Algo más sobre la oración

por Alberto Scataglini

“Si tú no puedes hacer nada que sirva, por lo menos puedes orar”. El que así dice da a entender que el ministerio de la oración es algo de tan poco valor que se relega a las personas que tienen poca capacidad.

En el año 1979, Editorial Vida publicó el libro titulado: «La Brújula para el Ministro Evangélico», escrito por una veintena de pastores latinoamericanos. Apuntes Pastorales ha tomado parte de ese libro para complementar en este número el tema de la oración. © Editorial Vida, 1979. Usado con permiso.


Es cierto que cualquier persona puede aprender a orar, pero igualmente cierto es que el Ministro de más capacidad, de todas maneras será un fracasado si no mantiene constante su comunión con el Señor. Tanta importancia tiene esta fase del ministerio, que se comienza este libro con el tema de la oración privada del Ministro. Aunque aprenda bien los temas de todos los otros capítulos, aun cuando pudiera llevar a la práctica todo lo demás que se aconseja en este libro, si no es fiel a la oración, no podrá ser fiel a Dios en el desempeño del ministerio que se le ha encargado. Vamos a pedir al que nos ha llamado, pues, que nos ayude a aprender a orar.


1. La importancia de la oración privada


¿Qué hubiera sido Moisés si no hubiera pasado tiempo en comunión con su Jefe? Después de sus conversaciones privadas con el Eterno, podía bajar con la autoridad de la palabra que Jehová había dicho y actuar de acuerdo con ella. Así construyó el tabernáculo. Había oído claramente la recomendación divina: «Mira y haznos conforme al modelo que te ha sido mostrado en el monte». (Ex. 25:40).


El mismo Hijo de Dios, siendo divino, pasó más tiempo en la oración privada que nadie. La comunión con su Padre era vital para mantener su ministerio. Pasó más tiempo en la oración antes y después de momentos de crisis: cuando escogió a sus doce discípulos, cuando multiplicó los panes y los peces, cuando Judas lo traicionó y aún en la cruz.


Los discípulos se impresionaron en gran manera con la costumbre de Jesús de orar. «Señor, enséñanos a orar», fue tal vez su primera petición. Se ve que aprendieron la lección. Más tarde, en una crisis, los encontramos reclamando dirección y poder, para ministrar con denuedo a la humanidad. (Hch. 4:23-31).


El apóstol Pablo aprendió la importancia de la oración. ¡Cuántas veces menciona que ora día y noche por las iglesias! Y pide que los hermanos lo eleven a él en oración también. (Col. 4:3).


Si no fuera suficiente el ejemplo de los representantes de Dios para convencernos de la importancia de la oración, la misma lógica lo haría. Si el representante de una nación tiene que mantenerse en contacto con los dirigentes de su país, así también los representantes de la patria celestial, tenemos el deber y la absoluta necesidad de escuchar la voz del Gobernante Supremo, de hablar con él, de abrir el alma ante él con toda sinceridad.


Recordemos que la oración privada es de suma importancia, sencillamente porque somos insuficientes para enfrentar lo que nos espera cada día. Necesitamos fortalecernos para combatir al enemigo. Solamente por medio de la oración podremos alcanzar el conocimiento y sabiduría divinos para adoptar mejores decisiones ministeriales.


Otra razón por la cual la oración tiene una importancia singular en la vida del Ministro, es el hecho de que Dios merece nuestro reconocimiento, gratitud y adoración. Casi instintivamente el ser humano siente el impulso de expresar a uno que le ha sido un benefactor, su gratitud. Al Ministro que no halla el tiempo para decirle a Dios lo mucho que le agradece sus múltiples favores y su gran misericordia, una palabra le queda bien: ingrato.


2. El pecado de la poca oración


Vivimos frustrados por la falta de tiempo. Pero a veces llegamos a emplear el mismo problema como una excusa, que nos libre de nuestra obligación y necesidad de practicar la oración. No es asunto de ver si uno encuentra el tiempo para orar o no. La orden es categórica: «Orad sin cesar». El que no la cumple, se secará, se volverá profesional. Será débil, sin fe, sin valor, lleno de incertidumbre y temor. La paz y el gozo se le esfumarán.


No se puede dejar de respirar por mucho tiempo, aunque no tenga deseos de respirar o le falte el tiempo para hacerlo. La oración es la respiración del alma que nos permite tomar aire puro y vivir sanos, disfrutando de una vida espiritual plena. El ministro que no procura siempre ese «aire puro», se morirá tan seguro como el que deje de respirar el oxígeno. Pregunte a los que han terminado en fracasos vergonzosos, si habían mantenido la costumbre de orar con toda el alma, antes de caer. El agotamiento espiritual muchas veces no se nota al empezar a faltar la comunión diaria con Dios, por eso es más peligroso.


