Restaurando a los Caídos
por Amaris Toro de Sieber
Después de diecinueve años de trabajo pastoral entre jóvenes quebrados, la autora nos comparte las estrategias que Dios les ha dirigido a usar, a ella y a su esposo, a fin de restaurar a estos chicos.
Me parece que fue solo ayer cuando los vi entrar, con sus ojitos expectantes por las actividades que íbamos a realizar ese día. Su mirada lo decía todo: ¿cómo serían recibidos ellos en esta reunión, donde nadie los conocía? En sus barrios ya se les conocía por formar parte de una «patota», o tal vez por ser siempre fieles al baile, al trasnoche y al licor. En esta ocasión, habían sido invitados por algunos de los jóvenes, sus compañeros, en los cuales ellos habían visto cambios muy notables.
La reunión fue sencilla. Alabamos juntos a Dios y compartimos la Palabra. Luego tuvimos algunos juegos y, para terminar, compartimos algunos alimentos. Fue allí, en la parte social, que los jóvenes se acercaron a saludarlos y los invitaron para el día siguiente, a jugar al fútbol y al voleibol en el centro recreativo.
Los años han pasado y hoy encontramos a estos jóvenes estudiando las Escrituras y ocupándose de otros. Así como les pasó a ellos, otros también necesitan que se les dedique tiempo para enseñarles la realidad del amor y los cambios que produce Cristo. De la misma manera que ellos, otros tantos fueron sumándose al grupo. La mayoría de estos jóvenes comparten un común denominador: provienen de hogares destruidos.
En los últimos años el porcentaje de divorcios, de separaciones y de madres solteras se ha elevado a cifras increíbles. Por ello recibimos en nuestras iglesias muchos adolescentes y jóvenes que buscan identidad, amor y límites. A manera de ilustrar esta problemática, quisiera compartir dos historias (los nombres de las personas han sido cambiados) que vivimos en ese ministerio:
Marisa tenía la costumbre de no contestar cuando se le pedía la participación en la lectura de algún texto. Miraba con menosprecio a quien le hacía preguntas y hasta sonreía burlonamente. Pronto se ganó el rechazo de una parte del grupo de jóvenes por sus actitudes de orgullo, siempre acompañadas por su cabeza bien erguida. Sin embargo, Marisa parecía otra en el tiempo de la alabanza y adoración. Muchas veces la descubrí limpiando las lágrimas de sus ojos.
Después de varios intentos fallidos de llegar a un acercamiento, le compartí que Dios entendía su soledad y dolor y que él era un Padre amoroso, experimentado en sanar heridas. Comenzó a llorar. Se estremeció de tal modo que adoptó la posición fetal. En ese momento me contó que había sido víctima de abuso sexual durante su temprana niñez. Como consecuencia de ello, Marisa no tuvo éxito en la escuela. Luego de varios intentos por parte de la maestra por ayudarle a aprender a leer, su madre la calificó como «burra» y la retiró del lugar de enseñanza. Sus padres se habían separado hacía años y la forma de vida de su familia era un desorden. Carecía además de buenos ejemplos para imitar. La razón por la cual no participaba en la lectura de la Palabra era porque ¡nunca había aprendido a leer! Adoptaba esa actitud orgullosa como una defensa para que nadie le preguntara al respecto. No se sentía amada ni aceptada en ningún medio.
Alberto se crió con su mamá. Al principio su situación económica era difícil y prácticamente vivían de la buena voluntad de la gente. Entre sus amigos, uno le comenzó a hablar de Jesús, aquel que se ocupa verdaderamente de las personas. Comenzó a asistir al grupo de jóvenes. La sensación de soledad que tenía era tremenda. Allí, en el grupo, los chicos se interesaron por él. No necesitaba hacer esfuerzos para que le brindaran respeto y cariño. Alberto quiso conocer en forma personal al Dios que empezó a descubrir por los estudios bíblicos y poco tiempo después se comprometió a seguirle. Animado por sus compañeros, tomó especial interés en el estudio, algo que antes no pasaba. Terminó la secundaria y hoy está estudiando en la universidad. Su madre también conoció a Cristo y consiguió un buen empleo.
Los jóvenes sin un hogar estable pueden mostrarse altivos, tener conductas agresivas o volcarse al sexo libre en busca de amor y contención. Al principio parece que adrede buscaran el rechazo de los demás. Su comportamiento, sin embargo, no es más que producto del rechazo sentido de parte del padre que nunca tuvieron al lado. Ese mismo desprecio lo sienten por ellos mismos.
Estos jóvenes tienen una profunda necesidad de ser amados y valorados. Jesús vino para ser padre de huérfanos y nos ha hecho una familia. Nosotros somos la muestra viviente de ese amor profundo que se brindó a sí mismo por nosotros.
Hoy, al mirar atrás, veo jóvenes dedicados al ministerio en diferentes áreas. Muchos de ellos han sido desafiados a trabajar en los barrios con chicos que viven las realidades de las que ellos salieron, otros están en el campo misionero; algunos ya formaron una familia y otros están solos. Todos, no obstante, tienen profundas raíces en aquel que cambió sus vidas.
No todos los muchachos que están en nuestra congregación son de hogares destruidos, pero muchos de ellos sí. Igualmente debemos ocuparnos de los jóvenes que vienen de hogares cristianos, mostrándoles el mismo interés que a los demás, ya que, como ha señalado Luis Palau, «no por nacer en un aeropuerto uno se convierte en avión».
Si tuviera que resumir el servicio al Señor en estos diecinueve años entre los jóvenes y adolescentes, junto a las lecciones que él me ha enseñado, podría decir que Dios nos ha guiado por medio de las siguientes estrategias:
Todavía hay cientos de jóvenes a nuestro alrededor que necesitan a Jesucristo. Nosotros somos los portadores de Su vida. Él nos ha llamado a participar en la obra de sanar a los quebrados, vendar a los heridos y restaurar a los caídos. En todos aquellos que tienen disposición de hacerlo, él proveerá de todo lo necesario para que el Reino se extienda cada día más.
La autora nació en Colombia. En la actualidad reside en Argentina donde, junto a su esposo Juan, pastorea una iglesia Menonita en la ciudad de Choele Choel, en la Patagonia Argentina. Amaris y Juan tienen tres hijos varones.
© Apuntes Pastorales, Edición enero marzo 2004Volumen XXI Número 2