por Samuel O. Libert
La Biblia nos enseña que las medidas disciplinarias deben aplicarse con justicia y sin ningún tipo de precipitación o apresuramiento. El dominio propio es para moderar nuestros impulsos, y evita que en nuestro deseo de servicio caigamos en el error de exagerar el sentido de la disciplina.
Vulgarmente se piensa que la disciplina en la iglesia se limita a las sanciones o sentencias que se aplican a los hermanos que cometen pecados más o menos escandalosos. Tales creyentes son «disciplinados» (suspendidos o separados de la membresía) y con ello se da por sentado que así la iglesia cumple su responsabilidad disciplinaria. En realidad, la disciplina en la iglesia consiste en la sujeción a los mandamientos del Señor, enseñando y sometiéndose al señorío de Jesucristo. Paradójicamente, el Señor quiere que tengamos dominio propio (2 Ti 1.7), pero Él también quiere tener el control de nuestra vida (ver, por ejemplo, Jn 15.1-17).
El dominio propio es para moderar nuestros impulsos, y evita que en nuestro deseo de servicio caigamos en el error de exagerar el sentido de la disciplina. Jacobo y Juan, cuando los samaritanos se negaron a recibir a Jesús, le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma?» (Lc 9.54). Ambos discípulos necesitaban más dominio propio, para no ceder a su celo imprudente. Por eso los reprendió Jesús.
En el mundo hay disciplinas de muerte. Pocas cosas hay tan bien organizadas y ordenadas como un cementerio. Allí los empleados tienen una disciplina cotidiana, y hay un continuo crecimiento porque todos los días reciben nuevos cadáveres que deben ser puestos en sus respectivos lugares. Hay iglesias bien «disciplinadas», bien «organizadas», pero, como la iglesia en Sardis, tienen nombre de que viven, y están muertas (Ap 3.1). La disciplina en la verdadera iglesia de Cristo es una disciplina de vida, no de muerte. Es una genuina disciplina espiritual, que se vive y se practica en todos los ministerios de la Iglesia según 1 Corintios 12, Efesios 4.1-16 y Romanos 12. Al ser miembros del cuerpo de Cristo, Él debe tener el control absoluto de nuestra propia vida.
Una iglesia bíblicamente disciplinada es depurada por el Señor, como su propio cuerpo, ya que Él «amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha» (Ef 5.24-27). Jesucristo, de este modo, discipula (disciplina) a la iglesia, para presentársela a sí mismo perfecta y resplandeciente. Si la iglesia toma conciencia de ese privilegio, la disciplina sobrenatural se hará evidente.
Ya he dicho que tradicionalmente el tema de la disciplina en la iglesia local se limita su consideración solamente a la actitud que debe asumirse ante la indisciplina de los miembros. En ese terreno es posible que la iglesia se constituya en una especie de tribunal civil que dicte sentencia según la naturaleza y la gravedad de la falta. Muchas iglesias tienen sus propios reglamentos, además de la Biblia, para juzgar a los presuntos culpables. En mi opinión, estos criterios no son los mejores, porque engendran otros problemas. Por ejemplo, ¿quiénes integran el «tribunal»?, ¿quiénes investigan la falta?, ¿quiénes deciden la naturaleza y extensión de las sanciones?, ¿debe llevarse el asunto a la asamblea de los fieles?, ¿deben comparecer ante la asamblea los miembros acusados?, ¿se les debe dar oportunidad para defenderse?, ¿es necesario registrar en las actas de la iglesia el nombre y apellido de los culpables, describiendo su falta y su castigo?, ¿qué precauciones hay que tomar para que los familiares del hermano disciplinado, espe-cialmente los niños, no sean seriamente afectados por el escándalo?, etcétera. Como veremos más adelante, debemos seguir el criterio recomendado por Pablo en Gálatas 6.1: «Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado». Pero esto no significa que hay que suprimir la disciplina en la iglesia.
El porqué de la disciplina
La disciplina en la iglesia es indispensable. Recordemos que el Antiguo Testamento dice: «Mejor es reprensión manifiesta que amor oculto. Fieles son las heridas del que ama» (Pr 27.5-6).
