El Amor de Dios, Parte III
por José Belaunde M.
Tercera parte sobre esta serie acerca del Amor de Dios. Hemos estado hablando sobre el amor de Dios en las anteriores entregas y preguntamos alguna vez ¿Porqué es que Dios nos manda amarle cuando el amor es algo que brota o no brota espontáneamente en una persona, pero que no puede surgir a pedido?
Dios tiene muy buenas razones para pedirnos que le amemos. Ya he mencionado algunas de ellas y por eso no voy a repetirlas. Pero hay algunas que no he mencionado y a esas quiero dedicar este artículo. Hay entre ellas una muy importante y es la siguiente: El amor de Dios cuida nuestro corazón, nos guarda del mal camino. ¿De qué manera? La persona que ama trata de agradar en todo a su amado, se desvive por serle grato. Si nosotros amamos a Dios trataremos igualmente de serle gratos, trataremos de que ni siquiera el menor de nuestros pensamientos le sea contrario. Nos esforzaremos en serle fieles. Si yo amo a Dios trataré de evitar todo aquello que pueda desagradarle. Entonces se cumplirá en mí lo que dice el salmo 23: Que Dios «me guía por senderos de justicia por amor de su nombre.» (v.3) Por amor de su nombre, esto es, por amor de sí mismo, Dios me guía por senderos justos. Pero también yo mismo, por el amor que le tengo trataré de no apartarme de sus caminos. El amor es pues una barrera, una defensa contra las tentaciones.La mujer que ama a un hombre de veras es indiferente a los halagos y las miradas admirativas que le dirigen otros hombres. El amor que tiene por su amado la guarda y la vuelve indiferente a los que la cortejan. Ello es así porque el amor tiende a ser exclusivo, a concentrarse en una persona. El que es capaz de amar realmente, concentra su amor en una persona, no lo dispersa. De manera semejante, si nosotros amamos a Dios con todo nuestro corazón, todos los halagos del mundo que pudieran alejarnos de Dios no tendrán mucho valor para nosotros, empalidecerán al lado suyo. Se cumplirá entonces en nosotros lo que afirma Pablo en Filipenses cuando dice: «considero todas las cosas como pérdida…y todo lo tengo por basura por ganar a Cristo.» (Flp 3:8).Todas las satisfacciones que ofrece el mundo representarán poco para mí si Dios ocupa realmente el centro de mi corazón: lujos, automóviles, dinero, posición, fama, etc. Esas cosas por las cuales los seres humanos se desviven no me cautivarán hasta el extremo de abandonarlo a Él por conseguirlas. Y aunque hay muchas cosas sin las cuales no nos es posible vivir en el mundo, el amor de Dios las ordenará de tal manera que cada una ocupe el lugar sano que les corresponde y no me dominen.Pero si yo vivo obsesionado por alcanzar sólo metas materiales, si me desvivo por figurar, por tener éxito o mucho dinero, por lograr una posición de poder, y todo lo sacrifico por esa causa, tendré ahí una buena señal de que no amo a Dios sobre todas las cosas, sino más bien, de que hay algunas cosas que tienen precedencia en mi corazón, que me importan más que Él.Es interesante observar cómo muchos cristianos persiguen en el contexto cristiano esos mismos fines que perseguían en el mundo. Quieren triunfar en ese medio, ser reconocidos como líderes. Han trasferido sus ambiciones de un mundo a otro, del pagano al cristiano. Pero no hay mucha diferencia entre las dos ambiciones, con la salvedad de que, en el caso de la segunda, muchas veces la ambición se tiñe de hipocresía porque usa a Dios como pretexto.Dios no quiere precisamente que yo ame lo terrenal más de lo que lo amo Él. Él desea ocupar el primer lugar en mi corazón, porque desea mi bien y sabe que «los que quieren enriquecerse, caen en tentación y lazo y en muchas codicias necias y engañosas» (1Tm 6:9) que llevan a los hombres a la