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Glorias, tragedias y victorias de la iglesia de Jesucristo a través de los siglos – Parte 2

Glorias, tragedias y victorias de la iglesia de Jesucristo a través de los siglos – Parte 2

por Bruce L. Shelley

Parte II

El de julio del año 325 fue un día memorable. Unos 300 pastores y diáconos de todo el este del Imperio Romano habían llegado a Nicea, una pequeña ciudad cerca del estrecho de Bósforo, para encontrarse con su gran emperador, Constantino el Grande.

Abierta sobre la mesa, en el salón de conferencias donde aguardaban, se encontraba una copia de los Evangelios. El emperador entró con sus púrpuras vestimentas imperiales pero sin el acostumbrado cortejo de soldados.

Constantino habló brevemente: Los eclesiásticos deberían llegar a un acuerdo sobre los asuntos cruciales que los dividían. «La división en la Iglesia», dijo, «es peor que la guerra». Luego se retiró dejando que los líderes trabajaran, buscando alguna base para la unidad.

Naturalmente, los pastores y diáconos estaban impresionados. Luego de tres siglos de persecuciones periódicas instigadas por los emperadores romanos, les costaba creer que ahora uno de ellos los había reunido como sus aliados. Algunos tenían cicatrices del látigo imperial; a un pastor de Egipto le faltaba un ojo; otro tenía las manos mutiladas por quemaduras provocadas con hierros calientes.

Pero todo eso había acabado. Constantino había envainado la espada de la persecución y tomado la cruz. Previo a una decisiva batalla en el año 312 se había convertido al cristianismo.

Así fue como amanecía un nuevo día para el cristianismo. Los perseguidos seguidores del Salvador, vestidos de lino, se habían tomado en respetados consejeros de emperadores, con vestimentas imperiales. Cuando comenzó el siglo 4, el cristianismo celebraba sus cultos en las catacumbas. Antes de finalizar ese siglo, era la única religión legal en todo el imperio.

En dos cortas generaciones, el cristianismo se había transformado de una sociedad voluntaria a una con poder para imponer sus creencias sobre todo el imperio. De hecho, el cristianismo era la religión oficial.

Hoy, cuando el mundo occidental se hunde cada vez más en el secularismo, los cristianos procuran encontrar respuesta a preguntas como ésta: ¿Cómo podemos hablar de Cristo en nuestra sociedad? ¿Deben meterse las iglesias en la arena política? De ser así, ¿cómo puede evitarse la corrupción que sobre viene con el poder?

Los políticos ya no consideran que las naciones occidentales sean cristianas. La Biblia ya no es una parte vital de la educación pública. La vida familiar y el comportamiento cívico ya no están regidos por la moralidad cristiana.

Hoy, tanto en Estados Unidos, Canadá o Europa occidental, el cristianismo sobrevive, principalmente, en un mundo de fe privada. Pero, como cristianos, ¿podemos aceptar esto? ¿Cómo encuadra con el mandamiento del Señor de brillar como luces en el mundo?

Mientras los que tienen cargos públicos parecen desdeñar todo rótulo cristiano, podemos preguntamos por qué los emperadores romanos aceptaron el cristianismo como la religión oficial.

Muchos historiadores creen que la conversión de Constantino tenía connotaciones políticas. La política de persecución había fracasado. De hecho, el número de iglesias se había multiplicado. ¿Por qué no alistar al Dios cristiano al servicio del Imperio?

Esta tentativa aventurada dio resultado. Después de derrotar a Maxencio, Constantino colocó a la iglesia bajo la protección imperial: La colmó de favores y asumió la responsabilidad de sus fortunas.

Algunos cristianos vieron con beneplácito esta vinculación de la iglesia con el estado, del mismo modo que hoy día hay quienes la defienden. Las ventajas eran por demás obvias: El cristiano podía confesar públicamente su fe sin temer represalias, se les eximía a las iglesias de ciertos impuestos, disponían de fondos del estado para levantar nuevos lugares de culto y se les entregaba grano para ser distribuido entre los miembros pobres.

Otros cristianos dudaban que estos beneficios fuesen un regalo de Dios y el tiempo se encargó de demostrar que tenían razón.

