Biblia

Dwight L. Moody y la búsqueda de la plenitud

Dwight L. Moody y la búsqueda de la plenitud

por Jacobo Vartanian O.

Para servir mejor al Señor necesitamos hoy, imperiosamente, esa feliz y fructífera combinación de unción celestial y sentido común santificado, como la que Dios plasmó en el ministerio de Dwight L. Mooody. Si bien debemos evitar una mera imitación, nos hará bien considerar las realidades espirituales que lo impulsaron.

En cierta ocasión, cuando Moody dirigía una reunión de obreros cristianos, uno de los asistentes se levantó y compartió que había estado cinco años en el «monte de la transfiguración». Dwight Moody lo miró y rápidamente le preguntó:


—¿A cuántas vidas guió a Cristo en el último año?


—No sé —fue la atónita respuesta.


—¿Se ha salvado alguna? —insistió Moody.


—Que yo sepa, no —respondió el hombre, con aire deprimido.


—Bien —explicó Moody— no queremos esa clase de experiencias cumbres. Cuando alguien sube tan alto que no puede descender para salvar a los pecadores, algo anda mal.


Este incidente no constituye algo meramente anecdótico en la vida de Moody. Su ministerio se distingue tanto por el poder espiritual que lo impulsó como por la sabiduría práctica con que su claro discernimiento afrontó las circunstancias que lo rodeaban.


Para servir mejor al Señor necesitamos hoy, imperiosamente, esa feliz y fructífera combinación de unción celestial y sentido común santificado, como la que Dios plasmó en el ministerio de este siervo suyo.


Si bien debemos evitar una mera imitación, nos hará bien considerar las realidades espirituales que lo impulsaron.


EN BUSCA DE PLENITUD…


Moody ya hubiera podido sentirse satisfecho cuando recién comenzó a sentir la necesidad de ser lleno del Espíritu. Llevaba más de diez años de exitoso ministerio. Había servido a Dios y a su país ministrando de día y de noche entre los soldados heridos de la Guerra de Secesión. Luego, había dedicado sus energías a levantar los grandes edificios de su iglesia y de la Asociación Cristiana de Jóvenes, institución que, en ese entonces, se caracterizaba por su fervor y espíritu de evangelismo.


Además del abundante trabajo de su propia congregación, donde se reunían varios miles de personas, consagró su esfuerzo a la promoción de las Convenciones de Escuelas Dominicales. A él debemos el origen de las Lecciones Internacionales. Predicaba al aire libre, en campañas con carpa y otros lugares. Tenía, casi siempre, varias reuniones y mensajes al día.


En una carta a los suyos confesó que, a veces, «no le quedaban cinco minutos al día para estudiar».


Esto hizo reavivar su necesidad espiritual, como así también que se sintiera cada vez más insatisfecho. Por otra parte, comenzaba a entender lo que alguna vez Ema, su esposa, le había sugerido: trabajar en la obra de Cristo no era igual que vender zapatos. Sentía que le era menester algo más que sus energías y espíritu ambicioso. Estaba seguro de que el evangelio tenía la respuesta a esta necesidad, pero él no la había descubierto aún. Más adelante reconoció: «Pasé diez años en la iglesia antes de conocer algo en especial acerca del Espíritu Santo. Cuando en una reunión escuché decir que el Espíritu Santo era una persona, pensé que era una locura. Es terrible ver el esfuerzo impotente del hombre que trata de hacer una obra espiritual sin tener poder espiritual». Esa era su propia condición, no obstante su extraordinaria labor y sus aparentes éxitos.


Un día leyó, en un mensaje semanal de Carlos Spurgeon, una frase que le pareció una descripción de su estado espiritual: «Si un servidor de Cristo no vive en el poder del Espíritu, su actividad en la obra del Señor le resulta un deber esclavizante que cumple por obligación».