En el Nuevo Testamento hallamos al menos cuatro razones para que la iglesia ejerza la disciplina correctiva:
Notemos que hay diferencias en las sanciones disciplinarias indicadas. Por ejemplo, en el caso de 2 Tesalonicenses 3.15 se dice «no lo tengáis por enemigo, sino amonestadle como a hermano», y en el caso de 1 Corintios 5.13 se manda «quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros». Esto enseña que las medidas disciplinarias deben aplicarse con justicia y sin ningún tipo de precipitación, en forma proporcional a la magnitud de la falta.
El propósito de la disciplina en la iglesia es la protección del cuerpo de Cristo y la ministración al hermano caído. Sea por un enfrentamiento personal, una falsa doctrina, una vida desordenada, una actitud que engendra conflictos, o una conducta inmoral, el hermano que cayó en pecado ha roto su comunión con la iglesia y ha provocado una herida en el cuerpo, que debe ser sanada. La iglesia tiene que hacer todo cuanto esté a su alcance para restaurar al hermano caído. Si no lo consigue, tendrá que reconocer la existencia de esa ruptura de la comunión y la imposibilidad de restablecerla, lo que implica la separación del culpable. Esta separación no descarta la posibilidad de una futura restauración, si se produce un genuino arrepentimiento.
Sin embargo, la disciplina en la iglesia no es tan sólo punitiva; también es preventiva y didáctica (enseña a los creyentes, ver Hechos 5.11). Los pastores deben mantenerse en estado de alerta, para prevenir el peligro de la indisciplina. En este sentido la Biblia nos exhorta a permanecer «solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (Ef 4.3).
La Disciplina en la carne y en el Espíritu
La disciplina en la carne puede responder a un prejuicio o a una predisposición hostil, o ser causada por un abuso de autoridad eclesiástica, o tener su origen en la buena voluntad de quienes, actuando amistosamente, procuran ayudar al hermano caído, al margen del camino indicado por la Biblia. Por ejemplo, en las primeras décadas del siglo XX algunas iglesias aplicaban sanciones disciplinarias a los varones que se afeitaban el bigote, basándose en prejuicios religiosos propios de aquella época. Muchas medidas parecidas se fundaban en convicciones derivadas de la cultura o del contexto, sin fundamentos escriturales. En cuanto al llamado «abuso de autoridad eclesiástica» podemos mencionar el caso de Diótrefes, que «no recibe a los hermanos, y a los que quieren recibirlos se lo prohibe, y los expulsa de la iglesia» (3 Jn 9-10). Actitudes semejantes ocurren siempre en alguna parte, a causa de ambiciones o enemistades. En el polo opuesto están los que con generosa bondad quieren aconsejar al hermano caído sin seguir el proceso dispuesto por la Palabra de Dios y se limitan a usar únicamente recursos psicoterapéuticos, científicos, que tienen validez pero son estériles, en lo que concierne a la disciplina de la iglesia, si se prescinde de la Sagrada Escritura. Ese método humano es un acto de compasión, un gesto amistoso, pero absolutamente inútil para restaurar la comunión con el Señor y con su pueblo.
También podríamos llamar «disciplina en la carne» al esfuerzo que muchos creyentes hacen para alcanzar, por sus propios medios, las virtudes de una vida cristiana victoriosa. Con esa meta suelen desarrollar actitudes de fanatismo que ellos definen como pruebas de una mayor espiritualidad. Esta «disciplina en la carne» es mencionada por el apóstol Pablo en su epístola a los Colosenses 2.20-23. «Si habéis muerto con Cristo en cuanto a los rudimentos del mundo, ¿por qué, como si vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos tales como: No manejes, ni gustes, ni aun toques (en conformidad a mandamientos y doctrinas de hombres), cosas que todas se destruyen con el uso? Tales cosas tienen a la verdad cierta reputación de sabiduría en culto voluntario y en duro trato del cuerpo; pero no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne». Cuando en una iglesia se imponen estas normas carnales, es posible que se intente amonestar o «disciplinar» a quienes no las cumplen, como ocurrió cuando «algunos que venían de Judea enseñaban a los hermanos: Si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos» (Hch 15.1).