En primer lugar, la adopción del cristianismo como la religión oficial condujo a un aumento masivo de conversiones superficiales provenientes del paganismo. Las normas morales decayeron y las prácticas idólatras se propagaron dentro de la iglesia.

En segundo lugar la iglesia, que había sido perseguida, lentamente se transformó en una iglesia que perseguía. Los grupos cristianos no alineados ya no eran tolerados. Como dijo Constantino en Nicea: «La división en la iglesia es peor que la guerra».

En tercer lugar, como religión oficial y comenzando a ser profesada nominalmente, el cristianismo se enfrentaba con el peligro de ser «tradicional» entre los europeos. ¿Cómo se presenta la verdadera fe a quienes piensan que ya la tienen?

El éxito en el mundo trajo más problemas aún. Cambió la teología de la iglesia y su estructura: ambas se transformaron en instrumentos de poder. Como ya hemos visto, la ortodoxia, es decir la enseñanza cristiana aceptable, había resurgido después de la pugna con las ideas griegas. Ahora, sin embargo, la expresión precisa de la fe cristiana era responsabilidad de los emperadores. Si el cristianismo iba a cimentar el imperio, debía sostener una sola fe. De modo que los emperadores convocaron concilios eclesiásticos, solventaron los gastos de los obispos para que asistieran a dichos concilios y presionaron a los líderes a lograr la unidad doctrinal. La era de los emperadores fue tiempo de credos, y los credos eran instrumentos de conformidad.

En Nicea se observa esta presión imperial; es el primer concilio general de la iglesia. Constantino esperaba que los obispos resolvieran el problema del arrianismo. Arrío, de Alejandría, enseñaba que Cristo era más que humano, pero un poco menos que Dios. Decía que Dios en un tiempo vivía solo, que luego creó al Hijo, quien a su vez creó a todo lo demás. Esta idea todavía persiste en algunas sectas hasta el día de hoy (N.d.E.:Testigos de Jehová).

Arrío rebajó la fe en Cristo a algo comprensible por la mente humana. Sus enseñanzas fueron formuladas en ingeniosas rimas cantadas con melodías muy pegadizas. Aun los estibadores en el puerto las tarareaban mientras descargaban el pescado.

Las enseñanzas de Arrío tenían especial atractivo para los nuevos convertidos. Eran parecidas a las religiones paganas de su infancia: Un Dios supremo que vive solo y crea una serie de dioses menores que hacen la obra de Dios en su ir y venir del cielo a la tierra. Les era difícil a estos expaganos comprender que Cristo había existido siempre desde la eternidad y que es igual que el Padre. De modo que la propagación del arrianismo era motivo de preocupación para Constantino.

Cuando el Concilio de Nicea fue convocado, muchos de los obispos estaban dispuestos a transigir. Un joven diácono de Alejandría, de piel oscura, sin embargo, no lo estaba. Atanasio, con el apoyo de su obispo, Alejandro, insistió que la doctrina arriana despojaba al cristianismo de su divino Salvador. El solicitó un credo que dejara bien en claro la absoluta deidad de Jesucristo.

Luego de un largo debate, todos menos dos obispos aceptaron un credo que confesaba fe «en un Señor Jesucristo, el hijo de Dios… Dios del mismo Dios». Constantino estaba muy satisfecho.

Sin embargo, el hecho es que Nicea logró muy poco. Resultó ser sólo el primero de muchos concilios eclesiásticos que serían convocados por los emperadores en un intento de establecer la verdadera fe para todos los creyentes, y por ende, para todo el Imperio Romano.

Siglos antes de Constantino, los apóstoles había establecido congregaciones locales diseminadas por el mundo del Mediterráneo. En poco tiempo, sin embargo, las iglesias de las ciudades provinciales y sus pastores asumieron el liderazgo sobre las iglesias más pequeñas de sus alrededores. Estos pastores eran llamados obispos y a menudo se reunían en sínodos regionales.

