Glorias, tragedias y victorias de la iglesia de Jesucristo a través de los siglos – Parte 1
por Bruce L. Shelley
Parte I
El gobernador romano Poncio Pilato se vio imposibilitado de tomar una decisión propia. Los líderes judíos querían la crucifixión de Jesús de Nazareth, pero él decidió ser el que reiría último: Ordenó a los soldados colgar un cartel con una inscripción sarcástica sobre la cruz: «Jesús Nazareno, Rey de los judíos».
El mensaje fue escrito en tres idiomas: Hebreo (o Arameo). Griego y Latín. Sin embargo, esto significó mucho más que la pretendida ridiculización, pues tuvo también un alcance profetice. Esos idiomas representaban los tres principales grupos culturales de aquel tiempo (Judíos, Griegos y Romanos) y que fueron, curiosamente, quienes más se opusieron al mensaje. En la actualidad, después de 2.000 años, el cristianismo es la religión de un tercio de la población mundial; se ha desarrollado más que cualquier otra fe a través de la historia humana.
Esta expansión, no obstante, ha tenido su alto costo. Casi todos los pasos dados hacia otra cultura ha provocado resistencia al evangelio. Esto sugiere algunas preguntas espinosas: ¿Por qué tantas personas se sienten perturbadas por el evangelio? ¿Por qué tantos quisieran deshacerse de Jesús y de sus seguidores?
Los conflictos más importantes tuvieron lugar en los tres primeros siglos de la historia cristiana, cuando el evangelio se expandió desde Jerusalén, el centro del judaísmo, hasta Roma, la capital del Imperio Romano.
Jesús de Nazareth provenía del judaísmo, el más antiguo de los tres grupos culturales mencionados. Su vida y su misión cobran sentido sólo morir sobre la cruz.
Este violento rechazo hacia Jesús, hizo que sus seguidores salieran de los límites estrechos del judaísmo al más amplio círculo del mundo gentil. En una breve generación, sus discípulos llevaron el mensaje del sorprendente amor de Dios por toda la cuenca del Mar Mediterráneo.
En esta transición Saulo de Tarso fue un elemento clave. A través de su notable conversión, él pudo ver con claridad que la muerte de Jesús fue mucho más que un fin trágico de una vida sin igual. Saulo encontró en la cruz de Jesús el don de salvación de Dios, y no simplemente para los judíos sino para todas las personas. Con toda intrepidez predicó este mensaje en cuanta sinagoga encontraba por toda la costa norte del Mar Mediterráneo.
No obstante, ciudad tras ciudad, sus propios connacionales, los judíos, se opusieron a su ministerio; algunas veces incitaron revueltas, otras lo apedrearon y lo sacaron fuera de la ciudad dándolo por muerto. A pesar de todo esto. Pablo continuaba estableciendo iglesias y enseñando que «en Cristo no hay judío ni griego».
Con esta teología el cristianismo emergió del judaísmo de Palestina y alcanzó el desarrollo de una religión universal. Antes del año 70 d.C. los discípulos de Jesús eran en su mayor parte judíos y casi todos sus compatriotas los llamaban «nazarenos»; eran considerados como una secta desprendida del judaísmo y agrupada con los otros partidos (Fariseos, Saduceos, Zelotes y Esenios).
El punto crucial de la animosidad judeo-cristiana tuvo lugar con el evento más significativo de la segunda mitad del siglo primero: La destrucción de Jerusalén por parte de los romanos.
Decididos a terminar con una sedición encabezada por los zelotes, los romanos atacaron y destruyeron el Templo judío en el año 70 d.C. Muchos creyentes pensaron que la devastación fue el juicio de Dios a los judíos por su participación en la crucifixión de Jesús, el Mesías. A su vez, los judíos, que habían sufrido indeciblemente bajo la dominación romana, despreciaron a los cristianos aun más. Después de haber recibido una extraña advertencia del desastre, habían huido de Jerusalén para su seguridad, hacia el otro lado del Jordán.
Desde ese momento el centro oficial del judaísmo quedo en ruinas y la fuerza del cristianismo se trasladó de Palestina a las más importantes ciudades del mundo romano (Antioquia, Efeso, Roma, Alejandría y Cartago). Poco a poco los cristianos se dieron cuenta que Pablo tenía razón: No constituían una despreciada secta judía sino un movimiento religioso en rápida expansión, el verdadero pueblo de Dios.
