Paz

por Jorge Whitefield

Una gran bendición que Dios puede dar a una nación o a un pueblo es concederle ministros fieles, sinceros y honestos. Pero así como esa clase de ministros constituyen gran bendición, también pueden ser una gran maldición si son son guías ciegos, no regenerados, carnales, tibios e inexpertos.

«Y curan la herida de mi pueblo con liviandad, diciendo: Paz, paz; y no hay paz» Jeremías 6.14


PREDICADORES DE UNA PAZ HUECA


Y así es que, en todos los tiempos, encontramos que han habido muchos lobos vestidos de ovejas, que se cubrieron con un leve barniz de piedad y que profetizaron cosas mucho más livianas de las que Dios conoció. Y así como era entonces lo es ahora también; hay muchos que corrompen la Palabra de Dios y la usan engañosamente. Así ocurrió en tiempos de Jeremías. Y el, fiel a su Señor, fiel a quien lo había empleado, no dejó de abrir su boca ocasionalmente contra ellos y de sostener un testimonio noble que honraba a aquel Dios en cuyo nombre hablaba. Si usted lee su profecía encontrará que nadie habló más en contra de tales ministros que Jeremías. En el capítulo del cual tomamos el texto del epígrafe habla muy severamente contra ellos. Los acusa de varios crímenes; particularmente de avaricia: «Porque», dice en el verso trece, «desde el más chico de ellos hasta el más grande, cada uno sigue la avaricia; y desde el profeta hasta el sacerdote, todos son engañadores.»


Y entonces, en las palabras del texto, en una manera mas especial ejemplifica cómo engañaron y actuaron con felonías en relación a las pobres almas: «Y curan la herida de mi pueblo con liviandad, diciendo: Paz, paz; y no hay paz.» El profeta, en el nombre de Dios, ha estado denunciando guerra contra el pueblo; les ha estado contando que su casa quedaría desolada y que el Señor ciertamente los visitaría con guerra. «Por lo tanto,» dice en el verso once, «estoy lleno de la ira de Jehová, estoy cansado de contenerme; la derramaré sobre los niños en la calle, y sobre la reunión de los jóvenes igualmente; porque será preso, tanto el marido como la mujer, tanto el viejo como el muy anciano. Y sus casas serán traspasadas a otros, sus heredades y también sus mujeres; porque extenderé mi mano sobre los moradores de la tierra, dice Jehová.»


El profeta lanza un atronador mensaje, de manera de aterrorizarlos y que alcancen convicción por sus pecados, buscando arrepentirse; pero parece que los falsos profetas, los falsos sacerdotes, fueron a sofocar las convicciones del pueblo y, como se sentían heridos o algo aterrorizados, fueron a barnizarles las heridas diciéndoles que Jeremías era sólo un predicador excitado, que no ocurrirían tales cosas como una guerra entre ellos, y decían al pueblo: «Paz, paz, cálmense»; mientras que el profeta les decía que no habría tal paz.


CUANDO EL PROBLEMA ESTA ADENTRO


Estas palabras se refieren mayormente a cosas externas, pero verdaderamente creo que también tienen una referencia posterior para el alma, y son también referidas a aquellos falsos maestros quienes, cuando las personas están bajo la convicción de pecado, cuando las personas comienzan a buscar el Cielo, apuran sus pies para sofocar esas convicciones, diciéndoles que ellos son suficientemente buenos, que no deben preocuparse demasiado.


Por supuesto que a la gente le gusta que se la trate así. Les encanta que se les ligan que son buenos. Las personas aman eso; nuestros corazones son extremadamente engañosos y desesperadamente malvados; nadie, salvo el Dios eterno, sabe cuán traicioneros son. ¡Cuántos de nosotros decimos: «Paz, paz,» a nuestras almas; cuando en realidad no hay paz! ¡Cuántos hay ahora que piensan que son cristianos, jactándose de su interés en Jesucristo, pero que si examináramos sus experiencias encontraríamos que su paz no es sino una alienación, una tranquilidad producida por el demonio! No es una paz que Dios da, no es una paz que sobrepasa todo entendimiento humano.


¡CUAN LEJOS ESTA LA VERDADERA PAZ!


Todos anhelamos paz; ella es una bendición indecible. ¿Cómo podríamos vivir sin paz? Por lo tanto, las personas deben ser enseñadas acerca de cuan lejos deben ir y qué debe ser forjado en ellas antes de que puedan pretender paz en sus corazones. Esto es lo que me propongo, librar mi alma, que pueda ser libre de la sangre de aquellos a quienes predico, de no fallar al intentar transmitir acabadamente todo el Consejo de Dios. Desde las palabras del texto, me debo esforzar por mostrarle lo que debe padecer y lo que debe ser forjado en usted antes de que pueda hablar paz a su corazón. Pero antes déjeme señalarle dos advertencias.


