Más unidad de los santos

por Pablo Enrique Le More

Hace un par de semanas me encontraba hojeando un nuevo libro sobre las prácticas de la iglesia local. Entre las buenas cosas que allí leía, encontraba que faltaba alguna referencia seria a su aspecto cósmico, más allá de sus muros. Página tras página esperaba que por fin apareciera algún párrafo que situaría esa comunidad local dentro del Cuerpo de Cristo en general. Pero fue en vano la espera. El autor sólo consideraba lo inmediato; se limitaba a describir lo que veía y tocaba cada domingo.

Este no es un caso aislado; esta actitud la veo repetirse muy a menudo. De ahí la necesidad de volver a acercamos, con reverencia y oración, a esa gran epístola a los Efesios. Porque, con Romanos, es uno de los escritos dónde se refleja la madurez del apóstol Pablo. En efecto, divinamente inspirado, la redacta cuando ha llegado a la cumbre de su conocimiento y de su experiencia. Desde allí puede contemplar los designios de Dios de eternidad en eternidad. Y como dice un comentarista: «nos invita a comprender lo incomprensible, a entenderlo que no se puede abarcar y a alcanzar lo inalcanzable».


Corno en la epístola a los Romanos, Pablo expone y desarrolla aquí el grandioso tema del mensaje de salvación. Si aquella trata de Injustificación, de la santificación y de la glorificación de los creyentes, esta (Efesios) nos habla de nuestra nueva vida y de nuestra unión con aquel que es nuestro Jefe y Cabeza: Cristo. Y para ello se vale del símil del cuerpo, imagen de una iglesia unida y dinámica.


Por lo tanto, si alguien descuidara las enseñanzas de Romanos, correría el peligro de fracasar en cuanto a su conducta cristiana y en cuanto a la doctrina. Pero si rechazara lo que Dios nos dice en Efesios, correría el grave riesgo de perder la unidad práctica (Fip. 4.2) y de quedar separado de Cristo, como que es Cabeza del Cuerpo (Col. 2.19).


NUESTRA VOCACIÓN: ANDAR EN CRISTO


Efesios 4 -y concretamente sus 16 primeros versículos- puede dividirse en dos partes. Viene primero un llamamiento para andar’ de tal manera que mantengamos la unidad (1-6). En segundo lugar encontramos una descripción de los dones otorgados por Cristo para fomentar el crecimiento armonioso de su Iglesia (7-16).


El primer párrafo empieza, pues, por un vigoroso llamamiento a salvaguardar la unidad: «…solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (3); y termina bosquejándonos la más honda forma de unidad que podamos alcanzan «…hasta que todos», sin excepción, «lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina…(13 y ss.).


Ciñéndonos ahora a los primeros versículos, notamos en seguida que hay un cambio de tono respecto a lo dicho anteriormente: «Yo pues… os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados» (1).


En efecto, si en los tres primeros capítulos el apóstol habló de la doctrina, en los tres últimos habla de su práctica. «Os exhorto, pues, encarecidamente…» Este pues se refiere a cuanto antecede: ya que Cristo nos brinda ahora una salvación tan amplia, ilimitada, total; debemos ahora permitir que El produzca frutos abundantes en nuestra vida. ¡Cuan necesario es, pues, mantener un sano equilibrio entre la teoría (lo que hemos aprendido y sabemos) y la práctica: la aplicación de esas verdades en la realidad diaria!


Notemos también el énfasis que pone el apóstol sobre el andar (peripateo) del creyente. Se refiere al modo de desenvolverse, al conjunto de las actividades humanas. Esa palabra se menciona cinco veces en Efesios: dos en relación con nuestra anterior condición (2.1-3 y 4.17-19) y tres en cuanto a nuestra nueva vida en Cristo (2.8-10; 4.1-3 y 5.1-21).


Recordemos que el «andar» implica no sólo la existencia de un camino, sino también la motivación para iniciar la marcha, la dirección a imprimirle, el tesón y la perseverancia para avanzar, así como una meta que alcanzar.


IMPORTANCIA DE LA UNIDAD


En sus exhortaciones referentes a la vida práctica, el apóstol Pablo antepone la unidad (4.17 y ss.). ¿Por qué? ¿No hubiera sido más lógico decir «Primero, sed santos: luego, estaréis unidos en Cristo?». Sin embargo, al considerar los tres símiles de la Iglesia de los que se vale el apóstol, no tendremos dificultad en comprender la importancia capital de la unidad:


LA CASA – (2.20-22). Está edificada sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo el Mesías Jesús la Piedra angular. Sólo puede subsistir si es una. Quitad la piedra principal o los fundamentos y el edificio se derrumbará.


EL CUERPO– (1.22-23). Sólo vivirá si permanece entero. Si se separa la cabeza del trono o si se arrancan sus miembros, ese cuerpo será muy pronto un cadáver… o un discapacitado. Para sobrevivir en salud necesita conservar su unidad.


LA ESPOSA-(5.23-27). Ella es también una, o pierde su razón de ser. Asimismo, dejaría de existir si fuese cortada en multipliques pedazos: es una o desaparece.


Todos esos ejemplos nos recuerdan la importancia vital de la unidad del pueblo de Dios. Por lo tanto, ¡esta ha de ser nuestra mayor preocupación!


