El Cristo que adoramos
por H.C. Hewlett
Solamente podemos proclamar con eficacia aquello cuya eficacia hemos experimentado. Si nuestras vidas no dan testimonio por medio del amor, el gozo y la paz, demostrando que Cristo es real para nosotros, nuestras palabras llegarán en vano a los oídos que las escuchan.
El testimonio por excelencia que podemos dar los cristianos es Cristo mismo; Cristo en su inefable gracia y gloria. Cristo adorado en el corazón, proclamado con los labios y manifestado en la vida. Así como Jacob tomó la piedra que le sirvió de almohada para el descanso y la erigió como un monumento de testimonio, de la misma manera, en un mundo inseguro y descontento que apenas atina a saber lo que desea y menos aun lo que necesita, es el privilegio de los creyentes en Cristo Jesús el levantar delante de los hombres al Cristo que ha traído el descanso y satisfecho el corazón.
Solamente podemos proclamar con eficacia aquello cuya eficacia hemos experimentado. Si nuestras vidas no dan testimonio por medio del amor, el gozo y la paz, demostrando que Cristo es real para nosotros, nuestras palabras llegarán en vano a los oídos que las escuchan.
Los corazones de los hombres están vacíos y solamente Cristo puede llenarlos, porque El es tanto el Salvador como Quién satisface. Los que le conocen así son los que deben divulgar su fama.
El pasaje del Cantar de los Cantares 5.9-16 nos ayuda a recordar el testimonio concerniente a El. Esta es una declaración de exquisita belleza y profunda reverencia. Llegar a apreciarla correctamente es llegar a conocer la verdad de un antiguo himno:
"Tal es mi Amado y a este yo he de ensalzar y amar".
Tomemos, por ejemplo, la declaración: "Su aspecto como el Líbano" (v. 15). El es tan majestuoso a los ojos de alguien que le ama que se lo asemeja a una montaña imponente que eleva sus picos nevados hacia los cielos. Así como el Monte del Líbano domina el paisaje en el límite norte de Israel, así el Señor Jesús cubre de gloria la visión del alma que cree en El.
En primer lugar, su Persona está llena de atractivos, porque cubre totalmente el horizonte de nuestra contemplación. En una ocasión estuve parado en el Valle Tasman, en los Alpes y miré hacia el murallón interminable que se extiende hacia la derecha y hacia la izquierda, en toda la extensión en que la vista alcanza a ver. Ese murallón es coronado con los picos gemelos del Monte Cook que se recortan contra el azul puro del cielo. Es una vista imponente ante la cual el grupo de turistas queda un rato en silencio con el espíritu humillado. Sin embargo esto es apenas una de sus obras. ¡Cuánto más glorioso es El mismo! Sí, El llena todo nuestro horizonte de gloria y nos hace inclinar a sus pies en humilde adoración y gozoso agradecimiento. A El pertenecen la eternidad, el poder absoluto y la sabiduría infinita. "En El habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad" (Col. 2.9). Pero además. El es el Hombre de tierna compasión, de trabajos y lágrimas, cuyos pies anduvieron solitarios en el camino que lo condujo a la cruz y cuyas manos, que fueron una vez extendidas para nuestra salvación, están ahora levantadas para nuestra bendición.
En segundo lugar. El es Santo en santidad suma. El nombre Líbano significa blanco y la montaña es llamada así a causa de sus picos nevados. Cuando nuestro Señor se transfiguró, "sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, como la nieve, tanto que ningún lavador en la tierra los puede hacer tan blancos" (Mr. 9.3). Las vestiduras representan los delicados toques del carácter y el testimonio sobre aquellas ropas resplandecientes señala una pureza que era enteramente suya, en forma exclusiva y que por otra parte nunca pudo haber tenido un origen terrenal. La santidad de Cristo en los días de su carne no fue en lo más mínimo menor que la de su estado reencarnado, cuando los serafines decían de El: "Santo, Santo, Santo" (Is. 6.3). Ningún pecado, ni en pensamiento, ni en palabra, ni en hecho, perturbó su vida ni exterior ni interiormente. Su pureza no pudo ser empañada, ni por el gozo ni por la tristeza, ni cuando lo aclamaron o cuando lo rechazaron; nunca hubo defecto alguno en sus caminos. Los más nobles personajes de la Biblia alguna vez "arrastraron sus ropas en el polvo" y mostraron ser hombres como los demás. Solamente Jesucristo desplegó su humanidad en la expresión de una santidad invariable. Sólo El podía ser. nuestro Salvador. Solamente El pudo ser hecho para nosotros justicia y santificación (1 Co. 1.30). Sólo El podía ser Aquel a quien, en última instancia, llegaremos a ser conformados. Podemos gloriamos en El con toda razón.
Por último. El es el que satisface plenamente. Los arroyos que se alimentan de las nieves perpetuas del Líbano nunca llegan a secarse. Sus aguas nunca dejan de refrescar la tierra sedienta. De nuevo el Líbano habla de Aquel de cuya inacabable plenitud desbordan los arroyos de gracia y verdad que no cesan de reanimar, reconfortar y bendecir. Todo cristiano puede dar el invariable testimonio de que El "sacia al alma menesterosa y llena de bien al alma hambrienta" (Sal. 107.9). "…el que creyere en El, no será avergonzado" (Ro. 9.33). La esperanza puesta en El no dejará de tener su plena realización y cuando al fin le veamos "cara a cara" nos daremos cuenta que en verdad "ni aun se nos dijo la mitad acerca de El", tal como dijo la reina de Saba sobre Salomón (1 Re. 10.7). Cuando lleguemos a conocerlo como El nos conoce y cuando todo el camino por el cual El nos ha conducido llegue a ser tan claro para nosotros como lo fue siempre para El, nuestros corazones estarán rebosando. En nuestra copa de plena satisfacción no faltará ni siquiera una gota.
Todo lo que no proviene de El llegará a mostrarse con todo su desencanto. Los ídolos humanos terminarán siendo motivo de angustia. Pero aquellos que confían todo a su todopoderoso Salvador encontrarán en El su descanso, su camino, su meta, su todo. El es Aquel a quien todos los hombres necesitan. El es Aquel a quien nosotros tenemos el honor de adorar y predicar.
Apuntes Pastorales
Volumen V Número 2