«La disciplina en el Espíritu» es la obediencia a los mandamientos del Señor. Esto se aplica a la iglesia tanto como al creyente. En Deuteronomio 4.10 leemos que Moisés recuerda que Dios le dijo en Horeb: «Reúneme el pueblo, para que yo les haga oír mis palabras, las cuales aprenderán para temerme todos los días que vivieren sobre la tierra, y las enseñarán a sus hijos». Dios quiere ser oído y obedecido por su pueblo (Dt 10.12-13). Pero no podemos obedecer si no tenemos el poderoso auxilio del Espíritu Santo. Para una vida disciplinada, obediente, es imprescindible el poder que el Espíritu nos imparte. Esto no podemos cambiarlo. Tampoco hay que confundir disciplina con rutina. Una iglesia con disciplina es una iglesia obediente a la voz de Dios, que no se limita a la simple conformidad externa con los mandamientos del Señor (lo que sería simple legalismo), sino que obedece de corazón, bajo el impulso del Espíritu Santo. Una iglesia que no tiene esa clase de disciplina no puede pretender que sus miembros sean obedientes.
Además, la iglesia que practica la disciplina en el Espíritu debe creer firmemente en la suficiencia de las Escrituras para ministrar a los miembros indis-ciplinados: «Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra» (2 Ti 3.16-17). El primer paso de este ministerio es hacer que el hermano caído reconozca su pecado (ver 1 Jn 1.9). Esto no significa que él deba confesar su falta delante de toda la congregación, pero sí es necesario que lo haga ante Dios y, en la mayoría de los casos, ante sus pastores o consejeros. Una función del Espíritu Santo es convencer al mundo de pecado (Jn 16.9). Pero la Biblia también dice «no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención» (Ef 4.30). Esta exhortación se encuentra en el medio de un pasaje que se refiere a la disciplina propia de la vida nueva en Cristo. La disciplina preventiva fundada en la Biblia contribuye a instruir a los creyentes acerca del rol del Espíritu Santo. La disciplina punitiva, también. Es muy notable que, en el primer episodio de disciplina punitiva ocurrido en la iglesia de Jerusalén, el apóstol Pedro haya dicho a Ananías: «¿Por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo?…«y repitiera después ante su esposa Safira: «¿Por qué convinisteis en tentar al Espíritu del Señor?» (Hch 5.1-11). En aquella acción disciplinaria punitiva el Espíritu Santo tuvo un papel protagónico que no podemos ignorar. La disciplina en el Espíritu es un tema muy serio. ¡Qué lección aprendió la iglesia de Jerusalén en esa inolvidable jornada!
Obviamente, si la disciplina es «en el Espíritu», la disciplina es del Espíritu. Y la disciplina del Espíritu no es un mero código de prohibiciones, sino el camino para ser mejores discípulos de Jesucristo. Casos como el de Ananías y Safira no se dan todos los días. En 2 Corintios 3.17-18, leemos que «el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor». La disciplina del Espíritu no es una cadena que nos esclaviza. En su discurso de Romanos 8, el apóstol Pablo declara solemnemente: «La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte». Por eso no podemos reducir la disciplina del Espíritu tan sólo a los ámbitos del castigo. La disciplina del Espíritu actúa siempre en el ámbito del fruto del Espíritu, cuya descripción comienza con la palabra amor.
