Hombres de los cuales el mundo no es digno

por Enrique Zapata

Al entrar en aquella iglesia conté y sólo éramos seis asistentes. Unos minutos más tarde entró el séptimo «feligrés», quien tras olfatear, en la búsqueda de un buen lugar para dormir, se ubicó debajo del último banco. El pastor comenzó el culto, cantamos lo mejor que pudimos, sin instrumento alguno, pero con gratitud en nuestros corazones.

Estuve de paso ese domingo en aquel pueblo chico de las sierras y había buscado el no perderme un domingo sin compartir un culto de adoración y escuchar la Palabra de Dios. Fue así que busqué un lugar en esa iglesia que me era desconocida (de la misma manera en que yo lo era para ellos), tomé asiento y me dispuse a disfrutar del culto. Al llegar al mensaje, el pastor predicó un hermoso y profundo sermón que, se apreciaba, había preparado con mucha oración y estudio. Dios habló poderosamente a mi corazón y ministros a mi vida. Este hombre había sido fiel en el ministerio que Dios le había dado. El no pensó: «¿Para qué preparar todo un sermón para sólo los cinco o seis que vendrán?». No; él lo había preparado por amor a Dios, y Dios mismo era su primer auditorio. No pensó en números sino en ser fiel en nutrir a sus hermanos con alimento sólido.


No son muchos los mensajes que me han hecho tanto bien como aquel, en la iglesia serrana. Allí había un hombre humilde, que ganaba su pan con gran dificultad, pero que caminaba con su Dios y lo conocía, poniendo en mi corazón la sed de tener una vida como la del él. Sentí vergüenza al recordar las veces que había sido negligente en mi preparación para un grupo chico.


Cierto domingo estaba sentado en medio de un círculo de quince personas, en un pueblo chico, al aire libre. Algunos de los niños, los más grandes, completaban el grupo; los más pequeños jugueteaban alrededor. Guillermo y Mary, los dueños de casa, habían sido fieles a su Señor desde su conversión. Tanto ellos como su pastor, Néstor (que viajaba al pueblo desde otra localidad para ministrarlos), habían testificado de la verdad, predicado la Palabra, amado a la gente y hecho muchas obras de bien como, por ejemplo, alimentar muchas veces a niños ajenos que no tenían para comer. A pesar del trabajo abnegado, parecía que su grey nunca avanzaba. Habían ganado a varias familias para Cristo pero pronto se mudaban a la ciudad para conseguir trabajo. Aun si todo el pueblo se convirtiera, nunca llegaría tal congregación a ser una «iglesia grande», por lo pequeño del poblado. Pero eran fíeles aunque nadie aplaudiera el trabajo de ellos. Su pastor no viaja cada semana al pueblo por la ofrenda que los hermanos le dan. Al contrario, seguramente descubriríamos que él ha puesto más de su dinero para ayudarles de lo que ha recibido, EI nunca será invitado a una conferencia de pastores para disertar acerca de las dificultades que han pasado y dudo que una editorial lo contrate para escribir un libro sobre la tarea pastoral. Sin embargo, si el reconocimientos aquí en la tierra fuera igual que en el cielo, él lograría más que yo por su amor y su entrega. Son hombres de los cuales el mundo no es digno. Lamentablemente, muchas veces nosotros, como cristianos, tampoco los tenemos por dignos.


Eugenio es el pastor de una iglesia chica en la precordillera. Por años ha servido a su Señor allí en gran soledad. En una conferencia nos hicimos amigos y me contaba, con lágrimas, que en sus veinte años de ministerio en la montaña nunca había sido visitado por algún líder de su denominación. Si invitan a algunos de los «grandes», estos nunca tienen tiempo, pero él sabe que esos mismos tienen tiempo para visitar otras iglesias, más grandes, con más prestigio, (o de mayores ofrendas). «¡Cuánto bien le haría a la grey y al pueblo si alguno pudiera venir aunque sea una sola la vez!», me decía.


Mario y su esposa luchan por sobrevivir. Fueron tentados a volver a la ciudad de donde habían salido como misioneros; sin embargo, el amor a sus varios hijos adoptivos hizo que se quedaran.


En una reunión de líderes, se me acerca y me ofreció pagar la suscripción de nuestra revista en cuotas para poder recibirla. Contó cuánto ganaba por mes como maestro en el pueblo. Pude también que junto con su esposa habían adoptado a unos cuantos niños que habían sido abandonados. Aquí tenía yo a un hombre noble, dispuesto a sufrir para que otros conocieran del amor de Cristo. El no pensaba que otros le debían algo por ser un siervo del Señor; nunca se le hubiera cruzado por su cabeza. Me hizo sentir vergüenza ajena por aquellos que tienen su buen automóvil su casa y su vida más fácil pero piensan que el mundo cristiano les debe poco menos que la vida.


Hay veces que estos hombres me han expresado con lágrimas su soledad, su sufrimiento, el ser menospreciados por sus colegas más preparados o de «iglesias exitosas”. Muchas veces se han sentido desanimados cuando sólo vienen cinco a una reunión después de años de trabajo y lucha. Sienten dolor al no ver respuesta en su pueblo cuando han orado y predicado con todo su ser. Se sienten abandonados al ver que esos niños que han formado con tanto amor, al llegar a su juventud, se van a las grandes ciudades para tener una mejor vida. Por otro lado, estos hombres sufren ansiedad por ir a las conferencias de pastores a escuchar cómo sus iglesias “debieran haber crecido». Deben reprimir la tentación a exagerar cuando se les pregunta acerca de sus bautismos en el último año. Jamás son elegidos en las comisiones (mucho menos en cargos), rara vez son invitados a predicar en otro lugar y nadie los felicita por haber perseverado en su lugar, por haber aguantado el dolor, la pobreza y el menosprecio, habiendo hecho un trabajo que nadie desea.


Estos hombres y miles de otros como ellos (¡y qué de sus esposas!) son verdaderamente grandes en el Reino de los Cielos. Cientos de hombres como ellos están ministrando en la selvas, las montañas, en los barrios pobres de nuestras grandes ciudades. Tal vez es tiempo de terminar con nuestras actitudes mundanas de medir a los hombres por sus títulos, por los números que mueven, los lugares que ocupan y el atavíos exterior.


Reconozcamos y escuchemos a estos «grandes desconocidos». Apoyemos, visitemos, ¡y aprendamos de ellos!, «porque de los tales es el Reino de los Cielos». ¡Adelante!


Apuntes Pastorales, Volumen VII – número 5