LA UNIDAD, OBRA DE DIOS


Frente a una de las secuelas del pecado -la falta de armonía y unidad que impera en el mundo-, nuestro Dios ha obrado. Un Dios de unidad, paz y amor. El Dios Trino y Uno. Consideremos, pues, lo que ha hecho:


DIOS PADRE– Sólo Aquel que, en el Principio, todo lo creó armoniosamente, puede restablecer esa unidad quebrantada por el pecado. Para conseguirla debía arruinar el imperio de Satanás, abolir el pecado y poner fin a la rebelión. Con este fin nos ha dado a su Hijo: «según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo…, así las que están en los cielos como las que están en la tierra» (Ef. 1.9-10, véase también Col. 1.20).


JESUCRISTO– Habiendo satisfecho el precio de nuestro rescate. El ha cimentado la nueva unidad de los creyentes por medio de su sacrificio: «pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo. Porque El es nuestra paz, que de ambos pueblos (judío y gentil) hizo uno» (Ef. 2.13-14). Por lo cual, fuera de la expiación y de la reconciliación mediante el sacrificio del Mesías, no hay unidad.


ESPIRITU SANTO– Es la Persona divina que obra en nosotros la unidad que anhela el Padre, la que ha sido sellada por el Hijo. Por eso, habla Pablo de la «unidad del Espíritu»; la que crea el Espíritu del Señor en los corazones de los creyentes nacidos de nuevo.


Así, Dios nos exhorta encarecidamente (nos ruega y a la vez nos manda) a que conservemos -y manifestemos- esa unidad que El ha obrado: «…solícitos en guardar la unidad del Espíritu…»


EL FUNDAMENTO


Hemos visto que nuestro Señor es un Dios de unidad, comunión y amor. El quiere que su pueblo ande unido; y que lo hagamos siendo muy humildes, sencillos, pacientes, repartiéndonos el peso de la carga equitativamente y con amor.


Ahora bien, para esto necesitamos saber dos cosas ¿Con quiénes estamos realmente vinculados delante de Dios? Y, ¿cuál es el fundamento sobre el cual podemos permanecer unidos? En Efesios 4, el apóstol Pablo menciona siete puntos, indispensables para la unidad en Cristo: «un cuerpo, y un Espíritu como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor (uno sólo), una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos»(4-6).


Estos siete puntos -estas siete verdades- no sólo contribuyen a arcamos los unos a los otros, sino que son fundamentos de la unidad cristiana.


Imagino que los tres primeros puntos, los que se refieren a Trinidad, no ofrecen particular dificultad exegética. «Un solo Dios y Padre de todos» alude evidentemente a cuantos hemos sido rescatados y lavados en la preciosa sangre de Cristo, «para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad» (Ef. 1.5). Quienes no han sido aún perdonados, los que han nacido de nuevo, están todavía «muertos en sus ofensas y pecados». Son rebeldes, «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef. 2.1-3 y 11-12).


En cuanto a los cuatro últimos puntos -indispensables para cimentar la unidad- son los siguientes:


UNA FE– No basta decir, como suele hacer esta sociedad cada vez más permisiva: Todas las ideas y creencias son buenas, con tal de que sean sinceras». ¡No es lo que afirma la Biblia! El valor de la fe radica ante todo en su objeto. Para nosotros, sólo hay una fe salvadora: la que descansa en el Dios de la Biblia: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Todo lo demás son meras creencias; a menudo muy peligrosas. ¡Cuidado con las imitaciones! Porque escrito está: «nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo», (1 Co. 3.11; véase también Gá. 1.8-9 y 54; y Jd. 20-21).


UN BAUTISMO– Este pasaje quedará claro para nosotros si no perdemos de vista lo siguiente: el acto divino que nos ha unido a Cristo -y que nos ha vinculado los unos a los otros- es el bautismo del Espíritu Santo. Según está escrito: «Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo…» (1 Co. 12.13); y también: «todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos…, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gá. 3.27-28).


Ya hemos visto que, por su condición de rebelde y trasgresor, el pecador está separado de Dios. Pero cuando se convierte, lo toma el Espíritu Santo y lo «bautiza» (lo sumerge, lo integra) en Cristo.


Bueno, pero, «¿Qué pasa entonces con el bautismo de agua?», objetarán algunos. «¿Por qué dice Pablo que hay un solo bautismo?». En realidad, ambas inmersiones expresan -a su manera- una única e idéntica verdad. Así, el bautismo de agua es figura de la obra llevada a cabo por el bautismo del Espíritu en el corazón del creyente: muerte, sepultura y resurrección con Cristo, siendo integrados en El (Ro. 63-4 y 8). Por supuesto, el bautismo que sella y nos une es el del Espíritu Santo. De paso, bueno será recordar que esa verdad bíblica no debe confundirse con novedades doctrinales.


UN CUERPO– Jesucristo murió «para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn. 11.52). El bautismo que acabamos de considerar nos hace miembros del Cuerpo de Cristo; el organismo espiritual creado en Pentecostés. En él, todos los miembros estamos unidos, no sólo a Aquel que es la Cabeza, sino todos nosotros entre sí (1 Co. 12.12-27).


UNA MISMA ESPERANZA– Se trata, naturalmente, de la continua espera de la Esposa, la que aguarda el regreso de su celestial y glorioso Esposo.


También es la espera confiada y la seguridad de que el Señor acabará su obra en nosotros y que remaremos eternamente con El. «Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva… para una herencia incorruptible, reservada en los cielos para vosotros» (1 Pe. 13-5).


Cada uno de esos elementos es absolutamente esencial. Todos ellos constituyen el cimiento de la unidad de los hijos de Dios, nacidos de nuevo e integrados en el único organismo vivo que el Señor reconoce: el Cuerpo de Cristo. No confundamos esa realidad, que somos llamados a manifestar, con cualquier organización o amalgama humana, por más religiosa que parezca.

Apuntes Pastorales, Volumen VIII – número 1, todos los derechos reservados.