Julián Hernández: El astuto contrabandista de Dios

por Enrique Zapata

La historia valerosa de un mártir osado e intrépido de la reforma española.

Con la pena de muerte pendiendo sobre su cabeza, Julián Hernández se abrió paso a través de las paredes rocosas de los Pirineos cubiertos de nubes, a lomo de mula, llevando su cargamento prohibido. Cada soldado, guardia y funcionario de aduana había sido instruido por decreto real para capturar la carga que él transportaba. El decreto también había dictado la pena de muerte a cualquiera que supiera o sospechara del paradero del cargamento y no lo declarara. ¿Quién escaparía de la vasta red de vigilancia que se extendía a través de toda España? Sólo un hombre, el intrépido y osado Julián Hernández.


Al llegar a su destino, Sevilla, luego de haber viajado cientos de kilómetros, su precioso cargamento fue descargado y distribuido a los centenares de cristianos ocultos que dependían de él para su crecimiento y supervivencia.


Julián vivía arriesgándose, porque era conocido por las autoridades como el contrabandista de la literatura prohibida.


¿Cómo sobrevivio? ¿Por qué arriesgó su vida? ¿Cómo pudo consistentemente burlar a las autoridades? Hay pocos ejemplos en la historia de tanta creatividad y astucia.


¿Quién hubiera soñado que los barriles de finísimo vino importado, cuidadosamente sellados, contenían docenas de copias del Nuevo Testamento en castellano, los que estaban terminantemente prohibidos en España? Las autoridades de esa nación habían catado los excelentes vinos en cada ocasión en que los habían examinado: el plan había resultado perfecto. Pero Julián no se arriesgaba a usar el mismo engaño cada vez; era prolífico en producir nuevas ideas, astutamente exitoso en lograr lo imposible.


Julián tuvo un pasado humilde; había nacido en el campo, con pocas posibilidades de lograr una educación. Siendo joven viajó a Alemania y consiguió un puesto como aprendiz en una imprenta. No sabemos con seguridad dónde entró en contacto con la Biblia y el mensaje de la reforma; tal vez fue en la imprenta, trabajando como tipógrafo para algunos de los reformadores españoles, como Juan de Valdés o el Dr. Enzinas. El mensaje puso en su corazón la necesidad de retornar a su tierra natal a comunicar la luz que había transformado su vida. Pronto lo encontramos de regreso en Sevilla, sirviendo a la iglesia subterránea como diácono.


En Alemania, Julián había visto el poder de la Biblia impresa y de la literatura de la reforma; él mismo había sido afectado por su lectura. Había reconocido la tremenda necesidad que existía en España de una literatura que pudiera edificar y guiar a los nuevos cristianos. Pero cómo podía escapar de la extensa red organizada por un gobierno resuelto a que no hubiera ninguna reforma en España. El rey Felipe II declaró que personalmente quemaría vivo a su propio hijo si descubría que tenía ideas reformistas. Muchos habían sido quemados por expresar simplemente alguna simpatía por los reformadores.


Una vez más Julián abandonó España para ir hasta Alemania, pero a su llegada se encontró con que los reformadores españoles exiliados habían abandonado ese país. Escuchó que habían ido a Ginebra, por lo que salió a buscarlos. Como no tenía dinero para comprar el cargamento deseado, en Ginebra consiguió un trabajo en composición tipográfica y con sus escasos recursos comenzó a comprar los libros prohibidos. En el proceso conoció a Juan Pérez de Pineda, un reformador exiliado y traductor del Nuevo Testamento al castellano. Julián se convirtió en su asistente, pero a diferencia de Pérez, no pudo establecerse y quedarse satisfecho con una vida cómoda y segura cuando su gente precisaba la verdad.


Pronto lo encontramos cargando sus mulas con el cargamento de Nuevos Testamentos recientemente impresos en castellano, escondidos en el fondo de los barriles de vino especialmente construidos con ese fin. ¡Cómo debe haber orado mientras viajaba por el sur de Francia hacia la frontera española! Sabía que precisaba de la aprobación de la aduana en la frontera para aumentar sus posibilidades de supervivencia, reconociendo que era imposible escapar a todos los controles, a pesar de lo mucho que intentara. Compartía generosamente el buen vino Borgoña con las autoridades en la frontera, y Dios respondía a sus oraciones haciendo que le dieran la aprobación. En los días siguientes continuaría compartiendo su vino en los puentes y entradas de las ciudades donde era controlado. Cada vez Dios le dio gracia a los ojos de los inspectores, quienes regularmente abrían todos los bultos buscando los libros prohibidos. Julián llegó hasta su destino con sus Nuevos Testamentos. En los meses siguientes, este siervo incansable entregó la Palabra de Dios a cada grupo en lucha y estableció depósitos de Biblias y de otros libros a través del país También se convirtió en el agente de enlace entre los distintos grupos, relacionándolos unos con otros, como también con la iglesia mayor fuera de España.


