por Charles Spurgeon
Queridos compañeros de milicia: los que estamos dedicados a adelantar el ministerio cristiano somos pocos y tenemos ante nosotros una lucha desesperada. Por lo tanto, urge que cada uno de nosotros sea lo más útil posible y se esfuerce al grado más alto posible.
Es cosa de desear que los ministros del Señor sean lo más escogido de la Iglesia. Sí, lo más escogido del Universo entero, porque eso es lo que demanda el desafío. De manera que, respecto a vuestras personas y talentos individuales, les entrego la divisa:
¡Adelante, adelante! Adelante en cualidades personales, adelante en dones y gracias, adelante en la conformidad a la imagen de Cristo.
EL DESARROLLO INTELECTUAL
En primer lugar, queridos hermanos, creo necesario que me diga a mi mismo y a vosotros que debemos avanzar en nuestras aptitudes mentales. No conviene, de ninguna manera, que nos presentemos continuamente en mala condición. Por supuesto que ni aun estando en la mejor condición mucho valemos a su lado; pero, al menos, no hagamos ofrenda con tacha o defecto debido a nuestra pereza. Aquel «amarás al Señor tu Dios de todo corazón» es tal vez un precepto más fácil de cumplir que el amarlo con toda nuestra mente; no obstante, debemos entregarle tanto nuestra mente como el centro de nuestros afectos, ¡y una mente bien provista!, para que no le ofrezcamos una cabeza vacía.
Ya no se toleran sermones que sean atentados contra la gramática. Aun en los distritos rurales de los que se decía que «nadie sabe nada» hay algún maestro de escuela, y la falta de educación en el predicador será un mayor impedimento que antes. Cuando el orador quiera que los oyentes se acuerden del Evangelio, sólo se acordarán de sus expresiones antigramaticales y las repetirán como algo humorístico en lugar de lo importante de las doctrinas divinas con la seriedad que merecen.
Debemos cultivarnos cuanto sea posible. En primer lugar, por recoger conocimientos vastos generales, cultivamos interiormente, personalmente. También debemos hacerlo para adquirir discernimiento y poder zarandear toda la información que recibimos. Finalmente, para ejercitar la mente y poder mantenerla «aceitada» y cargada de los datos que necesitamos. Estas tres cosas no serán igualmente importantes, pero son todas necesarias para ser un predicador completo.
CONOCER LA PALABRA
Es preciso hacer grandes esfuerzo para adquirir conocimientos, especialmente los bíblicos. No debemos limitamos a un asunto de estudio si queremos ejercer y desarrollar nuestras facultades intelectuales en forma integral. De todos modos, nuestro estudio principal es la Escritura. Importa poco que sepamos escribir la poesía más brillante que se haya recitado, si no podemos predicar un buen sermón, que lleve consuelo a los santos y convicción de pecado a los pecadores.
¡Estudie la Biblia, hermano! Estúdiela con todos los buenos auxiliares que pueda conseguir, acordándose de que hay facilidades hoy que no tenían nuestros padres. Por eso mismo se puede, justamente, pedir de nosotros más que de ellos.
Instrúyase bien en la teología sin hacer caso alguno de los que se mofan de ella, ignorantes de lo que se trata. Muchos predicadores no tienen teología; de aquí los errores que propalan por todos lados. No perjudica en nada al evangelista más ardiente ser un teólogo sano: lo salvará de cometer equivocaciones dañinas. Actualmente oímos predicadores que sacan una frase del contexto y la gritan repetidamente, como si hubieran hallado una verdad nueva. Triste suele ser la verdad de que no se trata de un diamante sino de un pedazo de vidrio roto. Si hubieran sabido compararlo con lo verdaderamente espiritual -o hubiesen conocido la sabiduría santa de los grandes escudriñadores de las Escrituras en las edades pasadas- no se apresurarían tanto a echar a los cuatro vientos la noticia de su «conocimiento maravilloso». Busquemos ser profundamente familiares con las grandes doctrinas de la Palabra de Dios, y poderosos en la explicación de las Escrituras. Estoy seguro de que ninguna predicación durará y edificara mejor a su iglesia como la predicación expositiva de la Palabra.
Renunciar del todo a la predicación exhortativa por la expositiva sería ir a un extremo dañino, pero -si nuestro ministerio pretende ser duradero y eficaz- deberemos, entonces, ser expositores. Para este fin es necesario que comprendamos a la Palabra nosotros mismos, y que seamos capaces de comentarla de modo que la gente sea edificada por ella. Seamos maestros en la exposición de la Biblia. Podemos dejar de estudiar cualquier obra por buena que sea, pero no se nos ocurra esto con respecto a la Biblia: familiarícese con los escritos de los apóstoles, y «la Palabra de Cristo habite en vosotros en abundancia».