La primera es que doy por sentado que usted cree que la religión es un asunto interno; una obra del corazón, una obra que se forja en el alma por el poder del Espíritu de Dios. Si usted no cree esto, no cree en la Biblia. Si usted no cree esto, aunque tenga la Biblia en sus manos, desprecia al Señor Jesucristo en su corazón; porque la religión está representada a lo largo de toda la Escritura como la obra de Dios en el corazón. «El reino de Dios está en ustedes,» dice el Señor, y no es un cristiano quien lo es sólo externamente, sino quien lo es en su interior.


La segunda advertencia es que de ninguna manera confinaré a Dios a una sola manera de actuar. No puedo afirmar que todas las personas, antes de poder tener paz en sus corazones, están obligadas a sufrir el mismo grado de convicción. No. Dios tiene diversas maneras para atraer a sus hijos al hogar. Su Santo Espíritu sopla cuándo, dónde, y cómo El quiere. Sin embargo, me aventuro a decir esto: que antes de que pudiera hablar paz a su corazón, sea por un largo o breve periodo de convicción de pecados, sea en una forma mordaz o más gentil, si debe sufrir lo que viene de aquí en más.


EL PACTO DE LA LEY


Primero, entonces, antes de que pueda hablar paz a su corazón, éste debe estar predispuesto para ver, sentir, llorar y para lamentarse por sus propias transgresiones a la ley de Dios. Según el régimen de las obras, «el alma que pecare, ésa morirá»; maldito es aquel hombre, sea lo que fuere, sea quién fuere, que no persistiere en todas las cosas que están escritas en el libro de la Ley para cumplirlas.


Tal hombre no debe hacer solamente algunas cosas, sino todas las cosas, y perseverar así siempre, ya que la menor desviación de la ley moral, sea de palabra pensamiento o de hecho, lo hacen merecedor de la eterna muerte a manos del justo Dios. Y si un solo pensamiento malo, si una sola mala palabra, si una sola mala acción hace pasible del castigo eterno, ¡cuántos infiernos, mi amigo, merecemos cada uno de nosotros cuyas vidas son una continúa rebeldía contra Dios! Por eso, antes de hablar de paz a su corazón debe ser impulsado a verse, a creer lo espantoso que es alejarse del Dios viviente.


MIRAR NUESTRO PECADO


Examine su corazón. Permítame preguntarle, en la presencia de Dios, si conoce que Dios escribió cosas amargas contra usted. ¿Es penoso para usted recordar sus pecados? ¿Es intolerable la carga de sus pecados para sus pensamientos? ¿Ha considerado que la ira de Dios debería caer con justicia sobre usted, a causa de sus presentes transgresiones contra Dios? ¿Alguna vez en su vida se ha lamentado por sus pecados? ¿Puede decir «Mis pecados han llegado a ser sobre mi cabeza como una carga muy pesada de soportar»? Si no es así, ¡por Jesucristo! ¡no se llame a sí mismo cristiano! Usted puede hablar de paz a su corazón, pero no hay paz. ¡Que el Señor lo despierte, que el Señor lo convierta, que el Señor le alcance a dar paz, si es su voluntad hacerlo, antes de que cierre esta revista!


EL ORIGEN


Pero, aun más, usted puede estar convencido de sus pecados presentes hasta el punto de estar temblando, y aún ser un extraño para Jesucristo. ¿Cómo es eso?, me preguntará usted. Sí, puede no tener la verdadera obra de la gracia en su corazón. Por lo tanto, antes de que pueda hablar paz a su corazón, la convicción de pecado debe ir hasta lo más profundo de su alma y no solamente debe estar convencido de sus transgresiones presentes contra la ley de Dios. Debe llegar hasta el basamento mismo de esas transgresiones. ¿y qué es ésto? Quiero decir, del pecado original, de aquella corrupción original que cada uno de nosotros trae al mundo consigo, que nos deja sujetos a la ira de Dios y a la condenación. Hay muchas pobres almas que piensan que son grandes pensadores, pretendiendo negar tal cosa como el pecado original. Culparían a Dios de injusto por imputar el pecado de Adán a nosotros y aunque tenemos la marca del demonio y de la bestia sobre nosotros, aun así nos dicen que no nacemos en pecado. Permitámosle a esta gente el dar un amplio vistazo al mundo para ver los desórdenes que hay. ¿Es este el Paraíso en el cual Dios puso al hombre? ¡Jamás! Aquí todo está roto.