Si el orar es presentarse ante Dios y reconocer que es el Ser supremo, dejar de orar significaría dar poca importancia a su soberanía, darle poca importancia a su voluntad. ¿Quién será tan necio como para ignorar al Eterno Ser supremo y echar a un lado sus maravillosos propósitos? Dios nos libre de semejante insurrección.


No orar es desconocer lo que Dios quiere hacer. Poco éxito tendría el empleado que se pusiera a trabajar sin saber lo que se propone hacer su patrón. Muy pronto sería despedido. Es inconcebible que el embajador de un país actuara sin conocer los deseos de su gobierno. Muchos enviados, sin embargo, del Comandante Celestial salen a realizar las obras sin estar realmente enterados de lo que él desea que hagan. ¡Qué atrevimiento! ¡Qué falta de respeto y consideración!


3. Dificultades en orar


Entre los muchos peligros que acechan al Ministro, el mayor es: no sentirse motivado para orar. Jesús les preguntó a sus discípulos por qué no habían podido quedarse despiertos para orar. Habían preferido quedar en el monte de la transfiguración por más tiempo; pero ahora, en el momento en que más necesitan orar, no sienten el deseo de hacerlo.


Las grandes batallas espirituales, físicas y económicas que tiene que afrontar el Ministro, se tornan en victorias mediante la oración.


Uno de los obstáculos en la oración es esa impresión de no «sentir» la presencia de Dios. Pero Dios no se aleja de sus siervos. El Maestro dijo: «Yo estaré con vosotros todos los días». Falta solamente reconocer su presencia que se hace real cuando creemos. El que ora, puede hacerlo creyendo en la promesa divina de que Dios lo oirá: «pero tienes que pedirle con fe, sin dudar nada…» (Stg. 1:6).


Otra dificultad en la oración: el pedir mal. Si uno ora con motivos impuros cuando utiliza las promesas bíblicas con fines egoístas, se engaña a sí mismo y la oración llega a ser infructuosa. Sirve solamente para estorbar la comunión y debilitar la vida espiritual.


La oración verdadera requiere consagración, una entrega total y sin reservas. De lo contrario se contrista al Espíritu Santo. Por eso el Señor dice: «Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt. 5:8). El que ora con engaño, dualidad, espíritu no perdonador, falta de amor, pecado no confesado, no cumple el requisito mínimo para mantener esa comunión constante y vital con el Altísimo. «…vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír» (Is. 59:2).


La oración impositiva, que fija pautas al Soberano y le insiste cómo debe obrar, es una osadía. No se puede exigir que el Todopoderoso responda a nuestra voluntad o a nuestro modo de pensar, encasillando su libertad de actuar. Jesús mismo dijo: «No sea como yo quiero, sino como tú» (Mt. 26:39). Dejemos obrar al Señor. Mantengamos la actitud de María que dijo: «He aquí la sierva del Señor, hágase conmigo conforme a tu palabra». (Lc. 1:38).


4. La eficacia de la oración


La eficacia de la oración radica fundamentalmente en la voluntad de Dios. El es soberano y hace como quiere, pero obrará en respuesta a nuestra oración. Muchas veces la oración nuestra determina la acción suya. Fíjese cuántas veces las promesas en la Biblia hablan de una respuesta. «Pedid, y se os dará» (Mt. 7:7). «Pedid todo lo que queráis y os será hecho» (Jn. 15:7). La verdadera oración es eficaz porque tiene respuesta de Dios.


La oración cambia la situación. Si tenemos pensamientos de temor o incertidumbre, pueden ser cambiados si Cristo conversa con nosotros. La oración alimenta el pensamiento, siembra la buena semilla en la mente. Todo pensamiento que se anida en el corazón, tarde o temprano será puesto en acción. Cristo es quien llena el corazón con sus pensamientos; él controla así la mente y dirigirá nuestro ministerio. Dios guardará nuestros corazones y pensamientos (Fil. 4:7-9).


La oración se convierte en un medio por el cual Dios nos guía. Cuando al pueblo de Dios le faltó agua y pan en el desierto, Moisés fue guiado y enseñado por Jehová en la oración. Josué fue dirigido en las tácticas de la conquista, por la oración.


