El Amor de Dios, Parte IV
por José Belaunde M.
Cuarta entrega sobre la serie, El Amor de Dios. Dios nunca se sacia de amar, y Él quisiera que todos entráramos a ese círculo de su intimidad, quizá a alguno de nosotros Dios nos llamó en determinado momento de un modo especial y no respondimos a ese llamado, no nos atrevimos a entregarle todo; tuvimos miedo de arriesgar demasiado por su causa…
Dios ama a todos sin acepción de personas, esto es, sin distingos, dicen la Escrituras en muchos lugares (Hch 10:34; Rm 2:11) y no cabe duda de que es así. Sin embargo, el Evangelio nos dice que había un discípulo al que Jesús amaba en especial (Jn 13:23;19:26;21:7). Y en diversos pasajes de las Escrituras se nos dice que hay personas que son especialmente amadas por Dios (Dn 10:11,19). Pero no hay contradicción entre esas afirmaciones. Lo que ocurre es que, aunque Dios ama a todos por igual, no todos penetran por igual en el círculo de su intimidad. Unos lo hacen más que otros, de acuerdo con su disposición interior o de alguna gracia especial recibida. Y algunos, aun amando a Dios, se mantienen relativamente alejados. Les basta saber que Dios los ama como ama a todos. En cambio, Él nunca se sacia de amar y quisiera que todos perteneciéramos a ese círculo de privilegiados que han penetrado en su intimidad. Es cierto que Él llama a algunos en especial a estar más unidos a Él para una labor o una misión particular. Son personas que atravesarán también, precisamente por ese motivo, grandes pruebas en sus vidas, como se ha señalado en otra ocasión, y que harán grandes hazañas para Él. Es decir, la elección especial es una elección para el sufrimiento. El apóstol Pablo es un buen ejemplo (véase al respecto Hch 9:15,16; 2Cor 11:23-33). Pero quizá a alguno de nosotros Dios nos llamó en determinado momento de un modo especial y no respondimos a ese llamado, no nos atrevimos a entregarle todo; tuvimos miedo de arriesgar demasiado por su causa. Si ése fuera el caso, nos perdimos una gran oportunidad. Y si acaso nos sentimos momentáneamente aliviados entonces, a la larga hemos salido perdiendo. Sea como fuere, aunque Él ama ciertamente a todas sus criaturas y más especialmente a sus hijos, hay una ventaja en pertenecer al círculo de sus favoritos. ¿Cómo podemos entrar nosotros en el círculo de esos privilegiados? Proponiéndonoslo y haciendo lo necesario. Esto es, estando dispuestos a pagar el precio exigido y a hacer todo lo necesario para manifestarle un amor sin límite, tal como se enseña en las Escrituras. Veamos cómo:
Nosotros manifestamos nuestro amor por Dios de diversas maneras. La primera es obedeciéndole: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama» (Jn 14:21). El hijo que ama a su padre le obedece. El niño engreído, malcriado, que no le obedece, demuestra con su rebeldía que no le ama. Ha sido mal enseñado a amarse a sí mismo sobre todas las cosas, y sólo obedece a su padre cuando le conviene. Pero cuanto más ame un hijo a su padre más le obedecerá, hasta en sus más mínimos deseos cualquiera que sea el costo. Jesús nos ha dado ejemplo (Jn 14:31). Nosotros manifestamos nuestro amor a Dios en que no sólo obedecemos su voluntad explícita, expuesta en su palabra, digamos a grandes rasgos, sino en que tratamos de profundizar en ella y entender todas sus implicancias prácticas para apropiárnoslas y hacerlas realidad en nuestra vida. Pero vamos aún más lejos: estamos a la escucha de los deseos que Dios nos inspira en el alma para obedecerlos. Cuánto más sigamos esas inspiraciones internas, más nos hablará el Señor al corazón. Este es un secreto de nuestra relación con Dios: Escuchar su voz que habla como un susurro apenas perceptible y obedecerla. En otras palabras, tratamos de hacer su voluntad en sus menores detalles, viviendo constantemente en su presencia como un esclavo delante de su Señor esperando sus órdenes, tal como hacían Elías y Eliseo (1R 18:15). Eso exige, en cierta medida, un apartarse de las ocupaciones normales del mundo y una dedicación especial a la obra de Dios.