¿Saben ellos que son, por naturaleza, hijos de ira, y que Dios puede, con todo derecho, cortarlos para siempre aunque al presente no lo hubieran ofendido nunca (cosa poco probable)? Si estuvieran verdaderamente convencidos de su culpa, si sus corazones estuvieran verdaderamente rasgados, sentirían y verían esto. Y si nunca sintieron el peso del pecado original, que no se llamen a sí mismos cristianos. Estoy plenamente persuadido de que el pecado original es la carga más grande para el convertido; ésta aflige al alma regenerada, al alma santificada. El pecado que mora en el interior del corazón es la carga de un verdadero cristiano, porque «el mal que no quiero, eso hago», decía Pablo y clama: «¡Oh! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte, de esta corrupción que habita en mi corazón?». Esto es lo que más molesta a una pobre alma. Y, por lo tanto, si ustedes nunca pudieron sentir esta corrupción interna, si nunca vieron que Dios en su derecho debe maldecirlos por eso, ciertamente, mi querido amigo, puede hablar de paz a su corazón, pero mucho me temo (y sé) que no hay verdadera paz.


UNA JUSTICIA QUE NO ALCANZA


Más aun, antes de que puedan hablar de paz a su corazón deben no solamente atribularse por los pecados de su vida, los pecados de su naturaleza, sino asimismo por sus mejores obras y obediencia a sus responsabilidades.


Cuando una pobre alma se sacude por los terrores del Señor, entonces la pobre criatura, habiendo nacido bajo el «pacto de las obras», nuevamente se vuelve directamente allí. Y así como Adán y Eva se escondieron e intentaron cubrir su desnudez, también la pobre alma «vuelve a sus deberes y obras» para esconderse de Dios y va a emparcharse de justicia propia. Se dice a sí mismo: «Seré muy bueno ahora; me reformaré; haré todo lo que pueda; y entonces, ciertamente, Jesucristo tendrá misericordia de mí.»


Esa pobre alma debe ver que Dios puede condenarla aun por la mejor oración que haya elevado; debe ser conducida a ver que todos sus deberes, toda su justicia, como el profeta elegantemente lo expresa, puestos todos juntos, lejos están de presentarla frente a Dios, no son para nada una recomendación para que Dios tenga misericordia. El los verá como trapos de inmundicia, como una vestimenta monstruosa. Dios no podrá aceptarlos si se los trae para contarlos en su favor.


Mi querido amigo, ¿qué hay de bueno en nuestras acciones que puedan recomendamos ante Dios? Nuestras personas están en un estado de injustificación por naturaleza; merecemos que se nos maldiga una y diez mil veces más; y entonces ¿qué pueden ser nuestras acciones? No podemos hacer cosas buenas por naturaleza: «Aquellos que están en la carne no pueden agradar a Dios.» Podrá hacer cosas materialmente buenas, pero no alcanzará para ser formal y correctamente bueno. Es imposible que un hombre inconverso pueda actuar para la gloria de Dios; no puede hacer nada en fe, y «todo lo que no provenga de la fe es pecado.»


Luego que somos reformados (y que lo somos sólo en parte, hasta que seamos glorificados), el pecado que habita en nuestro interior continúa en nosotros. Hay una mezcla de corrupción en cada uno de nuestros deberes cumplidos, ya que de alguna manera, aunque no seamos conscientes de ello, nuestra alma, nuestros sentimientos o actitudes provienen de un pecador, salvado, pero pecador aún. Por ello, si Jesús nos debiera aceptar solamente de acuerdo con nuestras obras, ellas mismas nos condenarían, porque no se puede elevar una sola oración que no esté alejada de aquella perfección que la ley requiere. No sé lo que usted pueda pensar, pero solamente puedo decirle que no puedo orar sin pecar, no puedo predicarles a ustedes y a otros y no pecar, no puedo hacer nada sin pecado.


Nuestras mejores obras no son sino espléndidos pecados. Antes de hablar de paz a su corazón debe, además de sentir desprecio por su pecado original y de los presentes, despreciar su justicia, sus deberes cumplidos y sus obras. Su propia justicia es el último ídolo que será tomado de su corazón. Y si nunca ha sentido la deficiencia de la propia justicia, no puede venir a Jesucristo.