Apenas pudo llegar a Londres, fue al famoso Tabernáculo Metropolitano. Había leído cada escrito de Spurgeon, pero ahora podría escucharlo. Consiguió ubicarse en un asiento de la galería alta, hacia el final de aquel gran auditorio. Nunca había estado tan lejos de un púlpito, pero nunca tampoco lo había sentido tan cerca. Lo que más llamó su atención fue notar que, a medida que el predicador desarrollaba su mensaje, él iba escuchando la voz del Señor hablándole muy íntimamente. Permaneció con sus ojos fijos sobre Spurgeon y no pudo retener las lágrimas durante toda aquella reunión. Una de sus plegarias fue: «Señor, cuando él habla Tú te acercas a mi corazón. Dime, Señor, ¿cuál es el secreto?»


Durante los cuatro meses que duró su estadía en Londres siguió a su nuevo amigo por todas partes. Cuando en Chicago, al volver, algunos le preguntaron luego si había visto tal o cual edificio, a menudo debió responder negativamente, pero hubiera podido contarles cada cosa que Spurgeon hacía o decía. Tal fue la impresión recibida en su contacto con aquel ungido embajador del Rey que hubiera querido llevarse a Chicago aquel asiento alto del Tabernáculo donde se había sentado por vez primera, para alzarlo como monumento, como la piedra de Jacob cuando halló su Bethel.


Dios tenía, sin embargo, que enseñarle mucho más a fin de prepararlo eficazmente para su tarea.


Visitó el gran orfanatorio de Jorge Müller en Bristol. Quedó asombrado al ver sus tres grandes edificios y ver que se comenzaban otros sobre la única base que Müller conocía: la oración contestada. Mientras caminaba con aquel apóstol de la fe, recordó a su lado los abrumadores esfuerzos que había realizado en Chicago para levantar algunos templos. El también los había hecho para Dios, pero algo que Müller le dijo había penetrado en su alma con la fuerza de la verdad divina: «Lo que importa no es tanto lo que Moody pueda hacer para Dios, sino lo que Dios pueda hacer con Moody».


Mientras se alejaba de aquel lugar su corazón latía con fuerza ante una demanda que urgía un verdadero renunciamiento de su parte. «No importaba cuán grande llegara a ser Moody. Lo fundamental era cuánto podría hacer el Todopoderoso con un Moody muy pequeño…»


Experiencias como ésas hicieron que, al regresar a Chicago, sus ruegos por una obra más profunda del Espíritu en su vida y ministerio se elevaran sin cesar. Hubo algunos hechos que impidieron que, tanto el transcurso del tiempo como sus muchas ocupaciones, llegaran a apagar aquella sed del Dios viviente.


DOS MUJERES PIADOSAS


Había dos creyentes de cierta edad que solían sentarse en el primer banco de su nutrida congregación, en actitud de profunda oración.


—Estamos orando por usted —le dijeron un día.


—¿Por qué no oran por los pecadores? —preguntó algo extrañado—. ¡Ellos necesitan sus oraciones!


—Pero usted necesita el poder del Espíritu —respondieron amablemente.


—¿No desean pasar por casa para conversar un momento? —les dijo el predicador de la más grande congregación de Chicago, donde cada domingo había manifestaciones de fe.


Aquellas mujeres de Dios fueron todo amor y delicadeza. Ellas sabían que él era sincero y que no era egoísta. Pero aquello no era suficiente. Oraron por él. El fue humillado hasta el polvo, y cuando ellas salieron, regresó a la sala y escondió su rostro entre sus manos. Entonces sintió el dulce toque de Ema sobre su espalda y le oyó decir: «Querido, ellas tienen razón».


Luego de aquel incidente, su hambre espiritual se hizo más intensa. Su clamor se elevaba cada vez más imperioso: «¡Oh Dios, ten misericordia! Algo anda mal en mi vida. En el querido nombre de tu Hijo, corrígeme: quisiera morir que continuar de este modo».


EL INCENDIO EN CHICAGO Y EN SU ALMA


Un domingo a la noche notó cierta conmoción exterior que inquietaba a su vasto auditorio. Debió acortar su mensaje y, aunque luego lo lamentó, no hizo la invitación final.