La oración es eficaz también para ayudarnos a resistir al enemigo y a sus asedios. Orando encontramos la fortaleza divina que nos asegura la victoria. Seamos muy prontos para clamar en oración, cuantas veces sintamos que las corrientes malignas nos arrastran.


5. Cómo ser un hombre de oración


Hace algunos años, un médico diagnosticó a una joven paciente que su desgano para trabajar y estudiar podía estar causado por deficiencias vitamínicas, y que se recuperaría rápidamente con un sencillo tratamiento. Pero añadió que si, en cambio, la causa era la falta de voluntad, estaría fuera de su competencia profesional resolver el problema. Así es la oración. Se llega a ser un hombre de oración por el camino de la voluntad persistente. Si no existe la mínima disposición sería inútil toda regla para tener éxito.


El más interesado en que tengamos una vida de oración, sin embargo, es el diseñador de ella, Cristo Jesús. Hallamos un cuadro conmovedor de este intenso deseo del Señor de participar en una verdadera comunicación con una iglesia en Apocalipsis 3:20. La misma figura puede ilustrar el caso en la vida de algunos ministros. Cristo llama, golpea, busca atraer nuestra atención. Da tristeza pensar que golpea a la puerta del corazón de un Ministro para tratar de interesarlo en una participación más íntima con él («entraré») y en una comunión («cenaré con él»). Pero todo depende de la voluntad del Ministro («Si alguno oye mi voz…»).


El Ministro no llegará a ser hombre de oración si no aprende a adorar. Si Dios se esfuerza por encontrar verdaderos adoradores, es porque considera de mucha importancia la adoración (Jn. 4:23). De gran importancia en el desarrollo de una vida de oración es, por lo tanto, la práctica de rendir culto a Dios en privado.


Para entrar en una actitud de tributar homenaje al Eterno, es maravilloso dedicarse a la meditación y a la contemplación.


Cultivemos la costumbre de meditar en todo momento. Mientras viajamos o realizamos tareas en nuestro cuarto o en el templo, mientras leemos o escribimos, contemplemos continuamente la hermosura de nuestro Señor. Tal vez nos haga dejar por un momento el lápiz o el martillo para introducirnos en el éxtasis de la adoración que nos haga oír su voz, sentir su gloria, su fuerza, su ayuda y la seguridad de que El nos acompaña. En tales momentos se aclaran los pensamientos. Llegamos a ver lo que antes estaba encubierto. Cuando estamos frente al espejo de la adoración, el Señor nos indica los errores de carácter y personalidad. Nos corrige, nos mueve al arrepentimiento.


Algunas veces he sido despertado en la noche con algún pensamiento. Al escribirlo me he percatado de que no era mío sino de Dios. El Señor había llegado nuevamente a la puerta para llamarme. Me había llamado y esperaba que le respondiera («Cenaré con él y él conmigo»).


La práctica de la meditación puede ayudar cuando la mente se cansa y divaga en los contratiempos de la vida, antes que en las cosas que dan vida. Lo que tenemos que hacer es persistir una y otra vez en volver al pensamiento espiritual, a esa meditación en la bondad de Dios. Así forjamos el hábito de apartarnos de toda trivialidad que nos rodea y nos concentramos en el Señor. Así quedamos libres de interferencias, en la comunión con nuestro mejor Compañero.


Luego de la adoración brota espontáneamente la alabanza. Debemos alabar al Señor por la paz recibida y las victorias obtenidas, por el gozo y la salud. La alabanza expresa hechos concretos, agradeciendo a Dios sus virtudes a través de la vida práctica, en la iglesia, en el cuarto de oración y en todo lugar. Viviendo así, el Ministro verá que podrá elevar al Señor un continuo perfume de loor. Dios habita en medio de un pueblo que lo alaba (Sal. 22:3).


Pero el Ministro no debe alabar a Dios solamente por lo bueno que ha recibido. La instrucción clara de Pablo es que demos gracias a Dios en todo. El Ministro tiene que ser el primero en recordar que todo obra para bien de aquellos que aman a Dios (Ro. 8:28). Si tiene fe en que Dios todo lo hace bien, aprenderá a alabar a Dios por las pruebas, por los contratiempos, por los que le llevan la contracorriente. En los momentos en que no sienta la más mínima motivación para alabar al Señor, se lo debe hacer con más ahínco que nunca. Sea el Ministro uno de aquellos que encuentran su delicia en el Señor y que lo alaban continuamente.