EL PECADO QUE FALTA


Hay muchos que pueden decir: «Nosotros creemos todo esto». Pero hay una gran diferencia entre hablar y sentir. ¿Has sentido la falta de un querido Redentor? ¿Has sentido alguna vez la falta de Jesucristo, a cuenta de la deficiencia de tu propia justicia? Y, ¿puedes ahora decir desde tu corazón: «Señor, tu majestad con justa razón me condena aun por lo mejor que yo haya hecho»? Si esto no sale de sí mismo, podrá hablarse a usted mismo de paz, pero aún no hay paz verdadera.


Y todavía, antes de que pueda hablar sobre paz a su alma, hay un pecado particular del que debe sentirse atribulado, y me temo que aún hay pocos que piensan lo que es. Se trata de aquel pecado reinante, maldito, del mundo cristiano. Y a pesar de pertenecer a nuestros eclesiásticos ambientes, sólo de vez en cuando (o tal vez nunca) pensamos en él.


¿Quiere saber cuál es? La incredulidad. Antes de que pueda hablar de paz a su corazón debe sentirse atribulado por el pecado de la incredulidad en su interior.


Apelo a su propio corazón y no me considere falto de benevolencia. Mucho me temo que nuestras iglesias están llenas de gente que no tiene mucha más fe en el Señor Jesucristo que la que el mismo demonio tiene. Estoy persuadido de que el enemigo cree más en la Biblia de lo que muchos de nosotros lo hacemos. El cree en la divinidad de Jesucristo, aunque induzca a muchos de los que se llaman cristianos a negarla; y más aun, él cree y tiembla, y eso es mucho más de lo que miles entre nosotros hacemos. Confundimos una fe histórica con la verdadera fe, forjada en el corazón por el Espíritu de Dios.


Por meramente creer que hay una persona llamada Cristo, por creer meramente que hay un libro llamado Biblia, para el Cielo no será mejor que creer que hubo un hombre llamado César o Alejandro Magno. La Biblia es un depósito sagrado ¡y cuántas gracias deberíamos dar a Dios por esos oráculos vivientes! Pero aun podemos tener todo esto y estar listos para el Infierno.


Ahora, mi querido amigo, ¿alguien le ha demostrado alguna vez que no tiene mucha fe? ¿Tuvo que lamentarse alguna vez por tener un corazón duro de incredulidad? ¿Se sintió alguna vez convencido de esta manera por Jesucristo? La única fe que no ofende a Dios es la fe perfecta. ¿Alguna vez El lo convenció de su inhabilidad para acercarse a Dios y creer así? Piense en el exabrupto del apóstol Pedro: «¡No te negaré!», dijo, pero debió retirarse con una vergüenza sin par ante la sola mirada del Señor, aquella triste noche. ¿Se dio cuenta de cuan débil es su fe, frente a las verdaderas tragedias de la vida? Si no, no hable de paz a su corazón. ¡Quiera el Señor despertarlo, entonces, y darle una paz verdadera y sólida antes de que parta y no esté aquí ya más!


EL DESCANSO


Una vez más, entonces, antes de que pueda hablar de paz en su corazón, no solamente debe estar convencido de sus pecados presentes y del original, de los pecados de su propia justicia, del pecado de incredulidad, todavía falta el ser capacitado para poder descansar en la perfecta justicia, la total y suficiente justicia del Señor Jesucristo. Debe descansar por fe en la justicia del Señor Jesucristo y entones tendrá paz.


«¡Venid a mí!», dice Jesús, «todos los que estáis trabajados y yo os haré descansar». ¡Bendito Dios!


SU PRESENCIA EN NOSOTROS


Ahora bien, ésto es un alimento para todos los que están trabajados y cargados pero la promesa del descanso esta hecha solamente para aquellos que creen y yo toman a Dios por su todo. Antes de pretender llegar a tener paz con Dios debemos ser justificados por fe, por medio de nuestro Señor Jesucristo, debemos ser habilitados para hacer lo que hizo Cristo en nuestros corazones; debemos haber traído a Cristo al hogar interior de nuestra alma, de manera que su Justicia pueda ser hecha nuestra justicia, de manera que sus méritos puedan ser imputados a nuestras almas.


Puede ser que usted esté en paz, pero puede ser la del demonio, de tanto arrullarlo hasta dormirlo. El tratará de que usted permanezca así hasta que pueda llevarlo al Infierno y allí despenará Pero será espantoso despertarse tan terriblemente equivocado, cuando el gran abismo esté completamente consumado y por toda la eternidad pase usted clamando por una gota de agua para refrescar su lengua… y ya no pueda obtenerla.


Apuntes Pastorales, Volumen VII – número 5. Todos los derechos reservados.