Cómo disciplinar a una persona que está en pecado – Mateo 18
Es oportuno observar que, entre las cuatro razones que ya vimos para que la iglesia ejerza la disciplina correctiva, Jesús solamente eligió una para indicarnos el procedimiento a seguir. Se refirió exclusivamente a los casos de hermanos enfrentados entre sí, ofendidos, incapaces de perdonar, que no restablecen los vínculos de la comunión fraternal. Según leemos en Mateo 18.15-17, Jesús enseñó que el hermano herido deberá tomar la iniciativa, e ir a entrevistarse a solas con el ofensor, y tratar de solucionar entre ambos el problema, procurando así la reconciliación («si te oyere, has ganado a tu hermano»). Si ese objetivo no se logra, el hermano ofendido tendrá que llevar uno o dos testigos (imparciales y veraces, ver Dt 19.15-20), dispuestos a colaborar en el propósito conciliador, que lo acompañen para hacer así otro intento. Y si el ofensor rechaza ese segundo esfuerzo, el caso será planteado a la iglesia para seguir buscando una solución fraternal. Pero si el ofensor no se somete a la mediación y el consejo de la iglesia, deberá ser considerado como un inconverso. En el resto de las Escrituras no hallamos otras instrucciones de Jesús en cuanto a la manera de disciplinar a una persona que está en pecado. Sabiamente se supone que, si el Señor no dio otras instrucciones, ese único camino que Él señaló es el que debiera seguirse en cualquier otro caso de disciplina a una persona que está en pecado. Primero, una entrevista a solas. Segundo, si eso no da resultados, otra conversación reservada, ante uno o dos testigos idóneos y confiables. Y si ello tampoco da frutos, llevar el asunto a la iglesia. A esta altura del proceso, la iglesia tiene que hacer un nuevo intento para solucionar el problema. Si el culpable no acepta la intervención y la decisión de la iglesia, la única alternativa que resta es la sanción disciplinaria indicada por Jesús.
En la práctica, lo que suele ocurrir con alguna frecuencia es que el ofensor se niega a someterse al procedimiento recomendado por Jesús, y rechaza cualquier tipo de entrevistas sobre el asunto en discusión. Y, por otra parte, no es raro que el propio ofendido se niegue a seguir los pasos indicados por el Señor. Cuando el problema no consiste en un enfrentamiento entre hermanos, sino en otro tipo de pecados cometidos por un solo culpable (o por varios), la resistencia a transitar el camino señalado por el Maestro también puede producirse. En casos excepcionales, hay miembros que, al sentirse públi-camente avergonzados por sanciones disciplinarias en su contra, recurren a los tribunales civiles para iniciar juicio contra sus iglesias (un jurado condenó a la Iglesia de Cristo en Collinsville, Oklahoma, a pagar a Marian Guinn una indemnización de 250.000 dólares, por daños y perjuicios sufridos a causa de la disciplina). Eso ocurre particularmente cuando el asunto se trata con poca delicadeza y toma características de notorio escándalo. Desde luego, y pese a todo, cualquier caso de absoluta intransigencia, de obstinada rebeldía, de pertinaz rechazo de la exhortación de la iglesia, requiere que el culpable sea tenido «por gentil y publicano» (Mt 18.17), es decir, como ajeno al cuerpo de Cristo.
En todos los procesos de disciplina, para seguir la dirección del Espíritu Santo y para evitar complicaciones como las ya comentadas, o solucionarlas, es indispensable la oración. Todos lo sabemos, pero no siempre lo tenemos en cuenta. Orando evitamos el peligro de caer en la disciplina carnal. Orando suprimimos o suavizamos las filosas aristas de los más difíciles procesos disciplinarios. Orando se sanan las heridas que se hayan producido y se calman los dolores de la congregación. Orando se allana el camino para la restauración de los caídos y la recuperación anímica de sus familiares y amigos. Orando recibimos fortaleza del Señor para afrontar la crisis y proseguir la marcha. Orando mantenemos la disciplina del ejército de Cristo en esta hora crucial. «Y oramos a Dios que ninguna cosa mala hagáis… y aun oramos por vuestra perfección» (2 Co 13.7-9).
Samuel O. Libert, de nacionalidad argentina, evangelista internacional, maestro de Biblia y pastor por más de 50 años. Actualmente es pastor de una iglesia Bautista en Rosario, Argentina. Autor de varios libros y centenares de artículos y folletos. Copyright Apuntes Pastorales – DesarrolloCristiano.com todos los derechos reservados.