destrucción.Y si eso ocurre conmigo, como buen padre amante, usará la disciplina para corregirme. Sabe que amarle a Él sobre todas las cosas es lo que más nos conviene, porque es lo que mejor fruto produce en nuestras vidas, sea en la presente o en la futura. Entonces, por diversos medios tratará de que nos desprendamos de aquellas cosas que nos separan de Él, que compiten con Él, o que disminuyen nuestro amor por Él. Aun, si fuera necesario, empleando una disciplina dolorosa para lograr lo que conduce a nuestro bien.Los padres castigan a sus hijos traviesos, pero no por ello dejan de amarlos. Al contrario la severidad que a veces pueden mostrar con ellos es una muestra de su amor. Los padres que nunca corrigen a sus hijos, que les consienten todo, les hacen un terrible daño y demuestran que no les aman realmente: «El que detiene el castigo a su hijo aborrece; mas el que le ama desde temprano lo corrige» (Pr 13:24). Así también Dios puede en ocasiones hacernos sentir el desagrado que le provoca nuestra conducta. Aquello que la Biblia llama la ira de Dios y que se manifiesta en pruebas y tribulación. No obstante, cualquiera que sea la adversidad de las circunstancias, nosotros podemos estar seguros de la permanencia del amor de Dios, de la inmutabilidad de su amor. Como dice el párrafo que ya citamos en nuestra primera charla sobre el tema, no hay nada que pueda separarnos del amor de Dios: «Ni la muerte ni la vida, ni lo presente, ni lo porvenir, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna cosa creada nos puede separar del amor de Dios que es Cristo Jesús.» (Rm 8:38,39)No hay nada tampoco que el hombre pueda hacer para que Dios deje de amarlo. Como dice Isaías, Él nos lleva esculpidos en sus manos (49:15,16), de tal modo que si aun nuestro padre o nuestra madre nos dejaran Él nunca nos abandonará (Is 66:13). Hay tatuajes que no pueden ser borrados por mucho que se laven. Podríamos decir que Dios nos lleva tatuados en sus manos y por mucho que nosotros hagamos para borrarnos nunca lo lograremos. Dios está condenado a amarnos, como dije alguna vez, porque está en su naturaleza amar.Sin embargo, si bien es cierto que nada puede separarnos del amor de Dios, nosotros, en cambio, sí podemos separarnos de los beneficios que nos brinda su amor. Cuando estamos cerca de Él, Él nos cubre con sus alas como la gallina hace con sus polluelos (Sal 91:4), pero si el polluelo rebelde se sale de la protección que le ofrecen las alas de su madre, se expone a las garras de los gavilanes que sobrevuelan el gallinero (Mt 23:37). Algo semejante hace con frecuencia el hombre cuando desobedece a Dios. Se expone a los zarpazos y a las fauces del león rugiente que merodea buscando a quien devorar (1P 5:8).Entonces empiezan los problemas, los conflictos, las dificultades que nos agobian. Entonces comemos el fruto de nuestro camino (Pr 1:31). Por eso es que Jesús ordena a aquellos a quienes Dios ha recibido por hijos que permanezcan en su amor (Jn 15:9). Y ¿Cómo permanecemos en su amor? Él mismo contesta: Guardando sus mandamientos (v.10). Esto es, obedeciendo a Dios como un buen hijo obedece al padre a quien ama. Las situaciones difíciles que se nos presentan cuando nos alejamos de Dios son una llamada de atención que Él nos dirige para que recapacitemos y volvamos a Él. Como dice el salmista, «Bienaventurado el hombre a quien tú Señor corriges y en tu ley instruyes.» (Sal 94:12). O como se advierte en Hebreos: «No menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por Él. Porque el Señor al que ama disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo.» (Hb 12:5,6; Jb 5:17; Pr 3:11,12). (31.08.03)
Espere la cuarta parte de esta serie el próximo Martes 10 de febrero, ¡ No se la pierda!