por Miguel Angel de Marco
Hay una carga muy grande que llevo en mi corazón. Es una de esas cargas difíciles de enfrentar, y que al final terminan quedando para ser resueltas más adelante. (¡Cuánto queda para después!).
Que porque tengo mucho trabajo con mis ministerios…, que porque lo urgente…, que por la vorágine de los tiempos…, que porque… y así sigue la carga. Allí. Presente. Mis amigos más íntimos conocen esta carga, porque cada tanto les perturbo la vida con algún proyecto fabuloso para enfrentar el problema, queriendo asociarlos en el trabajo; proyectos que, hasta ahora, siguen quedando para más adelante. Trato de, aunque más no sea, hacer mi parte pequeña; pero la carga sigue insatisfecha.
Cada tanto encuentro iglesias que están trabajando en ello. ¡Y alabo a Dios por lo que hacen! ¡Y mi corazón se llena de genuino gozo por ver esos ministerios! ¡Y los felicito! ¡Y los aliento! ¡Y…, me acuerdo de mis proyectos y me digo: ¡¿Cuándo tendrás un poco de tiempo para eso?! ¿Cuándo dedicarás tiempo y fuerzas y animarás a algunos a que te acompañen a hacerlo?!!!.
Siempre tengo mis excusas, que más que excusas son razones, como estar haciendo lo que Dios me ha llamado a hacer, ya sea como siervo de su iglesia, como misionero, esposo, padre. Pero además de mis razones, sigo teniendo mi carga.
¿Y por qué escribo, entonces? ¿Por qué escrito si no he trabajado más sobre eso? Por que me siento como Pedro, cuando a la puerta del Templo le rogaron por dinero. Era algo que no podía dar, y asimismo, él sintió la carga y dijo: No tengo plata ni oro, más lo que tengo te doy…
Y como tengo este papel y esta posibilidad de escribir, ¡pues, lo que tengo, doy!
¿Sabe cuál es mi carga? Nada más y nada menos que la grande, la imponderable, la vergonzosa y profunda deuda de efecto, de cuidado, de honra y de respecto que tenemos para con nuestros ancianos.
Cada vez que veo a alguien que caminó tantos años y que ahora no puede vivir dignamente, que cuando habla, en el mejor de los casos, se lo deja terminar y se continúa como si nada hubiera ocurrido, que no se los invita a las reuniones sociales más atractivas porque no aportan nada, cada vez que veo eso, en mi interior algo se duele, algo clama por indignación, algo muere.
Me gustaría poder hacer cada tanto un retiro o campamento de cinco o seis días especiales para los mayores de sesenta. Me gustaría alquilar un autobús cada quince días y llevarlos de paseo por cuatro o cinco horas, en una tarde. ¡Cuánto daría por poder organizar talleres artesanales y brindarles, oportunidades para trabajar la arcilla, la madera, las lanas y tapices! ¡Y qué grandioso sería buscarles formas de servir a Dios, más allá del mero hecho de entretenerlos! ¿Se imagina qué hermoso sería trabajar para que los jóvenes y adolescentes ¡y todos! disfrutemos y hagamos disfrutar a nuestros viejos, como cariñosamente los llamamos?
No voy a abandonar fácilmente esta preocupación y levarme las manos con un mero artículo. Seguiré insistiendo en ver cuál es mi parte en el asunto, pero… lo que tengo, empiezo a dar. Por eso convierto en letras ésta, mi carga; porque podemos hacer mucho por ellos, como iglesia que responde a quien los ha guardado con vida hasta aquí.
El tiene un propósito para la tercera edad. Si así no fuera, nos llevaría antes de que llegáramos a ese punto. Pero además de tener un propósito para ellos (y por eso es importante aprender a ser buenos ancianos), El tiene planes para con nosotros, respecto de los ancianos. Quiere que los honremos (Dt. 5.16 y 27.16), que los cuidemos (1 Ti. 5.4), que los obedezcamos (Ef. 6.1-2; Lv. 19,3) que los escuchemos (Pr. 13.1), que los alegremos (Pr. 10.1;15.20).
Honrar a los mayores es hacer justicia, es aprovechar su inmenso caudal de vida ya peregrinada, es obedecer al Creador, es invertir en quienes ya invirtieron mucho…, y es mostrar a nuestros hijos un buen modelo de lo que ellos deberán hacer con nosotros.
Honrar nuestros mayores es honrar a la vida, es honrar a Dios, el Autor y Dador de esa vida. Es también honramos a nosotros mismo.
Hay muchos ancianos que disfrutan de gozo espiritual y están cosechando los buenos frutos de lo que sembraron en toda su vida. Pero hay también muchos corazones grises, olvidados, con sus ojos cansados y vencidos, mirando, no sin dolor (y a veces con mucho rencor), cómo las fuerzas son menos, los dolores más, el dinero muy escaso y la aceptación social que se reduce día tras día; una soledad que se duplica en cada jornada.
Y aunque no hayan vivido santamente, Dios los ama igual. Para El no hay viejos ni jóvenes, ni lúcidos ni seniles, El no discrimina entre los que merecen y los que no (al fin, ¿quién merece algo?). Para El solo hay pecadores para perdonar y salvar, vidas tristes a las que quiere darles vida abundante y ríos de agua vida.
Para eso murió y resucito Jesús. Para eso vino su Espíritu, y para eso el Señor fundó una iglesia, para cobijar al triste, al vencido, al resignado.
Y cuando esos ríos de agua vida fluyan de los corazones de los ancianos que tenemos entre nosotros, una gran bendición recibiremos en el seno de nuestro congregación y de nuestro corazón. Porque un anciano gozoso es un don precioso para quienes lo rodean.
Apuntes Pastorales, Volumen VII número 4