No conocemos el número total de viajes que realizó; sólo sabemos por boca de sus enemigos que cientos de libros fueron traidos al país. También escribirían de las artimañas y ardides, luego descubiertos, que le habían posibilitado pasar. Sin embargo, pronto llegaría el día en que este siervo fiel sería llamado a pasar por una prueba y testimonio mayor.


En octubre de 1557, un herrero a quien Julián le había dado un Nuevo Testamento lo entregó a la Inquisición. Es probable que Julián se hubiera detenido en el negocio de ese hombre muchas veces y a través de los meses hubiera entablado cierta amistad con él. Pero este amigo falso, con el Nuevo Testamento en mano, lo traicionó entregándolo a la Inquisición.


Torturado con brutalidad en los meses siguientes, no expondría los nombres de los creyentes. Los inquisidores sabían que poseía secretos: el lugar de reuniones, los depósitos de libros y los nombres de los reformadores en España y fuera de ella. Estaban seguros de que la tortura continua lo haría revelar la información.


Obstinadamente confesó que sabía sobre todas las cosas acerca de las cuales lo interrogaban, pero que nunca respondería a sus preguntas. Para quebrantarlo trajeron a miembros de su propia familia, quienes le rogaban que no continuara en esa postura a fin de no ser torturado, pero fue en vano. Ni una sola vez siquiera susurró algún nombre, mientras era estirado en el potro de tormento. Un famoso historiador católico que fue testigo de gran parte del proceso comentó: «se comportó bajo la tortura con una fortaleza que fue más allá de sus habilidades físicas». También declaró que bajo la tortura más severa el prisionero no sólo mantuvo la calma, sino que también dijo a sus torturadores que habían sido vencidos. Cantaba de la victoria sobre el mal mientras era arrastrado a su celda.


Finalmente, luego de tres años de prisión y tortura llegó su liberación: el día en que sería quemado en la hoguera. La Inquisición había abandonado toda esperanza de lograr sacarle alguna información. Ese mismo día muchos de sus amigos también entregarían sus vidas por amor al evangelio.


Mientras era sacado del calabozo vio a sus amigos por primera vez en tres años. Se informa que la primera cosa que hizo fue animarlos a ser fieles hasta el fin: «¡Valor, compañeros! Es ahora que debemos mostrarnos a nosotros mismos que somos soldados valerosos de Jesucristo. Demos un testimonio fiel a su fe y a la verdad ante los hombres, porque dentro de pocas horas recibiremos el premio de su aprobación, triunfando junto con Él en la eternidad». Éstas son las palabras que Juan Pérez le atribuye. No sabemos si fueron los términos exactos, pero sabemos que los monjes lo sujetaron y amordazaron para que no pudiera ser oido.


Al llegar al lugar donde sería ejecutado, se arrodilló y besó el suelo. Luego se levantó y se colocó en la posición en que sería amarrado y quemado. Estuvo allí de pie en una actitud de recogimiento y oración, lo que llevó a unos de los sacerdotes a pensar que estaba pronto a entrar en razones. Desamarraron la mordaza y trataron de convencerlo de que se arrepintiera. Julián rechazó el ofrecimiento e inmediatamente rotuló al sacerdote de hipócrita, declarando que él también tenía estas convicciones, pero que debido al temor de los hombres no estaba dispuesto a seguir la verdad.


El fuego fue encendido inmediatamente, y pronto las llamas rodearon el cuerpo de Julián. De repente un guardia clavó su lanza en el cuerpo, liberándolo para la vida eterna.


El historiador católico Santibáñez posiblemente le dio la mayor alabanza cuando declaró: «Julián Hernández enseñó a hombres y a mujeres la mala doctrina de la reforma logrando exactamente sus propósitos, especialmente en Sevilla, donde su trabajo resultó en un verdadero nido de herejes. Era astuto sobremedida e ingenioso… Entraba y salía de cualquier lugar con completa seguridad en sus artimañas y engaños, avivando el fuego en cada lugar donde pisaba».


Asi murió Julián Hernández, un siervo fiel y humilde aun hasta la muerte. Pronto lo veremos con la corona de la vida.