Se oyó claro el sonido de alarma por las calles y la reunión debió terminar abruptamente. Aquella noche Chicago fue abrasada por un voraz incendio. Las llamas, avivadas por el viento huracanado, pasaban de casa en casa y de manzana en manzana, alimentadas por la abundante y reseca madera de edificios y viviendas. En un desesperado intento por contenerlas, el ejército hacía volar secciones enteras de la ciudad. La confusión reinaba por doquier. El resplandor de las lenguas de fuego era la única luz de la humeante ciudad. La gente corría de un lado a otro procurando salvar sus enceres. Los animales, algunos con sus carruajes atados, huían despavoridos. Muchos, entre ellos Sankey y su familia, hallaron refugio al borde del lago Michigan o dentro de sus aguas. Otros hacían proezas para salvar a sus familiares enfermos. Aquella inmensa hoguera hizo brillar su rojo chisporroteo al costo de 17.450 edificios. Atrapó con sus garras ardientes a 250 personas y dejó a una infinidad con la marca indeleble de su paso. 150.000 quedaron sin hogar. Las pérdidas se calcularon en doscientos millones de dólares.


Después de salvar su Biblia y su familia —todo cuanto pudo librar del fuego —Moody cooperó en algunas tareas propias de la emergencia. En cierto momento solitario contempló aquella ciudad arrasada. Allí quedaban, hechos cenizas, su casa (amante regalo de un grupo de amigos creyentes), el edificio de su iglesia en la calle Illinois y el suntuoso edificio de la Asociación Cristiana de Jóvenes: el Farewell Hall con capacidad para tres mil personas. ¡Cuánto les había costado levantarlos! Allí quedaban muchas otras cosas, por las cuales había trabajado afanosamente. Estaban, por ejemplo, los bosquejos de sus sermones, con los cuales había luchado. Dios le había dicho una y otra vez: «Predica la Palabra». Había dependido demasiado de las ilustraciones. Las siguió usando con gran bendición toda su vida, pero comprendió por este tiempo que debían aclarar la verdad bíblica y no constituir un fin en sí mismas. ¡Cuánto le costaba, sin embargo, desprenderse de esas muletas para poder confiar enteramente en el poder de la verdad divina! Su congregación quedaba esparcida, tal vez para siempre. ¿Serían aquellas ruinas un símbolo del trabajo hecho en el poder de la carne?


Su súplica se tornó incontenible. Mientras viajaba predicando en distintos lugares del país, sollozó: «Oh, Dios, ¿por qué no me compeles a caminar cerca de ti siempre? ¡Líbrame de mí mismo! Toma el dominio absoluto de mi ser!». Así golpeaba a las puertas del cielo, mientras transitaba por una de las calles de Nueva York. Fue allí cuando «las copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos», desbordaron sus «ríos de agua viva» para que D. L. Moody no tuviese más sed y para que su propio vaso, ahora rebosante, pudiera ser instrumento capacitado para guiar a millares de almas a «sacar aguas con gozo de las fuentes de salvación».


Así lo narró él con reverente brevedad: «Estaba clamando continuamente que Dios me llenara con su Espíritu. Pues bien, ocurrió un día en la ciudad de Nueva York. ¡Oh, qué día aquél! ¡No puedo describirlo! Rara vez me refiero al mismo. Es una experiencia demasiado sagrada para mencionarla. Pablo vivió una sobre la cual no habló durante catorce años. Sólo puedo decir que Dios me dio tal revelación de sí mismo y me concedió tal experiencia de su amor que tuve que pedirle que detuviera su mano. Fui a predicar nuevamente. Los sermones no fueron diferentes. No presenté alguna nueva verdad y sin embargo centenares se convertían. No quisiera regresar adonde estaba antes de aquella bendita experiencia, aunque me diesen el mundo entero».


CRECIENDO EN SABIDURÍA…


Cuando hablamos de ésta no nos referimos, por supuesto, a la «sabiduría humana», sino a la que de Dios proviene. Pero este hijo suyo supo darle cabida en su mente y en su corazón. He aquí algunos pocos ejemplos —de los muchos que podrían citarse— que lo demuestran.


SIGUIÓ APRENDIENDO


Evidentemente, él no asumió que la sublime visitación antes mencionada lo hubiera trasladado a la cima. Nos llama la atención que poco después volviera a viajar a Inglaterra, deseoso de conocer algunas formas de servicio con que Dios estaba bendiciendo a otros siervos suyos. Allí, en una reunión de oración, Varley, un joven laico bautista, dijo: «El mundo está aún por ver lo que Dios puede hacer con, por, mediante, en y por medio de un hombre que se consagre de lleno y totalmente a El».


