en esta tierra. Somos constructores de casas. Estamos de paso y echamos raíces al mismo tiempo. Hacemos planes, soñamos, trabajamos mucho, con esfuerzo, planificamos y deseamos. Construimos hogares. Trazamos caminos.
Somos peregrinos. Somos hombres vinculados. Decía el Padre Kentenich: "¿Qué significa esa conciencia de peregrino? Ella no permite que seamos esclavos de las cosas del mundo, nos da fuerzas para sumergirnos en lo divino, en la patria original, en Dios"