Cuando llega la hora de evaluar
por Francisco Damazio
Su ministerio ha cambiado mucho», dijo uno de nuestros ancianos. «No es tan duro como antes». Nuestra nueva iglesia había estado funcionando alrededor de dos años cuando este comentario me sorprendió.
Por supuesto, asentí y volví a casa tratando de entender lo que realmente me había querido decir este hermano. La semana siguiente escuché algunas de las cáseles de los sermones de mi primer año y encontré que por entonces exhortaba fuertemente a las personas, instándoles a cambiar. Faltaban palabras de aliento.
Había llegado a esta ciudad después de enseñar ocho años en una Escuela Bíblica. Con un grupo de dieciocho personas habíamos comenzado a reunimos en una sala de conferencias. Naturalmente, hice lo que mejor sabía hacer: enseñar. Comencé una serie los domingos por la mañana, otra por la tarde y una más los jueves. No me había dado cuenta de la falta de equilibrio en mi énfasis.
Ansiaba edificar una iglesia modelo que tuviera una reputación de santidad. Recordaba aquella iglesia grande de donde había salido, en que la congregación recibía buena enseñanza, era disciplinada, amante del Señor y obediente. Estaba decidido a crear lo mismo aquí, lo que me impulsó a promover normas estrictas. Las Escrituras constituían una ley implacable y todos los domingos señalaba las faltas de su cumplimiento.
Quizá tomé demasiado en serio a Martín Lutero, cuando dijo aquello de que «si quieres predicar el evangelio y ayudar a la gente, debes ser cortante y frotar sal en sus heridas, mostrando lo que perturba la obra de Dios y denunciando lo incorrecto».
No me había detenido a pensar que no eran estudiantes que pagaban para escucharme. Eran adultos de la vida real. Nadie se alegra de que se le cobre una multa todos los domingos, aunque ellos mismos desesperadamente quieran cambiar.
Una vez que comprendí esto, comencé a concentrarme en la edificación de la congregación en lugar de atemorizarlos. Mis mensajes expresaban la esperanza y la grandeza de Dios. Cuanto más enfatizaba el deseo de Dios de ayudamos, en lugar de señalar nuestras fallas, más podía sentir que nuestra iglesia lograba un equilibrio.
La rueda del ministerio no gira suave y armoniosamente si tiene sólo dos o tres rayos. Se necesita el círculo completo de apoyo para evitar que ande a los tumbos. Al meditar sobre esto, llegué a comprender que una cantidad de énfasis tienen que mantenerse en armonía, como por ejemplo:
El pasado, el presente y el futuro (la historia que enseña, lo practico para hoy y lo es patológico).
Las formas en la adoración y el sentido de la presencia de Dios.
Adoración en regocijo y adoración en reflexión y quietud.
Forma de vida comunitaria e individual.
Jesús le preguntó a sus discípulos en cierta oportunidad: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?» (Mt. 16.B). Lo que en realidad estaba averiguando era cómo percibían su ministerio; que estaban recibiendo.
La respuesta de los discípulos demuestra una variedad de puntos de vista. Algunos, dijeron, escucharon su mensaje del Reino, otros vieron cómo enfrentaba a las autoridades y declararon que era otro Juan el Bautista. Otros consideraban sus milagros, el gran énfasis sobre la fe, por lo que dijeron: «Es Elías», el que controló el clima, levantó a los muertos e hizo descender fuego del cielo.
Otros consideraban a Jesús como el gran pastor, el que cuidaba de las heridas de las personas y aun lloraba por ellos, y concluyeron que seguramente era un profeta tal como Jeremías.
¿Estaba desequilibrado el ministerio de Jesús en alguna de estas áreas? ¿Cumplía una agenda política? ¿Se estaba especializando en lo sobrenatural? ¿Se dedicaba exclusivamente a pastorear? No. Mantuvo cada uno de estos ingredientes en una correcta tensión con los demás. Pedro comprendió esto tan bien que lo declaró ser el Cristo, alguien singular. Con el tiempo, otros también llegaron a reconocerlo como tal.