Sin embargo, los cristianos corrieron peligros en esta nueva situación. En particular hubo dos obstáculos: Una interpretación equivocada del Evangelio en el mundo del pensamiento griego y la represión física a manos de las autoridades romanas.
El cristianismo chocó con el pensamiento griego en un punto esencial a la humanidad: ¿Qué es la verdad?
Las iglesias cristianas predicaron las palabras de verdad a los esclavos, artesanos y gobernantes, porque Cristo reclamó ser la verdad. Justo antes de morir. Jesús prometió enviar a sus discípulos el «Espíritu de verdad». Los cristianos que vivían en ciudades helénicas (o griegas), no podían sustraerse totalmente de la orgullosa tradición intelectual que las caracterizaba. Allí se sostenía que la verdad, la bondad y la belleza, pertenecían a Atenas, no a Jerusalén.
El mayor desafío helenístico al evangelio de Cristo fue un movimiento llamado «gnosticismo». El nombre proviene del término griego gnosis, que significa «conocimiento». Los gnósticos decían tener información secreta (o superior) sobre el universo, el hombre y Dios.
No todos los gnósticos decían ser cristianos, pero los que sí, introdujeron en la iglesia sus extraños conceptos de raíces judías, persas y griegas. El mundo físico, decían, es innatamente malo y, dado que los humanos viven en la prisión de sus cuerpos físicos, deben encontrar alguna manera de escapar de la carne. El alma tiene que llegar a su liberación, ya sea por medio de un estricto ascetismo o, más probablemente, por medio del conocimiento de los secretos de universo enseñados por algún maestro gnóstico.
Pero al fin de cuentas el evangelio gnóstico no era en realidad evangelio. Los cristianos predicaban que la tragedia humana surgió como consecuencia del pecado del hombre y de su rebelión moral en contra de un Dios santo. Los gnósticos, sin embargo, insistían en que los problemas del hombre residían simplemente en la carne humana y no en una actitud, práctica y herencia pecadora.
Los cristianos anunciaban que la salvación viene por medio de Jesús de Nazareth, quien murió en la cruz para reconciliar con Dios a la gente de toda tribu y cultura. Los gnósticos enseñaban que la salvación era para una reducida élite que encontraba la vida en su «conocimiento personal» acerca del Universo.
Para refutar los reclamos de los gnósticos y de otras ideas equivocadas de la cultura griega, los cristianos, en el segundo y tercer siglo, trataron de establecer lo que Jesús y sus apóstoles habían enseñado.
Lo hicieron de dos maneras distintas. Primero, apelaron a la línea histórica de los pastores y maestros de las iglesias establecidas por los apóstoles («Sí ustedes se comparan con esas iglesias», argumentaban los escritores cristianos, «advertirán inmediatamente que ellos no admitían ninguno de los mitos de estos gnósticos. Ellos predicaban a Jesús, que murió para reconciliarnos con Dios y fue resucitado de la muerte para damos vida»).
En segundo lugar, tomando los documentos que estaban en circulación en las iglesias, los cristianos los clasificaron, destacando los que eran genuinos escritos apostólicos (es decir, los correspondientes a testigos directos y autorizados de Cristo). Ellos reunieron esos escritos y formaron lo que hoy conocemos como el «Canon del Nuevo Testamento». Esta lista de escritos cristianos fue agregada luego a los escritos del «Antiguo Testamento», recibidos del judaísmo. Habiendo soportado la prueba de la verdad, esta colección completa fue llamada «Escritura».
Los cristianos adoptaron estos pasos para poder distinguir la enseñanza de los cristianos «católicos» (en su sentido de «universales») de la de los cristianos gnósticos. En este proceso, el término «católico» vino a identificar a los cristianos que sostenían las enseñanzas de los apóstoles en tanto que a los gnósticos se los llamó herejes.
De tal modo, «cristianismo católico» significaba «apostólico y ortodoxo», mientras que «gnosticismo» significaba «segregado y herético». Mientras la gente viajaba por el mundo Mediterráneo, encontraba cristianos católicos e iglesias católicas donde el pastor (u obispo) predicaba el mensaje apostólico a partir de Escrituras apostólicas. ¡Qué distinto de lo que después llegaría a ser el catolicismo!