CULTURA GENERAL
Por otra parte, colocando en primer término -y por encima de todo otro estudio-el de la palabra inspirada, no debemos, sin embargo, despreciar otros estudios de utilidad positiva para el ministerio. En los hechos históricos y en los de la naturaleza abundan enseñanzas preciosas sobre el gobierno de Dios y su providencia. No tema el ser instruido «demasiado». Si la verdadera gracia abunda, no lo hinchará la ciencia ni dañara su fe en la sencillez del Evangelio. Sirva a Dios con la cultura que tenga, dándole gracias porque se digna emplearlo como bocina de cuerno de camero; pero si hay posibilidad de que llegue a ser trompeta de plata, es acójalo con preferencia.
USANDO EL CEDAZO
He dicho que es preciso aprender a discernir, y en estos días es muy necesario insistir en este punto. Muchos corren tras de novedades, encantados por cada nueva invención. Hermano mío, aprenda a distinguir entre la verdad y la imitación; entonces no será desviados. Algunos se apagan, como el molusco a la roca, a ciertas enseñanzas antiguas que no son otra cosa que errores antiguos. Pruébelo todo con la piedra de toque, la piedra fundamental: la Palabra divina, y retenga lo bueno. El uso del «cedazo» y el «aventador» son de gran necesidad. El hombre que ha pedido al Señor que le dé vista clara mediante la cual pueda ver la verdad y discernir sus relaciones con el conjunto de la verdad eterna, y quien por causa del constante uso de sus facultades ha conseguido un justo juicio, este tal está en condiciones de ser un guía de las huestes del Señor, pero todos no son así. Da pena observar cómo muchos aceptan cualquier cosa con tal de que venga con buena forma. Se tragan la medicina de cualquier charlatán religioso que tenga bastante osadía para aparecer como sincero. Pida al Espíritu Santo que le dé la facultad de discernir. Así podrá conducir su rebaño lejos de los pastos venenosos y guiarlo a los pastos buenos y sanos.
EL BUEN «ARCHIVO» DEL CORAZÓN
Cuando, con el tiempo debido, haya alcanzado el conocimiento y la facultad de discernir, busque luego la capacidad de retener y guardar firmemente lo que ha aprendido. Actualmente algunos parecen gloriarse de ser «veletas»; no guardan nada, no tienen nada digno de guardar. Creyeron algo ayer y ya no lo creen hoy, ni lo de hoy lo creerán mañana. ¡Y sería un profeta mayor que Isaías quien fuera capaz de decir qué creerán en la próxima luna llena, porque están siempre cambiando de pensar, como si hubieran nacido bajo dicha luna, participando de sus cambiantes fases. Tales personas pueden ser honradas como pretenden, pero ¿para qué sirven? Como buenos árboles trasplantados con frecuencia, pueden ser de buena calidad, pero no producen nada. Su fuerza se gasta en echar raíces y volver a echadas, no quedándoles jugo para llevar fruto alguno.
Asegúrese de poseer la verdad ¡y de guardarla! Por supuesto que debemos estar dispuestos a recibir verdades nuevas -si son verdaderas- pero seamos tardíos en aceptar una creencia que pretende haber hallado una luz superiora la del sol.
EL ULTIMO GRITO DE LA MODA TEOLÓGICA
Las nuevas verdades que se venden por las calles, como la segunda edición del diario de la noche, no son, generalmente, mejores que las primeras ediciones. La bella virgen de la verdad no se pinta las mejillas ni se adorna la cabeza como Jezabel, siguiendo cualquier moda filosófica: se contenta con su propia hermosura natural y su aspecto es esencialmente el mismo, ayer, hoy y por los siglos. Los hombres que cambian son, generalmente, personas que necesitan ser radicalmente cambiadas ellas mismas, y nuestro envanecimiento de «pensamiento a la moderna» está haciendo un daño incalculable a las almas, asemejándose a Nerón pulsando la lira al contemplar desde lo alto de su palacio el incendio de Roma. Las almas van a la condenación, mientras ellos siguen tejiendo y destejiendo teorías. El infierno está con su boca abierta tragando almas a millares, mientras los que debieran proclamar la Buena Nueva de salvación están «fabricando nuevas líneas de pensamiento». Los asesinos de almas, altamente educados, hallaran que su decantada cultura no les sirve de excusa alguna en el día del juicio.
LA URGENCIA DE LA PREDICACIÓN DE SALVACIÓN
Por el amor de Dios, procuremos saber bien cómo salvar las almas y luego ¡pongamos manos a la obra! Estar discutiendo la manera de hacer el pan, mientras la gente muere de hambre, es un proceder detestable y criminal. Es hora de que sepamos cuan rápido predicar. Y si no, renunciemos de una vez. «Siempre aprenden y nunca pueden acabar de llegar al conocimiento de la verdad», es un lema que cuadra a los peores más bien que a los mejores de los hombres.
LA PROFUNDIDAD DE LA GRACIA
En cuarto lugar, y sobre todo lo dicho, necesitamos adelantar en cualidades espirituales, en gracias que el Señor mismo obre en nosotros. Estoy seguro que esto es lo principal. Las demás cosas son preciosas, pero esto es inapreciable.