En segundo lugar manifestamos nuestro amor por Dios hablándole. Él está dentro de nosotros. Es el amigo que siempre nos acompaña. Nadie le hace hielo a un amigo que viene a vernos o a quien encontramos en la calle o que camina al lado nuestro, sino, al contrario, le hablamos, conversamos y bromeamos con él, le contamos nuestros asuntos con toda confianza. Se le habla a Dios de palabra o con el pensamiento, porque Él escucha nuestros pensamientos, dice la Escritura (Is 66:18; Mt 9:4;12:25). El enamorado piensa todo el tiempo en su enamorada. El hombre que ama a Dios, piensa todo el tiempo en Él. Tanto le amas, tanto piensas en Él. Cuanto más le amas, más pensarás en Él. Cuantos más pienses en Él, más le amarás. Ese es un círculo no vicioso, sino virtuoso. Pero también, cuanto más pienses en Él, más y mejor le conocerás, mayor intimidad tendrás con Él y Él te prestará sus pensamientos, de manera que algún día no tengas otros pensamientos sino los que Él te inspire. Entonces Él podrá realmente guiarte.
Si viene un invitado a nuestra casa a visitarnos no lo dejamos solo en el salón y nos vamos a hacer nuestros asuntos. Al contrario, le dedicamos toda nuestra atención. Y si tenemos que hacer algo, le pedimos disculpas para ausentarnos un momento, y tan pronto terminamos, regresamos donde él. Hagamos lo mismo con Jesús, que es nuestro huésped interno. Orar es hablar y nosotros tenemos tantas cosas que decirle a Dios. ¿O no tienes nada personal que decirle? ¿En qué andas pensando cuando vas a tu trabajo, sea a pie o en la movilidad? Quizá en tonterías, o dejas vagar tu pensamiento. O quizá pienses en algo que te preocupa. Si lo segundo, en lugar de ir dándole vueltas en la cabeza, devanándote los sesos, conversa el asunto con el Señor; plantéale tus preocupaciones y analiza el problema con Él. Si eso haces, le estás pasando el problema a Él. Él no se molestará por ello, sino, más bien, te agradecerá la confianza y te dará la solución, te dará una idea a seguir. Y como ya te la dio, te va a ayudar a llevarla a cabo. ¿No actuamos los amigos así unos con otros? Cuánto más Él, que es nuestro mejor amigo. El amigo sin falla. El amigo de quien está dicho que tiene cuidado de nosotros. (1P5:7). Esto es especialmente útil en las noches, cuando tenemos una preocupación que no nos deja dormir. En lugar de atormentarnos, hablémosle a Dios del problema y después de haberlo repasado con Él, apartemos todo pensamiento y conciliemos el sueño repitiendo en la cabeza el nombre de Jesús. De repente nos despertamos en la mañana con la solución a nuestro problema en la mente. Dios nos lo habrá dado durante el sueño.
Pero hay otra ventaja en hablarle a Dios con frecuencia. Cuánto más le hables, más le conocerás. Cuánto más le conozcas, más le amarás, y más confianza tendrás con Él. Cuánto más confianza tengas con él, más transparentes serán sus deseos para ti, y más transparentes serán tus deseos para Él. Su palabra dice que si te deleitas en Él, Él te dará lo que tu corazón desea (Sal 37:4). Te concederá tus deseos más ocultos sin que tengas necesidad de pedírselos. ¿Y cómo nos deleitamos en Él? Amándole, alabándole y adorándole sin cesar. Nuestra vida debería ser un acto de amor continuo. Naturalmente, si tienes intimidad con Él y conoces sus deseos, los tuyos no serán contrarios a los suyos, sino que más bien coincidirán con los de El. Y si tus deseos coinciden con los de Él ¿cómo te los va a negar?