Más allá del peligro que entrañaba ese desvío helenístico del evangelio, los cristianos se encontraron con una amenaza adicional: La extinción por mano de los soldados romanos. El centurión romano junto a la cruz de Jesús fue el primero de una larga fila de verdugos que mataron a los cristianos.
El choque cristiano con la autoridad romana se centraba en una cuestión cívica fundamental: ¿A quién debo mi lealtad suprema?
Durante algún tiempo esa pregunta no ofreció conflicto. A los ojos de los romanos, el cristianismo era una secta más del judaísmo y como tal se le permitía compartir la tolerancia oficial que Roma otorgaba a aquellos. Pero esto no duró mucho tiempo.
Cuando el neurótico emperador Nerón quemó la mayor parte de Roma para poder reedificarla a su gusto, trató de culpar de ello a los cristianos. En el año 60 d.C., los seguidores de Jesús fueron cercados, salvajemente torturados y quemados como antorchas humanas para iluminar la ciudad.
Este holocausto local fue sólo algo preliminar. En los siglos segundo y tercero los emperadores lanzaron una persecución sistemática. Miles de cristianos murieron heroicamente por razón de su fe. Su coraje fue algo tan llamativo que el abogado Tertuliano, del Norte de África, observó: «La sangre de cristianos es semilla de cristianos».
Se mató a los cristianos por diversas razones. A veces un patriotismo fanático alentaba la sospecha y el odio hacia ellos. Para la mente popular cualquier desasiré de la naturaleza (inundación, terremoto o pestilencia) podía ser atribuida a alguna deidad romana que había sido ofendida por los cristianos que se negaban a adorar ante su santuario.
Tertuliano lo describió así: «Si el Tíber inunda la ciudad, el Nilo se niega a crecer o el cielo retiene la lluvia; si hay un terremoto, hambre o pestilencia, se levanta un solo grito: «¡Cristianos, a los leones!».
En el tercer siglo, sin embargo, cuando las dificultades dentro del imperio se combinaron con ataques sobre los límites del Este, los oficiales romanos demandaban adoración al emperador como garantía de su unidad imperial. Se demandó que los cristianos, a través de todo el imperio, realizaran un acto público de lealtad a Roma: «¡Confesad: César es Señor!».
Pero los cristianos confesaron otro Señor, cuyo trono no estaba en Roma. De manera que aquellos miles que rehusaron quemar incienso u ofrecer sacrificio al emperador debieron pagar su testimonio con su propia sangre.
En África del Norte, uno de aquellos que no quiso negar al Señor Jesucristo fue una mujer joven. Perpetua. Era casada y tenía un bebe. Eso no impidió que los romanos la pusieran en prisión, donde conservó su bebe con ella. «La prisión», dijo ella, «fue para mí como un palacio, de modo que prefería estar allí a estar en cualquier otro lugar».
Su padre la visitaba con frecuencia instándola a hacer lo que los romanos demandaban: «Simplemente haz de cuenta que no eres cristiana y quema un poco de incienso al emperador». Pero ella se rehusó.
El magistrado preguntó: -¿Eres cristiana? -Soy cristiana -Respondió ella. Eso definió la cuestión.
Los soldados la tomaron junto con otros cristianos condenados y la llevaron a la arena de Cartago. Los animales salvajes fueron liberados y enseguida atacaron a Perpetua, pero no pudieron matarla. Las autoridades ordenaron entonces a los gladiadores que fueran a la arena para terminar esa carnicería.
¿Fueron necesarios estos martirios? Ningún cristiano puede contestar esta pregunta a menos que su propia vida llegue a ese límite. Lo que resulta claro es que cada cristiano debe ser leal a Cristo en su propia cultura. Eso es tan cierto hoy como lo fue entonces. No se puede permitir que el mundo (ya sea con las ideas culturales o el poder político que prevalezca) pueda minar la obediencia de los creyente hacia Dios. Equivale a la muerte de la fe.
Gracias al coraje de los cristianos primitivos, la fe cristiana ha sobrevivido a los mortíferos tres primeros siglos. Los creyentes pronto descubrieron que el fin eventual de la persecución física no marca el fin de las dificultades ni hace la vida cristiana más fácil. Lo único que hace es cambiar la dirección de la amenaza.
Apuntes Pastorales. Volumen V Número 1.