Estas palabras, que actualizaban una gran verdad bíblica, se prendieron de Moody con fuerza. Dos días después, sentado nuevamente en el Tabernáculo Metropolitano, todavía se entre mezclaban armoniosamente con el poderoso mensaje de Spurgeon, que una vez más hacía vivir la divina Palabra en su corazón. Este palpitaba fuertemente.


«El mundo está aún por ver —se decía— lo que Dios puede hacer… con… por… en… un hombre», un hombre común. No era indispensable ser educado, brillante o algo semejante. Sencillamente, un hombre…


Repentinamente, en aquella alta galería, comprendió algo que nunca antes había visto tan claramente. En realidad, no era su amigo Spurgeon el que estaba haciendo la obra que tanto admiraba. ¡Era Dios! Y si Dios podía usar a Spurgeon, ¿por qué no podría usar también a otros? ¿Por qué no caer a los pies del Salvador para decirle: Envíame a mí?»


Cuando terminó aquella reunión, un hombre había quedado llorando vivamente en su asiento mientras los demás se retiraban. Algunos fieles creyentes se acercaron pensando en guiar a esa alma atribulada a los pies del Salvador. ¡Pero esa alma estaba «en el tercer cielo»!


Moody le había dicho al Todopoderoso. «Bien, Señor, por la gracia de tu Espíritu que mora en mí, ¡aquí está ese hombre!»


Dios usó a este hombre para predicar personalmente a unos cincuenta millones de personas —en una época en que no había micrófonos— y para encender un fuego de evangelismo que aún no se ha apagado. Más… ¿hubiera podido hacerlo si aquel hombre «se hubiese quedado» con su experiencia anterior?


CONSTANCIA EN EL ESTUDIO


Si bien no poseía una preparación académica, era estudiante profundo y práctico de la Palabra de Dios, y amaba a las almas con pasión desbordante. Su conocimiento de las Escrituras y su fe inquebrantable en las promesas divinas constituían la mayor atracción en sus mensajes.


Estaba un día examinando a través de la Biblia el tema de la gracia, uno de sus sistemas favoritos de estudio bíblico. No pudiendo ocultar tanta riqueza, salió de su habitación y al primer individuo que encontró le preguntó con entusiasmo: «¿Conoce usted la gracia de Dios?»


En cierta ocasión, alguien se sorprendió al hallarlo sentado frente a sus libros.


—No querrá decir esto que usted usa comentarios, ¿verdad?


—Por supuesto que sí — contestó Moody.


—Entonces no gustaré sus sermones como antes —dijo el hombre.


—¿Le agradaban mis sermones?


—¡Desde luego!


—Entonces le han gustado los comentarios de Moody, ¿no le parece?


Otra vez se le presentó un hombre con un pasaje bíblico dificultoso y le preguntó:—Señor Moody, ¿qué va a hacer usted con este pasaje?


—No tengo nada que hacer con él —le replicó.


—¿De qué modo lo entiende?


—No lo entiendo —dijo Moody.


—¿De qué manera lo explica?


—No lo explico.


—¿Y qué hace con él?


—No hago nada con él.


—No lo creerá, ¿verdad?


—¡Ah, eso sí! ¡Lo creo!


—Pero no aceptará usted algo que no puede entender.


—Ciertamente que sí. Hay muchas cosas que no entiendo pero las creo. No entiendo la matemática superior, pero creo en ella. Tampoco la astronomía, pero la admiro.


CRECIENDO EN EL AMOR


Una mañana temprano, como era su costumbre, estaba meditando en la Biblia cuando vio a través de su ventana, una persona que caminaba con dificultad, cargada con una gran valija, rumbo a la estación. Moody volvió sus ojos al Libro, pero ya no pudo concentrarse. Esa valija estaba evidentemente muy pesada y su portador tendría que andar tres kilómetros hasta el ferrocarril. Dejó su Biblia, ató rápidamente su sulky, alcanzó a aquel amigo y lo condujo a su destino. Cuando regresó pudo continuar con devoción su lectura: «Si tuviese toda la ciencia… y no tengo amor, nada soy».