Necesitamos conocemos a nosotros mismos. El predicador debe ser grande en la ciencia del corazón, en la filosofía de la experiencia interior. Hay dos escuelas de experiencia y ninguna quiere aprender de la otra; pero nosotros procuremos aprender de ambas. Una habla del cristiano como quien conoce la profunda depravación de su corazón, que comprende lo engañoso de su naturaleza, sintiendo diariamente que en su carne no hay nada bueno. «El hombre -dicen-que no conoce ni siente esto; experimentando amarga pena de día en día, no posee en sí la vida de Dios». No vale la pena hablar a estos de libertad y gozo en el Espíritu Santo: no lo quieren. Aprendamos de estos hermanos. Saben mucho de lo que debe saberse y ¡ay! del ministro que ignora este caudal de conocimiento. Otra escuela de creyentes se fija mucho en la obra gloriosa del Espíritu de Dios, y hace perfectamente bien en ello. Creen en el Espíritu como potencia purificadera que limpia el corazón, haciéndolo su morada. Pero, a veces, hablan como si hubieran cesado de pecar y de ser objeto de la tentación, gloriándose como si la lucha hubiera terminado y la batalla estuviera ya ganada. No tengamos miedo de llegar a ser demasiado santos, ni de llegar a ser demasiado llenos del Espíritu Santo. Debemos saber dónde nos dejó Adán y dónde el Espíritu nos ha colocado. Pero no se quede con una sola de estas dos cosas.
CONOCIÉNDOLA REALIDAD HUMANA
Si hay hombre dispuesto a gritar; «¡Miserable hombre de mí!, ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte?», será el ministro cristiano, porque es preciso que seamos tentados en todas las cosas, para que seamos capaces de consolar a otros. La semana pasada vi en un coche del ferrocarril a un pobre hombre con su pie colocado en el asiento. Al pasar el boletero, le dijo: «Esos asientos no se han puesto aquí para que usted ponga sus pies». El pasajero calló, pero en cuanto se alejó el empleado levantó otra vez la pierna, diciéndome: «Ese, sin duda, nunca se ha roto la pierna como yo, si no, seguramente no me hubiera hablado tan duro». Cuando he oído a hermanos que siempre vivieron en comodidades, disfrutando buenos sueldos, denunciando a otros muy atribulados porque no se han regocijado como ellos, he comprendido que nada sabían de los huesos y corazones rotos, que otros llevan durante toda su peregrinación por el mundo.
Hermano, procure conocer al hombre en Cristo y fuera de Cristo. Estudie su sicología, sus secretos y sus pasiones. Este estudio no será sobre los libros; es preciso tener experiencia espiritual, personal: solo Dios se la puede dar.
CONOCIENDO EL REMEDIO
Entre todas las adquisiciones de sabiduría se necesita, mas que toda otra cosa, conocer al que constituye el remedio para toda enfermedad humana: Jesucristo. Siéntese a sus pies. Estudie su naturaleza, su obra, sus experimentos, su gloria. Regocíjese en su presencia y tenga una fluida comunión con El, de día en día.
Conocer a Cristo es comprender la más excelente de las ciencias. Si cultiva su comunión con la sabiduría, no dejará de ser sabio; pero no le faltará poder si mantiene su comunión con el poderoso Hijo de Dios.
Permanezca en El, hermano; no le haga sólo alguna visita de vez en tanto. Permanezca en El. Dicen en Italia que donde no entra el sol debe entrar el médico. Donde no brilla Jesús está enferma el alma. Caliéntese en sus rayos y estará vigoroso en su servicio. Nadie conoce al Hijo, sino el Padre». Tan glorioso es que sólo el Padre infinito lo conoce en absoluto. Por lo tanto no habrá límite en nuestro círculo de pensamientos, si hacemos de nuestro Señor el gran objeto de nuestras meditaciones.
FORTALECIENDONOS EN SANTIDAD
hermanos, el resultado de esto será el ser conformados al Señor. ¡Oh, si fuéramos semejantes a El! Bendita sea esa cruz en la cual pareceremos, si sufrimos por ser semejante al Señor Jesús. Si logramos conformidad con Cristo, tendremos una unción maravillosa en nuestro ministerio. Pero sin esta, ¿de qué vale nuestro ministerio?
En una palabra: precisamos santidad de carácter. ¿Qué es la santidad? ¿No es entereza de carácter? ¿Una condición equilibrada en que no hay, ni falta ni sobra? No es una moralidad que se asemeja a una estatua fría sin vida: la santidad es vida. Necesitamos santidad; y, hermano querido, si careciera de algo en cualidades mentales (aunque confío en que no sea así), y si posee en escasa medida el arte de la oratoria (aunque también confío que no), créame cuando le digo que una vida santa es, en sí misma, una potencia maravillosa que suplirá la ausencia de grandes talentos: es el mejor sermón que el mejor hombre puede pronunciar. Resolvamos en nuestro corazón, pues, obtener toda la pureza que sea posible, toda la santidad posible de alcanzar, y que en toda nuestra vida en este mundo de pecado pueda dar Cristo su conformidad y será ciertamente nuestro por la obra del Espíritu de Dios. Elévenos Dios a todos, como institución, a mayor altura, y a El sea la gloria. ¡Amén!
Apuntes PastoralesVolumen VIII Número 5