Si nuestros ministerios están equilibrados, podremos edificar iglesias que vencerán las puertas del infierno, tal como lo hizo y quiso Jesús.
SEÑALES DE ALERTA
Cambio de personas. Cuando sucede un éxodo de miembros más o menos permanente y regular a otras iglesias en la ciudad, debemos hacemos algunas preguntas difíciles: ¿La predicación está satisfaciendo las necesidades de la congregación o se ha tornado demasiado elevada? ¿Los miembros se sienten acogidos aquí? ¿Se le da a cada uno la oportunidad de utilizar sus dones? ¿Los niños reciben alimento, son amados y valorados aquí o meramente son cuidados por «niñeras»?
Hay ocasiones en las que alguien se retira de una iglesia por razones imprevisibles y no debemos por ello sobre reaccionar. Pero si la sangría es constante, quizá nuestro énfasis no está satisfaciendo sus necesidades.
Pérdida de confianza en el liderazgo. Los pastores, al vacilar repetidamente en la dirección o en las decisiones, podemos malograr nuestra habilidad de afectar a la congregación. Posiblemente cambiemos poco doctrinalmente, pero más a menudo titubeamos en el manejo práctico de la iglesia: las decisiones anunciadas públicamente no se llevan a cabo o nosotros mismos somos indisciplinados. Cuando una persona pierde la confianza en que batallaremos por llevar adelante lo que decimos, le resulta muy difícil seguimos en la tarea. Algunos han sido afectados varias veces en la vida y nunca pueden respetar a un ministro, no importa dónde vayan. En tales casos, resulta poco provechoso que castiguemos a las ovejas «porque no apoyan la visión pastoral». La gente debe respetar y someterse voluntariamente.
El equilibrio en el ministerio, a menudo, se logra mediante una relación recíproca con otros pastores que puedan ayudar a corregir nuestros puntos débiles. Si somos demasiado inseguros, u orgullosos como para buscar esta ayuda, perdemos precisa mente el apoyo y la corrección que puede frenar la erosión de la confianza.
Dependencia antinatural en el liderazgo. En contraste con lo antedicho, a veces la congregación se apoya demasiado sobre la sabiduría del pastor. Las citas para aconsejamiento inundan la agenda y parece que las personas no se animan a tomar decisiones.
Esta falta de equilibrio se corrige enseñándoles a seguir la guía de las Escrituras y a profundizar su relación individual con Dios.
Aislamiento de la comunidad y del resto del cuerpo de Cristo. Cuando una iglesia no tiene un rol activo en su comunidad, se produce un desequilibrio. Lo mismo ocurre con los que se alejan de otras iglesias. El aislamiento produce una perspectiva deformada y el desequilibro se agrava cuanto más persiste.
Una observable pérdida de gozo. Para mí, esta es la vara para medir lo que está ocurriendo dentro del motor de la iglesia. ¿La gente se ríe cuando están juntos? ¿Disfrutan? Donde falta el gozo, escasea la espontaneidad y la creatividad. Y donde falta el gozo, la gente no quiere ir y menos llevar a sus amigos, vecinos y parientes.
El gozo es señal de una congregación que crece espiritualmente y está satisfecha. Si el pastor toma una verdad y la enfatiza mucho, aplicando la ley en vez de la gracia, eso suprime la alegría. Tal es lo que hice al comienzo en nuestra iglesia. Afortunadamente, fui guiado a tratar con el desequilibrio antes de que coartara totalmente el crecimiento.
Nuestro Dios tiene equilibrio en todas las áreas y desea que sus negocios marchen también así. El quiere que lo busquemos y que desarrollemos un ministerio equilibrado para su pueblo.
Apuntes PastoralesVolumen VI Número 5