Ese amor del Espíritu era el que lo impulsaba hacia otras vidas, ansioso de mostrarle el Camino.


Una noche lluviosa, cuando estaba ya con la cabeza sobe la almohada, recordó que ese día no había hablado a nadie de Cristo. «No vale la pena levantarse —pensó—. A esta hora y con este tiempo, no debe haber nadie en la calle». Pero no pudo aguantar, así que se vistió y, al salir, vio pasar a un hombre cubriéndose con un paraguas. Le pidió permiso para protegerse a su lado y continuaron andando. A poco Moody le preguntaba: «¿Sabe usted que hay un refugio eterno contra la tempestad…?


Su genuino amor cristiano revelaba no sólo desprendimiento sino una verdadera pasión espiritual.


Para su sorpresa le avisaron, durante una gran cruzada, que una gruesa suma de dinero estaba a su disposición. Era el porcentaje acostumbrado que correspondía a la extraordinaria venta de himnarios que se estaba efectuando. Pero el enemigo no estorbaría ni a Moody ni a Sankey en un asunto tan delicado como éste. ¡Nadie podría decir que se habían enriquecido gracias a aquellas campañas! Entregaron aquel dinero a la comisión organizadora. Pero ésta tampoco quiso recibirlo, dado que Moody y Sankey eran sus legítimos propietarios. La solución llegó pronto: se usaría para concluir la construcción del templo de nuestros amigos en Chicago. El sobrante serviría para otras obras semejantes. Más de un millón de dólares recibieron en ese concepto, pero ni uno solo de ellos fue usado en beneficio personal. La venta de Biblias fue incrementándose notablemente ¡agotándose rápidamente sus ediciones! Meyer expresó que nadie había dado antes un impulso mayor al estudio de la Biblia.


SU ESPERA Y DEPENDENCIA DEL SEÑOR


Dos obreros cristianos que habían percibido el poder de sus mensajes, entrevieron que podía ser de bendición como evangelista en Inglaterra. Le propusieron, antes de que él se embarcara de regreso hacia Chicago, preparar algunas campañas, si estaba dispuesto a regresar a Inglaterra a tenerlas.


Así lo hizo, según lo convenido, juntamente con Sankey. Pero cuando viajó nuevamente hacia el país europeo, no había nadie esperándolos. Buscó, preguntó… y poco después supieron la razón: sus dos amigos habían muerto; no habían podido compartir sus proyectos ¡y no había ningún arreglo hecho para sus reuniones! Habían invertido todas sus posibilidades para aquella nueva travesía. ¿Que harían? Ni ellos mismos entreveían la importancia que aquella decisión tendría.


—»Parece que las puertas están cerradas —le comentó a Sankey—. Pero no las abriremos nosotros. Si Él lo hace entraremos. De lo contrario regresaremos a América».


No conocían a casi nadie. Fueron a pernoctar a un hotel. De pronto Moody encontró en su bolsillo una carta que había recibido poco antes de su partida. La había guardado apresuradamente y se había olvidado de ella. Era del señor Bennet, secretario de la Asociación Cristiana de Jóvenes de York. Le decía que si alguna vez llegaba a Inglaterra fuera a predicar a su ciudad.


—»Esta puerta parece entreabierta» —exclamó Moody—. Pero puede ser la mano de Dios dirigiéndonos hacia York».


Despachó un mensaje a Bennet que decía: «Listo para empezar». La respuesta del sorprendido destinatario decía: «Todo está muy frío y muerto. Necesitaremos por lo menos un mes para prepararnos. Comuníqueme la fecha en que podríamos vernos para conversar».


La contestación de Moody fue: «Estaré en York esta noche».


Allí comenzaron, con seis personas presentes, sin quejas y llenos de fe, lo que algunos entendidos dijeron que fue el más grande avivamiento espiritual después de Pentecostés.


Apuntes Pastorales. Agosto — Septiembre 1986 / Vol. IV, N° 2