¿De qué color ves la vida?
Por: Carlos Padilla Esteban
Hace poco vi un cuadro. Este cuadro había sido pintado por un niño. Captó mi atención. El cuadro representa a un barco en medio del océano.
Siempre me impresionan los cuadros en los que no hay tierra, sólo el ancho mar. Me impresiona el vasto océano sin orillas ni acantilados, donde puedan romper las olas con fuerza o suavemente. Me impresiona ese mar sin límites, desbocado, loco, incierto, infinito. Ese mar profundo e inmenso. Desaforado y roto.
Me impresionan las olas que se elevan y caen, sumergidas en lo más hondo. Me impresiona su color cambiante, su lenguaje confuso. Su silencio y su ruido. Su color esquivo, ahora azul, luego verde y oscuro, tal vez casi negro. Me impresiona la inseguridad de ir mar adentro, sin conocer el camino, sin seguir las huellas de nadie.
Miraba el cuadro conmovido. El mar, muchas olas, todo azul. El cielo que con sus nubes parece que amenaza tormenta. Viento. Gaviotas. Las velas del velero henchidas. El mar algo inclinado y el barco ascendiendo por las olas. Son los efectos de un pintor niño.
Las nubes parecen rodear las velas, pero sin tocarlas, santo respeto. El color del barco es el del mar. Habría más colores cuando pintaba, pero el niño pintor no lo dudó, lo pintó todo azul. El mar y la madera se hacen uno al navegar y se confunden. Así es la mente y el corazón. Así el alma y el cuerpo. Así Jesús en nosotros.
Por eso todo adquiere de repente un mismo color. El barco toma la tonalidad del agua. Y el agua la del cielo. Y si hubiera habido hombres en el barco hubieran sido también azules. Porque los sueños todo lo tiñen de un mismo color. Todo es de un suave color azul que contrasta con la tormenta que amenaza.
Así es en la vida. Si estamos felices todo se tiñe de un sano color azul. Si estamos tristes y agobiados todo es gris o negro. La vida y el cuadro son la misma cosa. En nuestro cuadro la luz la da la blancura luminosa de las velas y una parte del cielo que tiene nubes blancas.
¿Cómo es la tonalidad del cuadro de mi vida? ¿Azul? ¿Blanca? ¿Gris?
Me atrajo la fuerza del velero. No le importa la inclinación del mar, ni el viento, ni la posible tormenta. Su ímpetu ascendiendo por un mar bravío es digno de encomio. Me conmovió su testarudez pertinaz para no querer regresar a puerto. Cuando era lo más seguro, lo más cierto, lo recomendable.
Pero el velero no se acobarda, sigue mar adentro, sin pausa, luchando contra las olas, contra el viento. Se abisma mar adentro, sin dudar de su capacidad para no romperse, sin temer el naufragio. Sí, me conmovió el cuadro y pensé que me gustaría tener esa santa testarudez ante la vida. Esa santa y sana capacidad de lucha, para avanzar por la vida, para no desanimarme ante los pequeños contratiempos del camino, ante las olas o el mar en subida.
Mirar ese cuadro me da alas, y luz, y algo de viento. Miro el cuadro, me calmo. En el cuadro del barco nos hacemos parte del velero navegando mar adentro. Al mirarlo tengo la tentación de meterme dentro, introducirme en sus aguas salubres y confiar en que las olas me sacarán a flote.
Avanzo sin miedo. Confío. Porque mirar el cuadro me da fuerzas y valor para enfrentar la vida, para no temer trágicos desenlaces, para no desfallecer en el intento por obedecer a Cristo, cuando nos invita a ir más allá de lo razonable, de lo lógico, de lo esperado.