El que desea ser un hombre de oración practicará también la confesión sincera. ¿Qué es la confesión? La idea del vocablo es reconocer algo. Tiene que ver con nuestro testimonio personal, lo que decimos o hacemos según sea bueno o malo. Nuestra confesión señala a Cristo o lo niega. El verdadero hijo de Dios confesará, proclamará que reconoce a Cristo como Señor. Dará testimonio al mundo de que Jesús es el Hijo de Dios y no se avergüenza de El.


Pero la idea de la confesión en la oración es reconocer delante de Dios con verdadero arrepentimiento las faltas cometidas. Se hace con el fin de pedirle perdón y que le ayude a ser victorioso. No alcanzaremos el perdón sin la confesión.


No hay felicidad más grande que sentir el perdón del Señor (Sal. 32:1-2). Los ángeles hacen fiesta en los cielos por los arrepentidos y confesos. Cristo expió nuestras culpas para que tengamos gozo permanente. Ninguna falta debe empañar este gozo. Si la hubiere, debemos confesarla para que el Señor la quite.


El no confesar reporta tristeza. Por eso muchos Ministros viven espiritualmente secos, sin ánimo para glorificar a Dios en todo. Viven como si una nube negra hubiese cubierto el sol. Para que nuestro gozo sea cumplido, debemos estar a cuenta con Dios indicando todas las faltas que puedan separarnos. La confesión no es sólo un reconocimiento de las faltas y pecados, sino también el medio para apropiarse del perdón que trae gozo y paz al alma.


Los Ministros haremos bien en hacer un sincero examen de nuestra vida y ministerio, dando cuenta de los hechos, palabras, pensamientos, sentimientos y aún de lo correcto que dejamos de hacer. Tenemos que confesarlo todo a Dios a quien hemos ofendido. Los que aconsejamos tanto a los hermanos que se examinen antes de participar de la Santa Cena, ¿lo haremos nosotros mismos? (1 Co. 11:28-31).


Tenemos que pensar seriamente si ha pasado algo entre nosotros y otro hermano para ir a confesárselo. La Biblia admite que lleguemos a enojarnos con alguien, pero que el enojo no dure mucho tiempo. Si nos enojamos, no pequemos –es decir, no permitamos que el enojo dure todo el día (Ef. 4:26-27) –. El hombre de oración es el que confiesa sus faltas a Dios y a quien ha ofendido.


El hombre de oración será también un intercesor. Una de las funciones más importantes del sacerdote en el Antiguo Testamento era la de ser mediador entre Dios y el pueblo. La verdad es que el vocablo «pontífice» tiene la idea de «servir de puente». Esta hermosa parte del ministerio hace que el Ministro se olvide de sí mismo para mirar y compartir la necesidad del otro. Abraham oró, interviniendo a favor de su sobrino hasta recibir la respuesta del Señor. Interceder es entrar en el lugar santísimo para implorar como abogado de las personas a quienes uno ministra. Es estar ante el mismo trono del Omnipotente para pedir por otros.


Jesucristo es nuestro máximo ejemplo de intercesor. Es el único mediador entre Dios y los hombres. Intercedió por sus discípulos. Rogó por Pedro para que su fe no declinara, por los que lo crucificaron. En su aspecto sacerdotal entró en el lugar santísimo obrando la redención. Pidió que el Espíritu Santo fuera enviado a sus seguidores. intercedió por nosotros en su oración de Juan 17:20. Lo continúa haciendo hoy.


Una de las glorias más grandes del Ministro es unirse con Cristo en esta obra sagrada de la intercesión. Mientras lloramos por el pueblo, sabemos que no estamos solos. Y podemos contar también con la ayuda del Espíritu Santo quien intercede por nosotros conforme a la sabiduría de Dios (Ro. 8:26-27).


Este ministerio de la intercesión es el más secreto, el más angustioso. Nadie lo ve. Pero todos sienten sus efectos. La intercesión por otros era la práctica normal de los apóstoles y quiera Dios que se pueda decir lo mismo de nosotros hoy día.


El Ministro pocas veces pierde la costumbre de orar en público, porque todos lo miran y esperan oírlo. Sería el escándalo del siglo si delante de una congregación se negara a orar, si dijera que no tiene deseos de hacerlo o que no tiene tiempo. Pero es tan diferente la oración privada del Ministro… Parece que nadie sabrá si es hombre de oración privada o no. pero en el momento de crisis, sí se verá si el Ministro ha sabido desarrollar su vida de oración privada. Y sobre todas las cosas, El que lo ha llamado sabrá hasta dónde haya sido fiel en lo que más importa en el cumplimiento de su ministerio: en la comunión íntima y privada entre los dos.


Apuntes PastoralesJunio – Julio / 1985Vol III, número 1