Lo que vi por la ventana…
Por: Carlos Padilla Esteban
Hay una ventana en el Santuario original en Schoenstatt en la que antes no me había fijado. Porque usaba la puerta para entrar y mirar. Ignoraba la ventana. No me hacía falta. Pero estos días de jubileo el Santuario estaba lleno de gente y me detuve ante esta ventana.
Una persona comentaba: «Guardo en el corazón la mirada de María cuando me asomaba como una niña por la ventana del Santuario porque no se podía pasar. Me miraba. Yo a ella. Ella me esperaba, con mi historia desde que hice mi primera alianza. Sus ojos de perdón, de acogimiento, de amor. Su sonrisa de Madre».
Es una ventana que deja entrar la luz de la vida y salir el amor de María. Entra la luz del día y de la noche. Sale la luz del cielo en los ojos de María. Una ventana que nos deja ver el sol desde dentro, desde lo profundo.
En la vida hay ventanas abiertas y ventanas cerradas. Opacas y diáfanas. Ventanas sucias y limpias. Hay ventanas sin brillo. Hay ventanas claras que dejan ver el interior. Y ventanas que no permiten ver nada.
Así suele ser también con las ventanas del alma. A través de ellas nos abismamos en el alma de los hombres y los hombres en nuestro interior. Lo hacemos con profundo respeto. Sobrecogidos. De rodillas. Sí, hay ventanas que revelan la vida. Ventanas que muestran lo escondido.
La ventana del Santuario es la ventana más cercana a María. Allí, a su izquierda, uno se detenía y miraba, y rezaba, y callaba. Era una bocanada de aire fresco en mi vida. Es la ventana más cercana a su rostro.
A través de ella pude estar muy cerca, dentro, al lado. Allí. De pie, yo también la miraba. Y otros muchos detuvieron sus pasos en esa ventana. Y rezaban. Tal vez una ventana basta para dejarnos caer en lo profundo de su alma de Madre.
Una ventana con colores. Se veía todo bien. A veces cuando uno no puede entrar por la puerta le queda una ventana. A veces basta con mirar, con sencillez, como los niños. Muchas personas no podrán entrar por la puerta de nuestra vida, les quedará una ventana, para entrar, para mirar.
Necesitamos cuidar nuestras ventanas. Que estén limpias y cuidadas. Son importantes. Asomarse a la ventana y ver cómo somos. Los más pobres e indefensos en el camino de la vida siempre tienen una ventana por la que asomarse.
Cuando falla la puerta, queda la ventana. Cuando no tenemos títulos. Cuando no somos los invitados de honor a una fiesta, nos queda la ventana. Nadie te pide invitación para mirar, ni siquiera un título. No hay que entrar. La mirada nos introduce. La mirada de María. Nuestra mirada. Uno se puede asomar furtivamente y ya es parte de la historia. Forma parte de la tierra sagrada. Sella la alianza en silencio.
María sabe mirar por la ventana. Siempre sorprende que el cuadro de María nos mira allí dónde nos sentemos en el Santuario. También mira a través de la ventana. Miré sus ojos, miró lo míos. Me vio furtivo mirando, casi pidiendo permiso, suplicando.
Ella siempre me ve y me llama. Me invita a ser parte de una historia santa. Aunque crea que no tengo mucho que dar. Aunque no sepa bien cuál es mi lugar. ¡Qué importa! A lo mejor mi lugar es allí, al pie de su ventana. Callado. Mirando. Asombrado. Como el hijo querido del que una Madre no se olvida. Como aquel amado que espera paciente la llegada de la amada. Al pie de la cruz, de la puerta cerrada, de la ventana clara. Entre las sombras de la vida o la oscuridad de la noche. Velando.