Comenzando con Constantino, la alianza con el estado hizo que la iglesia cambiara sus estructuras. Debido a que era más fácil dirigir una iglesia unificada, el gobierno imperial influenció a la iglesia para que adoptara una estructura liderada por obispos en Constantino-pía, Alejandría, Antioquía y Roma, las cuatro ciudades más importantes del imperio. Se les llamaba «patriarcas» a estos obispos. Los primeros tres competían entre sí para influenciar la parte oriental del imperio. En el occidente, Roma se erguía sin rival.

Hacia fines del siglo cuarto, cuando más y más bárbaros (tribus germanas del norte) cruzaban la frontera imperial y amenazaban las ciudades de Italia, los emperadores en Constantinopla (lo que hoy es Estambul) fracasaron en defender a Roma. En consecuencia, el obispo de Roma suplió esa falta y, a pesar de ser negado en el oriente, afirmó tener sanción divina para su liderazgo singular.

León I, obispo de Roma desde el año 440 hasta el 461, impuso enérgicamente la primacía romana: La autoridad concedida divinamente para gobernar a toda la iglesia. León dijo que Cristo le dio a Pedro y a sus sucesores el derecho de gobernar cuando prometió: «Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia».

De este transfundo surge la combinación de circunstancias y teorías que desembocan en el oficio de «Papa». El Papa, en poco tiempo, llegó a ser no Sólo un líder espiritual sino también un vocero cívico, el guardián de las tradiciones romanas.

Había cristianos preocupados por la forma en que la iglesia se involucraba más y más en cuestiones de poder y riqueza, y algunos de ellos se retiraron al desierto en busca de su salvación personal. Así surgieron los luchadores espirituales conocidos como «monjes».

El monasticismo comenzó en los desiertos de Egipto. Hacia fines del tercer siglo los ermitaños comenzaron a refugiarse en cavernas, decididos a negarse a sí mismos y seguir a Cristo. Decidieron que era imposible glorificar a Dios en medio de las tentaciones y diversiones de las ciudades. Solos, en el desierto, lucharían con el diablo.

Una noche, a principios del siglo 4, mientras Antonio, uno de los monjes más reverenciados, estaba en el desierto dedicado a la oración fervorosa, se dice que Satanás reunió a bestias salvajes para atacarlo. Al rodearlo, listos a saltar sobre él, Antonio los miró y dijo:

«Si han recibido poder sobre mí del Señor, no demoren; estoy listo. Pero si vienen por mandato de Satanás, vuelvan a sus lugares de origen, pues yo soy siervo de Jesús el Vencedor».

Esta historia fue relatada por Atanasio en su popular Vida de San Antonio, pero la visión de poder espiritual podría haber provenido de miles de estos héroes del desierto.

Luego de un período inicial vigoroso el monasticismo fue domado y organizado. Pacomío, un exsoldado, vio los peligros que yacían en el hecho de que cada ermitaño hiciera lo que le pareciese bien. Sabía que un cristiano no puede seguir a Cristo solo. Únicamente puede amar y someterse a otros en alguna forma de comunidad.

Así fue como Pacomio creó el primer monasterio cristiano. Si bien dejaba suficiente tiempo para la meditación privada y la oración, estableció una vida comunitaria reglamentada, donde los monjes comían, trabajaban y adoraban juntos.

De estos comienzos en Egipto, el movimiento ascético se difundió por Siria, Asia Menor y luego a través de Europa. Con el tiempo maduró y cumplió un importante ministerio en la iglesia.

El monasticismo, sin embargo, era contrario a la doctrina de la creación. Sostenía que el problema básico del hombre es su carne, que el casamiento es malo y debía ser evitado a toda costa. En cambio la Biblia dice que cuando Dios observó la creación vio que era buena. Dios mismo creó a la mujer para el hombre.

A pesar de este concepto errado, el mero hecho de la existencia del monasticismo sirvió como un ejemplo a la iglesia que estaba en constante peligro de compromiso con la riqueza y el poder. Contrariamente a lo que pensaban muchos en la iglesia oficial, los monjes sabían muy bien aquello de «no con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, dijo Jehová de los ejércitos».

Con el tiempo la iglesia también aprendería esa lección, pero no sin antes escalar las alturas de poder terrenal y ayudar a dar forma a la cultura occidental en Europa, dejándonos los beneficios y las cargas de una herencia cristiana.

Apuntes Pastorales

Volumen V Número 2